Morir de miedo - Varios autores - E-Book

Morir de miedo E-Book

Varios autores

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Una terrorífica y sorprendente antología de relatos fantásticos firmados por los más destacados autores del siglo XIX francés. Fantasmas, vampiros, espíritus, diablos, amantes que resucitan, objetos con vida propia... El mundo de lo fantástico responde a las angustias y miedos del ser humano; por medio del sueño o la pesadilla, el lector accede a las emociones que provoca la intervención de lo extraño en una realidad por lo general plana y rutinaria. Exquisitamente traducida y prologada por Mauro Armiño, esta selección abarca relatos que, durante el siglo XIX francés, empiezan asumiendo la herencia de la novela gótica y siguen luego la evolución histórica, para rechazar, por medio de la imaginación, el conformismo hipócrita de la sociedad propuesta por la Revolución Industrial. De Jacques Cazotte, que a finales del XVIII ya intuía presencias sobrenaturales, a Jean Lorrain y los autores de la Belle Époque, la nómina de escritores que abordaron lo fantástico incluye a los más grandes nombres del periodo —Nodier, Balzac, Gautier, Borel, Mérimée, Flaubert, Nerval, Verne o Schwob—, que testimonian cómo la fantasía creó un espacio de primera magnitud, dando así lugar a un nuevo género literario que aún en nuestros días sigue desarrollándose vigorosamente. Jacques Cazotte, Charles Nodier, Honoré de Balzac, Théophile Gautier, Philarète Chasles, Pétrus Borel, Prosper Mérimée, Gustave Flaubert, George Sand, Victor Hugo, Gérard de Nerval, Léon Daudet, Villiers de l'Isle-Adam, Guy de Maupassant, Jules Verne, Édouard Dujardin, Jules Lermina, Marcel Schwob, Henri de Régnier, Jean Lorrain y Jean Richepin.

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Edición en formato digital: octubre de 2019

 

En cubierta: ilustración de Asar Studios / Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Selección, traducción, notas y prólogo, Mauro Armiño

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17996-25-3

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo de MAURO ARMIÑO

 

MORIR DE MIEDO

 

El diablo enamorado (dos fragmentos) (1772)de JACQUES CAZOTTE

 

Smarra o los demonios de la noche (1821)de CHARLES NODIER

 

La iglesia (1831)de HONORÉDE BALZAC

 

La cafetera (1831)de THÉOPHILE GAUTIER

 

El ojo sin párpado (1832)de PHILARÈTE CHASLES

 

Onuphrius, o las vejaciones fantásticas de un admirador de Hoffmann (1832)de THÉOPHILE GAUTIER

 

Don Andrea Vesalius, el anatomista (1833)de PÉTRUS BOREL

 

Ónfale. Historia rococó (1834)de THÉOPHILE GAUTIER1

 

La Venus de Ille (1837)de PROSPER MÉRIMÉE

 

Sueño infernal. Cuento fantástico (1839)de GUSTAVE FLAUBERT

 

Spiridion (episodio) (1839)de GEORGE SAND

 

El diablo trapero (1842)de VICTOR HUGO

 

El monstruo verde (1849)de GÉRARDDE NERVAL

 

Obsesión (fragmento de Aurelia) (1855)de GÉRARD DE NERVAL

 

El hombre de los sesos de oro (1866)de ALPHONSE DAUDET

 

Lokis (1869)de PROSPER MÉRIMÉE

 

Verade AUGUSTE VILLIERSDEL’ISLE ADAM

 

Aparición (1883)de GUYDE MAUPASSANT

 

Frritt-flacc (1884)de JULES VERNE

 

La Virgen de hierro (1886)de ÉDOUARD DUJARDIN

 

La puerta (1888)de JULES LERMINA

 

El manzano (1888)de JULES LERMINA

 

Béatrice (1890)de MARCEL SCHWOB

 

El relato de la dama de los siete espejos (1894)de HENRIDE RÉGNIER

 

Los agujeros de la máscara (1895)de JEAN LORRAIN

 

Reclamación póstuma (1895)de JEAN LORRAIN

 

Los otros ojos (1899)de JEAN RICHEPIN

 

El enemigo (1900)de JEAN RICHEPIN

 

Biografías de los autores

Prólogo

Lo maravilloso, lo extraño, lo fantástico

 

Definir lo fantástico se ha convertido en tarea imposible desde que el término se impuso hace algo más de siglo y medio aplicado a la literatura. Las numerosas definiciones que de ello se han dado no han hecho otra cosa que difuminar un objeto ya de por sí vago y heterogéneo, de lindes poco delimitadas, debido a la amplitud de su campo, por un lado; por otro, a su popularidad, que impulsa a buena parte de la crítica a considerarlo una obra de entretenimiento demasiado simple, un género menor, sin personajes de los que puedan desprenderse complejos análisis psicológicos o situaciones que ayuden a revelar un estado social concreto: desde los vampiros, que aparecen en Europa en la obra de Dom Calmet1, pese a que niegue su existencia, hasta los zombis de la bit-lit (literatura del «mordisco»), toda una serie de obras y protagonistas de este género literario parece desterrada de la alta literatura, cuando no se encasilla como materia propia de un pasado con dos siglos o más de auge y caída, como si lo fantástico estuviera superado y no tuviera nada que ver con el hombre de hoy ni nada que ofrecerle; ante las explicaciones que la ciencia daba de la realidad, lo fantástico y lo misterioso habían entrado, a finales del siglo XIX, en vía muerta según Maupassant, que ya anunciaba en dos artículos: «Adiós, misterios» (1881) y «Lo fantástico» (1883), su desaparición ante los avances científicos, que no habían de tardar en explicar lo inexplicable (eso se esperaba): «Lentamente, desde hace veinte años, lo sobrenatural ha salido de nuestras almas. Se ha evaporado como se evapora un perfume cuando la botella se destapa. Si llevamos el orificio a la nariz y aspiramos mucho, mucho tiempo, apenas se encuentra un ligero aroma. Eso se acabó». Lo mismo afirma tres años más tarde Villiers de l’Isle Adam: «Lo fantástico es cosa pasada», en su novela La Eva futura (1886), considerada precisamente como una de las primeras narraciones de la ciencia ficción.

El destierro de lo fantástico de la alta literatura parece olvidar que lo sobrenatural y lo extraño han producido obras maestras, desde El Horla de Maupassant (1886-1887) a The Turn of the Screw (Otra vuelta de tuerca, 1898) de Henry James, o La metamorfosis, por más que una parte de la crítica le niegue esa cualidad a la breve novela de Kafka, porque dicha calificación limitaría de hecho su dimensión narrativa. Curiosamente, además, a pesar de tal desdén, y frente a las barreras que parecen condenar a la alta literatura a no salir de su ámbito estricto, lo fantástico ha ensanchado sus dominios e invadido de manera profusa, hasta el exceso incluso, otras artes, en especial las de la imagen, como las plásticas —pintura, cómics, videojuegos—, la música o el cine. También parece olvidarse que, además de sus productos literarios, esas otras artes, y en especial la más popular, el cine, han tomado con fuerza el relevo y han gozado de más predicamento durante el pasado siglo que cualquier otra temática; por no hablar de su capacidad para constituir por sí mismo nuevos géneros (subgéneros, si se quiere) como la ciencia ficción.

 

 

Sentidos y significación divergentes

 

El Diccionario de la Lengua Española continúa definiendo fantástico como algo «quimérico, fingido, que no tiene realidad y consiste solo en la imaginación»; en esa primera acepción parece traducir de manera aproximada la definición que ofrece el diccionario francés Littré de 1863: fenómeno complejo «que tiene que ver con la imaginación y más bien con el exceso de esa facultad. Lo fantastique se opone a la lógica». Es este diccionario el que inaugura la acepción que, según Steinmetz2, aquí nos interesa; es decir, la aplicada a definir fantastique como elemento literario y como sustantivo que nombra cierta categoría literaria: «1. Que solo existe por la imaginación; 2. que no tiene más que la apariencia de un ser corporal».

El adjetivo fantastique había aparecido antes en Francia, referido a Hoffmann, en el texto de un periodista (agosto de 1828), y vuelve a ser utilizado al año siguiente a la hora de trasladar, de forma más o menos acertada, el título del escritor alemán: Fantasiestückein Callots Manier (Fantasías a la manera de Callot) (1814-1815); en traducción literal debería ser «trozos de fantasía a la manera de Callot», pero François-Adolphe Loève-Veimars (1801-1854), autor de una traducción no demasiado fiel ni completa titulada Cuentos fantásticos (veinte volúmenes, 1829-1833), añade a su prólogo un artículo del escocés Walter Scott (1771-1832), defensor de lo maravilloso en su vertiente historicista, la plantilla sobre la que están escritas sus famosas novelas: «Sobre Hoffmann y las composiciones fantásticas», donde fantásticas traslada el término supernatural escrito por el novelista escocés para arremeter contra la desbocada imaginación de Hoffmann: «La predilección de los alemanes por las cosas misteriosas les ha hecho inventar un género de composición que, probablemente, no habría podido ver la luz en otro país o en otra lengua. Se le puede llamar género fantástico [supernatural],en cuyo seno una imaginación liberada de toda regla se entrega a la libertad más incontrolada y más desenfrenada». Para Scott, lo fantástico equivale a grotesco, extravagante, algo que se debe rechazar por ajeno al ser humano.

Las capitales con que está escrito ese adjetivo en la traslación francesa convierten desde ese momento a Hoffmann en padre de un género... condenado por Walter Scott, y contrario a lo que el propio Hoffmann pensaba estar haciendo: nunca se le pasó por la cabeza utilizar fantástico para definir sus cuentos, ni los reunió bajo ese epígrafe en ninguno de sus volúmenes. El resultado de la paradoja hace de ese calificativo la expresión idónea para cuentos de hadas, de aparecidos y de hechos sobrenaturales, como termina por recoger el Littré. Hasta Charles Nodier (1780-1844), el primero en considerar de forma pertinente el concepto, pese a admitir muchas generalidades y a tener motivos para apreciar la diferencia entre lo maravilloso y lo fantástico, incluye en lo fantástico ambos adjetivos antes de que se establezcan fronteras claras del género; no será la única asimilación de lo fantástico a otros textos que solo mantienen con ello algún punto en común, desde la literatura policial a la ciencia ficción.

Renacido casi «sin querer» y con un error en la adaptación del término, fantastique tuvo buena fortuna e hizo camino a lo largo del siglo XIX, recogiendo bajo su patrocinio todas las formas literarias que escapaban de la intelección inmediata de lo real, pero variando de significación a lo largo de los casi dos siglos siguientes; ni siquiera es unánime esa significación en las distintas lenguas: de ahí las divergencias en algunas interpretaciones. En inglés, fantasy alude, con cierto matiz peyorativo, a la imaginación y a los textos influidos por ella; su evolución lo ha llevado al punto de designar desde mediados del siglo XX un subgénero, la heroic fantasy —fantasía heroica, fantasía épica—, que tiene a su vez otros subgéneros como sword and sorcery («espada y brujería») donde lo maravilloso interviene con componentes mágicos y épicos, de ambiente y tramas medievales a menudo, magos, talismanes y guerreros, hasta llegar a un tipo de ciencia o historia ficción cuyo ejemplo más popular es El Señor de los Anillos (1954-1955), de J. R. R. Tolkien, a quien habían precedido en ese camino de fantasía William Morris (su poema épico Historia de Sigur el volsungo y la caída de los Nibelungos, 1876), Erick R. Edison (La serpiente Uróboros, 1922), Robert E. Warren (Conan el bárbaro, 1932), etcétera.

En cambio, en alemán Fantasie, aunque sigue indicando un producto de la imaginación, tiene la connotación de capricho lúgubre, tétrico, que produce en el lector una inquietud turbadora y una amenaza al mismo tiempo: algo que provoca angustia y da miedo, que ha de ser hostil tanto para el personaje como para el lector. En este caso sí es Hoffmann —al que tanto Nodier como Gautier y Maupassant citan constantemente— quien da lugar al género con sus Fantasías a la manera de Callot, en las que homenajea el ingenio extravagante de ese grabador francés; la mezcla de dos mundos extraños que se comunican entre sí, de lo vivido y lo imaginado, da lugar en el narrador alemán a un «realismo fantástico» en el que la realidad puede verse intervenida por seres salidos del folclore, magos, trasgos, brujas y aparecidos; su interés estriba en que esas figuras grotescas son resultado de puntos de vista y perspectivas tanto sociales como morales. La obra —dibujos, grabados— de Jacques Callot (1592-1635) influyó considerablemente en su época, gracias de manera especial a sus aguafuertes sobre escenas bélicas, en las que subraya los estragos de la guerra de los Treinta Años (Miserias de la guerra), sobre ferias populares, personajes grotescos, suplicios y caprichos.

Incluso si debe datarse el inicio de lo «fantástico» en el siglo XVIII, hay características que tienen un pasado, según Nodier: «La literatura fantástica surge, como el sueño de un moribundo, en medio de las ruinas del paganismo, en los escritos de los últimos clásicos griegos y latinos, de Luciano y de Apuleyo. Estaba olvidada desde Homero; e incluso Virgilio, a quien una imaginación tierna y melancólica transportaba fácilmente a las regiones de lo ideal, no se había atrevido a tomar de las musas primitivas los colores vagos y terribles del infierno de Ulises [...]. La musa solo se despertó un momento. [...] Todo lo que quedó de ella después, hasta el renacimiento de las letras, ese murmullo confuso de una vibración [...] que espera un impulso nuevo para volver a empezar...» (De lo fantástico en literatura). Que Nodier meta en el mismo saco todo lo extraño, desde el cuento de hadas a la irrupción de lo sobrenatural, no tiene nada de raro dada la falta de límites de la novedad que suponía entonces fantástico.

 

 

El primer problema que fantástico plantea es la utilización del término, cuyo sentido primero se ha desgastado y perdido; si en su aparición en la Edad Media, fantasía indica la imaginación y sus derivados, que van de lo extravagante a lo fabuloso, en la actualidad, tras haberse diluido en frases cotidianas, se aplica a cualquier cosa, objeto, persona, acción, intriga, etc., por la capacidad del lenguaje de producir significaciones globales, aunque no sean precisas; Freud ya advertía en 1919 sobre la conveniencia de separar la utilización de fantástico en el lenguaje cotidiano y en su aplicación a la ficción. «Hace un tiempo fantástico», «llevo una vida fantástica», «esa luz es fantástica» y un largo etcétera son frases comunes en las que el adjetivo encubre el significado superlativo de bueno, más allá de otros como excelente, magnífico; en la más aproximada de las expresiones quiere decir algo que supera lo corriente, que transciende lo habitual, convirtiéndose entonces en sinónimo, o poco menos, de inusitado, inusual, extraordinario, extraño, y, en ciertos casos, de extravagante o grotesco; el uso para todo del adjetivo borra su significación aplicada al campo específico al que se refiere el término. Ocurre a menudo: por ejemplo, voces como trágico o surrealista se aplican a situaciones variopintas en las que poco tiene que ver el concepto que nace de las obras de Esquilo o de André Breton.

Segundo problema: en el campo literario, fantástico se ha convertido en un cajón de sastre, y bajo su paraguas se acogen obras tan diferentes como la mitología bíblica o grecolatina, y, más cerca en el tiempo, los cuentos de hadas, la novela gótica o frenética3, hasta llegar a uno de sus últimos avatares: la ciencia ficción. Pero es poco lo que tienen que ver entre sí Los cuentos de hadas (1698) de Madame d’Aulnoy, una de las escritoras que está en el origen del cuento maravilloso, o los relatos que Charles Mayer publicaba en Le Cabinet des fées (1785-1789),Los elixires del diablo deHoffmann, el Frankenstein (1817) de Mary Shelley, Madame Putiphar (1839) de Pétrus Borel, La casa de los siete gabletes (1851) de Nathaniel Hawthorne, hasta llegar a En las montañas de la locura (1931) de H. P. Lovecraft. Estas obras y autores —y otros muchos— contienen y manejan elementos que pertenecen al dominio de lo fantástico, pero en grados muy distintos, incluso divergentes; sin embargo, todos ellos pretenden acomodarse en compartimentos diversos de ese cajón de sastre, impidiendo definir lo fantástico como un todo homogéneo; hay que añadir, además, un último escollo: la posibilidad que, en cierta medida, tiene el lector de situar la indefinición de un texto concreto en este o en aquel cajón de ese mueble; por tal motivo, las fronteras de su definición se vuelven cada vez más complejas.

Qué sea lo fantástico se ha convertido en paso obligado a la hora de abordar una materia que, como debate, nació hace casi dos siglos en la literatura francesa si admitimos como punto de partida el citado ensayo de Nodier De lo fantástico en literatura (1830);cincuenta años más tarde, uno de los grandes «fantásticos», Maupas­sant, pensaba, en los artículos ya citados, que ese camino había tropezado con un muro infranqueable; pero su profecía no se cumplió, y lo fantástico ha dado pie durante el siglo y medio siguiente a comentarios, discusiones, congresos, trabajos académicos, revistas, estudios especializados, etc., cuyas conclusiones, que unas veces se complementan y otras se contradicen formando una red casi inextricable de concepciones, no solo no responden a las preguntas sobre su esencia, existencia y límites, sino que plantean más cuestiones y abren más interrogantes de los que cierran, como si se tratase de un juguete de muñecas rusas. Empezando por la misma palabra que le da nombre, y que desde su origen facilita todos los malentendidos.

El equívoco que presta densidad a esa intrincada red de significados nace en la propia etimología del término y en su significación según las distintas lenguas y las diferentes tradiciones culturales europeas en que predomina el género, así como también la evolución de las formas narrativas; en origen, fantástico es un derivado de la voz griega phantasein, cuyo sentido de «manifestación sensible de lo irreal» también posee el significado de «hacer ver en apariencia», «dar la ilusión», «aparecer» pero también «mostrarse», cuando se trata de fenómenos extraordinarios4. De ahí sus derivados phantasia (aparición), phantasma (lo que se aparece, espectro, fantasma), y phantastikon; los tres términos llevan implícita una especie de ilusión óptica que percibe más allá de lo natural. Se produce, en la narración al menos, algo insólito, inaudito o extraño que va más allá de lo real, algo «sobrenatural», que para el protagonista de la trama puede resultar anormal, imposible, fuera de la lógica y de lo racional de la experiencia cotidiana. En ese cajón de lo sobrenatural y de lo irracional caben demasiadas cosas que deben circunscribirse, por metodología, en categorías más concretas. Bajo esa capa se acogen obras tan dispares del género gótico como Vathek (1782) de William Beckford, Los misterios de Udolfo (1794) de Ann Radcliffe, El monje (1796) de Matthew G. Lewis, Frankenstein, o el moderno Prometeo de Mary Shelley (1818), Melmoth el errabundo de Charles Robert Maturin (1820)5, Drácula (1897) de Bram Stoker, por no hablar de las Historias extraordinarias de Edgar Allan Poe (en francés desde 1856)6, Alicia en el país de las maravillas (1865)de Lewis Carroll, La metamorfosis (1915) de Kafka, entre otros, muchos hasta llegar a La llamada de Cthulhú (1926) y En las montañas de la locura (1931) de H. P. Lovecraft, que abre un camino hacia el horror extremo seguido por autores modernos como Stephen King, Clive Barker y un cuantioso número de escritores anglosajones7, por no citar a los recientes cultivadores del subgénero gore, de las horror stories, etcétera.

 

 

La exclusión de lo maravilloso

 

Lo maravilloso fue el primer terreno en el que empezaron a dirimirse los límites del género y a precisarse su papel concreto. Para Nodier lo maravilloso pertenecía a lo fantástico. El «Érase una vez», o el «Había una vez» con que arrancan esos cuentos abren un mundo ajeno a lo real que el lector admite desde el principio, dejando en suspenso su capacidad de incredulidad, la suspension of disbelief, según el poeta inglés S. T. Coleridge; de ahí que el lector se deje llevar encantado por la lógica irreal sin el menor sobresalto; ese mundo de féerie, con hadas, elfos, dragones y unicornios, procede de la Edad Media, por no remontarnos en el tiempo hasta sus fuentes célticas del norte precristiano de Europa. Lo mismo puede decirse de lo «maravilloso negro», la novela gótica, con sus vampiros, diablos e inframundos infernales (Vathek), donde la suma de terrores y violencia termina convirtiéndose en catarsis durante la lectura. Freud fue el primero en deslindar ese mundo maravilloso donde hasta lo increíble puede ocurrir al margen de lo cotidiano. En su artículo «Das Unheimliche» («Lo ominoso», 1919) afirma que, al haber abandonado el cuento tradicional el terreno de la realidad, el lector no sufre ese efecto «ominoso» que sí produce y exige lo fantástico, generador de angustia y de amenazas indefinibles.

«Lo maravilloso es lo sobrenatural aceptado, y lo extraño, lo sobrenatural explicado. Lo fantástico es la vacilación sentida por un ser que solo conoce las leyes naturales frente a un acontecimiento en apariencia sobrenatural», según Todorov8, que ya apunta una nueva subdivisión: la de lo extraño. Desde la primera página de una narración maravillosa, el lector acepta como pura invención la quimera referida9, que, al estar ya codificada, no le provoca la menor alteración pese a que se le proponga la ruptura del orden lógico y racional: los «cuentos» de hadas (desde El sueño de una noche de verano de Shakespeare a La bella y la bestia de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont(1757), los viajes extraordinarios (Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, Los Estados e imperios de la luna y del sol de Cyrano de Bergerac, por ejemplo), las alegorías (las Fábulas, desde Esopo y Fedro a La Fontaine), las utopías (desde La isla de los esclavos de Marivaux y Las aventuras de Telémaco de Fénelon hasta el Cándido de Voltaire, que recrea la de El Dorado) no cuestionan en absoluto al lector; este sabe siempre dónde está y cómo ha de moverse en ese espacio irreal; tampoco le perturban —aunque de hecho no se adscriban a lo maravilloso— las narraciones góticas o frenéticas (desde el Vathek de William Beck­ford a Los cantos de Maldoror del conde de Lautréamont), que proponen historias «chocantes» (para no decir excéntricas o estrambóticas) llevadas a su último límite, ni las novelas de ciencia ficción, que aplican el realismo después de plantear una hipótesis científicamente imposible o no alcanzada (las principales novelas de Jules Verne, antes de llegar al siglo XX); para Todorov, este tipo de textos abre un subgénero, el de «lo maravilloso científico». Ni tampoco pueden vincularse al género relatos tan fantásticos, tan «fantasiosos» por su mezcla de irrealidad y realidad, como la obra maestra de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, o Alicia en el País de las Maravillas (1865) y su continuación Al otro lado del espejo (1872) de Lewis Carroll.

Para Roger Caillois, excelente teórico del género, «el cuento de hadas se desarrolla en un mundo donde el encantamiento es un punto de partida lógico y donde la magia es la regla. Lo sobrenatural no tiene en él nada espantoso, ni siquiera es sorprendente, dado que constituye la sustancia misma del universo, su ley, su clima. No viola ninguna norma: forma parte del orden de las cosas [...]. En cambio, en lo fantástico, lo sobrenatural aparece como una ruptura de la coherencia universal. El prodigio se vuelve en él una agresión prohibida, amenazadora, que rompe la estabilidad de un mundo cuyas leyes eran tenidas siempre hasta entonces por rigurosas e inmutables. Es lo Imposible, que surge de improviso en un mundo donde lo imposible está excluido por definición»10. Sin embargo, su afirmación de que lo fantástico sería «una especie de etapa intermedia entre la féerie y la ciencia ficción en el camino de la literatura de lo extraño» suscita reservas a Jean-Baptiste Baronian, porque, de ser así, lo fantástico «habría plegado velas durante el siglo XX, y en vez de evolución (cosa que efectivamente se ha producido) habría sido desterrado por otra forma de imaginario»11.

En cambio, lo fantástico «siempre tiene un pie en el mundo real»12, sus elementos pertenecen al ámbito de lo cotidiano por más que siembre la duda y la inquietud en el lector plantándole una interrogación sobre el juego realidad/irrealidad, es decir, proponiendo una amenaza a su razón por la carga de misterio, por la presencia e invasión de lo insólito o por un enigma como elementos articuladores de la trama; pero en este último caso, pasamos a un subgénero, pues a veces aparecen, por ejemplo, lazos de parentesco con el género policial: el lector acompaña y comparte, ante el interrogante que plantea la intriga, el análisis y la investigación que resuelve el enigma sin verse sometido a una transgresión de orden real, es decir, lo propiamente fantástico; la racionalidad del lector participa en el juego, por más que desde el principio se produzca la situación de crisis que propone el suspense narrativo; por más enrevesado que lo presente el autor, por más que el análisis detectivesco parezca jugar al ratón y al gato con el lector, el enigma, una vez resuelto, sigue ateniéndose al orden lógico.

Estas divergencias entre lo maravilloso y lo fantástico se plantean y visibilizan desde el inicio; de hecho, se excluyen: frente a las tranquilizadoras puertas de entrada abiertas por los «Había una vez», «Érase una vez», el autor fantástico trata de desequilibrar al lector de forma no solo voluntaria, sino rebuscada intencionadamente; por ejemplo, Mérimée en el arranque de su relato Lokis: «He tomado el tema más extravagante, el más atroz que he podido»; a partir de ahí, el lector puede esperar cualquier tipo de temas y de protagonistas: pueden ser, por ejemplo, la personificación de la Muerte, que impone su presencia de forma activa en la trama (Federigo, de Mérimée, por seguir con el mismo autor), o sudarios vagando por los corredores, o fantasmas, vampiros, catalepsias, dobles que naufragan en la locura, estatuas animadas, amor más allá de la muerte, magias, retornos involuntarios al mismo lugar, manipulación del tiempo, corte o supresión de miembros (interpretado por Freud como temor a la castración), objetos muertos, maléficos, benéficos o ambivalentes, que reviven...: «Objetos inanimados, ¿tenéis pues un alma?», se preguntaba el poeta romántico Lamartine. De ahí las distintas subdivisiones temáticas que pueden hacerse para el género, presididas en su mayor parte por la figura del sueño o de la pesadilla, que abre la puerta a todas las posibilidades de la imaginación: de la locura al horror de las resurrecciones o de las perversiones, con su séquito de crueldad a la que a veces se elogia y celebra (el marqués de Sade, Villiers de l’Isle Adam); en el citado Lokis, por ejemplo, en vez del sueño será el exceso de vino —en otros autores, por ejemplo, en Jean Lorrain, el abuso del éter— y comida del protagonista lo que sirva para explicar lo fantástico; por no hablar de la capital y persistente presencia del demonio en las tramas, sin que el lector pueda recurrir a la lógica para explicar lo que se le propone: en última instancia, esa presencia constante del ángel caído simboliza al ser humano, también perdido en las tinieblas de un mundo que no acaba de comprender ni de abarcar. Tampoco ha de olvidarse que, en no pocas obras, se mezcla una acción ilógica e irracional, protagonizada por el diablo u otros seres irracionales e imposibles, con buenas dosis de humor —que llegará a ser negro con los surrealistas— y de ironía (El diablo trapero, de Victor Hugo, o El monstruo verde, de Gérard de Nerval, dos de los ejemplos, entre varios, de los recogidos en esta antología).

 

 

Lo extraño

 

En una de las citas anteriores veíamos a Todorov introducir la distinción de lo extraño en ese binomio de lo maravilloso y lo fantástico: lo extraño supone el relato de unos hechos que, a ojos del lector, rompen con las leyes naturales, pero que en su camino hacia el desenlace van recibiendo una explicación lógica. Seguimos estando en el orbe de lo fantástico, pero en una de sus lejanas fronteras. El ejemplo demostrativo de este «fantástico provisional», como lo denomina Jean Fabre13, sería el Doble asesinato en la calle Morgue, de Poe, cuyo enigma —el asesinato de dos mujeres— recurre al artificio de la habitación o el piso cerrados a cal y canto; el caballero Auguste Dupin lo resuelve mediante una pirueta que atiende a las exigencias de la racionalidad —el asesino ha sido un mono escapado de un circo que ha penetrado por la chimenea—. Esta explicación racional de hechos presentados bajo la óptica de una maraña de detalles extraordinarios y coincidencias imposibles constituiría ese «fantástico provisional», que recurre a una gran variedad de estratagemas: por ejemplo, la de la alucinación que refiere hechos al margen de toda lógica, o la del sueño, bastante socorrida a lo largo del siglo XIX, de la que Los agujeros de la máscara, de Jean Lorrain, es uno de los ejemplos más acabados, con una declaración final que devuelve todo a la realidad y deja la ambigüedad del relato como alegoría. También a esta subsección de lo extraño fantástico podrían agregarse títulos de ciencia ficción que, sin salir de las leyes naturales, llevan sus hipótesis científicas al último extremo, lo mismo que hace el género policial cuando utiliza un horror no solo verosímil, sino verídico: casos de asesinos en serie basados en hechos ocurridos en la realidad, pero que se prestan a la leyenda, han tenido en el cine su campo preferido tanto para directores como para espectadores: Fritz Lang se basó en el asesino de niños Peter Kürten para rodar M, el vampiro de Düsseldorf (1931), considerada una obra maestra por la novedad de unas formas cinematográficas desarrolladas luego intensamente por el cine negro: Alfred Hitchcock elaboró Psicosis (1960), también estimada una obra maestra del cine de terror, a partir de la novela Psycho (1959); su autor, Robert Bloch (1917-1994), cultivó el horror fantástico en novelas y relatos y dio dos continuaciones a ese título14; por no hablar de figuras como la de Jack el Destripador; la deficiente investigación policial sobre las seis mujeres asesinadas en 1887 y 1888 y sobre otras once agresiones atribuidas a ese asesino canónico sigue envuelta en brumas; la autoría de esos crímenes se atribuye, más de cien años después, a más de cien posibles autores, permitiendo así que la leyenda haya servido de punto de partida a más de un centenar de obras de ficción, que se reparten en distintas vertientes: desde la policial de Sherlock Holmes hasta la visión erótica del cine japonés, pasando por toda suerte de novelas (Robert Bloch, Colin Wilson, Robert Desnos, entre otros), obras de teatro, comedias musicales, óperas, letras de grupos de rock, de pop y de heavy metal, cómics, juegos, telefilmes y un largo etcétera imposible en la práctica de resumir aquí. Pueden destacarse, por su mayor difusión popular, las innumerables películas en distintas lenguas: inglés, francés, alemán, castellano... La novela The Lodger de Marie Belloc Lowndes (1868-1947) abrió el fuego en 1913 y llegó a servir para los guiones de cinco filmes, el primero de ellos firmado por Hitchcock en 192715; otras narraciones enfrentan a Sherlock Holmes con el misterio y el protagonista de esos asesinatos; o, en el caso de Murder by Decree (1979), dirigida por Bob Clark, se sigue para su guion el libro-encuesta de Stephen Knight: Jack the Ripper: The Final Solution (1976), que proponía explicaciones a cinco de los asesinatos del Destripador. No hay que olvidar secuelas algo extemporáneas del mito creado en torno a estos hechos y sus posibles autores, por ejemplo las visitas turísticas guiadas por los barrios en que ocurrieron los crímenes.

Suele ponerse como ejemplo eminente de relatos de lo extraño el conjunto de seis novelas cortas titulado Las diabólicas (1850-1874), de Barbey d’Aurevilly (1808-1889), quien había definido lo extraño como lo «fantástico de la realidad». Las tramas de esas narraciones no se alejan de la realidad cotidiana, pero el autor las envuelve en un clima que convierte la psicología de sus personajes en un «infierno interior» al que se debe ese «encanto turbador y peligroso que hace casi culpable al alma que lo siente y parece volverla cómplice de un crimen tal vez, ¿quién sabe?, envidiosamente compartido»16.

 

 

Lo fantástico: definiciones convergentes y divergentes

 

Fue Sigmund Freud el primero en proponer una aguda teoría sobre la forma en que se genera lo fantástico y en darle un nombre: Das Unheimliche (1919)17; utiliza para su exposición sobre la angustia uno de los relatos de Hoffmann, El hombre de arena, y explica ese vocablo en términos afectivos yno intelectuales: Das Unheimliche —«lo ominoso», «lo siniestro»— designaría un sentimiento de inquietante extrañeza, de turbadora familiaridad que sirve para aclarar situaciones relacionadas con lo pavoroso, con la angustia, con el fantasma que aparece y al que se persigue para calmar el desasosiego provocado; «ese sentimiento se da frecuente y fácilmente cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad; cuando lo que habíamos tenido por fantástico aparece ante nosotros como real». Irrumpe de forma repentina y brevísima, en una maniobra que puede compararse a un violento destello que puede apreciarse en los cuentos fantásticos de Hoffmann, en el William Wilson de Poe, y en El Horla de Maupassant. Ese fogonazo disturba de tal modo la razón del lector que este se da de bruces contra el muro de la incomprensión, de lo imposible, no puede explicarse por completo ese sentimiento de inquietante extrañeza que lo invade, y que, más que al mundo racional, pertenecería a aspectos complejos de la afectividad. Y Freud cita como fuentes de «eso» ominoso los complejos infantiles y las creencias irracionales arraigadas (derivadas en la mayoría de los casos del ámbito familiar). Hace sin embargo una diferencia entre la presencia de lo ominoso en la vivencia y su comparecencia en lo literario por no producirse de la misma manera.

Para Freud, en ese fantástico ominoso habría que hacer una subdivisión: textos que no pertenecen a lo maravilloso, tampoco pertenecen al mundo real por protagonizarlos espíritus pertenecientes al orden demoniaco o a la esfera religiosa: la teología, según Jorge Luis Borges, no deja de ser otra cosa que una rama del género fantástico. Para Freud, esos espíritus serían unos seres superiores, muertos que reviven en una especie de realidad poética de la que es buen ejemplo, remontándonos a los textos bíblicos, el dedo invisible que escribe sobre una pared Mane, Tecel, Fares, durante un festín en el que el rey de Babilonia, Baltasar, profana los vasos sagrados del templo de Jerusalén destruido por su padre Nabucodonosor en el año 566 antes de nuestra era; ninguno de los adivinos reales consigue descifrar18 esa amenaza. Este tipo de presencias fantasmagóricas, si no frecuente, no es insólito, como muestran otros ejemplos: desde la sombra de Darío manifestándose a la reina en Lospersas, de Esquilo, hasta la estatua del comendador en Don Juan.

Esta teoría de Freud no fue aplicada en ese momento al análisis literario del fenómeno fantástico, que no arranca de forma seria hasta mediados del siglo XX. Entre los dos prematuros y señalados intentos de Nodier y Maupassant por acercarse a una definición de lo fantástico, y la Introducción a la literatura fantástica (1970) de Tzvetan Todorov, hay diversos acercamientos de interés si nos ceñimos al ámbito francés: escritores de finales del siglo XIX como Edmond Picard, Jules Claretie o Jean Lorrain, y críticos como Gaston Deschamps (1905) y Hubert Matthey (1915)19 abordan el género coincidiendo de forma insistente en la «aparición» de algo que, por su distancia de lo real, resulta imposible e impensable, y tiene un algo de «sobrenatural» que rompe el orden lógico. Pero en esa encrucijada entre dos siglos, sus definiciones agrupan demasiados protagonistas y temáticas que planean sobre un campo de acción excesivo: magia, ocultismo, fantasmas, brujería, vampirismo, monstruos y toda suerte de criaturas fantásticas, dobles, demonios, maleficios, aberraciones, delirios... ponen en jaque, con su presencia, la lógica del protagonista, y, al mismo tiempo, el sentido de objetividad del lector, que vacila y no puede explicar con su razón lo inexplicable de esas presencias.

Estas apariencias de lo sobrenatural que rompen los límites con que la razón gobierna el orden natural son de muy diverso tipo; si Nodier remontaba el género a pasajes concretos de la Biblia, los libros hindúes y la mitología grecolatina, las fronteras van a ir precisándose poco a poco.Sobre todo a partir de un ensayo determinante, aparecido a mediados del siglo XX, el de H. P. Lovecraft, en el análisis más conspicuo anterior a Todorov: Supernatural Horror in Literature20. En primer lugar, Lovecraft distancia lo maravilloso de lo fantástico y apunta además una idea que no se tendrá en cuenta en ese momento, pero que dará mucho juego en los debates posteriores a Todorov: en los relatos que proponen lo fantástico, la relación con el lector hay que juzgarla «no por la intención del autor, ni por la pura mecánica de la trama, sino por el nivel emocional que alcanza en su aspecto menos ramplón. [...] La única piedra de toque de lo verdaderamente fantástico es simplemente esto: si despierta o no en el lector un profundo sentimiento de pavor, y de haber entrado en contacto con esferas y poderes desconocidos; una actitud sutil de atención sobrecogida, como si escuchase el batir de unas alas misteriosas, o el chirrido de unas formas y entidades exteriores en el borde extremo del universo conocido»21. «El auténtico cuento fantástico tiene algo más que asesinatos secretos, huesos ensangrentados o figuras cubiertas con sábanas que agitan chirriantes cadenas de acuerdo con las normas. Debe haber cierta atmósfera de intenso e inexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas; y una alusión, expresada con una gravedad y una execración que se convierten en el tema principal, a esa idea sumamente terrible para el cerebro humano: la maligna y concreta suspensión o rechazo de esas leyes fijas de la Naturaleza que son nuestra única salvaguardia frente a los ataques del caos y de los demonios del espacio insondable»22.

 

 

Van a continuar en ese camino abierto por Lovecraft los dos trabajos con los que arranca el análisis del dominio fantástico en lengua francesa23: los de Pierre-Georges Castex24 y Roger Caillois; en su introducción a Le conte fantastique en France de Nodier à Maupassant, el primero va a caracterizar lo fantástico como «una intrusión brutal del misterio en el marco de la vida real; está por lo general vinculado a los estados mórbidos de la consciencia que, en los fenómenos de pesadilla o de delirio, proyecta ante sí unas imágenes de sus angustias o de sus terrores». Castex separa, desde luego, lo maravilloso de lo fantástico, que «no se confunde con la fabulación convencional de los relatos mitológicos o de cuentos de hadas que implica una desorientación del espíritu». También influye Lovecraft en la distinción que Caillois25 hace de lo maravilloso (féerique) y lo fantástico: «Lo féerique es un universo maravilloso que se añade al mundo real sin atacarlo ni destruir su coherencia. En cambio lo fantástico manifiesta un escándalo, un desgarramiento, una irrupción insólita, casi insoportable, en el mundo real. [...] En lo fantástico, lo sobrenatural aparece como una ruptura de la coherencia universal. En él, el prodigio se convierte en una agresión prohibida, amenazante, que rompe la solidez de un mundo cuyas leyes estaban consideradas hasta entonces como rigurosas e inmutables. [...] Lo fantástico supone la solidez del mundo real, pero para destrozarlo mejor [...]. Entonces vacilan las certezas mejor asentadas y se instala el espanto»26.

También en la senda de Lovecraft, el españolRafael Llopis limita lo fantástico en Historia natural de los cuentos de miedo27 a los «cuentos de miedo que producen ansiedad; ese sentimiento ancestral del ser humano que permanece sepultado en su naturaleza inconsciente»; es «el efecto de terror» del que habla Mérimée28, portador de amenazas y capaz de sacudir las certidumbres del orden lógico; poco más tarde, un autor de relatos fantásticos como Jules Lermina afirmaba: «Lo que parece fantástico [es] espantoso» y capaz de provocar una emoción en el sistema somático del lector29. En esa misma dirección, el novelista belga Jean Ray (1887-1964), uno de los maestros del género, aporta un matiz interesante: «[¡El papel de lo fantástico] es dar miedo!», porque «la mayoría de la gente siente una voluptuosidad en temblar», retomando así un concepto del filósofo irlandés Edmund Burke (1729-1797), teórico de la novela gótica, que habla del subjetivo delightful horror (horror delicioso) sentido por el lector, y que Walter Scott confirmó enseguida: «un agradable estremecimiento de terror sobrenatural». Para otros teóricos, podría verse en ese terror así impuesto otra posibilidad: la de que la lectura resulte «exaltante», por descubrir o redescubrir otro mundo bajo la realidad más cotidiana; de este modo, lo fantástico actuaría como «despertador» de conciencia y permitiría apreciar las múltiples facetas de la compleja realidad.

 

 

Los límites de eso «nuevo» fantástico se perfilan con caracteres más determinados en la Introducción a la literatura fantástica de Tzvetan Todorov; para este, lo fantástico sería un campo de duda, de vacilación, un reino de ambigüedad: lo fantástico se funda esencialmente en una vacilación del lector —que se identifica con el personaje principal— por lo que se refiere a la naturaleza ambigua de un suceso extraño. «Esta vacilación puede resolverse bien porque se admite que el suceso pertenece a la realidad; bien porque se decide que es fruto de la imaginación o resultado de una ilusión; dicho en otros términos, se puede decidir que el suceso existe o no existe»30. A partir de esta concepción, Todorov limita ese reino de lo fantástico que no se produce «por la simple presencia de acontecimientos sobrenaturales, sino por la manera en que los perciben el lector y los personajes. Ocurre entonces un fenómeno inexplicable: para obedecer a su espíritu determinista, el lector se ve obligado a elegir entre dos soluciones: o bien remitir ese fenómeno a unas causas conocidas, al orden natural, calificando de imaginarios los hechos insólitos; o bien admitir la existencia de representaciones que forman su imagen del mundo. Lo fantástico dura el tiempo de esa incertidumbre; desde el momento en que el lector opta por una solución o por otra, se interna en lo extraño o en lo maravilloso»31.

En esta tarea de limitación del campo de los dos rasgos principales, lo sobrenatural y lo irracional, Todorov hizo un listado de los temas que deberían ajustarse a su definición: «El pacto con el demonio [...], el alma en pena y que vuelve [...], el espectro condenado a una carrera eterna, [...], la muerte personificada que se aparece en medio de los vivos [...], la cosa indefinible e invisible [...], los vampiros, es decir, los muertos que chupan la sangre de los vivos [...], la estatua, el maniquí, la armadura, el autómata que se anima [...], la maldición de un brujo [...], la mujer fantasma salida del más allá [...], la intervención de los dominios del sueño y de la realidad [...], el cuarto, el piso, la casa borradas del espacio [...], la detención o la retención del tiempo».32

Por más variantes que puedan aceptar estos arquetipos temáticos, plantean un problema: no alcanzan ni abarcan buena parte de los textos contemporáneos. Por eso no tardaron en surgir objeciones a esta concentración temática, sobre todo por no tener en cuenta la subjetividad no solo del protagonista, sino de cada lector; en ambos puede producirse una crisis que elimine el juego de su razón o incluso que la razón juegue contra ellos, llegando a plantearse como hipótesis la imposibilidad de algo que la razón rechaza como imposible: «Pero no sé lo que me pasa... ¡Estoy embrujado! ¡Que el diablo me lleve! [...]. Me miraba fijamente con una expresión extraña mientras se apoyaba en la falleba para no caer»(Prosper Mérimée, La Venus de Ille, 1837). Las diversas modalidades de lo sobrenatural, lo irracional, lo imposible no tienen por qué ser fantásticas en sí mismas y de manera universal: para esta suerte de conceptos hay unos límites y unos contenidos que difieren en cada lector, la incertidumbre y ambigüedad en que se mueve el relato y en que sume a la lectura; lo incierto, lo sugerido, lo ambivalente, lo no dicho termina por imponer una ansiedad más espantosa que la descripción realista de esa ruptura con lo racional; sería el caso de La Venus de Ille, donde Mérimée deja al lector la interpretación del desenlace del relato, permitiéndole una doble salida: ha sido la Venus de bronce la que ha matado al novio en su noche de bodas, o ha cometido el crimen un asaltante humano desconocido33; el narrador, Michel Szemiof, maneja unos conocimientos que le permiten descifrar, pero solo mediante insinuaciones, la causa del misterioso comportamiento del novio.

La teoría de Todorov no le permite prescindir de la idea de lo sobrenatural, «una de las constantes de la literatura fantástica»; pero lo sobrenatural no es pertinente, necesario ni suficiente para explicar lo fantástico; Maupassant ya ponía objeciones a ese primer adjetivo: si la creencia en lo sobrenatural ha desaparecido de las conciencias y de las creencias, ¿cómo puede apoyarse en él lo fantástico? Tampoco es estrictamente necesario, como demuestran El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, de Stevenson; y no es suficiente tampoco, como confirman los relatos maravillosos y de hadas que no están adscritos al género a pesar de que utilicen elementos y criaturas sobrenaturales, como hemos visto más arriba al hablar del término inglés fantasy34. No es necesario lo sobrenatural para lo fantástico, otros sucesos pueden producir un efecto angustioso, the dear old sacred terror (el querido viejo terror sagrado)35.

Tampoco está muy claro que lo irracional sea absolutamente preciso; si para algunos «es fantástico todo lo que es irracional» (Pierre Gripari)36, para otros se limita a ser una «técnica, o un conjunto de técnicas que permiten encontrar de nuevo lo maravilloso» (Jacques Goimard)37; para Irène Bessière, que se niega a admitirlo: «No hay que asimilar fantástico e irracional»38, el relato fantástico «sale del cuento maravilloso del que conserva el marco sobrenatural y la interrogación sobre el suceso [...]. Conservando metamorfosis y genios benéficos o maléficos, el relato tiene como resorte el problema de la naturaleza y de la ley [...]. El relato fantástico es falsamente deliberativo»39.

Los debates académicos, sin embargo, han cambiado el punto de referencia de lo fantástico, trasladándolo al lector, idea que ya se apuntaba en Lovecraft. Louis Vax, para quien las obras adscritas al género son cosa de un «gran escritor» destinada a un «público refinado»40, parece olvidar el aspecto popular y el carácter de divertimento que muchos de los títulos «fantásticos» poseen. Jean Bellemin-Noël,aceptando que «lo fantástico es una manera de contar», desvía la atención del relato en sí: «Lo fantástico está estructurado como el fantasma [...]. Un cuento fantástico presenta en lenguaje escrito, con el disfraz de rigor, un fantasma exactamente semejante a los que presentan en la psique individual la ensoñación diurna, el sueño nocturno, el delirio del psicótico y los síntomas verbalizados de la neurosis»41. Posteriormente, Bellemin-Noël deriva hacia el inconsciente del lector la asunción del relato.

No son estas las únicas definiciones de lo fantástico que añaden, eliminan o aceptan conceptos ya elaborados por los teóricos citados más arriba, o dispersan su sentido en función de elementos ajenos al relato, como son, según Baronian, además de los aspectos formales sometidos y regidos por la evolución del arte narrativo, «las circunstancias exteriores, las épocas, las modas, los lugares, los gustos, las influencias, las necesidades, que no dejan de variar», e imposibilitan reducirlo a «esquemas invariables y absolutos». Esa imposibilidad lleva a Baronian a intentar, antes que una definición, un acercamiento mucho más difuso, que abarcaría un dominio in extenso: «Lo fantástico es ante todo una idea, un simple concepto que el relato literario modula a su guisa, hasta el infinito. La idea de que nuestro mundo, nuestro cotidiano puede en todo momento ser perturbado, transgredido, alterado de arriba abajo, ser percibido de otra forma que por la razón razonante, convertirse en un campo de inconstancia, de riesgo, de duplicidad, de equívoco, una quimera, el movimiento mismo de lo imaginario. En cierta forma, lo fantástico bien podría ser entonces la iniciativa literaria que consistiría en hablar lógicamente de lo que, en nuestra aprehensión del mundo, no deriva precisamente de lo racional, no pertenece, en sentido estricto del término, al análisis objetivo»42.

 

 

Larga vida de lo fantástico

 

Tras tantas definiciones y acercamientos a una teoría de lo fantástico, podemos reducir sus principios fundamentales, por más que sus avatares sean tantos y hayan sido matizados en gran medida por algunos. Pero lo cierto es que, como concluye Nathalie Prince, lo fantástico del siglo XIX, y referido a la literatura francesa, requiere cuatro elementos: 1) lo sobrenatural; 2) el aspecto maléfico, patógeno incluso, de las tramas que parecen convertirse en portadoras de unos valores negativos; 3) la producción de miedo, angustia o terror en el lector; y 4) la intervención intelectual «de la razón para comprender, considerar y medir ese objeto de terror que surge»43. En nuestro caso, narradores enclaustrados en una época concreta pero en marcha, quedan sometidos a una evolución tanto de contenidos como de escritura a lo largo de ese siglo que se desarrolla desde los inicios del Romanticismo a la decadencia de la Belle Époque, pero no duda en volver la vista atrás, a un periodo sangriento, el de la Revolución francesa, que con sus miles de muertos y guillotinados, puede revivirse en la imaginación; de ahí resurrecciones, cabezas cortadas, sombras que acechan, fantasmas que la imaginación labra.

En ese lapso de tiempo se han producido en la sociedad occidental avances científicos y tecnológicos que, como Maupassant aseguraba, equivocándose, anunciaban la muerte de lo fantástico. Precisamente lo fantástico nacía en combate con el materialismo triunfante, con la Ilustración y el reinado de la razón, nacidos con la Enciclopedia. El autor de magistrales relatos del género como El Horla o El miedo no vislumbró que su supervivencia tenía más que ver con las angustias interiores del hombre que con los ingredientes que podía aportar la realidad; esta se limita a envolver los miedos ancestrales del sujeto (el miedo, «la emoción más fuerte y más antigua de la humanidad», para Lovecraft) que, eso sí, cambian con los distintos entornos: desasosiegos, zozobras y angustias sustituyen a las anteriores perturbaciones de manera indefinida. Pueden apreciarse estos cambios si cotejamos las herramientas empleadas por nuestros autores con las que utilizaron y vienen utilizando sus seguidores de los siglos XX y XXI, que han dejado de lado los aspectos folclóricos y los ambientes clásicos de lo extraño para profundizar en los terrores interiores, la locura y las neurosis y describir monstruos que poco tienen que ver con los anteriores, como tampoco son los mismos los misterios por desentrañar del alma de los personajes. En la actualidad, lo fantástico no ha hecho más que cambiar los temas que suscitan temores y ansiedades para expresar lo que permanece y al parecer permanecerá en el ser humano: las mil y una formas de enfrentarse a lo desconocido, incluido lo que de desconocido lleva dentro de sí.

 

 

 

Un siglo en Francia: lo fantástico

 

Antes de que la obra del alemán Hoffmann provocase en los «jóvenes románticos» franceses la cristalización de distintos temas que, por una de sus vías, iban a desembocar en el género fantástico, varias obras introdujeron en la literatura gala lo sobrenatural. El ensayo de Madame de Staël, De l’Allemagne (1810), dedicado a los autores germánicos, dio a conocer en Francia un mundo en el que jugaba un papel importante la ensoñación, con tramas en las que realidad y sueño se mezclan para crear un ambiente donde a veces la razón naufraga, como en El hombre de la arena de Hoffmann, que verá traducidos sus cuentos a partir de 1829. Su influencia, unida treinta años más tarde a la de las traducciones de Edgar Allan Poe hechas por Baudelaire, iba a generar toda una escuela del género fantástico en Francia.

Pero antes, sin remitirnos a la literatura medieval, donde lo maravilloso crea un ámbito que lo roza a veces —en su vertiente no fantástica, sino fantasiosa—, el antecedente más inmediato es una breve novela de Jacques Cazotte44 (1719-1792), El diablo enamorado (1772), considerada como la muestra protohistórica del género por la presencia del sueño y de lo imaginario, aunque esa aportación quede como un origen embrionario y sin acabado. El conocimiento de la cábala, del ocultismo y del esoterismo por parte de Cazotte, su larga estancia en la Martinica, su pertenencia a la masonería, su conservadurismo monárquico, que lo llevó a la muerte en el cadalso, lo acercaban a un ambiente irreal donde lo extraño se hace cargo del protagonismo de la trama. El diablo, figura capital de lo fantástico, aparece en la breve novela en la piel de dos animales y de una sílfide satánica enamorada del joven Álvaro; mezclando en esos personajes imaginarios un hermafroditismo diabólico y rasgos cabalísticos y esotéricos, Cazotte pretendía escribir «una alegoría en la que los principios están enfrentados a la razón», para que el lector dejase el mundo real y penetrase en lo extraño, sin la menor pretensión de provocar en él miedo, angustia o terror. El resultado puede entenderse como un rechazo de la dictadura de la razón impuesta por el siglo ilustrado y los hallazgos todavía rudimentarios de una ciencia que empezaba a desarrollarse en los ámbitos enciclopedistas. De ahí que, cincuenta años después de su publicación, fuera calificado como el primer cuento fantástico, lo cual es cierto, aunque solo a medias.

Cronológicamente le siguen dos escritores extranjeros, uno inglés, William Beckford (1760-1844), y otro polaco, Jan Potocki (1761-1815), autores en lengua francesa de dos obras que son referencia inexcusable para el género y que deben incluirse dentro del campo de la literatura frenética, escuela francesa que, tras los horrores vividos en el periodo revolucionario, decide aprovechar para la ficción episodios de todo tipo, fuesen históricos o no; los novelistas los llevaron a tales extremos que no tardó en ser calificada de «literatura-cadáver». Pero por muchos elementos de nuestro género que contengan las obras frenéticas, no pueden asignarse en esencia a él. Por otro lado, elegir algún fragmento de Vathek (1786), del autor inglés, o de El manuscrito encontrado en Zaragoza (1794-1810), del novelista polaco, resulta imposible sin traicionar el sentido general de la trama o sin traspasar los límites de espacio de la antología. La primera, Vathek, cuento oriental, quiere retomar el mundo de Las mil y una noches, como indica el subtítulo;,peroen su derrotero demoniaco hay estatuas que lloran sangre, retratos que escapan de sus marcos, gigantescos yelmos asesinos: la trama va mucho más allá dado que su protagonista, el califa Vathek, se consagra al espíritu del mal y hace un pacto con el diablo Eblís; su viaje al inframundo, donde reina su señor, es una sucesión de escenas negras dominadas por lo sobrenatural y visiones horribles dictadas por una fantasía regida por la extrañeza, y no siempre justificadas, o, por mejor decir, explicadas. En un desenlace lamentable, el califa se ve condenado a vagar eternamente. Todo en Vathek deriva de una imaginación grandilocuente, excesiva, desde los djinn sacados de la mitología árabe hasta los datos gastronómicos, los suplicios infligidos o la sexualidad. Lord Byron —otro de los iniciadores del género en lengua inglesa—, ferviente admirador de Vathek, calificaría este libro como «su Biblia».

La segunda, El manuscrito encontrado en Zaragoza, teje un laberinto de novelas encadenadas siguiendo el esquema del Decamerón del italiano Boccaccio, y, como en este, cada jornada es un relato autónomo sin perjuicio de que ciertos personajes pasen de una a otra. Las remata un epílogo que entrevera y engarza relatos que utilizan medios de distintos géneros narrativos —desde la parodia de textos capitales como Don Quijote, el Decamerón y Las mil y una noches hasta el Robinson Crusoe de Defoe o el Tristram Shandy de Laurence Sterne, al relato filosófico, desde la novela picaresca a la novela negra, desde la historia libertina al cuento persa o las historias de bandidos— para desarrollar todo tipo de tramas regidas por lo que Roger Caillois calificó como «la organización de lo fantástico». Arranca con las andanzas, o malandanzas, de un joven oficial flamenco, Alphonse van Worden, que viaja por España y, al cruzar Sierra Morena, topa con bandoleros, contrabandistas y gitanos entre apariciones, esqueletos y castigos sobrenaturales; ese inicio es lo más realista de una obra que, enseguida, se ramifica en multitud de pruebas para el protagonista —su encuentro con dos hermanas que lo llevan a su lecho y terminan resultando súcubos infernales—, pruebas que terminan resultando «una antología mundial de lo fantástico concebido como el museo del espanto universal», según Caillois. Lo insólito y lo imposible se repiten de forma cíclica —como montajes teatrales más que como fruto de un imaginario vivido—, adelantando algunos aspectos determinantes de lo fantástico45.

No fue mucha, sin embargo, la influencia que ejercieron estas dos mezclas, todavía torpes, de lo frenético, lo maravilloso y lo fantástico sobre los románticos franceses; la primera, Vathek, de la que en su primera edición se publicaron quinientos ejemplares en Lovaina, apenas fue conocida en Francia hasta que el poeta Stéphane Mallarmé se encargó de reeditarla en 1886 y prologarla con un texto magnífico. El manuscrito encontrado en Zaragoza llegó en versiones parciales y abreviadas a pocos lectores más, entre ellos a Charles Nodier, que lo aprovecharía para su Smarra o los demonios de la noche. Pero antes de que la ola hoffmanniana se desencadene, el espíritu romántico francés, que tiene su fecha oficial de nacimiento en 1830 si nos atenemos al estreno de la tragedia Hernani de Victor Hugo, ya había ofrecido atisbos, si no inmersiones en profundidad en lo imaginario con Charles Nodier; en él se aglutinan la influencia directa del alemán y el nuevo aire gótico procedente de Inglaterra que tenía en el delirio uno de sus materiales, empezando por Walter Scott y continuando con un desarrollo mayor de lo fantástico y lo gótico por parte de los fundadores del género truculento ya evocados: Horace Walpole (El castillo de Otranto, 1764), Ann Radcliffe (Los misterios de Udolfo, 1794) y Matthew G. Lewis (El monje, 1796); estas obras, pronto traducidas al francés, ofrecían una plantilla al desarrollo de aventuras coloreadas con tenebrosos cementerios, castillos medievales arruinados con sus laberintos y subterráneos y conventos, hasta el punto de dar pie al género ya citado de la literatura «frenética», en la puede incluirse al marqués de Sade (1740-1814) como punta de lanza de ese subgénero; no hay, sin embargo, que se sepa, conexión alguna entre el autor de Los ciento veinte días de Sodoma (escrito en 1785) o Los crímenes del amor (1787-1788), encerrado desde la edad de treinta y ocho años en el torreón de Vincennes, en la Bastilla (1777-1790) y en el hospicio para enfermos mentales de Charenton (de 1801 hasta su muerte en 1814), y la literatura anglosajona; si nos atenemos a la cronología, Sade permaneció al margen de las publicaciones recientes, entre las que en esas fechas apenas puede figurar Vathek, imposible de encontrar en las librerías parisinas. Teóricamente solo pudo tener acceso a El castillo de Otranto, y se sabe, por otra parte, que conoció la obra de Lewis, a quien elogia en su Ideas sobre las novelas (1800). Hubo influencia, sin embargo, de lo gótico en Francia: en la década de 1820 proliferan narraciones que siguen esa línea, desde Han de Islandia (1823), de un joven Victor Hugo deslumbrado solo en ese momento por la novela negra, a Pauline (1838), de Alexandre Dumas, pasando por los primeros relatos del joven Balzac o por El asno muerto y la mujer guillotinada (1827), de Jules Janin (1804-1874), que puede tomarse como una parodia de lo macabro, con verdugos, ejecuciones, cementerios, atrocidades, perversiones... que desprenden cierto olor a azufre y tinieblas.

 

 

Charles Nodier, padre del sueño

 

Quizá no pueda incluirse en lo fantástico la obra del marqués de Sade por más castillos y crímenes que contenga, pero Charles Nodier (1780-1844) figura en el género por derecho propio, como su fundador en Francia, cuando, en fecha tan temprana como 1821, publica Smarrao los diablos de la noche, con el subtítulo de «Sueños románticos». Coleccionista, erudito, filólogo, traductor, crítico, adaptador, poeta, Nodier conoció en su adolescencia y primera madurez las distintas etapas de la Revolución y acabó su vida con el regreso de los Borbones, en medio de un prestigio literario reconocido por todos, pese a las opiniones que desde 1815 manifiesta a favor de la derecha ultramontana, y que el espíritu de sus obras difunde. Para Nodier, los sueños de la Ilustración han convertido —Revolución mediante, que ha desmoronado los cimientos de la sociedad— lo real en una frustrante pesadilla de la que hay que huir para refugiarse en la ilusión del sueño. Nombrado en 1812 bibliotecario municipal en Liubliana, capital de Eslovenia, e instalado al año siguiente en Trieste, capital de las provincias ilirias, mantuvo contacto con el folclore de esas zonas y conoció tradiciones en las que los vampiros ocupan un espacio protagonista.

El papel de Nodier es crucial para lo fantástico francés: no solo introdujo el género, sino que dio al sueño un papel primordial tanto en sus novelas como en sus breves ensayos y artículos, en los que la realidad pasa el tamiz de un onirismo que trata de reparar la debilidad de la razón. «Ya no amo la vida y amo el sueño», escribió, y con todas sus consecuencias, desde ingenuas quimeras y cuentos de hadas hasta las peores pesadillas. Su influencia será determinante a lo largo del siglo sobre todos los cultivadores de la imaginación: creará, o recreará ese onirismo durante las decádas 1820-1830, en Smarra o los diablos de la noche (1821), Trilby o el duendecillo de Argail (1822), Historia del rey de Bohemia y de sus siete castillos (1830), El hada de las migajas (1833), Inés de las Sierras (1837) y un buen número de relatos y novelas cortas (Infernaliana, 1822), así como en breves ensayos (De algunos fenómenos del sueño, Alucinaciones y sueños en materia criminal), o en un poema titulado con ese término clave: El sueño. Su erudición le permite recoger de las culturas grecolatina y religiosa, legendaria y folclórica (Eslovenia), y presentar, en ocasiones por primera vez, personajes y arcanos que pervivirán a otros escritores franceses de la centuria: desde licántropos a lamias pasando por trasgos, genios, estriges, vampiros en versión masculina y femenina, magias, brujos y brujas...: todo ello es el fruto averiado del fracaso de una Razón que había paralizado lo imaginario y renegado del sueño y sus posibilidades.

En Nodier se produce un cruce de caminos de lo fantástico, lo maravilloso y lo frenético, con el sueño siempre por base. Es el primero en captar el aire de tiempo que va a soplar enseguida, influido, según confesión propia, por Lord Byron, «el intérprete más poderosamente inspirado por todos los sentimientos, por todas las pasiones, resaltemos la palabra, por todos los frenesíes que se despiertan en el intervalo tormentoso en que se confunden los ensayos de una sociedad naciente y las convulsiones de una sociedad que cae»46; por eso goza Nodier de un lugar honorífico en la introducción del género a través de la novela frenética, y por eso se le consideraba jefe de fila de la «escuela del verdugo» y «gran profesor de la literatura sangrienta»; lo frenético era «la expresión y el síntoma de la gran enfermedad social que lo había producido».

Su participación en la moda de esa literatura fue un «error» de juventud en Nodier, porque la escuela frenética decayó enseguida: la repetición constante de sus recursos obstruía cualquier tipo de desarrollo cerrándole la salida: Beckford y Potocki la habían llevado a su límite más intenso. No tarda Nodier en abandonar las tramas sangrientas y macabras para orientarse hacia la fantasía, a la que en El hada de las migajas