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En el contexto de la actualización del espíritu del concilio Vaticano II en este pontificado, nace la experiencia del primer Encuentro iberoamericano de Teología celebrado en Boston en 2017. De la mano de los teólogos Rafael Luciani, Carlos María Galli, Juan Carlos Scannone SJ y Félix Palazzi, más de cuarenta teólogos y pastoralistas han discernido sobre los ejes que caracterizan este momento trascendental: las relaciones de exclusión, la necesidad de caminar hacia la pluriculturalidad y la urgencia de apoyar formas emergentes de la sociedad civil que representen fuerzas de cambio. Los frutos de este diálogo pretenden ser una contribución a la primavera eclesial iniciada por Francisco, al servicio de los excluidos.
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Índice
Portada
Portadilla
Créditos
Presentación
Parte I. Signos de los tiempos
La opción por los pobres y excluidos ante los desafíos de la violencia sistémica...
Dónde encontramos a Dios hoy en América Latina y lo que...
¿Una nueva fase en la teología iberoamericana?...
El espíritu y la autoridad de los pobres
Tesis para una pneumatología latinoamericana
Parte II. Procesos en novedad
Hacia una colaboración teológica con la pastoral del papa Francisco
La reforma de la Iglesia en clave sinodal...
Hacia una geopolítica pastoral de los pueblos y sus culturas
Las periferias geográficas y existenciales: Desafíos para la teología
La teología latina en Estados Unidos: Una mirada retrospectiva y prospectiva
Parte III. Miradas transversales y desafío de las culturas
La interculturalidad ante el reto del fenómeno migratorio en Europa
Misión y evangelización: Una lectura teológica
El desafío de la interculturalidad en la pastoral y en la teología
Interculturalidad y misión en Indo-afro-latinoamérica. Algunas premisas
El desafío de una eclesiología práctica en un contexto intercultural
Mística en el sur de América: Entre la profecía, lo cotidiano y la práctica
Epílogo: Declaración de Boston
Notas
© SAN PABLO 2018 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
[email protected] - www.sanpablo.es
© Luis Aranguren Gonzalo y Félix Palazzi von Büren 2018
Distribución: SAN PABLO. División Comercial
Resina, 1. 28021 Madrid
Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050
E-mail: [email protected]
ISBN: 9788428561525
Depósito legal: M. 8.883-2018
Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)
Printed in Spain. Impreso en España
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A
unos cincuenta años de haber celebrado el concilio Vaticano II y su recepción latinoamericana a través del Documento de Medellín podemos recoger los frutos de una recepción creativa y original por parte de los pueblos de habla castellana y portuguesa de nuestra Iberoamérica, cuyas Iglesias locales y comunidades teológicas asumieron en serio la invitación que hiciera Gaudium et spes de leer los signos de los tiempos de cada época bajo una eclesiología del pueblo de Dios, siguiendo Lumen gentium. Este espíritu del Concilio y su recepción creativa se nos actualiza en la hoja de ruta del actual pontificado, expresada a través de la Exhortación apostólica Evangelii gaudium y extendida al conjunto de la humanidad y del planeta a partir de Laudato si’.
En este contexto, nace la experiencia del I encuentro iberoamericano de Teología, celebrado en Boston, durante el mes de febrero de 2017. En él se pretendía actualizar el ministerio de la tradición cristiana en el contexto de un diálogo entre pueblos y culturas, y discernir por dónde pasa Dios hoy en nuestra historia y cómo estamos respondiendo a los desafíos del presente. Quiere ser una contribución para la reforma de las mentalidades que ha de estar en la base de cualquier proceso de reformas estructurales.
Los coordinadores generales de esta iniciativa –los teólogos latinoamericanos Rafael Luciani, Carlos María Galli, Juan Carlos Scannone SJ y Félix Palazzi– han logrado reunir a más de 40 teólogos y pastoralistas, fundadores, muchos de ellos, de narrativas y corrientes teológicas, para discernir tres ejes relevantes que caracterizan a este momento epocal, como son: en lo socioeconómico, el problema de las relaciones de exclusión e inequidad; en lo sociocultural, la necesidad de ir de lo pluricultural a lo intercultural, y, en lo sociopolítico, la urgencia de apoyar formas emergentes de la sociedad civil que representen fuerzas de cambio distintas a los modelos totalitaristas, tanto estatales como económicos, cuyas propuestas no terminan por asumir el camino de la democracia, los derechos humanos y la inclusión social.
Hoy en día podemos decir que la cuestión central de este momento del siglo XXI gira en torno al discernimiento de cómo llegar a ser sujetos, pues no basta con tener algo para comer y sobrevivir el día a día, si vivo en un sistema que me deja sin posibilidades de tener posibilidades, que me roba la esperanza en un futuro digno y de bienestar para todos, especialmente para esa gran mayoría de mujeres y hombres que siguen siendo los pobres de nuestro mundo. Pero tampoco se puede llegar a ser sujeto en una Iglesia que aún tiene como reto pensar sus opciones teológico-pastorales de tal forma que dé espacio a una visión policéntrica, inclusiva y universal que permee a todas sus estructuras. Por ello, los nuevos lugares socioculturales que aparecen hoy necesitan el servicio de una teología pensada desde la presencia y la acción pastoral. Sin esta visión orgánica del quehacer teológico, solo veremos la realidad a través de burbujas artificiales o falsos academicismos, y correremos la triste tentación de repetir los mismos errores del pasado, generando ideas que carecen del contacto personal y cotidiano con los pobres y excluidos de nuestros pueblos y sus culturas.
La dinámica del Encuentro de Boston estuvo presidida por el diálogo. Tras cada conferencia y comunicación programada se concedió mayor importancia a las discusiones abiertas entre todo el grupo, para profundizar sobre aquello que parece más desafiante y decisivo de nuestra época y el modo en que, como Iglesia, estamos respondiendo. En las discusiones primó el discernimiento teológico acerca del paso salvífico de Dios por nuestra historia, por nuestros pueblos y sus culturas, así como también de aquello que se nos opone hoy para que el reinado de Dios y los bienes mesiánicos se hagan presentes.
El Encuentro ha sido un espacio para fomentar el espíritu de colaboración entre facultades e instituciones eclesiásticas, especialmente aquellas confiadas a la Compañía de Jesús. En esta polifonía académica, teológico-pastoral, hemos reunido, de forma inédita, a muchas de las voces más reconocidas de la comunidad teológica latinoamericana, española y latino-estadounidense, para buscar, juntos, el intercambio simbiótico entre las distintas narrativas teológicas y visiones pastorales que existen hoy en Iberoamérica. La teología de la liberación, expuesta por sus fundadores, ha sido el eje estructurador de todo el ambiente de discusión, desde donde han salido otras narrativas como la teología del pueblo, la teología latina en Estados Unidos, las teologías decoloniales y las teologías de las nuevas subjetividades socioculturales que se han venido forjando en estas últimas décadas. Todas ellas han entrado en este diálogo iberoamericano.
La trascendencia de este primer Encuentro no está tanto en la oferta particular de cada ponencia, como en lo que surgió de ellas, en el diálogo inédito que se fue gestando entre los representantes de todas estas narrativas y corrientes teológicas iberoamericanas que se encontraron en la Escuela de Teología y Ministerio del Boston College. Todas estas corrientes encuentran un origen y una génesis común, como es el entendimiento y la puesta en práctica de una opción preferencial de Dios por los pobres y excluidos.
Este primer Encuentro, de otros que seguirán, ha querido contribuir con la primavera eclesial que el papa Francisco ha iniciado, con el fin de superar los modelos de catolicismos apologéticos, cultuales y doctrinarios que han dominado la producción teológica y la vida pastoral durante las décadas precedentes. Por ello, es el momento de pensar en las consecuencias de la pastoralidad de la doctrina en el contexto de una Iglesia en salida que anuncia al Dios misericordioso que se revela en Jesús de Nazaret. Un anuncio que es para todos y todas las personas sin precondiciones morales, religiosas, sociales o políticas algunas que se le antepongan.
En el presente libro invitamos a leer las principales conferencias y comunicaciones presentadas por los participantes. Lamentablemente, no se puede recoger la totalidad de las mismas pues nos encontraríamos con un volumen excesivamente extenso. También invitamos a leer el texto completo de la Declaración de Boston, consensuado y firmado por los teólogos y las teólogas participantes. Los temas que se ofrecen son expresión de un primer intento por discernir los retos que, como comunidad teológica iberoamericana, queremos asumir para construir un imaginario alternativo y superador que pueda servir al bien de las grandes mayorías de nuestra humanidad, que son los pobres y excluidos.
Agradecemos a Boston College que, fiel a la identidad y misión de las universidades confiadas a la Compañía de Jesús, ha asumido el gran reto de profundizar los vínculos con el mundo académico iberoamericano y comprometerse con el proceso de reforma de las mentalidades que lleva adelante el actual pontificado. La Escuela de Teología y Ministerio de Boston College ha hecho suya la llamada que hiciera el padre Pedro Arrupe SJ para proyectar las obras de los jesuitas en torno a la fe y la justicia. Asimismo, ha querido contribuir con el actual superior general, padre Arturo Sosa SJ, en su afán por lograr una mayor colaboración entre las distintas facultades de Teología de las universidades jesuitas a nivel global. Por ello, expresamos nuestro agradecimiento al padre William P. Leahy SJ, presidente del Boston College, quien creyó desde el inicio en este proyecto de impacto internacional, y al decano de la Escuela de Teología y Ministerio, el padre Thomas D. Stegman SJ, cuyo apoyo ha sido esencial para el buen desarrollo del Encuentro. Finalmente agradecemos a la editorial San Pablo la publicación de este texto, que facilitará –sin duda– que lo dicho y expresado en el Encuentro de Boston llegue a la reflexión y praxis de la comunidad íbero-latino-americana.
LUIS ARANGUREN GONZALO
FÉLIX PALAZZI VON BÜREN
Editores
A cincuenta años del Documento de Medellín –publicado por los obispos católicos latinoamericanos y caribeños en 1968– la recepción creativa del Evangelio con el impulso del concilio Vaticano II por parte de los pueblos de habla castellana y portuguesa del continente americano se enfrenta a nuevos desafíos epocales1.
En efecto, hablar de la vivencia del Evangelio en los pueblos del continente es hablar de una diversidad cultural y espiritual inconmensurable. Sin embargo, no es extraño que después de cinco siglos de historia compartida todavía podamos plantearnos algunas preguntas en común, por ejemplo: ¿Qué somos hoy los pueblos de esta región del planeta que compartimos una historia común de migraciones y de colonización? ¿Cómo promover nuevas expresiones de aquellas síntesis culturales y religiosas admirables tales como el catolicismo latinoamericano mestizo, reconociendo que también invisibilizaron a los pueblos originarios y a los afrodescendientes?
Una fuente de identidad cultural común a pueblos tan diversos –en constante proceso de migración y nuevos mestizajes culturales en esta región del planeta– fue el cristianismo como horizonte de sentido y matriz cultural en simbiosis con raíces indias, africanas, asiáticas y europeas. El cristianismo fue una religión importada a estas tierras americanas que se impuso a partir del siglo XVI como proceso de aculturación la mayoría de las veces, tornándose luego en cristianismo mestizo, criollo, afro e indio en el período barroco de los dos siglos posteriores. Incluso esa misma fe cristiana colonial, asumida luego por algunos ilustres personajes de rostro americano y criollo, fue el crisol para la independencia política de las naciones del hemisferio en el siglo XIX. Hablamos de un cristianismo en su mayoría católico romano, desde el sur del Río Bravo hasta la Patagonia. Si bien las comunidades cristianas derivadas de la Reforma en el siglo XVI europeo llegaron a este hemisferio por la vía de la migración anglosajona a los Estados Unidos, se expandieron luego por todo el continente en el siglo XIX, junto con un proyecto de occidentalización urbana e industrial a lo largo del siglo XX.
Desde una perspectiva sociológica, la teología de la liberación surgió como primera expresión de la teología latinoamericana moderna, hace ya medio siglo, en el contexto eclesial católico y protestante. Lo hizo en tanto respuesta crítica a la dominación económica y política del capitalismo estadounidense2. La expansión industrial del American way of life en todo el mundo occidental estuvo acompañada por una teología de la prosperidad de cuño calvinista, caracterizada por un mesianismo ideológico que disociaba la justificación por la fe de las prácticas de robo y usura propias del liberalismo. En dicho contexto, la teología de la liberación aparece como una lectura alternativa del cristianismo a partir de la praxis de liberación de los pobres como sujetos de la historia e interlocutores privilegiados del amor de Dios según el testimonio de la Biblia recibido de manera creativa por las Iglesias latinoamericanas y caribeñas.
Pero en su sentido propiamente teológico, la teología de la liberación fue más que un recurso ideológico de las masas marginadas para justificar y potenciar su toma de conciencia como proletariado. Fue, pues, el fruto maduro de una historia de cinco siglos de cristianismo católico –y más recientemente protestante–, alimentado por la renovación eclesial del retorno a las fuentes de la vida teologal: la Biblia como palabra de Dios en la historia y la práctica de la fe unida a la justicia como criterio principal de interpretación del reinado de Dios en el corazón de la historia. Representa, además, la recepción colegial más acabada3 del aire de renovación que impulsó el concilio Vaticano II en la Iglesia católica romana para leer los signos de los tiempos de la sociedad moderna, urbana e industrial, dando testimonio de un cristianismo pastoral, comprometido con los sufrimientos y esperanzas de la humanidad para anunciar al Dios de la vida.
La teología de la liberación trató de ser así una respuesta comprometida a los tiempos de cambio y revolución que se vivían en el mundo de la segunda mitad del siglo XX. Por un lado, los movimientos sociales inspirados en la idea de revolución (sexual, social y política) anhelaban un cambio de modelo de sociedad que superara las discriminaciones de todo tipo. Por otro lado, las comunidades cristianas que vivían en las periferias marginadas de las capitales urbanas latinoamericanas y caribeñas, así como en el campo empobrecido, releyeron su historia a la luz de la palabra de Dios pero con ojos nuevos: desde una lectura popular de la Biblia, participativa a partir de una pedagogía del oprimido4, y generadora de nuevas formas de comunidad al estilo del cristianismo primitivo, como indicio del reinado de Dios en el corazón de las masas empobrecidas.
Pero después de medio siglo de camino de la Iglesia latinoamericana y caribeña moderna, con una teología de la liberación viva, asistimos a cambios sociales, políticos y culturales significativos. Por ejemplo, hemos transitado de la Guerra fría al mundo unipolar dominado por el hemisferio norte, es decir, marcado por la globalización del mercado neoliberal, con todos sus efectos tecnológicos y simbólicos en las poblaciones urbanas, particularmente los jóvenes, atrapados en el espejismo del bienestar.
No obstante, existe la otra cara de la luna. Desde «los condenados» y marginados de la historia5, desde el reverso del «pensamiento abismal»6, más allá del «patriarcado falocéntrico»7 y desde el «lado nocturno» del poder8, las subjetividades marginadas, personales y colectivas, construyen otro mundo posible. Aquí las comunidades indígenas se han vuelto maestras en el arte del buenvivir, pues practican formas de socialidad no hegemónica, viven una economía solidaria justa, defienden sus territorios (geográficos y corporales), fortalecen sus sabidurías ancestrales y las conectan con los saberes modernos para cuidar la casa común que nos ha sido confiada por la Sabiduría divina como don y tarea9. Celebran la vida con fiesta, flores y cantos, aun en medio de los dramas como los feminicidios, las fosas clandestinas y los barrios de miseria habitados por los descartables del sistema, como lo denuncia el papa Francisco10.
Tales prácticas alternas de resistencia, digna rabia y buen vivir se expanden por ciudades de todo el continente, atravesando las fronteras y los muros que establecen los regímenes políticos proteccionistas que hacen del miedo su estrategia mediática y de política partidista efectiva. Por eso, la era Trump –con su proteccionismo económico, su política de fronteras cerradas y el belicismo nacionalista, de vuelta también en Europa y otras sociedades cerradas– representa en su conjunto un reto aun mayor para las teologías contextuales del siglo XXI. En efecto, acompañar los procesos sociales, culturales, políticos y espirituales11 de las víctimas sistémicas será su tarea prioritaria. Aprender a balbucear nuevos nombres de Dios en medio de los escombros de las sociedades controladas por el necropoder –según la expresión acuñada por Achille Mbembe– que se expande por todo el orbe será el desafío principal en los años por venir. Vivir la esperanza en medio de la catástrofe se irá develando como la única posibilidad de una praxis y un lenguaje teologal capaz de ser fiel al kerigma cristiano primitivo «el Crucificado está vivo» (Mt 28,5-6) como testimonio de la llegada inminente del reinado de Dios en medio de la historia rota de la humanidad.
En este contexto de modernidad tardía del siglo XXI, la teología de la liberación se enfrenta hoy a nuevas formas de marginación social, sexual, política, religiosa y cultural con sus prácticas correspondientes de resiliencia por parte de las víctimas sistémicas que dicen «¡ya basta!» a la lógica de la dominación13. Seguir siendo un pensamiento crítico surgido de la praxis de liberación del Dios de la vida que opta por los pobres y excluidos –una praxis compasiva que inspira a los pobres, pequeños, desheredados y excluidos de todos los tiempos desde el clamor de Abel hasta las víctimas de hoytrae consigo nuevos retos epistémicos, sociales y espirituales que es preciso atreverse a explorar.
La Declaración de Boston puede ser valorada así en un contexto epocal nuevo. Es expresión de un encuentro inédito de casi cincuenta teólogas y teólogos de tres generaciones, con corrientes de pensamiento teológico diverso pero que fueron capaces de confluir en un diálogo franco para enfrentar los desafíos pastorales y teológicos del siglo XXI, a partir de una confesión común de la misericordia divina revelada por Jesús de Nazaret a su comunidad escatológica que devino con el tiempo Iglesia, pueblo de Dios.
Fue posible distinguir en este encuentro al menos cinco voces distintas y convergentes, cada una surgida de su contexto socio-cultural propio, y articulada como discurso teológico original. Todas fueron voces comprometidas con su historia regional propia a partir de la cercanía con el pueblo de Dios.
La primera voz fue el discurso de la teología de la liberación como fuente común, representada en este encuentro por Gustavo Gutiérrez, Agenor Brighenti y Consuelo Vélez, acompañada por los comentarios de Harvey Cox. Sus intervenciones enfatizaron la vigencia de la opción preferencial de Dios por los pobres y marginados en sus luchas por un cambio social de la explotación y esclavitud que contradicen el designio divino sobre la humanidad y la creación. Cada una de ellas, con sus variaciones, fue postulando la mediación de las ciencias sociales y de la hermenéutica de la Biblia leída con corazón compasivo como referentes claves para un método teológico que sigue brotando de la praxis de liberación. Señalaron nuevos acentos como la fuerza inspiradora de la comunidad local pastoral como sujeto creativo (Brigenthi) de la Buena Noticia, o bien la espiritualidad liberadora que dignifica cuerpos y emociones, como fuente de sentido profético en medio del sufrimiento (Vélez).
La segunda voz en Boston fue la teología del pueblo desarrollada por Lucio Gera y Rafael Tello hace algunas décadas, que hoy caracteriza al pontificado del papa Francisco, pero que tiene una historia regional, acompañando la vida pastoral de comunidades y teólogos del Cono Sur. Juan Carlos Scannone y Carlos Galli, junto con un nutrido grupo de teólogas y teólogos laicos de Buenos Aires, expusieron su percepción y análisis del primado de esta teología: la cercanía pastoral y compasiva con las personas y comunidades que habitan las periferias urbanas es el principio teológico y espiritual de la vida cristiana. La prioridad del pueblo de Dios –y de sus pastores y teólogos que «huelen a calle»explica el sentido de la reforma de la Iglesia católica que promueve desde hace cuatro años el papa Francisco en la Iglesia católica romana.
La tercera voz fue la de la comunidad teológica latina de los Estados Unidos, a través de las voces de Roberto Goizueta, Nancy Pineda-Madrid y Michael Lee, entre otros colegas procedentes de universidades católicas estadounidenses como el Boston College que fue la institución anfitriona. El énfasis lo hicieron en la migración latina como clave hermenéutica teológica transcultural. De ahí la importancia de la comunidad como núcleo de cuidado mutuo de la identidad de los ancestros y la sabiduría de las comunidades cristianas latinas de los Estados Unidos que, enfrentándose a un ambiente hostil de racismo y exclusión, viven con devoción y fiesta la cercanía del Dios viviente y de María de Guadalupe como «madre de la nueva creación»14. Esta teología latina estadounidense se reconoce heredera de la teología de la liberación en su primera generación, con pioneros como Virgilio Elizondo y María Pilar Aquino, buscando al Dios de los pobres en los rostros de las personas migrantes indocumentadas que «peregrinan por el desierto de muerte buscando un valle de vida»15.
Tres narrativas teológicas cercanas, aunque con interlocutores y mediaciones teóricas diversas. El suelo común que les da sustento es la religiosidad popular latinoamericana y caribeña, de matriz cristiana pero en simbiosis con otras sabidurías ancestrales, inculturadas en diversos contextos. La diferencia radica, a nuestro parecer, en el método teológico propio y sus mediaciones teóricas y práxicas. Por ejemplo, la primacía de la mediación socio-analítica es prioritaria para la teología de la liberación, pero no parece serlo para la teología del pueblo ni para la teología latina estadounidense. En cambio, la valoración principal de la religiosidad popular como expresión del sensus fidelium, acompañada de la compasión pastoral por el pueblo marginado, parece caracterizar un páthos propio de la teología del pueblo y, en un estilo propio de la cultura estadounidense, de la teología latina en ese contexto.
Podrían señalarse otros elementos comunes –así como varios otros diversos e incluso opuestos– de estas tres corrientes, por ejemplo los que corresponden a la crítica al imperialismo del capital, al pensamiento hegemónico neoliberal y a la racionalidad moderna instrumental depredadora. Pero no nos detendremos en ello en aras de subrayar en este capítulo de mirada retrospectiva lo que nos parece más relevante para la teología íbero-latino-americana-caribeña en el contexto presente de la des-globalización.
El encuentro de Boston contó también –aunque de manera incipiente– con la presencia de otros discursos, marcados por el contexto moderno tardío o posmoderno, según se quiera enfatizar la vigencia o no del metarrelato de la razón emancipatoria que inició la Ilustración en Occidente, el mismo que se deformó posteriormente con la razón instrumental colonialista.
Esa cuarta voz procede de las sabidurías ancestrales del continente, asumiendo la racionalidad decolonial y anti-sistema de las así llamadas epistemologías del Sur como interlocución privilegiada de la teología de la liberación con las ciencias sociales y las humanidades. Lo hace en el contexto de la violencia sistémica que impera hoy en la aldea global para dar razón de la redención posible que acontece en la historia rota de la humanidad.
Así, por ejemplo, la ponencia de Roberto Tomichá, de Bolivia, apuntó hacia ese otro rumbo que la teología de la liberación ha transitado en diversos contextos del siglo XXI. Se trata de continuar con la praxis de liberación de los pobres y marginados de la historia, pero a partir de sus propias resistencias sociales, políticas, epistémicas y espirituales16. En efecto, la recuperación de las sabidurías de los pueblos originarios en sus modos de habitar la casa común, con un pensamiento complejo y una crítica al estado de bienestar –impuesto por Occidente como discurso y practica hegemónica– son elementos de una nueva fase de la teología de la liberación inculturada en el Sur geográfico y epistémico. Adquiere matices innovadores que se manifiestan en nuevos lenguajes y prácticas como son las de los pueblos originarios, los feminismos de diversa índole, el pensamiento queer, las narrativas de los migrantes sometidos a una movilidad forzada pero que busca la solidaridad en el camino, las prácticas de las víctimas del sistema que generan nuevas formas de empatía y socialidad en el cuidado mutuo. Todos estos colectivos interpretan desde el reverso de la historia de dominación los signos de los tiempos de la des-globalización en marcha como un mundo que se derrumba. En efecto, la transversalidad de la violencia sistémica se convierte en un presupuesto del pensamiento pos-abismal que enfrenta los avatares de la modernidad tecno-científica que ha predominado en la modernidad occidental17. A partir de esta toma de conciencia de la violencia sistémica se tejen redes alternativas de cuidado de la tierra, de comunalidad recuperada, de espiritualidad no sacrificial.
Finalmente, la quinta voz escuchada en el encuentro de Boston es la que, enraizada en el talante profético y sapiencial de la teología latinoamericana busca ir más acá de la praxis de liberación, explorando los procesos de subjetivación que acontecen en las personas y comunidades que tejen la esperanza en medio del sinsentido que se adueña del entorno social y urbano, oteando los signos de los tiempos posmodernos. Así, por ejemplo, el trabajo de Maria Clara Bingemer en su diálogo con obras de los místicos estadounidenses, europeos y latinoamericanos contemporáneos. O bien, la investigación de Carlos Schickendantz que reinterpreta, medio siglo después, la teología de los signos de los tiempos que marcó al concilio Vaticano II, haciendo énfasis en el diálogo intercultural y sus transformaciones en la subjetividad humana. Un tono de voz que se expresó también en las ideas propuestas por Rafael Luciani, Félix Palazzi en torno a una teología surgida de la escucha compasiva y el acompañamiento solidario de los movimientos sociales y culturales que enfrentan nuevos totalitarismos políticos y culturales. Y, en fin, mi propia propuesta en torno a una teología de las víctimas, en contexto de la violencia global impuesta por el necropoder que campea en el orbe, donde la esperanza es anticipación escatológica que brota de la vulnerabilidad asumida como potencia de un nuevo orden de existencia, siguiendo los pasos de redención inaugurados por los justos de la historia y llevados a su plenitud por el Crucificado que vive18.
La trascendencia del encuentro de Boston se jugará en el desafío de asumir y promover este diálogo inédito entre diversas voces –corrientes teológicas y narrativas diferentes surgidas de contextos culturales nuevos– que han actualizado la opción preferencial de Dios por los pobres, las personas y comunidades excluidas y las víctimas del sistema, como primeras destinatarias del reinado de Dios anunciado por Jesús de Nazaret para todos los pueblos y toda la creación.
De ahí que la teología profético-sapiencial del siglo XXI –enraizada en la vid fecunda de la teología de la liberaciónrequiera nuevos lenguajes y mediaciones analíticas acordes con las subjetivaciones posmodernas, personales y colectivas, de los habitantes de la aldea global que viven del otro lado de la historia hegemónica. Lo que hace cincuenta años fue concebido como una revitalización de la gran herencia profética de la Iglesia latinoamericana –a saber, la confesión del Dios de la vida y de la historia que opta por los pobres y excluidos– hoy deviene un criterio de interpretación necesario a toda teología y praxis, pero ahora releído y radicalizado desde una humanidad resiliente que afronta con parresia teologal las amenazas del pensamiento hegemónico.
La teología cristiana será pertinente y creíble en el contexto de la des-globalización19 planetaria en cuanto siga abrevando su sed del pozo de la vida que resiste a la muerte y en la resiliencia de las víctimas sistémicas. Según el kerigma cristiano releído en el contexto posmoderno, la fuente más honda de la esperanza teologal brota de las heridas del cuerpo del Mesías crucificado abiertas en los cuerpos de las víctimas del sistema. Son ellas quienes tienen la potencia que detiene la espiral de la destrucción que procede del necropoder que hoy domina a las naciones, al nutrirse de la espiritualidad ancestral y de la resiliencia que las mantiene de pie en medio del horror. Cuando las víctimas del sistema desatan los nudos del resentimiento y «derriban el muro del odio en sus propios cuerpos» (cf Ef 3,14), participan de aquella redención que nos reveló Jesús de Nazaret, desde Galilea hasta el Gólgota.
En síntesis, podemos decir que la teología de la liberación, la teología del pueblo y la teología latina estadounidense, junto con nuevas voces como la teología decolonial y la teología de la subjetividad vulnerable, son la expresión plural de una creativa y comprometida reflexión a partir de los nuevos pobres y excluidos del siglo XXI. Voces que surgen de manera vigorosa de la praxis pastoral de comunidades cristianas sensibles a los dolores y las esperanzas del pueblo de Dios en esta región del planeta.
Medio siglo después de aquella primera elaboración teológica latinoamericana que fue la teología de la liberación –la misma que marcó a la Iglesia católica en todas las latitudes del orbe– algunos de sus principales protagonistas han escuchado otras voces que surgieron en contextos diversos. Todas ellas se han reconocido en sus semejanzas y diferencias, pero sobre todo han tenido el coraje de balbucear juntas el futuro que ya nos alcanzó: la humanidad y la casa común en riesgo de extinción o de sobrevivencia.
La Declaración de Boston que es fruto de ese encuentro anuncia –por su diversidad teológica que converge en la fuente de la compasión divino-humana que opta por los pobres y desheredados de la tierra– una primavera luego del invierno del catolicismo apologético de las décadas precedentes.
Vamos a preguntarnos en primer lugar por lo que se opone a Dios en esta época globalizada y desde esta percepción se nos aparecerá más claro dónde encontramos hoy a Dios en Nuestra América. El presupuesto es que esta época global afecta a América Latina, que no es una isla en este mundo globalizado sino que está inmersa en él.
Al referirnos a este mundo globalizado tenemos que precisar que todavía no hemos entrado en la historia mundial porque, aunque el ámbito en que nos movemos sí es mundial, todavía no lo es el sujeto, ya que los que comandan la dirección dominante de esta figura histórica niegan a los demás el protagonismo y todo lo mueven para su interés personal. Por eso podemos decir que en ningún país hay democracia y que vivimos en un totalitarismo fetichista porque, al absolutizar el incremento de sus ganancias, causa, de un modo u otro, muchos millones de víctimas.
La globalización es la situación que más incide en cada país y en la mayoría de sus habitantes: a todos les afecta y a muchos les influye. Porque nos incumbe, es preciso discernirla para situarnos proactivamente, asimilando sus potencialidades y superando sus negatividades. De este modo no solo comprenderemos lo que se opone a Dios sino que estaremos en condiciones de contrarrestarlo.
La mundialización hace posible afirmarse como humano al afirmar a todos los seres humanos
En principio, estamos de acuerdo con el horizonte de la mundialización, nos parece irreversible y deseable: un paso significativo hacia la constitución de la humanidad como una magnitud históricamente verificable y mutuamente referida. En la Biblia aparece cómo los seres humanos se van extendiendo por el mundo y hace ver que esto es voluntad del Creador, que no está de acuerdo en que se concentren en un solo lugar viviendo todos de la misma manera y en una sociedad piramidal, de la que la torre de Babel era su representación física y simbólica (Gén 11,1-9). La complejidad dinámica de la humanidad no cabe en una sola cultura y menos en una cultura piramidal en la que una inmensa multitud de hormigas trabaja disciplinadamente de un modo forzado para la gloria de unos pocos, que aspiran a ser como dioses. Este es el paradigma de Babel, que se opone a Dios y que hoy está vigente. Según el designio de Dios, es imprescindible la multiplicidad conjugada de culturas para que se abra camino y se exprese la humanidad cabal. Es el paradigma de Pentecostés, cuando cada uno oye hablar de las maravillas que Dios hizo en Jesús en su propia lengua (He 2,1-21), acontecimiento simbólico de la misión de hacer de toda la humanidad una sola familia de pueblos, unidos en interacción simbiótica como hijos del único Dios y hermanos entre sí, en Jesús el Hijo eterno y el Hermano universal. De esa misión es sacramento la Iglesia2. Este es nuestro proyecto alternativo.
Cada ser humano se afirma en cuanto humano cuando, en el acto de afirmarse, afirma conjuntamente la humanidad de todos los seres humanos3. Si afirmo la de todos, menos la de los que no viven con dignidad, me afirmo, no como ser humano sino como digno; si solo afirmo a los que tienen un determinado grado de cultura, o mi cultura, o mi filiación política o mi estatus, entonces me afirmaría como culto, o como de mi cultura o como político; si solo afirmo a los que me reconocen o a aquellos con los que entablo un contrato o acuerdo, solo me afirmaría como individuo o por esa peculiaridad del acuerdo y no como ser humano.
Al estar hoy todos tendencialmente en presencia de todos, es más fácil que cada uno constate si se da esa afirmación como ser humano o si hay exclusiones, no solo por género o clase dentro de cada país, sino también por etnia y religión y, más en general, por la otreidad, tenida como inferior, de los pobres, a causa de lo que el papa Francisco llama, «la globalización de la indiferencia»4.
Por eso hoy, más relevante que el tema de los derechos humanos, es el de quién es humano, porque hay fundamentos para creer que muchos del Primer Mundo no consideran como humanos a los habitantes del Tercer Mundo, y muchos de las clases altas del Tercer Mundo no consideran humanos a las clases populares de sus países. Al no afirmarlos como humanos, ellos se afirman a sí mismos, no como seres humanos sino como ciudadanos de tal país y pertenecientes a una determinada cultura, etnia y clase social. En tiempo de las historias particulares era muy difícil que un miembro de una pudiera discernir si afirmaba a los demás como humanos o como miembros de esa cultura: no tenía modo de comprobarlo.
Además era casi inevitable que cada cultura hiciera la equivalencia entre su modo específico de ser humano y el modo de ser humano, con lo que quedaban drásticamente recortadas las posibilidades de ser radicalmente humano, porque la humanidad cualitativa no cabe en ninguna cultura porque ninguna cultura histórica ha carecido de elementos de discriminación y exclusión, aunque todas sean cauces para tender a ella, transformándolas desde dentro.
Hoy, conforme se va dando el contacto de todos con todos, se echa de ver con más facilidad, tanto los elementos más humanizadores de la propia cultura, como los que la recortan o incluso deshumanizan. Sin embargo, como todavía no hemos llegado a la historia universal, porque las culturas dominantes, con gran violencia simbólica, tienden a imponer su propio paradigma. Por eso es decisivo el conocimiento de las diversas culturas y, más aún, el contacto horizontal con quienes viven en ellas, para irnos constituyendo unos y otros en seres con calidad humana en base a esta respectividad positiva. Siguiendo esta dirección vital secundamos positivamente los planes de Dios, más aun, participamos de su misma actitud respecto de la humanidad, nos encontramos, pues, con Él y otros pueden encontrarse con Él a través de los que viven con esta actitud.
El totalitarismo de mercado y más aún el financiero se oponen frontalmente a Dios
La captación de las posibilidades que entraña esta figura histórica mundializada para afirmarnos todos como seres humanos y constituir una sola familia de pueblos hace ver el grado de monstruosidad de la dirección dominante, que no solo impide que nos realicemos como una sola familia sino que niega la vida a muchos millones de personas, ya que se producen elementos para que todos vivan dignamente y sin embargo la mayoría no tiene acceso a esos recursos.
Hoy vivimos en el totalitarismo de mercado, primero porque todo tiende a convertirse en mercancía y el mundo está llegando a ser un mercado global5 y, sin embargo, hay dimensiones humanas que por su misma condición no son transables y que se vacían al convertirse en tales. En segundo lugar, hay totalitarismo porque el mercado no es libre sino que está dominado por las corporaciones globalizadas que no solo administran los precios sino que tendencialmente concentran la oferta e incluso la diseñan, y todo en función de su ganancia. Por eso los productos son más perecederos y se ofertan productos que muchas veces no son los mejores, pero que producen mayores ganancias. Esto, en el caso de las medicinas y la comida, es criminal.
Inundan el imaginario de publicidad, que se presenta espectacularizada para hacer a los individuos adictos a ese mundo. Como necesitan consumir, les imponen bajos salarios y se eximen de responsabilidad respecto de sus trabajadores e incluso tendencialmente respecto del Estado, en lo que llaman «sociedad del riesgo», en la que cada quien recibe todo lo que gana y contribuye con impuestos lo menos posible, con lo que el pueblo y, cada vez más, la clase media se sienten completamente desprotegidos. Pero tienen que aceptar las condiciones impuestas porque la política está al servicio de los que imponen y porque sienten compulsión a consumir.
Pero, desde la última década, la situación es mucho peor porque ya no es el modo de vida consumístico lo que lleva la voz cantante. Ahora es el miedo. Ya no dominan los grandes empresarios sino los grandes financistas, que se han dedicado a la especulación. Y para eso provocan crisis. Crisis en las corporaciones ya que les exigen que las ganancias vayan al reparto de dividendos, sacrificando la investigación y la innovación y en definitiva la productividad; y crisis financieras.
La actitud de la fe, que es la relación entre las personas, se ha trasladado a los mercados y por eso ante el rumor de que los mercados están perdiendo la confianza, los gobiernos sacrifican los salarios dignos, la seguridad social, los impuestos directos y viven tendencialmente de los impuestos indirectos, es decir, de la gente. No solo eso, los bancos declaran quiebras fraudulentas y las paga el Estado, es decir, los contribuyentes, que son todos menos ellos. Es, como insiste el papa Francisco, la nueva versión, mucho más criminal, de la vieja historia del becerro de oro6, es el dinero convertido en fetiche7, que exige víctimas, que mata, como clama el Papa incesantemente8.
Si esto es lo absoluto, como no puede haber dos absolutos (cf Lc 16,13), las personas se vuelven relativas. Los que comandan la dirección dominante las usan y luego las desechan como basura9.
Esto suena muy duro y es muy doloroso, pero callarlo es volverse cómplice de esta dirección inhumana y suicida.
Para ejecutar todo esto sin estorbos han decretado el fin de todas las entidades colectivas. Ya que son estas entidades personalizadas las que podían presionar a los Estados para que dejaran de ser apéndices del gran capital y para obligarlos a que cumplan su responsabilidad social. Han decretado que solo existen individuos. Eso son realmente ellos. Aunque no son sujetos libres con libertad liberada porque sirven servilmente al capital. Se han entregado a esa pasión dominante y son esclavos de ella. Por eso se han deshumanizado. Ellos hacen todo lo posible para que las personas se definan como miembros del conjunto que compone el mercado mundial con sus innumerables subconjuntos, que eligen según su gusto o lo que estiman como su utilidad. La publicidad se encarga de canalizar ese gusto y esa pretendida utilidad. Y la elección se reduce al menú confeccionado por ellos. Como se ve, las relaciones entre personas se han trasvasado a las relaciones entre personas y cosas; y las mismas relaciones entre personas acaban teniendo ese mismo sentido de consumirlas, de satisfacer un deseo o de buscar un interés.
Este es el modo en que se opone a Dios la dirección dominante de esta figura histórica. Una manera, como se ve, frontal y drástica ya que se adora a un ídolo y, repitámoslo, no se puede servir a dos señores (Lc 16,13), y se irrespeta al ser humano desconociendo su dignidad y reduciéndolo a un consumidor adicto y a un productor intercambiable y desechable. Y esto lo llevan a cabo personas que desconocen su propia dignidad o, peor, que la confunden con la dominancia social y con la vida refinada.
Lo que hemos dicho no incumbe solo a los que comandan la dirección dominante de esta figura histórica sino también a los que se dejan llevar por ella; incluso incluye a quienes se resignan sin buscar una alternativa y sin vivir alternativamente ya; bien porque sucumben a la hipnosis del fetiche, que consiste en pasársela maldiciendo lo malo que está todo y a los que lo causan. Estas personas se oponen a Dios porque el fetiche las tiene en su poder. Si confiaran en Dios, liberarían su libertad para vivir en un horizonte alternativo. Discernir esta situación como pecado implica analizarla y condenar su inhumanidad, pero excluye vivir preso de ella o encerrado en su torre de marfil e implica dedicar la mayor parte del tiempo a vivir alternativamente ya, y desde ese modo humano de vida, a construir la alternativa.
Quiénes se encuentran con Dios en esta figura histórica globalizada
Ahora bien, esta dirección dominante afecta profundamente a todas las personas, pero en ningún caso determina a nadie. Su lógica es seducir, y a los que no les basta la seducción busca someterlos por el temor a la muerte. Plantea un dilema: si no se siguen sus dictados, acecha algún género de muerte, desde la muerte trivial pero psicológicamente realísima del ridículo, hasta la de quedarse solo, o la de no encontrar medios para vivir, o la de la descalificación pública o, incluso en caso extremo, la de la eliminación física.
Pero Jesús ha venido precisamente a liberar a los que por temor a la muerte pasábamos la vida entera como esclavos (Heb 2,14-15). Él nos dio el ejemplo y a su propio Espíritu para capacitarnos a hacerlo en su seguimiento. Él vio claro el dilema: si no se confinaba en su grupo y persistía con las masas que lo percibían como el que los guiaba con el corazón de Dios hacia el cumplimiento de la alianza, lo iban a acabar matando. Pero para él eso no fue un dilema porque para él conservar la vida no era ningún absoluto. El absoluto era cumplir el designio de su Padre, que entrañaba esa conducción fraterna de su pueblo hacia la vida filial y fraterna. Por eso no dudó en seguir su camino cargando con las consecuencias. Al fin él confiaba en que su Padre, y no sus enemigos, tendría la última palabra y que iba a ser de confirmación de su vida y misión y de recreación en su mismo seno.
Eso mismo pasa hoy. No pocos no siguen la dirección dominante de esta figura histórica. Los encontramos en todas las clases sociales, pero sobre todo en el pueblo y en los profesionales solidarios. Experimentan el miedo, las carencias, la hostilidad. Pero no se dejan someter. Tienen una libertad liberada con la que no ofenden a Dios ni a ningún ser humano; pero tampoco los temen y por eso pueden seguir su camino filial y fraterno en paz, cargando con las consecuencias; aunque también trabajando por minimizarlas.
Queremos insistir en este punto: no se puede confundir la dirección dominante de esta figura histórica con la figura sin más. Por eso hemos comenzado insistiendo en que en la mundialización veíamos una oportunidad de oro para realizarnos como seres humanos, es decir, para afirmarnos afirmando a los demás. Dicho cristianamente para definirnos, desde nuestra insobornable interioridad, como hijos de Dios, de nuestros padres y de muchos que nos han precedido y posibilitado ponernos a la altura de nuestra época, y hermanos de todos, sin excluir a los otros, a los pobres ni a los enemigos que nos excluyen.
Por eso hace presente a Dios en esta figura histórica mundializada el que no vive en el mundo como un mercado, sino que vive en la fe en Dios y la reciprocidad de dones con los demás, en la que entra la emulación, y el que trabaja esforzada y creativamente por arribar a la primera figura de la historia universal, que se dará cuando tendencialmente todos seamos sujetos de ella y no solo sus destinatarios. Esto requiere trabajar por rescatar la política y desde ella cambiar las relaciones de producción y las relaciones sociales, de manera que en vez de antagónicas lleguen a ser simbióticas, pasando de un juego en el que la ganancia de unos se hace a costa de la pérdida de los demás, a otro en el que todos salgamos ganando10.
Vamos a comenzar por lo que nos parece más masivo e inequívoco. Comenzaremos expresando por dónde pasa Dios, ya que solo en esas personas podremos encontrarlo, si tenemos las disposiciones adecuadas.
El Espíritu actúa victoriosamente en los pobres que viven por la obsesión de vivir. En ellos lo encontramos
La afirmación fundamental de la teología latinoamericana es que donde podemos decir con seguridad que actúa el Espíritu victoriosamente es en las mujeres y varones pobres que viven del conato agónico por la vida digna11, que viven del empeño por vivir, cuando nadan a contracorriente, carecen de piso firme y acecha la muerte. Si quienes no tienen elementos básicos para vivir, viven, es que lo hacen por obediencia al Espíritu de vida que les dota de fuerza y de direccionamiento vital. Es obediencia porque es dejarse habitar por ese impulso que viene desde más adentro que lo íntimo suyo, cuando no hay fuerzas ni motivación para seguir viviendo y como sentido de oportunidad y sentido práctico para aprovechar las ocasiones. Es obediencia al Espíritu porque así lo evidencian los frutos, porque logra lo mínimo que es lo más sagrado: la vida, no solo sobrevivir sino vivir humanamente. Eso, a pesar de desfallecimientos y pecados. Esta es la presencia de Dios más masiva, más eficaz y más obedecida.
Es también la más inequívoca, a pesar de todos los pecados. Expliquemos este punto. Una persona no pobre puede dejarse llevar por el Espíritu; pero como además tiene elementos para vivir y dotes y contactos para llevarlo a cabo ¿cómo saber que vive por la obediencia al impulso del Espíritu y no por esas ventajas que lo colocan en superioridad respecto de las mayorías populares? Ni a sí mismo puede demostrárselo, a pesar del testimonio de su conciencia. Pero esos pobres que no tienen cómo vivir (eso significa «ser pobre») y viven y viven humanamente, ¿cómo se explica que vivan y que lo hagan cualitativamente, sino por el Espíritu de vida, que los habilita para hacerlo?
Nosotros hemos descubierto como Buena Nueva que donde todo confluye a la muerte antes de tiempo y a la deshumanización, en medio de esas muertes que claman al cielo por enfermedades de pobres, por mengua o por la violencia, en medio de tantos que no pueden resistir esa presión y se elementarizan hasta convertirse seres entregados a sus pulsiones o dispuestos a arrebatar lo que anhelan hasta que los abatan a ellos, en ese mismo hábitat muchos seres humanos no se resignan ni a morir ni a vivir sin dignidad y, al tener que esforzarse en ese ambiente letal, en ese intento tan arduo, llegan a ser sujetos humanos plenos y personas extraordinariamente cualitativas. Es la constatación gozosa de lo que dice Pablo: que donde abunda el pecado sobreabunda la gracia (Rom 5,20).
Lo cualitativo de esa humanidad no estriba en el desarrollo eminente de aspectos específicos. Son plenamente humanos por el cultivo asiduo de lo humano frente a la inducción ambiental de lo inhumano, por la necesidad de la acción humanizadora continua para mantenerse en vida y para que la vida sea humana.
Esa acción incesante, decimos como Buena Nueva, es acción en obediencia al Espíritu, porque siendo lo más genuino de ellos, es rigurosamente trascendente, porque hablando globalmente los supera, los supera por inmanencia, pero los supera, y ellos son conscientes de ello, de que son sostenidos y alentados, de que les salen fuerzas de flaqueza, esperanza cuando no hay motivos para esperar, de que no saben cómo siguen, de que cuando dan lo que no tienen son ayudados.
Esto lo viven como la realización del umbral mínimo de lo humano, como la determinación de no perder ese mínimo, de ir haciendo lo que se siente que no se puede dejar de hacer; como el empeño de no perder la cotidianidad, aunque se vive a salto de mata, de ser fieles a lo que va demandando la vida, de vivirla con todo el cariño y el sabor posible, gozando como niños de las pequeñas alegrías, afrontando los trabajos excesivos y solemnizando también la muerte. A veces no se puede más y se cede; pero se vuelve sobre uno mismo y se sigue respondiendo a la vida con todo lo que se tiene y con más de lo que se puede.
A esto Sobrino lo llama «santidad primordial»12 y entiende por ella «ese anhelo de sobrevivir –y convivir unos con otros– en medio de grandes sufrimientos, los trabajos para logarlo con creatividad, dignidad, resistencia y fortaleza sin límites, desafiando inmensos obstáculos»13. Insiste en que, si nos hacemos cargo de ella, nos «debe producir respeto y veneración» y explica convincentemente por qué. Nosotros insistimos en la acción manifiesta del Espíritu en ellos o, mejor, a través de ellos como sujetos plenamente humanos, propiciando su humanización.
Pero es que además la mayoría de estos pobres dignos y creativos son personas de fe personalizada. Están convencidos de que viven de fe o, dicho de otro modo, de milagro. Saben que Dios está siempre con ellos como fundamento de sus vidas y principio de su obrar. Aunque a veces manifiestan también sus roces con Dios, sus dudas, sus desfallecimientos. Pero, aun en esas ocasiones, no interrumpen la relación con Él; por el contrario, la queja dolorida es pábulo para la relación, y al final siempre acaban reconociendo que, aunque ellos se alejen, Dios sigue sosteniéndolos.
La religión del pueblo en estas personas de fe se expresa en símbolos y ritos, porque son personas rastreadoras del actuar de Dios en la vida, pero se expresa sobre todo en la interlocución continua, respetuosa, pero también libre, con Dios. Por eso esta relación es en ellas principio de personalización. También pelean con Dios, como Job; pero a la larga se rinden a lo que captan como su voluntad. Dicho con sus palabras, se entregan a Dios.
Son estos los que Ellacuría llama «pobres con espíritu»14, que son no solo el corazón de la Iglesia, los testigos más fehacientes de Jesús resucitado y de la presencia del reinado de Dios, sino también los que más contribuyen a que este mundo siga siendo a pesar de todo vivible y humano. No hay mayor tesoro que tener a algunos de ellos como amigos e incluso como hermanos en la comunidad cristiana.
Como el Espíritu es el de Dios y el de Jesús, la fe en Dios y el seguimiento de Jesús contribuyen grandemente a discernir el impulso del Espíritu de otros epocales que pueden poseer gran intensidad emotiva y tienden a prevalecer sobre el impulso espiritual.
Nos preguntamos si lo que Gustavo Gutiérrez llamó «la fuerza histórica de los pobres»15 se refiere meramente a la irrupción histórica que tuvieron en su época o a esa obediencia primordial al Espíritu, a esa santidad primordial de la que hemos hablado y que sostiene ese surgimiento, lo direcciona y lo preserva hasta cierto punto de desviaciones. Para nosotros no hay que excluir lo primero, pero lo más básico es lo segundo.
Dios pasa por las personas consistentes que emplean su libertad liberada en vivir dignamente y sirviendo a los demás. Pasa también por los que ayudan a que se constituyan personas así. Nos encontramos con Dios conviviendo con esas personas16
Si lo que se le opone más frontalmente a Dios en Nuestra América es el mercado totalitario, no habrá verdadera libertad ni justicia ni fraternidad, ni por tanto presencia victoriosa del Espíritu de Dios, hasta que la densidad de los seres humanos no sea mayor que la de las corporaciones globalizadas y los grandes inversores. Si esta meta es imposible y hasta el mero enunciado nos parece disparatado, tenemos que resignarnos a que ellos nos sigan dominando.
Pero no es imposible porque ya existen en Nuestra América esos seres humanos. El poder del mercado totalitario está en seducir con las mercancías e imponer la relación salarial y muchas medidas que toman los gobiernos. Más densidad que las corporaciones y los inversores significa libertad respecto de sus encantamientos y de sus imposiciones. Libertad porque ni les seducen los encantos de la publicidad ni les constriñe la imposición de sus reglas de juego, y para trabajar en la dirección de ir creando una alternativa superadora. La constitución de una masa crítica de seres humanos con esta densidad es la base, son los cimientos, de una mundialización alternativa en la que quepamos todos como hermanas y hermanos, como hijas e hijos de Dios.
La constitución de seres humanos así es el objetivo irrenunciable del cristianismo. Eso fue Jesús y por eso no pudieron quebrarlo, sino que en el suplicio llevó hasta el colmo su libertad liberada, de manera que el centurión que presidía el suplicio y no sabía nada de él, por la observación, primero curiosa, luego interesada, más tarde admirada y por fin sobrecogida de cómo vivió, no reactivamente sino dueño de sí y en respectividad positiva, la tortura, concluyó que tan humano, tan humano solo un hijo de Dios podía serlo. A eso mismo nos llama su seguimiento y al llamarnos nos da su mismo Espíritu que nos capacita.
Así pues, esta propuesta es insustituible para superar la situación de pecado, y hacer presente al Dios de la humanidad. Hay que reconocer que es lo más difícil, pero también es verdad que estos seres humanos realmente libres del totalitarismo del mercado llegan a una densidad humana que no hubiera sido posible de otro modo y que, en todo caso, es imprescindible en la actual coyuntura.
Estos seres humanos son los pobres con Espíritu de los que hablamos en el apartado anterior. Y por eso dijimos que por ellos pasa Dios y que en ellos lo encontramos. Pero no solo en ellos. Pasa en todos los solidarios, cuando no restringen la solidaridad a una causa más allá de su cotidianidad. Esas personas que viven para que sea posible la vida, para que triunfe la humanidad, para que haya justicia, se respeten los derechos humanos y se realice por fin la democracia, y lo viven desde su condición de seres de necesidades, y por eso dan de su pobreza, esas personas se dejan mover por el Espíritu Santo de la humanidad, por ellas pasa Dios salvando y encontrándonos con ellas, nos encontramos con Dios. Por eso también nos encontramos con Dios cuando nos dedicamos a esta tarea de constituirnos como personas consistentes y colaboramos con otras para que lleguen también a serlo.
Así pues, la base para superar el totalitarismo de mercado, para superar lo que se opone a Dios y lograr que el impulso de su Espíritu lleve la voz cantante en Nuestra América, lo que más urge trabajar en uno mismo y fomentar en los demás, es el adensamiento propio como ser humano: hacernos personas consistentes y ayudarnos mutuamente para que lleguemos a serlo, que ese es el significado literal de con-sistir. Vamos a subrayar los diversos aspectos que entraña esta tarea. Ante todo asumirnos como individuos y tratar a los demás como tales. Esa soledad del individuo consigo mismo es un dato que siempre hay que tomar en cuenta. Y, sin embargo, muchas personas temen quedarse solas y no pueden estar en silencio. Es un imperativo sagrado hacernos capaces de estar en soledad porque en este silencio es donde debemos escuchar la voz insobornable de la conciencia, a través de la que habla el mismo Dios (GS 16). Los seres humanos no somos productos en serie, sino que provenimos de la relación personalizada de Dios, que nos conoce por nuestro nombre y nos hace ser ese ser único que somos. Por eso cada uno contribuye al conjunto en la medida del don recibido.
Esto hoy no va de suyo, por eso hay que hacerse cargo del problema y emprender y ayudar a emprender el arduo proceso de la verdadera constitución del individuo como ser humano cabal con una interioridad insobornable, capaz, por tanto, de escucharse a sí mismo y a su conciencia, de escuchar a los demás y escuchar a Dios. ¿Cómo va a estar con los demás quien es incapaz de estar consigo mismo?
Ahora bien, ese individuo tiene que constituirse en un sujeto. No puede ser mero receptor de contenidos y pautas para que sea configurado por ellas, no puede ser mero ejecutor de lo programado por otros, ni consumidor de lo publicitado. Tiene que ser sujeto de su vida y del mundo, en cuanto de él depende. No solo sujeto agente, también sujeto como sensibilidad, como ser de necesidades, como ser vulnerable, pero también como carne abierta a los demás para expresarse y comunicarse y para unirse con los demás por la simpatía y la compasión. Constituirse como sujeto en este sentido radical exige una decisión tercamente mantenida frente al establecimiento que nos exige atenernos a las reglas de juego establecidas, si queremos ser exitosos17. Si no nos responsabilizamos de nosotros mismos, no podemos responder a Dios.
Pero, lo más decisivo es que este individuo que, desde su soledad irrenunciable, se asume como sujeto, entabla relaciones de fe18 con otros seres humanos, basadas no solo en lo que observa de los demás (relaciones de sujeto a objeto), sino en la autorrevelación de ellos (relaciones de sujeto a sujeto). Son estas relaciones las que nos constituyen como personas. El ser persona es lo más denso y decisivo para los seres humanos.
Cada uno es siempre persona en cuanto que Dios se relaciona personalmente con él; pero no acaba de serlo si no se abre a esta relación y le corresponde. Lo mismo cabe decir respecto de sus padres y otros adultos que se relacionan con él teniendo fe en él. En este sentido todos somos hijos del amor: han tenido fe en nosotros, nos han amado personalmente, antes de que nosotros comenzáramos a amar. Por eso el amor es, ante todo, responsable: respuesta a quienes nos han amado primero e incondicionalmente. Por eso personalizarse es amar a los demás como Dios nos ama a cada uno. Cuando obramos así, Dios pasa por nosotros y nos constituimos en lugar para encontrarse con Dios.
Hoy, ambientalmente, se desconocen las relaciones personalizadoras. Cada quien, se dice, es meramente un individuo. Las relaciones las entabla cada quien para lo que él quiere y mientras lo siga queriendo. No son constituyentes. Esta es la diferencia mayor respecto del orden establecido. Para nosotros el ser humano, partiendo de su incanjeable dimensión individual, es un sujeto que se realiza en las relaciones horizontales, mutuas y simbióticas, que son, paradigmáticamente, de hijos y de hermanos, de hijos confiados y responsables y de hermanos que conviven no descargándose en los demás y ayudándose a llevar solidariamente las cargas. El ejercicio denodado de estas relaciones es el que nos constituye y adensa, el que nos da consistencia humana. Es también obediencia primordial al impulso del Espíritu y por tanto encuentro inmediato con él.