Pa(i)sajes urbanos - Varios autores - E-Book

Pa(i)sajes urbanos E-Book

Varios autores

0,0

Beschreibung

Los textos reunidos en Pa(i)sajes urbanos reflexionan sobre la imbricación paisaje-pasaje partiendo de la centralidad de la ciudad como espacio capitalizador de la vida social en América Latina y el Caribe, y llaman la atención sobre un proceso que en última instancia resulta sumamente heterotemporal y asimétrico tanto en términos regionales como nacionales. La convergencia y la superposición de modelos de desarrollo urbano y social diversos (precoloniales, coloniales, modernos, posmodernos y poscoloniales); las formas de inscripción de una memoria y un porvenir, las relaciones más o menos profundas con los esquemas y paradigmas socioestéticos exófonos; la mayor o menor intensidad de los flujos (re)migratorios internos y externos; los grados y formas diversos de mestizaje e hibridez: estos son algunos de los focos de los que se apropian estos ensayos, generando ellos mismos paisajes y pasajes de las ciudades latinoamericanas; entrecruzamientos que hacen del orden de los ensayos un juego de infinitas posibilidades.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 524

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Adriana López-Labourdette

Ariel Camejo Vento (editores)

Pa(i)sajes urbanos

Barcelona 2015

linkgua-digital.com

Créditos

Título original: Pa(i)sajes urbanos.

© Autores varios.

© 2015, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Imagen de portada: Luis Enrique Camejo. De la serie «La isla del día después».

Corrección y edición: Reinier Pérez-Hernández.

Diseño de cubierta: Red ediciones.

ISBN rústica: 978-84-9007-649-1.

ISBN ebook: 978-84-9007-647-7.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Entre paisajes y pasajes de la ciudad latinoamericana Adriana López-Labourdette y Ariel Camejo Vento 11

LA CIUDAD LITERARIA 27

El espectáculo como metáfora: desorden urbano en Los rituales del caos (1995), de Carlos Monsiváis Amanda Holmes 29

Cartonautas en el asfalto Isabel Quintana 55

La ciudad y los héroes (autobiográficos) Reinier Pérez-Hernández 79

Imaginarios urbanos en la poesía de Octavio Paz Rita Catrina Imboden 100

LA CIUDAD AUDIOVISUAL 119

Zona común: imágenes de la ciudad neoliberal. En torno a Ronda nocturna, de Edgardo Cozarinsky Gabriel Giorgi 121

El cine contra la ciudad televisiva. La antena, de Esteban Sapir James Cisneros 137

Imaginar la ciudad en el Caribe hispano. Observaciones a partir de Mijaíl Kalatózov Isabel Exner 159

La Habana, imagen y escritura Gustavo Arcos Fernández-Britto 171

La ciudad, el sujeto y la memoria. Tránsitos entre dos filmes cubanos Astrid Santana Fernández de Castro 188

NUEVAS FIGURACIONES 205

Ciudades del porvenirValeria Wagner 207

La avenida Libertador de Caracas: apuntes para una cartografía desde las artes visuales Dagmary Olívar Graterol 228

iTunes vs. reguetones; o el cielo encapotado sobre la ciudad letrada Ariel Camejo Vento 256

Kingston como «Dancehallscape». Arte, cultura popular y espacio urbano en la Jamaica actual Carlos Garrido Castellano 268

FICHAS AUTORES 283

COLECCIÓN AMÉRICAS ENTRE COMILLAS. CRÍTICA, CULTURA Y PENSAMIENTO INTERAMERICANOS 289

¡Protégela, apuntálala, hazla perpetua, eterna.

Desbarata la historia entre sus piedras,

y contémplala, firme,

tú que la has construido más allá de la intriga

de dioses y de hombres!

César López, «Ciudad distinta», Quiebra de la perfección.

• • •

Deseamos agradecer a la Universidad de St. Gallen (Suiza), especialmente a la School of Humanities and Social Sciences, que acogiera en el año 2010 el curso público «Imaginarios urbanos», del cual nació la idea de esta antología.

Entre paisajes y pasajes de la ciudad latinoamericana Adriana López-Labourdette y Ariel Camejo Vento

La ciudad se dibuja a lo lejos, contorno de techos, de torres, de flechas y de cúpulas, red de luces, vapor en el cielo: la idea de un lugar, de un nombre, de una manera de habitar y de pasar.

La ciudad se abre a la lejanía de puertos y las pistas de despegue, los ríos, las rutas, las vías férreas, y a la de los suburbios, los terrenos baldíos, las salientes de las arterias y los estratos intransitables.

La ciudad se aleja de nosotros, deviene otra ciudad, otra cosa que una ciudad: aún buscamos su medida y el saber qué hace falta para pasar por ella y alejarse de ella.

Jean-Luc Nancy, La ciudad a lo lejos

En las últimas décadas se ha acumulado una amplia bibliografía que testimonia la posición crecientemente protagónica de las ciudades latinoamericanas y caribeñas en los abordajes sociales, culturales y políticos de la región. Diversa también es la naturaleza de esas aproximaciones. Podríamos señalar especialmente el interés intelectual por el ámbito urbano despertado por dos estudios que pronto se convirtieron en clásicos, nos referimos a los volúmenes Latinoamérica: las ciudades y las ideas, de José Luis Romero (1976) y La ciudad letrada, de Ángel Rama (1984), en los que queda esbozada la tesis de una «sensibilidad» particular que interconecta el modus vivendi colonial con una cierta práctica/pedagogía del locus urbano diseñado a partir de pautas concretas del proyecto colonial: proyecciones utópicas, ordenamiento del caos, economía de los flujos, pedagogía político-administrativa, control social y simbólico. A estos siguieron textos de filiación disciplinar oscilante entre la sociología, la comunicación social, el urbanismo, la arquitectura, la historia, la politología y más recientemente la lingüística, de los cuales se han beneficiado directa o indirectamente los estudios literarios y culturales sobre el entorno urbano.

Si se les examina de manera global, los estudios urbanos han tendido durante varias décadas a dirigirse en dos direcciones: la primera, hacia el análisis de la (re)constitución de la urbe en tanto entramado material, comunicacional, social o económico; la segunda, por otra parte, se ha movido por los derroteros de la representación, centrando su atención en las dinámicas de producción simbólica sobre la ciudad, en las formas en que estas son representadas y figuradas. Aunque la primera corriente priorizaba el concepto de imaginación (en tanto proyecto y proyección), mientras en la segunda se privilegiaba la imagen, poco a poco ambos objetos de estudio se han ido fundiendo en un concepto más amplio, más complejo: el de imaginario. Concepto —quizá en exceso— inclusivo, el imaginario funciona sobre la base de imágenes y relatos, pero incluye también un proceso de (re)semantización, un elemento de acción y transformación de lo real.

Paralelamente, el creciente interés por el estudio de los imaginarios urbanos latinoamericanos tiene como trasfondo un cambio de paradigma importante: aquel que desplaza la atención sobre la historia y el tiempo hacia cuestiones relacionadas con el espacio (Jameson, 1991). En lo que —quizá un poco utópicamente— se ha dado en llamar el spatial turn,la diferencia entre espacio real y espacio simbólico queda suspendida (Lefebvre, 2003) dando paso a lo que el geógrafo Edward Soja (1996) denominara tercer espacio. Este concepto, ambiguo debido a la proliferación de otras nociones de «tercer espacio» y en buena medida superado, marcó las pautas de un camino diferente en el análisis de la ciudad como territorio privilegiado de la producción cultural.

Desde la perspectiva topográfica la ciudad es entendida como texto, como grafía, y los ciudadanos no solo leen estas topografías urbanas (una red de espacios físicos que se entrecruzan y confunden con el espacio de los signos: experiencia, memoria colectiva, discursos, performances), sino que paralelamente actúan sobre ellas: las (re)escriben, modifican sus significados, las borran, las garabatean. La perspectiva topológica, que queremos poner en la base de esta recopilación de ensayos, entiende la ciudad y los imaginarios urbanos, como un entramado relacional basado en vecindades, conexiones, concentraciones, dispersiones, yuxtaposiciones, etc., que debe ser leído desde perspectivas conceptuales como emplazamiento, comunicación y desplazamiento.

Las ciudades latinoamericanas, desde sus fundaciones hasta hoy, paradigmas de la imbricación de proyecto y proyección, de imaginación e imagen, de reescritura y palimpsesto, de proliferaciones y coagulaciones, parecen ser objetos ideales de estas investigaciones geográfico-semióticas, de las que resulta el gran cúmulo de publicaciones sobre imaginarios urbanos latinoamericanos contemporáneos.

Sin ánimo de ser exhaustivos, y mucho menos de presentar una historia de estos estudios, nos interesa, en primera instancia, seguir los caminos ya transitados, llevarlos más allá y proponer un abordaje de la ciudad desde una consideración abierta del concepto de «paisaje», de cuya relación con el espacio citadino hemos hecho derivar la noción de «pasaje» con la que se juega en el título del volumen. Esta última no solo integra la idea de movimiento y transversalidad, sino que igualmente activa una dimensión en la que el paisaje adquiere dinamismo, gana para sí cualidad de performance, convirtiéndose en ámbito para la actuación, y ofreciendo un núcleo procesual en el que la vida social se condensa, se conecta, se difracta y se devuelve a sí misma como territorio denso y a la vez disponible para los sujetos urbanos.

El paisaje nos propone cierta «imagen del mundo» ofrecida al espectador a través de una peculiar escala, dentro de un marco y desde una perspectiva concreta, trazando correspondencias y asignaciones que transitan del ámbito de la referencia al del discurso, entre el mundo como tal y el mundo representado. La formación histórica de ese concepto, ligado en principio casi de forma exclusiva a la tradición pictórica, pudiera resumirse muy rápidamente como la necesidad de un ejercicio de representación estructurante, gracias a la cual el espacio (natural) puede ser controlado en la distancia, en la exterioridad y la altura típicas del paisaje. El paisaje se convierte así en soporte estético ideal de proyectos imperiales, sueños de Modernidad, afloramientos nacionalistas, y, sobre todo, en indefectible dispositivo para la aparición y desarrollo del capitalismo tardío. Al hacer posible la visualización de los escenarios y grupos sociales, el paisaje semantiza un conjunto de ideas y valores, funge de superficie sobre la que se inscriben, de forma más o menos cifrada, ciertos valores, ciertos proyectos sobre la organización de la sociedad, sobre sus poderes y sus jerarquías. Piénsese por ejemplo en la importancia que adquirieron el paisajismo y el retrato como vehículos de conocimiento y/o legitimación durante la etapa de expansión imperial europea y el surgimiento de los primeros Estados nacionales entre el Renacimiento y el Romanticismo, dos estéticas que visualmente deben mucho a ambas variantes. Piénsese también en el papel preponderante que tuvo el paisaje en la conquista del Nuevo Mundo, cuando la idea de un mundo abierto, ensanchado y sin límites, coincide con una preponderancia del encuadre, el horizonte y el anhelo de representabilidad.

Ese complicado origen del paisaje en tanto género —en última instancia, político— del discurso explica de algún modo su doble carácter enunciativo, el cual propone no solo una vívida escenificación del entorno al que sustituye, sino que también pone en escena los sistemas de encadenamientos, asociaciones y disposiciones que hacen posible semejante representación. Esta puesta en escena ha sido acompañada históricamente por una naturalización de la mirada, en la que la dimensión forzada y desigual de las relaciones sociales queda oculta tras un estado de cosas, tras el orden —¿la orden?— de la representación misma. De este modo, se dispone para la mirada una cultura raigalmente europea, masculina, heterosexual y normativa, cada vez más centrada en lo visual y cuyo órgano (el ojo) marca determinantemente nuestros saberes y nuestros deseos.

Si nos interesa el concepto de paisaje es sobre todo por su atención a una subjetividad y a una política de la mirada que permite desentrañar las formas en que la ciudad es aprehendida y representada, pero también las formas en que el sujeto-ciudadano se ubica y se identifica a sí mismo a través de un emplazamiento ante/en ese paisaje, a través de un uso y de una experiencia paisajística concreta. Insistimos en la noción de paisaje como construcción cultural, de corte estético e ideológico, resultado de una serie de esquemas mentales, arquitecturas del conocimiento, poderes reales o deseados, espacios posibles o anhelados. Es por ello que entendemos su dimensión urbana no únicamente como objeto —también artístico— exterior y extraño al sujeto, sino como su proyección y su prolongación en el espacio de la ciudad. En este sentido retomamos las tesis propuestas por Gérard Peylet y Peter Kuon en su Paysage urbains de 1830 à nos jours (2005)y seguimos el camino abierto por ellos. Para los editores del volumen, las peculiaridades de este nuevo espacio radican en una nueva organización del territorio, de las relaciones entre lo público y lo privado, entre individuo y trama urbana que deben reajustar los modos y las vías de la representación de este paisaje en el discurso. La representación en este reciente escenario está ligada a los imaginarios, que no constituyen ni un lugar ni un objeto sino una relación, un trayecto antropológico, en tanto es a través de estos imaginarios que el hombre ve el mundo y se inserta en él, confiriendo al paisaje una profundidad existencial.

Pero al mismo tiempo, nos parece esencial repensar la ciudad, incluso la ciudad en su dimensión física —la piedra, la urbs, la plaza o el monumento— como pasaje, como espacio a la vez de conexión, de difracción, de negociación y transferencia. Al insistir en un principio constitutivo de la ciudad basado en el flujo, el intercambio, la proyección y la constante deslocalización, Jean-Luc Nancy acentuaba el carácter lógico —y no necesariamente mítico— de la ciudad. Según el filósofo francés no se trata, como propondría el pensamiento mítico —una de las bases más comunes en los acercamientos a la ciudad—, de un estado de cosas que se ofrece a sí mismo las razones de su existencia y sus condiciones de posibilidad, sino más bien de una pregunta siempre abierta y lanzada hacia otro lugar, de un desplazamiento semiótico en el cual el sentido es siempre proyectado, no recibido. Es en este arrastrarse y ser arrastrada donde la ciudad no alcanza nunca la inmanencia autorreflexiva del mito, pero tampoco la estabilidad autolegitimadora de la cultura, y no deja «de modular todas las variaciones del trans-: transporte, transformación, tránsito, transfixión, transinmanencia desquiciada...» (2013: 14).

En esa obra inconclusa, dispar y fragmentada que es Passagen, WalterBenjamin toma prestado de la ciudad tangible que él mismo experimenta y vive durante algunos años, el lugar y el concepto de pasaje como clave para indagar sobre la entrada al mundo moderno y a la «futura y desconsolada vida del hombre de la gran ciudad» (43). Entonces, ese escenario real, esa forma particular de arquitectura que constituyen los pasajes parisinos, remite en primera instancia a una organización urbanística, social, económica y mercantil, toda vez que genera una cierta práctica del espacio en la que se unen el movimiento, el ocio —ese estar más allá de la producción pero en medio de un espacio de consumo— y la observación. Con ella aparecen la figura del flâneur y su correlato: la multitud. De esta suerte, la realidad urbana, sus espacios, así como las diferentes prácticas y personajes asociados a ellos, son en Benjamin el punto de partida para una reflexión sobre la historia, sobre los caminos por los que avanza el proyecto ilustrado en el escenario de la Modernidad hacia un siglo xx de pérdidas, catástrofes y desencantos. Convertido así en estrategia semiótica y discursiva, en construcción simbólica por la que se mueve un relato del devenir, el pasaje constituye también un cauce por el que atraviesa una historia, que es —al mismo tiempo— atravesada por él.Nos interesa pues, del concepto benjaminiano, la remisión múltiple que lo acompaña: a un lugar concreto de la ciudad, a un modo de estar en la ciudad, deambulando, observando, distrayéndose; a una nueva cartografía urbana cuyos ejes están en la tensión entre producción, ocio y negocio, pero también a una topología de la historia —también nacional.

Por último, y en coherencia con el principio de bifurcación e imbricación conceptual entre paisaje y pasaje, nos gustaría poner énfasis en otra multidimensionalidad desde la que es posible explorar esa doble relación. Se trataría básicamente —aunque no solo— de dos dimensiones: una de carácter sociohistórico y otra de naturaleza política. En el primero de esos componentes el sujeto urbano define posiciones y prácticas, un carácter específico del «estar» que lo singulariza en el espacio y en el tiempo «sometido a dinámicas sociales, estructuras de coordinación y enlace, estrategias de participación, arquitecturas de la historia, etc.» al integrarse a sistemas sociales de posicionamiento atravesados por límites, fronteras, bordes y accesos de diversa naturaleza. Ugo Volli se ha referido recientemente a esta circunstancia como una «copresencia», en tanto el sujeto no solo define su propia posición dentro de una topología urbana, sino también determina cómo hacerse presente en un juego de relaciones que modelan el espacio urbano y sus correspondientes relatos (Volli 2005).

Es nuestro deseo que las tres partes aquí sugeridas —«Ciudad literaria», «Ciudad audiovisual» y «Nuevas figuraciones»— funcionen como recipientes ahuecados, como zonas permeables y permeadas por sus territorios colindantes.

La primera de ellas agrupa aproximaciones a la ciudad construida desde el territorio de la escritura literaria, tomando en consideración las difíciles fronteras de esa práctica artística. De manera que los análisis propuestos no parten solo de una consideración tradicional del hecho literario, sino que exploran textualidades imprecisas como las de la autobiografía o la crónica, o simplemente formalizaciones en el entorno del hecho literario como el fenómeno cartonero en Argentina. Al cruzar las problemáticas del texto con las peculiaridades del ejercicio de representación de la ciudad, estos artículos regresan sobre la añeja cuestión de la referencia, pero esta vez para hacer alusión a zonas de la vida contemporánea específicamente urbanas, en las que el sujeto oscila entre la asimilación y la producción de imágenes sobre el entorno urbano.

En «El espectáculo como metáfora: Desorden urbano en Los rituales del caos, de Carlos Monsiváis», Amanda Holmes propone una lectura atenta de las crónicas de Monsiváis sobre la Ciudad de México. Escenario de complejidades históricas que tienen que ver con el crecimiento vertiginoso de su trama urbana, la aglomeración demográfica, o las innúmeras segmentaciones generadas por la estratificación socioeconómica, el D.F. es leído aquí como un «espectáculo caótico» en el que la multitud percibe y es a la vez la sustancia de un show permanente. Holmes se aproxima a la construcción discursiva de la ciudad en Monsiváis en tanto escritura que reconoce en el espacio urbano un texto otro, una performance simbólica que le ofrece al cronista las señales discursivas desde las cuales disponer la imagen de la ciudad: ironía, sátira, humor, «relajo». Interesada en la considerable reducción de las distancias entre ficción y objetividad que propone la elección de la crónica como tipología discursiva, Holmes lee esta escritura de la ciudad como un espacio en sí mismo, como un fragmento de vivencia urbana que es a la vez un mecanismo de negociación cultural, de reconocimiento entre individuos que comparten ciertos imaginarios o al menos algunos de sus territorios, sensoriales o reales.

Trabajando con un amplio corpus de escritores argentinos contemporáneos, Isabel Quintana lleva adelante una indagación sobre los modos en que la gran maquinaria antropológica del neoliberalismo se entrelaza con prácticas del espacio en el nuevo entramado urbano marcado por la crisis. La Buenos Aires contemporánea, desmembrada e infinita en sus difusos bordes, gana allí donde pareciera perderse unas formas de estar en la ciudad, practicarla y usarla que se sitúan fuera del paisaje neoliberal, borroneando sus trazos y sus líneas de movimiento. Formas premodernas, de despojos y reciclajes, de indisciplinas y resistencias, de errancias y asedios a la ciudad vinculan la obra plástica de Miguel de Arienzo con textos de César Aira, Iosi Havilio, Oliverio Coelho y Sergio Chejfec. En todos ellos se pone en escena una economía residual que rehace la relación del paisaje neoliberal con sus afueras, que negocia y renegocia formas de lo político incluso en el centro mismo de sus pa(i)sajes. En medio de una crisis económica y social que pareciera repetirse constantemente, dejando sus cicatrices en la cartografía de la ciudad, la literatura —propone Quintana— vislumbra nuevos modos convivencia/sobrevivencia que amén de recurrir a formas arcaicas, constituyen modos de agenciamiento y resistencia. Al mismo tiempo, esos otros paisajes de ciudad difieren de la imagen estable generada por un observador distante. En consecuencia, su materialidad, sus contornos difuminados y sus modos oblicuos de reinserción en un mercado convocan algo indecible, irrepresentable.

Seguidamente Reinier Pérez-Hernández, en «La ciudad y los héroes (autobiográficos)», propone un acercamiento a las peculiaridades que entraña el discurso autobiográfico para el diseño de una imagen de la ciudad. Partiendo precisamente de una de las imágenes célebres de Antonio Benítez Rojo, el autor destaca la importancia que reviste el diseño de una posición modal en el texto, particularmente en textos del Yo, desde la cual se distribuyen los roles y las asignaciones: alto-bajo, centro-periferia, Yo-Otro..., a los cuales se asocian diferentes significados sociales, culturales y políticos. De este «cruce semántico» entre el espacio de la ciudad y la biografía nace una escritura que reconstruye en su presente un lugar de memoria para el héroe autobiográfico, un lugar en el que se agrieta la continuidad del relato nacional y desde el cual se dramatiza la historia al recurrir al rodeo de lo auto- y lo bío-. Así, la imagen de La Habana en las autobiografías de Carlos Franqui, Nicolás Guillén y Virgilio Piñera, ofrece una lectura extraña y hasta paradójica que es, en buena medida, el resultado del encuentro entre los proyectos de un espacio reformulado como emplazamiento utópico (el locus «real», el centro neurálgico de la Revolución cubana) y otro ligado a una experiencia mundana del sujeto que escribe.

En «Imaginarios urbanos en la poesía de Octavio Paz», de Rita Catrina Imboden, se realiza un recorrido por las transformaciones que experimenta la poesía de Paz en el tratamiento de la ciudad como espacio y de la vida urbana, de manera general. Desde las referencias a Baudelaire, pasando por el situacionismo francés, el surrealismo o las filosofías orientales, se va tejiendo un horizonte ético-estético que permite calibrar la centralidad de este escenario en su creación poética como locus que define al sujeto y a la vida modernos. Así, se descubren estrategias discursivas en las que cierta mitología de lo mexicano, ante el escenario de una ciudad precarizada, intenta hallar una lógica simbólica que ofrezca refugio al ciudadano a través de aproximaciones estilísticas diversas que fundan un imaginario de la polis.

La segunda parte de Pa(i)sajes urbanos está dedicada por entero a las representaciones audiovisuales de la ciudad latinoamericana. Representaciones que entrañan, como subyace en los ensayos que en breve comentaremos, una particularidad adicional: la confusión continua entre ciudad real y ciudad representada. El cine, en tanto analogón de tramposa inmediatez, promete siempre un grado de mimetismo que complejiza —y enriquece— las tensiones y distinciones entre lo representado y la representación. El paisaje audiovisual recorre siempre un pasaje en el que lo real marca unas huellas que pueden ser acentuadas —como en el caso de la película Memorias del subdesarrollo— o difuminadas —como en el caso de La antena.

En «Zona común: imágenes de la ciudad neoliberal. En torno a Ronda nocturna, de Edgardo Cozarinsky», Gabriel Giorgi se interesa por las singularidades que entraña el tipo de aproximación al ambiente nocturno de Buenos Aires propuesto por el filme. Llama particularmente la atención en su análisis el carácter ambiguo de las posiciones y los diseños narrativos, oscilantes tanto en el proceso de definición de un sujeto cultural como en la concreción de una perspectiva ya abiertamente ficticia, ya decididamente documental. En ese sentido el texto de Giorgi nos propone acercarnos al diseño del filme como una suerte de mapa sensorial urbano, un territorio raro y fragmentario en el que la acumulación de sentidos articula esa «zona común» a través de la cual los bordes de la vida urbana intervienen en el proceso de organización de la experiencia contemporánea.

El acercamiento a la película argentina La antena (2007), será la meta que persigue el ensayo «El cine contra la ciudad televisiva», de James Cisneros. A través de una indagación minuciosa del doble eje de los conceptos de imaginario urbano, por un lado, y del panorama mediático americano y particularmente argentino en la era neoliberal, por el otro, Cisneros desarrolla una reflexión sobre las prácticas mediáticas no como medios de transporte de signos e imaginarios sobre la ciudad, sino como paradigmática maquinaria de producción sígnica. Dialogando con un amplio corpus teórico sobre las concepciones de la ciudad y sobre las distintas plataformas que se unen en las prácticas mediáticas de las últimas décadas, este ensayo presta particular atención a las formas en que la televisión genera imaginarios y los naturaliza haciéndoles perder su condición de constructos culturales, imposibilitando la resistencia, la subversión. Es precisamente esto, enfatiza Cisneros, lo que está puesto en juego en la película La antena, de Esteban Sapir. Las estrategias cinematográficas —artificialidad, densidad semiótica, citas, anclaje político, etc.— utilizadas en el filme pueden ser leídas como resistencia al flujo acelerado de imágenes repetidas y sustituidas sin cesar, a la ilusoria transparencia del medio, a la desvalorización de la imagen frente a la voz o a la desterritorialización de la televisión argentina.

En «Imaginar la ciudad», segundo ensayo de este apartado, Isabel Exner, partiendo de la película Soy Cuba, del director ruso Kalatózov (1964), se acerca a una dualidad histórica dentro del imaginario urbano caribeño que opone el campo —intacto, bucólico, propio, humano— a la ciudad —corrupta, decadente, foránea e inhumana—. Esta contraposición mantenida hasta hoy en la mirada exófona sobre el Caribe ha tenido también, como demuestra Exner, ciertos ecos en los discursos nacionalistas y revolucionarios. El arco trazado en el recorrido por los imaginarios urbanos caribeños cierra con el comienzo de un tercer trayecto, un «amor a contrapelo» que promete superar la histórica obsesión utopista ubicada alternativamente en lo rural o en lo urbano y marcar un pasaje que difumina, finalmente, la dicotomía entre campo y ciudad, tan cara al pensamiento moderno y a los proyectos latinoamericanos de Modernidad.

Las reflexiones sobre la ciudad audiovisual cierran con un doble estudio de las modalizaciones cinematográficas de la capital cubana. Gustavo Arcos y Astrid Santana proponen un recorrido por el cine nacional deteniéndose en los modos en que la imagen fílmica de la capital se entrecruza, en un cambio perenne de posición y perspectiva, con el imaginario de la nación y de la revolución.

Arcos propone un recorrido a través del cine cubano de las últimas cuatro décadas, tomando como punto de partida la gran obra maestra de Tomás Gutiérrez Alea (Memorias del subdesarrollo, 1968) hasta las más recientes producciones. La tesis que sustenta su ensayo afirma que la articulación de lo urbano como superficie especular de sus habitantes sumergidos en un cambio radical y plural ha pasado, dentro del cine, por fases de atención extrema y fases de puro decorado. Sin embargo, hay una constante que puede trazarse en este devenir: la ciudad representada, alimentada y alimenticia de un imaginario de la decadencia —urbana, pero también política y social— oscila entre trasfondo y proscenio cinematográfico, llegando incluso a convertirse en personaje. La otrora ciudad innovadora y definitiva que parecía conformar la imagen de ciudad de las primeras décadas revolucionarias se ha convertido en ciudad fantasmática que aparece y reaparece marcada por la preponderancia de las ruinas, la polución, la promiscuidad o el ruido.

También Astrid Santana visita el clásico film de Gutiérrez Alea, pero, en su caso, para marcar un contrapunto con Memorias del desarrollo (Miguel Coyula, 2010) que, más de cuarenta años después, se presenta como diálogo o incluso enfrentamiento con la película de Gutiérrez Alea. Dos películas, así el ensayo, que ponen en juego circuitos de actualizaciones y modalizaciones de la ciudad, al tiempo que van creando nuevos paradigmas visuales. Así la ciudad fílmica, en tanto paisaje, retoma de la ciudad real ese constante establecerse como dispositivo de memoria, en tanto soporte que almacena y al mismo tiempo reactiva ciertos «fantasmas superpuestos del pasado». Paralelamente, la ciudad deviene máquina de actualización, de modalización y fijación de un presente, de un mundo inmediato. Del rechazo al imaginario doble de ciudad tomada y ciudad festiva, que desarrolla Memorias del subdesarrollo como relato de liquidación del patrimonio simbólico burgués en medio de la efervescencia revolucionaria de los sesenta, a la disolución de lo nacional en las fragmentaciones de lo diaspórico y la deconstrucción del relato revolucionario de Memorias del desarrollo. En consecuencia, La Habana de ayer se recorta sobre el trasfondo neoyorquino de hoy, del mismo modo que el emigrante de la era post-soviética se recorta sobre los contornos del héroe revolucionario de la década de los sesenta. Santana propone de este modo volver a los paisajes urbanos como pasajes históricos, como movimientos discursivos, como trasiegos simbólicos.

«Ciudades del porvenir», de Valeria Wagner abre la tercera y última parte de este libro en torno a proyectos o proyecciones de ciudad futura, atravesados por ciertas subjetividades y paisajes que lo entorpecen o lo cuestionan. Wagner rastrea las aristas políticas de los nuevos proyectos de ciudades inteligentes (smart cities) situándolas en relación con las ciudades tecno-maravillosas de la ciencia ficción. Ese territorio urbano que en términos discursivos —marcado por la gramática del marketing— emerge como solución de todos los dilemas, conflictos y enfrentamientos de la sociedad contemporánea, no es más que la rentabilización del capital económico, social y simbólico en manos de una serie de poderosas corporaciones. Empero, los nodos urbanos de esa globalidad futura venían siendo cuestionados por ciertas narrativas, y particularmente por ciertos relatos cinematográficos y/o literarios de la ciencia ficción desde mucho antes de que la divulgación y ejecución de dichos proyectos parecieran posibles. Con su afán de otorgarle un pasado al presente a través de la construcción de un futuro, la ciencia ficción indaga prolíficamente en la contracara de una tecnoutopía que se convierte, a la larga, en una distopía. Centrándose en varios relatos chilenos de ciencia ficción, y particularmente en Los altísimos (Hugo Correa, 1959) Wagner llama la atención sobre los modos en que la ciencia ficción alerta acerca de las relaciones de poder y de los deseos de sojuzgamiento inherentes a estos proyectos de ciudades perfectas, controladas y equilibradas, enfatizando en uno de sus mayores peligros: la paulatina y eficiente invisibilización del poder y su maquinaria política.

Allí donde «Ciudades del porvenir» trazaba un eje interamericano, a partir del paisaje de una futura Santiago de Chile, para marcar el asedio al proyecto utópico de ciudades inteligentes desde el ámbito de la ciencia ficción, el ensayo «La avenida Libertador de Caracas: apuntes para una cartografía desde las artes visuales» de Dagmary Olívar Graterol rastrea las resemantizaciones y subversiones, desde el videoarte, de los proyectos utópicos del desarrollismo para la ciudad de Caracas. La avenida Libertador, en la que se centran los dos artistas —Alexánder Apóstol y Argelia Bravo— que Olívar estudia, es símbolo y síntoma del proyecto desarrollista venezolano a partir del gran boom petrolero de los años ochenta. De ahí ese espesor simbólico en el que se unen las huellas de unos ideales de Modernidad, los residuos de un alza económica, las modalizaciones y remodelizaciones —o simplemente, el decorado— por parte de varias corrientes artísticas (La Escuela de Caracas y el arte cinético) y consecutivos proyectos políticos. Vía de unión entre barrios (políticamente) opuestos, entre estéticas encontradas, entre clases diversas, La Libertador, pasaje y paisaje central en la capital venezolana, está poblada y es «practicada» además por «sujetxs trans», que con sus cuerpos de resistencia, placer e irresolución ejercen la prostitución y atraviesan —simbólica y físicamente— la distribución de la ciudad. De esta forma, los sujetos invisibilizados y al mismo tiempo mercantilizados de «lxs trans» metaforizan la ambigua dualidad de la ciudad y de la nación; ponen en escena las fracturas tanto de los pasados proyectos de Modernidad como de los presentes proyectos socialistas. Al contrastar las obras de videoarte de estos dos artistas venezolanos contemporáneos que desde la ficción y desde el documental, respectivamente, asumen el reto de visibilizar las fisuras, las opacidades y las violencias de esa gran metonimia de Venezuela que parece ser la mencionada avenida, Olívar apunta a los modos en que la comunión de prácticas espaciales y prácticas artísticas va conformando nuevas cartografías biopolíticas de la ciudad, en las que «lxs transfors» son a la vez creadores, habitantes y víctimas de un heterogéneo imaginario urbano.

Con los ensayos «iTunesvs. reguetones; o el cielo encapotado sobre la ciudad letrada», de Ariel Camejo, y «Kingston como ‘Dancehallscape’. Arte, cultura popular y espacio urbano en la Jamaica actual», de Carlos Garrido, este volumen se desplaza hacia dos ciudades dispares del Caribe —La Habana y Kingston— para revisar las tensiones entre ciertas zonas del mapa sonoro contemporáneo y las cartografías urbanas. Tanto en el caso del reguetón para Camejo, como en el caso del dancehall para Garrido, se trata de pensar las narrativas e identidades musicales y performáticas emergentes en las últimas décadas desde sus impactos en la organización de la ciudad —La Habana y Kingston, respectivamente—, desde sus conexiones con las maquinarias institucionales y mercantiles. El reguetón cubano, por su contenido reclamatorio y confrontativo, se sitúa abiertamente en los bordes y las grietas de un proyecto (revolucionario) letrado de educación e integración, que terminó por ser profundamente censor y excluyente. Al desfondar la solemnidad de lo nacional acudiendo al humor popular y al choteo, al recuperar una oralidad que se afianza en las intervenciones públicas y el happening, al reinsertar el baile —los excesos del baile— siempre más allá de la contención y el disciplinamiento de los cuerpos, el reguetón —afirma Camejo— apunta y enfatiza la ineptitud de los clásicos mecanismos nacionales, erigiéndose abiertamente en contra de la clausura y la inmovilidad de la ciudad letrada. Pero, al mismo tiempo, el reguetón cubano (o al menos, cierta parte de él) se resiste a los mecanismos de serialización, homogeneización y control del intercambio cultural que las nuevas figuraciones técnicas y corporativas (iTuneszation) llevan adelante a través de la industria musical global. De modo que, como demuestra Camejo, en el reguetón cubano se pone en escena una doble resistencia: al proyecto letrado nacional y al proyecto mercantil global.

Por su parte, Garrido explora tanto las conexiones entre lo popular y lo oficial puestas en juego en la cultura del dancehall, como los desplazamientos de estas conexiones a través de la musealización —a través de la plástica— de dicha cultura. En consecuencia, Garrido se adentra primero en el paisaje sonoro del dancehall, percibiéndolo como resultado de los profundos cambios de las últimas décadas —la acelerada entrada del Caribe a un capitalismo cada vez más voraz, el reforzamiento de la cultura del consumo, las dinámicas diaspóricas y mercantilistas del Caribe potenciadas por la globalización, la dispersión de las prácticas culturales caribeñas, etc.— y leyéndolo como articulación de nuevos modos de entender y practicar espacios urbanos. La resultante cartografía otra de Kingston se erige sobre y moviliza los rasgos del dancehall —su radicalidad y violencia, su condición visual, musical y performática— reposicionándose en una relación entre lo popular y lo oficial que se gestiona a través de la tríada resistencia, asimilación y resignificación. Como colofón, Garrido bosqueja los efectos del paso de dicha cultura urbana al museo y de su conversión en parte del canon nacional al revisar algunas de las apropiaciones y representaciones de la cultura del dancehall por medio de la plástica (Ebony Patterson y Peter Dean Rickards). Contrario a lo que podría esperarse, este desplazamiento espacial —de la calle al museo— ni aquieta, ni apacigua, ni fija el dancehall. Más bien sirve de dispositivo para visibilizar la variabilidad y fragilidad de las jerarquías, la complejidad y multiplicidad de las identidades de género, el entrecruzamiento entre belleza y poder, entre género y violencia, entre espacios y cuerpos.

Los textos reunidos en Pa(i)sajes urbanos reflexionan sobre la imbricación paisaje-pasaje partiendo de la centralidad de la ciudad como espacio capitalizador de la vida social en América Latina y el Caribe, y llaman la atención sobre un proceso que en última instancia resulta sumamente heterotemporal y asimétrico tanto en términos regionales como nacionales. La convergencia y la superposición de modelos de desarrollo urbano y social diversos (precoloniales, coloniales, modernos, posmodernos y poscoloniales); las formas de inscripción de una memoria y un porvenir, las relaciones más o menos profundas con los esquemas y paradigmas socioestéticos exófonos; la mayor o menor intensidad de los flujos (re)migratorios internos y externos; los grados y formas diversos de mestizaje e hibridez: estos son algunos de los focos de los que se apropian estos ensayos, generando ellos mismos paisajes y pasajes de las ciudades latinoamericanas; entrecruzamientos que hacen del orden de los ensayos un juego de infinitas posibilidades.

Bibliografía

Benjamin, Walter. Das Passagen-Werk (1928-1929, 1934-1940), Ed. Rolf Tiedemann. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1983.

Jameson, Fredric. Posmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism. Durham, 1991.

Lefebvre, Henri. La producción del espacio. Madrid: Capitán Swing, 2003.

Nancy, Jean-Luc. La ciudad a lo lejos. Buenos Aires: Manantial, 2013.

Peylet, Gérard y Peter Kuon. Paysages urbains de 1830 à nos jours, Eidôlon-Cahiers de Laboratoire Pluridisciplinaire de Recherches sur l´Imaginaire appliquées à la Littérature, Presses Universitaires de Bordeaux, n. 68, Mars 2005.

Rama, Ángel. La ciudad letrada. Hannover: Ediciones del Norte, 1984.

Romero, José Luis. Latinoamérica: las ciudades y las ideas. México D.F.: Siglo xxi, 1976.

Soja, Edward. Thirdspace: Journeys to Los Angeles and Other Real-and-Imagined Places. Oxford: Basil Blackwell. 1996.

Volli, Ugo. «Per una semiotica della città», E|C - Rivista dell’Associazione Italiana di Studi Semiotici on-line, 8 de junio de 2005 <http://www.ec-aiss.it/includes/tng/pub/tNG_download4.php?KT_download1=8a3675587797590d6e7dfd7ce051ef81> (consultado: 3.10.2014).

LA CIUDAD LITERARIAEl espectáculo como metáfora: desorden urbano en Los rituales del caos (1995), de Carlos Monsiváis1Amanda Holmes

Universidad McGill

Las descripciones clásicas de la ciudad como texto incluyen caracterizaciones tales como obra de arte, teatro (Lewis Mumford), o como daguerrotipo panorámico (Walter Benjamin). En cada caso el observador se ubica fuera de la acción de la ciudad, como espectador del escenario urbano. Con su representación de la ciudad como festival posmoderno, Carlos Monsiváis (1938-2010) elimina la distancia entre el espectador y el espectáculo para mostrar, en cambio, un diorama vertiginoso lleno de multitudes que logran simultáneamente observar y participar en la creación urbana. Para Monsiváis, la ciudad es un espacio tan íntimamente asociado con los medios de diversión que genera su propia ficción. Aunque la Ciudad de México de finales del siglo xx todavía es una obra de arte, un teatro y un daguerrotipo, las multitudes de hoy forman a la vez el público y el show, y componen un espacio mejor definido como un espectáculo caótico.

El título mismo de la quinta colección importante de crónicas de Monsiváis, Los rituales del caos (1995),2 capta de modo provocador la complejidad de la ciudad contemporánea latinoamericana. Mabel Moraña, quien adopta esta frase en la introducción a su antología sobre la violencia y el espacio urbano, agrega que la ciudad se ha convertido en «una especie de performance interminable» (Moraña, 2002: 10). Monsiváis refleja este espectáculo en crónicas que subrayan la diversión y el humor en la ciudad, y de este modo permite a sus lectores un espacio representacional para respirar, mientras identifica también los rasgos positivos de este intenso ambiente. El humor no sirve únicamente como alivio de las presiones de la metrópolis de finales del siglo xx, sino que acepta también la experiencia urbana que lo inspira:

La diversión genuina escapa a los controles, descree de las bendiciones del consumo, no imagina detrás de cada show los altares consagrados al orden. La diversión genuina (ironía, humor, relajo) es la demostración más tangible de que, pese a todo, algunos de los rituales del caos pueden ser también una fuerza liberadora. [Monsiváis, 1995: 16]

Las respuestas divertidas de «ironía, humor, relajo» se contraponen a las formas productivas de interacción social y definen un rechazo de las convenciones urbanas con respecto a las relaciones humanas. El lenguaje «serio» y del «trabajo» no representan una analogía fiable para la ciudad. Por el contrario, el espacio vertiginoso del Distrito Federal se entrelaza ahora con lo espectacular y lo teatral, permitiendo a aquello que antes pertenecía a las categorías de entretenimiento o de representación entrar al espacio real de la experiencia urbana. Monsiváis revela repetidamente la ironía de los encuentros urbanos típicos o crea espectáculos a partir de las experiencias cotidianas, y así percibe la penetración de la representación misma en la metrópolis.

El enfoque de Monsiváis en la ciudad categoriza al autor como algún tipo de flâneur contemporáneo —Adolfo Castañón lo describe como «Un hombre llamado ciudad» (Castañón, 1990)— que observa el Distrito Federal con un humor irónico, distanciado del sujeto, pero también perteneciente a él. Integrante de la generación de Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Salvador Elizondo, e inspirado por el New Journalism de los Estados Unidos, cuyos miembros más conocidos fueron Norman Mailer y Tom Wolfe, Monsiváis ha trabajado como editor y columnista para publicaciones mexicanas como las revistas Estaciones, La Cultura en México, Sucesos y Nexos, y los periódicos Novedades y El Día. Publicó por primera vez durante el apogeo del boom latinoamericano, compitiendo con obras significativas como La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes. A la edad de veintiocho años ya era suficientemente distinguido como escritor como para ser invitado a publicar su Autobiografía (1966). Además de este temprano elogio, sus obras han recibido el prestigioso Premio Xavier Villaurrutia (1996), el Premio Nacional de Periodismo (1977) y el Premio Manuel Buendía (1988).3

El género literario de la «crónica» se caracteriza por una mezcla de ficción y el acercamiento «objetivo» del ensayo, así como por una libertad de estilo y expresión no disponible en otros géneros, lo cual ofrece la posibilidad de crear una confluencia única de análisis social y creatividad literaria. El género ha florecido en varias formas en América Latina; tiene sus raíces en las descripciones coloniales europeas del Nuevo Mundo «exótico», pero se presenta otra vez en los cuadros de costumbres del romanticismo y en la producción periodística de José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Rubén Darío, entre otros autores modernistas.4 Como bien lo describe Aníbal González, los modernistas explotaban la versatilidad del género al usar las crónicas como «laboratorios literarios» para la experimentación en materia de expresión e ideas (González, 1993: 84). Apoyándose en la obra de Jesús Martín-Barbero, Ángel Rama y Julio Ramos, Juan Poblete atribuye el resurgimiento de la crónica a finales del siglo xx a una nueva época de transformaciones culturales, a su capacidad para mediar entre culturas —como en la Época de Exploración— y entre la cultura y la economía —como en el Modernismo— (Poblete, 2003: 118). A partir de esta perspectiva contextual e interpretativa, Poblete presenta la obra de Pedro Lemebel, el cronista chileno que, como Monsiváis y otros escritores, ha elegido la ciudad como el sujeto para muchas de sus observaciones sociales. Mientras que Lemebel retrata los escenarios contemporáneos de Santiago de Chile, José Roberto Duque y Fabricio Ojeda registran la violencia de la Caracas de fines del siglo;5 Edgardo Rodríguez-Juliá recrea a San Juan, Puerto Rico;6 y Juan Villoro, Elena Poniatowska y José Joaquín Blanco, como también Monsiváis, caracterizan una Ciudad de México apocalíptica.7

Para Rotker, quien advierte el papel importante de la crónica en la cultura y la sociedad latinoamericanas de finales del siglo xx, el género ofrece a los autores la oportunidad de expresarse abiertamente en un prestigioso medio de comunicación: la prensa. Según ella, la «condición híbrida [de la crónica] le permite tener un valor de autonomización en el mismo sistema de representación, pero a la vez lleva la carga del espacio donde es publicada, es decir, el de la prensa como vehículo de intercambio e identificación constructor y difusor de discursos y simbolizaciones» (Rotker, 2000[a]: 10). Por esta razón, la crónica sirve como el género literario más efectivo para representar la violencia urbana contemporánea en la interpretación de Rotker.8

Monsiváis coloca la crónica en un nivel de estima similar y ha analizado repetidamente esta forma de expresión a la vez que subraya su centralidad en la historia literaria mexicana en libros suyos como la antología de la crónica mexicana A ustedes les consta (1980), la biografía Salvador Novo: Lo marginal en el centro (2000) o en los artículos como «De la Santa Doctrina al Espíritu Público (Sobre las funciones de la crónica en México)» (1987) y «On the Chronicle in Mexico» (2002). Él insiste en el aspecto literario de la definición de «crónica» en A ustedes les consta, en el que caracteriza al género como una «reconstrucción literaria de sucesos o figuras, género donde el empeño formal domina sobre las urgencias informativas» (Monsiváis, 1980: 13).

Los rituales del caos continúa, en la tradición de Alfonso Reyes, Salvador Novo y Octavio Paz, el proyecto de definición de la identidad nacional mexicana. En esta compilación, Monsiváis inserta veinte crónicas entre seis textos cortos, a los cuales da el nombre de «parábolas», y tres piezas que se enfocan en personalidades populares particulares. Los títulos de cada una de las veinte crónicas comienza con «La hora de...», cuyos temas varían: «La hora de la tradición» narra la celebración de la Virgen de Guadalupe, «La hora del transporte» es una descripción de la experiencia del metro en el Distrito Federal, y «La hora del ascenso social» explora la cultura del progreso y el éxito individual. Algunas de estas crónicas pertenecen más bien al género del cuento corto, porque introducen a un personaje ficticio que representa al «hombre cualquiera» de la Ciudad de México. Por ejemplo, en «La hora de la pluralidad» la trama definitiva del relato del relato sirve para clasificar el comportamiento normal de dos protagonistas ficticios, quienes representan a ciudadanos típicos de la Ciudad de México.

Las seis parábolas, textos cortos destacados en cursiva y, en su mayoría, solamente de una página de extensión, presentan breves mitos paródicos sobre la cultura mexicana. Los ejemplos incluyen irónicas definiciones ampliadas de «soñar» (109), «respetabilidad» y «progreso» (182) como valores que caracterizan a una persona que encaja en la sociedad. La primera parábola presenta unas fotografías que captan los temas principales de las crónicas posteriores: las imágenes incluyen retratos de Gloria Trevi y Luis Miguel, una representación de las multitudes que asisten a un partido de fútbol y otra de las aglomeraciones en el metro. La última parábola del texto anticipa el futuro apocalíptico de la Ciudad de México. La contratapa, también con el título de «Parábola», relata el contenido de la colección.

La complejidad vertiginosa de la Ciudad de México emerge en Los rituales del caos especialmente a través de las fusiones entre lenguaje, cuerpo y ciudad, en cuanto que el espectáculo confluye con la vida cotidiana. Se privilegian metafórica y miméticamente aspectos corporales y lingüísticos del espacio urbano, cuyas imágenes definen principalmente la ciudad como espectáculo. La integración de lenguaje, cuerpo y ciudad alcanza algo similar a una unidad armoniosa a través de su caos: cada elemento define al otro. Mientras que los cuerpos conglomerados de la multitud circulan en su espectáculo urbano, el lenguaje del relajo identifica estos movimientos como una expresión cultural, lo cual conduce a la construcción de nuevos códigos de comportamiento que definen de modo efectivo a la metrópolis.

La multitud como espectáculo

En 1995, año de publicación de Los rituales del caos, la población de la Ciudad de México había llegado a nueve millones ochocientos mil habitantes. En 1996, la población de la región metropolitana alcanzó la asombrosa cifra de casi diecisiete millones, aunque todavía poca en comparación con las estadísticas de 2003, las cuales calculaban veintiún millones de habitantes. En una ciudad o megalópolis de estas enormes dimensiones, la muchedumbre es omnipresente, algo que no nos deja olvidar Monsiváis en sus crónicas. Sus textos recuerdan constantemente la sobrepoblación de la Ciudad de México: el Distrito Federal es la «ciudad interminable» (17) que venera la demografía como otra diosa azteca (16). Las masas equivalen únicamente a las bestias de la fantasía, una «población monstruosa» (21). Monsiváis bromea con que, en el metro, «El espacio es más fértil que la comida» (111), y que los viajeros se procuran siempre más espacio en los confines de los vagones subterráneos. Aún más gente emerge el 11 de diciembre durante las tempranas festividades en honor de la Virgen de Guadalupe. El «guadalupenismo» de esta celebración atrae a tantas personas que los cuerpos fluyen al unísono, uno tirando al otro como la corriente de un río: «los ríos de personas chocan y se neutralizan [...], dejarse arrastrar es lo conducente» (39). Como parece no haber ninguna manera de detener el incremento de gente, Monsiváis toma la pose del Padre de la Ciudad de México y ordena finalmente: «Danzad y multiplicaos» (157), una observación irónica sobre el crecimiento incontrolable de la multitud.

La multitud posee su propia potencia creativa como una entidad que se produce y reproduce a través del movimiento, del performance y el disfraz colectivo. En realidad, la Ciudad de México genera espectáculos que aparecen poco a poco y evolucionan a una nueva velocidad, lo cual refleja tanto la presión demográfica como el aumento del número de vehículos. La velocidad y el cambio, combinados con el crecimiento de la población y las novedades tecnológicas, subrayan más que nunca las producciones teatrales del escenario urbano. Con su mero movimiento por la ciudad, las multitudes se representan la una a la otra, transformándose en montajes cotidianos no planificados que emulan un show convencional: «la energía citadina crea sobre la marcha espectáculos únicos, el «teatro callejero» de los diez millones de personas que a diario se movilizan en el Metro, en autobuses, en camiones, en camionetas, en motocicletas, en bicicletas, en autos» (21). Aquí la interacción de la gente que circula en sus rutinas diarias, en las diversas formas de transporte, acompañada de las miradas, los movimientos, las poses y los gestos, crea un performance interactivo en el cual cada individuo sirve a la vez como artista y público.

Huelga decir que, en este espacio vertiginoso, las distinciones entre la experiencia real y el espectáculo se vuelven más y más difíciles de identificar. Para Monsiváis, el anonimato de las masas ha conducido a una nueva forma de teatralidad en las relaciones sociales que permite menos autocontrol personal: «el show más categórico es la pérdida del miedo al ridículo de una sociedad antes tan sojuzgada por el «¿Qué dirán?»» (21). Menos preocupado por la reacción del compañero, el mexicano ha asumido un sentido de abandono personal ejemplificado por la conducta del público en eventos deportivos y de diversión. La ola comunal en el boxeo, el grito en masa en el concierto de Luis Miguel y la burla colectiva del himno nacional de Estados Unidos caracterizan a las multitudes que trabajan juntas, protegidas por el disfraz de las masas. Encubierto por el anonimato, el individuo participa con placer; se vuelve parte del espectáculo, en vez de evitar los comportamientos ruidosos y desinhibidos.

Este encubrimiento en compañía de las masas fusiona los roles sociales que funcionan tradicionalmente como opuestos: el performer y la audiencia, la gente y los dioses, o el individuo y el colectivo. En estas situaciones ocurre una mezcla en la Ciudad de México: espectador y espectáculo participan en el mismo acto, o lo etéreo se vuelve inseparable de la experiencia mundana. Cierta convergencia de papeles ocurre en el baile televisado en honor de Tonantzin-Guadalupe, en el cual los bailarines adoptan las máscaras de los luchadores en su oferta performativa a la Virgen: «los danzantes se enfundan las máscaras de luchadores y le ofrendan a Tonantzin-Guadalupe ese principio integrador del rostro colectivo, la eliminación de los rasgos individuales» (50). Cuando se ponen las máscaras, los bailarines se fusionan con los luchadores y se convierten en una unidad colectiva sin características únicas, con lo cual gana más fuerza su llamado a la Virgen. La fusión de los elementos performativos es aún más explícita en la descripción de los ensayos de la Sonora Santanera, en los cuales los participantes también forman parte del público: «convencidos de que si a ellos les satisfacía el número, a su público también, porque ellos eran, en sentido real y figurado, el público» (160). En ambos ejemplos, el impulso del grupo supera la personalidad individual: mientras que en la ofrenda a Guadalupe, el baile subsume la identidad personal de los bailarines, para los performers de la Sonora Santanera, el actor y el público se superponen el uno sobre el otro.

Monsiváis ha argumentado previamente en «Notas sobre la cultura mexicana en el siglo xx» que los mexicanos se han definido en su mayoría a través de su conexión con los medios de comunicación. En este ensayo, con respecto a los comienzos del cine mexicano, Monsiváis afirma que «El modelo de realidad social y psicológica propuesto por el cine se va transmutando y, de pronto y a su manera, es ya la realidad misma» (Monsiváis, 1976: 435). Ya en esta temprana época, las estrellas del cine se convertían en héroes emulados por las masas, y el lenguaje y las reacciones de los mexicanos seguían a los que actuaban en las películas. En Los rituales del caos Monsiváis continúa esta idea en su descripción de las influencias culturales contemporáneas. El camuflaje colectivo de la multitud toma aún como modelo el enmascaramiento de las estrellas teatrales, cuyas identidades pertenecen más apropiadamente a la ficción.

En este sentido, el historiador cultural Neal Gabler está de acuerdo con Monsiváis en su interpretación de la sociedad estadounidense. Gabler asevera que «después de décadas de artilugios de relaciones públicas y despliegue de medios, y décadas más de un aporreo incesante por parte de una serie de fuerzas sociales que nos han alertado personalmente sobre el poder del performance, la vida se ha convertido en arte, hasta tal punto que ambos son ahora indistinguibles la una del otro» (Gabler, 2004: 74).9 La confluencia entre la vida real y el arte se desarrolla aún más ahora con la difuminación de los roles sociales causada por la construcción de estrellas del deporte y el teatro, en los cuales las categorías de lo real y lo ficticio se han opacado. Tal vez el ejemplo más claro de esa mixtura de categorías sea el caso del luchador Rodolfo Guzmán Huerta, quien adopta el disfraz del Santo, el héroe de las novelas de detective de Leslie Charteris. Al asumir un nuevo nombre, uno que lo asocia con un héroe ficticio, el luchador difumina su identidad verdadera y se construye a sí mismo como una figura deseada debido al misterio que invoca. La decisión de Guzmán Huerta de asumir esta nueva identidad doble no podría ser más explícita, según Monsiváis. La persona que «descubre» a Guzmán, Jesús Lomelín, le asesora sobre cómo venderse como estrella de la lucha: «Tienes que ser tú mismo, y para eso tienes que ser otro» (125). En adición a este comienzo literario, el aspecto teatral de la lucha presenta este acto como ejemplo primario de performance: «La lucha libre es pantomima más eficiente que la pantomima dramática, porque, para mostrarse auténticos, los gestos del luchador no necesitan anécdotas, decorados ni transferencia alguna» (132). Ahora el actor es público, lo etéreo es mundano y el deporte es espectáculo: esto apunta hacia la reclasificación de la ocupación corporal de los espacios urbanos. Aquí la experiencia real se mezcla con una ficción definida por cuerpos unidos, a su vez, por una urbanidad performativa.

El nacionalismo como otro «show» o, en las palabras de Monsiváis, «en su condición pop» (24), evoluciona de un público que no defiende un país sino el entretenimiento del país. Se usa el show para estimular el espíritu del público durante un partido de boxeo. En este caso, las imágenes computarizadas de figuras prehispánicas se televisan en una pantalla, las cuales presentan al boxeador, Julio César Chávez, apoyado por los peleadores aztecas, e inspiran el orgullo nacional a través de una historia convertida en espectáculo (26). Por otro lado, en este mismo evento miembros del público mexicano expresan su patriotismo cuando se visten con la bandera y personifican al fan: «Algunos posesos del nacionalismo instantáneo bailan envueltos en la bandera, y lo nacional se vuelve lo hogareño, cálido, inevitablemente coreográfico» (25). Cuando finalmente se mofan del himno nacional estadounidense, la audiencia parece fusionarse completamente en la nación de México. De esta manera la identidad nacional mexicana se crea a sí misma a través del espectáculo; la pantalla con la proyección de los guerreros históricos, el partido de boxeo, el abucheo, el canto y las llamadas telefónicas que involucran a los amigos que no pueden asistir al evento, y la bandera como prenda, crean juntos una identidad definida por el espíritu público.

En la celebración de un partido de fútbol, las masas incorporan a la vez el orgullo de una nación inspirada por el espectáculo y la renovación de la estatua emblemática en términos contemporáneos, cuando miembros del público se lanzan desde los monumentos hacia los brazos estirados de la multitud. Irónicamente interpretado por Monsiváis como una recreación de los Niños Héroes,10 estos seguidores del fútbol rinden tributo a su nación con el apoyo al equipo nacional, lo cual integra la solemnidad de la resistencia de aquellos niños cadetes frente al ejército invasor en 1848, a las festividades inspiradas por el deporte: «Se van a partir la madre, qué tontería eso de sentirse invulnerables porque los intoxica la idea de ser fragmentos de la patria» (34). En vez de desafiar al ejército de EE.UU., como sus predecesores históricos, estos modernos fanáticos adoptan el nacionalismo de los Niños Héroes para apoyar al equipo. En otra alusión paródica, en este caso a la época prehispánica, Monsiváis compara la pintura corporal de los celebrantes —caras pintadas con la serpiente y el águila, o la bandera mexicana— con la de los aztecas enrolados en las Guerras Floridas (35), lo cual ilustra que incluso la seriedad de la identidad nacional es relegada al estatus cuestionable del espectáculo.

Es posible construir la identidad nacional a partir de las posturas de la masa urbana debido a los impulsos de un público, un público que trabaja con entusiasmo en sincronía ritualizada, y que da un apoyo absoluto al espectáculo. De todos modos, la audiencia del espectáculo no encarna la espontaneidad pura que parece surgir de sus impulsos. Los caprichos del público personifican una forma controlada de entusiasmo, la cual unifica al grupo en acciones como la ola, la burla, el canto, la pintura de la cara y el uso de la bandera como vestimenta. Monsiváis pone un ejemplo de esa entidad caótica que contiene también los elementos del ritual, al explicar que «un público solo lo es en serio y en grande, si hace lo mismo al mismo tiempo, si es disciplinado, si transforma su espontaneidad en protagonismo armónico» (188). Este público, de hecho, es capaz de propagar una ideología de la nación basada solamente en lo deportivo, lo festivo y lo performativo, en la ficción de la Ciudad de México contemporánea.

El espectáculo como lenguaje

Cuando Monsiváis define la ciudad a través de la teatralidad de la multitud urbana, invoca una nueva forma del lenguaje para caracterizar a la Ciudad de México contemporánea: un lenguaje de «ironía, humor, relajo» (16). Este «idioma» capta el espectáculo caótico representado por las masas. Es una forma de hablar organizada por la metrópolis pero que también refleja su propia desorganización. Como lo explica Monsiváis en su prólogo, «la diversión» puede promocionar también su propio sistema de valores, uno que propone —cita a Guy Debord, un fundador de la Internacional Situacionista— «el lenguaje fluido de la anti-ideología» (16). Monsiváis ubica la analogía lingüística para la Ciudad de México en el Situacionismo de Debord, lo que resucita la premisa de este grupo anarquista surgido en la Francia de los años 1950 y 1960 y para el cual la concepción de la ciudad como espectáculo sirvió como crítica de las ideologías tanto comunistas como capitalistas.11 Para contraponerse al aburrimiento de la vida cotidiana, y para desenredar todos los elementos formales del arte —el vernissage, el museo, la obra de arte como producto de consumo—, los situacionistas buscaban la representación en la experiencia diaria de la ciudad, y fomentaban la reinterpretación del espacio urbano como un lugar que incorpora el espectáculo en la realidad cotidiana. Este grupo encontró una manera de interactuar con la ciudad a través del drifting, forma de circulación barrial basada en los impulsos estéticos del individuo. Podían trepar una muralla, o pararse junto a un árbol, o acercarse a un edificio que les gustase, con la única meta de seguir sus deseos a través de la ciudad, sin mostrar interés alguno por los asuntos prácticos. Mediante esta forma de circulación inspirada por la emoción y la estética, los situacionistas, y los letristas anteriormente, crearon «psicogeografías» de la ciudad, es decir, mapas emocionales del espacio urbano (Gray, 1996: 8). Los situacionistas intentaron redefinir la ciudad como fuente del juego, como entidad distanciada del aburrimiento, de la monotonía y del trabajo de la vida cotidiana.12 El residente urbano había pasado demasiado tiempo en la posición pasiva del observador; era hora de apropiarse del espacio para el placer propio, para participar en esta «sociedad del espectáculo».

Si bien Monsiváis no intenta de ninguna manera incitar una revolución anarquista con Los rituales del caos, sí implica que la cultura del espectáculo está presente en la Ciudad de México, como si los situacionistas hubieran dejado una impresión duradera en la sociedad mexicana. Que el lenguaje de la «anti-ideología» de Debord o el de «humor, ironía, relajo» refleje este ambiente urbano, subraya la huella de las ideas situacionistas sobre este espacio, como también encuadra el concepto de espectáculo de forma irónica. Mientras que la Ciudad de México adopta el espectáculo como modo de vida, ignora los valores de productividad tan elementales para el desarrollo social civilizado. Esta crítica de la «anti-ideología» situacionista como modelo para la Ciudad de México se manifiesta en Los rituales del caos a través de las herramientas que la representan. Con «ironía» y «humor» Monsiváis imita la cualidad performativa de las multitudes, a la vez que también reemplaza las relaciones sociales convencionales basadas tradicionalmente en la seriedad y la productividad. Sin embargo, es el lenguaje del relajo