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El libro aborda el cómo los actores tradicionales y los movimientos emergentes reformulan la política clásica, rompen con o se alejan de ella, y cómo la política institucional se reconstruye en relación a estos movimientos.
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Se agradece a la Fundación Chile 21, por ser actor central en los ciclos de talleres realizados con la Fundación Friedrich Ebert para reflexionar sobre política, movimientos sociales e institucionalidad.© LOM ediciones / Fundación Friedrich Ebert-Chile Primera edición, mayo de 2021 Impreso en 1000 ejemplares ISBN impreso: 9789560014061 ISBN digital: 9789560014221 imagen de portada: Paulo Slachevskywwww.flickr.com/photos/pauloslachevsky Todas las publicaciones del área de Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones han sido sometidas a referato externo. Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 6800 [email protected] | www.lom.cl Diseño de Colección Estudio Navaja Tipografía: Karmina Registro nº: 304.021 Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile
Presentación
Introducción. Reflexiones sobre movimientos sociales, estallido y proceso constituyente
Parte 1 Los movimientos sociales y su rearticulación con la política
¿Es posible la articulación entre movimientos sociales y partidos políticos en el mundo contemporáneo?
Conflictos territoriales y movimientos sociales. Los límites de un modelo de crecimiento sin participación
El movimiento estudiantil chileno y su (re)articulación con la política institucional
De la despolitización a la repolitización. Política, jóvenes y vida cotidiana
Parte 2 Relaciones entre izquierdas y movimientos sociales
Transformaciones sociales y desafíos para la política
Estrategias indígenas en las luchas territoriales: los accidentados caminos de los pueblos indígenas junto a las izquierdas chilenas
La búsqueda de un ideario unificador
Parte 3 Feminismos y redefinición de la política
Feminismos y movimiento estudiantil (mayo feminista)
Los feminismos que vemos. Agencia, movilización y proyecto político
Feminismos: el futuro es historia
En 2018 organizamos junto a Manuel Antonio Garretón y la Fundación Chile 21 un ciclo de talleres para analizar la relación entre los partidos políticos y los movimientos sociales. Este ciclo se pensó como la continuación de uno anterior, realizado en 2015, que había dado origen al libro La gran ruptura, cuyo título daba cuenta de la profunda grieta que se venía generando desde el retorno a la democracia entre la sociedad chilena y la política institucional, que se había expresado en la progresiva pérdida de legitimidad de toda la institucionalidad y, con más nitidez, en las importantes movilizaciones estudiantiles de 2011 y 2012. El libro constataba, además, que la única forma de salir de esta crisis estructural era el reemplazo del modelo socioeconómico y un nuevo sistema político-institucional.
Este nuevo ciclo de talleres pretendió ahondar en el problema, que en ese momento no hacía más que agudizarse, pero esta vez en un contexto donde ya estaban completamente instalados en la institucionalidad política nuevos partidos que pretendían expresar la voz del malestar, y donde además continuaban surgiendo movimientos sociales cada vez más diversos en temáticas, así como flexibles en cuanto a intensidad y presencia. Para 2018, ya sabíamos también que se había desperdiciado la oportunidad de hacer el cambio constitucional que propuso la presidenta Michelle Bachelet en su segundo gobierno, e irrumpía con una masividad inusitada la movilización feminista, tomándose prácticamente toda la agenda social y política, desde un lugar decididamente transformador.
En este contexto, el nuevo ciclo se volcó a escudriñar las relaciones entre los partidos políticos de izquierda y los movimientos sociales clásicos y nuevos, donde tal vez uno de los fenómenos más significativos fue constatar el recelo que mostraban los diversos movimientos sociales hacia todos los partidos políticos, incluyendo los de reciente formación y cuyos líderes provienen, mayoritariamente, del movimiento estudiantil de inicios de la década. No buscan ser representados por ellos y, aunque algunos se sientan cercanos a ciertos partidos –como el movimiento sindical a los partidos de izquierda tradicional, o algunos sectores del movimiento feminista a los nuevos partidos–, en general prefieren mantener su identidad, distancia y diferencia, y sus miembros que son también militantes de partidos tienen no pocos conflictos para sostener esta doble militancia. Por otra parte, dentro de los movimientos sociales nuevos se observa una enorme diversidad, “especialización” temática y fragmentación, lo que hace aún más compleja la posibilidad de cualquier articulación con la política institucional.
Estábamos ya en la etapa final de recepción de los textos de los expositores de este ciclo cuando se produjo el estallido social del 18 de octubre de 2019, que desató la más grave y profunda crisis política y social desde la vuelta a la democracia en Chile, y que está muy relacionado con todo lo que se había venido discutiendo durante estos ciclos de trabajo, que tan acertadamente nos invitó a desarrollar el profesor Garretón. A pocos meses de aquello, la pandemia del Covid-19 vino a enredar aún más las cosas cuando a su vez iniciábamos el proceso constituyente, que fue producto del acuerdo institucional que la mayoría de los partidos políticos con representación parlamentaria acordaron como salida a la crisis. Por todo lo anterior, los textos fueron complementados por los autores durante el año pasado, lo que dio una oportunidad para confirmar su vigencia y actualidad.
Creemos que estos ciclos de talleres constituyeron un espacio relevante para el análisis de las tendencias que se estaban desarrollando en Chile, y las publicaciones producto de ellos esperamos que lo sean también. La diversidad de aproximaciones, la mixtura entre visiones académicas y desde la praxis social y política, sin duda resultan atractivas y nos ayudan a entender la situación por la que estamos transitando. Son momentos difíciles, desafiantes, que ponen en tensión a la democracia y a la sociedad entera; pero vemos en todo ello también una oportunidad enorme para la construcción de una nueva realidad, ojalá de efectiva profundización democrática para Chile.
Finalmente, queremos agradecer en especial a Manuel Antonio Garretón por su dedicación y perseverancia en este trabajo, a la Fundación Chile 21 por toda su colaboración en la realización exitosa de los talleres, a cada una de las autoras y autores de esta publicación, y a la editorial LOM por acoger esta idea y hacer posible que este libro haya llegado a sus manos.
Simone RepergerRepresentante de la FundaciónFriedrich Ebert-ChileArlette GayDirectora de Proyectosde la Fundación Friedrich Ebert-Chile
Manuel Antonio Garretón M.
En 2016 se publicó La gran ruptura. Institucionalidad Política y Actores sociales en el Chile del siglo XXI (LOM), principal producto de un Taller sobre Partidos Políticos y Movimientos Sociales convocado por la Fundación Chile 21, con el apoyo de la Fundación Friedrich Ebert, y que me tocó coordinar. Al año siguiente ambas instituciones organizaron una proyección de dicho Taller en la perspectiva de la relación entre movimientos y actores sociales, problematizando la situación y perspectivas de la construcción de un proyecto de izquierda en Chile y de los sujetos de dicho proyecto.
Los textos que se presentan en este libro son el resultado de los planteamientos expresados en ese nuevo ciclo de talleres. Giran en torno a los actores clásicos y emergentes y sus relaciones con la política, examinando el cómo actores tradicionales, los movimientos sindicales y estudiantiles, y los movimientos emergentes de los últimos años, el feminismo, de vida cotidiana y subjetividad, territoriales y ambientales, reformulan la política clásica, rompen o se alejan de ella, y cómo la política institucional se reconstruye en relación a estos movimientos. Tales reflexiones, que tienen una dimensión analítica de lo que son estas movilizaciones y también una dimensión normativa, respecto de las transformaciones necesarias de la política, fueron desarrolladas en los años 2018 y 2019.
Mientras se compilaban y editaban los textos derivados de las exposiciones, el 18 de octubre de 2019 y la pandemia del Covid-19 –a lo que nos referiremos en esta Introducción– obligaron a replantearse o actualizar las ideas planteadas originalmente. Por esa razón, cada autor desarrolló un post scriptum, que tuvo como objetivo complementar sus textos a la luz de los hechos y, en ese sentido, dar cuenta de cómo se redefine la articulación de los actores sociales con la política tras la revuelta social.
En la primera sección «Los movimientos sociales y su rearticulación con la política», Juan Pablo Luna, María Ignacia Fernández, Sofía Donoso y Raúl Zarzuri hacen un recorrido por la articulación de los movimientos sociales con la política en general y con los partidos políticos en particular.
Juan Pablo Luna, a partir de su pregunta «¿Es posible la articulación entre movimientos sociales y partidos políticos en el mundo contemporáneo?», analiza las vías posibles de articulación entre movimientos sociales y partidos políticos en el mundo contemporáneo. Afirma que, en virtud de las características de los movimientos sociales actuales –específicamente de la movilización social– y las de los equivalentes funcionales de los viejos partidos políticos, su articulación es poco probable y, de lograrse, está destinada a la corta duración. Argumenta que los sistemas políticos de la región enfrentan el enorme desafío de alcanzar la legitimidad, lo que necesariamente supone la capacidad de sincronizar los tiempos políticos y de la política con las necesidades subjetivas de los ciudadanos. Desde una mirada post 18 de octubre plantea que se vio al descubierto la incapacidad de los partidos políticos –y del liderazgo político en particular– de interpretar, organizar y representar a la calle. La calle y las instituciones son realidades paralelas que se definen, además, en oposición una a la otra.
En «Conflictos territoriales y movimientos sociales. Los límites de un modelo de crecimiento sin participación» María Ignacia Fernández argumenta que la creciente emergencia de conflictos socio-territoriales es consustancial a la dinámica de un modelo de desarrollo basado en actividades extractivas y que, en consecuencia, avanzar hacia su resolución requiere cuestionar y discutir algunas de las bases más fundamentales del modelo. En muchos territorios en conflicto estos se superponen con situaciones de pobreza y rezago, que son abordadas con políticas sociales de mitigación o productivas tradicionales, sin atender al problema de fondo. Ello, sumado al agotamiento del sistema político tradicional, que carece de la legitimidad necesaria para impulsar procesos de diálogo y construcción de acuerdos. Posteriormente, afirma que los conflictos socio-territoriales han persistido, no han surgido nuevos, ni se han resuelto los existentes. Tampoco han surgido nuevos espacios de diálogo ni instrumentos de política para su gestión y resolución. No obstante, a partir del denominado estallido social el tema ha adquirido alguna visibilidad en la agenda, en cuanto problema estructural que subyace a la expresión de malestar que se expresó el 18 de octubre pasado.
Sofía Donoso hace un recorrido por «El movimiento estudiantil chileno y su (re)articulación con la política institucional». Concluye que, a lo largo de distintas olas de protesta, los estudiantes secundarios y universitarios manifestaron su descontento con el funcionamiento del sistema educacional, el sistema político y su clausura hacia los actores sociales. Desde la perspectiva de los estudiantes, las concesiones obtenidas en el ámbito educacional no se tradujeron en la resolución de los problemas estructurales de la educación. En ese sentido, el Frente Amplio habría tenido la oportunidad de hacer una diferencia. Sin embargo, tras el estallido social de octubre de 2019, su falta de mecanismos de resolución de conflictos e instancias de toma de decisión significaron que las disputas internas se transformaran en pugnas abiertas y de difícil solución. Como resultado de estos conflictos hoy es un conglomerado considerablemente más reducido.
En «De la despolitización a la repolitización. Política, jóvenes y vida cotidiana», Raúl Zarzuri argumenta que asistimos a una repolitización de la política a partir de la despolitización de la política (tradicional). Afirma que «el abandono de las formas tradicionales de participación no puede y no debe ser leído como una falta de interés en la participación. Al contrario, lo que se observa es una nueva repolitización de la participación, que no se manifiesta necesariamente en un tránsito a formas tradicionales, como es la militancia en partidos políticos, sino que adquiere otro derrotero, como es el fortalecimiento de la vida cotidiana, eje de las nuevas formas de participación política, estructurando una política desde abajo y donde los jóvenes son sus principales actores». En su reflexión post octubre de 2019 plantea que las movilizaciones, de naturaleza espontánea y sin una conducción, son la expresión de una efervescencia política que se está «construyendo desde abajo y no desde arriba», sin la mediación de una orgánica o movimiento político que la modele y module, cuestión que habíamos observado en las nuevas construcciones de la cultura política de los jóvenes.
En la segunda parte, «Relaciones entre izquierdas y movimientos sociales», Kathya Araujo, Salvador Millaleo y Bárbara Figueroa recorren –desde un punto de vista académico hasta la militancia– las transformaciones que han operado en el ámbito de las relaciones de los movimientos sociales con la política.
Kathya Araujo expone los resultados de una serie de investigaciones que agrupó bajo el título «Transformaciones sociales y desafíos para la política». Se enfoca en el caso de la llamada política institucional y los actores que ubican su accionar político en este dominio. Afirma que existen diez rasgos centrales de las transformaciones sociales; en un segundo momento, expone en torno a lo que estos cambios implican para la relación entre política y sociedad y, en particular, para el hacer política. En su reflexión post octubre, en primer término, aborda cómo los acontecimientos del llamado 18-O mostraron la real profundidad de la distancia, indignación y enojo ciudadano con la clase política. En un segundo momento, examina el efecto de la presencia de actores fortalecidos y la creciente individualización sobre el destino de la relación entre sociedad y política institucional. Finalmente, expresa la cuestión del otro y de lo común y el papel de la política institucional.
En «Estrategias indígenas en las luchas territoriales: los accidentados caminos de los pueblos indígenas junto a las izquierdas chilenas», Salvador Millaleo comienza con una mirada diagnóstica: «La situación del estatus de los pueblos indígenas en Chile dentro del sistema jurídico es, sin duda, una de las más desmejoradas y atrasadas dentro del contexto regional latinoamericano. En Chile aún no existe una cláusula constitucional que siquiera reconozca su existencia previa. No ha existido en ninguna de las cartas constitucionales una cláusula similar». Continúa con el panorama económico social de la población indígena que habita en Chile, deteniéndose –con base en contundente evidencia– en la pérdida sistemática de tierras ancestrales, la relación del Estado chileno con los pueblos indígenas, el impacto del extractivismo, el alcance de la consulta indígena, salud y educación intercultural, la relación de la política chilena con los pueblos y las estrategias políticas de los pueblos indígenas. Revisa los cinco momentos de convergencia política entre indígenas y chilenos (a partir de 1910) y la larga ruptura de la post transición. En su reflexión post ١٨ de Octubre, expone los hechos en torno al fracaso de la consulta indígena de 2019, en tanto primer rechazo popular mediante movilizaciones espontáneas que registró el segundo gobierno de Piñera. Con ese precedente, el estallido no constituye una total sorpresa para el mundo indígena, dado que la crítica ciudadana había tenido ante su vista tanto las políticas de persecución y represión contra el pueblo mapuche como el rechazo de las medidas de desarrollo neoliberal que se han aplicado a las comunidades y territorios indígenas. Cabe recordar que el principal emblema de las protestas fue la bandera mapuche Wenufoye, muy por sobre la bandera chilena.
Bárbara Figueroa, en «La búsqueda de un ideario unificador», problematiza la relación entre movimientos sociales y partidos políticos en general, poniendo en el centro al movimiento sindical chileno desde la perspectiva de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT). Como punto de partida, afirma que «la relación movimientos sociales y partidos políticos no solo es posible, sino que es necesaria, no solo para el fortalecimiento del rol de cada actor en sus respectivos frentes, sino porque ninguna democracia puede ser plena si no tiene movimientos sociales fuertes y un proyecto país, más allá de sus necesarias demandas corporativas; y, en el caso de los partidos políticos, porque su desarraigo con el movimiento social puede provocar –lo que señalamos en este artículo– una burocratización de la política». Pone de relieve que en Chile el pensamiento único tomó forma en el proyecto neoliberal, el que se instala a partir de la dictadura militar y no es cuestionado al término de esta. Finaliza señalando que el desafío es lograr un nuevo ideario que permita a los partidos políticos arraigarse en sus bases sociales. En su post scriptum 18 de Octubre afirma que varias de las reflexiones expresadas en el texto tienen plena vigencia y sentido.
Finalmente, en «Feminismos y redefinición de la política», Araceli Farías, María Stella Toro y Virginia Guzmán hacen un recorrido por la historia y presente de los feminismos y el impacto en la sociabilidad que produce la pandemia. Exponen diagnósticos desde la experiencia concreta de estos movimientos.
En «Feminismos y movimiento estudiantil (mayo feminista)», Araceli Farías comienza aclarando que sus expresiones provienen desde «una perspectiva personal y desde mi experiencia en la dirigencia en estos espacios, más específicamente como vicepresidenta de la FEUC y mi paso por la política universitaria de la Universidad Católica desde el 2016.» La riqueza de sus afirmaciones se sustenta precisamente en ello cuando plantea las siguientes preguntas: «¿Qué diferencias identificamos con las movilizaciones del 2011? ¿Cuáles son los nuevos sujetos en cuestión? ¿Quién encarna el papel de fuerza antagónica al movimiento feminista? ¿A quién apela? ¿Podemos establecer el movimiento como exitoso? ¿Qué nos dejó el mayo de 2018?». En el mundo estudiantil, las demandas feministas tomaron vida propia dentro de la agenda de la Confech, para nunca más ser invisibilizadas ni postergadas. En sus reflexiones post 18 de Octubre finaliza señalando que «la crisis sanitaria ha sacado a relucir, que ningún país, por desarrollado o avanzado que se encuentre en políticas inclusivas hacia las mujeres, está realmente preparado para enfrentar los niveles de violencia de género que se han desatado producto del confinamiento y las medidas de cuarentena. El machismo nos sigue golpeando contundentemente sin distinción. Un gigante que parecía dormido en una ilusión de estabilidad y progreso se mantiene presente en cada rincón de los hogares del mundo».
María Stella Toro, en «Los feminismos que vemos. Agencia, movilización y proyecto político», aspira a «dar cuenta de algunas reflexiones y cuestionamientos en torno a las trayectorias seguidas por el feminismo en el contexto más clásico en que ha sido historizado, las democracias occidentales modernas, tomando en cuenta parte de sus trayectorias, debates y tensiones». Estos se manifiestan, entre otros aspectos, en la configuración de corrientes y en discursos y formas de actuación que no van en un solo sentido, sino que más bien han transitado por caminos paralelos que por momentos se cruzan, pero en otros se distancian y fraccionan. Invita a pensar el feminismo como un tipo de acción política (o tal vez como una cultura política) que tiene características propias que se han expresado en la configuración de espacios y experiencias colectivas, que han contado con mayor o menor valoración social y masividad, llegando en la actualidad a constituirse en uno de los movimientos sociales y políticos con mayor capacidad de movilización, lo que reafirma en sus reflexiones post 18 de Octubre.
En «Feminismos: el futuro es historia», Virginia Guzmán comienza afirmando: «La ola expansiva del movimiento (mayo de 2018) fue tan amplia que hizo retroceder los límites temporales del presente para incorporar la historia del movimiento feminista en Chile y hacernos sentir a feministas de distintas generaciones que éramos testigos y parte de un hito histórico que recuperaba y daba sentido a nuestro pasado». Desde su mirada, analiza la emergencia y las relaciones de las distintas expresiones de los movimientos feministas y de mujeres, y su relación con los contextos en que ellos cursaron: primera mitad de siglo XX, bajo la dictadura militar y en el proceso de recuperación del régimen democrático (1990-2018). Finaliza señalando que «si bien la acción de los movimientos se ha articulado con partidos políticos progresistas y de izquierda, ella trasciende a los partidos, sobre todo por sus dimensiones emancipadoras y de cuestionamiento del poder masculino en las instituciones, e incursiona hacia nuevas formas de hacer política que hemos denominado de subpolítica. Muchos de los logros del movimiento feminista en la institucionalización de género en el Estado han sido posibles porque las estrategias adoptadas trascendieron a los partidos y se fortalecieron gracias a los movimientos feministas transnacionales y los acuerdos adoptados en las sucesivas conferencias de los organismos internacionales». Finalmente, en sus reflexiones post scriptum no solo reafirma sus planteamientos, también se refiere al impacto de la pandemia del Covid-19, que viene a poner de relieve las jornadas simultáneas: trabajo online, apoyo educativo a los niños y niñas, manejo de las emociones en un periodo de incertidumbre y las tareas de la casa. En ese sentido, las mujeres «pierden los momentos de sociabilidad presencial en el medio laboral, el apoyo de las amigas en el caso de conflictos, reduciéndose así los espacios propios».
Hasta aquí el contenido de este libro, que nos entrega valiosísimos antecedentes para entender el escenario que se abre a partir de Octubre de 2019, con las vastas movilizaciones sociales, a las que se les denominó, entre otros nombres, «el estallido social».
En lo que sigue intentaremos analizar el significado y perspectivas del estallido social y los procesos desatados por este, sin buscar una interpretación completa, sino solo desde la perspectiva de este libro: la relación entre política y movimientos sociales.
En este sentido, hay tres aspectos que nos parece necesario considerar: el contexto o cambio epocal, el significado mismo del estallido y la proyección en el proceso constituyente que se desencadena con el acuerdo de la élite política partidaria en Noviembre de 2019 y se inaugura con el plebiscito del 26 de Octubre de 2020.
Sin duda que el estallido social en Chile adquiere características particulares que señalaremos más adelante. Pero para analizar un fenómeno como este, que se ha expresado con rasgos propios de cada sociedad, desde al menos la mitad de la última década en el mundo en general y América Latina en particular, sería preciso referirse a un contexto epocal y global en el entendido de que tal contexto no es un mero marco en el que se desarrollan acontecimientos, sino que tales acontecimientos y los actores que los protagonizan están penetrados por el contexto que, a su vez, actores y acontecimientos van modificando o particularizando. Se trata de un contexto socio-histórico operante. En este sentido, es mejor hablar de contexto que de antecedentes, ya que forma parte activa del fenómeno que se estudia, en este caso los «estallidos», o si se quiere las revueltas sociales actuales.
Este contexto global está asociado a la transformación social en el mundo contemporáneo o el llamado cambio de época, la emergencia y consolidación de un nuevo tipo societal, y ello se da a su vez actualmente en un contexto de crisis medioambiental que amenaza la existencia misma de la humanidad.
El contexto estructural y cultural global, que se refiere a las transformaciones sociales en el mundo contemporáneo, tendría al menos dos dimensiones que vale la pena señalar para nuestro análisis. Por un lado, las transformaciones de la sociedad contemporánea y la transformación del capitalismo; por otro, la crisis de las democracias representativas.
Respecto de lo primero, el cambio fundamental es que ya no estamos en sociedades histórico-concretas en un contexto de vigencia casi exclusiva de la sociedad industrial de Estado nacional, que nace a finales del siglo XVIII y se constituye más orgánicamente a lo largo del siglo XIX, consolidándose y ampliándose en el siglo XX a los diversos confines del mundo, aunque por supuesto con diversos niveles de desarrollo y modelos culturales. El modelo predominante de desarrollo fue el capitalismo con diversas modalidades, según las trayectorias de las distintas sociedades, aunque hubo otros modelos, como diferentes modalidades de socialismo.
Este tipo referencial se caracterizaba por tener básicamente como ejes la economía (industrial, trabajo, producción) y la política (Estado nacional). En América Latina este tipo societal no va a reemplazar a la sociedad hacendal, sino que la va a modificar y transformar, dejando vestigios de ella.
Abstractamente, la sociedad que emerge desde las últimas décadas del siglo XX, que se inserta y transforma también a la sociedad industrial de Estado nacional, es lo que se ha llamado, según las diversas interpretaciones de sus rasgos principales, sociedad red, sociedad de comunicación, sociedad informática, de la información, sociedad digital, sociedad líquida o sociedad postindustrial globalizada, entre otras denominaciones. Esta sociedad –su forma de organización– es muy diferente a la sociedad industrial de Estado nacional, aunque esté contenida en las sociedades histórico-concretas denominadas países. Sus ejes ya no son la economía y la política, sino que son la comunicación y el consumo, lo social y lo cultural, no lo económico ni lo político. Una de las particularidades de esto es que va acompañado por una nueva revolución científico-tecnológica en que la tecnología es el elemento omnipresente: no son las necesidades las que crean la respuesta tecnológica, sino al revés.
A diferencia de la sociedad industrial de Estado nacional, la sociedad postindustrial globalizada se caracteriza por no tener instituciones propias, excepto las de la sociedad industrial de Estado nacional. La sociedad que está en emergencia no tiene instituciones, en el sentido que hemos utilizado tradicionalmente. Tal fenómeno se expresa también en las crisis de las instituciones básicas de la sociedad industrial, como la familia, las iglesias, los partidos, la educación, etc. La anomia, que era una patología en las sociedades industriales de Estado nacional, en tanto una falta de normas, hoy en día es la esencia de la sociedad postindustrial globalizada. Todo ello implica el predominio del principio de horizontalidad en las relaciones personales y sociales. La horizontalidad significa la tendencia al rechazo de la autoridad, de la jerarquía, ya que solo se concede autoridad o jerarquía a aquello que a cada uno le parezca debe tener. En definitiva, puede afirmarse que el mundo irá cada vez más hacia procesos de desinstitucionalización y de creación no de instituciones tan rígidas, sino de formas que se adaptan a las realidades, lo que ocurre por ejemplo con el matrimonio igualitario o los acuerdos de vida en pareja, menos sujetos a una moral dictada por la tradición o por la verdad absoluta de las religiones, y mucho más por las intersubjetividades.
Si la revolución industrial estuvo en la base de la sociedad del mismo nombre, quizás la revolución informática sea uno de los desencadenantes principales de la sociedad de la información, o como se le quiera denominar. Quienes más viven plenamente este tipo societal son las juventudes y nuevas generaciones. En los procesos subyacentes al estallido social, estarán presentes tanto los elementos de desinstitucionalización como los de horizontalidad y los generacionales.
El cambio en las bases constitutivas de la sociedad ha ido acompañado de las transformaciones del capitalismo en el mundo, como el modelo de desarrollo casi excluyente en la actualidad. Se trata de la presencia más generalizada de un tipo particular de capitalismo, que se basa en el poder financiero y en la búsqueda de la mayor mercantilización de los distintos aspectos de la vida cotidiana, que es lo que se denomina el neoliberalismo. El impacto de aquello se ha expresado en América Latina, en general, y en Chile en particular, a través del extractivismo y rentismo, proceso que no solo ha implicado un grave impacto en los sistemas ecológicos, sino también en la vida cotidiana de los habitantes del área comprometida, agudizando desigualdades e injusticias. Ello quedó aún más evidenciado con la pandemia del Covid-19.
A la transformación de la sociedad que hemos descrito, hay que agregar la crisis del régimen político que la caracterizó predominantemente: la democraciarepresentativa, es decir, la democracia tal cual ha sido concebida en los dos o tres últimos siglos.
En las épocas de dictaduras, o en las épocas de las guerras civiles, la democracia era la aspiración de un conjunto de instituciones que asegurara que una ciudadanía pudiera tomar decisiones relevantes para sus vidas a través de un mecanismo de representación en el Estado. Esa visión de la democracia ha estallado, de alguna manera. Ahora la gente vive la democracia más como una experiencia personal que como un régimen político en un proceso continuo. Por ejemplo, es plausible pensar que si se consulta a los jóvenes en la calle ¿cuál es su momento más democrático? Este puede haber sido el momento en el que se movilizaron o en que lanzaron una piedra. Por su parte, si se pregunta a los que están inmersos en las mal denominadas redes sociales ¿qué es para usted la democracia?, podrían señalar «decir lo que quiero». Entonces, el gran problema es que la gente se retira de la participación en instituciones. En este sentido, la democracia es el poder decir lo que se quiere, hacer lo que se quiere y, además, demandar o exigir lo que se necesita. El Estado, o quien esté al frente de la toma de decisiones, debe responder a eso.
Estamos en presencia del surgimiento de lo que podríamos señalar como la democracia expresiva o la democracia continua, que no se deja encauzar o que no se encauza a través de los mecanismos institucionales. En ese sentido, sería más democrático estar en la calle llevando a cabo acciones que son la expresión de un malestar, o «tomar» una escuela, que ir a votar. Los supuestos representantes en un marco democrático dejan de serlo para la gente; pasan a ser una especie de clase política distante de la base social, no representan a nadie, salvo excepciones. En consecuencia, hay una crisis de la idea de representación, que es una cuestión central de la democracia y de la idea de democracia que hemos tenido hasta ahora.
Pero si bien puede considerarse que se trata de una cuestión generalizada, tampoco hay que subestimar la capacidad de los regímenes democráticos de resolver las grandes crisis coyunturales que se han presentado y la legitimidad que en muchos contextos mantienen las instituciones políticas. También cabe valorar el surgimiento de nuevas formas de acción colectiva, tanto a nivel de toda una sociedad como especialmente en territorios y en lo que se llama subpolítica. Como se muestra en varios de los trabajos de este libro, se trata de una crisis más profunda que afecta a la política misma: no es a través de ella, ni de sus instituciones –como los partidos políticos–, que se expresan ni el malestar ni las demandas ni los imaginarios de la múltiple diversidad de la base social, lo que afecta el concepto mismo de ciudadanía clásica.
Los estallidos sociales a los que nos referimos son expresión de fenómenos de larga data, que tienen que ver con los procesos vividos desde los sesenta en América Latina. Recordemos que los procesos de cambio en las distintas sociedades latinoamericanas adquirieron diversas maneras: algunos fueron de insurgencia, otros institucionales, algunos más desarrollistas o populistas. A su vez, las formas de erradicación y aplastamiento de los procesos revolucionarios en la región también variaron; en el Cono Sur fue a través de dictaduras militares: utilizando el monopolio del poder del Estado, se buscó el exterminio y liquidación de los movimientos revolucionarios o populistas o desarrollistas.
A partir de entonces la problemática central de los países del Cono Sur sometidos a dictaduras militares fue, por un lado, superar esos regímenes a través de lo que se llamó transiciones democráticas, y por otro, resolver el problema de las desarticulaciones que se habían producido entre Estado y sociedad dadas por la imposición de nuevos modelos económicos, en el marco de los procesos de globalización.
En los noventa y comienzos del siglo XXI, se desarrollan expresiones sociales o político-institucionales que buscaron una salida a las transformaciones que devinieron de los ochenta. Cabe mencionar el movimiento de Chiapas, en el México de 1994, que desde la insurgencia instala un contenido social que aspiraba a superar los modelos económico-sociales, con componentes, entre otros, étnicos, democráticos, antineoliberales y antiglobalización –como se le entendía en aquel momento–, y fórmulas a la vez institucionales y extrainstitucionales. Pero también hubo expresiones en los países que habían realizado las transiciones hacia la democracia, cuyos protagonistas fueron los gobiernos de izquierda en las distintas partes de la región. Estos gobiernos declararon el compromiso de implementar reformas políticas y sociales, aunque sin tocar sustancialmente la economía.
Independientemente del juicio que merece, el giro a la izquierda de la política institucional significó un intento por interpretar a las fuerzas sociales impactadas por las transformaciones neoliberales, y el intento por devolver al Estado una cierta capacidad para reconocer y desarrollar los derechos sociales, así como también resolver las enormes brechas en términos de desigualdad en América Latina.
Chile tiene un rasgo particular respecto de la región: la dictadura militar-civil de derecha realizó una revolución capitalista desde arriba que hoy se encuentra enraizada entre las personas. En efecto, no hay nada en la vida cotidiana de los chilenos y chilenas, independientemente del modo cómo los distintos sectores y generaciones lo internalicen, que no tenga algo que ver con lo que fue ese régimen. Así, la esfera del trabajo está regido por el Plan Laboral establecido en esa época, con algunas modificaciones que no tocan lo esencial; de un concepto de sistema nacional de salud se pasa a uno nacional, pero de servicios, con todo el impacto que ello tiene, especialmente en el actual contexto de la pandemia; la previsión social y el ahorro forzoso de las AFP han demostrado ser un fracaso en materia de seguridad social; las formas de organización del territorio –como la regionalización–; la educación y la abismante reducción de la matrícula en la educación pública, son solo algunos ejemplos de aquello. Chile es el único caso en el que se instala completamente un modelo neoliberal, es decir, la extrema mercantilización de todos los aspectos de la vida social y cotidiana, así como también el mantenimiento y profundización de las desigualdades sociales y económicas, con una débil acción correctiva por parte del Estado.
El modelo ha permanecido en el tiempo, no obstante las políticas de los gobiernos que se instalan en el Chile de la posdictadura. Ciertamente todas las reformas políticas y sociales en Chile se han realizado sin superar el modelo neoliberal que hemos descrito, lo que ha significado un aumento y profundización de las desigualdades y, por ende, de un creciente distanciamiento de la política respecto de la gente. Aun con múltiples reformas, la Constitución de la República que declara derechos, no los garantiza.
En este marco se fue generando un distanciamiento de la gente con el mundo político, lo que se denomina más bien la clase política. Y emergen los momentos de estallido, donde los estudiantes secundarios y universitarios cobran una presencia visible primordial.
La movilización estudiantil de 2001, conocida como «el mochilazo», fue un hito protagonizado por estudiantes secundarios de Chile, en pleno gobierno de Ricardo Lagos. En la «revolución pingüina» de 2006 –en el primer gobierno de Michelle Bachelet–, los estudiantes secundarios exigieron el derecho a una educación pública y la eliminación de la libertad irrestricta del dueño de un determinado establecimiento educacional que recibe financiamiento del Estado.
Entre 2011 y 2012 –primer gobierno de Sebastián Piñera– se produce un estallido de gran magnitud a través de movilizaciones que se centran fundamentalmente en tres grandes aspectos: educación pública y de calidad, reforma tributaria y nueva Constitución; es decir, transformación del modelo económico, cultural y político del país. La derrota de la Concertación da paso a un nuevo pacto de coalición, incorporando al Partido Comunista, que instala con más fuerza la necesidad de una reforma laboral. Esta nueva coalición –la Nueva Mayoría– recoge en su declaración las demandas emanadas de las manifestaciones sociales. Se plantea por primera vez un proyecto político que significa la superación del modelo de sociedad que había sido heredado de la dictadura, con la particularidad que hemos indicado en otras ocasiones, que es primera vez que tales demandas surgen propiamente del movimiento social y no de sus relaciones con el sistema partidario.
Tras la configuración de la nueva coalición de partidos que agrupaba a la centro-izquierda y el triunfo en las elecciones –que contó con nueve candidatos–, Michelle Bachelet recoge las demandas que se presentan a partir de las movilizaciones anteriores y lo plasma en su programa de gobierno. Dicho programa contempla reformas orientadas al fortalecimiento de la educación pública y el término del lucro, una reforma tributaria para reducir los problemas de desigualdad y, al mismo tiempo, contar con recursos para la reforma educacional, y la redacción de una nueva Constitución. Como resultado, se imprimen reformas al sistema educacional y se impulsa un proceso constituyente, que se vio truncado ante las diferencias sustantivas presentes en la coalición, generadas fundamentalmente por los casos de corrupción, problemas de liderazgo, y las diferencias sustantivas del Partido Demócrata Cristiano con la Nueva Mayoría. En este contexto, ocurre la ruptura de la coalición y el segundo triunfo eleccionario de Sebastián Piñera, voto minoritario respecto del padrón electoral –como viene ocurriendo desde la instalación del voto voluntario–, pero que al fin y al cabo representaría en parte el malestar frente al desempeño de los gobiernos anteriores.
Los anuncios de Piñera enfatizaron el crecimiento económico y la interrupción de las reformas que había impulsado Michelle Bachelet, pero se presentan en un contexto de fuertes brechas socioeconómicas y la progresiva expresión de movilizaciones de diversas agrupaciones que han ido cobrando mayor visibilidad (No + AFP, estudiantes secundarios y universitarios, feministas).
El creciente distanciamiento de la política respecto de la vida de la gente se refleja en una clase que giraba en torno a sí misma. Dicho distanciamiento, sumado al descontento y la centralidad de la economía, se traduce no solo en desconfianza hacia la política, sino también en su rechazo.
A través de los medios de comunicación se hizo visible un detonador del estallido: el aumento del valor de un boleto del Metro que tenía un valor de $800 a $830. Esto ya había ocurrido en otros países; y es que está en directa relación con la vida cotidiana. En Brasil la demanda fue por el pasaje libre; en Francia y Ecuador, el impuesto al combustible, entre otros países. El transporte sin duda es un tema esencial, y a este se sumaron rápidamente otras demandas urgentes.
A diferencia de otras movilizaciones que tenían un interlocutor relativamente definido, con un respaldo político que aparecía en algún momento con posibilidades de negociación, el estallido de octubre significó todo lo contrario. Estamos en presencia de movilizaciones sin un claro eje organizador, o con múltiples ejes y múltiples vocerías, aparentemente sin demandas sistematizadas; en definitiva, heterogéneas en su composición y expresión. Todo parece tratarse de una espontánea autoconvocatoria, sin una mesa política que estuviera detrás, que llegó a convocar a más de un millón de personas un 25 de octubre. No es casual, entonces, que las banderas partidistas fueran rechazadas en los lugares de reunión o que figuras dirigenciales fueran expulsadas en momentos de concentración. Pero no puede menospreciarse el potencial organizativo que tuvieron estas movilizaciones a través de los múltiples cabildos y reuniones territoriales autoconvocadas en las que se rechazaba la intervención propiamente partidaria.
Las movilizaciones suelen serlo desde movimientos, como es el caso de las movilizaciones feministas de mayo de 2018. La de octubre de 2019 es un estallido, y la pregunta es si este puede o no transformarse en movimiento. Lo cierto es que, mientras Sebastián Piñera reafirmaba su tesis de mantener el orden público por sobre todas las cosas, se inauguraría un proceso que debe culminar en una nueva Constitución.
Hay que reconocer que en el momento del estallido se expresaron tipos de violencia en su modalidad de acción directa. Un primer tipo, el más visibilizado mediáticamente, es el que va acompañado de situaciones de saqueo y destrucción de infraestructura –por ejemplo, de las estaciones de metro y asaltos al comercio–. Pero estas acciones, como hemos dicho, en manos de narcotraficantes y grupos anarquistas, o también personas sin adscripción alguna, no están asociadas a las demandas mayoritarias de las movilizaciones. Un segundo tipo de expresiones de violencia está representado en lo que fue denominado como «primera línea», que correspondía a grupos heterogéneos en su composición, que acompañaban a las marchas y velaban por su despliegue. Ahora bien, concentrarse solo en esos hechos de violencia es, a nuestro juicio, no entender la problemática de fondo y no reconocer el tercer tipo de violencia, la del Estado –de tipo estructural–, que se impuso desde un inicio a través de actos de violación de derechos humanos –detenciones arbitrarias, torturas y mutilaciones– por parte de las fuerzas armadas y de orden. Cabe por último reconocer la violencia que existe como gérmenes en la sociedad misma, y ella estriba en la destrucción del tejido social. En ese sentido, las movilizaciones van a jugar un papel muy importante en la necesidad de recomposición de ese tejido.
Hemos dicho que las movilizaciones se realizan al margen de la clase política, a diferencia, con excepciones, de la historia social chilena desde los años treinta del siglo pasado. Si bien bajo los gobiernos democráticos, como hemos señalado, se habían producido transformaciones importantes consideradas como modernización capitalista y mejoras muy importantes en las condiciones de vida material de la gente, este orden era visto como un reproductor de desigualdades, abusos y promesas no cumplidas. También era un rechazo a un orden institucional y político que consagraba la dimensión económico-social, lo que se expresaba en un profundo distanciamiento respecto de los actores del mundo político institucional y en la creciente deslegitimación tanto de las instituciones como de los actores que las encarnaban. En ello juegan tanto los factores más generales analizados más arriba como las particularidades históricas del caso chileno.
Lo que resulta paradojalmente significativo es que en una situación de profunda crisis social y de incapacidad de respuesta a las múltiples y diversas demandas expresadas con mucha energía y permanentes movilizaciones, con expresiones de violencia de sectores delictuales, pérdida de control del orden público por parte del gobierno y un nivel de represión con el carácter de violación sistemática de derechos humanos, la solución o salida parcial vino de la política institucional y de lo que se denomina la «clase política», ambas rechazadas por el «estallido». Ello a través de un acuerdo transversal (Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución), con algunas excepciones (Partido Comunista, entre otros), que generaba la posibilidad de un proceso constituyente a través de un Plebiscito y, en el caso de aprobarse la opción de la nueva constitución, su gestación a través del órgano que se decidiera en el Plebiscito, culminando con un Plebiscito ratificatorio de salida, esta vez con voto obligatorio.
Y esta solución, como lo muestran los resultados del 25 de Octubre de 2020, fue legitimada por la ciudadanía al concurrir a votar, pese a las suspicacias iniciales. Sin duda se trata de un acuerdo histórico: nunca ha habido en la historia de Chile una Constitución elaborada por la ciudadanía; la última fue impuesta por una dictadura y corregida básicamente por el parlamento y los gobiernos democráticos. Lo cierto es que estamos en presencia de una solución que viene del mundo político, el sector más deslegitimado, con los menores niveles de confianza o aprobación –los partidos políticos, el parlamento, el gobierno–. Por otro lado, hay una sociedad movilizada que en gran medida no comparte la salida institucional que plantea el Acuerdo, aunque se incorpora a ella críticamente con sus propios procesos de participación.
El proceso desencadenado abre dos grandes horizontes: la posibilidad de una nueva constitución económico-social y cultural de la sociedad –dejando atrás el modelo vivido en las últimas décadas–, plasmada en un nuevo texto constitucional elaborado por la ciudadanía, y la posibilidad de articular una nueva relación entre esta y la política. Y ese fue el doble significado del Plebiscito del 25 de octubre de 2020.
No es una exageración si se dice que el Plebiscito realizado el 25 de octubre en Chile es para este país uno de los hitos más importantes de toda su historia. Por primera vez se sometía a la ciudadanía a una consulta sobre la Constitución vigente y la posibilidad de su reemplazo por otra, y que esta otra fuera realizada a través de un órgano con participación ciudadana.
La primera pregunta que se debía responder era si se aprobaba o rechazaba la idea de una nueva Constitución (explícitamente no una reforma, sino nueva) y qué organismo debiera redactarla. La segunda era la opción entre una Convención Mixta, mitad parlamentarios, mitad ciudadanos elegidos, o Convención Constitucional, que significaba que todos los y las constituyentes serían elegidos/as en votación directa. Pero si el Plebiscito era de por sí un fenómeno extraordinario, los resultados le confieren el carácter de momento fundacional que abre un proceso constituyente inédito en el mundo en algunos rasgos, como la paridad de género en la integración de la Convención Constitucional. Votaron 7.562.173 personas, que constituyen el 50,9% del electorado. Para la primera cuestión, votó por el Apruebo el 78,27%; por el Rechazo, 21,73%. En la segunda, por la Convención Constitucional 78,99% y por la Convención Mixta 21,01%. Cabe señalar, entre los rasgos salientes de estos resultados, respecto de la participación, que se trata, en números absolutos, de la mayor participación de la historia, con el porcentaje más alto desde que se instaló el voto voluntario en 2012, todo ello en medio de la pandemia, con una importante participación de jóvenes y de los sectores populares (rompiendo en este caso las tendencias históricas del voto voluntario).
De los resultados, destaquemos que las opciones Apruebo y Convención Constitucional ganaron en todas las regiones del país y perdieron solo en cinco comunas. Exceptuando una pequeña comuna del norte y de la Antártica, las otras tres corresponden a las de mayor nivel de ingreso y condiciones de vida y de concentración de poder del país. En el mundo popular la victoria de estas dos opciones fue aplastante.
El primer significado del Plebiscito es la confirmación masiva de una mayoría social inédita por cauces político-institucionales que rechaza el orden consagrado en la Constitución, del que ella aparece como garante y como símbolo. El segundo significado, expresado en la respuesta a la pregunta del órgano que redacte la nueva Constitución, es que esa mayoría social rechaza también que sean los representantes políticos tradicionales los que realicen los cambios a través de una nueva Constitución.
Ambos significados apuntan en el sentido de la problemática analizada en este libro, cual es de los horizontes de los movimientos sociales y su relación con la política. Por un lado, la búsqueda por parte de todos ellos de un nuevo orden económico, social y cultural, y por otro, una nueva forma de articulación con la política que será sin duda diferente al modelo clásico en Chile en la relación entre partidos y actores sociales. Así, en esta época de ruptura es posible que asistamos a una relación en que los movimientos y movilizaciones se expresan autónoma y críticamente respecto de los actores políticos, incluso en forma de rechazo. Estos últimos responden frente a la crisis social y el movimiento se involucra en la solución institucional, pero manteniendo su autonomía y crítica para redefinir la situación de acuerdo con sus propias demandas. Pasamos de un modelo de imbricación entre política institucional y actores sociales a un modelo de intermitencia crítica en esta relación. Si ella será la forma permanente que adquiera la relación entre política y sociedad o asistimos a un momento fundacional de nuevas relaciones es la gran pregunta del futuro para la democracia chilena, y en ello el proceso constituyente y la presencia de la sociedad en él jugarán sin duda un papel determinante.
1 Este libro contó con la valiosa e imprescindible participación y colaboración de Claudia Gutiérrez Villegas, tanto durante el trabajo realizado en los talleres como en la revisión y edición de todo el material que se presenta, y en la preparación de la información para esta introducción.
2 En lo que sigue utilizo material de la conferencia dictada en el Simposio organizado por la Escuela Galán para el Desarrollo de la Democracia y Diario El Tiempo: «Movilización y malestar social en el mundo y en Colombia. Raíces y Perspectivas». Bogotá, Colombia, 12-13 Marzo 2020.
Juan Pablo Luna3
Los cientistas políticos repetimos como mantra que los partidos políticos son necesarios para la democracia. Tome cualquier libro sobre partidos y probablemente encontrará alguna referencia a la siguiente frase del libro Party Government, publicado en 1942 por E. E. Schattshneider: «Los partidos políticos crearon la democracia y la democracia moderna es impensable sin partidos políticos». En dicho texto, el autor también señala que los partidos no pueden ser pensados meramente como la coalición electoral que votó por un candidato determinado: «El Partido Demócrata no es la asociación de 27 millones de votantes que en noviembre de 1940 votaron por el Sr. Roosevelt», puntualiza. Según Schattshneider, y la gran mayoría de la ciencia política, los partidos son más que una coalición ocasional de candidatos a cargos públicos5.
Reconozcamos que la democracia representativa, en ausencia de partidos programáticos y relativamente estables, funciona mal. El problema es que «querer no es poder». Armados con aquel dogma los cientistas políticos hemos analizado Latinoamérica, esperando que los países que no contaban con sistemas de partidos institucionalizados los desarrollaran. Al mismo tiempo, hemos subrayado y ensalzado la estabilidad y la estructuración del sistema de partidos chileno, el cual se convirtió en un modelo para la región6, en ocasiones junto al de Costa Rica y Uruguay. Los más intrépidos, por ejemplo, varios organismos multilaterales y agencias de cooperación internacional estimularon la introducción de reformas electorales buscando reproducir modelos como el chileno en países con sistemas «más problemáticos». Y es que en comparación con lo que ha pasado en otros casos, Chile aún les parece a muchos el paraíso de la institucionalización, la seriedad y la buena política pública. Aquí argumentaré que esta visión se basa en un sesgo fundamental. Lo que no quisimos ver es que Chile (y también Costa Rica y Uruguay) se parecían más al pasado que al futuro7. En este sentido, los jóvenes de hoy vivirán en sistemas políticos en que los partidos políticos, como los entendemos hoy, serán una especie en extinción.
Más allá de su potencial heurístico, también me parece miope pensar las últimas décadas de América Latina en torno a dos claves hoy predominantes en el análisis político: la de una alternancia entre giros ideológicos (de derecha a izquierda, y de izquierda a derecha), y la de una yuxtaposición entre «populismos» y regímenes institucionalizados. Aunque muy populares y con cierto potencial heurístico, ambas claves oscurecen, en mi opinión, la crisis estructural de la representación política en la sociedad contemporánea. Dicha crisis es el mínimo-común-denominador que subyace a la sintomatología que emerge en el contexto de alternancias entre «izquierdas» y «derechas» y entre equilibrios «institucionalizados» y «populismos».
En este documento analizo, muy esquemáticamente, las vías posibles de articulación entre movimientos sociales y partidos políticos en el mundo contemporáneo. En breve, afirmaré que dadas las características de los movimientos sociales actuales (más bien, de la movilización social) y las de los vehículos electorales hoy en boga (léase, los equivalentes funcionales de los viejos partidos políticos), dicha articulación es poco probable y, de lograrse, está destinada a la corta duración.
En función de mi conocimiento superficial sobre la realidad de los movimientos sociales, el texto se centra especialmente en analizar los desafíos que hoy enfrenta la estructuración de representación política legítima en nuestras sociedades. El resto de este artículo se estructura en torno a cinco secciones. La primera, argumenta que el caso de Perú constituye un buen heurístico para pensar el futuro de los partidos políticos en la región. La segunda, identifica una serie de factores que complican la tarea de quienes buscan crear y sostener partidos políticos programáticos e institucionalizados. La tercera sección pone en relación las dinámicas emergentes con el déficit de legitimidad que hoy enfrentan los sistemas de representación democrática en la región, y crecientemente en el mundo. Allí se argumenta que los sistemas políticos de la región enfrentan el enorme desafío de intentar generar legitimidad, lo que necesariamente supone la capacidad de sincronizar los tiempos políticos y de la política (si se quiere, los tiempos objetivos), con las necesidades subjetivas de los ciudadanos.
Finalmente, con el telón de fondo que estructuro en base a investigaciones y publicaciones previas, especulo sobre tres vías posibles de articulación entre partidos y movimientos, haciendo referencias esquemáticas a casos contemporáneos. Esquemáticamente señalo allí las principales promesas y limitantes de cada tipo. Al igual que el resto del artículo, concluyo argumentando que no hay soluciones fáciles (i.e. ajustes de los incentivos que estructuran las reglas de juego institucionales; fórmulas probadas de rearticular a partidos y movimientos sociales), en el marco de la crisis que hoy enfrenta la representación política en sociedades liberal-democráticas.
Perú es tal vez el caso que ilustra mejor el fracaso de la ciencia política en dar cuenta de esta realidad. Desde la transición a la democracia (post-Fujimori) en 2000, los expertos en el sistema político peruano se han quejado de la ausencia de partidos y, como resultado de eso, del mediocre funcionamiento de la democracia (Levitsky & Cameron, 2003). Pese a ese reclamo, el Perú actual es un caso que ilustra que la democracia sí puede funcionar por muchos años, sin generar partidos políticos que sean más que una coalición ocasional de liderazgos individuales (Zavaleta, 2005). Incluso muestra que no hay incompatibilidades graves entre una democracia sin partidos y la capacidad de crecer económicamente y manejar con relativa eficiencia las finanzas estatales8.
Perú también ilustra, incluso antes de la elección parlamentaria de 2016 en la cual aumenta a niveles inauditos la fragmentación política, que el vacío de poder que genera la atomización del sistema de partidos no necesariamente conduce a la aparición de liderazgos populistas, como ha sucedido en los casos más resonantes en la región. Pero también sabemos que las democracias sin partido no están exentas de problemas institucionales serios. Solo a modo de ejemplo, identifiquemos tres que prevalecen en el Perú actual. Primero, las elecciones se definen usualmente a último minuto, en base al éxito relativo de los candidatos en las encuestas preelectorales. Ese éxito, y el fracaso de los que van quedando en el camino, define alianzas y apoyos coyunturales que terminan en movimientos electorales (muchas veces motivados por sentimientos negativos o «anti»), que definen la elección (Muñoz, 2018; Meléndez, 2019).
En este marco, los recursos con que cuenta cada candidato para marcar en las encuestas son clave. A modo de ejemplo, César Acuña, un político con fuerte base electoral en el norte del país (donde es dueño de tres universidades que le han dado renombre y una base social a movilizar en la zona), logró hacer sombra en la pasada campaña electoral presidencial a la mayoría de los candidatos que en ese entonces pujaban por convertirse en «la» alternativa a Keiko Fujimori. Antes de la elección, Acuña fue dudosamente inhabilitado por parte del Jurado Nacional Electoral, abriendo campo a dos candidaturas radicalmente opuestas en su plataforma programática: las de Pedro Pablo Kuczynski y de Verónika Mendoza. Lo único que compartían las candidaturas de Kuczynski, Mendoza y Acuña era su capacidad de convertirse en la alternativa viable a la de Keiko Fujimori, heredera del único aparato político con semblanza de partido político existente en el país (Meléndez, 2019).
La elección se definió por pocas décimas en un sprint final con definición fotográfica. En un año negro para las encuestadoras en todo el mundo, las de Perú no se han equivocado, tal vez porque aprendieron a trabajar en un contexto en que los partidos, como los conocíamos, ya no existen. Es interesante notar que los presidentes que resultan electos apoyados por movimientos coyunturales (algunos comenzaron con encuestas que les daban un dígito y terminaron convirtiéndose en «el mal menor» para una mayoría coyuntural en la segunda vuelta), tienen más dificultades para gobernar que para ser elegidos. Comienzan siendo muy populares, se desgastan muy rápido, alcanzando niveles de popularidad muy bajos, y finalmente, en los últimos meses de gobierno tienen un alza leve.
Segundo, el Congreso Nacional presenta tasas de rotación comparativamente altas. En la elección parlamentaria de 2016, 54% de los congresistas intentó la reelección y solo el 24% la logró (JNE, 2016). Aunque ciertos niveles de renovación son bienvenidos, una alta rotación complica mucho la calidad de la gestión legislativa. Esto se agrava porque las bancadas partidarias simplemente se dividen y fragmentan a poco andar del período de gobierno. Los «camisetazos» (cuando un congresista electo por un partido se cambia de bancada) se han vuelto muy difíciles de cuantificar en el caso peruano.
Frente a esta inestabilidad de las bancadas partidarias, algunos analistas peruanos argumentan que se han conformado sólidas bancadas –políticamente transversales–, cuyo denominador común es representar los intereses de quienes financian sus campañas. El dinero que alimenta estas bancadas no viene solo de empresas legales, sino de financistas vinculados a economías ilegales. A modo de ejemplo, Ricardo Soberón, exdirector de Devida (la organización estatal a cargo de la represión del tráfico y consumo de droga en el Perú), me dijo en una entrevista que en la última legislatura peruana la «narco-bancada» (formada por unos diez legisladores de distintos partidos, financiados por dineros ligados al narco) mostró niveles de cohesión interna al votar temas relativos a la regulación y represión de dicha actividad que cualquier partido envidiaría9.
Tercero, el sistema de partidos peruano también registra niveles extremos de desnacionalización. Se entiende por desnacionalización una situación en que los partidos nacionales dejan de controlar la política subnacional, siendo reemplazados por referentes y partidos locales, perdiendo así el control central sobre el territorio y las instituciones. De alguna manera esto es natural, dada la debilidad de los partidos políticos y la introducción de reformas descentralizadoras. Como resultado, de los 25 presidentes regionales elegidos en la última elección de 2014, solo cinco responden a «partidos» nacionales. El resto representa a movimientos independientes (muchos de ellos personalistas) o colectivos regionales.
A nivel municipal y distrital (alcaldes provinciales y alcaldes distritales), la presencia de representantes de partidos nacionales también es sumamente escasa. En este contexto, se han dado dos fenómenos complementarios que vale la pena mencionar aquí. Junto con las reformas descentralizadoras, se introdujo en Perú el mecanismo de revocatoria de mandato. De acuerdo con un estudio de la politóloga Yanina Welp, entre 1993 y agosto de 2013 más de cinco mil autoridades regionales y municipales fueron sometidas a revocatoria de mandato en Perú, y más de mil setecientos fueron revocadas por el voto popular (Welp, 2013).
En definitiva, a nivel local Perú ha registrado la desaparición de los partidos políticos tradicionales, la emergencia de liderazgos personalistas y de movimientos regionalistas que, en varios casos, no son más que un vehículo para liderazgos individuales, y una situación de inestabilidad y vacío de poder a causa de la epidemia de revocatorias. Alternativamente, ese vacío de poder fue llenado por liderazgos locales autoritarios, sin que el Estado central pudiese poner coto rápidamente a la situación. En este contexto, los partidos nacionales no tienen miras de reconstituirse en las arenas regional y local.
Mientras tanto, la agenda cotidiana está pautada por la irrupción permanente de conflictos sociales y políticos particulares, los que nunca logran vertebrarse en movimientos capaces de impulsar reformas de fondo y más allá de un plano local o funcional muy restringido. Eso, hasta que la nueva campaña electoral irrumpe en la agenda y un sinnúmero de posibles candidatos comienza a competir para llegar a números de dos dígitos en las preferencias del elector.
La institucionalidad democrática, al igual que la legitimidad, se estructura fuertemente sobre la base del tiempo. Examinemos, por ejemplo, las elecciones presidenciales. Si seguimos la conceptualización del politólogo Juan Linz (1998), las elecciones generan mandatos, y en un régimen presidencialista, los elegidos (idealmente en base a un programa de gobierno) tendrán cuatro o cinco años para realizar dicho mandato o persuadirnos de las dificultades que les impidieron cumplirlo antes de tener que someterse nuevamente a evaluación en las urnas. En este nuevo ciclo electoral, la ciudadanía evaluará al gobierno y decidirá darle continuidad u optar por la alternancia.