Políticas de lo sensible - Alberto Santamaría - E-Book

Políticas de lo sensible E-Book

Alberto Santamaría

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Beschreibung

La cultura no es una fina piel que podamos separar, cuando mejor nos convenga, de nuestras actividades económicas y políticas cotidianas. Muy al contrario, su núcleo es móvil, inaprehensible y siempre permanece teñido por las transformaciones sociales que se dan a su alrededor y de las que depende tanto su fuerza como su existencia. Ahora bien, sería también un grueso error reducir toda cultura a una simple expresión refleja de la vida económica y política, como si la vida cultural fuera un triste muñeco manipulado al estilo de la ventriloquía. El activismo cultural neoliberal y el marxismo más ortopédico se han manejado, en ocasiones astutamente, en estos espacios de desconexión y vaciamiento de lo cultural. Este libro contiene múltiples historias que parten de esta hipótesis de trabajo, de este horizonte. Tomando como eje las herramientas del romanticismo y el empuje de la crítica cultural, se analizan aquí diversos casos: desde el corazón nihilista y romántico del postpunk en Manchester hasta la perspectiva cultural inserta en el corazón del proyecto hayekiano, pasando por el nacimiento del espectador moderno, por el pensamiento de María Zambrano o la poesía de Alejandra Pizarnik. Entre las historias de este libro hallamos un análisis de la relación de Marx con la poesía o la idea de este respecto a la revolución en España. Un libro de análisis crítico de la cultura contemporánea cuya finalidad sería la de tratar, desde estas múltiples historias, de abrir grietas -aunque sean pequeñas- en el apelmazado modelo cultural en el que nos movemos.

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Akal / Pensamiento crítico / 90

Alberto Santamaría

Políticas de lo sensible

Líneas románticas y crítica cultural

La cultura no es una fina piel que podamos separar, cuando mejor nos convenga, de nuestras actividades económicas y políticas cotidianas. Muy al contrario, su núcleo es móvil, inaprehensible, y siempre permanece teñido por las transformaciones sociales que se dan a su alrededor y de las que dependen tanto su fuerza como su existencia. Ahora bien, sería también un grueso error reducir toda cultura a una simple expresión refleja de la vida económica y política, como si la vida cultural fuera un triste muñeco manipulado al estilo de la ventriloquía.

El activismo cultural neoliberal y el marxismo más ortopédico se han manejado, en ocasiones astutamente, en estos espacios de desconexión y vaciamiento de lo cultural. Este libro contiene múltiples historias que parten de esta hipótesis de trabajo, de este horizonte. Pospunk, Rubens, María Zambrano, Alejandra Pizarnik, Marx poeta, la España revolucionaria o Friedrich Hayek son sólo algunos de sus protagonistas.

Un libro de análisis crítico de la cultura contemporánea cuya finalidad es, desde estas múltiples historias, abrir grietas –aunque sean pequeñas– en el apelmazado modelo cultural en el que nos movemos.

Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976), filósofo y escritor, es autor de diversos ensayos y libros de investigación, entre los que destacan La vida me sienta mal. Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo (2015), En los límites de lo posible. Política, cultura y capitalismo afectivo (2018) y Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo (2019). Asimismo, ha publicado varios libros de poemas y su poesía reunida fue publicada en 2016 bajo el título El huésped esperado. En la actualidad es profesor titular de Teoría del arte en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Alberto Santamaría, 2020

© Ediciones Akal, S. A., 2020

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5017-9

Pero ¿es lo incomprensible algo tan absolutamente reprobable y malo? Por lo que a mí respecta, más bien creo que la supervivencia de las familias y las naciones depende de lo incomprensible. […] Creedme, os moriríais de angustia si, como exigís, el mundo en su totalidad se volviera de veras comprensible.

Friedrich Schlegel

[…] la labor de un movimiento socialista triunfante será una labor en los sentimientos y la imaginación casi en igual medida que en los hechos y la organización. No en la imaginación o los sentimientos en su sentido más débil (el de «imaginar el futuro», que es una pérdida de tiempo, o en «la vertiente emocional de las cosas»). Al contrario, tenemos que aprender y enseñarnos unos a otros las relaciones entre una formación política y económica, una formación cultural y educativa, y, lo que tal vez resulte más arduo, la formación del sentimiento y la capacidad de relación, que constituyen nuestros recursos más inmediatos en cualquier lucha.

Raymond Williams

NOTA PREVIA

Pasos para una ecología de la crítica cultural

Este libro no existe.

Páginas que habitaran

absurdas el vacío. Recuerdo

–la asociación no es evidente–

el ave enloquecida

volando, revolando sobre el mar

sin poder o sin saber posarse,

giraba en el vacío,

volaba dentro de sí misma.

¿Son vida las palabras o van contra la vida?

Alfonso Costafreda

Este es un libro que recoge diferentes historias, y que, al mismo tiempo, carece de una única historia central. Se trata, en efecto, de textos escritos en diversos momentos y con diversas intenciones, que, al reunirse, tratan de ofrecerse dentro de una línea de trabajo común. Esta línea pretendería pensar los elementos culturales como piezas complejas en las que lo político y eso cultural se conectan. Es decir, un espacio donde no es posible expulsar las transformaciones políticas del nervio de los elementos culturales, pero donde a su vez esos procesos culturales pueden llegar a afectar a los modos políticos. En realidad, se trata de una dependencia llena de fuerzas complejas (economía-política-cultura). Partimos, pues, de una tesis simple: rechazamos la idea que nos empuja a entender la cultura como si fuese una fina y desinfectada piel que puede desprenderse de las prácticas cotidianas y de los hechos políticos. Esta forma de acercamiento al hecho cultural suele portar en su interior un problema añadido difícil de calibrar: la tendencia a comprender las prácticas culturales como piezas manejables, como si se tratase de un trozo de celofán que se adhiere (o no) a las circunstancias sociales (que le dan sentido) en función de intereses y gustos de diverso tipo. Para el capitalismo esta ha sido una forma cómoda y beneficiosa de entender (y apropiarse) de las formaciones e instituciones culturales. Esta no será la perspectiva teórica que aquí (y en otros textos) he perseguido. En realidad, al contrario, consideraremos que esas prácticas culturales poseen algo así como raíces móviles que se agitan, sacuden, crecen u ocultan en conexión con los procesos sociales; procesos que, como sabemos, nunca son iguales ni predecibles, lo que puede provocar que la cultura sea un modo (privilegiado) a través del cual podemos analizar las transformaciones (sensibles y políticas) de una época. Porque de eso va todo esto, de políticas de lo sensible. Y cuando hablamos de políticas de lo sensible nos referimos a todo un cuerpo de prácticas y expectativas que marcan nuestra vida y, por así decir, la determinan. Sin embargo, a estas políticas cabe oponerles otras políticas de lo sensible, que se fundan en la realidad palpable y en la toma de conciencia de que, si bien existen modos hegemónicos que por definición son dominantes, jamás lo son (no pueden serlo) de un modo total y exclusivo. Sobre esa fricción crecen estos textos.

En resumen: la cultura entendida no como algo que podamos separar, cuando mejor nos convenga, de nuestras actividades económicas y políticas cotidianas. Muy al contrario, su núcleo es móvil, inaprehensible y siempre permanece teñido por las transformaciones sociales que se dan a su alrededor y de las que dependen tanto su fuerza como su existencia. Ahora bien, sería en igual medida un grueso error reducir toda práctica cultural a una simple expresión refleja y mecánica de la vida económica y política, como si la vida cultural fuera un triste muñeco manipulado al estilo de la ventriloquía. El activismo cultural neoliberal y el marxismo más ortopédico se han manejado, en ocasiones astutamente, en estos espacios de desconexión y vaciamiento de lo cultural. La cultura está más allá y más acá de eso. La cultura, en definitiva, no reducida a una versión sectorial donde esta palabra se vincula únicamente a un modo de hacer, disciplinarmente aislado (arte, literatura, cine…) dentro de un ámbito conocido como industria. Evitar esa reducción (al tiempo que tenerla en mente) nos ha de servir para comprender la cultura como elemento conectado con la multiplicidad compleja de factores que constituyen las formas de sentir de un periodo concreto. Este libro contiene múltiples historias que parten de esta hipótesis de trabajo, de esta frontera.

En este horizonte, el Romanticismo será una base fundamental para los textos aquí reunidos. La necesidad de revisar el Romanticismo desde una perspectiva crítica que nos permita acceder a su complejo sentido crítico, eliminando la falsa piel que lo estereotipa (como conservador) y al mismo tiempo lo oculta, es uno de los pulmones desde lo que respira este libro. Un marxista como Michael Löwy lo expresaba sin rodeos: «La visión romántica se instala en la segunda mitad del siglo XVIII y jamás ha desaparecido». El Romanticismo sirve, precisamente, para pensar el presente sin un centro que lo monopolice o le dé forma disciplinada. Friedrich Schlegel decía que el «historiador es un profeta que mira hacia atrás». Esa enseñanza romántica desempeña un papel importante en estos textos. Textos que abordan cuestiones que van desde la música pospunk hasta la visión cultural de Hayek, pasando por un análisis del espectador moderno o por la poesía de Pizarnik o el pensamiento de María Zambrano. Posiblemente el interés de Gramsci por el poeta Novalis iba por este camino. Novalis escribió: «En cuanto doy alto sentido a lo ordinario, a lo conocido dignidad de desconocido y apariencia infinita a lo finito, con todo ello romantizo». El Romanticismo no es otra cosa que una forma de mutación cultural que pone lo ordinario y conocido en el centro para ser transformado. Podríamos decir que una de sus fuerzas consiste en observar el presente y percibir en ello todas sus potencialidades liberadoras. En esta tarea, la izquierda, según parece, se quedó atrás. El nacionalismo, la derecha, el fascismo, el capital se interesaron de un modo más radical por estos factores culturales vinculados a la vida ordinaria que la izquierda de partido. Obviamente resumo y, al resumir, soy injusto. Hay un libro al respecto que no suele citarse, pero que sintetiza esto perfectamente: Herencia de esta época, de Ernst Bloch. Es un libro que brota de una doble raíz: optimismo de lo que fue y desesperación del presente. De hecho, en el prólogo de 1935 escribe: «Desde aquí se puede divisar una amplia panorámica. El tiempo está en decadencia y está gestando algo simultáneamente». Este es el camino. Bloch, precisamente, insiste en ese olvido de lo cultural, su potencia transformadora, dejada de lado o despreciada: «Por consiguiente, los perros y los falsos magos [referencia a las formas en las que aparece el diablo en el Fausto de Goethe] han podido invadir tranquilamente grandes zonas antiguamente socialistas. Por consiguiente, aquellas zonas no solamente son escondrijos y arsenales de la reacción, sino que están en peligro de convertirse en refugios, también para más tarde y frente al marxismo victorioso». Bloch es consciente de que sin esa lucha cultural/afectiva no es posible superar el poder de los movimientos reaccionarios. El socialismo también debería saber manejarse en la cultura, en los elementos espirituales, en el mismo suelo tectónico de la tradición. De eso nos hablaba algún cuento romántico. Esto es: no olvidar esa faceta más allá del mecanicismo.

Un cuento breve de E. T. A. Hoffmann quizá nos sirva de ejemplo: El pequeño Zacarías. En un principado de clima pacífico vivían un buen puñado de hadas, «para quienes, como se sabe, el calor y la libertad valen más que ninguna otra cosa». Estas hadas convivían con diferentes seres como los humanos. La vida en comunidad implicaba aceptar que, muy probablemente, era gracias a esas hadas que en los pueblos y en los bosques «se producían tan a menudo los más agradables prodigios y que todos y cada uno, en esa encantadora y deliciosa atmósfera de hechizos, creía plenamente en lo maravilloso». Pero un suceso repentino vendría a cambiarlo todo. El caprichoso príncipe Paphnutius regresó de un viaje por diferentes reinos extranjeros. Lo que vio y vivió en ese recorrido por la realidad más allá de sus fronteras transformó su perspectiva y, por tanto, la realidad de su pequeño principado. A la mañana siguiente, tras su regreso, el príncipe Paphnutius decidió proclamar por edicto la institución de la Ilustración. Sí. Así de simple. La Ilustración era la nueva realidad de su pequeño mundo, en sintonía con el resto de la realidad de un mundo en progreso. Por eso, tras afirmar que la razón ilustrada moderada era la única forma de comprender y ver el mundo, ordenó disciplinar la naturaleza, la vida, y economizar las relaciones sociales fundándolas sobre una nueva economía de mercado. Como consecuencia, derribó los bosques, hizo navegables los ríos, modificó la forma en la que funcionaban los cultivos y las tierras comunales, etc. Ahora bien, eso era lo superficial. Para construir la Ilustración era esencial decir a las hadas que desde ese momento ya no existían, porque la Ilustración así lo decía. Paphnutius escuchó a su primer ministro, que dijo: «Es necesario exiliar del Estado a todas las personas de convicciones religiosas, que hacen oídos sordos a la voz de la razón y seducen al pueblo con sus pamplinas». Las hadas son declaradas enemigas de las luces, ya que «profesan peligrosamente la maravilla y no titubean en propagar bajo el nombre de poesía un veneno secreto que vuelve a las personas absolutamente inaptas para el servicio de la Ilustración. Sin contar con que tienen costumbres subversivas tan intolerables que esta sola razón bastaría ya para tornarlas imposibles en todo Estado disciplinado». Siguiendo esos buenos y sabios consejos, el príncipe dio órdenes y, muy pronto, «en los cuatro rincones del reino se proclamó el edicto referido a la introducción de la Ilustración. Mientras tanto, la policía hizo irrupción en los palacios de las hadas, confiscó sus posesiones y las envió a prisión». Entre otras decisiones se tomó la disposición de asar los cisnes de las hadas en la cocina real y convertir sus caballos alados en animales útiles, cortándoles las alas. (Inútil añadir como corolario que, a pesar de todas estas precauciones administrativas y policiales, las hadas siguieron viviendo en el principado y propagando su «veneno secreto».) Hoffmann simplemente, desde la ironía, pone en juego la necesidad de comprender el valor de los elementos que caen fuera de lo comprensible.

El neoliberalismo, así como diversos movimientos reaccionarios, supieron comprender perfectamente que la forma de «crecer», de estabilizar su relato de explotación y dominación, debía provenir, precisamente, de los aspectos afectivos, culturales, populares. Hayek lee esto inmejorablemente y con una sabiduría y habilidad admirables, al tiempo que con consecuencias trágicas para el presente. ¿Por qué se han apoderado de tal forma de ese relato? La respuesta exigiría otro tipo de libro, o, mejor dicho, más que un libro necesitaría, sinceramente, una praxis. Saber jugar con la economía de lo incomprensible es una de las virtudes que han hecho que el neoliberalismo, en su forma reaccionaria, atraviese los diversos elementos de la vida cotidiana, los voltee, nos empape. Pero también lo vio Marx en el momento en el que lee la relación de España con la revolución; en concreto, la incapacidad de los liberales para entender las dinámicas de lo popular y su poder emancipador. La fuerza de la cultura como elemento que organiza necesidades y expectativas. Así pues, son elementos que se cruzan, que se conectan. Por eso, volviendo a Bloch, este escribe: «Ha llegado la hora de arrancarle de la mano estas armas a la reacción. Mucho más aún ha llegado la hora de movilizar las contradicciones de clases no simultáneas en contra del capitalismo bajo la dirección socialista». Este libro sin centro no pretende tanto, por supuesto. Tan sólo se dibujan líneas, formas sobre cuestiones culturales, pero aceptando este espectro de ideas de fondo. Y, al mismo tiempo, sin olvidar aquello que Friedrich Engels escribe a otro Bloch, a Joseph Bloch, en septiembre de 1890. Son palabras conocidas en torno al determinismo materialista, pero no por ello menos importantes:

Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta […] ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores, en el que, a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades (es decir, de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota o tan difícil de probar, que podemos considerarla como inexistente, no hacer caso de ella), acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico. De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado.

Y añade:

Somos nosotros mismos quienes hacemos nuestra historia, pero la hacemos, en primer lugar, con arreglo a premisas y condiciones muy concretas. Entre ellas, son las económicas las que deciden en última instancia. Pero también desempeñan su papel, aunque no sea decisivo, las condiciones políticas, y hasta la tradición, que merodea como un duende en las cabezas de los hombres. 

Así pues, ese factor descrito «como un duende en las cabezas de los hombres» no es algo eludible fácilmente. Los partidos, recordará Rosa Luxemburg, citando de memoria a Marx, no hacen revoluciones, y el socialismo no se puede imponer por decreto. Curiosamente, esta lección la supo asumir sin rodeos Hayek, como puede verse en el texto sobre el economista austriaco. Engels señala que se trata de un «juego mutuo de acciones y reacciones» y de una «muchedumbre infinita de casualidades». La potencia del vínculo transformador entre cultura y política estaría contenida en el interior de esas expresiones.

Todas estas cuestiones culturales laten de fondo en cada uno de los textos aquí presentes. Podríamos decir que es el pulso que atraviesa, a veces más explícitamente, otras bastante menos, el conjunto de estos escritos. Pero el camino es compartido. Lo que se pretende aquí es comprender la obra de arte como pieza cultural dentro de un puzle más complejo, interminable y caótico.

Hay otro elemento que quisiera destacar. He utilizado el término pasos para el título de esta nota previa aceptando su posible extrañeza. He concebido como tales pasos cada una de las partes de este libro. Por supuesto, esta idea no es mía, sino de Gregory Bateson, hasta donde yo conozco. Hace ya tiempo leí su Pasos para una ecología de la mente, un libro fascinante tanto en su construcción como en su montaje y estilo, y que incluye textos divulgativos, así como complejos trabajos sobre esquizofrenia o alcoholismo, o un análisis antropológico de la función de los ritos balineses. Está repleto de intuiciones fascinantes que no es posible reproducir ahora[1]. Allí, al inicio, a la hora de explicar cómo crece y se construye ese libro, escribe:

[…] un explorador nunca puede conocer lo que está explorando hasta que lo ha explorado. No lleva ninguna Baedeker en su bolsillo ni ninguna guía turística que le diga cuáles son las iglesias que debe visitar o los hoteles en que debe alojarse. Sólo cuenta con el ambiguo folclore de otros que han pasado por ese camino. Es indudable que ciertos niveles más profundos de la mente guían al hombre de ciencia o al artista hacia experiencias y pensamientos que guardan pertinencia para aquellos problemas que de alguna manera son suyos, y esta guía parece actuar mucho antes de que el hombre de ciencia tenga algún conocimiento consciente de sus metas. Pero de qué manera suceda esto, es algo que ignoramos.

Para desarrollarlo, mejor dar un rodeo. A Bateson le gustaba citar a Molière para mostrar su posición. En El enfermo imaginario, Molière nos presenta a una serie de sabios doctores en medicina los cuales interrogan a un aspirante acerca de la causa esencial por la que el opio produce somnolencia. El aspirante, sin dudarlo, responde que la razón por la cual el opio provoca sueño es porque posee una virtus dormitiva causante de esa modorra. Los sabios, sorprendidos, responden: «Bene, bene, bene, bene, respondere. Dignus est entrare in nostro docto corpore». «El opio hace dormir porque tiene virtud dormitiva», es la conclusión. De esta forma parece que todo queda cerrado, etiquetado, todo caos ordenado, archivado, y, sin embargo, seguimos sin saber nada al respecto, sin la posibilidad de construir una narración abierta. La narración de la «virtud dormitiva» del opio se impone como metanarración –tranquilizadora– que oculta el sentido del problema. El modo en el que etiquetamos suele revelar una forma en la que se oculta o se delimita un problema. En cierta medida, el problema se pierde bajo el rótulo que lo muestra. Bateson propone los pasos como formas no pre-determinadas de acercarnos a las estructuras cerradas. En este sentido, pasos es una expresión mucho más certera para nuestro objetivo que aproximaciones, fragmentos o tentativas. Entiendo aquí los pasos como formas de acercamiento a un problema que en su complejidad no tiene un único modo de percibirse o comprenderse, aunque se nos ofrezca como etiquetado. Escribir desde la crítica cultural, según mi punto de vista (y, por supuesto, estoy en mi derecho de estar equivocado), es precisamente escribir sin centro. Lo que tal vez, entre otras cosas, quiera decir, citando a Stuart Hall, evitar «todo lo momificado y rígidamente codificado». Así hablaríamos de una escritura sin un mapa previo; literatura que trata de acceder desde las afueras a cuestiones críticas para verlas y analizarlas desde ángulos diferentes, o desde caminos opuestos. Eso es lo que ha empujado, humildemente, la redacción de estos textos dispersos. Que lo haya logrado es ya otra cuestión.

* * *

Tal como he apuntado, estos textos tienen origen diverso, aunque han sido revisados, ampliados y desarrollados para esta edición. En algunos casos la versión actual es notablemente diferente. Indicaré a continuación la procedencia de alguno de ellos. Los dos primeros, dedicados a The Smiths y Joy Division, aparecieron en libros colectivos sobre estas bandas publicados por la editorial Errata Naturae y coordinados por Fruela Fernández. «La vida interior de las imágenes» es una versión extendida de una conferencia impartida, por invitación de Valentín Roma, en el Palau de la Virreina en Barcelona, dentro del ciclo Lectores de imágenes. El trabajo sobre María Zambrano es una versión del texto «Poetry and Realization: Towards a Knowledge of the Poet’s Place in María Zambrano», publicado en 2017 por la editorial Legenda (Cambridge) dentro de un libro colectivo sobre esta pensadora coordinado por Xon de Ros y Daniela Omlor. «¿Otra historia del Expresionismo abstracto? Una aproximación a la poesía y la pintura» tiene su origen en una conferencia en la Universidad de Granada en 2015. También parte de una conferencia el texto «Los mundos inmóviles destruiré yo mismo. Marx, poesía, Romanticismo», impartida en el congreso internacional sobre Marx en la Universidad Complutense de Madrid en 2018, invitado por Eddy Sánchez. «Marx: España y revolución» es una versión del prólogo a la edición de los textos de Marx sobre España que realicé en 2017. El texto sobre Hayek apareció en una versión previa en la revista Viento Sur. Finalmente, «Arte (es) propaganda» apareció como libro únicamente en versión digital en 2016 (Capitán Swing). Mis agradecimientos a quienes me empujaron a escribir estos trabajos. Y por supuesto a mi editor Tomás Rodríguez, quien acogió este proyecto y lo animó hasta convertirse en libro. Y, como siempre, gracias a Sara, Pablo y Olivia, arquitectura de todo.

Salamanca, febrero de 2020

[1] Sobre Gregory Bateson me extendí en un libro anterior: Narración o barbarie. Fragmentos para una lógica de la confusión en tiempos de orden, Vitoria/Buenos Aires, Sans Soleil, 2017.

I

Están todos atrapados

Nihilismo y romanticismo en Manchester

Estas cosas llevan tiempo

Fragmentos para una lectura nihilista de The Smiths

Se ha olvidado, pero el éxito de The Smiths fue torpedeado firmemente por la industria musical, que optó por la actitud de «si les ignoramos, terminarán por irse» con la que habían proscrito al punk.

Morrissey

La ingenuidad romántica no es sino la resistencia de la imaginación […] a nuestras circunstancias contemporáneas.

Simon Critchley

TODO SUCEDIÓ MUY RÁPIDO

El 4 de febrero de 1983, un tipo de aspecto arrogante y que parece estar fuera de lugar, llamado Steven Patrick Morrissey, toma el micrófono en La Hacienda. Por las imágenes que nos han llegado, así como por las declaraciones de los propios implicados, es fácil comprobar que no hay demasiado público esa noche en el club, abierto un año antes por Tony Wilson. Lo cierto es que una aparente frialdad enmarca el inicio del concierto. La presentación de Morrissey es breve pero directa y, en cierto sentido, enigmática. Dice: «Somos The Smiths, no Smiths». Y lo repite. El público, que habla sin prestar excesiva atención, no sabe lo que está sucediendo, o, mejor, ignora lo que va a suceder. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Trata de crear una frontera entre la vulgaridad y la individualidad? Comienza a sonar «These Things Take Time». Una forma de abrir el camino: «Mine eyes have seen the glory of the sacred wunderkind / You took me behind a dis-used railway line / And said “I know a place where we can go / Where we are not known” / And then you gave me something that I won’t forget too soon»[1]. Una desesperada forma de poner toda una historia en marcha. Tras este tema, se suceden las canciones entre tímidos –muy tímidos, en ocasiones– aplausos. Andy Rourke recordaba así, en una entrevista para The Guardian, el espíritu de lo que abrió aquel comienzo: «[Debutamos] en La Hacienda el 4 de febrero de 1983. Era un frío almacén vacío, donde se proyectaban películas extrañas en un lado del escenario. Johnny [Marr] y yo solíamos ir cinco o seis días a la semana, y en ocasiones nos sentíamos como si fuéramos sus únicos habitantes. Esto fue algunos años antes de que apareciese [DJ] Mike Pickering, el éxtasis y todo eso. Era entonces un lugar muy gris que necesitaba un poco de color y de luz […]. Todo sucedió muy rápidamente después de eso»[2]. Y es cierto que todo sucedió muy rápidamente. Nueve meses más tarde[3] vuelven a tocar en el mismo lugar y ya todo será diferente. Un público entregado, unos temas ya cerrados, una puesta en escena que será clave, etc. Mike Joyce insistía, precisamente, en ese mismo recuerdo:

En aquellos días, Manchester era una ciudad industrial, de clase trabajadora, y Gran Bretaña un lugar para bandas de rockeros machotes. Sin embargo, queríamos hacer algo más interesante. Ese mismo día, por la mañana, [Johnny Marr] se había cortado el pelo a lo Roger McGuinn, a lo tazón; sin embargo, sobre el escenario de La Hacienda apareció con un tupé a lo Elvis. Morrissey se puso una camisa de Evans de talla grande de mujer […]. El público estaba un poco incómodo al principio […] [Morrissey] se agachaba, lanzaba sus piernas al aire… Tenía bastante de teatro y de ballet. Sin embargo, nada de esto había sido ensayado. Recuerdo las caras del público justo enfrente de mí. «¿Qué diablos es esto?», parecían preguntarse. Morrissey tenía gladiolos en el bolsillo en ese primer concierto, si no recuerdo mal. Cuando tocamos un par de semanas más tarde [el segundo concierto fue realmente varios meses después, el 7 de julio], había muchas más flores. Para el tercer concierto en La Hacienda [sería el 24 de noviembre de 1983] recuerdo que Interflora trajo 30 cajas de gladiolos. Todo el lugar apestaba. Al final del concierto fuimos asaltados. La altura del escenario era perfecta para que la gente subiera. Recuerdo a Tony Wilson diciendo: «Jamás había sucedido algo así en La Hacienda. Esta es la primera vez». Fue absolutamente una locura[4].

Morrissey lo había presagiado en febrero: «somos The Smiths, no somos Smiths». Y lo que media entre ambas expresiones, lo que habita el límite discursivo que ya estaba en 1983 presente, es lo que vamos a tratar de dibujar en estas páginas. Todo sucedió muy rápido, decía Rourke, y sin embargo, estas cosas llevan tiempo. The Smiths construye su propio límite, pero sobre todo su propia respuesta al nihilismo heredado del punk, una respuesta, al mismo tiempo, de un nihilismo elevado.

El visionado/escucha de estos tres conciertos de The Smiths puede llevarnos, con todas las cautelas necesarias, a pensar en ellos como caso desde el cual estudiar una serie de mutaciones y desplazamientos culturales y, por tanto, tratar de ver en la banda de Manchester algo más que un gesto o una puesta en escena. Quizá no sea demasiado arriesgado sostener que The Smiths trató de construir algo así como un disenso o desvío en ciertas maneras dehacer, lo que conllevó, implícitamente, una diferencia en la manera de ver. Generar un desplazamiento, un lugar de enunciación, para generar un nuevo discurso. The Smiths produjo, o al menos lo intentó, un discurso propio a partir de los restos del naufragio del punk (y en medio, no deberíamos olvidarlo, del desarrollo de la música electrónica). Y ahí está, por ejemplo, la presencia de New York Dolls frente al punk de Sex Pistols, y cómo de los primeros tomaron (sobre todo Morrissey) la necesidad de generar un discurso de desidentificación con respecto a la relación rock y género, que será marca de la casa, la desidentificación con respecto al esquema macho del rock y, al mismo tiempo, la identificación (a distancia, es cierto) con el relato de la clase trabajadora. Y es en este proceso donde se hace fuerte la perspectiva romántica y desoladora de cierto nihilismo desesperado.

¿Se trata, por lo tanto, de un discurso nihilista lo que vemos tras The Smiths? Tal vez la expresión discurso dentro de este marco de análisis sea excesiva, pero nos puede servir para acceder a algunas de las cuestiones sobre las cuales me gustaría tratar en adelante: cómo el modelo cultural del nihilismo sirve de arrastre para componer una forma determinada de presentar un contexto histórico-político de cambio. Es evidente, al mismo tiempo, que, si hablamos de nihilismo en este caso, este irá vinculado a un discurso ingenuo y rompedor o de una ingenuidad rompedora, como fue el Romanticismo, y que hallamos en la escritura de Keats o de Novalis (salvando las distancias). Y eso es «These Things Take Time», una forma ingenua de nihilismo y de experiencia desesperada: «But I can’t believe that you’d ever care / And this is why you will never care / But these things take time / I know that I’m / The most inept / That ever stepped»[5]. Aquel concierto –y, en general, aquel 1983– visibilizó el camino que iba a abrir The Smiths.

MANCHESTER

Trazar una línea y, tras ella, dibujar un sentido es sumamente complicado. El sentido es un efecto y no una causa. Cuando The Smiths dibuja sobre el suelo de Manchester su camino, no prefigura nada más que su deseo de permanecer como relato de un presente. Y es que Manchester parece contener en un determinado momento de su historia un fuerte deseo de permanencia. El pesado cielo de Manchester con su paisaje gris nos lleva a reconfigurar la vieja pregunta que en los sesenta se hiciese Robert Smithson: «¿Habrá sustituido Manchester a Roma como ciudad eterna?». Ahora bien, todo deseo de permanencia, como bien sabían los románticos, conlleva el peso de la contradicción, del choque entre lo fugaz y lo permanente, el peso, en definitiva, de su particular autodestrucción. Y, para llegar a este punto, una parte de ese Manchester tuvo que llevar a cabo una mutación, una mutación consistente en el desarrollo de un relato de la música basado en su relación con el espacio y el territorio. No se trata de hacer de Manchester un lugar idílico sino de mostrar sus entrañas. Y en esa mutación The Smiths desempeña un papel central (lo veremos también en Joy Division). O, parafraseando a Heidegger, ¿por qué Manchester en lugar de nada? La pregunta, torpemente planteada de este modo, tiene que ver con la reconstrucción del paradigma nihilista del punk en las manos de The Smiths. En esta mutación trataremos de ahondar. Y sobre ella insiste Morrissey en el inicio de su autobiografía: «Mi infancia son calles y calles y calles y calles. Calles que te definen, calles que te oprimen». E insistirá en esa desesperación (marcada desesperación), que sin duda se alía con el espacio, con el territorio: «La herencia arquitectónica de Manchester es la demolición». Y en otro momento: «Los pájaros se abstenían de cantar en el Manchester industrial de la posguerra, los sesenta no hicieron bailar a nadie y los locales eran lo contrario de habladores»[6]. Y Jon Savage, en su relato «Morrissey, el escapista», lo expresa magistralmente: «A mediados de los setenta, el Nuevo Brutalismo arquitectónico, un jefe de policía represivamente religioso y la concentración de la riqueza habían convertido el centro de Manchester en una ciudad fantasma por las noches»[7]. Ahora bien, tal vez fue esta situación de asfixia, de carencia de una salida efectiva, lo que provocó, según Savage, que «Manchester fue[se] central en la expansión del punk en Gran Bretaña».

EXISTO, LUEGO NO HAY FUTURO

La fuerza de subversión de los años sesenta (el esplendor de los sesenta lo denominó Thomas Crow[8]) se transformó, en el avance de la década siguiente, en un marcado nihilismo que tuvo al punk como etiqueta. Si bien los setenta arrancaban con las esperanzas puestas en una transformación social y política procedente del espíritu del 68, su desarrollo concluyó con un mundo más cerrado y conservador. Y, sin embargo, de esas cenizas nace el punk. El punk recogió la energía depositada por el espíritu de los sesenta y la extremó hasta el punto de transformar (o destruir) todo lo que podía aún ser sólido. El punk propuso, en efecto, la escenificación del fin como única etiqueta del presente y para el presente. De esta forma vino a desvanecer las esperanzas de una juventud redentora. En su lugar puso sobre el escenario la imposibilidad de concebir al ser como un sujeto cerrado, comprensible, pensable (etiquetable, quizá sea la palabra) en una sola entidad lógica. El punk es anticartesianismo puro, y sólo por eso quizá quepa decir que es el movimiento artístico más importante del siglo XX. En lugar del «Pienso luego existo», el punk se reinventó bajo la forma «Existo, luego no hay futuro». De este modo el punk rompía con el fantasma del progreso. El progreso era el tema (en tanto que efecto de la economía) que el capitalismo enunciaba (y anunciaba) como necesidad para lograr no sólo un mundo mejor sino también descubrir «la verdad», sea eso lo que sea. El punk trataba así de hacer saltar por los aires esa idea/ecuación que nos decía que progreso igual a verdad, donde la verdad no es más que un sistema de exclusión social. Lo que nombramos como progreso no es, pues, más que una forma selectiva de destrucción. «Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad», había dicho Walter Benjamin[9]. Pero en realidad no era una tempestad en este caso, sino una casa en ruinas.

El final de los años setenta trajo consigo la desmitificación total de ese progreso (kantiano) hacia un mundo mejor. Y tal vez Manchester, una ciudad marcada por la clase trabajadora, era especialmente sensible a las transformaciones socio-económicas, y, por extensión, sus jóvenes sujetos lanzados a cuestionar el relato dominante del progreso, el relato del capitalismo, y su construcción de lo verdadero como destino. No en vano, el concierto de Sex Pistols en junio de 1976 será fundamental para el propio discurso alternativo de la ciudad. Ahí está, en definitiva, el punk como forma de despertar del sueño de la contracultura hippie de los sesenta. Y ahí está el punk, por ejemplo, para luchar frente al auge del neoliberalismo que poco después será representado por Margaret Thatcher, aunque de esta historia –la de Thatcher como fetiche– hablaremos más adelante. Detengámonos ahora un momento en esta presencia del punk.

ESTÁN TODOS ATRAPADOS

En el ya clásico libro Por favor, mátame de Legs McNeil y Gilliam McCain, Ed Sanders, líder de The Fugs, expresó certeramente este tránsito de los sesenta a los setenta:

El problema de los hippies fue que la propia contracultura desarrolló una hostilidad interior entre los que contaban con el equivalente a un fondo de depósito y los que tenían que ingeniárselas para sobrevivir. Es cierto que los negros, por ejemplo, sentían un resentimiento hacia los hippies en el Verano del Amor, en 1967, porque percibían que aquellos chicos que dibujaban amebas en sus libretas de Sam Flax, quemaban incienso y tomaban ácido, podrían salir de aquello en el momento en que quisieran.

Podrían volver a casa. Podrían llamar a su mamá y decirle: «Sácame de aquí». Mientras que alguien que se ha criado en las viviendas subvencionadas de Columbia Street y se mueve por los límites del parque de Tomkins Square no tiene escapatoria. Esos chicos no tienen ningún sitio a donde ir. […] Están todos atrapados.

Así se desarrolló otro tipo de hippie, más lumpen. Gente que procedía realmente de una infancia llena de abusos, de unos padres que los odiaban, que los echaban de casa. […] Y esos chicos fermentaron en una especie hostil y callejera. Punks[10].

Ed Sanders sintetiza muy bien el problema bajo el rótulo «están todos atrapados». Es ese encierro, sin ir más lejos, el relatado por Rourke y Joyce, y sobre el que volverá una y otra vez Morrissey. Escribe: «Suena dramático, pero hasta cierto punto pensaba que posiblemente no podría abandonarla nunca [su habitación], parece que todo lo que soy fue concebido allí. Solía tener un terrible complejo territorial, despreciaba a cualquier criatura que hubiera traspasado el umbral de mi habitación o mirase mis libros o sacase algún disco. Hervía de ira»[11]. El mismo Morrissey, en otra ocasión anterior, había señalado: «A menudo cuento historias muy enfermizas. Pero es que no puedo recordar cosas como revolcarse en la paja o estar en el campo dibujando caballos. Únicamente recuerdo estar sin un penique en calles muy oscuras»[12]. Se trataba de jóvenes que formaban parte de una clase trabajadora, donde los problemas cotidianos podían llegar a tomar cualquier forma indeseable, que trataban de hallar su propio relato de la diferencia, y, cuando este llegó, tomó la forma concreta de la música. Baste el ejemplo de Johnny Marr. Tras una fuerte pelea con su padre, abandona el instituto y encuentra un trabajo como vendedor de ropa en la tienda X Clothes: de esa primera vida adolescente de la que sale expulsado, tan sólo conserva su Les Paul y unos discos. Y cada día que pasa bordea más los límites de la ley: «Tuvo [Johnny Marr] extrañas relaciones con unos ladrones de joyas –recuerda Luis Troquel– y le cogieron con unos dibujos de Lowry robados. Completó su pequeño pero distinguido currículum delictivo con alguna que otra andanza ilegal más»[13].

Es esa imposibilidad de sentido, esa fractura de un ideal superior, lo que provoca la ambivalencia destructiva del punk y su marca de nihilismo, que será seña de identidad del punk, pero, sobre todo, habitará en sus consecuencias (como en The Smiths). Porque The Smiths, como bien supo ver Morrissey, recoge el testigo del punk para extremar una de sus formas de nihilismo (la de su ingenuidad destructiva). No es la música lo que heredan del punk, obviamente, sino el relato. Ahora bien, colgar la etiqueta de nihilismo no tranquiliza ni aclara el problema. Es decir, que el punk conlleve el sello del nihilismo genera más problemas de los que aclara. ¿Qué nihilismo? ¿Cuál es esa marca? Estar atrapados, sí, pero ¿dentro de qué? He ahí una de las preguntas clave. Podemos suponer que dentro de una tendencia progresiva y discursiva. Pero sobre todo podemos suponer que dentro de un sistema socio-político descarnado. Y así es: el punk no sólo escenifica una fractura hacia dentro sino también hacia fuera. Dicho en otros términos: el punk destruye el espíritu del progresismo historicista. He ahí el relato. El punk, así, descubre en su crudeza que va más lejos que muchas de las filosofías de la historia al considerar que el futuro no es más que un fetiche para comercializar. Basta recordar las palabras de Terry Eagleton (quien, dicho sea de paso, quedó deslumbrado por la autobiografía de Morrissey[14]): «La escatología socialdemócrata vende a la clase obrera un futuro que nunca será realizado porque existe para reprimir el pasado, robándole a esta clase su odio al sustituir la memoria de los ancestros esclavizados por sueños de nietos liberados»[15]. La toma de conciencia de esa venta (escatológica) de un futuro inapropiable (e imposible) es la que permanece en la base del punk y también, veremos, en The Smiths. Morrissey lo tuvo claro desde el principio:

Nuestro público pertenece a una nueva generación que no ha estado nunca expuesta a la franqueza. Nuestro éxito se debe principalmente al clima económico, cada vez peor y deprimente. Desde el comienzo de los años ochenta no ha habido la menor consideración hacia los seres humanos, y eso se refleja en la música popular. Con la llegada de los sintetizadores se perdió la sensibilidad y los textos perdieron importancia. Para nosotros, la música popular no es una cosa fabricada, ni es el glamour ni son las modas pasajeras. Somos cuatro almas desnudas delante del mundo. La gente que nos escribe lo comprende muy bien. Nosotros somos reales, simplemente. Nadie nos manipula[16].

Se trata de una toma de conciencia de vivir en un contexto de compleja mutación en las formas de sentir.

CUANDO EL ARGUMENTO SE ROMPE

El punk es la afirmación de la deriva. Y, en este sentido, New York Dolls (mucho más que los Sex Pistols) sería un modelo exacto y complejo al mismo tiempo. Así lo recuerda David Johansen, voz de los Dolls, en Por favor, mátame:

La gente que venía a ver a los Dolls decía: «Cualquiera puede hacer esto». Creo que la contribución de los Dolls al punk fue que demostramos que cualquiera podía hacerlo. Cuando éramos pequeños, las estrellas de rock and roll solían ir del palo: «Llevo un traje de satén, soy muy cool. Vivo en una jaula dorada y conduzco un Cadillac rosa». Los Dolls terminan por desenmascarar esos mitos y ese tipo de sexualidad. Éramos básicamente unos chicos de Nueva York que escupíamos y nos tirábamos pedos en público, éramos maleducados y nos reíamos de todo. Lo que estábamos haciendo era evidente: devolver la música a la calle[17].

Los Dolls generan un progresivo relato de desidentificación con respecto al propio modo de visualizar el rock and roll. El proceso implica hacer de la impostura un modo de configurar un nuevo relato. Los Dolls vestidos de mujer, rompiendo el relato de la heterosexualidad machista del rock, pero al mismo tiempo haciendo alarde de su heterosexualidad[18]… He ahí el proceso de fractura del sentido discursivo y la creación –y aquí reside lo importante– de un nuevo lugar de enunciación. Este nuevo lugar afectivo o territorio sensible está vacío, a su vez, de certificados de autenticidad, de aprioris, de identidades firmes. Y esa conexión es la que deja en el aire Jon Savage en el texto mencionado: «Morrissey […] aprovechó el rock para difundir textos que reventaban las barreras masculino/femenino y la masculinidad en general».

Decíamos que el punk suponía la ruptura de un relato, pero sobre todo es la ruptura del argumento. Y aquí también hay mucho de nihilismo. Esta ruptura del argumento ya estaba prefigurada en el Nietzsche de La gaya ciencia o de Aurora, donde sostiene esa idea de sujeto que denomina hombre tardío. Este hombre tardío desafía el argumento entendido como espacio de sometimiento. Escribía: «Consideremos, por ejemplo, la afirmación principal: la moral no es otra cosa […] que la obediencia a las costumbres, cualesquiera que sean, y estas no son más que la forma tradicional de comportarse y de valorar. Donde no se respeten las costumbres, no existe la moral. […] El hombre libre es inmoral porque quiere depender en todo de sí mismo, y no de un uso establecido»[19]. Y más adelante: «Bajo el imperio de la moral de las costumbres, toda suerte de originalidad planteaba problemas de conciencia»[20]. El punk –aceptando las distancias pertinentes– disloca (y el caso de los Dolls es evidente) la posibilidad de concebir al hombre en exacta parentela con la tradición, reconfigurando una identidad hecha de elementos de superficialidad, repleta de mutaciones. Por eso el punk, más que una formulación que presente una dinámica concreta, representa el desfondamiento de todo absolutismo conceptual.

NIHILISMO ESTÁ ANTE LA PUERTA

I was looking for a job, and then I found a job / and heaven knows I’m miserable now[21].

En Muy poco… casi nada, el filósofo Simon Critchley apunta un proceso altamente sugerente: las posibilidades del proceder romántico en el mundo contemporáneo, y cómo el Romanticismo (o cierto Romanticismo) produjo una forma de posicionarse ante el nihilismo. ¿Cómo enfrentarse al nihilismo? Esta pregunta tiñe el libro de Critchley. Nietzsche, en La voluntad de poder, lo expone claramente: «Que los valores supremos han perdido su valor. Falta la meta; falta la respuesta al “por qué”»[22], esa es la definición de nihilismo. El nihilismo supone así un cortocircuito en el proceder y en el producir sentido. En efecto, el nihilismo colapsa la ordenación pautada de una semántica que nos ofrezca seguridad. Porque ese es el objetivo de toda semántica: ofrecer asidero. Esa falta de meta supone en realidad la destrucción de un posible sentido trascendental que diseñe teleológicamente el presente. No hay fin ni finalidad. De esta forma, la claudicación del sentido expuesta por el nihilismo reclama una respuesta. ¿Qué hacer si no hay finalidad, si no hay un sentido superior que explique todo esto? Frente a la modelización de lo real basada en la estructura de sentido superior que protege todos nuestros quehaceres (Nietzsche piensa en la moral cristiana) ha de situarse un escenario en el cual todo ha sido devastado y donde no hay a qué agarrarse. Esa es la experiencia del nihilismo, una total desactivación de la experiencia de lo superior. Y, sin embargo, no se trata sólo de una desactivación total del sentido sino, al mismo tiempo, de una activación de otrosniveles de sentido. Y ahí radica el problema. El nihilismo, el colapso del sentido trascendente, ideológico, sólo puede ser combatido por un nihilismo de otra especie, más radical pero también más ingenuo. Escribe Critchley: «la cuestión no consiste en superar el nihilismo en un acto de voluntad o en una destrucción jubilosa, pues un acto así no haría sino encerrarnos aún más en la lógica nihilista que estamos tratando de dejar atrás. Más que superar el nihilismo, se trata de delinearlo. Se trata de una experiencia liminal […] que distinga un interior de un exterior del nihilismo, y nos prohíba tanto la transgresión como la restauración». Y añade, certeramente: «¿Qué formas de resistencia imaginativa siguen siendo posi­bles?»[23]. Esta es una cuestión radicalmente romántica. Es en este marco en el que el filósofo inglés enmarca la aportación del Romanticismo alemán, que tiene a Friedrich Schlegel como cabeza visible. «El problema al que se enfrenta el Romanticismo –escribe– es, pues, qué podría valer como una vida llena de sentido, o como un sentido para la vida, una vez se han rechazado las certezas en las que se fundaba la religión»[24]. Aceptada la situación de una vida en la incertidumbre, ¿cómo construir y construirnos desde ella? Y es esta radical experiencia la que no podemos perder de vista y la que Critch­ley situará también como experiencia del punk (y que nosotros preferimos enmarcar mejor en el paradigma de The Smiths). La respuesta siempre será ingenua, pero la ingenuidad es también un arma. «La ingenuidad del Romanticismo –añade Critchley– radica en la convicción de que el mejor modo de dar respuesta a la crisis del mundo moderno es a través del arte»[25]. El dilema, por tanto, es qué podría valer como una vida llena de sentido sin las certezas en las que se funda la religión. Sobre qué suelo asentar los pilares del cambio.

El nihilismo es una de las señas de identidad del Romanticismo. Un nihilismo marcado por la búsqueda de una nueva realidad espiritual más allá de la religión heredada. Uno de los nombres centrales del tránsito hacia el Romanticismo, Jean Paul Richter (a quien Heine situará como guía fundamental), insistía a comienzos del siglo XIX, desde una posición radical, en la necesidad de conectar con el nihilismo bajo los parámetros de una nueva sensibilidad naciente. Jean Paul proclama la inexistencia de Dios y el advenimiento de la nada, donde hallaremos, quizá, un extraño consuelo. En un fragmento titulado «Lamentación de Shake­s­peare muerto, en la iglesia, rodeado de oyentes muertos, en donde se proclama que Dios no existe», leemos, por ejemplo:

No escucho más que mi voz, y detrás de mí está todo aniquilado. En la vasta cripta de la Naturaleza todo no es más que nada, y todo ser se ve arrastrado por este huracán primordial, que se arremolina y resuena sobre el caos; todo ser está solo y solo se lo sepulta. Pero ¿por qué seguimos siendo arrastrados? ¿Por qué existe todavía algo? ¿Quién salvo el azar evita que el azar haga ponerse al sol para siempre en vez de cruzar el torbellino de polvo níveo de las estrellas? […] Y tú, hombre miserable y de incierto camino, cuya vida es el gemido de la Naturaleza […] ¿No veis vosotros, los muertos, sobre el altar el inmóvil montón de restos de Jesucristo putrefacto?[26]

Y en otro momento: «¿Quién va a alzar la mirada buscando un ojo divino de la Naturaleza? Ella os mira fijamente con una órbita vacía, negra e inmensa. ¡Ay! Todos los seres se hallan en esta eterna tormenta por nadie gobernada, como huérfanos acurrucados; y hasta allí donde llega la sombra arrojada por el ser no hay padre alguno»[27]. Jean Paul Richter sería el máximo exponente de un nihilismo como colapso del sentido, pero, en igual medida, nos ofrecería el consuelo de la nada. Ahí podríamos situar el relato de Jean Paul de un Cristo que muere en la cruz y, tras su muerte, descubre, casi aliviado, que Dios no existe. ¿Puede haber mayor expresión de nihilismo? Estaríamos así ante la plena conexión entre anhelo divino y tragedia del presente[28].

Para Critchley esa es la experiencia del punk a finales de los setenta. El punk se sitúa como un modo de superar los ejercicios de exaltación de los sesenta a través del descreimiento, precisamente, de sus ideas. Al mismo tiempo, no se debe perder de vista su desarrollo como un modo radical del nihilismo bajo el rótulo del no future[29]. «Ya no podemos creer en un mundo de la verdad situado más allá de este mundo del devenir, y, sin embargo, no podemos soportar este mundo del devenir»[30], señala Critchley, al hablar de la experiencia romántica del nihilismo, pero igualmente lo hará para referirse al punk. Escribe Critchley: «El punk, al igual que el Romanticismo, empezó bien y actuó durante algún tiempo como una bombona de oxígeno para aquellos que vivían en el ambiente asfixiante de lo que llaman vida en los suburbios ingleses»[31]. Critchley considera que el punk británico (se olvida de un modo alarmante, por cierto, del punk norteamericano) supuso el mayor ejercicio de recuperación del espíritu romántico ante un contexto social y político marcado por el progresivo auge del neoliberalismo. Su pregunta es totalmente pertinente. ¿Cómo posicionarse una vez que el nihilismo es aceptado? Pero, ¿se puede aceptar el nihilismo? O, mejor, ¿cabe posicionarse? El nihilismo ni se acepta ni se rechaza; el nihilismo, recuerda Nietzsche, es un estado. Ahora bien, cuando Nietzsche desarrolla el problema, lo sitúa no en un marco político o social sino en un plano moral. Será el siglo XX el que derive las consecuencias del nihilismo hacia territorios de una mayor complejidad y penetre en la misma noción de Historia. Evidentemente, en ese espacio no vamos a penetrar. Simplemente nos vamos a interrogar acerca de cómo esa marca del nihilismo que transpira el punk, se depositó sobre Manchester en los años setenta-ochenta, y más concretamente cómo afecta esa marca a The Smiths tanto en su posición estética como en sus letras y melodías.