¿Por qué ser médico hoy? - Varios autores - E-Book

¿Por qué ser médico hoy? E-Book

Varios autores

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"Estudiar y ejercer la medicina ha sido siempre una decisión trascendente. Quien encara el proyecto de vivir como médico se ha formulado alguna vez una serie de interrogantes: ¿por qué? ¿para qué? ¿cómo? Sin embargo, hoy nos enfrentamos con alarma a la sombra de los riesgos que implica una profesión en la que muchos de sus miembros no encuentran respuestas satisfactorias a estas preguntas básicas. O, peor aún, en la que progresivamente quienes la ejercen no se las formulan. En la búsqueda de un "cerebro colectivo", de reunir inteligencias y sensibilidades para pensar juntos –y para estimular el pensamiento de otros–, estas páginas dan voz a quienes tienen algo que decir, una historia que avala su palabra y una trayectoria basada en una coherencia ética e intelectual. Un grupo de médicos de distintos países que ha decidido dar respuestas a esas preguntas fundamentales, para evitar que llegue el momento en que ya nadie se las haga. Hoy como ayer, resulta necesario encontrar aquellos motivos que subyacen a los grandes temas de la existencia. Se impone reflexionar sobre la actualidad y el futuro de la profesión que hemos elegido."

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¿Por qué ser médico hoy?

Puentes entre la formación y la práctica de la medicina

Prólogo de Pedro Cahn

Guillermo Jaim Etcheverry, Alfredo Buzzi, Alberto Agrest, Francisco Maglio, Guillermo Del Bosco, Zulma Ortiz, Luis Chiozza, Arnoldo Kraus, Olindo Martino, Carlos Gherardi, Juan Gérvas, Enrique Graue Wiechers, Alcides A. Greca, José María Ceriani Cernadas y Leonardo Palacios Sánchez

Por qué ser médico hoy?. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012. - (Puentes; 0)

E-Book.

ISBN 978-987-599-293-1

1. Medicina.

CDD 610.7

© Libros del Zorzal, 2009

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a:

<[email protected]>

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com.ar>

Índice

Prólogo

Más allá del arte de curar

Pedro Cahn | 6

El desafío de formarse como médico

Guillermo Jaim Etcheverry | 15

Formación de un espíritucientífico

Alfredo Buzzi | 25

Bibliografía | 53

Carta a un joven estudiante de medicina

Alberto Agrest | 57

Bibliografía | 64

Entre la evidencia y la narrativa

Francisco Maglio | 65

Bibliografía | 76

Medicina, “edad de oro” y después...

Guillermo Del Bosco | 77

Reflexiones sobre el ser médico

Zulma Ortiz | 92

Bibliografía | 102

¿Tratamiento de algo o tratamiento de alguien?

Luis Chiozza | 104

Bibliografía | 114

Escuchar

Arnoldo Kraus | 115

El médico: ¿operario… o artesano de la salud?

Olindo Martino | 125

Bibliografía | 145

Recuperar el humanismo

Carlos Gherardi | 147

Los territorios ignotos de nuestra mente

Juan Gérvas | 164

Vocación en el siglo XXI

Enrique Graue Wiechers | 178

Luces y sombras de una decisión crucial

Alcides A. Greca | 190

Bibliografía | 215

Los cambios en el ejercicio de la medicina, su influencia en la profesión médica y en el cuidado de la salud

José María Ceriani Cernadas | 216

Bibliografía | 233

Una apasionante decisión

Leonardo Palacios Sánchez | 234

Prólogo

Más allá del arte de curar

Pedro Cahn1

Aquellos médicos que como Daniel Flichtentrei –director de la Colección Puentes, en cuyo marco se publica el presente volumen– ven en la medicina algo más que el simple arte de curar se formulan la pregunta: ¿por qué ser médico hoy? Y por cierto que la misma no tiene una respuesta unívoca. Y no la tiene porque en rigor el médico de talle único tampoco existe. El médico es antes que nada un ser humano, y como tal, en primer lugar un ser social. Esto último implica señalar que según se posicione en el complejo entramado social que nos toca vivir, será un cierto tipo de ser social-ser humano-profesional-médico.

Ser médico implica ejercer una profesión, hacerlo con responsabilidad y procurando aplicar los propios conocimientos para beneficiar a otra persona o a la comunidad en su conjunto, según las acciones se centren en la práctica asistencial en el primer caso o en la investigación o la salud pública en el segundo. Pero esta descripción bien podría caberle a otras profesiones, tanto dentro como fuera del área del equipo de salud. ¿Cuáles son entonces las diferencias que caracterizan a la profesión médica?

Una respuesta frecuente es que el médico toma contacto con el sufrimiento. Esto es cierto, pero eso no lo hace diferente de un psicólogo, un abogado penalista o de asuntos de familia ni tampoco de un funcionario de un servicio fúnebre. “Contacto con el sufrimiento”, en sus diversos grados, describe solamente una parte del todo. Otra opción es describir al médico como un asesor, consejero, capaz de recomendar pautas de conducta (régimen higiénico-dietético, ejercicio, consumo de tabaco, alcohol y drogas, prescripción de tratamientos). Nuevamente la respuesta es correcta, pero volvemos a encontrar otros actores sociales que cumplen una o más de esas funciones (maestros, religiosos, comunicadores sociales, etc.).

Una tercera posible respuesta describe la responsabilidad del médico, al tener en sus manos la vida de otras personas, definición paradigmática del cirujano, anestesista o intensivista. Pero, acaso, ¿un ingeniero que diseña un puente, un arquitecto que calcula el soporte para un balcón, un chofer de transporte público o un piloto de avión no confrontan responsabilidades similares? Otra alternativa es considerar la medicina como una fuente de ingresos, un trabajo. Y es bueno que esto sea así, dado que el médico es un trabajador, por cierto especializado, dentro del equipo de salud. Obviamente, ésta tampoco es una característica exclusiva de la profesión. Desde la mirada de Florencio Sánchez (M’ hijo el dotor), la medicina es un facilitador del ascenso social, por el prestigio y respeto que la actividad inspira. O mejor debería decir inspiraba, ya que la realidad actual del ejercicio profesional, al menos en nuestro país, hace de esa pieza teatral un documento histórico que, como tal, remite al pasado. En todo caso, tanto en lo económico como en lo relativo al ascenso social son muchas las actividades mejor recompensadas que la medicina.

Ser médico hoy implica, al menos en nuestro país, además de todo lo descripto, saber que la práctica de la medicina se inscribe en una atmósfera poco amigable, cuando no hostil. El médico de hospital es la cara visible de un sistema ineficiente, expulsivo y poco amigable para el supuesto beneficiario, el otro que padece. El médico de prepaga u obra social, obligado a trabajar a destajo por la degradante remuneración que recibe, con contadísimas excepciones, es el rostro de una institución que aumenta sus cuotas y/o restringe servicios al supuesto beneficiario.

El libro que tengo el honor de prologar nos ofrece un variado mosaico de puntos de vista que procuran responder esta desafiante pregunta: ¿por qué ser médico hoy?

Alberto Agrest le escribe a algún interlocutor imaginario que desee ser médico que “acertaría si aprende a amar lo que hace y se frustraría si sólo desea hacer lo que ama”. También nos recuerda el progresivo abandono del estado de sus responsabilidades, en manos inescrupulosas que usan a la salud como un campo para sus negocios, en ocasiones más cercanos al código penal que al juramento hipocrático. Y, en pocas palabras describe, con la claridad de los maestros: “Hoy la medicina asistencial es una industria que produce recursos para combatir enfermedades pero, sobre todo, riesgos y los vende como seguros de salud. Los médicos hemos pasado a ser concesionarios de esa industria”.

El decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, Prof. Alfredo Buzzi, ofrece una prolija descripción del camino que deberá recorrer el estudiante interesado en aprender y ejercer esta profesión, desde el Ciclo Básico Común hasta la culminación de la Residencia, en un relato que nos permite entender por qué la universidad pública en general –y la Universidad de Buenos Aires en particular– sigue siendo el sitio de excelencia para la formación médica en nuestro país.

El cambio en las condiciones de ejercicio de la medicina, la deformante sobrevaloración de la tecnología como “elixir mágico” y las consecuencias de la mercantilización de la profesión son discutidos por el Dr. José María Ceriani Cernadas, quien nos advierte sobre el creciente fenómeno de insatisfacción que ya es objeto de estudio en diferentes países, como resultado de la “pérdida progresiva de nuestra dignidad como profesionales, la profunda alteración en la relación médico-paciente”; derivación directa de esto es, a su entender, el empeoramiento paulatino en el cuidado de la salud de la población.

El Dr. Carlos Gherardi describe cómo se deshumaniza el médico, al hacerse experto en interpretar estudios complementarios, sin conocer la biografía de quien presta su cuerpo para su obtención, hecho que desemboca en una incapacidad para interpretar su significado en relación con el paciente. Esta deshumanización opaca la figura del médico. Sin embargo, no lo releva de la responsabilidad profesional que la tarea implica. Por ello, Gherardi nos convoca a “trabajar por un nuevo perfil de médico y recrear la confianza de la sociedad en las personas que manejan este avance incontenible”, avisándonos que “resultará una empresa difícil pero imprescindible. Por lo menos quien desee hoy ser médico y afrontar la responsabilidad de la atención de los pacientes deberá también trabajar para reconstituir la confianza de la sociedad en esta noble profesión que debe ser reconocida como un proyecto moral”.

En un sentido similar, el Dr. Arnoldo Kraus nos convoca a recuperar la escucha, como base para volver al diálogo fecundo entre paciente y médico. Y nos dice: “La clínica y lo que ahí sucede, es decir, la cara que mira y las manos que palpan, sigue siendo la parte medular, no sólo de la escuela, sino de la vida de la medicina. La clínica es la morada obligada a la cual deben siempre recurrir los doctores; es el instrumento que le permite al galeno entender lo que dice el enfermo. En ese espacio, la tecnología no irrumpe ni manda”.

A su vez, el Dr. Enrique Graue Wiechers de la Universidad Autónoma de México describe la tarea del médico centrada en confrontar con la muerte y que, para cuando ésta llegue, “lo haga silenciosa y prudentemente; sin agobios ni dolor”. Lejos de limitar su responsabilidad a esta trascendente cuestión, el autor subraya la necesidad de abordarla con un fuerte compromiso social. Así, influir positivamente en la sociedad parece ser parte del compromiso del médico.

Francisco Maglio, mi maestro, describe la relación médico-paciente como la de dos “cosufrientes” encerrados en un triángulo cuyos lados son el modelo médico hegemónico, la medicalización y la formación enfática. Nos convoca a comprender al paciente desde el paciente, ya que en esta relación no hay una sola racionalidad, la médica, sino también la del paciente, igualmente válida. Y como si esto no representara suficiente desafío nos convoca al afecto, recordándonos que “el paciente necesita ser querido”, pero además nos advierte que debemos hacerlo sin perder la objetividad: “Se trata de estar con el paciente sin ser el paciente”. Veracidad, integridad, ecuanimidad, respeto, privilegio de la confidencialidad, autonomía y privacidad forman parte del listado de cualidades exigibles al médico de hoy y de siempre, según Maglio. Al igual que Arnoldo Kraus, subraya la importancia de la escucha. Y como complemento imprescindible, saber confortar y acompañar para estar, como Hipócrates, no al lado, sino del lado del paciente.

El Prof. Leonardo Palacios, de Colombia, señala que los profesores debemos actuar como mediadores en el encuentro alumno-conocimiento, orientar y guiar la actividad, proporcionando ayuda pedagógica, procurando incrementar las competencias del alumno, su comprensión y actuación autónoma. Tras describir algunos de los dilemas éticos que nos plantea el avance científico-técnico, el autor nos plantea el interrogante acerca de si aún vale la pena elegir la profesión médica. Y de inmediato nos entrega valiosos argumentos para considerar, llegando a la conclusión de que “estudiar medicina en el siglo XXI es una apasionante decisión”.

La Dra. Zulma Ortiz, desde su particular visión de epidemióloga nos relata el desafío que implica “escribir sobre la profesión y tal vez sobre las razones para no ser médico”, y nos propone reflexionar sobre tres conceptos: se es médico para toda la vida, la medicina no es inocua (el clásico primum non nocere) y finalmente, los actos médicos son una expresión de hegemonía.

Los tres remiten al imaginario colectivo: el médico sabe siempre sin importar su especialización; el médico debe acertar siempre; y como consecuencia su palabra es siempre verdadera. A partir de estos tres planteos, la autora nos invita a pensar acerca de si ¿se puede ser médico/a sin asistir pacientes? Invito al lector ansioso por conocer la respuesta a abandonar este prólogo y sumergirse directamente en el capítulo de la Dra. Ortiz. El manejo del error en medicina, su potencial rol docente y sus implicancias legales son analizados desde la mejor perspectiva: la bioética y dos de sus principios esenciales: la beneficencia y la no maleficencia. Para hacerlo, se apoya en Michel Foucault para describir lo que este considera como un poder-saber, es decir, “un saber al servicio del poder, un poder que se vale de saberes concebidos como verdaderos e incuestionables”. Su contratara, la medicalización de la vida social, cierra este valioso capítulo, no sin antes incluir los otros elementos esenciales de la bioética, esto es los principios de autonomía y de justicia.

A partir de las valiosas enseñanzas que Viktor von Weizsaecker hiciera en el campo de la antropología médica, el Dr. Luis Chiozza reflexiona sobre aquello que, a algunos de nosotros, nos empuja hacia la práctica médica, encontrando en una sensación de certeza acerca de la posibilidad de ayudar al prójimo –sensación íntima y anterior a cualquier racionalización– una respuesta posible al interrogante.

El Dr. Guillermo Del Bosco, por su parte, se preocupa por analizar el corrimiento experimentado por aquellas pautas culturales que arropaban el quehacer médico hace algunas décadas (en cuyo seno, el profesional de la salud era remunerado económicamente en concordancia con el reconocimiento social que le estaba destinado). Del Bosco opone aquella “edad de oro” a la situación actual del sistema médico argentino (que, dada la globalización imperante, podría extenderse al sistema gerenciado de la salud, donde sea que éste se aplique), en cuyo marco el ejercicio de la medicina es, por momentos, hostil. El Dr. Olindo Martino retoma esta dicotomía y la ilustra con interesantes anécdotas de su vida personal y profesional como médico con ejercicio en lugares tan disímiles como Ruanda, Perú o el norte argentino.

También a partir de episodios biográficos reflexiona Juan Gérvas sobre los cuatro tipo de razones que, a su entender, justifican la decisión de aventurarse por el camino de la medicina hoy en día. Nos habla de las enorme diversificación laboral que los adelantos tecnológicos del área hacen posible y de aquellas pequeñas grandes cosas que hacen única la práctica médica.

De manera crítica y certera desmonta el Dr. Alcides Greca el –en su opinión– mito de la “vocación”, al tiempo que analiza los claroscuros impuestas a la profesión por las exigencias de una salud gerenciada.

Por último, el Dr. Guillermo Jaim Etcheverry se explaya sobre distintas problemáticas de la formación del médico y advierte sobre los peligros de dejarse seducir por nuevas técnicas educativas, enemigas del esfuerzo (que conlleva trabajo, pero también la alegría de superar los obstáculos encontrados).

Un epílogo para este prólogo

Desde mi visión, habiendo transcurrido largamente más de la mitad de mi vida ejerciendo la medicina, entiendo que para ser médico se necesita, en primer lugar, tener un alto grado de vocación de servicio a los demás. Estar dispuesto a ser muy humilde y a reconocer la necesidad de estudiar permanentemente, dado que la velocidad de reproducción de los conocimientos supera cualquier chance de estar al día. Ningún médico esta absolutamente al día.

En países como el nuestro, el médico tiene que estar dispuesto a confrontar la “máquina de impedir” que funciona en el muy ineficiente sistema sanitario argentino. Un sistema que superpone mecanismos de coberturas, en el que la cultura del “no se puede” o “no hay” ha ganado la ideología y la práctica de muchos colegas, sobre todo en el sistema público. La resignación florece como semilla de la parálisis y la mediocridad. Quienes elegimos trabajar en hospitales públicos sabemos que éstos representan la ultima línea de defensa para los pacientes. Paciente que se “cae” de la prepaga pasa a la seguridad social; el que cae de la seguridad social pasa al hospital público; al que cae del hospital público sólo le queda el precipicio. El médico, al igual que el resto del equipo de salud, trabaja en malas condiciones salariales, malas condiciones de horarios, sin insumos, asistiendo a una población que con toda justicia reclama servicios mas eficientes, que no los obliguen a humillantes “colas” desde la madrugada para conseguir un turno. Ese reclamo muchas veces se ejercita contra el médico, cara visible de un sistema inhumano, dirigido generalmente por funcionarios que atienden su salud en forma privada. Sin embargo, los médicos seguimos empujando y lo hacemos porque entendemos que estamos trabajando en pésimas condiciones, pero que el que está del otro lado del mostrador está mucho peor, porque sufre todas las consecuencias del sistema, pero además está enfermo. El día que eso deje de importarnos, deberemos dedicarnos a otra cosa.

Ser médico hoy implica tener un compromiso humanístico. Entender que lo biológico es importante, pero lo biológico es sólo un componente. No estamos tratando un conjunto de células organizadas de tal o cual manera, sino un ser humano que tiene una vida, problemas, una familia, una sociedad que lo rodea, que lo empuja, que lo discrimina o no, que lo ayuda o no, que lo soporta o no.

Entonces, ¿por qué ser médico hoy?

A quien se formule esta pregunta le sugiero que lo piense bien, que medite acerca de cuál es su objetivo. Si lo que quiere es una profesión para ganar dinero seguramente hay otras mucho más rentables. Si busca una profesión de prestigio social, esta razón tiene mas pasado que futuro, ya no corre más. Ahora, si desea una profesión que le pueda dar la satisfacción de ayudar al otro y de recibir una sonrisa, o un apretón de manos, o simplemente un cálido agradecimiento, si es capaz de sentirse gratificado con eso, entonces, habrá encontrado un por qué elegir la profesión.

Termino citando a dos escritores, también filósofos: Jean-Paul Sartre dijo: “Todos somos responsables de lo que no tratamos de evitar”. Cuando uno ve la obscena desigualdad social, que genera marginalidad y desesperación y con ella enfermedad y sufrimiento, impregnando tan fuerte nuestras actividades, creo que todos somos responsables. El primer paso para defender la salud es amar la vida. Y para ello, la vida debe ser digna de ser vivida, para todos. Para Albert Camus: “El artista debe estar siempre con aquellos que padecen la historia, no con los que la hacen”. Me permito hacer extensiva esta definición a nuestra profesión.

Hay buenas razones para ser médico, sobre todo si nos preocupa el ser humano y la sociedad que lo rodea, y estamos dispuestos a no ser cómplices por omisión frente al sufrimiento y la injusticia. Desde el rol de médicos no podremos solucionar todos estas cuestiones, pero no dudo en afirmar que quienes lean este libro seguramente aprenderán a no agravarlas y a elegir adecuadamente en la contradicción esencial entre ser parte del problema o parte de la solución.

1 Jefe de Infectología, Hospital “Juan A. Fernández”. Presidente de Fundación Huésped. Profesor adjunto de Infectología, Facultad de Medicina, Universidad de Buenos Aires. Ex presidente de la International AIDS Society.

El desafío de formarse como médico

Guillermo Jaim Etcheverry1

Durante el largo y azaroso proceso que supone formarse como médico es inevitable que se plantee de manera reiterada el interrogante central bajo el que se reúnen estos escritos: “¿Por qué ser médico hoy?”. Las respuestas son tan variadas como lo son los protagonistas de esa aventura. Porque, efectivamente, formarse como médico o como persona que busca conferir un sentido a su vida implica embarcarse en una exploración de uno mismo, internarse en un territorio que está ahí pero que no conocemos hasta no recorrerlo. Ya lo expresó con precisión Hesíodo cuando en el siglo VIII a. C. dijo: “La educación ayuda a la persona a aprender a ser lo que es capaz de ser”.

De allí que en estas páginas haya elegido comentar algunos aspectos de la formación universitaria, experiencia obligada que atraviesan quienes se proponen llegar a ser médicos. El contacto estrecho con esa actividad me ha convencido de que los problemas que ésta plantea no son sino un reflejo de la situación del conjunto del sistema educativo. Las tendencias que en él se observan influencian decisivamente mucho de lo que sucede en nuestras universidades en general y en nuestras facultades de medicina en particular.

De allí que el interrogante ¿por qué ser médico hoy? esté indisolublemente ligado a otra pregunta: ¿cómo y en que contexto llegar a ser médico hoy? Siguen, pues, unos pocos comentarios relacionados con ese marco más amplio de la formación profesional y personal. Se trata de plantear algunas ideas intencionadamente polémicas, buscando estimular la imprescindible reflexión sobre algunas de estas cuestiones que surgirán durante la carrera y aun después de graduados. Estoy convencido de que la posición correcta seguramente se encuentra en algún punto intermedio entre las tendencias que hoy gozan de popularidad y la visión que me propongo exponer. Lo hago, precisamente, como una contribución a la identificación de esa zona gris porque advierto el peligro al que nos puede llevar la adhesión acrítica, sin ninguna resistencia, a muchas de las tendencias educativas contemporáneas.

El cambio permanente

Entre los signos distintivos de la sociedad actual se pueden identificar la fascinación por la velocidad, el prestigio de lo nuevo, la obsesión que nos persigue por el cambio permanente. A esas tendencias no escapa la educación. Ésta es la razón por la que las estructuras educativas, en todos sus niveles, están sometidas a constantes mutaciones.

Cuando se escucha el discurso de los reformadores de la educación, es preciso concluir que todo lo que se hizo hasta ahora tuvo resultados desastrosos. Gracias a la denigrada “pedagogía tradicional”, parecieran haberse formado una suerte de individuos tontos, memorizadores de informaciones inútiles, simples repetidores obsesionados por las evaluaciones, desmotivados por continuar aprendiendo durante el resto de sus vidas, dotados de un pensamiento infantil, incapacitados para trabajar junto con otros, bloqueados en toda posible discusión. En suma, unos pobres y despreciables ignorantes, desprovistos de juicio crítico y carentes de personalidad. Como el resultado de esos métodos perversos somos nosotros mismos, hay que advertir que es a nosotros a quienes describimos cuando criticamos a los que hoy denominamos despectivamente “métodos tradicionales de aprendizaje”. Los caracterizamos recurriendo al peor de los calificativos, porque para la sociedad actual no hay nada más degradante que considerar que algo es “tradicional”.

En el contexto de una cultura que se horroriza ante el esfuerzo, que concibe a los estudiantes como indefensas víctimas explotadas por un sistema despiadado, que ha decidido que el conocimiento de lo concreto ya no importa porque los datos están en las redes de información –antes estaban en los libros pero a nadie se le ocurría afirmar que había que ignorarlos– ha aparecido una pedagogía acorde con esas aspiraciones. Es la que nos promete un estudiante activo, motivado, interesado por aprender durante toda su vida, dotado de pensamiento adulto, capacitado para trabajar con los demás. Muy diferente, en fin, de esto despreciable que somos nosotros mismos. Una pedagogía desvelada por la relevancia y, por eso mismo, centrada en lo “útil”, como si resultara posible anticipar qué y cuándo algún conocimiento habrá de sernos útil. Una pedagogía promotora del “estudiante entretenido” y activo, distante de quienes hoy se “aburren” ante la propuesta de estudiar algo en profundidad y con seriedad. Una pedagogía estimulante de la discusión, aunque la sustancia del debate no refleje más que la ignorancia acerca de los aspectos más elementales de aquello que se discute.

Se reconocen entre éstas muchas de las ideas que subyacen en no pocos intentos de renovación de la enseñanza en nuestras escuelas de medicina. Para peor, en muchos casos, a menudo ni siquiera contemplan la necesidad de disponer de los recursos materiales y de las personas que permitan encararlos con un mínimo de seriedad. Desconocemos una realidad que nos señala, implacable, que no contamos ni con los alumnos ni con los docentes capacitados para desarrollar programas cuyos beneficios, además, están aún lejos de ser demostrados.

Como todos nosotros conservamos el recuerdo del esfuerzo que nos demandó educarnos y, además, vivimos en una sociedad que mira con espanto toda apelación a ese esfuerzo, pensamos que lo podremos hacer más sencillo, más rápido, más “relevante”. Olvidamos muchas veces que los estudiantes tienen derecho a comprender la complejidad, a enfrentarse con la dificultad, a ejercitarse en la abstracción. Por eso, sería muy saludable que sometiéramos a crítica las teorías que sustentan los experimentos que hoy llevamos a cabo con nuestros indefensos alumnos. Debemos advertir algo evidente en todos los niveles de la educación: los maestros están negando precipitadamente la función de enseñar que hoy parece haberse convertido en vergonzante. En una encuesta realizada hace pocos años entre docentes del ciclo primario y medio en la Argentina, el 73% se consideró “facilitador del aprendizaje”, mientras que sólo el 13% se concebía como “transmisor de cultura y conocimiento”. El 61% consideraba como su misión más importante “desarrollar la creatividad y el espíritu crítico”, mientras que sólo el 28% estimaba que de ellos se esperaba la transmisión de conocimientos actualizados y relevantes. El 13% pensaba que ésta, la transmisión de conocimientos actualizados y relevantes, era su función MENOS importante. Estamos así ante el milagro del desarrollo de la creatividad pura, en un vacío de conocimientos. ¿Serán tan creativos los adolescentes que, en número creciente egresan de nuestras escuelas sin poder pronunciar frases dotadas de sentido, sin comprender lo que leen –según el estudio PISA 2006 el 58% de los jóvenes argentinos de 14 años que están cursando la educación media carecen de la capacidad de comprender lo que leen– sin la capacidad de realizar simples abstracciones, todo ello como resultado del hecho de que a nadie le interesó enseñarles algo?

Existe un horror contemporáneo a asumir la responsabilidad de enseñar, porque esa actitud implica una asimetría en la relación docente-alumno que resulta políticamente incorrecta. ¡Hasta se ha llegado a debatir si quienes dirigen los “grupos de discusión” deben o no conocer los contenidos del curso! No es extraño, pues, que ante estas posiciones estén surgiendo en todo el mundo movimientos que se proponen “volver a enseñar”. Están convencidos de que “aprender a aprender”, como está de moda preconizar hoy, se aprende aprendiendo algo.

Quiero proponer la tesis de que nos resistimos a admitir que la enseñanza es, ante todo, ejemplo. Ejemplo del maestro atraído por el conocimiento. Esforzado ejemplo a imitar con esfuerzo. Como lo afirmara Albert Einstein: “Dar el ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única”. Estoy convencido de que el principal determinante de una buena escuela, de una buena universidad sigue siendo, como siempre lo ha sido, contar con buenos profesores. Eso trasciende el currículum, la organización, el método, las computadoras, los proyectores, todo. Porque el objetivo central de una institución educativa que pretenda ser importante es que sus alumnos entren en contacto directo con personas excepcionales. Que las vean, las escuchen, las sientan pensar.

Una vez que esos jóvenes han sido poseídos por el virus de lo absoluto, una vez que han visto, oído, hasta olido la fiebre y el fervor de aquellos que buscan desinteresadamente la verdad (y, en nuestro caso, que desean ayudar compasivamente al otro que sufre, que es lo que siempre hemos intentado hacer) persistirá en ellos algo de esos resplandores singulares. Por el resto de sus vidas o de sus carreras, en la mayor parte de los casos rutinarias y poco distinguidas, esas personas llevarán dentro de sí alguna defensa contra el vacío interior.

Muchas estrategias de modernización nos pueden conducir al descenso en la calidad de la enseñanza, superficializándola y acentuando su banalidad. Lo que es peor, la tecnocracia educativa conduce al desprestigio de la figura del docente, que es quien representa el valor social del conocimiento. Al desjerarquizar la persona del docente, mostramos a las jóvenes generaciones que lo que ellos hacen no nos interesa. Un profesor de la Escuela de Medicina de la Universidad de McMaster en Canadá, decía no hace mucho: “Pienso que, particularmente desde los años 80, la palabra ‘maestro’ se usa cada vez menos debido a lo que creo es un concepto equivocado de promoción de la persona como entidad individual y no dependiente de sus modelos”. Citaba luego a uno de sus alumnos que señalaba: “En las universidades hay muchos profesores, pero pocos maestros”. Es tristemente cierto. Lo que esos maestros enseñan, a quienes enseñan y el dónde y el cómo enseñan, continuarán cambiando. Pero lo que no debería cambiar es lo que significa para la sociedad la esencia de esa enseñanza: el ejemplo del maestro.

En el contexto de una práctica de la medicina como la actual, guiada crecientemente por consideraciones económicas, es más importante que nunca educar –además de entrenar– al futuro médico para que al menos conserve el núcleo de convicciones que han distinguido nuestra profesión, hoy tan gravemente amenazada. Convicciones que nos han llegado prácticamente intactas desde la época de Hipócrates, como se advierte en el juramento hipocrático, uno de los más bellos documentos que ha producido la ética humana. Esa línea sigue inmutable, porque hoy los médicos seguimos haciendo lo mismo. Aunque utilicemos técnicas muy distintas a las de entonces, no debemos perder de vista la esencia de nuestra misión. Una misión humana por excelencia, transmitida por humanos que saben, que saben hacer y que quieren compartir ese saber, misiones todas intraducibles a los criterios de eficiencia de las empresas.

Aprender lo “útil”

Precisamente, una de las características que mejor define la situación de la universidad actual es su acelerada incorporación a la lógica empresarial y comercial que hoy domina todas las esferas del quehacer humano. Se está instalando con fuerza avasalladora la concepción que sostiene que, para justificar su existencia, resulta imprescindible que la universidad –y la educación en general– exhiba resultados mensurables y comercializables. Cuánto entra, cuánto sale, a qué costo, qué se puede vender. De allí que se apliquen a la institución y a sus “productos” los mismos criterios con los que se juzga la productividad y la eficiencia de las empresas que comercializan bienes, en este caso la educación, transformada en uno más entre los bienes transables. No sólo se industrializa la salud, también lo hace aceleradamente la educación.

Esto lleva a emprender evaluaciones de todo tipo para justificar la existencia de la universidad ante sus “clientes”. Para demostrar la eficacia institucional se establecen complejas relaciones entre la inversión y los supuestos “productos”. Esta lógica empresarial ha conquistado de manera acelerada un territorio que, hasta no hace mucho, respondía a valores culturales y académicos y no a los puramente materiales y comerciales. Parecería no advertirse que resulta imposible aplicar la lógica de las empresas a un “producto” tan difícil de definir como “un estudiante educado” o un conocimiento significativo. No es tarea sencilla distinguir entre la educación y su certificación, entre pensar y procesar la información, entre producir conocimiento y simplemente consumirlo. Es con preocupación que debe advertirse el advenimiento a la esfera de lo público de un grupo de administradores, por lo general jóvenes y bien entrenados, que reciben por la tarea de gestión y control, salarios que superan en varios órdenes de magnitud a los de los propios gestionados. Esta floreciente burocracia, definidora de la calidad y predicadora de lo obvio, alienta las evaluaciones y los controles que, sobre todo, sirven para su perpetuación. Demuestra, además, una falta de percepción de la realidad que puede tener trágicas consecuencias para nuestros países, porque no pocas veces se imponen criterios, generados en contextos muy diferentes.

La calidad de una universidad o la de una escuela de medicina no es equivalente a la de una empresa. Se trata, sobre todo, de emprendimientos culturales y deberíamos resistirnos a que se nos quiera convencer de que están guiados por las mismas reglas de las empresas o los comercios. El público, tan afecto a los rankings, rápidamente adhiere a mediciones de este tipo. El peligro es que también lo está haciendo la propia comunidad académica sin siquiera someterlas a la crítica.

La educación amenazada

Son tantas las graves amenazas que se ciernen sobre nuestras universidades y escuelas de medicina que no resulta posible ni siquiera enumerarlas por la escasez de espacio. Como lo señala el académico estadounidense Bill Readings en su libro La universidad en ruinas (Harvard, 1996): “Las universidades se están transformando en corporaciones transnacionales en las que la idea de la cultura está siendo reemplazada por el discurso de la ‘excelencia’. Si bien, a primera vista, esta mutación no parece peligrosa, deberíamos ser cautos en adherir rápidamente a este enfoque tecno-burocrático. Esta nueva ‘Universidad de la Excelencia’ es, en realidad, una corporación movida por las fuerzas del mercado y, como tal, está más interesada en los márgenes de beneficio que en el pensamiento”. La universidad se está convirtiendo en un servicio más en la era de los servicios y se aleja velozmente de aquella ideal comunidad de estudiosos reunidos en busca de la verdad. Una más entre las empresas, la universidad actual persigue como principal objetivo la satisfacción de sus “clientes”, alumnos y potenciales proveedores de fondos. Muchas de estas amenazas a nuestra misión, como universitarios y sobre todo como médicos, ingresan vestidas con el atractivo ropaje de la apelación a la “modernidad” y al cambio. Lógicamente hay mucho por hacer en nuestras facultades, pero es preciso que, como individuos pensantes y críticos –aun a pesar de aquélla, nuestra inútil formación tradicional– consideremos al menos las implicancias que para la universidad del futuro tendrá el sentido hacia donde hoy orientemos esas transformaciones. Es imprescindible comprometerse a emprender un esfuerzo destinado a convencer a la sociedad de que la educación encierra valores propios y que no es sólo la clave de valores económicos. Deberíamos empeñarnos en fomentar en el seno de nuestras propias sociedades el desarrollo de un clima cultural, hoy inexistente, que nos permita contar con una universidad que merezca el nombre de tal. Si conseguimos volver a la idea de que la educación pertenece a la esfera del ser y no a la del tener, que ese ser se aloja en la conciencia de quienes asumen la responsabilidad de ser maestros y no en los circuitos de las máquinas, podremos intentar revertir la tendencia actual, que busca convertir la educación superior en un sector más del floreciente mercado de bienes y servicios.

Considero que el futuro de la educación pasa por el mismo meridiano donde siempre se ubicó, por el que incluye a las personas, las apasionadas por conocer y, además, tan interesadas por los otros como para compartir con ellos su conocimiento. Allí es donde reside la única posibilidad de salvación: en el ejemplo, en encarar el esfuerzo de transmitir a las nuevas generaciones la rica herencia cultural a la que las nuevas generaciones tienen derecho por la sola razón de ser humanos. Con motivo de los homenajes de que ha sido objeto a propósito de su octogésimo aniversario, el gran escritor mexicano Carlos Fuentes decía que, en realidad, las generaciones mayores tenemos la obligación de llevar a los jóvenes las novedades del pasado. Una bella frase que concreta el proyecto humano de la transmisión.

Estamos aquí porque antes que nosotros otros pensaron y tuvieron tanto interés en nosotros como para transmitirnos estas ideas centrales que nos han permitido seguir adelante con nuestras vidas. El mundo no comienza con cada generación, es un fluir continuo y si no advertimos que provenimos de un pasado, difícilmente podamos crear un futuro significativo. Si no nos damos cuenta de que hoy somos pasado de un futuro que vendrá, poco de significativo podremos hacer. Cumplir con esta tarea de transmisión es nuestra obligación y para eso debemos huir de la fascinación contemporánea por la tecnología que nos promete resolverlo todo. No es así, estamos en presencia de herramientas utilísimas, deslumbrantes y maravillosas para quien está preparado a usarlas, pero para quien no lo está, vacíos de todo contenido, son simples juguetes de estos tiempos. Lo importante del ser humano sigue siendo su contenido, lo que llevamos dentro, lo que hemos logrado construir cada uno de nosotros en nuestro interior con nuestro esfuerzo y con ayuda, con la guía interesada de nuestros padres, con el apoyo de nuestros maestros, con su dedicación, su atención y su afecto. Esas condiciones personales siguen siendo esenciales. Estamos perdiendo la capacidad de comunicarnos, de hablar, con quienes están a nuestro lado. Pagaremos un alto precio en el futuro por esa pérdida de la capacidad de interrelación personal, del contacto con nuestros semejantes. Lo que nos define como especie es precisamente nuestra capacidad de conocer y de comunicar a los demás eso que conocemos, lo que somos, habilidades que estamos perdiendo aceleradamente. Tenemos que hacer entre todos un esfuerzo para reconquistarlas.

Los médicos tenemos, además, la responsabilidad de entrar a las nuevas épocas con los ojos bien abiertos a lo que nos rodea, a una realidad distorsionada por el entretenimiento y la banalización permanentes, al escándalo de la injusticia y del hambre. Por nuestra formación y por el contacto permanente que tenemos con el otro que llega a nosotros sufriendo y que nos confía lo único valioso que tiene que es su vida. Los médicos tenemos la obligación de intentar ser, al menos, abogados defensores de esas vidas.

¿Por qué ser médico hoy? Por las mismas razones de siempre: para cumplir con la profunda vocación de saber para ayudar al semejante que sufre, para obedecer al impulso de escrutar la naturaleza y así cumplir con el insoslayable mandato humano de conocer, para transmitir a las nuevas generaciones eso que logramos saber y dar testimonio, con nuestra conducta, de aquello que cuando nos iniciamos quisimos –y a veces logramos– ser.

Formación de un espíritucientífico

Alfredo Buzzi2

No existe una mayor oportunidad, responsabilidad u obligación que pueda recaer sobre un ser humano que llegar a ser médico. En el cuidado del enfermo que sufre necesita habilidades y destrezas clínicas, conocimientos científicos y comprensión humana. Si sabe usarlas con coraje, con humildad y con sabiduría, brindará a sus congéneres un servicio único, y podrá construir un edificio durable de carácter dentro de sí mismo. El médico no debería pedirle a su destino nada más que esto, pero no debería contentarse con nada menos.

Tinsley R. Harrison, Principios de Medicina Interna(Nueva York, 1950)

El título de este trabajo encierra dos preguntas simultáneas y vinculadas entre sí. En efecto, ¿por qué ser médico? constituye una cuestión muy importante en el futuro de un ser humano y merecería un ensayo específico. Si se le agrega la pregunta ¿por qué hoy?, el tema se hace más complejo todavía y por lo tanto con mayores dificultades de exposición y explicación. La mayoría de nosotros, los médicos dedicados a la asistencia de hombres y mujeres enfermos, creemos habernos sentidos atraídos a esta profesión por una vocación. Etimológicamente, vocación deriva del latín vocatio, acción de llamar, que el Diccionario de la Real Academia Española define como la inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión o sacerdocio, y de un modo más familiar, como inclinación hacia cualquier estado, profesión o carrera. Vemos, entonces, como se asocia a este llamado o vocación un carácter casi sobrenatural o divino, lo que nos está indicando las dificultades que surgen al intentar darle un encuadre objetivo.

A pesar de estas dificultades, todos sabemos o creemos saber lo que constituye una vocación: una firme inclinación o decisión hacia determinada actividad humana, sea esta laica o religiosa, casi siempre acompañada de ideales de ética, dedicación y perfección continua. La vocación casi siempre surge en la juventud, si bien a veces este llamado es oído en la niñez; también existen vocaciones tardías, pero son menos frecuentes.

El clínico argentino Jorge Orgaz (1899-1987), en su pequeño y delicioso libro Infancia y vocación. Cuaderno íntimo de un médico, publicado en 1953, afirma que la vocación es una incógnita que las aptitudes condicionan pero no definen, y que podría describirse como el hallazgo de la personalidad en la acción. Como ejemplo paradigmático recuerda el caso del notable fisiólogo francés Claude Bernard (1813-1878). Sus primeros educadores lo consideraron nacido para eclesiástico por lo bien que aprendía el latín; sus padres lo creyeron dotado para el comercio; él soñó con ser dramaturgo sacrificándole al teatro todo cuanto tuvo. Obligado a atender su manutención aceptó ser ayudante de boticario, aproximándose a la química por necesidad. En procura de mejoras de orden práctico, sin la menor atracción por las ciencias ni sed de fama ni noción del propio gran talento, pasó de la botica donde lavaba envases, probetas y retortas a la Facultad de Medicina, donde estudió sin pena ni gloria, egresando con notas mediocres. Y sucedió lo imprevisto, con lo que no cuentan los semiólogos de la vocación. Para realizar sus estudios prácticos, Bernard fue destinado rutinariamente a la sala de hospital que dirigía François Magendie (1783-1855). El propio Claude Bernard desconocía los secretos designios que jugaban a su favor los hados del destino. El maestro fue poco a poco demostrándole a su joven discípulo el encanto de la experimentación fisiológica, que hizo de él uno de los padres de la fisiología.

Otra hipótesis, quizás más plausible y frecuente de observar es la del “contagio” en el sentido figurado de la influencia de un familiar o progenitor que se erige en un modelo de identificación para los más jóvenes. La profesión médica puede citarse como el arquetipo de las vocaciones familiares, ya que existen dinastías y linajes de médicos que en ocasiones se extienden durante varias generaciones. El vínculo puede ser de padre a hijo, de tío a sobrino, de hermano mayor a menor. El Padre de nuestra profesión, Hipócrates de Cos, que vivió hace 2.500 años, era descendiente de una familia de médicos, siendo en aquella época una tradición establecida que los conocimientos y las habilidades médicas se transmitieran de padres a hijos. El célebre filósofo y biólogo Aristóteles de Estagira (384-322 a. C.), preceptor de Alejandro Magno, era hijo del médico Nicómaco. Destacado descendiente, a su vez, de una larga estirpe de médicos. El fundador de la anatomía científica, el belga Andrea Vesalio, que vivió en el siglo XVI, una de las personalidades médicas más originales, activas y precoces de todos los tiempos, era hijo, nieto y bisnieto de médicos. También en nuestro país existen familias con varias generaciones de médicos notables, y los apellidos de los Argerich, los Montes de Oca, los Herrera Vegas, los Ayerza, los Gutiérrez y los Finochietto son evocadores. En otros casos, la chispa que enciende la llama de una vocación ardiente es la admiración juvenil hacia una personalidad destacada en la ciencia o en el arte de la medicina. Nuestro egregio Bernardo Alberto Houssay (1887-1971), confesaba que su dedicación al estudio de la fisiología se había despertado por la admiración que profesaba a la figura de Claude Bernard.

A menos que uno de los miembros cercanos de su familia sea médico y al mismo tiempo capaz de transmitirle la grandeza y la servidumbre de la profesión, el aspirante a serlo en el futuro no tiene una idea concreta, a veces ni siquiera aproximada, de lo que es el mundo de la medicina y de sus múltiples especialidades y subespecialidades. La experiencia de haber estado enfermo cuando niño, y por ese motivo haber sido asistido en casa por un médico recordado como venerable y todopoderoso es tan infrecuente como irreal, ya que los recuerdos infantiles son deformados por la imaginación y el paso del tiempo. No creo aventurado afirmar que hay una sola prueba de una vocación sólida y duradera: el deseo sincero de ayudar y de asistir a un ser humano doliente. Este deseo, innato en el hombre, y frecuentemente intensificado por creencias religiosas o por enfermedades prolongadas, incurables o mortales de seres queridos, cuando es suficientemente intenso, suele llevar al estudio de la medicina o de alguna otra de las formas del arte de curar.

Una vez decidida la vocación por la medicina, y si el futuro médico desea realizar sus estudios en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, deberá cursar el Ciclo Básico Común (CBC), que constituye el primer año de la carrera y entre cuyos propósitos está nivelar los conocimientos adquiridos en el colegio secundario, especialmente en aquellas materias como Física, Química y Matemáticas, que son esenciales para la formación de un espíritu científico y el correcto aprendizaje de futuras asignaturas, como la Fisiología. Durante este período, el alumno se encontrará, como en los tres años subsiguientes, con la necesidad de incorporar y racionalizar numerosos conocimientos que, según una interpretación superficial y seguramente errónea, le serán de poca o ninguna utilidad frente al enfermo. Debe convencerse, por lo tanto, de que todo lo que aprende en este período le será fructífero o indispensable en el futuro. Asimismo, cuando deba desentrañar la estructura macroscópica y microscópica del cuerpo humano, deberá, primero, vencer la natural repulsión ante vísceras y extremidades formalizadas, y posteriormente memorizar los múltiples detalles de la anatomía e histología. Similarmente, deberá conocer las características evolutivas del embrión humano. En este sentido, cabe destacar la disponibilidad de imágenes del ser humano vivo e intacto mediante procedimientos, como la ecografía, la tomografía axial computada y la resonancia magnética nuclear con procedimientos instrumentales incorporados en los últimos decenios en la práctica médica que se utilizan con gran provecho en la enseñanza de grado, ya que motivan al alumno a compenetrarse no sólo de la estructura anatómica, sino también del funcionamiento de los distintos sistemas orgánicos en condiciones normales y patológicas. Un ejemplo paradigmático de la posibilidad de estudiar la función cardíaca en forma no invasiva hasta en sus más íntimos aspectos lo brindan la ecocardiografía y el Eco-Doppler cardíaco. Estas ventajas pedagógicas no existían anteriormente.