Robur el conquistador - Julio Verne - E-Book

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Julio Verne

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Beschreibung

Se presenta a un inventor estadounidense, Robur, que ante los miembros del Weldon Institute de Filadelfia, de una sociedad que aboga por el uso de los aerostatos, defiende el uso de aeronaves aéreas más pesadas que el aire.Tras ser despedido con burlas secuestra al Presidente, al Secretario de la sociedad y al criado de ambos, embarcándolos en la nave que ha construido para demostrarles la eficacia, seguridad y potencia de su invento. Descrita como una embarcación con numerosos mástiles, una poderosa máquina interna hacía girar las hélices que los coronaban.
Una curiosidad que poco después (1896-1897) comenzaron a verse «naves aéreas» similares por todos los Estados Unidos, y una de ellas llegó a colisionar contra un molino en Aurora (Texas) en 1897. Podríamos calificar ésta como la primera «oleada» de platillos volantes de la historia.
 

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Julio Verne

ROBUR EL CONQUISTADOR

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-011-3

Greenbooks editore

Edición digital

Octubre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-011-3
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Indice

Robur el consquitador

Robur el consquitador

Capítulo I

De cómo los sabios y los ignorantes se hallan tan perplejos los unos como los otros

¡Pam! ¡Pam!

Ambos tiros partieron casi a un tiempo. Y una vaca que pasaba a cincuenta pasos de distancia recibió una de las balas, a pesar que nada tenía que ver con la cuestión.

Afortunadamente los dos adversarios resultaron ilesos.

¿Pero quiénes eran aquellos dos caballeros? Se ignora y, sin embargo, hubiera sido aquélla una ocasión sin duda de guardar sus nombres para la posteridad. Todo cuanto se sabe es que el de más edad era inglés, y el otro, norteamericano. Lo que era fácil de indicar es el sitio en que el inofensivo rumiante había comido su último manojo de hierba. Era en la orilla derecha del Niágara, cerca de ese puente colgante que une la orilla de los Estados Unidos con la orilla canadiense, a unas tres millas más arriba de las cataratas.

El inglés se acercó entonces al americano y le dijo:

- ¡Sigo sosteniendo que era el Rule Britannia!- ¡No! ¡Era Yankee Doodle!- replicó el otro.

La disputa iba a comenzar de nuevo, cuando uno de los testigos se interpuso; sin duda, en interés del ganado, y dijo:

- Supongamos que era el Rule Doodle y el Yankee Britannia, y vamos a almorzar.

Este convenio entre los dos cantos nacionales de los Estados Unidos y de la Gran Bretaña fue adoptado con general satisfacción. Yanquis e ingleses, costeando la orilla izquierda del Niágara, fueron a sentarse en una de las mesas del hotel Goat-Island, un terreno neutro entre las dos cataratas. Como ahora se hallan delante de los huevos cocidos y del jamón tradicionales, del rosbif frío, realzado con pickles incendiarios, y de cantidades de té bastante copiosas para dar envidia a todas las célebres cataratas, no se les molestará más. Es casi seguro, además, que ya no se hablará sobre ellos en esta historia.

¿Quién tenía razón: el inglés o el yanqui? Hubiera sido difícil decirlo. En todo caso, el desafío prueba de qué modo los ánimos estaban apasionados, no sólo en el nuevo, sino también en el antiguo continente, a propósito de un fenómeno que desde hacía un mes tenía a todos los cerebros trastornados.

Os homini sublime delit coelumque tueri, ha dicho Ovidio para mayor honor de la criatura humana. En verdad, jamás se había mirado tanto al cielo desde la aparición del hombre sobre el globo terráqueo.

Precisamente durante la última noche una trompeta aérea había lanzado sus notas metálicas a través del espacio, encima del territorio del Canadá situado entre el lago Ontario y el lago Erie. Unos habían oído al Yankee Doodle, otros al Rule Britannia. De aquí la disputa entre los anglosajones que concluía con un almuerzo en Goat-Island. Y era posible que no hubiese sido ninguno de esos dos cantos patrióticos. Pero lo que no era dudoso para nadie es que ese sonido extraño tenía este particular: que parecía bajar del cielo sobre la tierra.

- ¿Había acaso que creer en alguna trompeta celeste, tocada por un arcángel, o no eran más que unos alegres aeronautas que tocaban ese instrumento sonoro, del cual la Fama hace un uso tan ruidoso?- ¡Imposible! Allí no existían ni globos ni aeronautas. Un fenómeno extraordinario se producía en las altas zonas del cielo, un fenómeno cuya naturaleza y origen era imposible de reconocer. Un día aparecía en América, cuarenta y ocho horas después sobre Europa, ocho días más tarde en Asia, sobre el Celeste Imperio. Decididamente, si aquella trompeta que señalaba su paso no era la del Juicio Final, ¿qué significaba entonces la tal trompeta?

De aquí que en todos los países de la Tierra, reinos y repúblicas, existiese cierta inquietud que era necesario calmar. Si oyeseis en vuestra casa algunos ruidos raros e inexplicables, ¿no buscaríais apresuradamente la causa de esos ruidos? Y si el examen no os revelaba lo que era, ¿no abandonaríais también vuestra casa para iros a habitar en otra?

Indudablemente. Pues en este caso, la casa era el globo terráqueo. Mas no había medio de dejarle para ir a la Luna, a Marte, Venus, Júpiter o cualquier otro planeta del sistema solar. Era pues, necesario descubrir lo que ocurría, no en el vacío infinito, sino en las zonas atmosféricas. En efecto, sin aire no hay ruido, y como había un ruido (¡siempre la famosa trompeta!), era señal de que el fenómeno ocurría en medio de la capa del aire, cuya densidad va disminuyendo poco a poco, y que no se esparcía más allá de dos leguas alrededor de nuestro esferoide.

Como es de suponer, todos los periódicos hablaron de la cuestión, la trataron bajo todas sus formas, la aclararon y la oscurecieron, contaron hechos verdaderos o falsos, llenaron de alarma o tranquilizaron a los lectores, en interés de la venta; apasionaron, en fin, a las masas un tanto alocadas. De rechazo, la política quedó en segundo lugar, si bien los negocios no anduvieron remisos por eso.

Pero, ¿qué es lo que ocurría?

Se consultaban los Observatorios de todo el mundo. Si no contestaban,

¿para qué servían los Observatorios? Si los astrónomos, que dividían en dos o en tres sectores las estrellas que están a millones de leguas de nosotros, no eran capaces de hacer saber el origen de un fenómeno cósmico en un radio de sólo algunos kilómetros, ¿entonces para qué servían los astrónomos?

El resultado fue que se volvió imposible darse cuenta del número de telescopios, de anteojos de larga vista, gemelos y lentes que miraban al cielo aquellas hermosas noches de verano, ni del de ojos que miraban por el ocular de los instrumentos de todo alcance y de todo calibre. Se podían calcular también por millones. Diez veces, veinte veces más que el número de estrellas que se pueden ver a simple vista en la esfera celeste.

¡No! Jamás eclipse alguno observado simultáneamente en todos los puntos del Globo había despertado una curiosidad igual.

Los Observatorios contestaron, pero insuficientemente. Cada uno dio una opinión, pero distinta; por lo cual estalló una guerra intestina entre sabios durante las últimas semanas de abril y las primeras de mayo.

El Observatorio de París se manifestó muy reservado. Ninguna de sus secciones quiso dar su opinión. En la sección de Astronomía matemática se había desdeñado mirar; en la de operaciones meridianas no se había descubierto la menor cosa; en la de observaciones físicas nada se había visto; en la de Geodesia nada se había advertido; en la de Meteorología tampoco tenían que decir que hubiesen visto algo fuera de lo normal; en fin, en la de los calculadores nada se había visto. Al menos, el testimonio fue franco. La misma franqueza se dio en el Observatorio de Montsouris, en la estación magnética de Saint-Maur. El mismo culto a la verdad se notó también en la oficina de longitudes. Decididamente, francés quiere decir franco.

En provincias fueron un poco más explícitos. Tal vez en la noche del 6 al 7 de mayo habíase previsto una claridad de origen eléctrico, cuya duración apenas había sido de veinte segundos. En el Pic du Midi esa claridad se había advertido entre las nueve y las diez de la noche. En el Observatorio meteorológico de Puy-de-Dome, entre la una y las dos de la madrugada; en el monte Ventoux, en Provenza, entre dos y tres; en Niza, entre tres y cuatro; en fin, en Semnoz (Alpes), entre Annency, el Bourget y el Leman, en el momento en que el alba blanqueaba el cenit.

Evidentemente, no se podían desechar en conjunto todas sus observaciones. No había duda de que se había observado la claridad en distintos puntos sucesivos, con diferencia sólo de algunas horas. Por consiguiente, o era producida por varios focos que corrían a través de la atmósfera terrestre, o sólo era producida por un solo foco, el cual podía moverse con una velocidad que debía ser de unos doscientos kilómetros por

hora.

Pero durante el día, ¿habíase visto alguna vez algo anómalo en el aire? Jamás.

La trompeta, ¿habíase oído siquiera a través de las capas aéreas?

No se había oído ningún toque de trompetas entre la salida y la puesta del Sol.

En el Reino Unido hallábanse muy perplejos. Los Observatorios no pudieron ponerse de acuerdo. Greenwich no llegó a entenderse con Oxford, aunque ambos sostenían que no había nada.

- ¡Ilusión óptica! - afirmaba uno.- ¡Ilusión acústica! - sostenía el otro.

Y sobre esto disputaron. En todo caso, ilusión.

En el Observatorio de Berlín y en el de Viena, la discusión amenazaba promover complicaciones internacionales. Pero Rusia, en la persona del director del Observatorio de Pulkowa, les probó que ambos tenían razón; que todo dependía del punto de vista desde el cual se colocaban para determinar la naturaleza del fenómeno, imposible en teoría, pero posible en la práctica.

En Suiza, en el Observatorio de Santis, en el cantón de Appenzel, en Peighi, en Gabris, en los puestos de observación de San Gotardo, del San Bernardo, del Juliers, del Simplón, de Zurich, del Somblick, en los Alpes tiroleses, dieron fe de una extremada reserva a propósito de un hecho que nadie había podido hacer constar, lo cual estuvo muy bien.

A pesar de ello, en Italia, en las estaciones meteorológicas del Vesubio, en el puesto de observación del Etna, instalado en la antigua Casa Inglesa, y en el Monte Cano, los observadores no dudaron ni por un instante en admitir la materialidad del fenómeno en atención a que lo habían visto un día bajo el aspecto de una pequeña voluta de vapor, y una noche bajo la apariencia de una estrella fugaz. Sin embargo, lo que era, aún no lo sabían.

En verdad, el tal misterio comenzaba a cansar a los sabios; en cambio, continuaba apasionando a los ignorantes, que han formado, forman y formarán la inmensa mayoría del mundo, gracias a una de las leyendas más sabias de la Naturaleza. Los astrónomos y los meteorologistas hubieran acaso renunciado a ocuparse más del particular, si en la noche del 26 al 27 en el Observatorio del Kanto Reino, en el Finmark, en Noruega, y en la noche del 28 al 29 en el del Isjord, en el Spitzberg, los noruegos por una parte y los suecos por otra, no se hubieran puesto de acuerdo sobre lo siguiente: en medio de una aurora boreal había aparecido una especie de pájaro muy grande, un monstruo aéreo. Si no

había sido posible determinar su estructura; al menos no había ninguna duda sobre unos corpúsculos que había proyectado y que estallaban como bombas.

En Europa no quisieron dudar de la observación de las estaciones del Finmark y del Spitzberg. Pero lo que pareció más asombroso en todo eso era que los suecos y los noruegos se hubieran puesto de acuerdo sobre cualquier punto.

Se rieron muchísimo del supuesto descubrimiento en los Observatorios de América del Sur, en el Brasil, en el Perú y lo mismo en La Plata, en los de Australia, en Adelaida e incluso en Melbourne. Y la risa australiana es de las más comunicativas.

Para abreviar diremos que solamente un jefe de estación meteorológica se mostró explícito en esta cuestión, a pesar de todas las burlas que podía originar su solución.

Fue un chino, el director del Observatorio de Zi-Ka-Wey, colocado en medio de una gran llanura, a una distancia del mar como de diez leguas poco más o menos, y que tenía un horizonte inmenso, bañado de aire puro.

- Quizá «eso» -dijo el tal chino- fuera un aparato volador, una máquina para volar.- ¡Qué de burlas hubo!

Sin embargo, si las controversias fueron vivas en el Antiguo Mundo, se figura uno fácilmente lo que debieron ser en esta parte del Nuevo, en que los Estados Unidos ocupan el mayor territorio. Un yanqui, es sabido, no va por dos caminos. Sólo toma uno, y por lo general es el que conduce directo al fin. Así es que los Observatorios de la Federación americana no vacilaron al echarse en cara las verdades. Si no se tiraron a la cabeza los telescopios fue porque habría sido preciso reemplazarlos justamente en el momento en que su uso era más necesario.

En esta cuestión tan controvertida, los Observatorios de Washington, en el distrito de Columbia, y el de Cambridge, en el Estado de Massachussetts, se disputaron con el de Darmourth-College, en Connecticut, y el de Ann-Arbor, en el Michigan. El punto sobre el que disputaban no era sobre la naturaleza que tenía el cuerpo observado, sino el instante preciso de la observación; pues todos pretendían haberlo visto durante la misma noche, a la misma hora, en el mismo minuto, y en el mismo segundo, que la trayectoria del misterioso móvil no ocupaba más que una mediana altura sobre el horizonte. De Connecticut a Michigan, de Massachussetts a Columbia, había demasiada distancia para que la doble observación, hecha al mismo tiempo, pudiera considerarse como posible.

Dudley en Albany, en el Estado de Nueva York y West-Point de la Academia militar, desautorizaron a sus colegas en una nota aclaratoria que cifraba la ascensión recta y la declinación de dicho cuerpo.

Pero luego se supo que esos observadores se habían equivocado de cuerpo, puesto que el que habían visto era un bólido que no había hecho más que atravesar la capa media de la atmósfera. Por consiguiente, ese bólido no podía ser objeto de cuestión.

Además, ¿de qué modo hubiera podido producir sonidos metálicos el susodicho bólido?

En cuanto a la trompeta, se procuró en balde de colocar su ruidoso sonido en el número de las ilusiones acústicas. Los oídos en esta ocasión no se equivocaban, ni los ojos tampoco. Habían visto y oído ciertamente. En la noche del doce al trece de mayo, una noche muy oscura, los observadores de Yale College, en la Escuela científica de Sheffield, habían podido transcribir algunas melodías de una frase musical en si mayor a cuatro tiempos, que coincidía, nota por nota, ritmo por ritmo, con el refrán del Canto de la despedida.

- ¡Bueno! -contestaron los bufones- ¡Es una orquesta francesa que toca en medio de las capas aéreas!

Pero el burlarse no es contestar. Esto es lo que adujo el Observatorio de Boston, fundado por el Atlantic Iron Work Society, cuyas opiniones en puntos de astronomía y meteorología comenzaban a ser ley entre los sabios.

Entonces intervino en la cuestión el Observatorio de Cincinnati, construido en 1870 sobre el monte Lookont, gracias a la generosidad de mister Kilgoor, y tan conocido por sus medidas micrométricas de las estrellas dobles. Su director declaró, con la mayor buena fe, que ciertamente algo ocurría; que un móvil cualquiera aparecía, en un corto espacio de tiempo, en distintos puntos de la atmósfera; pero que era aún imposible pronunciarse sobre la naturaleza de aquel móvil, sus dimensiones, su velocidad y su trayectoria.

Entonces fue cuando un periódico cuya publicidad es inmensa, el New York Herald, recibió de un suscriptor la comunicación anónima siguiente: Nadie habrá olvidado la rivalidad que estalló hace unos años entre los dos herederos de la Begún de Ragginahra; el doctor francés Sarracin, en su ciudad de Franceville, y el doctor alemán Schultze, en su ciudad de Stahlstadt, ciudades situadas ambas en la parte sur del Oregón, en los Estados Unidos.

Tampoco se habrá olvidado que con el objeto de destruir a Franceville, Schultze lanzó un tremendo proyectil que debía de caer sobre la ciudad francesa y aniquilarla de un solo golpe.

Menos aún se habrá olvidado que ese proyectil; cuya velocidad inicial al salir de la boca del cañón había sido mal calculada, salió con una rapidez seis veces mayor que la de los proyectiles ordinarios, o sea ciento cincuenta leguas por hora, y que no volvió a caer sobre la Tierra y que, pasado al estado de bólido, circuló y debe circular eternamente alrededor de nuestro globo. ¿Por qué no puede ser el cuerpo en cuestión, cuya existencia no es posible negar?

Muy ingenioso era el suscriptor del New York Herald. Pero, ¿y la trompeta?… ¡No había ninguna trompeta en el proyectil de Schultze!

Quedaba siempre la hipótesis propuesta por el director de Zi-Ka-Wey.

¡Pero era la opinión de un chino!…

No hay que creer que el hastío acabó por apoderarse del público del Antiguo y Nuevo Mundo. ¡No! Las discusiones continuaban cada vez más acaloradas, sin que se llegara por ninguna parte a ponerse de acuerdo. Y, sin embargo, hubo un tiempo de calma. Algunos días pasaron sin que el objeto, bólido u otra cosa, fuera señalado, sin que ningún ruido de trompeta se dejara oír. ¿Había acaso caído el cuerpo sobre un punto cualquiera del Globo? Hubiera sido difícil encontrar su huella en el mar, por ejemplo. ¿Acaso se encontraba en las profundidades del Atlántico; del Pacífico, del Océano Indico? ¿Cómo pronunciarse sobre el particular?

Pero entonces, entre el dos y el nueve de junio, una serie de hechos nuevos se produjeron, y su explicación hubiera sido imposible con la existencia únicamente de un fenómeno cósmico.

En ocho días, los hamburgueses en la punta de la Torre de San Miguel; los turcos en el más alto alminar de Santa Sofía; los peruanos en la punta de la flecha metálica de su catedral; los estrasburgueses en la extremidad del Munster; los americanos sobre la cabeza de la estatua de la Libertad, a la entrada del Hudson y en la cumbre del monumento a Washington, en Boston; los chinos en lo alto del templo de los Quinientos Genios, en Cantón; los indios en el decimosexto piso de la pirámide del Templo de Tanjore; los San Pietrini en la cruz de San Pedro, de Roma; los ingleses en la cruz de San Pablo, de Londres; los egipcios en el ángulo agudo de la gran pirámide de Gizeh; los parisienses en el pararrayos de la torre de hierro de la Exposición de 1889, de trescientos metros de altura, pudieron ver un pabellón que flotaba sobre cada uno de esos puntos, difícilmente accesibles.

Y ese pabellón era una estameña negra, sembrada de estrellas, con un Sol de oro en el centro.

Capítulo II

Donde los miembros del Weldon Institute disputan sin llegar a ponerse de acuerdo

Y el primero que diga lo contrario…

- ¡Eso es! ¡Pero ya lo creo que lo dirá, si hay ocasión de decirlo!- ¡A pesar de nuestras amenazas!- ¡Tened cuidado con lo que decís, Bat Fyn!- ¡Y vos también, Uncle Prudent!- ¡Insisto en que la hélice no debe estar a popa!- ¡Nosotros también! ¡Nosotros también!… -gritaron cincuenta voces, unidas en un común acuerdo.- ¡No! ¡Debe estar a la proa! -gritó Phil Evans.- ¡A proa! - afirmaron otras cincuenta voces con energía tan firme como las otras.- ¡Jamás nos pondremos de acuerdo! ¡Jamás!- ¡Jamás! ¡Jamás!- Entonces, ¿para qué disputamos?- ¡Esto no es disputa! ¡Es discusión!

Nadie lo hubiera creído al oír aquellas respuestas, reproches y vociferaciones que se cruzaban en el salón de sesiones hacía ya un cuarto de hora.

Este salón, en realidad, era el más espacioso del Weldon Institute, un club célebre entre todos los establecidos en Walnut Street en Filadelfia, Estado de Pennsylvania de los Estados Unidos de América.

La víspera, a propósito de la elección de un farolero, había ocurrido en la ciudad manifestaciones públicas, mítines estrepitosos y golpes de ambas partes. De todo esto resultó una efervescencia que no se había calmado aún, y de la que sin duda procedía la sobreexcitación de que habían dado prueba los miembros del Weldon Institute. Y, sin embargo, era tan solo una reunión de globistas que discutían la cuestión, siempre palpitante, aún en aquella época, de la dirección de los globos.

Esto ocurría en una ciudad de Estados Unidos, cuyo desarrollo rápido fue superior al de Nueva York, Chicago, Cincinnati y San Francisco; una ciudad que, sin embargo, no tiene puerto; ni es un centro minero de hulla o de petróleo, ni una aglomeración manufacturera, ni el final de una serie de vías

férreas; una ciudad mayor que Berlín, Manchester, Edimburgo, Liverpool, Viena, San Petersburgo, Dublín; una ciudad que tiene un parque en el cual cabrían juntos los siete parques de la capital de Inglaterra; una ciudad, en fin, que cuenta en la actualidad con más de un millón doscientas mil almas, y se dice la cuarta ciudad del mundo; después de Londres, París y Nueva York.

Filadelfia es casi una ciudad de mármol, con sus casas de hermoso aspecto, y sus establecimientos públicos que no conocen aún rival. El más importante de cuantos colegios hay en el Nuevo Mundo es el colegio Girard, y está en Filadelfia. El puente de hierro más grande del Globo es el colocado sobre el río Schuylkill, y está en Filadelfia.

El templo más hermoso de la francmasonería es el Templo Masónico, y está también en Filadelfia. En fin, el mayor club de los partidarios de la navegación aérea estaba en Filadelfia. Y de haberle querido visitar aquella noche del 12 de junio, tal vez hubiese hallado algún placer.

En aquel gran salón se agitaban, se esforzaban, gesticulaban, hablaban, discutían, disputaban, todos con el sombrero en la cabeza, un centenar de globistas, bajo la alta autoridad de un presidente, acompañado de un secretario y de un tesorero. No eran ingenieros de profesión, no; eran solamente aficionados a todo lo concerniente con la aerostática, pero aficionados furiosos, y en particular, enemigos de todos aquellos que querían oponer a los globos aerostáticos, aparatos más pesados que el aire; máquinas volantes, buques aéreos u otra cosa parecida. Que estos infelices hallasen algún día la manera de dirigir los globos, era quizá posible. Pero de momento, lo cierto era que el presidente tenía por entonces bastante que hacer con dirigir aquellas gentes.

El tal presidente muy conocido en Filadelfia, era el famoso Uncle Prudent. Prudent era su apellido: En cuanto al calificativo de Uncle, que en inglés quiere decir tío, no tenía nada de particular en los Estados Unidos, en donde se puede ser tío sin tener ni sobrinos ni sobrinas. Se dice uncle allá, como en otras partes se dice padre, a las personas que no han hecho jamás obras de paternidad.

Uncle Prudent era personaje de consideración, y a pesar del apellido, era conocido por su valor. Muy rico, lo que no está de más, ni siquiera en los Estados Undidos. Y claro que lo era, puesto que poseía una gran parte de las acciones del Niágara Falls.

Por entonces se fundó en Buffalo una sociedad de ingenieros para la explotación de las cataratas. Un negocio magnífico. Los siete mil quinientos metros cúbicos que el Niágara provee cada segundo, producen siete millones de caballos de vapor. Esa fuerza enorme, distribuida entre las fábricas establecidas en un radio de quinientos kilómetros, producía anualmente una

economía de quince millones de francos, de los cuales una parte entraba en las cajas de la Sociedad, y en particular en los bolsillos de Uncle Prudent. Además era soltero, vivía sencillamente y no tenía como personal doméstico más que a su criado Frycollin, que no merecía, ciertamente estar al servicio de un amo de tanto valor. Existen tales anomalías.

Que Uncle Prudent tuviera amigos, ya que era rico, era muy normal; pero también contaba con enemigos, puesto que era presidente del club; entre otros, como también es muy natural, todos los que envidiaban su buena posición. Entre los más acérrimos se puede citar al secretario del Weldon Institute.

Era éste Phil Evans, muy rico también, como que dirigía la Walton Watch Company, una compañía de relojes muy importante, que hacía cada día quinientas operaciones mecánicas y expende productos comparables a los mejores de Suiza. Phil Evans hubiera podido considerarse uno de los hombres más felices del mundo, y hasta de Estados Unidos, a no ser por la posición de Uncle Prudent. Como él, tenía cuarenta y cinco años; como él, una salud a toda prueba; como él, un valor indiscutible; como él, poco amigo de trocar las ventajas del celibato por las ventajas problemáticas del matrimonio. Eran dos hombres hechos perfectamente para entenderse, pero que no se entendían; y ambos, hay que decirlo, tenían un carácter de lo más difícil: el uno fogoso, Uncle Prudent, el otro flemático, Phil Evans.

¿Y a qué razón se debía que Phil Evans no fuera nombrado el presidente del club?

Las votaciones habían sido iguales para Uncle Prudent y para él. Veinte veces habíase hecho el escrutinio, y veinte veces la mayoría había sido para el uno y para el otro.

Situación difícil que hubiera podido durar mucho más que la vida de los candidatos.

Uno de los miembros del club propuso entonces un medio para desempatar los votos: fue Jem Cip, el tesorero del Weldon Institute. Jem era vegetariano decidido, o mejor dicho, era uno de aquellos vegetarianos, esos enemigos de toda alimentación animal, de todos los licores fermentados, medio brahmán, medio musulmán, un rival de los Niewman; de los Pitman, de los Warz, de los Davie, que han ilustrado la secta de los chiflados inofensivos.

En esta vez, Jem Cip fue apoyado por otro miembro del club, William T. Forbes, director de una gran fábrica, en que se produce la glucosa con los trapos viejos por el tratamiento del ácido sulfúrico, y por tanto, el azúcar. Era un hombre acreditado el tal William T. Forbes, padre de las encantadoras solteronas, miss Dorotea, o Dolle, y miss Martha, o Mat, como se las llamaba generalmente, y que daban el tono a la mejor sociedad de Filadelfia.

Resultó pues, que se decidió en nombrar al presidente del Club al «punto medio», según la proposición de Jem Cip, apoyada por William T. Forbes y algunos más.

En verdad, este modo de elección podría aplicarse en todos los casos en que se trata de elegir al más digno, y muchos americanos de buen sentido trataban ya de emplearla en el nombramiento del presidente de la República de Estados Unidos.

Sobre dos tableros pulcramente blancos se trazó una línea negra. La longitud de cada una de aquellas líneas se había determinado idéntica, pues se había determinado con la misma exactitud que si se hubiera tratado de la base del primer triángulo en un trabajo de triangulación. Hecho esto, y los dos tableros colocados con igual luz en medio del salón de sesiones, los dos contrincantes cogieron cada uno una aguja muy fina, y marchando simultáneamente hacia el tablero que a cada cual le tocaba. Aquel de los rivales que plantara su aguja más cerca del medio de la línea, sería proclamado presidente del Weldon Institute. No hay que decir que la operación debía hacerse de una vez, sin marca, sin tanteos, solo con la seguridad de la mirada. Tener el compás en el ojo, según dicen vulgarmente en Francia, era indispensable.

Uncle Prudent ensartó su aguja al mismo tiempo que Phil Evans plantaba la suya.

Después se midió para decir cuál de los dos contrincantes se había acercado más al punto medio.

¡Oh prodigio! Había sigo tan grande la precisión de los dos operadores, que las medidas no presentaron ninguna diferencia. Si no estaban exactamente en el medio matemático de la línea, no era más que una distancia insensible para las dos agujas.

Por lo tanto, hubo gran apuro en la asamblea.

Felizmente, uno de los miembros, Truk Milnor, insistió para que las mediciones se volvieran a hacer, utilizando una regla graduada con los procedimientos de la máquina micrométrica de Perreaux, por la cual se puede dividir el milímetro en mil quinientas partes. Esta regla, dando quince centésimas de milímetro trazadas por medio de una punta de diamante, sirvió para medir de nuevo la distancia; se leyeron las divisiones por medio de un microscopio, y se tuvieron los resultados siguientes: Uncle Prudent se había aproximado del punto medio a menos de unos seis quince centésimas de milímetro; y Phil Evans, a menos de nueve quince centésimas.

Y allí tenemos la razón de por qué Phil Evans sólo fue nombrado como secretario del Weldon Institute, mientras que Uncle Prudent fue proclamado

presidente del club.

Una diferencia de tres quince centésimas de milímetro fue lo suficiente para que Phil Evans profesara a Uncle Pnident uno de esos odios que por ser latentes, no lo son menos feroces.

Por entonces, desde las experiencias comenzadas en el último cuarto del siglo XIX, la cuestión de la dirección de los globos había progresado algún tanto. Las barquillas provistas de hélices propulsoras iban atadas en 1852 a los globos aerostáticos de una forma longitudinal. Henry Giffard, en 1872; Dupuy de Lôme, en 1883; los hermanos Tissandier, en 1884; los capitanes Krebs y Renard habían obtenido algunos resultados que había que tener en cuenta. Pero si esas máquinas sumergidas en un espacio más pesado que ellas, maniobrando, por el empuje de una hélice, sesgando con la línea del viento, atravesando una brisa contraria para volver a su punto de partida, se habían, por lo tanto, realmente dirigido, lo habían logrado solamente gracias a circunstancias enteramente favorables.

En vastas salas cerradas y cubiertas, ¡perfectamente! En una atmósfera tranquila, ¡pase todavía! Pero, en suma, nada práctico se había conseguido. Contra un viento de molino (ocho metros por segundo), las tales máquinas se hubieran quedado casi estacionarias; contra una brisa fresca (diez metros por segundo), hubieran andado hacia atrás; contra una tempestad (de veintiocho a treinta metros por segundo), hubieran sido arrastradas como pluma; en medio de un huracán (cuarenta y cinco metros por segundo), hubieran quizá corrido el riesgo de ser destrazadas; por último, con uno de esos ciclones que pasan de los cien metros por segundo, no se hubiera encontrado ni siquiera un fragmento.

Era, pues, cosa probada que todavía, después de las ruidosas experiencias de los capitanes Krebs y Renard, si los globos aerostáticos habían conseguido un poco más de velocidad, era sólo lo bastante para mantenerse en una brisa sencilla; y por tanto, era imposible usar en la práctica hasta entonces ese modo de locomoción aérea.

Sea como quiera, al lado del problema de la dirección de los globos aerostáticos, es decir, de los medios empleados para darles una velocidad apropiada, la cuestión de los motores había hecho progresos definitivamente más rápidos. Las máquinas de vapor de Henry Giffard, el empleo de la fuerza muscular de Dupuy de Lome, habían sido sustituidos poco a poco por los motores eléctricos. Las baterías con bicromato de potasa formando elementos montados en tensión, de los hermanos Tissandier, dieron una velocidad de cuatro metros por segundo. Las máquinas dinamoeléctricas de los capitanes Krebs y Renard, produciendo una fuerza de doce caballos, consiguieron la velocidad de unos seis metros y medio por término medio.

Y entonces, en esa vía del motor, los ingenieros y electricistas habían tratado de aproximarse lo más posible a ese desideratum que se ha podido llamar «un caballo de vapor dentro de una caja de reloj». Así es que, poco a poco, los efectos de la pila cuyo secreto se habían guardado los capitanes Krebs y Renard fueron alcanzados y superados, y después de ellos, los aeronautas habían usado motores cuya ligereza aumentaba al mismo tiempo que la potencia.

Era esto bastante para estimular a los convencidos de que era posible utilizar los globos dirigibles. Y sin embargo; muchas personas de buen sentido se resistían a admirar su aprovechamiento. En efecto, si el globo aerostático encuentra un punto de apoyo en el aire, es que pertenece al centro en que se sumerge por completo. En tales condiciones, ¿de qué modo su masa, que favorece tanto a las corrientes de la atmósfera, podría resistir a vientos medianos, por potente que fuera su propulsor?

No había dado, pues, un paso la cuestión, pero esperaban resolverla empleando aparatos de gran dimensión.

Y es el caso que en esa lucha de los inventores en busca de un motor potente y ligero, los yanquis eran los que más se habían acercado al famoso desideratum. Un aparato dinamoeléctrico, basado en el empleo de una nueva pila, cuya composición, era todavía un misterio, había sido comprado a su inventor, un químico de Boston, hasta entonces ignorado. Cálculos hechos con sumo cuidado, diagramas levantados con la mayor exactitud, habían demostrado que con ese aparato, accionando una hélice de conveniente dimensión, se podrían obtener translaciones de dieciocho a veinte metros por segundo.

¡Hubiera sido verdaderamente magnífico!

- ¡Y no es raro! - había añadido Uncle Prudent, al remitir al inventor, en cambio de un recibo en debida forma, el último pago de cien mil dólares, precio de su invención.

Inmediatamente el Weldon Institute puso manos a la obra.

Cuando se trata de alguna experiencia de la que se puede obtener alguna utilidad práctica, el dinero sale con gusto de los bolsillos yanquis. Los fondos afluyeron, sin que hubiera necesidad de constituir siquiera una sociedad por acciones. Trescientos mil dólares fueron en seguida a llenar las cajas del club. Se comenzaron los trabajos bajo la dirección del más célebre aeronauta de los Estados Unidos, Harry W. Tinder, inmortalizado por tres de sus ascensiones, entre otras mil: la una, durante la cual se había elevado a doce mil metros más alto que Gay-Lussac, Coxwel, Crocé-Spinelli, Tissandier, Glaisher; la otra, durante la cual había atravesado todo el territorio de Estados Unidos, de