Servidor de vuestra alegría - Joseph Ratzinger - E-Book

Servidor de vuestra alegría E-Book

Joseph Ratzinger

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Beschreibung

Estas reflexiones giran en torno a la misión sacerdotal y analizan algunas de las sentencias evangélicas sobre la llamada y el seguimiento de Jesús. Pero se dirigen no sólo a sacerdotes y religiosos, sino a todos cuantos desean configurar activamente su vida como cristianos. Así, el encuentro con Jesucristo es el centro y núcleo de estas páginas. El seguimiento significa dar el primer paso que será recompensado con el ciento por uno . A este riesgo quieren proporcionar impulso y orientación las reflexiones del entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI.

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Cubierta

Joseph Ratzinger

Benedicto XVI

SERVIDOR DE VUESTRA ALEGRÍA

Reflexiones sobre la espiritualidad sacerdotal

Traducción deMarciano Villanueva

Herder

www.herdereditorial.com

Portada

Título original: Diener eurer FreudeTraducción: Marciano VillanuevaDiseño de la cubierta: Claudio BadoMaquetación electrónica: Manuel Rodríguez

© 1988, Verlag Herder, Freiburg im Breisgau © 1989, Herder Editorial, S.L., Barcelona © 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-2968-2

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

www.herdereditorial.com

Créditos

A todos cuantos ordené de sacerdotes siendo arzobispo de Munich y Freising.

Dedicatoria

Índice

Prólogo

I. Siempre hay semillas que llegan a sazón

«Salió el sembrador a sembrar...» (Lc 8,4-15)

II. Entregarse a su voluntad

«Sígueme» (Lc 9,51-62)

III. Confiarlo todo a él

«Muchos se gozarán...» (Lc 1,5-17)

IV. Sin él todo es en vano

«Voy a pescar» (Jn 21,1-14)

V. El servicio del testimonio

«Es el Señor» (Jn 21,1-14)

VI. En el principio está la disposición a escuchar

«Llamó a los que quiso» (Mc 3,13-39)

VII. La espiritualidad sacerdotal

«Fiado en tu palabra» (Lc 5,1-11)

Prólogo

En estos últimos años me he visto a menudo en la necesidad de predicar sobre el tema del sacerdocio en actos litúrgicos de seminarios o ante asambleas de sacerdotes. En estas ocasiones, en vez de recurrir a los textos neotestamentarios habituales sobre esta materia, me parecía más fructífero aceptar el desafío de las perícopas que me presentaba la liturgia del día. Cuando no hace mucho tiempo he vuelto a leer, ya a cierta distancia, aquellos escritos, he tenido la impresión de que este método había producido buenos resultados: se abrían nuevos caminos, aparecían varias perspectivas y las ideas que habían ido surgiendo en las diferentes ocasiones se agrupaban y conjuntaban hasta formar una unidad interior. Ello me ha animado a asumir el riesgo de reunir algunas de aquellas pláticas y de ofrecerlas, sin modificaciones, tal como fueron pronunciadas, a un público más extenso. Confío en que puedan servir de ayuda no sólo para una aceptación renovada de la misión sacerdotal, sino también para una meditación frecuente de la Sagrada Escritura que transmita, tanto a los sacerdotes como a los seglares, un nuevo gozo por la Biblia.

Tal vez le sea de alguna utilidad al lector saber algo, siquiera sucintamente, acerca del tiempo y el lugar de origen de cada una de estas aportaciones. La primera de las pláticas de este volumen se remonta a muy atrás en el tiempo: la pronuncié en Renania, el año 1962, con ocasión de la celebración de una primera misa, el domingo de sexagésima, antes de cuaresma. El manuscrito, durante mucho tiempo olvidado, cayó en mis manos por pura casualidad, justamente cuando estaba rumiando el proyecto de publicar esta recopilación. Pude comprobar no sin sorpresa que se acoplaba perfectamente con la línea de pensamiento de los demás textos y que mis ideas se habían mantenido constantes a través de todos estos años de hondos cambios y profundas agitaciones. Me ha parecido, pues, oportuno abrir con ella este volumen. La segunda homilía tuvo lugar el domingo decimotercero del año 1986, correspondiente al ciclo de lectura C, con ocasión del cuarto centenario jubilar del seminario sacerdotal de Bamberg. La tercera, al día siguiente, en la misa de vísperas de la fiesta de san Juan Bautista, en el marco de un encuentro sacerdotal en la diócesis de Ratisbona. La cuarta y la quinta las pronuncié el tercer domingo de Pascua del año 1986, en Toronto; la primera de ellas en el St. Michaels-College y la segunda en el St. Augustins-Seminary. La sexta y última de las homilías aquí publicadas se remonta al año 1984 y tuvo como origen las visitas a los seminarios sacerdotales de Dallas y St. Paul-Minnesota, en los Estados Unidos.

Dado que se trata de meditaciones, que, en cuanto tales, no abrigan pretensiones eruditas, he renunciado a todo tipo de notas. El lector advertirá fácilmente que, por lo que hace a la información histórica y exegética, me he guiado por los comentarios habituales, especialmente Das Neue Testament Deutsch y el gran Herders theologischer Kommentar zum Neuen Testament.

El último texto recogido en este volumen tiene otro carácter. Se trata de la meditación hecha con ocasión de las bodas de oro sacerdotales del cardenal Höffner. Fue publicada en 1983 en el número 9 de la Nueva Serie de la revista «Kölner Beiträge». La he añadido aquí porque arroja luz sobre las posiciones teológicas fundamentales que sirven de base al conjunto.

El motivo constantemente presente en estas reflexiones es el gozo que brota del Evangelio. Espero, pues, que este pequeño volumen sea un modesto «servicio de alegría» y pueda responder así al sentido más hondo de la misión sacerdotal.

Roma, primer domingo de Cuaresma, 1988

Cardenal Joseph Ratzinger

I

Siempre hay semillas que llegan a sazón

«Salió el sembrador a sembrar...» (Lc 8,4-15)

Todavía seguían confluyendo las gentes hacia Jesús cuando predicó la parábola del sembrador y la semilla, pero ya habían aparecido las primeras sombras del desengaño y de la desilusión en el grupo de los suyos. La parábola alude, en efecto, a la incredulidad de hombres que oyen pero no escuchan, que miran pero no ven. Así, pues, para entonces había quedado ya perfectamente claro que, aunque las muchedumbres se seguían agolpando en torno al Señor, estaban en el fondo descontentas de él. Que no querían, en realidad, un Mesías que predicaba y curaba, que era bueno con los pobres y los débiles y era incluso uno de ellos, sino que deseaban algo completamente diferente: al héroe que avanza al toque de trompetas y persigue a los enemigos; al rey prodigioso que convertiría a Israel en el país de Jauja, en una especie de maravilloso paraíso de opulencia y bienestar. Ya en aquel momento era patente que la mayoría de los que le acompañaban eran sólo seguidores sin raíces y sin hondura, que le abandonarían apenas asomara el menor peligro.

En la tribulación y el desaliento

En esta situación de los primeros desengaños, del incipiente desaliento de los discípulos, predicó Jesús la parábola. Porque incluso los discípulos, los doce que el Señor había congregado en torno a sí como su círculo más íntimo, se andaban preguntando: ¿En qué acabará todo esto? ¿Qué dará de sí una obra que se reduce a palabras y a algún que otro prodigio? ¿Cómo se producirá la salvación de Israel si se limita a predicar, a decir palabras y a curar de vez en cuando a personas sin influencia y sin importancia? ¿Si se va reduciendo a ojos vistas el pequeño grupo de los que le son fieles, si está cosechando fracasos bajo la forma de una predicación cada vez más claramente rechazada y de una hostilidad cada vez más viva en los círculos influyentes?

En este contexto de impugnación, de dudas, de creciente desánimo, alude Jesús al sembrador de cuyo trabajo procede el pan que alimenta a los hombres. También sus obras, esas obras decisivas de las que depende la vida de los hombres, parecen una empresa sin esperanza. Son muchos ciertamente los peligros que se ciernen sobre el crecimiento de la simiente: el terreno estéril y pedregoso, la cizaña, las inclemencias del tiempo, todo parece conspirar para que fracase su trabajo. Debe recordarse aquí la situación —tantas veces casi desesperada— del campesino de Israel, que arranca su cosecha a una tierra que a cada instante amenaza en convertirse en desierto. Y aun así, aun admitiendo que son muchas las cosas hechas en vano, también debe saberse que hay siempre semillas que llegan a sazón, que crecen, a través y a despecho de todos los impedimentos, hasta dar fruto, y que merecen una y cien veces las fatigas que se les han dedicado.

Con esta indicación, Jesús quiere decir que todas las cosas que producen fruto verdadero empiezan en este mundo por lo pequeño y lo escondido. También Dios se ha sometido a esta regla en su actuación sobre la tierra. Dios mismo entra de incógnito en este tiempo del mundo, se presenta bajo la figura de la pobreza, de la debilidad. Y las realidades de Dios —la verdad, la justicia, el amor— son realidades escasamente presentes en este mundo. Pero aun así, de ellas viven los hombres, de ellas vive el mundo, y no podría subsistir si no existieran. Y seguirán existiendo, cuando ya hayan desaparecido y hayan sido olvidados desde mucho tiempo atrás los que más vociferan, los que más presuntuosamente gesticulan. Eso es lo que quiere decir Jesús con su parábola a los discípulos: esta cosa tan pequeña que se inicia con mi predicación seguirá creciendo cuando haya desa­parecido hace mucho tiempo lo que hoy presume de ser importante.

De hecho, volviendo ahora la vista atrás, tenemos que confesar que la historia ha dado razón al Señor. Han desaparecido los grandes imperios de aquel tiempo, sus palacios y edificios yacen sepultados bajo el polvo del desierto. Han caído en el olvido los hombres importantes y famosos de aquel tiempo o se encuentran a lo sumo, como figuras muertas del pasado, en las páginas de los libros de historia. Pero lo que ocurrió en aquel ignorado rincón de Galilea, lo que inició Jesús con aquel pequeño grupo de hombres, con aquellos insignificantes pescadores, esto se ha mantenido en pie, sigue siendo permanente actualidad en nuestros días: su palabra no ha pasado, sino que hasta este momento sigue siendo proclamada en todos los lugares de la tierra. La palabra ha madurado, a pesar de toda su debilidad y a despecho de los poderes que, según las previsiones humanas, deberían haberla sofocado sin remedio.

Sembradores de la palabra hoy

En esta hora en que nos encontramos se repite una vez más la historia del sembrador. Un joven se pone a disposición del Señor de la palabra, para hacer de sembrador. Y así se ha pronunciado también en nuestra hora la parábola de Jesús, la palabra de aliento, de esperanza y de gracia. Todos sabemos que también hoy, y precisamente hoy, se están produciendo ataques contra la fe, ataques que pretenden sorprendernos y desbordarnos con su prepotencia, de tal modo que tenemos que preguntarnos: ¿No ha sido todo en balde? ¿Cómo podrá resistir el débil poder de la fe frente a los gigantescos poderes de este mundo? ¿No quedará desgarrado y triturado bajo la presión de los poderes universales del ateísmo? ¿No debería simple y lisamente darse por vencido ante la técnica y las ciencias, dotadas de tantas capacidades y conocimientos? ¿No deberá sencillamente capitular ante el egoísmo y la codicia, que han alcanzado tan inmenso poder que ya no es posible mantenerlos a raya? Y podemos preguntar: ¿Tiene sentido ser hoy día sacerdote, sembrador de la palabra? ¿Es que no existen para un joven vocaciones o profesiones con mayores perspectivas de éxito, en las que poder desplegar mejor sus talentos?

¿No es todo esto algo ya irremediablemente superado? ¿No pertenece ya al pasado el tiempo en que las gentes acudían a las iglesias? ¿No estáis viendo con vuestros propios ojos —oímos decir— cómo todo se desmorona, lenta pero inexorablemente? ¿Por qué os aferráis a una posición perdida? Pero la verdad es que Dios sigue recorriendo de incógnito la historia. Sigue ocultando su poder bajo el velo de la impotencia. Y los valores divinos, los verdaderos, la verdad, el amor, la fe, la justicia, siguen siendo las cosas olvidadas y desvalidas de este mundo.

Pues bien, a pesar de todo ello, esta parábola nos dice: ¡Tened ánimo! La cosecha de Dios crece. Aunque sean muchos los simpatizantes que se escabullen apenas lo consideren oportuno. Y por mucho que sea lo que se ha llevado a cabo en balde y vanamente, en alguna parte, de alguna manera, llega a sazón la palabra. También hoy. Tampoco hoy es inútil que haya hombres que tengan la osadía de pregonar la palabra, de ponerse del lado y al servicio de la palabra. Que se atreven a oponerse a la avalancha, al torrente del egoísmo, de la codicia, de la incontinencia, y alzan un dique para detenerlo. En algún lugar madura en el silencio su sembrado. Nada es en balde. En lo oculto, el mundo vive del hecho de que siempre ha habido quienes han creído, quienes han esperado y amado.

Parece, por supuesto, muy a menudo que el sacerdote, el sembrador de la palabra, intenta defender una posición perdida. Que es un fracasado, tal como hoy nos ha hecho saber la epístola a propósito de Pablo, continuamente enfrentado a situaciones desesperadas. Pero del mismo modo que Pablo, en medio de toda su debilidad y de los embates, pudo experimentar siempre con feliz sorpresa la magnificente bondad de Dios, que hizo de él, a pesar y a lo largo de una serie de catástrofes verdaderamente angustiosas, un hombre henchido de optimismo, pleno de esperanza inquebrantable y de alegría, también el sacerdote podrá, en medio de todos los desengaños, experimentar con gozo profundo que los hombres viven, en una hondura protectora y cobijadora, de su pobre y débil servicio. Que de esto vive el mundo. Y que en medio de una siembra, a veces descorazonadora, la cosecha de Dios crece.

Advertir la cercanía de Dios

De este modo, a través de la parábola del sembrador, el Evangelio nos ofrece al mismo tiempo una imagen del sacerdote, a quien descubre la grandeza y la miseria de su servicio. Y es también, a una con ello, una buena señalización del camino que en este momento emprende nuestro amigo. Es asimismo una palabra de aliento para todos nosotros, los que avanzamos, en este tiempo que nos ha tocado vivir, a través de los embates dirigidos contra la fe: nos enseña, en efecto, a advertir, en medio de toda esta hostilidad, la cercanía de Dios y a estar henchidos de gozo, con la certeza de que, a pesar de todo, también mediante nuestra pobre fe y nuestra oración, crece la cosecha de Dios en el mundo y que lo oculto y escondido es más poderoso que lo grande y vocinglero. Y es, en fin, una palabra de advertencia que nos debe mover a reflexión. No resulta, en efecto, tan fácil hacer, a partir de este Evangelio, tranquila y limpiamente la siguiente clasificación: Nosotros somos los que estamos del lado de Dios; los «otros» son los que no permiten que su palabra prospere. ¿Quiénes son estos «otros»? Debemos preguntarnos, con total y absoluta honestidad, si no pertenecemos también nosotros, en una buena medida, al grupo de los «otros». Debemos examinar si nos encontramos también nosotros entre aquellos de quienes Jesús dijo que no tenían suficiente profundidad, o que son como la roca, que no permite echar raíces. O si tal vez pertenecemos —así debe seguir nuestro interrogatorio— a los que Jesús llama veletas, que no saben resistir, sino que se dejan simplemente arrastrar por la corriente del tiempo, entregados al «se», a la masa; que se preguntan únicamente qué «se» dice, qué «se» hace o qué «se» piensa, y nunca han llegado a conocer la excelencia de la verdad, por la que merece la pena enfrentarse al «se».