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Joseph RatzingerBenedicto XVI
© Saint John Publications, un sello editorial de The Community of St. John, Inc., 2022
Original alemán: Schauen auf den Durchbohrten. Versuche zu einer spirituellen Christologie, 20073 (© Johannes Verlag Einsiedeln – Libreria Editrice Vaticana)Traducción de Juan M. SaraSegunda edición enteramente revisada (1ª ed.: Fundación San Juan, 2007)ISBN 978-1-63674-013-3https://doi.org/10.56154/v6Esta publicación se distribuye gratuitamente en balthasarspeyr.org y puede ser compartida libremente sin ánimo de lucroVisite balthasarspeyr.org para conocer todas nuestras publicaciones en formato digital y en papelEste libro electrónico ha sido generado el 04-09-2024Miremos al Traspasado
Prefacio
I. Fundamentación teológica de la cristología espiritual
Puntos de referencia cristológicos
El Misterio Pascual, sustancia más profunda y fundamento de la veneración al Sagrado Corazón de Jesús
Comunión – Comunidad – Misión
Sobre la relación entre eucaristía, comunidad (comunidad particular) y misión en la Iglesia
II. Desarrollos meditativos
La Pascua de Jesús y de la Iglesia
Meditación del Jueves Santo
«El Cordero redimió a las ovejas»
Meditaciones sobre la simbología pascual
Cristo el Libertador
Una homilía pascual
Title Page
Cover
Table of Contents
Dedicado con gratitud al Padre
ALOIS GRILLMEIER
el gran investigador de la cristología
La pequeña compilación de reflexiones y meditaciones teológicas, que aquí presento al público, tiene una fuente doble. El primer estímulo se presentó con motivo del Congreso sobre el Corazón de Jesús, que tuvo lugar en Toulouse en el verano de 1981, a continuación del Congreso Eucarístico celebrado en Lourdes. En la paz del convento dominicano de ese lugar, entonces pude elaborar mi ponencia, que para mí se convirtió en una ocasión para repensar la cristología, más que hasta ese momento, desde el aspecto de su apropiación espiritual. En ese mismo año, por otra parte, una ocasión bien diversa me llevó, inesperadamente, a profundizar en la misma dirección. En efecto, comenzaba la conmemoración de los 1600 años del Primer Concilio Ecuménico de Constantinopla y el jubileo de los 1550 años del Concilio de Éfeso. También la fecha del III Concilio de Constantinopla del año 681 nos brindaba la ocasión para conmemorarlo, hecho que, para mi sorpresa, pasó entonces casi desapercibido. Esto me movió a acercarme más a las afirmaciones de este concilio eclesial. Leyendo sus textos, se hizo evidente, para mi propia sorpresa, que también aquí se trataba, a fin de cuentas, de la elaboración y asimilación de una cristología espiritual y que solo desde esta perspectiva las fórmulas clásicas de Calcedonia adquieren su contexto correcto. No se presentó el tiempo necesario para un trabajo personal de profundización, pero la idea de una cristología espiritual permaneció en mí y confluyó en otros trabajos. Desde este punto de vista, luego se reunieron los pasajes particulares para dar vida a este libro, cuyo tema está, por supuesto, más indicado que desarrollado. Agradezco de corazón a Hans Urs von Balthasar el haberme alentado, de un modo paciente pero tenaz, a intentar, a continuación del Congreso sobre el Corazón de Jesús, la realización de esta compilación de meditaciones.
Roma, 17 de septiembre de 1983Cardenal Joseph Ratzinger
Desde el tiempo del Concilio Vaticano II a esta parte, el panorama de la teología ha experimentado un cambio radical, no solo en el contenido de las disputas teológicas, sino también y de un modo especial en su estructura. Mientras que el debate teológico anterior al Concilio se movía en el interior de un marco fijamente estructurado y libre de cuestionamientos, hoy están en tela de juicio los fundamentos mismos. Esta situación se hace evidente, de un modo especial, en el ámbito de la cristología. Antes se trataban las distintas teorías para una mejor elucidación de los misterios de la unión hipostática o se investigaban cuestiones parciales, como el saber de Cristo. Hoy, en cambio, se pregunta: ¿Cuál es, en realidad, la relación entre el dogma cristológico y el testimonio de la Biblia? ¿Cuál es la relación entre la cristología bíblica en sus distintas fases de evolución y la figura histórica real de Jesús mismo? ¿Cuán profundamente se apoya, en realidad, la Iglesia en la voluntad de Jesús? En este contexto, es muy significativo que en la nueva literatura el título honorífico de Cristo sea sustituido ampliamente por el nombre propio Jesús. Este proceso de cambio del lenguaje manifiesta un acontecimiento espiritual de gran alcance, es decir, el intento de remontarse a la figura puramente histórica de Jesús por detrás de la confesión de fe de la Iglesia. Jesús no debe ya ser comprendido a partir de la confesión, sino solo por sí mismo, para así poder interpretar de un modo radicalmente nuevo también el influjo de su acción y su anuncio. Por tanto, ya no se plantea el seguimiento de Cristo, sino el seguimiento de Jesús. La expresión «seguimiento de Cristo» (sequela Christi) incluye, junto con la confesión eclesial de Jesús como el Cristo, también un reconocimiento fundamental de la Iglesia como figura originaria del seguimiento. El seguimiento de Jesús, por el contrario, tiene ante sus ojos al hombre Jesús, como aquel que se resiste y se opone a toda autoridad, y así esta expresión porta consigo un rasgo constitutivo de crítica eclesial como distintivo de fidelidad a Jesús. Con ello es puesta en discusión, más allá de la cristología, la soteriología que ahora necesariamente también sufre un cambio. En lugar de la «salvación» aparece en escena la «liberación». La cuestión sobre cómo es comunicada la acción liberadora de Jesús aparece, casi de un modo espontáneo, en una oposición crítica con la doctrina clásica sobre cómo la gracia es participada al hombre.2
Estas referencias nos indican la tarea que hoy ha de enfrentar la teología. Una teología que se comprende a sí misma como explicación e interpretación del depósito común de la fe de la Iglesia y no como reconstrucción de un Jesús olvidado en el pasado o como super-estructura de su historia verdadera y hasta ahora nunca realizada. En el marco de este ensayo es imposible responder a las innumerables cuestiones que se nos presentan. Esta será la tarea, al menos, de toda una generación. Mi intención aquí es más modesta. Yo quisiera señalar en unas pocas tesis algunas indicaciones fundamentales en las que se representa la unidad interior e indisoluble de Jesús y Cristo, de Iglesia e historia.
Tratemos de profundizar un poco esta idea. La joven Iglesia, al igual que los contemporáneos del mismo Jesús, se vio confrontada con la pregunta de quién era, en realidad, ese Jesús: ¿quién es Él? (cf. Mc 8,27-30). Las respuestas de la «gente» en el tiempo de Jesús, referidas por los Evangelios, así como la respuesta de Simón Pedro, que se ha convertido en la confesión de la Iglesia, reflejan el intento de encontrar categorías para ordenar su figura a partir del acervo de lo ya conocido y atesorado en palabras. Aunque con la confesión de Pedro fue dada una orientación fundamental que los creyentes consideraron normativa, la sola fórmula «Jesús es el Cristo, el Mesías», no podía bastar por sí sola. Esto ya no era posible por la pluralidad de sentidos conferidos al título de Mesías. La discusión entre Jesús y Pedro, a continuación de la confesión, refleja claramente el carácter problemático de esa palabra (Mc 8,31-33). El desarrollo de la confesión de Pedro desde Marcos a Lucas y a Mateo muestra con claridad la necesidad de aclaración y elucidación; es una parte de la historia de la confesión de la Iglesia en el interior de la tradición sinóptica.
Así podemos determinar que en la Iglesia naciente se dio, con la confesión fundamental, un punto de cristalización de la explicación de Jesús, pero que, a la vez, existió un amplio campo de interpretaciones complementarias que se fueron condensando en una multiplicidad de otros títulos, tales como: profeta, sacerdote, paráclito, ángel, señor, hijo de Dios, hijo. El esfuerzo por la recta comprensión de Cristo en la Iglesia primitiva se nos presenta, concretamente, como una lucha por la correcta ordenación, percepción, clasificación y también tamización de ese título de dignidad de Jesús. Si quisiéramos resumir el resultado en una fórmula concisa, podríamos decir que el proceso, en su totalidad, es un camino de creciente simplificación y concentración. Al final, solo quedan tres títulos capaces de circunscribir, de un modo válido y eclesial, el misterio de Jesús: Cristo – Señor – Hijo (de Dios).
Ahora bien, porque el título Cristo (Mesías) se fue fusionando paulatinamente con el nombre Jesús y no tenía una gran significación objetiva fuera del ámbito judío y porque, además, «Señor» tenía un significado menos preciso que «Hijo», por eso al final tuvo lugar una concentración última y decisiva: el título «Hijo» aparece definitivamente como la descripción única y omnicomprensiva. Este título porta en sí a todos los demás y a su vez los aclara e interpreta. Al final, la confesión eclesial se contenta con ese título. En su forma definitiva lo encontramos en Mateo en la confesión de Pedro: «Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mt 16,16). Si la Iglesia concentró la estructura pluralmente articulada de la tradición en esta sola palabra y con ello le dio al contenido de la decisión fundamental cristiana una simplicidad última, por cierto esta no podía ser una simplicidad fruto de una simplificación y reducción. En la palabra «Hijo» se encontró esa simplicidad que a la vez es profunda y comprensiva. «Hijo» como confesión fundamental significa que esta palabra nos da la clave de interpretación que nos hace accesible y comprensible todo lo demás.3
Pero aquí, necesariamente, vuelve a aparecer la pregunta por el origen. La exégesis contemporánea y la historia del dogma desconfían de esa concentración de la herencia histórica y la ven a priori como una falsificación de lo que fue en el principio, simplemente porque el alejamiento temporal parece muy grande. En realidad, con la concentración en «Hijo» como categoría interpretativa fundamental de la figura de Jesús, la Iglesia respondió precisamente a la experiencia histórica originaria que habían hecho los testigos oculares y los testigos de la vida de Jesús. Llamar a Jesús «Hijo» no significa imponerle el oro mítico del dogma (como se afirma una y otra vez desde el tiempo de Reimarus4), sino la correspondencia más estricta con el centro de la figura histórica de Jesús. Pues todos los Evangelios testimonian unánimemente que las palabras y las acciones de Jesús surgían de su intimísimo ser con el Padre, que después de toda labor diaria Él subía, siempre de nuevo, «al monte» para rezar a solas (por ejemplo, Mc 1,35; 6,46; 14,35-39). Entre los evangelistas, es ante todo Lucas quien afirma expresamente este hecho.5 Lucas muestra que los acontecimientos esenciales de la acción de Jesús provenían del núcleo de su Persona, y que este núcleo era el diálogo con el Padre. Doy cuatro ejemplos:
1. Comencemos con la llamada de los doce apóstoles, cuyo número simbólico alude al nuevo pueblo de Dios y del cual ellos estaban destinados a ser sus columnas. Con ellos, Jesús da comienzo al nuevo «pueblo de Dios» en un gesto a la vez simbólico y totalmente real: su ser llamados por Jesús ha de ser valorado teológicamente como el inicio de la «Iglesia». Según Lucas, Jesús había pasado la noche previa a ese acontecimiento rezando en el monte: la llamada procede de la oración, del diálogo del Hijo con el Padre. La Iglesia es dada a luz en la oración, en la que Jesús se entrega al Padre y el Padre se dona al Hijo. En esta comunicación profundísima entre Hijo y Padre se esconde el verdadero y siempre nuevo origen de la Iglesia, origen que al mismo tiempo es su fundamento seguro y confiable (Lc 6,12-17).