Sin segundo nombre - Lee Child - E-Book

Sin segundo nombre E-Book

Lee Child

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Beschreibung

 Sin segundo nombre   reúne, por primera vez en España, diez relatos policiales de Lee Child que ahondan en la leyenda y los orígenes de Jack Reacher, su célebre personaje.   En "Demasiado tiempo", Reacher es testigo casual de un arrebato callejero en una perdida ciudad de Maine, pero nada es lo que parece cuando las cosas caen, literalmente, ante sus ojos. Okinawa es el escenario de "Segundo hijo", donde un Jack Reacher adolescente vive con sus padres y su hermano, y empieza a modelar y perfeccionar su inteligencia, sagacidad y fuerza física. En "En lo más profundo", un aún policía militar Reacher tiene que infiltrarse en un comité de expertos. "El cuadro del diner solitario", una historia de espías, le da la excusa para sentirse protagonista de una de sus pinturas favoritas. Completan la colección dos historias navideñas (un guiño británico al lector en medio de esta serie negra) y otros cuatro relatos atrapantes.   Sin equipaje. Sin destino. Sin segundo nombre. No importa dónde ni cuándo, a Reacher los problemas siempre le encuentran. Mal por ellos. 

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SIN SEGUNDO NOMBRE

10 HISTORIAS DE JACK REACHER

 

LEE CHILD

 

Traducción de Aldo Giacometti

 

 

 

Índice

Cubierta

Portada

Demasiado tiempo

Segundo hijo

En lo más profundo

La nueva identidad de James Penney

Todos hablan

No un simulacro

Quizás tengan una tradición

Un tipo entra a un bar

Sin habitaciones disponibles en el motel

El cuadro del

diner

solitario

Otros títulos de Lee Child publicados en Blatt & Ríos

Sobre el autor

Créditos

Hitos

Tabla de contenidos

DEMASIADO TIEMPO

Sesenta segundos en un minuto, sesenta minutos en una hora, veinticuatro horas en un día, siete días en una semana, cincuenta y dos semanas en un año. Reacher hizo un cálculo mental aproximado y le dio poco más de treinta millones de segundos en un intervalo de doce meses. En ese tiempo se cometerían cerca de diez millones de delitos solo en Estados Unidos. Más o menos uno cada tres segundos. Nada raro. Que uno se produjera justo delante de uno mismo, en vivo y en directo, no era algo tan improbable. El lugar importaba, claro. Los delitos iban donde la gente iba. Las probabilidades eran más altas en el centro de una ciudad que en el campo.

Reacher estaba en una ciudad vaciada en Maine. No cerca de un lago. No en la costa. Nada de langostas. Pero una vez le había ido bien con algo, eso estaba claro. Las calles eran anchas y los edificios de ladrillo. Tenía un aire de prosperidad perdida. Las que tal vez habían sido grandes tiendas eran ahora tiendas de todo a un dólar. Pero no todo era tan malo. Al menos esas tiendas de todo a un dólar movían algo de dinero. Había un café de franquicia. Había mesas en la terraza. Las calles estaban llenas de gente. El clima ayudaba. Era el primer día de primavera y el sol brillaba radiante.

Reacher dobló la esquina en una calle tan ancha que la habían cerrado al tráfico y la habían bautizado como plaza. Había mesas de bar en ambas aceras, frente a edificios rojos venidos a menos, y unas treinta personas paseando por la calzada. Primero Reacher vio la escena de frente, con la gente delante de él repartida de manera aleatoria. Más tarde se dio cuenta de que los que más importaban habían formado una figura perfecta, como una T mayúscula. Él estaba en la base, mirando hacia arriba, y cuarenta metros más allá, en la barra de la T, había una mujer joven caminando en ángulo recto por su campo de visión, de derecha a izquierda delante de él, cruzando la ancha calle directo de una acera a la otra. Llevaba un bolso de tela colgado del hombro. La tela no era muy gruesa y era de color natural, pálida contra su camiseta oscura. Tendría unos veinte años. Probablemente menos. Tal vez dieciocho. Caminaba despacio, la mirada en alto, disfrutando del sol en la cara.

Entonces, desde el extremo izquierdo de la barra, y muy rápido, apareció corriendo un chico que se dirigía hacia ella de frente. Edad parecida. Zapatillas, pantalón negro ajustado, sudadera con capucha. Cogió el bolso de la mujer y se lo arrancó del hombro. Ella cayó al suelo, la boca abierta con una expresión incrédula. El chico de la capucha se colocó el bolso bajo el brazo como una pelota de fútbol americano, hizo una finta hacia la derecha y salió corriendo por el tallo de la T, derecho hacia la base, donde estaba Reacher.

Entonces desde el extremo derecho de la barra aparecieron dos hombres con traje, caminando en la misma dirección que había caminado la mujer de una acera a la otra. Estaban unos veinte metros detrás de ella. El delito había tenido lugar delante de sus narices. Reaccionaron como reaccionan la mayoría de las personas. Se quedaron quietos durante un segundo, después se dieron la vuelta, miraron cómo el chico se escapaba, y levantaron los brazos de manera animada pero incoherente, y gritaron algo que podría haber sido ¡Ey!

Entonces empezaron a perseguirlo. Como si hubiera sonado el disparo de salida. Corrieron fuerte, las rodillas bombeando, flameando el faldón de los abrigos. Policías, pensó Reacher. Tenían que serlo. Por la coordinación tácita. Ni siquiera se miraron. ¿Quién más reaccionaría así?

A cuarenta metros de distancia, la joven mujer se levantó deprisa y se fue corriendo.

Los policías seguían acercándose. Pero el chico de la sudadera negra estaba diez metros por delante y corría mucho más rápido. No lo iban a atrapar. No había manera. Sus números relativos eran negativos.

Ahora el chico estaba a veinte metros de Reacher, esquivaba hacia la izquierda, hacia la derecha, corría por donde nadie obstruía el terreno. A tres segundos de distancia. Con un hueco obvio enfrente de él. Ahora a dos segundos de distancia. Reacher se movió hacia la derecha, un paso. Ahora a un segundo de distancia. Otro paso. Reacher le dio un golpe con la cadera, lo derribó y el chico se deslizó por el suelo en un enredo de manos y piernas. El bolso de tela voló por el aire y el chico se raspó y rodó por los suelos unos tres metros. Entonces llegaron los hombres con traje y se le tiraron encima. Una pequeña multitud se congregó alrededor. El bolso de tela había tocado tierra a un metro de los pies de Reacher. Tenía una cremallera en la parte de arriba, bien cerrada. Reacher se agachó para cogerlo, pero después lo pensó mejor. Mejor no tocar las pruebas, dejarlas como estaban. Se alejó un paso. Más espectadores se congregaron a su lado.

Los policías sentaron al chico, aturdido, y le esposaron las manos detrás de la espalda. Un policía hizo guardia y el otro pasó por encima y recogió el bolso de tela. Parecía desinflado, sin peso y vacío. Colapsado. Como si estuviera vacío. El policía escaneó las caras a su alrededor y miró a Reacher. Sacó una billetera del bolsillo de atrás y la abrió con un veloz y entrenado movimiento de muñeca. Había un documento detrás de una ventana de plástico translúcido. Detective Ramsey Aaron, Departamento de Policía del Condado. En la foto estaba el mismo tipo, un poco más joven y mucho menos agitado.

—Muchas gracias por estar ayudándonos con eso —dijo Aaron.

—De nada —dijo Reacher.

—¿Ha visto exactamente lo que ha pasado?

—Creo que sí.

—Entonces voy a necesitar que firme la declaración de testigo.

—¿Ha visto cómo la víctima se ha ido corriendo?

—No, no lo he visto.

—Parecía estar bien.

—Mejor —dijo Aaron—. De todas formas vamos a necesitar que firme la declaración.

—Ustedes estaban más cerca de todo que yo —dijo Reacher—. Ha pasado justo frente a ustedes. Firmen su propia declaración.

—Francamente, señor, la declaración va a tener más valor si viene de un ciudadano corriente. Alguien del público, quiero decir. Al jurado no siempre le gustan los testimonios de la policía. Un signo de los tiempos.

—En algún momento fui policía.

—¿Dónde?

—En el Ejército.

—Entonces usted es incluso mejor que una persona corriente.

—No me voy a poder quedar para un juicio —dijo Reacher—. Estoy de paso. Tengo que seguir mi viaje.

—No va a haber juicio —dijo Aaron—. Si tenemos un testigo presencial en el registro, que es además un veterano militar con experiencia en las fuerzas de seguridad, la defensa lo va a declarar culpable. Simple aritmética. Sumas y restas. Como cuando se quiere pedir un préstamo. Así es como funciona ahora.

Reacher no dijo nada.

—Diez minutos de su tiempo —dijo Aaron—. Vio lo que vio. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

—Está bien —dijo Reacher.

 

Fueron más de diez minutos incluso al principio. Se quedaron allí y esperaron a que un patrullero viniera a llevarse al chico a la comisaría. Eventualmente apareció acompañado por una ambulancia de los bomberos, para mirar las constantes vitales del chico. Para declararlo apto para el procesamiento. Para evitar una muerte sin explicación bajo custodia. Y todo eso llevó tiempo. Pero al final el chico se subió al asiento de atrás, los uniformados en los de adelante y el coche arrancó. Los curiosos se dispersaron y Reacher y los dos policías se quedaron solos.

El segundo policía dijo que se llamaba Bush. Ninguna relación con los Bush de Kennebunkport. También era detective del condado. Dijo que tenía el coche aparcado en la calle detrás de la esquina más lejana de la plaza. Señaló. Allí donde había empezado el paseo al sol que tenían planeado. Los tres se fueron caminando en esa dirección. Hacia arriba por el tallo de la T, luego un giro a la derecha sobre la barra, los policías desandando sus pasos y Reacher siguiendo a los policías.

—¿Por qué se ha escapado la víctima? —dijo Reacher.

—Supongo que eso es algo que tendremos que averiguar —dijo Aaron.

El coche era un viejo Crown Vic, deteriorado pero no destruido. Limpio pero no reluciente. Reacher subió atrás, lo que no le molestó porque era un sedán común. Sin separador a prueba de balas. Sin implicaciones. Y el mejor espacio de todos para las piernas, sentado de lado, la espalda contra la puerta. Algo que hizo contento porque pensó que el compartimiento de un coche de policía difícilmente se abriría de manera espontánea por una moderada presión interna. Estaba seguro de que los diseñadores lo habrían tenido en cuenta.

El viaje fue corto. Fueron hasta una deprimente baja estructura de hormigón en el límite de la ciudad. En el techo había unas antenas altas y otras parabólicas. Tenía un aparcamiento con tres sedanes no identificables y un solitario patrullero blanco y negro, todos en línea, también unos diez espacios vacíos y en un rincón más alejado los restos destruidos de un SUV azul. El detective Bush entró y aparcó en el lugar que decía D2. Bajaron los tres. El débil sol primaveral persistía en lo alto.

—Solo para que lo sepa —dijo Aaron—. Mientras menos invirtamos en los edificios, más podemos invertir en atrapar a los malos. Es una cuestión de prioridades.

—Suena como el alcalde —dijo Reacher.

—Buena suposición. Era un concejal dando un discurso. Palabra por palabra.

Entraron. El lugar no estaba tan mal. Reacher había circulado por edificios públicos toda su vida. No necesariamente los elegantes palacios de mármol de Washington D. C., sino los estropeados y mugrientos lugares donde se gobierna de verdad. Y en lo que respecta a entornos lujosos, los policías del condado estaban más o menos en la mitad superior de la escala. El principal problema era un techo bajo. Había sido mala suerte. Incluso los arquitectos de obras públicas a veces sucumben a las modas, y en aquel entonces, cuando atómico era una palabra fuerte, por un breve período de tiempo favorecieron las estructuras brutalistas de hormigón grueso, como si al público de los años cincuenta lo pudiera tranquilizar que las fuerzas del orden estuvieran protegidas por instalaciones de aspecto antinuclear. Pero por alguna razón, la mentalidad estilo búnker solía expandirse hacia dentro, y daba como resultado espacios estrechos y sofocantes. Ese era el único problema real que tenía la comisaría de la Policía del Condado. El resto estaba bastante bien. Básico, quizás, pero un tipo inteligente no lo querría mucho más complicado. Parecía un buen lugar para trabajar.

Aaron y Bush guiaron a Reacher hasta un cuarto de interrogatorio en un pasillo paralelo al recinto de los detectives.

—¿No vamos a hacer esto en su despacho? —dijo Reacher.

—¿Como en las series de televisión? —dijo Aaron—. No está permitido. Ya no. No desde el 11-S. Nada de entrar en los despachos sin autorización. Usted no está autorizado hasta que su nombre no aparezca como testigo en un documento oficial impreso. Y el suyo todavía no ha aparecido, obviamente. Además nuestro seguro funciona mejor aquí. Signo de los tiempos. Si se llegara a resbalar y caer, preferiríamos que hubiera una cámara en la habitación para poder demostrar que en ese momento no estábamos cerca de usted.

—Entendido —dijo Reacher.

Entraron. Era una instalación estándar, quizás todavía más opresiva por una sensación como encorvada y comprimida, provocada por las miles de toneladas de hormigón alrededor. El revestimiento estaba sin terminar, pero lo habían pintado tantas veces que estaba liso y terso. El color era un verde pálido estatal, poco favorecido por las lámparas de bajo consumo. El aire estaba viciado. Había un espejo grande en la pared del fondo. Una ventana unidireccional, sin dudas.

Reacher se sentó de cara al espejo, del lado del malo de una mesa rectangular, enfrente de Aaron y Bush, que tenían blocs de notas y bolígrafos. Primero Aaron le advirtió a Reacher que se estaba grabando tanto en audio como en video. Después Aaron le preguntó a Reacher su nombre completo y su número de Seguridad Social. Reacher facilitó todos los datos verazmente, porque ¿por qué no? Después Aaron le pidió su dirección actual, lo que inició todo un gran debate.

—Sin domicilio fijo —dijo Reacher.

—¿Eso qué quiere decir? —dijo Aaron.

—Lo que dice. Es una construcción léxica conocida.

—¿No vive en ningún lado?

—Vivo en muchos lados. Una noche por sitio.

—¿Quiere decir como en una caravana? ¿Está jubilado?

—Ninguna caravana —dijo Reacher.

—En otras palabras, vive en la calle.

—Pero voluntariamente.

—¿Eso qué significa?

—Me muevo de un lugar a otro. Un día aquí, un día allá.

—¿Por qué?

—Porque me gusta.

—¿Como un turista?

—Supongo.

—¿Dónde está su equipaje?

—No tengo.

—¿No tiene nada?

—Leí un librito en un local del aeropuerto. Aparentemente es bueno que nos deshagamos de lo que no nos da alegría.

—¿Entonces tira sus cosas?

—Ya no tengo nada. Resolví esa parte hace años.

Aaron miró su bloc de notas, inseguro. Dijo:

—¿Entonces cuál sería la mejor palabra para usted? ¿Vagabundo?

—Itinerante. Repartido. Pasajero. Episódico.

—¿Fue licenciado de las Fuerzas Armadas con algún tipo de diagnóstico?

—¿Afectaría eso a mi credibilidad como testigo?

—Ya le dije, es como cuando se quiere pedir un préstamo. No tener domicilio fijo es malo. Trastorno de estrés postraumático sería peor. El abogado defensor podría especular sobre su fiabilidad potencial en el estrado. Le podrían bajar uno o dos puntos.

—Estuve en el 110 de la Policía Militar —dijo Reacher—. No le tengo miedo al TEPT. El TEPT me tiene miedo a mí.

—¿Qué era el 110 de la Policía Militar?

—Una unidad de élite.

—¿Hace cuánto que está fuera?

—Más de lo que estuve dentro.

—Bien —dijo Aaron—. Pero no me toca decidir a mí. Ahora se trata de números, simple y llanamente. Los juicios tienen lugar dentro de los ordenadores. Software especial. Diez mil simulaciones. La tendencia mayoritaria. Un par de puntos para alguna de las dos partes podría ser crucial. No tener domicilio fijo no es ideal, incluso sin nada más que eso.

—Lo toman o lo dejan —dijo Reacher.

Lo tomaron, tal como Reacher sabía que sucedería. Nunca podrían tener demasiado. En todo caso ya lo perderían luego. Perfectamente normal. Mucho trabajo bien hecho echado a perder, incluso en casos que estaban cantados. Así que repasó lo que había visto, con cuidado, coherentemente, de manera completa, de principio a fin, de izquierda a derecha, de cerca y de lejos, y después los tres estuvieron de acuerdo en que eso debía haber sido más o menos todo. Aaron mandó a Bush a transcribir e imprimir el audio, para que Reacher lo firmara. Bush salió de la sala y Aaron dijo:

—Gracias una vez más.

—De nada una vez más —dijo Reacher—. Ahora cuénteme su interés.

—Como usted ha visto, ha sucedido justo enfrente de nosotros.

—Lo que empiezo a pensar que es la parte interesante de todo esto. Quiero decir, ¿cuáles son las probabilidades? El detective Bush ha aparcado en el lugar D2. Lo que significa que es el número dos en la brigada de detectives. Pero él ha conducido y ahora está haciendo lo que le ha ordenado. Lo que significa que usted es el número uno en la brigada. Lo que significa que justo los dos nombres más importantes en la división más glamurosa de todo el Departamento de la Policía del Condado estaban paseando al sol a veinte metros de una chica a la que justo le robaron.

—Coincidencia —dijo Aaron.

—Yo creo que la estaban siguiendo —dijo Reacher.

—¿Por qué piensa eso?

—Porque no parece que les importe lo que le ha pasado a ella después. Probablemente porque saben quién es. Saben que va a volver pronto para contárselo todo. O saben dónde encontrarla. Porque la están chantajeando. O es una agente doble. O quizás es una de ustedes, trabajando de manera encubierta. Sea como sea, han confiado en que se las arreglara sola. No les preocupa. Es el bolso de tela lo que les interesa. Le han robado violentamente pero ustedes han perseguido al bolso, no a ella. Quizás el bolso es importante. Aunque no veo cómo. A mí me ha parecido que estaba vacío.

—Suena como que hay una gran conspiración en curso, ¿no?

—Esas son sus palabras —dijo Reacher—. Usted me ha agradecido por mi ayuda. ¿Mi ayuda en qué, exactamente? ¿Una emergencia espontánea de un instante? No creo que usted hubiera usado esa frase. Habría dicho guau, qué locura, ¿eh? O algún equivalente. O simplemente habría levantado las cejas. Como un gesto cómplice, o como para romper el hielo. Como si fuéramos solo dos tipos charlando. Pero en vez de eso, usted me ha agradecido de manera bastante formal. Ha dicho: Muchas gracias por estar ayudándonos con eso.

—Estaba intentando ser amable —dijo Aaron.

—Pero yo creo que ese tipo de formalidad necesita una incubación más prolongada —dijo Reacher—. Y usted ha dicho con eso. ¿Con qué? Para que usted internalizara algo como eso, creo que necesitaría ser un poco más viejo que un instante. Necesitaría estar previamente establecido. Y usted utilizó un tiempo continuo. Dijo que yo los estaba ayudando. Lo que implica que hay algo en marcha. Algo que existía antes de que el chico arrebatara el bolso y que seguirá después. Y usted ha usado el pronombre plural. Ha dicho gracias por ayudarnos. Usted y Bush. Con algo que ya es de ustedes, con algo que ustedes tienen y que se ha ido un poco de las manos, pero finalmente el daño no ha sido tan malo. Creo que era ese tipo de ayuda la que usted me estaba agradeciendo. Porque usted se ha sentido extremadamente aliviado. Podría haber sido mucho peor, si el chico se hubiese escapado, quizás. Que es el motivo por el cual usted ha dicho muchas gracias, que es algo demasiado sentido para un robo trivial. Parecía más importante para usted.

—Estaba siendo amable.

—Y creo que mi declaración como testigo es sobre todo para el jefe de policía y los concejales, no un juego de ordenador. Para mostrarles que no ha sido culpa de ustedes. Para mostrarles que no han sido ustedes los que casi arruinan algún tipo de operación de largo plazo. Por eso querían a una persona normal. Cualquier tercero estaba bien. De otro modo lo único que iban a tener era su propio testimonio, a nombre de ustedes. Usted y Bush cuidándose las espaldas.

—Estábamos paseando.

—Ni siquiera se han mirado. No lo han pensado dos veces. Simplemente han salido a perseguir ese bolso. Han estado pensando en ese bolso todo el día. O toda la semana.

Aaron no respondió, y ya no hubo oportunidad de discutirlo, porque en ese momento la puerta se abrió y se asomó una cabeza diferente. Le hizo un gesto a Aaron para decirle algo. Aaron salió y la puerta se cerró con un clic detrás de él. Pero antes de que Reacher pudiera preocuparse por si estaba cerrada o no, se abrió de nuevo, Aaron asomó la cabeza y dijo:

—El resto de la entrevista va a quedar en manos de otros detectives.

La puerta se volvió a cerrar.

Se volvió a abrir.

El hombre que había asomado la cabeza la primera vez iba delante. Detrás de él iba otro, parecido. Ambos tenían el aspecto de personajes clásicos de Nueva Inglaterra de fotos históricas en blanco y negro. Producto de muchas generaciones de sacrificio y trabajo duro. Ambos eran esbeltos y fibrosos, todo nervios y ligamentos, casi demacrados. Iban vestidos con pantalones chinos, camisa de cuadros y abrigo deportivo azul. Estaban rapados. Sin intención de estilo. Pura funcionalidad. Dijeron que trabajaban en la Administración para el Control de Drogas de Maine. Una organización estatal. Dijeron que las investigaciones a nivel del estado pesaban más que las investigaciones a nivel del condado. Por eso se habían apropiado de la entrevista. Dijeron que tenían preguntas acerca de lo que Reacher había visto.

Se sentaron en las sillas que Aaron y Bush habían dejado libres. El de la izquierda dijo que se llamaba Cook, y el de la derecha Delaney, quien parecía ser el líder del equipo. Parecía preparado para conducir la conversación acerca de lo que Reacher había visto, volvió a decir. Nada más. Nada por lo que preocuparse.

Pero después dijo:

—Primero necesitamos más información sobre un aspecto en particular. Creemos que nuestros colegas del condado lo han pasado un poco por alto. Apenas han tocado el tema, aunque es comprensible.

—¿Apenas han tocado qué tema?

—¿Qué intención tenía cuando ha derribado al chico? ¿En qué estaba pensando exactamente, en términos de intención, cuando derribó al chico?

—¿En serio?

—Con sus propias palabras.

—¿Cuántas?

—Las que necesite.

—Estaba ayudando a los policías.

— ¿Solo eso?

—He visto el delito. El responsable huía e iba directo hacia mí. Corría más rápido que sus perseguidores. No tenía dudas acerca de su inocencia o su culpabilidad así que me he cruzado en su camino. Ni siquiera se ha hecho mucho daño.

—¿Cómo ha sabido que los dos hombres eran policías?

—Intuición. ¿No me he equivocado, no?

Delaney hizo una pausa.

Luego dijo:

—Ahora dígame lo que ha visto.

—Estoy seguro de que ya han escuchado mi declaración.

—Estábamos escuchando —dijo Delaney—. También cuando ha seguido hablando con el detective Aaron. Después de que se fuera el detective Bush. Parece que ha visto más de lo que ha dicho en su declaración como testigo. Parece que ha visto algo acerca de una operación a largo plazo.

—Eso era una especulación —dijo Reacher—. No es necesario que aparezca en mi declaración como testigo.

—¿Por una cuestión ética?

—Supongo.

—¿Es usted una persona ética, señor Reacher?

—Hago lo que puedo.

—Pero ahora se puede despachar. La declaración ya está hecha. Ahora puede especular todo lo que quiera. ¿Qué ha visto?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Es posible que estemos teniendo un problema. Usted podría ayudarnos.

—¿Cómo podría ayudar?

—Usted fue policía militar. Sabe cómo funcionan estas cosas. Visión de conjunto. ¿Qué es lo que ha visto?

—Imagino que he visto a Aaron y a Bush siguiendo a la chica del bolso —dijo Reacher—. Algún tipo de operación de vigilancia. Vigilancia del bolso, principalmente. Cuando ha pasado lo que ha pasado ignoraron completamente a la chica. La mejor suposición es que quizás la chica tenía que entregarle el bolso a un sospechoso todavía no identificado. Más tarde en otro sitio. Como una entrega o un pago. Quizás era importante observar la transacción misma. Quizás el sospechoso no identificado es el último eslabón de la cadena. De ahí la importancia de los testigos oculares. O lo que sea. Pero el plan ha fracasado porque el destino ha intervenido en la forma de un carterista ocasional. Pura mala suerte. Pasa en las mejores familias. Y no es para tanto. Mañana pueden volver a intentarlo.

Delaney negó con la cabeza:

—Estamos en aguas turbias. La gente como esta, con la que estamos tratando en este caso. Si faltas a un encuentro para ellos estás muerto. Esto se acabó.

—Entonces lo lamento —dijo Reacher—. Así es la vida. Lo mejor va a ser olvidarse del tema.

—Para usted es fácil decirlo.

—No es mi problema —dijo Reacher—. Yo solo soy alguien que está de paso.

—De eso también tenemos que hablar. ¿Cómo podemos contactar con usted, en caso de que lo necesitemos? ¿Tiene un teléfono móvil?

—No.

—¿Y la gente cómo se pone en contacto con usted?

—No se pone en contacto.

—¿Ni siquiera familia y amigos?

—No me queda familia.

—¿Tampoco amigos?

—No de los que se llaman por teléfono cada cinco minutos.

—¿Entonces quién sabe dónde está usted?

—Yo lo sé —dijo Reacher—. Con eso es suficiente.

—¿Está seguro?

—Todavía no he necesitado que me rescaten.

Delaney asintió. Dijo:

—Volvamos a lo que ha visto.

—¿Qué parte?

—Todo. Quizás recuerde algo más. ¿Podría haber otra interpretación?

—Todo es posible —dijo Reacher.

—¿Qué es lo que podría ser posible?

—Solían pagarme por este tipo de conversación.

—Le podríamos dar una taza de café a cambio.

—Trato hecho —dijo Reacher—. Negro, sin azúcar.

Cook fue a buscarlo y, cuando volvió, Reacher bebió un sorbo y dijo:

—Gracias. Creo que ha sido un hecho casual.

—Use su imaginación —dijo Delaney.

—Usen la suya —dijo Reacher.

—Bien —dijo Delaney—. Supongamos que Aaron y Bush no sabían dónde o cuándo o quién o cómo, pero eventualmente esperaban ver que el bolso pasara a manos de otra persona.

—Supongamos —dijo Reacher.

—Y quizás eso es exactamente lo que han visto. Solo que un poco antes de lo esperado.

—Todo es posible —volvió a decir Reacher.

—Tenemos que suponer discreción y medidas clandestinas por parte de los malos. Quizás arreglaron un encuentro falso y planearon hacerse con el bolso en el camino. Para generar sorpresa e imprevisibilidad, que es siempre la mejor manera de eludir la vigilancia. Quizás incluso estaba ensayado. Según usted, la chica lo ha entregado sin demasiado esfuerzo. Usted ha dicho que ella cayó sentada, y después se ha puesto de pie enseguida y se ha ido a toda prisa.

Reacher asintió:

—Lo que significa que ustedes dirán que el chico de la sudadera negra es el sospechoso desconocido. Dirán que era él quien tenía que recibir el bolso.

Delaney asintió:

—Y lo hemos atrapado y por lo tanto la operación ha sido, de hecho, un éxito total.

—Para usted es fácil decirlo. También muy conveniente.

Delaney no respondió.

—¿Dónde está el chico ahora? —preguntó Reacher.

—Dos habitaciones más allá —Delaney señaló la puerta—. Pronto lo llevaremos a Bangor.

—¿Está hablando?

—Por el momento no. Se está comportando como un buen soldadito.

—A no ser que no sea un soldado.

—Creemos que lo es. Y creemos que va a hablar, cuando entienda el riesgo que corre en toda su extensión.

—Otro gran problema —dijo Reacher.

—¿Cuál?

—Para mí el bolso estaba vacío. ¿Qué clase de entrega o pago es ese? No conseguirán una condena por perseguir un bolso vacío.

—El bolso no estaba vacío —dijo Delaney—. Al menos no al principio.

—¿Qué había adentro?

—Ya llegaremos a eso. Pero primero tenemos que volver atrás, a lo que le he preguntado al principio del todo. Para asegurarnos. Acerca de su intención.

—Estaba ayudando a los policías.

—¿Sí?

—¿Le preocupa la responsabilidad legal? Si fuera un civil brindando ayuda tendría la misma inmunidad que tienen las fuerzas de seguridad. Además el chico no está herido. Algunos rasguños quizás. Tal vez un arañazo en la rodilla. No es un problema. A no ser que aquí tengan jueces realmente particulares.

—Nuestros jueces son buenos, cuando entienden el contexto.

—¿Qué otro contexto podría ser? He sido testigo de un delito. Ha habido una clara intención de apresar al criminal por parte del Departamento de Policía. Yo los he ayudado. ¿Me está diciendo que tienen un problema con eso?

—¿Nos disculpa un momento? —dijo Delaney.

Reacher no respondió. Cook y Delaney se pusieron de pie y salieron despacio desde el otro lado de la mesa rectangular. La puerta se cerró con un clic detrás de ellos. Esta vez Reacher estuvo casi seguro de que la habían cerrado. Miró el espejo. No vio más que su reflejo, gris con un tinte verde.

Diez minutos de su tiempo. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

No pasó nada. Nada durante tres largos minutos. Entonces Cook y Delaney volvieron a entrar. Se volvieron a sentar, Cook a la izquierda y Delaney a la derecha.

—Usted ha afirmado que estaba brindando asistencia a las fuerzas de seguridad —dijo Delaney.

—Correcto —dijo Reacher.

—¿Le gustaría reconsiderar esa declaración?

—No.

—¿Está seguro?

—¿Usted no?

—No —dijo Delaney.

—¿Por qué no?

—Creemos que la verdad es muy distinta.

—¿Y eso por qué?

—Creemos que usted le ha robado el bolso al chico. De la misma manera que él se lo ha robado a la chica. Creemos que usted es un segundo participante sorpresa.

—El bolso ha caído al suelo.

—Tenemos testigos que lo han visto agacharse para recogerlo.

—Lo he pensado mejor, lo he dejado ahí. Aaron lo ha recogido.

Delaney asintió:

—Y para entonces estaba vacío.

—¿Quiere revisarme los bolsillos?

—Creemos que usted ha retirado el contenido del bolso y se lo ha dado a alguno de los presentes.

—¿Qué?

—Si usted fuera un segundo participante, ¿por qué no podría haber un tercero?

—Eso es un disparate —dijo Reacher.

—Jack-nada-Reacher —dijo Delaney—, queda usted detenido por asociación ilícita con una organización corrupta con influencias mafiosas. Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra en el juicio. Tiene derecho a la presencia de un abogado antes de continuar el interrogatorio. Si no puede pagar un abogado se le asignará uno de oficio.

 

Entraron cuatro policías del condado, tres con armas cortas desenfundadas y el cuarto con una escopeta cruzándole el pecho. Del otro lado de la mesa, Cook y Delaney se abrieron las chaquetas para exhibir sus Glock 17 en las sobaqueras. Reacher no se movió. Seis contra uno. Demasiados. Muchas probabilidades en contra. La tensión nerviosa en el aire, sumada a los dedos en los gatillos, más unos niveles de entrenamiento, pericia y experiencia completamente desconocidos.

Se podían cometer errores. Podía pasar cualquier cosa.

Reacher no se movió.

—Quiero al abogado público —dijo.

Después de eso, no dijo nada más.

Le esposaron las muñecas detrás de la espalda y lo llevaron al pasillo, doblaron una vez para cada lado, abrieron una puerta de acero empotrada en un marco de hormigón y la cruzaron. Entraron en la zona de detención de la comisaría, un pabellón en miniatura con tres celdas vacías en un pasillo estrecho. En el otro extremo había una mesa que en ese momento estaba desocupada. Uno de los policías enfundó el arma y se dio la vuelta. Quitaron las esposas a Reacher. Entregó su pasaporte, su tarjeta prepago del banco, su cepillo de dientes, setenta dólares en billetes, setenta y cinco centavos en monedas de veinticinco y los cordones de los zapatos. A cambio le dieron un empujón por la espalda y le concedieron el uso exclusivo de la primera de las celdas. La puerta se cerró con un sonido metálico y el cerrojo sonó como un martillo golpeando un clavo en la tapa de un ataúd. Los policías miraron hacia dentro un segundo más, como la gente en el zoológico, y después dieron media vuelta y se alejaron caminando más allá de la mesa y fuera de la sala, uno detrás de otro. Reacher escuchó la puerta de acero detrás del último. Escuchó cómo cerraba.

Esperó. Era bueno esperando. Era un hombre paciente. No tenía adónde ir y tenía todo el tiempo del mundo para llegar ahí. Se sentó en la cama. Estaba hecha en un molde de hormigón, igual que un pequeño escritorio que había con un taburete integrado. El taburete tenía una pequeña almohadilla redonda, de la misma espuma delgada recubierta de vinilo que el colchón de la cama. El inodoro era de acero, había una tapa cóncava que hacía de lavabo. Solo agua fría. Como el cuarto del motel más piojoso del mundo, pero limitado a los requisitos mínimos inevitables y después reducido en tamaño hasta lo apenas tolerable. Los arquitectos de los viejos tiempos habían usado incluso más hormigón que en los demás lugares. Como si los prisioneros que trataran de escapar pudieran ejercer más fuerza que las bombas atómicas.

 

Reacher calculaba el tiempo mentalmente. Pasaron dos horas y parte de una tercera, y entonces el más joven de los uniformados del condado se presentó para un control rutinario. Miró hacia el otro lado de las rejas y dijo:

—¿Está bien?

—Estoy bien —dijo Reacher—. Tengo un poco de hambre. Ya ha pasado la hora de la comida.

—Tenemos un problema con eso.

—¿El cocinero está de baja por enfermedad?

—No tenemos cocinero. Vamos a buscar la comida a la cafetería de la esquina. Para el almuerzo tenemos autorización para gastar hasta cuatro dólares. Pero esa es la tarifa del condado. Usted es un prisionero del estado. No sabemos qué es lo que ellos estipulan para el almuerzo.

—Espero que más.

—Pero tenemos que estar seguros. Si no, podríamos tener que pagarlo nosotros.

—¿Delaney no lo sabe? ¿O Cook?

—Se han ido. Se han llevado al otro sospechoso a sus oficinas en Bangor.

—¿Cuánto gasta usted en la cena?

—Seis y medio.

—¿Desayuno?

—No va a estar aquí para el desayuno. Es un prisionero del estado, como el otro. Esta noche lo van a venir a buscar.

 

Una hora más tarde el joven policía volvió con un bocadillo de queso y una Coca-Cola en un vaso de plástico. Seis dólares y algunas monedas. Aparentemente el detective Aaron había dicho que si el estado pagaba menos que eso él se iba a encargar de la diferencia personalmente.

—Dele las gracias —dijo Reacher—. Y dígale que tenga cuidado. Un favor por otro.

—¿Cuidado de qué?

—De qué equipo elige.

—¿Qué quiere decir?

—O lo va a entender o no lo va a entender.

—¿Está diciendo que no fue usted?

Reacher sonrió:

—Supongo que eso ya lo ha escuchado otras veces.

El joven policía asintió:

—Todos dicen lo mismo. Ninguno de ustedes nunca ha hecho nada. Es lo que esperamos.

Entonces el tipo se fue, Reacher comió y volvió a esperar.

 

Otras dos horas más tarde el joven policía apareció por tercera vez. Dijo:

—La abogada pública está aquí. Está tratando el caso por teléfono con los tipos del estado. Todavía están en Bangor, están hablando ahora mismo. Enseguida va a estar con usted.

—¿Cómo es? —preguntó Reacher.

—Buena. Una vez me robaron el coche y ella me ayudó con la compañía de seguros. Fue compañera de mi hermana en el instituto.

—¿Qué edad tiene su hermana?

—Tres años más que yo.

—¿Y usted qué edad tiene?

—Veinticuatro.

—¿Consiguió que le pagaran el coche?

—Una parte.

Entonces el tipo se alejó y se sentó en el taburete detrás de la mesa de la entrada. Para aparentar un cuidado correcto de los prisioneros, supuso Reacher, mientras los abogados estaban presentes. Reacher se quedó donde estaba, en la cama. Esperando.

 

Treinta minutos más tarde entró la abogada. Saludó al policía que estaba en el escritorio de manera amistosa, como cualquiera saludaría al hermano menor de un viejo compañero del instituto. Después dijo algo más, despacio y con tono de abogado, acerca de la confidencialidad del cliente, y el tipo se levantó y salió del recinto. Cerró la puerta de acero detrás de él. El pabellón quedó en silencio. La abogada miró a Reacher a través de las rejas, como la gente en el zoológico. Quizás la jaula del gorila. Ella era de altura media y peso medio, y llevaba puesto un traje con falda negra. Tenía el pelo corto y castaño con reflejos más claros, ojos marrones, y cara redonda con la boca caída. Como una sonrisa al revés. Como si hubiera sufrido muchas desilusiones en su vida. Llevaba un maletín de cuero demasiado lleno como para poder cerrarlo. Por arriba sobresalía un bloc legal amarillo. Estaba lleno de notas escritas a mano.

Dejó el maletín en el suelo, retrocedió y arrastró el taburete de la mesa de la entrada. Lo ubicó afuera de la jaula de Reacher, se sentó y se puso cómoda, con las rodillas bien juntas, y los tacones de los zapatos enganchados en el travesaño. Como una reunión normal con un cliente, una persona a cada lado del escritorio o la mesa, salvo porque no había ni escritorio ni mesa. Solo una pared de gruesas barras de acero con poca separación entre sí.

—Mi nombre es Cathy Clark —dijo ella.

Reacher no dijo nada.

—Siento haber tardado tanto en venir —dijo ella—. Tenía una venta programada.

—¿Se dedica también al sector inmobiliario? —dijo Reacher.

—La mayor parte del tiempo.

—¿Cuántas causas ha tenido a su cargo?

—Una o dos.

—Hay una gran diferencia porcentual entre una y dos. ¿Cuántas exactamente?

—Una.

—¿La ganó?

—No.

Reacher no dijo nada.

—Toca el que toca —dijo ella—. Funciona así. Hay una lista. Hoy yo estaba primera. Como la fila de taxis en el aeropuerto.

—¿Por qué no estamos haciendo esto en una sala de reuniones?

Ella no respondió. Reacher tuvo la impresión de que a ella le gustaban las rejas. Le dio la impresión de que le gustaba la separación. Como si la hiciera estar más segura.

—¿Usted cree que soy culpable? —dijo él.

—Lo que yo pienso no importa. Lo que importa es lo que puedo hacer.

—¿Que sería…?

—Hablemos —dijo ella—. Tiene que explicar por qué estaba allí.

—En algún lado tengo que estar. Ellos tienen que explicar por qué habría traicionado a mi cómplice, se lo he entregado directamente.

—Creen que usted ha sido torpe. Solo pretendía coger el bolso y lo ha tirado a él sin querer. Creen que él tenía intención de seguir corriendo.

—¿Por qué había detectives del condado involucrados en una operación del estado?

—Presupuesto —dijo ella—. También para compartir el mérito, para que todos queden contentos.

—Yo no cogí el bolso.

—Tienen cuatro testigos que dicen que usted se ha agachado a buscarlo.

Reacher no dijo nada.

—¿Por qué estaba allí? —dijo ella.

—Había treinta personas en esa plaza. ¿Por qué estaban ahí?

—La evidencia demuestra que el chico ha corrido directo hacia usted. No hacia ellos.

—No ha sido así. Se ha cruzado en mi camino.

—Exactamente.

—Cree que soy culpable.

—No importa lo que yo crea —volvió a decir ella.

—¿Qué declaran que había en el bolso?

—Todavía no han dicho nada.

—¿Es legal eso? ¿No debería saber de qué se me acusa?

—Creo que por el momento es legal.

—¿Cree? Necesito más que eso.

—Si quiere otro abogado, contrate a uno.

—¿Ya ha hablado el chico de la sudadera? —dijo Reacher.

—Declara que ha sido un simple robo. Declara que ha pensado que la chica usaba el bolso como cartera. Declara que esperaba encontrar dinero y tarjetas de crédito. Quizás un teléfono móvil. Los agentes del estado lo ven como una historia que se ha inventado para encubrirse, por si acaso.

—¿Por qué creen que yo no me he escapado? ¿Por qué me iba a quedar ahí?

—Misma causa —dijo ella—. Una historia falsa para encubrirse. Puesto que todo ha salido mal. Usted ha visto cómo atrapaban a su compañero así que han puesto en marcha el plan B. Él era un ladrón, usted ayudaba a las fuerzas del orden. A él le darían una sentencia trivial, a usted una palmadita en la cabeza. Anticipan cierto nivel de sofisticación por parte de ustedes dos. Aparentemente esto es importante.

Reacher asintió:

—¿Qué tan importante cree usted que es?

—Es una investigación grande. Hace tiempo que está en marcha.

—Y cara, ¿no cree?

—Imagino que sí.

—En un momento en el que los presupuestos parecen ser un problema.

—Los presupuestos son siempre un problema.

—Al igual que los egos y las reputaciones y los formularios de evaluación . Piense en Delaney y Cook. Póngase en su lugar. Una investigación cara y muy larga se echa a perder por una casualidad. Están otra vez en la casilla de salida. Quizás peor que eso. Quizás no haya manera de volver a empezar. Muchas caras sonrojadas alrededor. ¿Entonces qué pasa después?

—No lo sé.

—La naturaleza humana —dijo Reacher—. Primero gritaron y maldijeron y le pegaron a la pared. Después se ha hecho sentir el instinto de supervivencia. Han buscado alguna forma de salvarse el culo. Han buscado alguna forma de asegurar que la operación siempre ha sido todo un éxito. El agente Delaney ha dicho exactamente eso. Se han inventado la idea de que el chico era parte del fraude. Después han escuchado cuando Aaron estaba hablando conmigo. Me han escuchado decir que no vivo en ninguna parte. Soy un vagabundo, en palabras de Aaron. Lo que les ha dado una idea incluso mejor. Lo podrán transformar todo en un dos por uno. Podrán asegurar que han atrapado a dos tipos y han hecho volar todo por el aire. Después de todo podrán recibir palmaditas en la espalda y cartas de recomendación.

—Lo que usted dice es que se han inventado el caso.

—Sé que es así.

—Eso es demasiado.

—Conmigo lo han repasado todo. Se han asegurado. Han confirmado que no tengo teléfono móvil. Han confirmado que nadie me sigue los pasos. Han confirmado que soy el chivo expiatorio perfecto.

—Usted ha estado de acuerdo con la idea de que el chico era más que un ladrón.

—Como algo hipotético —dijo Reacher—. Y no de manera entusiasta. Parte de una discusión profesional. Me han hecho caer. Han dicho que yo sabía cómo eran estas cosas. Les estaba siguiendo la corriente. Estaban inventando cosas para salvarse el culo. Yo estaba siendo amable, supongo.

—Usted dijo que podía ser.

—¿Por qué iba a decir eso si estoy involucrado?

—Creen que fue un doble engaño.

—No soy tan inteligente —dijo Reacher.

—Creen que sí. Estuvo en una unidad de élite de la Policía Militar.

—¿Y eso no me pone de su lado?

La abogada no dijo nada. Solo se acomodó un poco en el taburete. Intranquilidad, asumió Reacher. Falta de afinidad. Desconfianza. Tal vez incluso repugnancia. Ganas de irse de ahí. La naturaleza humana. Él sabía cómo funcionaban estas cosas.

—Fíjese en el tiempo de la grabación —dijo Reacher—. Les he dicho que no tengo domicilio, y los engranajes mentales han empezado a funcionar, y poco después de eso han intervenido la entrevista y ya estaban conmigo en la sala. Después se han vuelto a ir, solo un minuto. Para una charla en privado. Estaban confirmando entre ellos si ya tenían suficiente. Si funcionaría. Han decidido hacerlo. Han vuelto y me arrestaron.

—No puedo llevar eso ante la corte.

—¿Qué puede llevar?

—Nada —dijo ella—. Lo mejor que puedo hacer es intentar que se le reduzca la sentencia si lo declaran culpable.

—¿Habla en serio?

—Totalmente. Va a ser acusado de un delito muy grave. Van a presentarle a la corte una hipótesis de trabajo y la van a respaldar con testimonios de testigos presenciales entre la gente común de Maine, los cuales son todos o literal o figuradamente amigos y vecinos de los miembros del jurado. Usted es un forastero con un estilo de vida incomprensible. Quiero decir, ¿de dónde es usted?

—De ningún lugar en particular.

—¿Dónde nació?

—En Berlín Occidental.

—¿Es alemán?

—No, mi padre era marine. Nacido en New Hampshire. En ese momento estaba destinado en Berlín Occidental.

—¿Así que siempre fue militar?

—De pequeño y de mayor.

—Eso no es bueno. La gente les agradece sus servicios pero en el fondo piensan que ustedes están todos traumatizados. Tiene muchas probabilidades de que lo condenen, y si lo hacen lo van a sentenciar a muchos años de cárcel. Es más seguro que se declare culpable por un delito menor. Les ahorraría el tiempo y los gastos de un litigio contencioso. Eso es mucho. Podría ser la diferencia entre cinco años y veinte. Como abogada estaría faltando a mi deber si no se lo recomendara.

—¿Me está recomendando que pase cinco años en la cárcel por un delito que no he cometido?

—Todo el mundo dice que es inocente. Los jurados lo saben.

—¿Y los abogados?

—Los clientes mienten todo el tiempo.

Reacher no dijo nada.

Su abogada dijo:

—Lo quieren trasladar a Warren esta noche.

—¿Qué hay en Warren?

—La prisión estatal.

—Magnífico.

—He solicitado que lo retengan aquí un día o dos. Es más práctico para mí.

—¿Y?

—Se han negado.

Reacher no dijo nada.

Su abogada dijo:

—Lo volverán a traer aquí mañana por la mañana para leerle sus derechos. El juzgado está en este edificio.

—¿Voy a ir y volver en menos de doce horas? Eso no es muy práctico que digamos. Debería quedarme aquí.

—Ahora es parte del sistema. Así funciona. Nada va a volver a tener sentido nunca más. Acostúmbrese. Discutiremos su declaración por la mañana. Le sugiero que durante la noche piense muy seriamente en eso.

—¿Qué hay de la fianza?

—¿Cuánto puede pagar?

—Setenta dólares y algunas monedas.

—La corte lo tomaría como un insulto —dijo ella—. Va a ser mejor no pedirla.

Entonces se bajó del taburete, cogió su bolso sobrecargado y salió del recinto. Reacher escuchó cómo se abría y se cerraba la puerta de acero. El pabellón volvió a quedar en silencio.

Diez minutos de su tiempo. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

 

Pasó otra hora y después el joven policía volvió a entrar. Dijo que el estado había autorizado los mismos seis dólares y cincuenta centavos para la cena. Dijo que con eso se podía comprar prácticamente cualquier cosa del menú de la cafetería. Recitó una larga lista de opciones. Reacher lo pensó un momento. Tarta de pollo y verduras, quizás. O pasta. O una ensalada de huevo. Pensó en voz alta entre esas tres opciones. El policía recomendó la tarta de pollo. Dijo que estaba rica. Reacher aceptó la sugerencia. Y café, agregó. Mucho, enfatizó, mucho de verdad, en algo que lo mantenga a temperatura. Con su taza y plato correspondientes. Sin leche, sin azúcar. El policía anotó todo en un papelito con el resto de un lápiz.

Después dijo:

—¿Le ha ido bien con la abogada?

—Sí —dijo Reacher—. Parece una mujer agradable. Inteligente, también. Cree que todo es un malentendido y que los agentes del estado se ponen un poco excesivamente entusiastas de vez en cuando. No como ustedes los del condado. No tienen sentido común.

El joven policía asintió:

—Imagino que a veces puede ser así.

—Me ha dicho que lo más probable es que mañana ya esté libre. Dice que espere tranquilo y confíe en el sistema.

—Generalmente eso es lo mejor —dijo el chico. Se guardó el papelito en el bolsillo de la camisa y después salió del recinto.

Reacher se quedó en la cama. Esperó. Sintió que el edificio se volvía más silencioso a medida que la guardia de día se iba a la casa y la guardia de noche llegaba. Menos gente. Un condado rural en una parte poco poblada del estado. Eventualmente, el joven policía volvió con la comida. Su último deber del día, casi con certeza. Traía una bandeja con un plato de loza con una tapa metálica, un termo de plástico alto y panzón con el café, un platito con una taza del revés encima, y un cuchillo y un tenedor envueltos en una servilleta de papel.

El termo de plástico era el elemento clave. Hacía que el conjunto fuera demasiado alto como para pasar por el espacio horizontal entre las rejas. El chico no podía apoyar el recipiente de lado en la bandeja porque empezaría a rodar y el café se derramaría sobre la tarta. No lo podía pasar de pie por entre las rejas porque estaban demasiado juntas para la forma panzona que tenía.

El chico hizo una pausa, indeciso.

Veinticuatro años. Un novato. Un tipo que conocía a Reacher como nada peor que un viejo apacible que pasaba todo el tiempo en la cama, aparentemente relajado y resignado. Ningún grito, ningún chillido. Ninguna queja. Ningún malhumor.

Confiando en el sistema.

Ningún peligro.

Sostendría la bandeja en una mano con la punta de los dedos, como cualquier camarero. Sacaría las llaves del cinturón. Destrabaría la puerta y la abriría con el pie. Su cartuchera estaba vacía. Sin arma. La práctica estándar en todas las partes del mundo. Ningún carcelero iba armado. Llevar un arma cargada en medio de prisioneros encerrados sería buscarse problemas. Entraría a la celda. Volvería a enganchar las llaves en el cinturón y pasaría la bandeja de vuelta a las dos manos. Se daría la vuelta hacia el escritorio de hormigón.

Y esa posición relativa ofrecería una cierta cantidad de posibilidades.

Reacher esperó.

Pero no.

El chico era el tipo de novato al que le habían robado el coche, pero no era del todo bobo. Apoyó la bandeja en el suelo fuera de la celda, solo momentáneamente, y sacó el recipiente del café, la taza y el plato, y los apoyó en las baldosas del otro lado de las rejas. Después levantó la bandeja y la pasó por el espacio horizontal. Reacher la agarró. Para beber iba a tener que pasar sus muñecas entre las rejas y servirse por el otro lado. La taza pasaba hacia dentro. Quizás no sobre el plato, pero bueno, no estaba cenando en el Ritz.

—Listo —dijo el chico.

No del todo bobo.

—Gracias —dijo Reacher de todos modos—. Se lo agradezco.

—Que lo disfrute —dijo el chico.

Reacher no lo disfrutó. La tarta estaba mala y el café estaba flojo.

 

Una hora después llegó otro hombre uniformado para retirar los restos. La guardia nocturna. Reacher dijo:

—Tengo que ver al detective Aaron.