2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
Había sido una locura acostarse con Alicia Butler. Su padre era responsable de que Jake Claiborne hubiera perdido una fortuna, y cualquier relación con ella iba a convertirse en portada de la prensa sensacionalista. Pero Alicia se había quedado embarazada, y él estaba decidido a asumir su responsabilidad. La única opción posible era casarse con ella y confiar en que el escándalo fuera mitigándose… aunque entre tanto la pasión entre ellos se reavivara.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 172
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Ann Major. Todos los derechos reservados. SÓLO TEMPORAL, N.º 1767 - febrero 2011 Título original: Ultimatum: Marriage Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9776-1 Editor responsable: Luis Pugni
ePub X Publidisa
–Lo siento, Claiborne. Has quedado excluido del proyecto. A mucha gente le preocupa la notoriedad que te ha dado tu relación con Mitchell Butler y su hija Alicia.
Jake supo que no serviría de nada intentar defenderse y no estaba dispuesto a suplicar. Ya había intentado justificarse ante la prensa cuando acampó delante de su casa, pero sólo había logrado que los periodistas tergiversaran sus palabras y le hicieran parecer cómplice de Butler.
–Sólo soy el mensajero –dijo la persona al otro lado del teléfono antes de colgar.
Por unos instantes Jake se quedó pensando en Mitchell Butler y en su preciosa hija, preguntándose si ella habría participado en el plan de su padre.
Colgó sintiendo que su dolor de cabeza se agudizaba. No quería pensar en ella ni en la noche que había pasado en sus brazos. Tampoco en el hecho de que desde entonces no hubiera contestado ninguna de sus llamadas. No podía culparla. Al día siguiente, él y Hayes Daniels, el jefe de su hermano gemelo, habían entregado a Mitchell a la policía federal. Alice debía de ser tan culpable como su padre, así que tenía que olvidarla y evitar sentir algo por ella.
Contempló en silencio la maqueta de Nueva Orleans que tenía bajo la ventana y el estadio que hasta hacía apenas hacía unos minutos había confiado en construir con su equipo, y sintió un martilleo en las sienes.
«No pienses en Alicia», se dijo.
Mitchell Butler había sido un hombre rico y respetado hasta hacía un mes y medio, pero en ese lapso de tiempo, se había arruinado y la fusión con Claiborne Energy había sido cancelada. Su hija había sido despedida de su puesto de editora en el periódico Louisiana Observer. Habían desaparecido millones de la cuenta de Butler en las Islas Caimán y de la asociación Hogares para las Víctimas del Huracán.
Mitchell estaba arruinado y con él, los inversores que habían participado en el proyecto. Se había convertido en el hombre más odiado de Luisiana y en el causante de la ruina de muchas personas, incluido Jake.
Jake apretó el puño y estuvo tentado de destrozar la maqueta, pero apoyándose sobre el escritorio, respiró profundamente para recuperar el control sobre sí mismo. Tenía que darle la noticia a sus empleados, y cuanto antes lo hiciera, mejor. Metió las manos en los bolsillos y fue al despacho de su secretaria.
–Vanessa, convoca a todo el mundo en la sala de reuniones para dentro de cinco minutos y no me pases ninguna llamada.
Vanessa, que era veinte años mayor que él y que había sufrido una traumática experiencia matrimonial, continuó tecleando enérgicamente. Era una trabajadora y una mujer excepcional, que había criado a sus tres hijos sola.
Jake se acercó más a su escritorio y susurró:
–Yo no tengo la culpa de que tu ex te engañara y dejara a esa otra mujer embarazada –cuando Vanessa apartó la mirada de la pantalla del ordenador y lo miró con el ceño fruncido, Jake añadió–: Sólo quería asegurarme de que me habías escuchado.
–Reunión de todo el personal dentro de cinco minutos en la sala de reuniones. No debo pasarte llamadas –Vanessa giró la silla sobre las ruedas y dio la instrucción por el interfono.
Diez minutos más tarde, Jake tenía ante sí a sesenta de sus empleados, y un espantoso dolor de cabeza.
–Tengo malas noticias –dijo, tensándose al notar que sus trabajadores palidecían. Odiaba decepcionar a los demás tanto como fracasar–. No podemos conseguir los fondos para construir el estadio. Jones ni siquiera va a pagar los últimos cambios que hemos introducido en el proyecto, así que no tengo más remedio que...
Iba a anunciar que tendría que llamar a varios de ellos para rescindir su contrato cuando Vanessa entró y avanzó hacia él con gesto decidido y, sin mediar palabra, le puso un teléfono en la mano. Jake la conocía lo bastante como para saber que no tenía sentido preguntarle qué podía ser más importante en aquel momento que decir a sus empleados que por culpa de Mitchell Butler tendría que despedirlos.
–Ha saltado la alarma en tu casa. El servicio de seguridad dice que alguien ha roto un cristal.
–¿Y por qué no llamas a la policía?
Vanessa enarcó sus finas cejas.
–Eso es lo que he hecho. El agente Thomas está al teléfono. Dice que Alice Butler está en tu casa, con una maleta y con su gato, y que exige verte.
–¿Para qué?
–No lo sé.
Jake no comprendía nada. ¿Qué hacía Alice en su casa cuando llevaba semanas sin contestar sus llamadas? Su pulso se aceleró.
–Claiborne al habla –dijo al teléfono.
–Señor Claiborne, soy el agente Thomas. Siento molestarle. Su casa está rodeada de periodistas y de gente protestando.
–Lo sé.
Llevaban allí desde que se había publicado un artículo en el periódico en el que prácticamente se le acusaba de cómplice de Butler en la malversación de fondos de la asociación Hogares para las Víctimas del Huracán, la ONG que había creado y que, estúpidamente, había dejado bajo la dirección de Mitchell.
–Al llegar he encontrado a la señorita Alicia Butler con su gato, apostada en la barandilla de su porche, señor –explicó el agente–. Por lo visto, algunos de los perjudicados por su padre la han seguido, han tirado un ladrillo contra su ventana y luego han huido. Ahora la señorita Butler está en el coche patrulla. Está muy alterada, y su gato no deja de maullar.
Jake vivía en una casa alquilada en un barrio exclusivo y su casera, Jan Grant, que era su vecina, era una mujer muy cotilla y severa, ya se había quejado del acoso de los periodistas. Así que Jake no quería imaginar qué pensaría de que la policía hubiera tenido que acudir a su casa por culpa de un intruso.
–Agente, siento mucho todo esto. Deme unos minutos. Estaba haciendo algo importante.
Se frotó la frente mientras reflexionaba. Por un lado quería resolver el problema de los despidos cuanto antes, por otro, pensaba que tenía que haber una razón importante para que Alicia hubiera acudido a su casa.
Desde el momento en que Mitchell había quedado confinado a arresto domiciliario, ella se había visto acosada por el gobierno federal, la prensa y los inversores de su padre. La había visto demacrada y muy delgada en las fotografías publicadas en los periódicos y en la televisión.
A su pesar, recordó una noche que no debía haber tenido lugar. Una mujer de piel de seda arqueándose bajo su cuerpo, en perfecta sintonía con él. La educada y formal Alicia Butler lo había vuelto loco. Jake habría querido borrarla de su mente al descubrir lo que su padre había hecho, pero no lo había conseguido.
De hecho, no dejaba de pensar en aquella noche y en cómo apenas habían tenido tiempo de desvestirse y hacer el amor al entrar en su casa.
Al darse cuenta de que sus empleados estaban pendientes de sus palabras, Jake reaccionó y apartó aquellas imágenes de su mente.
–¿Dice que lleva una maleta y que está con su gato? –preguntó al agente.
Eso significaba que no había ido a verlo impulsivamente.
–Creo que no se encuentra bien.
–¿Qué quiere decir? –preguntó Jake, inquietándose.
–Habla con un hilo de voz y es difícil entenderla.
Jake recordó aquella misma voz susurrando su nombre mientras hacían el amor y se estremeció. Los rostros de sus empleados se desdibujaron.
–Voy ahora mismo –dijo. Y tras oír al agente agradecérselo en tono de alivio, colgó y le pasó el teléfono a Vanessa.
–No sabía que tuvieras una relación personal con Alicia Butler –dijo Vanessa en tono de reproche cuando estuvieron solos en el despacho de Jake.
Sin mirarla, él tomó las llaves de un cajón y se puso una cazadora sobre los hombros.
–Porque no la tengo –replicó, malhumorado. Lo último que necesitaba era que su secretaria lo sometiera a un tercer grado.
–¿Y por qué ha ido a tu casa?
–Tendré que averiguarlo antes de contestarte.
–Todo esto sólo puede perjudicarte. Los Butler son unos ladrones.
–¿Crees que no lo sé? Ya estamos sufriendo las consecuencias de lo que ha hecho Mitchell. ¿Por qué no te ocupas de resolver los problemas aquí mientras yo voy a enterarme de qué pasa?
–Tienes razón. Es que este asunto me tiene muy alterada.
Cuando Jake llegó al coche sintió un nudo en el estómago al pensar en toda la gente que tendría que despedir por culpa de Alicia Butler y de su padre, y los maldijo.
Cuando Jake detuvo el coche delante de su casa, seis reporteros cruzaron el césped hacia él y le pusieron sus respectivos micrófonos delante de la cara en cuanto abrió la puerta. Jake vio de reojo la cortina de Jan Grant entreabierta y pudo vislumbrar la sombra de su cuerpo.
–¿Por qué estaba Alicia Butler en su puerta? –preguntó uno de los periodistas.
En lugar de molestarse en contestar, Jake fijó la mirada en la figura delgada que ocupaba el asiento trasero del coche patrulla, y luego miró hacia su casa y vio la ventana contigua a la puerta, rota.
Sabía que debía odiar a Alicia, pero le daba lástima el acoso al que le había sometido la prensa durante las semanas previas. Desde que se había publicado el artículo sobre su decisión de nombrar tesorero de Hogares para las Víctimas del Huracán a Mitchell Butler y sobre la desaparición de los fondos, se sentía identificado con lo que Alicia debía de estar padeciendo.
Un policía, que debía de ser el agente Thomas, señaló hacia el coche patrulla.
–Está ahí.
–Gracias.
Jake esquivó a los periodistas y, cruzando el empapado césped, se acercó al coche.
–¿Alicia? –la llamó al tiempo que golpeaba la ventanilla con los nudillos.
Ella la bajó unos centímetros y la mirada de Jake registró su piel nacarada, el rímel corrido bajo sus ojos marrones, el cabello húmedo pegado al cuello. A pesar de su palidez y de lo delgada que estaba, la encontró tan atractiva como la noche que habían pasado juntos.
Abrió la puerta y tomándole la mano, que Alicia tenía congelada, le ayudó a bajar. Llevaba un vestido blanco de gasa que se le pegaba al cuerpo. Cuando Jake vio las gotas de humedad que tenía sobre los sensuales labios recordó vívidamente lo dulces que sabían.
–Gracias por venir tan pronto –dijo ella.
–¿Cómo has venido?
–En taxi.
–Has sido una imprudente dejando que te siguieran.
–No he pensado. Siento haberte puesto en una situación tan incómoda.
–Podías haberme llamado para que quedáramos en un lugar discreto.
–Lo siento, de verdad. Esto es tan espantoso para mí como para ti.
El agente había estado en lo cierto al decir que parecía enferma. Sus ojos, que hacía unas semanas habían brillado llenos pasión con cada uno de sus besos, estaban apagados y sólo transmitían tristeza.
El gato maulló.
Jake miró al otro lado del césped y vio al agente Thomas hablando con los periodistas. Egoístamente, lo mejor que podía hacer era pedirle que se ocupara de Alicia, pero una mezcla de curiosidad y de empatía hizo que, en lugar de llamar al agente, la tomara de la mano y la condujera hacia el sendero de acceso a su casa. Luego volvió al coche, tomó su maleta y la jaula del gato y acompañó a Alicia a la puerta. Tras abrirla se echó a un lado para dejarla pasar. Ella se quedó paralizada, indecisa. Las gotas de lluvia caían de su falda empapada.
–Por si no lo notas, estoy invitándote a pasar –dijo Jake.
–Lo sé –dijo ella con voz ronca.
–Las damas primero.
El resplandor de un rayo fue seguido del retumbar de un trueno, y éste a su vez dio paso a una decena de flashes que se encendieron simultáneamente, iluminando los rostros de Jake y Alicia. Gus, el gato, se lanzó contra las paredes de su jaula.
–Tu gato quiere entrar en casa –dijo Jake.
–Odia las tormentas.
–Pues si tú quieres conceder una entrevista en el porche, haz lo que quieras. Pero Gus y yo preferimos entrar y abrir una lata de atún.
Jake dejó el gato y la maleta en el suelo de su moderno vestíbulo, cuyo suelo estaba cubierto de cristales, y palpó la pared en busca del interruptor. Tras presionarlo, se volvió, y vio que Alicia seguía en el umbral de la puerta.
–Tu casa no es precisamente un territorio neutral –susurró ella.
–Lo sé.
Jake recordaba perfectamente que habían traspasado aquella misma puerta casi sin tiempo de quitarse la ropa el uno al otro, que ni siquiera se había molestado en encender la luz y que habían hecho el amor allí mismo, sobre la alfombra que en ese momento tenía bajo los pies.
Otro fogonazo de flashes iluminó el rostro de Alicia, y cuando Jake alargó la mano para tirar de ella, entró de un salto y se pegó contra la pared, jadeante, como si quisiera evitar todo contacto con él.
Al ver sus senos moverse al ritmo de su agitada respiración y ver los pezones que se transparentaban a través de su ropa mojada, Jake recordó lo que había hecho con ellos en aquella apasionada noche, y se dio cuenta de que desde entonces había despertado cada día deseándola.
Cerró la puerta bruscamente al sentirse irritado por la actitud temerosa de ella y por dejar que su presencia lo afectara de aquella manera. En cuanto quedaron ocultos a los ojos de los reporteros, Alicia empezó a temblar.
–Estás helada –dijo él con una aspereza que pretendía ocultar su preocupación.
–Pe-perdón. Es el… el… aire… a-acondicionado –tomó aire–. Estoy calándote el suelo.
–No te preocupes, es de piedra. Pero espera, voy a apagar el aire y a traer unas toallas.
Agradeciendo tener la excusa de alejarse de ella para recuperar el control sobre sí mismo, Jake fue hasta el termostato, lo bajó y entró en el cuarto de baño de invitados para tomar unas toallas. Luego volvió junto a Alicia, le echó sobre los hombros su cazadora y le dio las toallas.
–Gracias –dijo ella, castañeteando los dientes al tiempo que se secaba el cabello–. Siento causarte tantas molestias.
–No es ninguna molestia –dijo él, apartando la mirada de su rostro desencajado.
¿Cómo era posible que quisiera ayudarla? Había al menos una docena de motivos para odiarla, todos ellos con nombres y apellidos: la gente de la ONG que se había visto privada de sus hogares, los empleados que tendría que despedir… Pero Alicia presentaba un aspecto tan frágil, que era incapaz de reprenderla o agobiarla. La policía federal y los periodistas ya se ocupaban de ello.
Contuvo el impulso de abrazarla para hacerle entrar en calor, y cuando habló, le salió un tono más agresivo del que pretendía.
–Te sentirás mejor cuando te quitemos esa ropa mojada y te seques.
Alicia se ruborizó y Jake se dio cuenta de que sus palabras podían dar lugar a malentendidos.
–Quiero decir –rectificó– que puedes ir al baño que hay al final del pasillo. Supongo que recuerdas haberte duchado en él –al ver que Alicia volvía a ruborizarse se maldijo por haber recuperado para ambos el recuerdo de una ducha conjunta–. Voy a por más toallas y a por un albornoz –concluyó, apretando los labios.
Volvió al baño, pero enseguida oyó las pisadas de Alicia siguiéndolo, y en cuanto entró en el baño tras él, tuvo la sensación de que el espacio se reducía. Mirándola a los ojos, recordó sus carcajadas mientras se duchaban tras haber hecho el amor, que le había secado el cabello y que, al acostarse, la había mantenido abrazada a él toda la noche.
Con la excusa de buscar más toallas, salió del cuarto de baño. Sabía que, si no quería volverse loco, debía averiguar qué quería y hacer que se marchara de su casa. Pero estaba seguro de que no actuaría con tanto sentido común.
Alicia lo había fascinado desde el instante en que la vio con un vestido dorado entrando del brazo de su hermano en el ochenta cumpleaños de su padre. Cuando Cici le había pedido que cuidara de ella mientras bailaba con Logan, había accedido al instante. Después, Logan y Cici habían desaparecido y él se había ofrecido a llevar a Alicia a su casa.
A la mañana siguiente de hacer el amor, el jefe de Logan, Hayes Daniels, le había presentado las pruebas irrefutables de que su padre era un criminal. Cuando Jake y su contable revisaron las cuentas de Hogares para las Víctimas del Huracán comprobaron unas irregularidades alarmantes y Jake había acompañado a Hayes a entregar a Mitchell a los federales.
Puesto que su padre era un delincuente, y para más señas, un delincuente que él mismo había denunciado a la policía, tenía que librarse de Alicia. Pero parecía tan perdida…
Incluso tras descubrir que su padre había estafado a la ONG, Alicia había seguido obsesionándolo. La había llamado numerosas veces, pero ella nunca había respondido. Con toda seguridad, lo odiaba por lo que le había hecho a su padre.
¿Cómo era posible que siguiera encontrándola atractiva?
No podía evitarlo. Desde el instante en que sus labios se habían rozado y ella le había acariciado tímidamente el pecho a través de la camisa, Jake se había sentido excitado como nunca lo había estado. Que un beso pudiera proporcionarle tanto placer debía haberle servido de advertencia.
Y que todavía la deseara tanto como aquella primera noche significaba de debía echarla antes de cometer una estupidez.
Jake estaba abriendo la jaula del gato tras barrer los cristales del suelo y abrir una lata de atún, cuando oyó un golpe procedente del cuarto de baño. Él y el gato corrieron hacia allí.
–¿Alicia? –al no obtener respuesta, se asustó–. ¿Alicia? ¿Estás bien? –giró el pomo de la puerta y ésta se abrió, dejando salir el vapor condensado–. ¿Alicia?
A ciegas, fue hasta la ducha y abrió la mampara. Entre el vapor, vio a Alicia caída en el suelo, hecha un ovillo. Jake cerró el grifo, la levantó en brazos y tomando unas toallas la llevó al salón, donde la echó sobre el sofá mientras evitaba observar su bello cuerpo desnudo para no fijarse en la mancha de fresa que tenía en el seno izquierdo que había lamido con fruición.
Le tomó el pulso y suspiró aliviado al comprobar que era fuerte y tenía un ritmo regular.
–¡Alicia, despierta!
Ella masculló algo incomprensible sin abrir los ojos.
–¡Papi! –susurró a continuación–. Papi, ¿dónde estás? ¿Por qué nunca estás en casa?
¿Estaría delirando? Jake palpó su cuero cabelludo, y al separar su denso cabello ondulado descubrió un chichón.
–¡Abre los ojos! –le ordenó.
Los párpados de Alicia se abrieron temblorosos, y sus ojos marrones brillaron bajo sus largas pestañas mientras se esforzaba por enfocar.
–¿Jake? ¿Eres tú? ¿Por qué me gritas? –tomó la mano de Jake, que se sintió automáticamente excitado–. ¿Dónde estoy?
–En mi casa.
–¿Qué hago aquí?
Eso era lo que Jake no conseguía adivinar. Alicia continuó mirándolo y lentamente, la expresión de su rostro cambió.
–¿Dónde está mi ropa? –preguntó, alarmada–. ¿Qué me has hecho?
–Absolutamente nada, así que tranquilízate. Te has caído en la ducha, te he recogido y te he traído aquí para secarte. Ahora creo que deberíamos llamar a tu médico.
–¡No hace falta! Estoy perfectamente –dijo ella precipitadamente–. O lo estaría, si… –dejó la frase en suspenso con expresión angustiada.
–¿Te has escurrido o te has desmayado?
Alicia miró a Jake con los ojos muy abiertos.
–Todo se ha puesto negro de repente. He debido de desmayarme.
–Por eso deberíamos llamar al médico.
–Enseguida. Pero antes necesito comer algo. Llevo dos días sin comer.
Jake se preguntó si el acoso de los periodistas le había impedido llevar una vida normal y sintió lástima.
–¿Te importaría darme una galleta y un té? –preguntó ella, titubeante.