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Un capitán de quince años es una novela del escritor francés Julio Verne, prepublicada por entregas en la Magasin d'Éducation et de Récréation desde el 1 de enero hasta el 15 de diciembre de 1878.
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JULIO VERNE
La Pilgrim era una embarcación de cuatrocientas toneladas que pertenecía a James W. Weldon, armador de California, poseedor de una flotilla. La Pilgrim había sido construida en San Francisco y se la destinaba a la pesca mayor en los mares australes.
Mandaba la goleta el capitán Hull quien sabía desenvolverse muy bien entre los hielos que en el verano derivaban hacia el cabo de Buena Esperanza o Nueva Zelanda.
Se componía la tripulación, a las órdenes del capitán Hull, quien aparte de buen marino era uno de los más hábiles arponeros de la flotilla, de cinco marineros y un grumete, dotación harto escasa para la pesca de la ballena.
No obstante, y aunque este menester precisa de bastante gente para maniobrar las embarcaciones y para el descuartizamiento de los mamíferos pescados, la falta de brazos la solucionaba el armador reclutando en el lugar de las operaciones los hombres necesarios, especialistas todos ellos, y de diversas nacionalidades, que llevaban a cabo su cometido a la perfección.
Una vez terminado el trabajo, se les paga-ba los salarios devengados y se les desem-barcaba. Con ello el sistema resultaba más económico que embarcar en San Francisco una dotación completa.
En aquella ocasión la estación no había si-do muy afortunada, y el capitán de la Pilgrim, a comienzos de enero puso proa al Noroeste, en dirección a las Tierras de Nueva Zelanda, adonde llegaron el día 15 de enero.
Cuando llegaron a Waitemata, puerto de Auckland, desembarcó a los pescadores contratados para la estación y que, debido a la poca pesca lograda, se habían insubordinado.
El capitán trató de reunir un nuevo equipo, pero todos los marineros que habitualmente se contrataban estaban embarcados en otros balleneros, no quedándole otra solución que renunciar a completar el cargamento y abandonar definitivamente Auckland.
Cuando se disponía a levar anclas recibió una petición de pasaje a la que no podía ne-garse. Era de la señora de Weldon, esposa del armador, su hijo Jack de cinco años, y uno de sus parientes -el primo Benedicto-que se encontraban en Auckland.
Su presencia allí era debida a que Weldon se trasladaba con mucha frecuencia a Nueva Zelanda para atender operaciones de comercio, y en aquella ocasión había conducido allí a los tres para hacerles regresar a San Francisco, pero el pequeño Jack cayó enfermo, y su padre, reclamado por sus negocios, tuvo que partir de Auckland.
En aquella época para volver a San Francisco era necesario ir a Australia para tomar un vapor que hacía el trayecto de Melbourne al istmo de Panamá, donde tendría que esperar la salida del steamer americano que rendía viaje a California, lo que daba lugar a retrasos y transbordos engorrosos. Por ello la señora Weldon no dudó, solicitando del capitán Hull un pasaje en la Pilgrim para ella, su hijo, el primo Benedicto y Nan, una vieja negra a su servicio.
Aunque era necesario recorrer tres mil le-guas marinas en un barco de vela, el capitán Hull aceptó de buen grado, ya que su barco estaba muy limpio y la estación era muy apacible.
El comandante de la Pilgrim puso a disposición de la pasajera su propio camarote con el fin de que en los casi dos meses que podía durar la travesía, la señora estuviese debi-damente instalada.
Ordenó asimismo varias modificaciones en los otros camarotes para que los eventuales pasajeros se encontrasen lo más cómodos posible.
El único inconveniente consistía en que la Pilgrim tenía que hacer escala en Valparaíso para descargar. Por otra parte, la señora Weldon, de treinta años de edad, acostumbrada a los largos viajes, era una mujer valerosa que no temía al mar. Sabía que el capitán Hull era un excelente marino y que la Pilgrim era un barco sólido, de buena marcha.
El primo Benedicto, que acompañaba a la esposa del armador, era un hombre de unos cincuenta años de edad, muy alto, delgado, de rostro huesudo y cráneo enorme, y de abundante cabellera. Tenía el aspecto de esos sabios con gafas de montura de oro, buenos e inofensivos, destinados durante toda su vida a ser niños grandes. Era incapaz por sí solo de resolver cualquier asunto, ni siquiera en las circunstancias más extraordinarias. Se acomodaba a todo e incluso se olvidaba de beber y de comer si no se le hacía memoria de ello.
Era muy trabajador y su única pasión la constituía la Historia Natural, aunque sólo se interesaba por el estudio de los insectos, o sea "todos los animales articulados cuyo cuerpo está compuesto de anillos, que forman tres segmentos distintos y que tienen tres pares de patas, por lo que reciben el nombre de hexápodos".
Esta era la ocupación del primo Benedicto, a la que dedicaba sin excepción todas las horas, incluso las dedicadas al descanso, pues invariablemente soñaba con esta clase de animalejos.
Las mangas y solapas de su chaqueta, así como el forro de la misma y el sombrero, eran un alfiletero, y cuando volvía de una ronda científica, su casquete, en especial, era como un museo de Historia Natural, puesto que aparecía repleto de insectos ensartados.
Esta pasión es la que le había llevado a acompañar a los señores Weldon a Nueva Zelanda, donde su colección se había enriquecido con varios raros ejemplares, que aseguró por una suma considerable antes de embarcar.
El 22 de enero, pues, la señora Weldon embarcó acompañada de su hijo Jack, el primo Benedicto y la sirvienta negra Nan.
En el momento de zarpar, y cuando la señora y sus acompañantes se encontraban sobre la cubierta de la goleta, el capitán Hull le advirtió:
-Debo recordarle, señora, que es bajo su exclusiva responsabilidad que embarca usted a bordo. Ya sabe que no he recibido orden expresa de su marido y esta goleta no puede ofrecer las mismas garantías que un paque-bote de pasajeros. No obstante, estoy convencido de que su marido no vacilaría en embarcar, puesto que la Pilgrim es una buena nave. Mi observación es para poner a cubierto mi responsabilidad y para recordarle que no encontrará a bordo las comodidades que suele tener.
La señora Weldon esbozó una sonrisa y contestó:
-No debe preocuparle mi comodidad, ya que este pequeño detalle no me hará desistir.
El capitán, entonces, dio las órdenes oportunas, se desplegaron las velas y la Pilgrim, después de una perfecta maniobra, orientó la proa hacia la costa americana.
A los tres días de la partida y obligado por fuertes brisas del Este, la goleta tuvo que amurar a babor para resguardarse del viento.
El 2 de febrero el capitán Hull se encontraba en una latitud más alta de lo que hubiera deseado.
El mar estaba tranquilo y la navegación se realizaba en condiciones normales y lo único que era de temer era el retraso de la marcha, debido a la calma reinante.
En el reducido espacio del camarote del capitán, la señora Weldon se había instalado con su hijo y la vieja Nan y allí mismo comía en compañía del capitán y del primo Benedicto para el cual se había habilitado una especie de habitáculo.
El capitán Hull se había trasladado a un camarote cercano al dormitorio de la tripulación, destinado al segundo de a bordo, si lo hubiera habido.
Toda la tripulación, buenos y recios marinos, se conocían desde hacía mucho tiempo y pertenecían al Estado de California Se mostraban muy obsequiosos con la señora Weldon, ya que tenían un verdadero cariño hacia su armador.
Sólo un hombre de los que iban a bordo no era de origen americano, aunque hablaba el inglés correctamente. Era el que desempeña-ba las funciones de cocinero, portugués de nacimiento y llamado Negoro. Era un hombre muy poco comunicativo y parecía rehuir a todos, aunque en su oficio se desempeñaba con suficiencia.
El capitán Hull lo había contratado en Auckland cuando el cocinero había desertado y desde su embarque no había merecido ninguna reconvención, a pesar de que el capitán lamentaba no haber tenido el tiempo suficiente de informarse de su pasado, cosa importante cuando se trata de introducir un desconocido a bordo.
El portugués era de mediana estatura, delgado, nervioso, de pelo negro y tez morena. Podía, tener unos cuarenta años y era más bien robusto. Por algunos detalles podía adivinarse que había recibido alguna instrucción, mas por otra parte nunca mencionaba a su familia ni su pasado. Nada se sabía de dónde había vivido y sólo manifestaba su intención de desembarcar en Valparaíso.
Pasaba las horas del día dentro de la cocina y por la noche volvía al camarote que le había sido destinado en lo más apartado del barco.
Destacaba también en la goleta, el grumete, por su juventud y pasado.
Contaba quince años de edad y era hijo de padres desconocidos.
Su nombre era Dick Sand y debía de ser originario del Estado de Nueva York, o tal vez de la misma capital de ese Estado, puesto que el apellido Sand le había sido impuesto en memoria del sitio donde se le había encontrado, que era el cabo Sandy-Hook, el cual forma la entrada del puerto de Nueva York en la desembocadura del Hudson. En cuanto al nombre le había sido aplicado por ser el de la persona que lo había recogido pocas horas después de su nacimiento.
No había duda de que era de origen anglosajón, a pesar de su tez morena y sus ojos azules, y si bien cuando alcanzase todo su desarrollo no pasaría de una estatura mediana, su constitución se preveía fuerte y atléti-ca.
Su fisonomía despejada respiraba energía y su oficio de grumete le iba preparando para las luchas de la vida.
A sus quince años era capaz de adoptar una resolución y llevar a cabo hasta el final lo que su espíritu arrojado le indicaba. Era parco en palabras y se había prometido hacerse a sí mismo y puede decirse que casi lo había lo-grado ya, puesto que a la edad en que otros son aún niños, él era casi un hombre.
A los cuatro años aprendió a leer y a los ocho le entró la afición al mar, lo que le hizo embarcar como grumete en un barco correo de los mares del Sur, aprendiendo así el oficio de marino desde su más corta edad. Más tarde ejerció de grumete en un barco mercante, a bordo del cual conoció al capitán Hull, quien enseguida entabló amistad con el muchacho y más tarde se lo hizo conocer a su armador. Este se interesó por el huérfano, enviándolo a San Francisco para completar su educación.
Dick Sand durante sus estudios se apasionó por la geografía y por los viajes y deseaba poder estudiar matemáticas, relacionadas con la navegación.
Por fin embarcó como grumete en la Pilgrim, que mandaba el capitán Hull, interesado también en el porvenir del muchacho.
Se comprenderá, pues, la alegría del muchacho cuando supo que la señora Weldon iba a viajar a bordo. Era prácticamente su madre adoptiva y Dick veía en Jack a un hermanito. Sin embargo, la sana intuición del muchacho hacía que se diese cuenta de su situación en sus relaciones con el hijo del rico armador.
Por su parte, la señora Weldon sabía de la valía de su protegido, aquel muchacho que con sólo quince años actuaba y pensaba co-mo un hombre de treinta.
Podía confiarle el cuidado del pequeño Jack, que Dick acariciaba con la mayor ternu-ra.
Los días iban transcurriendo y si no hubiera sido porque el clima no era muy favorable, nadie en la goleta hubiera sabido de qué que-jarse. Sólo el capitán estaba preocupado por aquella persistencia de vientos del Este que no le permitían orientar bien el barco. Temía encontrar más adelante, cerca del trópico de Capricornio, las calmas que tanto contrarían a los navegantes.
Su inquietud se debía más que a otra cosa a la señora Weldon, a pesar de que los retrasos que podían producirse eran parejos al estado del tiempo.
Una de aquellas mañanas, a las nueve, cuando Dick explicaba al pequeño Jack que el barco no podía zozobrar aunque se trincase muy fuerte a estribor porque estaba muy bien equilibrado, de pronto, el niño, señalando con su mano derecha un punto en el horizonte, preguntó:
- ¿Qué es aquello, Dick?
El grumete se irguió sobre las barras. Miró con atención hacia el lugar indicado, para gritar inmediatamente con voz fuerte:
- ¡Por estribor! ¡Un objeto en dirección al viento! ¡Por estribor!
Toda la tripulación se puso en pie y el capitán Hull, saliendo de su camarote se dirigió a la avanzada.
Los que no estaban de guardia subieron al puente, e igualmente lo hicieron la señora Weldon y el primo Benedicto.
- ¿Pueden ser náufragos? -preguntó la se-
ñora Weldon. El capitán Hull indicó que a su parecer se trataba del casco de un barco inclinado sobre su costado.
El primo Benedicto aventuró que el hallazgo era un animal.
-No sería la primera vez -terminó el entomólogo- que se ha encontrado una ballena dormida sobre la superficie de las olas.
-Es cierto -intervino el capitán-, pero ahora no se trata de un cetáceo, sino de un barco.
Quince minutos más tarde, la Pilgrim se hallaba a menos de media milla del casco inclinado ya que, efectivamente, se trataba de un navío que se presentaba por el flanco de estribor. Parecía imposible que, inclinado como estaba, pudiese nadie tenerse en pie sobre el puente. No se veía nada de su arboladura y en la parte de estribor, entre la vi-gueta y los bordajes deteriorados, se apreciaba una ancha abertura.
La impresión de los que lo contemplaban era que aquel barco había sido abordado.
-Tal vez quede alguien a bordo -comentó la señora Weldon.
-No lo creo -contestó el capitán Hull-, ya que de ser así, se habrían dado cuenta de nuestra presencia y nos harían alguna señal.
En aquel momento, Dick Sand reclamó silencio.
- ¡Escuchad! Oigo como el ladrido de un perro. Todos prestaron atención y pudieron comprobar que un ladrido sonaba en el interior del casco. No cabía la menor duda de que allí había un perro, aprisionado tal vez, porque era posible que estuviese encerrado en las escotillas.
-¡Un perro! ¡Un perro! -exclamó el peque-
ño Jack.
La señora Weldon se dirigió al capitán:
-Aunque no haya ahí más que un perro, debemos salvarlo.
Unos trescientos pies separaban a las dos embarcaciones y los ladridos del perro pudieron oírse mejor. De pronto apareció un can de gran tamaño y empezó a ladrar con desesperación.
-¡Howik! -ordenó el capitán, dirigiéndose al jefe de la tripulación-, al pairo. Que echen la lancha pequeña al mar.
Fue lanzada la lancha y el capitán, acompañado de Dick y de dos marineros, se embarcó en ella.
Cuando le faltaba poco para llegar junto al casco del barco naufragado, el perro cambió de actitud. A los primeros ladridos que parecían indicar un saludo a los salvadores, sucedieron otros, furiosos en extremo, en tanto que una espantosa rabia excitaba al animal.
- ¿Qué le pasará a este perro? -inquirió el capitán Hull, sin darse cuenta de que el furor del can se manifestó precisamente en el instante en que, a bordo de la Pilgrim, Negoro había salido de la cocina, dirigiéndose al castillo de proa.
Era inverosímil que el perro conociese o reconociese al cocinero; mas, fuese lo que fuese, el caso es que después de haber con-templado al perro, sin manifestar sorpresa alguna, el portugués se unió a la tripulación.
La lancha había dado la vuelta a la popa del barco inclinado, que ostentaba el nombre de Waldeck, sin indicación del puerto a que pertenecía. No obstante, al capitán le pareció que aquel barco era de construcción americana.
Sobre el puente no había nadie; sólo el perro, que se había desplazado hacia la escotilla central, ladrando unas veces hacia el interior y otras al exterior.
-Este animal no está solo -observó el grumete.
-Eso parece -contestó el capitán, y añadió-
: Si algunos desgraciados hubiesen sobrevivi-do a la colisión, es probable que el hambre o la sed los haya hecho perecer.
-El perro no ladraría así -observó Dick- si ahí dentro no hubiese más que cadáveres.
El animal, a una llamada del grumete, se lanzó al agua y nadó trabajosamente hacia la lancha. Lo recogieron, y se precipitó hacia una lata que contenía agua dulce.
Para buscar un sitio más favorable y entrar con mayor facilidad en el barco, la lancha se alejó algunas brazas, lo que dio lugar a que el perro, tal vez por creer que sus salvadores no querían subir a bordo, agarrase a Dick por la chaqueta al tiempo que sus ladridos se hacían más lastimeros.
Aquello no podía ser más claro. La lancha avanzó y a los pocos momentos el capitán y Dick subían al puente, seguidos del perro.
La intención de los dos era arrastrarse hasta la escotilla, que aparecía abierta entre los pedazos de los dos mástiles; pero el perro, con sus ladridos, les indicaba otro camino. Le siguieron y trató de conducirles a la duneta, donde yacían cinco cuerpos. A la luz que entraba por la claraboya pudo observar el capitán que se trataba de negros.
Dick Sand creyó ver que los infortunados aún vivían.
El capitán Hull llamó a los dos marineros que cuidaban de la lancha, y entre todos sa-caron a los náufragos.
No sin trabajo y con la mayor rapidez, fueron subidos aquellos negros al puente de la Pilgrim, donde con algunas gotas de cordial y un poco de agua vieron de reanimarles.
El perro les había acompañado.
-Ante todo -dijo el capitán-, debemos atenderles. Cuando puedan hablar, ya nos contarán su historia. El comandante volvió la cabeza para gritar:
- ¡Negoro!
Al oír aquel nombre, y como si se pusiera en guardia, el perro se irguió con el pelo eri-zado y la boca abierta.
- ¡Negoro! -gritó de nuevo el capitán al ver que el cocinero no aparecía.
El furor del perro pareció aumentar.
Por fin salió Negoro de la cocina y apenas apareció en el puente, el perro saltó sobre él y pretendió cogerle por el cuello.
El portugués rechazó al animal dándole un golpe con un hierro que llevaba en la mano.
Algunos marineros lograron a duras penas contener al perro, tratando de amansarlo.
El capitán, sumamente extrañado, preguntó al cocinero:
- ¿Acaso conoce usted a ese perro?
Negoro lanzó una mirada de odio al animal antes de contestar:
- ¿Yo? ¡En mi vida lo he visto! -y girando sobre sus talones regresó a la cocina.
Dick Sand le siguió con la vista mientras desaparecía, y pensó:
"¡Qué raro...!"
El capitán Hull no ignoraba que la trata de negros se hace aún a gran escala en la mayor parte de África. Muchos barcos cargados de esclavos salen todos los años de Angola y de Mozambique. No obstante, aquellos parajes no eran frecuentados por los negreros y esta circunstancia le hizo pensar si los negros que acababa de salvar no serían los supervivientes de una partida de esclavos. De cualquier forma, aquellos negros serían libres por el solo hecho de haber puesto los pies en la Pilgrim.
Gracias a los cuidados de la señora Weldon aquellos desgraciados volvían a la vida.
El primero que estuvo en condiciones de hablar fue el más viejo de aquellos cinco hombres, que parecía tener unos sesenta años. Hablaba correctamente el inglés y explicó que diez días antes el Waldeck había chocado durante una noche muy oscura.
-Nosotros -continuó el negro- íbamos durmiendo, y cuando mis compañeros y yo subimos al puente, ya no había nadie allí.
- ¿Naufragó el otro barco? -inquirió el capitán.
-No -respondió el viejo-, ya que pudimos verlo huir en la oscuridad.
Este es un hecho que se repite con dema-siada frecuencia, ya que algunos capitanes, después de una colisión, en la mayoría de los casos por imprudencia, se dan a la fuga sin preocuparse de prestar ningún socorro a los infortunados a quienes hacen naufragar.
- ¿De dónde procedía el Waldeck? preguntó Hull. -De Melbourne.
- ¿Eran ustedes esclavos?
-No, señor. Somos ciudadanos americanos.
Aquellos hombres pertenecían al Estado de Pensilvania y, en consecuencia eran ciudadanos libres a los que ningún blanco podía hacer valer el derecho de propiedad.
Habían sido contratados en calidad de trabajadores por un inglés que poseía una vasta explotación cerca de Melbourne, donde habí-
an pasado tres años con gran provecho para ellos.
El día 5 de diciembre habían salido de Melbourne, una vez terminado su contrato, para regresar a América. Diecisiete días más tarde, durante una noche muy oscura, había sobrevenido el accidente.
Los cinco negros se habían quedado solos a bordo, a 1.200 millas de la tierra, en un casco casi inutilizado, mientras la tripulación del Waldeck y el mismo capitán habían desaparecido.
Este viejo se llamaba Tom y era algo así como el jefe natural de los compañeros que se habían contratado con él. Los restantes eran jóvenes de 25 a 30 años y que atendían a los nombres siguientes: Bat -abreviatura de Bartolomé-, hijo del viejo Tom; Austin, Ac-teón y Hércules.
Cuando estos hombres habían sido recogidos, hacía diez días que se había producido el choque, durante los cuales se habían alimen-tado con algunas provisiones que habían hallado en la cocina, por no haber podido entrar en la despensa, que se hallaba inundada totalmente de agua. Su tortura fue en aumento. No tenían agua para apagar la sed, que les había torturado tanto que llegaron a perder el conocimiento.
El otro ser vivo salvado era el perro, a quien la presencia de Negoro parecía alterar de un modo tan acusado. Dingo, que era el nombre del can, pertenecía a esta raza de mastines propia de Nueva Holanda, si bien no era en Australia donde el capitán del Waldeck lo había adquirido.
Aquel hermoso animal había sido recogido por el capitán del Waldeck a pesar que de momento se había mostrado poco tratable.
Parecía recordar a su antiguo amo, del que tal vez había sido separado violentamente y al que, en aquel paraje desierto, no había vuelto a encontrar.
Todo cuanto ligaba a aquel animal con un pasado que era vana quimera tratar de descubrir, eran dos simples letras grabadas en su collar: S. V.
Bajo la influencia de la ira, aquel enorme perro podía hacerse temible, y asa es fácil comprender que al cocinero no le hiciese mucha gracia la acogida que le había dispensado aquel espléndido ejemplar.
Sin embargo, aunque Dingo no era muy tratable, tampoco era malo. Más bien parecía estar melancólico y la única observación que hizo Tom es que parecía que no le gustaban los negros. Les rehuía, sin pretender hacerles ningún daño.
Estos eran los supervivientes del Waldeck, que sin la inesperada llegada de la Pilgrim, se hubiera sumido al fondo del océano al primer embate fuerte del oleaje, sepultando a aquellos hombres que ahora tenían que ser repa-triados a su país, cosa que el capitán Hull pensaba hacer a la primera ocasión.
Ante esta perspectiva los negros quedaron muy tranquilizados y se prestaron a colaborar con su esfuerzo en los trabajos de la marinería. Así pensaban pagar la deuda que habían contraído con sus salvadores.
Aunque el capitán Hull sentía cierta preocupación por aquella constante calma que le obligaría a invertir un par de semanas más en la travesía desde Nueva Zelanda a Valparaíso, la señora Weldon no se quejaba y se tomaba con filosófica paciencia aquel contratiempo.
La goleta, una vez reanudada la marcha, había derivado al máximo hacia el Este.
Los cinco náufragos, que deseaban ser útiles, fueron instalados a bordo con la máxima comodidad posible.
Cuando se trataba de realizar alguna maniobra, Tom, Austin, Bat, Acteón y Hércules rivalizaban en ayudar a la tripulación y, cier-tamente, cuando el colosal Hércules tomaba parte en alguna maniobra, nadie más tenía que trabajar. Aquel imponente negro era c [...]