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"Un drama en Livonia""Un drame en Livonie") es una novela del escritor frances Jules Verne, escrita en 1893 y publicado de manera seriada en la "Magazine de ilustracion y recreo" ("Magasin dEducation et de Recreation") desde el 1 de enero hasta el 15 de junio de 1904, y como libro el 17 de noviembre de ese mismo año, en una edicion doble con "Dueño del mundo".
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Un Drama en Livonia
Julio Verne
FRONTERA FRANQUEADA
AQUEL hombre estaba solo en la oscuridad de la noche. Caminaba con paso de lobo entre los bloques de hielo almacenados por los fríos de un largo invierno. Su pantalón fuerte, su khalot, especie de caftán rugoso de piel de vaca, su gorra con las orejeras bajas, apenas le defendían del viento. Dolorosas grietas resquebrajaban sus labios y sus manos. Los sabañones mortificaban sus dedos. Andaba a través de la oscuridad profunda, bajo un cielo cubierto de nubes bajas que amenazaban con copiosa nevada, a pesar de que la época en que comienza este relato era los primeros días de abril, si bien a la elevada latitud de 58 grados.
Se obstinaba en seguir andando. Después de una parada, tal vez se viera imposibilitado de continuar su marcha.
Sin embargo, a las once de la noche aquel hombre se detuvo; no porque sus piernas se negasen a seguir, ni porque le faltase el aliento ni sucumbiese al cansancio. Su energía física era tan grande como su energía moral. Con voz fuerte, en la que vibraba un inexplicable acento de patriotismo, exclamó:
—¡Al fin! ¡La frontera! ¡La frontera de Livonia! ¡La frontera de mi país!
Y con profunda mirada abrazó el espacio que se extendía ante él al oeste. Con pie seguro golpeó la blanca superficie del suelo, como para grabar su huella en el término de aquella última jornada.
Venía de lejos..., de muy lejos... Había recorrido millares de verstas( ) entre peligros resistidos con valor, vencidos con su inteligencia, su vigor y su resistencia a prueba de todo. En fuga desde hacía dos meses, se dirigía hacia poniente, franqueando interminables estepas, dando penosos rodeos, a fin de evitar los puestos de los cosacos, atravesando los hondos y sinuosos desfiladeros de las altas montañas, aventurándose hasta las provincias centrales del imperio ruso, donde la policía ejerce tan minuciosa vigilancia. En fin, después de haber escapado milagrosamente a los encuentros donde tal vez hubiera perdido la vida, acababa de gritar: «¡La frontera de Livonia! ¡La frontera!»
¿Estaba, pues, en el país hospitalario, al que el ausente vuelve después de largos años, sin tener ya nada que temer; en la tierra natal, donde la seguridad le está garantizada, donde los amigos le esperan, donde la familia le va a abrir los brazos, donde una mujer, o unos hijos aguardan su llegada?
No... Él no haría más que pasar como fugitivo por aquel país. Procuraría llegar al puerto de mar más cercano y embarcarse sin despertar sospechas. Sólo cuando el litoral de Livonia hubiera desaparecido en el horizonte podría creerse a salvo.
«¡La frontera!», había dicho aquel hombre. ¿Pero cuál era aquella frontera, de la que no fijaba el límite ni la cúspide de una montaña, ni un río, ni los árboles de un bosque? ¿No existía, pues, más que una línea convencional sin determinación geográfica?
Era, en efecto, la frontera que separa del imperio ruso Estonia, Livonia y Curlandia comprendidas bajo la denominación de provincias bálticas. En tal sitio la línea limítrofe separa de sur a norte la superficie, sólida en invierno, líquida en verano, del lago Peipus.
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