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Un escritor en la tierra presenta diecinueve ensayos que muestran una lectura apasionada de la obra de José Revueltas. Releer a uno de los más grandes escritores mexicanos del siglo pasado con los ojos críticos de ahora es el propósito que busca este libro y para lograrlo reúne algunas de las voces más conocedoras de la vida y obra del autor duranguense, entre las que se encuentran Elena Poniatowska, Philippe Cheron, David Huerta, José Manuel Mateo, Álvaro Ruiz Abreu y José Woldenberg abordando, cada uno y a su manera, problemas no sólo literarios, sino también históricos, políticos e incluso filosóficos.
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Seitenzahl: 567
EDITH NEGRÍN (Ciudad de México, 1947) es investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Realizó estudios de posgrado en literatura y sociología en esa misma universidad y en la de Essex. Ha escrito y editado libros sobre Ignacio Manuel Altamirano, Renato Leduc, José Revueltas, Luisa Josefina Hernández y José Emilio Pacheco.
ALBERTO ENRÍQUEZ PEREA (Izúcar de Matamoros, 1954) es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Sus dos trabajos más recientes son la edición del cuarto volumen del Diario de Alfonso Reyes y el libro Árbol de la vida. Alfonso Reyes y la inteligencia poblana (1911-1959).
ISMAEL CARVALLO ROBLEDO(Múnich, 1974) es ingeniero industrial con sendos doctorados en historia y filosofía. Es investigador asociado en la Fundación Gustavo Bueno y director de la revista digital de filosofía crítica El Catoblepas. Dirige la Fundación de Investigaciones Materialistas José Revueltas.
MARCOS T. ÁGUILA(Ciudad de México, 1955) es economista e historiador, profesor investigador de la UAM-Xochimilco y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Ha publicado libros y artículos sobre temas de historia económica y laboral, y sobre el cardenismo. Actualmente, junto con Jeffrey Bortz, prepara el libro México y el mundo del trabajo: ensayos sobre trabajadores, líderes y gangsters.
VIDA Y PENSAMIENTO DE MÉXICO
UN ESCRITOR EN LA TIERRA
CENTENARIO DE JOSÉ REVUELTAS
EDITH NEGRÍN, ALBERTO ENRÍQUEZ PEREA, ISMAEL CARVALLO ROBLEDO Y MARCOS T. ÁGUILA(coordinadores)
Primera edición, 2014 Primera edición electrónica, 2015
Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit Fotografía: “Si luchas por la libertad tienes que estar preso, si luchas por alimentos tienes que sentir hambre”, La Cultura en México, suplemento de Siempre!, núm. 744 (5 de mayo de 1976), pp. IX-XII © María García. Cortesía de Fundación Héctor y María García, A. C.
D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008
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ISBN 978-607-16-2648-6 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
José Revueltas nace en Durango, el 20 de noviembre de 1914, en plena lucha armada de la Revolución mexicana. Fallece en 1976, habiendo presenciado el inicio de los cambios que se generaron en el país después del movimiento de 1968, donde tuvo activa participación. Hijo disidente de la Revolución de 1910, su biografía se vincula con el surgimiento y la decadencia del sistema político mexicano, que tanto combatió.
Pese a haber vivido día a día de su existencia entregado a la militancia comunista, dentro y fuera de organizaciones, escribiendo siempre en condiciones azarosas, es autor de una obra admirable que en su publicación póstuma abarca 26 volúmenes.
Editadas bajo la coordinación de Andrea Revueltas y Philippe Cheron, en las décadas finales de la centuria pasada, las obras completas de José Revueltas (Editorial Era) son prueba de la complejidad de su mundo interior, tanto como de su compromiso histórico. Incluyen los cuentos y las novelas, así como el teatro, el ensayo literario, el guión cinematográfico y la crónica. Reúnen asimismo obras escritas más allá del ámbito literario: artículos periodísticos y ensayos histórico-políticos y teóricos. Rescatan también diversos textos inéditos. Cada una de las obras revueltianas está concebida y realizada bajo las convenciones de los respectivos géneros, pero todas se imbrican, más o menos explícitamente, con la circunstancia histórica del autor.
La obra literaria de Revueltas fue objeto de lecturas apasionadas, recibió alabanzas y vituperios, despertó polémicas en diversas circunstancias, pero es indudable que a partir del 68 empezó a ser vista con nuevas miradas. En tanto el autor se convertía en un símbolo de congruencia, valentía y probidad intelectual y política, sobre todo entre los jóvenes universitarios, su obra literaria empezó a ser objeto de análisis que descubrían su lugar en la cultura. Esta revaloración, que se inicia en los años setenta del siglo pasado, está aún en proceso y hay mucho que decir.
El presente libro es también un resultado del 68. Los editores somos estudiosos comprometidos con la docencia en instituciones de educación superior o en el campo cultural, provenientes de diferentes disciplinas humanísticas y científico-sociales, pero todos apasionados del gran escritor. Decidimos reunirnos para hacerle un modesto homenaje en el centenario de su nacimiento, releyéndolo a la luz de este siglo XXI, considerando sus aportaciones desde la historia, la filosofía, la ciencia política y, por supuesto, la crítica literaria.
El volumen cuenta con cuatro secciones, cuyos títulos, es evidente, toman prestadas palabras del propio Revueltas. Abrimos con la sección “Las evocaciones requeridas. Semblanzas y reminiscencias” que, a diferencia de las restantes, se centra en el extraordinario ser humano que fue el autor. Aquí, amigos y conocidos ofrecen sus recuerdos del escritor militante.
Las otras secciones, donde colaboran distinguidos especialistas, se titulan “Los días terrenales. El narrador”, “Cuestionamientos e intenciones. El político” y “México: una democracia bárbara. El crítico”. No obstante sus rubros, en la mayor parte de los artículos se impuso la trabazón de escrituras e intencionalidades que es una de las riquezas de la obra revueltiana. Así, casi todos los ensayistas abordamos problemas literarios, históricos y políticos.
El mayor de los colaboradores de esta compilación nació en la década de los veinte del siglo XX; el más joven, en la de los ochenta. Es posible ver cómo distintas generaciones nos aproximamos a José Revueltas, e invitamos a los lectores a continuar esta tarea.
EDITH NEGRÍN / ALBERTO ENRÍQUEZ PEREA /ISMAEL CARVALLO ROBLEDO / MARCOS T. ÁGUILA
ELENA PONIATOWSKA
A JOSÉ REVUELTAS le era más familiar la muerte que la vida, el dolor que la alegría y, sin embargo, buscó siempre el calor de los hombres, el de los más desposeídos, los obreros, los campesinos, los ignorantes, los sin amor, los fracasados, los que terminan en la cárcel. En 1968 Revueltas aún era un hombre fuerte, incluso físicamente. Salió airoso de más de una huelga de hambre. Sonreía. Lo buscaban los chavos rebeldes y revolucionarios, las mujeres idealistas y un poco locas como la chilena Alcira Soust que él protegió hasta el último momento, antes de que Roberto Bolaño escribiera Amuleto. Lo seguían quienes querían escribir. Era el más accesible, el más tierno de los escritores, el único que no se tomaba en serio ni “se daba taco”. Sus amigos fueron Roberto Escudero, Martín Dozal, Raúl Álvarez Garín, Gilberto Guevara Niebla, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca y todos los chavos universitarios. Era bonito ver a Revueltas entre ellos, mirarlo prender el enésimo cigarro, hablar largamente de dialéctica, discurrir ante estos cachorros que apenas iban cuando él ya venía. Menos del amor, claro está. En el amor siempre viajó de ida.
Lo conocí en casa de Eunice Odio, la poeta de Costa Rica que tenía la boca muy roja de comer manzanas. Ella y Margarita Michelena lo abrazaban y él sonreía, sus dientes levemente manchados de nicotina. Parecía un niño de reformatorio lastrado por pesados secretos. Al sonreír, en sus patas de gallo se concentraban sus días de cárcel. Lo conocí sin bigote ni barba de chivo. En Lecumberri Guillermo Haro le preguntó si quería emular a Ho Chi Minh. Tenía cara de niño, redonda y ojos de curiosidad. Todo parecía gustarle, sobre todo las mujeres.
Y el vino blanco en una taza de té.
También fue bonito verlo años más tarde en Ciudad Universitaria, un portafolio bajo el brazo, su pelo ya largo (nunca tanto como en la cárcel), los anteojos coronando su cabeza, atravesaba la explanada frente a la Torre de Rectoría para asistir a una u otra de las reuniones del Consejo Nacional de Huelga en cualquiera de los auditorios. Al chavo que se le acercaba lo llamaba “compañero”. Nunca hizo distinción alguna entre un maestro y un chavo, entre un catedrático y un novato, nunca una chispa de fastidio o de ironía en sus ojos cansados, sólo una voz dulce: “Pues mire usted, compañerito...”
Todos los Revueltas destacaron; en cada uno ardía la chispa sagrada. Silvestre, Fermín, Rosaura y José. Música, pintura, teatro, literatura. En nuestro gran país, sólo el estado de Durango ha podido darle a la patria mexicana cuatro hermanos de esta envergadura.
Más tarde habría de contarme Guillermo Haro, su compañero de generación, que Revueltas y él distribuían la revista Combate en la sierra de Puebla y que se iban a repartirla —por órdenes de Narciso Bassols— a los pueblos más distantes a lomo de mula, de burro o, cuando bien les iba, a lomo de un caballo más flaco y dado a la tristeza que Rocinante. Terminaban invariablemente en la cantina porque la mayoría de los campesinos no sabía leer y entonces los dos “camaradas” contaban la revista frente a una chela más convincente que el Manifiesto Comunista.
Los muros de agua, El luto humano, Los días terrenales, “El quebranto”, Los motivos de Caín, Dios en la tierra, En algún valle de lágrimas, Dormir en tierra, Material de los sueños, Los errores, El apando, son el fundamento de su cólera ideológica, su rabia esencial, su gran pregunta de por qué unos sí y otros no. No decía que era reconocido, no pronunció jamás una palabra que revelara su superioridad, nunca creyó que nada le era permitido.
A excepción tal vez de los cuentos, toda mi novelística se podría agrupar bajo el denominativo común de Los días terrenales, con sus diferentes nombres: El luto humano, Los muros de agua, etcétera. Y tal vez a la postre eso vaya a ser lo que resulte, en cuanto la obra esté terminada o la dé yo por cancelada y decida ya no volver a escribir una novela y me muera y ya no pueda escribirla. Es prematuro hablar de eso, pero mi inclinación sería esa y esto le recomendaría a la persona que de casualidad esté recopilando mi obra, que la recopile bajo el nombre de Los días terrenales.
Así le respondió a Margarita García Flores cuando ambas lo entrevistamos en la Asociación de Escritores en la calle de Filomeno Mata, el mismo edificio que ocupan los periodistas. En muchas ocasiones, sobre todo en el 68, Revueltas se refugió en esa oficina. Eduardo Iturbe, secretario de la Asociación, contó que el escritor solía dormir encima de un escritorio, su cabeza apoyada en sus brazos doblados. También contó que cuando vino el alemán Günther Grass, Revueltas lo acompañó a recorrer calles y calles de México, pero como no había dinero para alquilar un coche, Grass alegó al final que la Asociación tenía que comprarles tanto a él como a Revueltas un par de zapatos.
Revueltas fue el ángel rebelde, soberbio, humilde, constantemente pecador y arrepentido. Salía de las manos de un Dios y le disgustaba su origen divino. Lo rechazaba y volvía a él. Libre y siempre encadenado, desde joven protestó en la tierra contra el sistema establecido y peleó por uno nuevo, por otro cielo; pero el nuevo modelo celeste le resultaba inaceptable tras la primera injusticia y así lo convertía en el ángel rebelde de varios dioses distintos entre sí. Aborrecía el dogma pero volvía a él como si fuera una piedra imán. Octavio Paz lo quiso mucho y juntos fuimos a verlo al Palacio Negro de Lecumberri y en el portón encontramos a Margarita Michelena y a Eunice Odio con una bolsa del mandado y un pollo rostizado. Octavio le dijo: “No te juzgo porque tú te juzgas a ti mismo. Ya no lo hagas”. Revueltas respondió: “Yo me dejo juzgar” y Octavio respingó. “Yo no” y a continuación le habló mal (pésimo) de Enrique Ramírez y Ramírez y los compañeros del diario El Popular que más tarde se convertiría en El Día. ¿Quién no recuerda la condena de Los días terrenales por el partido comunista cuyos miembros llamaron al libro “obra reaccionaria”? La izquierda injurió a Revueltas, lo maldijo y expulsó como cualquier iglesia. Lo mismo sucedió con Los errores, otra novela en que Revueltas pinta a hombres pusilánimes y falaces en vez de militantes súper héroes. Me tocó escuchar sorprendida a Alberto Lumbreras, preso político ferrocarrilero, condenar a Revueltas y declarar que su novela traicionaba a la clase obrera y a la causa del proletariado. “Pero Alberto, todos cometemos errores, todos fallamos, de ahí Los errores.” Lumbreras alegó que él como dirigente del Partido Obrero y Campesino (POC) “no veía la necesidad de divulgar debilidades humanas que sólo harían flaquear a las futuras generaciones de luchadores”.
¿Qué hacía Revueltas ante jueces tan estrechos como equivocados? ¿Rebelarse? Al contrario, respondió que tenían razón. Él había pecado, había faltado al dogma. Tenía que confesar su pecado contaminador, purificarse, quemar su obra, retractarse en público.
La izquierda encendió la hoguera.
Luego el ángel se rebeló contra sus jueces; volvió a la crítica; se arrepintió de haberse arrepentido y su irrefrenable heterodoxia lo hizo reconsiderar, rebelarse de nuevo, declarar que la verdad, sea cual fuere, siempre es revolucionaria.
Estas diatribas hacían de Revueltas un personaje entrañable. En los últimos años, aceptó defender a las minorías judías en la Unión Soviética y asistir a un congreso en Santiago de Chile. Sudó lágrimas de sangre para presentar su ponencia; para él no era poca cosa condenar a la Unión Soviética. Sin embargo, lo hizo; sufrió pero lo hizo. Perseguido, descarnado, Revueltas siempre estuvo atenazado por su propia conciencia, una conciencia verdugo que lo obligó a defender a Heberto Padilla contra la sentencia de Fidel Castro y a perder la amistad de los cubanos y de una Cuba en la cual había sido feliz, primero como jurado y después como maestro en la Casa de las Américas, bajo la dirección de Haydée Santamaría, que después de la Revolución cubana, no quiso seguir viviendo.
Pepe Revueltas era caótico como todo lo que vive, pero eso no le quitaba su coherencia política a prueba de cualquier ataque. Por eso se le respeta y se le ama, por eso resulta tan avasalladoramente atractivo a los ojos de los jóvenes (y de las viejitas como yo). Su imagen angelical refleja a un Luzbel cambiante. La flama de Revueltas vive siempre de acuerdo con la concepción de Heráclito cuando afirmó que el universo: “... No fue creado por ningún dios ni por ningún hombre. Es como el fuego eterno que se enciende y se apaga, de acuerdo con leyes”. Revueltas arde, nos quema y más que ningún otro, incendia nuestras utopías.
PHILIPPE CHERON
Nieva sobre las horas últimasy todo es un milagro;y amorosa es la urgencia de seguir siendo hombre,de rescatar lo hundido;de equilibrar los juicios, los valores,y hasta la muerte misma, antes de irnos.
ENRIQUETA OCHOA, Desmoronada en el misterio...
AL CONCLUIR sus memorias, Mi vida con José Revueltas, Olivia Peralta, primera esposa del escritor, dice que a pesar de la tremenda crisis que vivió con él y que culminó en el divorcio en 1947, después de 10 años de vida en común, sus espíritus quedaron unidos. Afirma que “nada ni nadie pudo separar[los]”, y termina: “Siempre, hasta el fin, percibí sus mensajes lejanos. Eran tan poderosos, que los captaba aunque me opusiera, sobre todo a la hora de su muerte”.1
Se me hace que José habría suscrito esas palabras, esa especie de declaración de amor del último suspiro, si cabe, más allá de cualquier contingencia, pese a todos los odios, resentimientos y heridas, e independientemente de la vida amorosa posterior de uno y otra, con sus altibajos, sus alegrías y sus desdichas. Esto es, con independencia, en lo que se refiere a José, de su apasionada y atormentada relación con María Teresa Retes, su segunda esposa, así como de su tercer y último matrimonio, con Ema Barrón, más apacible y sereno por la obra caritativa de la “tranquilidad” que otorgan los años y los achaques, y por la gran diferencia de edades. Y sin la interferencia de otros idilios esporádicos, que no llegaron al matrimonio, en particular con Maka, a fines de la década de 1950, y con Omega, a principios de la de 1960 en Cuba.
Es una desgracia que, fuera del de Olivia, no tengamos ningún testimonio directo de esas otras musas que conocieron íntimamente al escritor. Algo se sabe de los recuerdos de Mariate gracias al trabajo biográfico de Álvaro Ruiz Abreu,2 pero unas páginas de su puño y letra hubieran sido bienvenidas,3 si bien las relaciones entre ella y José llegaron a un límite francamente malo y la animosidad de ella duró muchos años más.
Poco antes de su deceso, en una muestra de buena voluntad por olvidar las afrentas del pasado entre ella y Olivia, y reconociendo el trabajo de edición que Andrea y yo habíamos llevado a cabo, Mariate decidió por fin recibirnos. Nos entregó una caja de cartón con varios documentos que había guardado, entre ellos, una copia al carbón mecanografiada, completa, de la primera novela del escritor, El quebranto, que se creía perdida desde fines de la década de 1930. Nos conmovió su gesto, se lo agradecimos mucho y quedó atrás el disgusto tan grande de haber tenido que oponernos años antes (en la década de 1980) a una segunda edición de las Cartas a María Teresa, puesto que dichas misivas venían incluidas en el segundo tomo de Las evocaciones requeridas, ya listo para su publicación con notas, aclaraciones y precisiones (a diferencia de la primera y de aquella segunda edición, que reproducían las cartas que José le dirigía a ella, sin la menor explicación sobre los personajes citados, las situaciones, etc.), y en el que seguíamos fielmente lo que el propio Revueltas había planeado para sustituir las libretas que extravió al regresar de su viaje a Berlín en 1957.4
Por lo que respecta a las cartas de José dirigidas a Maka, que ella conservaba celosamente, no hubo manera de enterarnos de su contenido, con excepción de las cinco que nos entregó a Andrea y a mí cuando estábamos recopilando material para la edición de Las evocaciones requeridas. En aquel entonces (principios de la década de 1980) ella nos invitó a comer en el Sep’s de la Condesa y luego a tomar un café en su departamento, que quedaba cerca. Ahí nos regaló una copia de esas cartas y nos autorizó reproducirlas; nos dijo que aún no podía deshacerse de las demás, y prometió que lo iba a pensar, que en el futuro nos las daría a conocer.
Andrea y yo la evocábamos a menudo, lamentando que no hubiera compartido con nosotros esa correspondencia amorosa (que, según las cinco epístolas que nos obsequió, no pudo ser sino interesantísima), ni siquiera con la condición de no publicarla antes de su muerte. Tratamos de volver a verla, de convencerla a través de amigos comunes como Julio Pliego, quien abogó una que otra vez sobre el asunto, sin éxito. Respetamos su voluntad y cuando nos enteramos de su fallecimiento, a una edad no muy avanzada, lloramos la pérdida de aquel ser con quien habíamos simpatizado de inmediato. No hubo manera de recuperar las famosas cartas con los herederos, a pesar de la intervención, una vez más, de Julio. Sólo nos quedó imaginar que habrían sido escritos excesivamente apasionados y tal vez demasiado crudos como para que la destinataria se atreviera a hacerlos públicos o, después, sus herederos. Y puede ser que estos últimos ni siquiera hayan conocido aquellas misivas, pues es posible que las haya destruido ella misma antes de morir, junto con las que ella dirigió a José.
Ahora casi todos han muerto y lo más probable es que el papel sobre el que estaban trazados las letras y los signos apasionados con que ellos se comunicaron ya no sea sino ceniza amorosa.
Asimismo, es una lástima que José no lograra terminar sus memorias. Quién sabe qué textos deslumbrantes nos hubiera legado sobre esos periodos de su vida amorosa. Unos escritos a la altura de su extraordinario testimonio sobre su hermano mayor: Silvestre; o de los únicos dos capítulos que quedaron de esas memorias (que tuvimos que completar con su correspondencia y sus diarios para conformar los dos volúmenes de las ya citadas Evocaciones). En particular sus recuerdos de infancia, con esa aguda distinción entre dos rumbos de la Ciudad de México: “el lado del colegio alemán y la colonia Roma” y “el lado de la colonia Doctores”, en una referencia directa a la obra de su admirado Marcel Proust. Aguda y reveladora porque esa dicotomía es una constante en su vida y su obra: una dualidad paradójica de principio a fin, una tensión entre dos opuestos que proporcionó, entre otros factores, la chispa que echó a andar su poderosa máquina literaria.
Revueltas tenía, en efecto, una mente bifronte con una cara que reflejaba el horror y otra que reía a carcajadas; era capaz de asomarse al abismo de la insania humana para escudriñarla con valentía y captar, al mismo tiempo, el lado infinitamente cómico del ser pensante. Este aspecto dual es una característica fundamental de su obra literaria que cualquiera puede apreciar.
Otras amigas fueron auténticos ángeles. Las que estuvieron al tanto de su salud, las que lo ayudaron cuando estuvo solo —ya que respecto a las cosas prácticas Revueltas estaba completamente desarmado— o las que prestaron una valiosa ayuda a Ema cuando ésta lo necesitó, las que lo cuidaron con verdadera devoción, como Rosa Sánchez Jácome: en la década de 1970 ella estuvo muy cerca de Ema y de José al final de la vida de éste, siempre al pendiente junto con Manuel Fuentes.
Recuerdo los cuadernos donde Ema apuntaba, con suma dedicación, las medicinas que José debía tomar, los datos médicos, las citas en el hospital, etc., todas esas cosas materiales que a él no le preocupaban y a las que no hacía ningún caso. Sin ella, no se habría cuidado en ese momento en que su salud estaba seriamente quebrantada. El gusto de José por la tertulia, la fiesta y el alcohol era indudable, las visitas se eternizaban y las reuniones acababan a veces en ciertos excesos. Varias de esas amistades veían a Ema con antipatía porque no dejaba la puerta abierta de par en par: no entendían que ella lo hacía con el fin de protegerlo, de que tuviera tiempo para leer, escribir y dedicarse a sus asuntos, y de paso cuidar su hígado.
Después del fallecimiento de José, Ema adoptó una actitud desinteresada. Se regresó a Oakland, California, de donde era originaria y donde lo había conocido, y no quiso conservar nada salvo unos cuantos libros y objetos, para dejarle a Andrea (que había sido nombrada albacea por su padre) los documentos, manuscritos, etc., de José, lo que era indispensable para llevar a buen término la edición de sus obras. Tampoco ella dejó testimonio escrito de su relación con José.
Cuando Andrea y yo llegamos a México en agosto de 1976 (ella acababa de obtener su maestría en París) encontramos cajas amontonadas en el clóset del departamento donde José vivió sus últimos años con Ema, en Insurgentes Sur. Estaban llenas de manuscritos (ya sean publicados o inéditos), apuntes, esquemas, recortes, revistas, etc. Nos abocamos casi de inmediato a arreglar los problemas legales de las ediciones anteriores y a buscar un editor que aceptara el proyecto mayúsculo de las Obras completas, del que finalmente se encargó Ediciones Era. Empecé entonces el largo y paciente trabajo de descifrar los manuscritos, transcribir en máquina de escribir (con qué emoción encontramos el cuento inédito “Las cenizas”, de 1939, escrito a lápiz en un cuadernito escolar y que a la postre dio su título al tomo de la obra literaria póstuma), recopilar artículos y reportajes en la Hemeroteca Nacional, consultar libros en la Biblioteca Nacional —en aquel entonces ambas instituciones se encontraban en el centro histórico, antes de ser reubicadas en el Centro Cultural Universitario de la UNAM—, y preparar las notas, los prólogos, etc., con el fin de iniciar la edición de sus obras.
Acudí muchas veces a la biblioteca Vicente Lombardo Toledano, en San Ángel, y a la biblioteca Lerdo de Tejada, de la Secretaría de Hacienda, a revisar periódicos o revistas faltantes. En esta última, Vlady estaba terminando de pintar los murales que animan el bello salón de lectura (antiguo oratorio de San Felipe Neri) y cada vez que lo veía en un descanso de su ardua labor (2 000 m2 de pintura), aprovechaba para platicar con él de política, literatura y arte, de Víctor Serge, su padre, de lo deplorable que era el que Revueltas fuera tan desconocido allende las fronteras mexicanas, de sus esfuerzos por interesar a editoriales francesas, en particular en Los errores, que le gustaba muchísimo y le parecía un gran libro, de proyectos de fideicomiso o de asociación civil para conservar importantes archivos de la izquierda en el siglo XX, como el de su padre, el de Revueltas y los de otros escritores y militantes, proyectos que nunca se consolidaron.
Las dos grandes pasiones de Revueltas, ya no carnales sino intelectuales, fueron ciertamente la literatura y la política. Si bien la primera nunca dejó de darle satisfacción pese a los sinsabores de las críticas y la incomprensión, no puede decirse lo mismo de la segunda, que fue una de las mayores desilusiones de su vida. Grandes fueron sus desavenencias y su desamor con la izquierda, en la que siempre quiso reconocerse, de manera formal o no, partidariamente o no. Una izquierda cuya vocación parecería ser la de dividirse, escindirse, autosabotearse. El hecho es que está desde tiempo atrás en un impasse (despertar de China, globalización, fin de la Guerra Fría, etc.). Desde aquel entonces se dice que es preciso pensar, reflexionar, criticar, autocriticar, aportar ideas nuevas; por desgracia, hasta ahora el resultado ha sido magro. Y lo notable es que esto sea justamente lo que, a su manera, José Revueltas pedía a gritos ya en la década de 1940, en particular con su novela Los días terrenales, que tuvo que retirar a causa de la feroz crítica ideológica que recibió por parte de sus propios camaradas.
Revueltas creía en la política, creía que era posible discutir “hasta morirse” y llegar a acuerdos para la acción, aunque al final de su vida terminó por dudar de ello. ¿Qué diría ahora que la política se ha degradado tanto por doquier, que ya no es más que un foro televisivo, un mediocre juego de actuación, de oportunismo, sin el menor rastro de principios, y con un mero afán de lucro?
En cuanto al fiasco del proyecto comunista, él se preguntaba en Los errores si el siglo XX sería recordado como el siglo de la Revolución de Octubre o como el de los procesos de Moscú. ¿Cómo juzgaría una declaración reciente de Vladimir Putin, presidente de Rusia (en el marco de la inauguración de los juegos olímpicos de invierno, si mal no recuerdo, poco antes de la crisis ucraniana), según la cual la caída de la URSS fue la más grande catástrofe política del siglo XX? José se reiría probablemente, aunque en buena parte para ocultar el desánimo y la desesperanza; lo habría confortado aún más en su idea del fracaso del siglo que lo vio nacer y morir y en la certidumbre de que vivimos una verdadera tragicomedia, digna de su novela Los errores. Le hubiera servido como material para otra novela más en el mismo tenor que ésta, y el título hubiera podido ser “Los horrores”.
Varias de sus novelas o cuentos parecen tener algo de profético. Escribe en 1941 o 1942 El luto humano y ahí puede detectarse una crítica al estalinismo y al rumbo errático de la Revolución mexicana (recuérdese que uno de los primeros en plantear el problema fue Cosío Villegas, pero años después, en 1947, en un artículo al que respondió Revueltas).5 Termina de redactar Los días terrenales en 1949 y su impugnación del dogmatismo comunista le acarrea una polémica feroz. En 1969 escribe El apando y alude a la sociedad carcelaria y drogadicta moderna. Los errores muestra en 1964 un México desgarrado por la violencia, que se parece demasiado al de hoy.
Revueltas exigió lo imposible cuando fijó en Los días terrenales lo que podría llamarse su utopía: luchar, sí, pero no para hacer felices a los hombres, “sino para hacerlos libremente desdichados, para arrebatarles toda esperanza, para hacerlos hombres”. Su desesperanza provenía en parte de esta meta inalcanzable, pero que debe guiarnos, orientar nuestra acción. Debemos tratar de ser dignos de ese objetivo y de Revueltas que se impuso metas tan altas.
No hay duda de que tomó al pie de la letra lo dicho por Dostoievski y sufrió intensamente por ello: “Todos somos responsables de todo lo que ocurre en el mundo”. En su obra hay todo un universo en ebullición, con una proliferación de fuerzas que empujan hacia el ocaso. Es una obra que logra captar en buena parte el devenir-mundo, este cambio incesante, esa fuerza poderosa que proviene de los bajos fondos, destructora a la vez que creadora. Y es que representa fielmente el movimiento de la realidad en el sentido de un incremento de la irresponsabilidad, del egoísmo y la envidia, de las tensiones y los conflictos, de una proliferación de la violencia humana y de la locura que se extienden y parecieran alcanzarnos a todos, una demencia que llega hasta la maldad y el horror en un mundo cada vez más peligroso y explosivo.
Escribió en uno de sus diarios en 1945 o 1946: “Las gentes son horribles. Y uno es tan horrible como ellas”.6 Fascinante, tremenda lucidez... Es preciso recordar los versos de Enriqueta Ochoa, en un poema dedicado a José Revueltas precisamente, como lo apuntó Jorge Lobillo hace algunos años.7 Sí, urge “rescatar lo hundido”, “equilibrar los juicios, los valores, / y hasta la muerte misma, antes de irnos”.
Marzo de 2014
SARA LOVERA
MUCHOS años después estoy segura de que la mejor enseñanza que una persona puede recibir, para atemperar la injusticia, el sistema y todas las desgracias que empiezan por la economía y terminan en la ideología, es oponerse al pensamiento dogmático y ensayar una y otra vez la escucha y la reflexión. No ser dogmática significa despojarse de la vanidad y aprender sin descanso. Y eso es difícil cuando se nace y vive en una sociedad fundada en creencias o supuestos; en rasgos de sectarismo casi místico, donde el ser humano se fragmenta y se define a través de las ideas preconcebidas.
El dogmatismo es el antídoto del progreso y de la posibilidad de pensar. Revueltas nos devuelve la humanidad sin cortapisas en sus escritos y en sus decires. Hoy puedo percibir su aliento a cerveza, sus manoteos de energía, su enorme capacidad de manipular la gramática y su enorme visión de cómo, un día, podríamos ser capaces de cambiar a la tierra. Revueltas es la mejor imagen de un humano que no fraseó jamás una impostura.
José Revueltas me dejó este horizonte. Lo conocí al final de los años sesenta. Empresas Editoriales había publicado en 1967 dos tomos de su obra literaria. Leí sin parar. Quedé estupefacta, por la forma en que escribía y describía. A diferencia de la literatura común, cómo Revueltas te hace viajar del cielo a la tierra, pasando por el purgatorio y el infierno.
Muy pronto supe que era el personaje creador de una tendencia comunista crítica y actuante. En esos años me adherí, sin conocer su liderazgo, a la Liga Comunista Espartaco, donde aprendí a razonar sobre la realidad mexicana y la lucha de clases; sobre cómo cada personaje de la historia del pensamiento crítico y transformador es fundamental para definir las militancias que no se circunscriben a una doctrina limitada, y exploran todas las posibilidades humanas. Incluso todas aquellas de las que no se habla o se evitan. No intento para nada ser exegeta, más bien una lejana observadora de un personaje tan controvertido y generoso. De un hombre.
Rosa Luxemburgo, creadora de la tendencia espartaquista, en aquella fugaz militancia, se me apareció como la gran hada del futuro. Él nos enseñó a leerla y razonarla. Pronto, en mi pequeño círculo de reflexión, supe que el autor de El apando, era el promotor del grupo. Me dieron a leer El proletariado sin cabeza, que entonces no tenía que ver con Los muros de agua, o tenía todo que ver.
Personalmente lo vi y hablé con él solamente dos veces. Cuando fue excarcelado, en 1970 o 1971, tuve el privilegio de mirarlo a los ojos, de escuchar lo que entonces me pareció desordenado, pero elocuente. Observé cómo gesticulaba con sus manos y cuán profundamente criticaba todas las cosas del mundo. Acompañé con fines de entrevista a mi jefe de información del diario El Día, Luis Sánchez Arreola, quien preguntaría. Estuvimos en un bar / cantina, llamado La Faena, ahí en Insurgentes centro, al lado norte de la plaza que alberga el Monumento a la Madre.
Hablaron los dos. Yo calladita. “Años de perro”, dijo Revueltas refiriéndose a su cautiverio. Distraído anunció al periodista que los años por venir eran catastróficos para México, que escenificaba lo que para mí fue el comienzo del desastre económico. La cárcel había quedado en el pasado y siempre podría regresar, porque nada se lo iba a impedir. Simpático y hablador, definitivo en sus juicios, anunció que entrábamos en una corriente sin retorno, donde aumentaría la desazón por todas partes. Se necesita, dijo, una fuerza superior, de la que “yo no tengo idea. Te lo aseguro”, pero esa fuerza, explicó, es lo que puede sacar al proletariado del marasmo de depreciación de lo humano. Se tomó un par de cervezas y manoteó frente a Luis, a quien le decíamos el Tigre, un reportero agudo y cuestionador. ¿Qué pasará después de la cárcel? Inquiría. Y Revueltas, riéndose de él: ¿pues qué crees? Su mirada se elevó, “seguir escribiendo, mano” o “¿crees que te voy a contar dónde me voy, qué haré?, ¿que se lo voy a contar a un periodista, sólo porque es mi amigo?”
Me fascinó. Pero esta fascinación nada tenía que ver con los usos y costumbres. No era una mujercita de 20 años pensando en el sexo. Más bien me causó una admiración especial. Cerveza de por medio, podía describir cómo el trabajo sería devaluado, la verdad ocultada, el movimiento estudiantil derrotado y pamplinas y nada más que pamplinas, la anunciada apertura democrática.1 “Tenemos que seguir adelante, sin callarnos.” Y ¿cómo? Así, con todas y todos quienes vivimos en esta tierra, sin descanso. Me pareció lleno de energía, y sugería a ambos que la vida ocurre, discurre, cambia todo el tiempo y no hay una doctrina única a la cual responder. ¿Cómo? Me dije para mis adentros, pero pregunté, violando las reglas: ¿Y la revolución?, se rió. Tomó uno de mis libros —que yo llevaba para que me lo dedicara— y estampó su firma, con desgano, sin dedicatoria, sino como un recordatorio: “Estos son años de perro”. El libro, el segundo tomo de la obra literaria lo conservo como mi herencia.
Luego indagué y descubrí que Revueltas fue por un tiempo periodista de la nota roja, me sorprendieron algunos de sus guiones de cine, me envolvió su imagen y actitud guerrera y reflexiva. La crítica a lo establecido y el odio a la ignominia en que se convierte el pensamiento único.
Muchos años después lo volví a ver. Era el otoño de 1975. A los pocos meses murió, y lo despidió una algarabía, ahí en el panteón francés. Esta vez estuve acompañada de la periodista Rosa María Campos. Fuimos hasta su casa emocionadas. No imaginamos que tal vez ésa sería su última entrevista. La queríamos para Canal 13 (Imevisión, entonces canal del gobierno). Nos recibió con dos chelas bien frías, una mesa llena de papeles y una máquina de escribir Olivetti. Tenía un sesgo de desasosiego. La Liga había caído en desgracia, la estrategia valía nada, el conocimiento deshecho, e insinuó que sólo queda un poco o algo que organice para sí cada persona que espera el futuro. La realidad, el día a día, las personas concretas. Esa percepción parece mi mayor remembranza de Revueltas cada vez que vuelvo a Los errores, es esta claridad de cómo interactúan el o la individua y su entorno, que es lo social, pero que es lo psíquico, lo construido en la identidad de cada quien. “De eso depende el futuro, si es que hay uno.”
Evocar a Revueltas, el pensador, el activista, el organizador, el rebelde, imaginarlo en la década de 1930 que por alguna razón me interesan ahora, tras estos casi 40 años, me causa un temblor ideológico y humano, social. “Años de perro”, o sea años sin horizonte y sin claudicación. No dejar de ladrar y no esconderse.
Revueltas habló con nosotras de cómo escribía en las horas menos favorables, cuando está a punto de amanecer o cuando hay neblina, cuando la quietud es definitiva. Relatar la realidad, ésa, “a cualquier hora”. E, inocentes, preguntamos si se consideraba un genio de la crítica social o simplemente tenía odios y resquemores. Casi nos corrió de su casa. Se puso enojadísimo. “No, señoritas, no, de lo que se trata es de armar un nuevo sistema de relaciones personales, de pensamientos hilados, de acuciosidad en el hablar y en el decir, de escuchar a todas las personas, de oír tras los muros de la indignidad y retomarlos.” O sea, de mantener la fuerza a pesar de los avatares del destino. Decidimos que ésa sería la presentación. No preguntamos nada sobre su familia. Sólo de él.
No tengo idea de cuántos años cargaba, ni de cuántas congojas, tampoco tenía idea de la pulcritud de sus razonamientos. Sabía que lo animaba moverse, preguntar, que la cerveza era un tónico, que se había bebido su vida. Llamaba la atención ese cabello que había dejado crecer hasta sus hombros y el orden de sus anotaciones. Tenía muchas en la mesa redonda donde hablábamos.
Yo insistí ¿Y el amor? Eso, eso es otra materia, “¿cómo se puede querer en estas circunstancias?”, espetó y se paró lisonjero “¿Dígame cómo lo entiende usted?” Acabó conmigo. Luego me contó, porque yo ya era feminista, cuánto amor se puede aquilatar en una mujer que le quitó la vida a sus hijas para que no siguieran viviendo en el espanto del vacío y la desmesura, ir a una vida vacía, sin la referencia al cosmos, sin un oleaje de bienestar. Oleaje, me pareció casi poético. Cosmos, o sea el universo; amor, ¿a quién y para qué?
Era frenético, superlativo en sus juicios, sin un ápice de amargura común, ensimismado por momentos, sobre el ser y la nada; con el papel del próximo texto, fuera cuento, novela, reflexión social, atrevimiento ideológico. ¿Y la ideología? Insistí, esa del marxismo. Se rió. “¿Usted sabe qué es lo que pregunta? Sería mejor —agregó— retroceder sobre mis pasos, para que sepa lo que pienso.”
¿Y el partido? Entonces se volvió a sentar, como maestro, y me dijo cerquita, pude advertir su temperatura. Si no fuera otoño, como lo era, pensé en los días de calor insostenible. ¿Cuál partido? Eso es como cercar a la inteligencia. ¿Y eso qué es?, dije, y entonces Revueltas me tomó de sorpresa, puso su mano en mi cabeza y sonrió. “Inocente, ¿cuántos años tiene?” Me dio pena, no era la joven de La Faena, tenía ya 26 años y dos hijos. “La inteligencia es aquella —me dijo— que nos permite razonar. Escudriñar en la realidad, la que cede para el juicio y dilucidar sobre el espacio, la circunstancia, el amanecer o el ocaso. Es cuando se existe en concreto, cuando se sabe cuánto pesa cada cosa, cuando se mira al futuro.”
Yo había dejado mi militancia espartaquista. Estaba segura de que la filosofía feminista daría al mundo un nuevo rostro, otras relaciones, otra forma de vivir. Revueltas, afanoso, me explicó cómo y para qué venimos a la tierra. Para pensar, piso de la acción. Hoy lo imagino organizando, hablando, dando discursos, insistiendo, peleando por una reflexión.
Ahora que he tenido que recordar los entretelones del encuentro. Ahora que recuerdo que no lo volví a ver, que me lo perdí. Que me comí muchos de sus textos que me llevan siempre al desasosiego, sé que aprendí en sus enseñanzas, a través de la célula espartaquista, que la vida sólo es vida, si acaso se logra deshilvanar la condición humana, sin carátulas, ni estupideces, cuando se puede, como a él le gustaba, mirarse al espejo y preguntarse: ¿quién soy, a dónde voy? y sin pensar en el sentido, darle sentido.
Revueltas es una de esas figuras de nuestra vida política y cultural que dejó rastro entre quienes lo conocieron, lo leyeron y lo evocan en estos difíciles tiempos de México.
ADOLFO SÁNCHEZ REBOLLEDO
EL 14 DE ABRIL DE 1976 muere José Revueltas. Esa tarde, agobiados por el dolor, sus camaradas le rinden un último homenaje de cuerpo presente en el auditorio Che Guevara (Justo Sierra), ese espacio abierto, colectivo, consagrado por generaciones al debate y la crítica, el mismo lugar donde el escritor compartió “como uno más”, en un clima de tolerancia y respeto mutuo, las esperanzas pero también los tropiezos del movimiento estudiantil de 1968. De ese momento quedan varios registros. Uno de ellos es la reseña del acto luctuoso, grabada, transcrita y editada por Julio Pliego para su publicación en la revista Punto Crítico, donde hay constancia de las palabras dichas por Roberto Escudero, Juan de la Cabada y Eli de Gortari, así como los comentarios del maestro de ceremonias: Luis González de Alba. Tomo de allí algunas citas.
AGOSTO DE 1968: Escudero recuerda algunas imágenes persistentes:
Este auditorio repleto de estudiantes que iniciaban un movimiento que nadie sabía hasta dónde nos iba a conducir. Primer intelectual que se presenta en este auditorio: José Revueltas con un traje gris, un gran portafolios.
José Revueltas se queda en esta Facultad de Filosofía y Letras y de inmediato se incorpora al comité de lucha.
Revueltas duerme con el mismo traje que llegó, en los escritorios de esta facultad, boca arriba.
Otras imágenes. Revueltas discute de igual a igual con los estudiantes que han iniciado este movimiento.
José Revueltas sale de este auditorio para ser preso (Homenaje...).
Escudero subraya la independencia crítica y la militancia revolucionaria del escritor y llama la atención sobre el hecho extraordinario de que se le rinda homenaje en ese escenario “a un hombre que nunca pasó por la universidad ni como estudiante ni como profesor”, lo cual resulta, empero, un signo alentador de que nuestra Universidad “puede recibir en su seno a los mejores hombres de México”.
Y es que, no obstante la sincera familiaridad con que lo tratan, Revueltas y los estudiantes saben que él, en cierto sentido más profundo, no pretende ser uno más, si bien se identifica y comparte con ellos iguales carencias y alegrías.
De la misma manera, nada habría sido más lejano a la personalidad de Revueltas que presentarse al movimiento a la manera de un santón de la izquierda, imbuido de un repentino protagonismo. Por el contrario, Revueltas decide incorporarse al comité de lucha de Filosofía y Letras en cumplimiento de lo que él considera su deber de intelectual revolucionario, desprovisto de partido, sí, pero cargado con el valioso arsenal de sus ideas y experiencias, acumuladas sin interrupción desde la adolescencia, como bien apunta Juan de la Cabada. “Para Revueltas no había otra opción: el movimiento estudiantil era a ojos vistas un movimiento histórico al que una conciencia como la suya no podía sustraerse sin claudicar.” Y a él dedica todos su esfuerzos. Allí, en asambleas multitudinarias o comités reducidos expresa sus opiniones con franqueza, debate, confronta (y es criticado) dando lo mejor de sí mismo y corriendo la suerte de sus camaradas sin pedir jamás un trato especial.
“En el 68, una vez más, Revueltas —como escribe el editor del Homenaje— combatió a los pesimistas, mantuvo viva la inteligencia en llamas de su actitud crítica.”
No extraña, pues, que al recordar a Revueltas la imagen imborrable del escritor aparezca en ese homenaje indisolublemente ligada a la del revolucionario, al ser radical considerado en su faceta más universal y humana: la que subraya la coherencia entre los principios y la acción, la capacidad de sostener por encima de las conveniencias pasajeras las convicciones propias, nacidas no sin desgarramientos interiores, luego de batallas imposibles de ganar conforme a la lógica convencional de “las ideas dominantes”, vinieran entonces del establishment capitalista o del adocenamiento sectario marxista-leninista.
“Me es difícil pensar en algún otro ser humano tan honesto como José Revueltas”, dijo el filósofo Eli de Gortari, encarcelado como Revueltas en Lecumberri por su adhesión desde la representación magisterial al movimiento. “Nunca fue un dogmático ni un ortodoxo”, pues en cierta forma lo que hace de Revueltas un hombre singular en nuestro medio es su fidelidad a esa “idea tan bella de Descartes”.
Frente al intento temprano de homenajear al escritor oponiéndolo al político revolucionario, se subraya la persistencia de una conducta moral, que nutre por igual vida y obra, literatura y acción, es decir, el total de la praxis revueltiana. Arraigada en los valores que su trayectoria recoge y transmite, la actualidad de Revueltas, su irrefutable contribución al futuro, será esa disposición para eludir críticamente el adormecimiento producido por las seguridades de la falsa conciencia. En su oración fúnebre en el Panteón francés, Enrique González Rojo apunta con exactitud: “José Revueltas representa en México la honestidad y cuando digo honestidad hago referencia a la rectitud política, la rectitud literaria, la rectitud humana”. Esa sencilla e inconfiscable lección dejada por Revueltas a la izquierda se sitúa en las antípodas del cálculo político y el filisteísmo que en nuestros días han crecido exponencialmente, pero tampoco es neutral ni se refugia en la opacidad de las conductas respetables, codificadas según los catecismos ideológicos en boga. “A Revueltas —dirá en el entierro Martín Dosal, su compañero de celda en Lecumberri— lo caracteriza esencialmente la generosidad, esa generosidad sartriana que tiene como principio y fin la libertad.”
La Jornada, 9 de abril de 2009
ENRIQUE GONZÁLEZ ROJO ARTHUR
INGRESAMOS Eduardo Lizalde y yo al PCM a principios de 1956. Formamos, con Joaquín Sánchez MacGrégor, la célula Carlos Marx. Nuestro grado de conciencia política era muy débil. Nuestra credulidad ilimitada. En lo que a mí respecta, y aunque les pueda parecer increíble a mis compañeros de hoy, me caracterizaba entonces por ser retraído y temeroso de hablar en público.
En las reuniones celulares permanecía las más de las veces silencioso sin tener el atrevimiento de decir esta boca es mía, esta opinión me pertenece, este punto de vista brota de mis entrañas. Eduardo, Joaquín y yo creíamos a pie juntillas las afirmaciones, los informes, la interpretación de los hechos o la versión de lo sucedido en el pasado que nos proporcionaba la dirección nacional, una dirección que no era sino la regencia encinista (el “estalinismo de huaraches” como la llamaba Revueltas) que se entronizó en el partido desde 1940 hasta 1959. Nuestra situación cambió de golpe con la asignación de José Revueltas a la célula Marx. Abrimos de pronto los ojos. Revueltas traía consigo una interpretación distinta de la historia del PCM, de sus crisis, sus expulsiones. Caímos en cuenta de que el Comité Central fomentaba a lo largo y a lo ancho de la organización la ausencia de “memoria política”, que decía el autor de Los errores. La célula Marx perdió, pues, la inocencia al incluir en su seno a una persona tan inquieta, atormentada y crítica como José. A Revueltas lo había conocido en 1951. En ese año mi abuelo cumplía 80 años y sus familiares y amigos festejaron su cumpleaños en nuestra casa (Mayorazgo 715, en la Colonia del Valle). Entre los asistentes a la fiesta estaba José Revueltas, además de Alfonso Reyes, José Luis Martínez, Alí Chumacero, y muchos otros escritores. Rememoro con toda nitidez que Revueltas discutía apasionadamente, en el hall de la casa, con Jorge Portilla y Emilio Uranga, y no sé si alguno más de los hyperiones, acerca del marxismo y el existencialismo. Recuerdo incluso la frase lapidaria con la que, entre sardónico y provocador, Pepe dio término al debate: “lo que pasa con ustedes es que, aunque dicen haber leído a Hegel, no entienden nada de dialéctica”. Creo que Revueltas no prestó atención al joven silencioso, de 22 años, que, a su lado, bebía sus palabras. Yo había leído algo de Revueltas, había asistido al estreno del Cuadrante de la soledad y conocía, además, las opiniones de mi abuelo en extremo favorables a Revueltas. José había ingresado a las juventudes del PCM en 1930, aunque ya antes había trabajado en alguna de las organizaciones periféricas del Partido Comunista (como es el caso del Socorro Rojo). Le había tocado, por consiguiente, vivir la etapa de la clandestinidad del partido (de 1929 a 1935) en que los comunistas se templaron y forjaron como militantes abnegados, comprometidos. Revueltas, como se sabe, estuvo dos veces en las Islas Marías (uno de sus libros, Los muros de agua, recoge una de estas experiencias) y se caracterizó en todo momento como un hombre de ideas, rectilíneo y apasionado. Cuando fue convocado el VII Congreso de la Comintern (que tendría lugar en Moscú en 1935) Revueltas formó parte, junto con Hernán Laborde, Miguel Ángel Velasco y otros, de la delegación mexicana. A los tres se debe la redacción de la carta que, recogiendo los acuerdos de la Internacional, desencadenó un cambio político significativo en la línea del PC: el tránsito de la estrategia conocida con el nombre de “lucha de clase contra clase” a la del Frente Popular. José Revueltas desempeñó un papel importante, como uno de los dirigentes de la Juventud del Partido, durante el Congreso Extraordinario de 1940, que sustituyó a la vieja dirección de Laborde-Campa por la de Dionisio Encina. Revueltas me contó, inclusive, que de él salió la proposición (enhoramala, decía) de que Dionisio Encina ocupara el puesto de secretario general del PCM. Pero José fue expulsado, con los demás miembros de su célula (la de periodistas José Carlos Mariátegui), y un número grande de miembros del D. F., en la purga de 1943. Formó parte después de los integrantes del grupo El Insurgente; fue asimismo fundador y participante de la Liga Socialista Mexicana y de la mesa redonda de los socialistas que tuvieron lugar por entonces. Fue finalmente, en compañía de Lombardo Toledano y Enrique Ramírez y Ramírez, para no mencionar a otros, organizador del Partido Popular. Rompió con Lombardo y solicitó su reingreso al PCM en 1956. Al aceptársele, fue asignado, como dije anteriormente, a la célula en que más que militar vegetábamos Joaquín, Eduardo y yo. José Revueltas influyó de tal manera en nosotros que convirtió la célula Marx en una especie de reedición, corregida y aumentada, de la célula José Carlos Mariátegui. De 1957 a 1960 dimos una lucha sin cuartel, primero en alianza con el Comité del D. F., contra la dirección estalinista de Encina, y después prácticamente solos (con la simpatía de otra célula y camaradas dispersos) contra el propio Comité del D. F., cuando éste, tras entrar en componendas con el encinismo y obtener la venia de Moscú, se volvió contra la célula Marx.
No es éste el sitio para hacer una reseña de la lucha interior, de ese mar tormentoso de pequeñeces, intrigas y marrullerías levantado por los burócratas estalinistas. Pero sí para mostrar las diferencias de carácter que existían y fueron desarrollándose al calor de la lucha entre José Revueltas, Eduardo Lizalde y yo.
Revueltas no era sólo un hombre apasionado y de principios, un espíritu crítico y rebelde, un comunista enemigo de las componendas y del pragmatismo inmediatista, sino, como varios de sus hermanos, un hombre de genio. No sólo de genio literario; fue, ciertamente, un gran cuentista y novelista; pero también un político —en el sentido más profundo del término— de niveles insospechados. Tenía la capacidad de penetrar la esencia de las cosas y el talento de ver a largo plazo. En las interminables discusiones teóricas que estallaban frecuentemente en la célula Marx, Revueltas era el que, las más de las veces, sugería el tema a tratar y el que, de manera apabullante y persuasiva, obtenía las conclusiones teóricas o prácticas que se derivaban lógicamente del intercambio de ideas. No era, sin embargo, un brillante expositor. Tampoco se caracterizaba por una gran agilidad mental. Nunca se distinguió por ser buen orador y en ocasiones parecía torpe y repetitivo. Eduardo Lizalde era la otra cara de la moneda. Su agilidad mental se lucía especialmente en las lides políticas y en los enfrentamientos teóricos. Durante la época a la que estoy aludiendo, Eduardo era, por así decirlo, una caja de resonancia de las tesis, apreciaciones, puntos de vista de Revueltas. No es un accidente que José haya externado en diversas ocasiones que Lizalde era su alter ego. Eduardo volvía brillante, avasallador y convincente lo que resultaba torpemente dicho y formulado de manera esquemática por Revueltas. Recuerdo que en algún momento dije, o al menos lo pensé, que Lizalde era la agitación y Revueltas la propaganda. Hacían, sin duda, una mancuerna temible para los burócratas estalinistas que no fue disuelta sino muchos años después.
Yo no tenía ni el talento incisivo y genial de Revueltas ni la brillantez y agilidad mental de Lizalde. No lograba en general penetrar en el fondo de las cosas y desde ahí vislumbrar las leyes de tendencia a la manera en que José lo hacía, ni sabía exponer esta intuición de Revueltas con la elegancia, amplitud y contundencia de Eduardo. Mi discurrir por los vericuetos de la teoría y de la lucha política era más cauteloso y amedrentado. La exacerbación de las contradicciones me producía perplejidad y me causaba dudas. Ante el pugilato de las tesis y la antítesis me sentía atraído por una síntesis que supuestamente superaría la conflagración y borraría las trincheras. Con frecuencia, cuando se polarizaba la discusión en la célula Marx, o entre esta última y alguno o algunos de los representantes de la Dirección Nacional o del Comité del D. F., intentaba comprender el punto de vista del adversario y, a partir de ello, proponer una solución que, sin contradecir las posiciones con las cuales coincidía —y que por lo general eran las de la propia célula— no se riñera antagónicamente con las del contrario. Un día, tras de una reunión en nuestro organismo de base, me quedé conversando con Revueltas, el cual, con la cordialidad de un camarada, me dijo:
—Quiero, Enrique, hacerte una crítica. Se refiere a tu modo de intervenir en las discusiones. Dada tu preparación filosófica, tiendes a polemizar de manera más académica que política.
—¿A qué te refieres? —le dije.
—A tu método —me respondió—. Tú sostienes primeramente una tesis. De pronto te vas a escudriñar la posición opuesta. Y finalmente intervienes de tal modo que, en tu nuevo planteamiento, parece diluirse la línea demarcatoria que escindía originalmente a los contrincantes.
Como advirtiera José la enorme atención con la cual lo escuchaba, prosiguió:
—Realizas, en una palabra, falsas síntesis que lejos de superar el problema lo agravan y alejan su solución. Tu estilo filosófico y académico de intervenir en las discusiones debilita tu punto de vista (que frecuentemente es nuestra opinión) y se presta a la conciliación política. Hay que sostener con mayor firmeza nuestras convicciones.
Me quedé pensando un buen rato en sus palabras y, no sin cierto esfuerzo, acabé por concederle la razón. En mi vida política posterior nunca olvidé esta crítica de José. Es una opinión que me ha servido de guía en momentos difíciles e incluso, no sé si para bien o para mal, es un criterio que me ha hecho permanecer en una posición resuelta, sin concesiones, contra puntos de vista equivocados que sostuvo posteriormente el mismo Revueltas en la Liga Leninista Espartaco.*
DAVID HUERTA
EN MI memoria, la imagen cardinal de José Revueltas es la de un fogoso orador de 54 años. Aparece en el balcón de la Facultad de Filosofía y Letras, en Ciudad Universitaria, y le dirige un puñado de encendidas palabras a la multitud estudiantil. La tarde de ese agosto de 1968 es nubosa, llena de presagios, y los adolescentes y los jóvenes universitarios, atentos a las ideas del discurso, no saben nada, quizá, de la militancia ya legendaria de ese hombre: enviado a las Islas Marías en calidad de preso político a los 17 años de edad, arrestado por “actividades subversivas” en varias ocasiones, novelista de una feroz energía arcangélica, el joven hermano “de los ojos de diamante”, en el retrato poético dedicado a él por Efraín Huerta y “uno de los hombres más puros de México”, en palabras de Octavio Paz. Ellos —Paz, Huerta y Revueltas— forman la trilogía de grandes escritores de nuestro país nacidos en 1914, de quienes podemos legítimamente afirmar: son los “hijos de la Revolución mexicana”. Dos poetas y un narrador: Mixcoac, Silao y Santiago Papasquiaro fueron sus lugares de nacimiento —dos provincianos y un capitalino, o casi, si aceptamos la pertenencia de Mixcoac a la gran ciudad en la segunda década del siglo XX—. En 2014 celebramos ese triple centenario mexicano.
Esos tres escritores definen entre nosotros una porción, acaso la más significativa, de la pasada centuria. Estos renglones dedicados a evocar a José Revueltas (una “evocación requerida”, una evocación necesaria) quieren, entre otras cosas, además de recordarlo con amor, destacar un hecho poco conocido: José Revueltas también escribió poemas.
Revueltas habló en ese agosto de 1968 de “autogestión” y de “la vocación revolucionaria de los jóvenes”. Pudieron ser otras las palabras, desde luego; pero eran formidables el impulso retórico, diáfano y lleno de convicción, y el fervor del discurso. Nos acompañó Revueltas y nos aconsejó a lo largo del Movimiento Estudiantil Popular como uno más de nosotros; luego cayó preso por asumir enteramente la dirección de las movilizaciones multitudinarias, de las grandes marchas de ese año, y pasó su último encierro carcelario rodeado de camaradas jóvenes. Lo dejé de ver durante unos cuantos años. Fue amnistiado. Lo reencontré en el gran auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras en un acto en apoyo a los chilenos victimados por el golpe de los generales traidores en el otro 11 de septiembre: el de 1973. Yo leí un poema en contra de esos militares infames y siempre recordaré la actitud de Revueltas durante mi lectura: hacía discretos gestos de aprobación con la cabeza, aplaudía debajo de la mesa, procurando no ser visto, se mostraba emocionado e indignado como en los mejores momentos de la militancia, de la dilatada, interminable lucha por la justicia y por la libertad. Su generosa felicitación por mi poema al término de esa reunión-mitin en defensa de la democracia en Chile es una de las prendas de oro de mi vida.