Un toque de distinción - Amante ocasional - Katherine Garbera - E-Book

Un toque de distinción - Amante ocasional E-Book

Katherine Garbera

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Beschreibung

UN TOQUE DE DISTINCIÓN Deacon Prescott, propietario de uno de los casinos de Las Vegas, deseaba una mujer con clase y Kylie Smith la tenía a raudales. La encantadora divorciada tenía el don de derretirle el corazón con solo mirarlo. Seducirla resultó fácil, de hecho, Deacon había apostado que ella accedería a casarse con él y había ganado. Pero las cosas no salieron como esperaba y de pronto el duro Deacon solo tenía una oportunidad para salvar su matrimonio; tendría que poner en juego su corazón, algo que había prometido no hacer jamás.   AMANTE OCASIONAL Cuando el hombre de sus sueños le propuso ser su amante, Jayne Montrose no pudo negarse. El millonario Adam Powel era su jefe y se trataba de una situación temporal, pero Jayne no estaba segura de que su corazón fuera a soportarlo. Con cada uno de sus besos, Jayne se enamoraba más y más. ¿Podría seducirlo hasta hacerle concebir el matrimonio como una posibilidad? El que le pidiera a Jayne que se hiciera pasar por su amante había sido solo una cuestión de trabajo. Pero lo que ahora tenía Adam en mente no podía estar más alejado de los negocios. De pronto, su eficiente ayudante se había convertido en una sensual sirena y él se estaba dando cuenta de que fingir que eran amantes ya no era suficiente; quería que lo fueran de verdad. Y eso era muy peligroso...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 542 - junio 2024

 

© 2004 Katherine Garbera

Un toque de distinción

Título original: Let It Ride

 

© 2004 Katherine Garbera

Amante ocasional

Título original: Mistress Minded

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1062-810-6

Índice

 

Créditos

Un toque de distinción

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Amante ocasional

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

–¿Has descubierto algo siendo mujer? –me preguntó Didi cuando aparecí frente a ella.

Todavía no me había acostumbrado a aquello de aparecer y desaparecer y, después de veinticinco años siendo un capo de la mafia, no estaba preparado para la vida después de la muerte.

Había hecho un trato con Dios. Bueno, más bien con su emisaria, que era Didi, y ahora actuaba de celestina con parejas de tortolitos.

No estaba tan mal como le hacía creer al ángel, pero es que me sacaba de quicio y no quería que supiera que me gustaba hacer buenas obras.

No me había gustado la última sorpresita que me había preparado, pues me mandó a la Tierra en el cuerpo de una mujer.

Ningún hombre debería pasar jamás por eso.

–Esta vez quiero ser hombre, pero no un viejo, ¿eh? –le dije.

–¿Fue muy duro? –me preguntó.

No me gustó su tono, pero no tenía alternativa. Estar allí era mucho mejor que estar en el infierno.

–Prefiero no contestar. Lo único que te pido es que me des una misión en la que sea un hombre.

En ese momento, se materializaron sobre la mesa un montón de sobres.

Didi me sonrió, lo que no me inspiró ninguna confianza. Aunque era un ángel, tenía una vena un tanto cruel.

–¿Qué te parecería ir a Las Vegas? –me preguntó.

–¿Me vas a poner de showgirl?

–No –se rió–. Esta vez, no.

Me estaba intentando meter miedo, pero no le iba a dar resultado porque yo me había enfrentado a hombres armados sin pestañear.

–Esta misión es especial.

Me estremecí y me pregunté si ir al Cielo merecía la pena después de todo.

–¿Cómo de especial?

–Ya lo verás –me contestó.

Abrí el sobre y leí.

La chica, Kylie Smith, era una secretaria de Los Ángeles y el chico, Deacon Prescott… era el tipo de hombre que a mí me gustaba porque había crecido en la calle y había trabajado para la mafia de Las Vegas.

–No parece difícil –le dije a Didi.

–Bien, entonces no creo que tengas problemas.

Mi cuerpo se evaporó antes de que me diera tiempo a responder. A Didi le gustaba tener siempre la última palabra, pero aquella vez no me importó porque estaba ante un casino estupendo.

Por primera vez desde mi muerte, pensé que aquello no estaba tan mal.

Capítulo Uno

 

Deacon Prescott se acercó al monitor de seguridad y vio a la mujer de sus sueños.

No le veía la cara, pero todos los demás detalles eran perfectos.

Llevaba el pelo castaño recogido en la nuca y vestía de una forma muy elegante.

Deacon acercó la cámara a ella a través del zoom.

–Perfecta –murmuró.

Era la mujer que estaba buscando. Tenía un rostro clásico y un cabello sedoso, era todo lo que esperaba en una esposa y que jamás se hubiera imaginado encontrar en el vestíbulo de su hotel casino, el Golden Dream.

La mujer estaba mirando a su alrededor.

Maldición.

Seguramente, habría ido con su novio o con su esposo. Deacon ajustó el zoom de la cámara de nuevo y se fijó en que no llevaba alianza.

Tenía los ojos verdes y unos rasgos muy delicados. Supuso que, en el mundo normal, sería una mujer normal, pero estaba fuera de lugar en el mundo vulgar en el que se movía Deacon.

Deacon tenía treinta y ocho años y ya iba siendo hora de que se casara y tuviera hijos. No lo había hecho porque no había encontrado a la mujer adecuada, una mujer que pudiera compartir la vida con él sin tener que amarla.

Vivir en Las Vegas le había enseñado que la felicidad y el amor para toda la vida no eran más que meras ilusiones.

–¿Qué miras con tanto interés?

Deacon se giró y miró a Hayden MacKenzie, Mac para los amigos, que era el dueño del Chimera Casino and Resort, el segundo mejor casino de la ciudad después del Golden Dream.

Mac era uno de los pocos amigos que Deacon tenía. Se conocían de la época en la que ambos habían vivido bordeando la legalidad y era la persona que le había enseñado que se podía vivir de otra manera.

Aquel amigo le había enseñado cómo moverse entre la gente de dinero.

–Nada –contestó Deacon.

Mac miró por encima de su hombro y observó la pantalla.

–Muy guapa esa mujer.

–A ver –intervino Angelo Mandetti.

Angelo pertenecía a la comisión del juego y estaba en el casino de Deacon haciendo una investigación para el informe anual.

Llevaba hospedado en su hotel una semana y Deacon lo respetaba profundamente porque le recordaba a un amigo que tuvo su madre cuando él era pequeño y que reparaba en el delgaducho hijo de Lorraine Prescott y le dedicaba tiempo.

Mac se hizo a un lado y Mandetti miró el monitor y silbó.

–No es cualquier mujer –dijo Deacon.

–¿A qué te refieres? –preguntó Mac.

–A nada… todavía –contestó Deacon.

Mac tenía algo que Deacon siempre había envidiado, esa confianza en que todo es fácil que tienen las personas que se han criado con todo tipo de privilegios.

Aunque tenían la misma edad, a veces, Deacon se sentía mucho mayor que su amigo.

Deacon quería seguridad y la mujer de la pantalla era la llave hacia la vida que siempre había deseado.

–Me voy a casar con ella –declaró.

–¿De verdad? –preguntó Mandetti–. Enhorabuena.

–Pero si no la conoce –se rió Mac.

–¿Entonces? –dijo Mandetti acercándose al monitor y fijándose atentamente–. No es su tipo, la verdad.

Deacon se encogió de hombros.

No lo dijo en voz alta, pero, precisamente por eso, le gustaba.

La observó mientras sacaba un libro del bolso y se ponía a leer. Deacon frunció el ceño y dudó. ¿Tendría suficiente carácter como para domar a la fiera que había dentro de él? Los hombres de honor no les eran infieles a sus mujeres, así que debía asegurarse de que hubiera atracción entre ellos antes de decidirse a hacerla su esposa.

–Ahora vuelvo.

–Esto se pone interesante.

Mac y Mandetti lo siguieron hasta la puerta.

–No, vosotros os quedáis aquí.

Mandetti levantó las manos y dio un paso atrás. Mac chasqueó la lengua y se sentó en una de las sillas de la cabina de seguridad.

–La verdad es que desde aquí lo veremos todo mucho mejor.

Deacon abandonó la habitación sin hacer ningún comentario y, mientras avanzaba por el pasillo, intentó dilucidar qué le iba a decir.

Se puso bien la corbata y abrió la puerta que conducía a otro mundo, al mundo donde había vivido desde que era un chiquillo, un mundo de luces, campanas y ruletas.

Se paró un instante para admirar su reino.

El orgullo ante lo que había conseguido se apoderó de él y se dijo que, si aquella mujer y él eran sexualmente compatibles, la seduciría sin ningún problema para que se convirtiera en la señora de Deacon Prescott, la reina de su pequeño reino.

Mientras avanzaba por el casino, tuvo que detenerse a saludar a conocidos y amigos e incluso a un proveedor con el que concertó una cita.

Cuando, por fin, llegó al vestíbulo, buscó a la mujer.

De repente, no supo qué decir y se sintió como aquel chico de la calle que había sido en el pasado, aquel chico que admiraba el glamour porque no podía tocarlo.

Echó los hombros hacia atrás y levantó la cabeza. Era Deacon Prescott, maldita sea. El hombre del año según la revista Entrepreneur durante dos años consecutivos.

Ninguna mujer le iba a impedir conseguir su objetivo.

 

 

Kylie Smith oyó que alguien se aproximaba.

El hotel del casino era un hotel de clase con encanto, pero los hombres que frecuentaban el casino no tenían tanta clase.

Ya la habían abordado cuatro mientras esperaba a su amiga.

A Kylie no le gustaba que los hombres se fijaran en ella cuando no eran bien recibidos. Sabía que no era porque fuera impresionantemente guapa sino porque estaba sola y parecía que quería ligar.

Se había recogido el pelo en una coleta, se había puesto las gafas de leer con cadenita de abuela incluida y estaba leyendo su novela clásica preferida.

Su aspecto debería de haber sido suficiente como para que aquel hombre se alejara, pero no fue así.

Tal vez, fuera Tina.

Kylie levantó la mirada del libro un segundo.

No, no era ella.

A no ser que su amiga llevara ahora mocasines de cuero italiano de caballero, lo que no le parecía muy probable.

Kylie volvió a concentrarse en The Scarlet Pimpernel.

Pero aquel hombre olía bien. Llevaba una colonia de aroma a almizcle que le dio ganas de aspirar con fuerza.

Kylie lo miró de reojo y se quedó sin aliento.

No era guapo, pero había algo arrebatador en aquellos ojos grises, algo que hacía prever una pasión oculta y un fuego interno abrasador, dos cosas que ella nunca había tenido.

Nerviosa, Kylie se subió las gafas con el dedo e intentó calmarse porque los hombres atractivos nunca le hablaban.

–Hola –la saludó aquél sin embargo.

Tenía una voz profunda que despertó algo en Kylie que ella creía dormido desde hacía mucho tiempo.

–Hola –contestó.

–¿Le importa que me siente? –preguntó el desconocido sentándose sin esperar a que ella respondiera.

–Supongo que no.

–Ya lo sabía.

–¿Ah, sí? ¿Y eso?

–Porque es el destino.

–¿El destino?

Aquel hombre no parecía precisamente de las personas que creían en el destino y dejaban todo al azar sino, más bien, un pura sangre de acero ataviado con un traje de mil dólares que lo tenía todo bajo control.

–Todo en mí es riesgo y suerte.

–Eso no tiene nada que ver con el destino, porque el destino interviene cuando algo es para ti mientras que la suerte… no necesariamente.

–Depende de si estás destinado o no a tener buena suerte.

Aquello hizo sonreír a Kylie. Aquel hombre era encantador, aunque su encanto parecía residir en una especie de ritual. Kylie tuvo la impresión de que no era la primera mujer a la que le decía aquello.

–¿Quiere cenar conmigo?

–Pero si no lo conozco de nada.

–Deacon Prescott –se presentó el desconocido poniéndose en pie.

Kylie aceptó su mano para estrechársela, pero Deacon Prescott le acarició los nudillos y se la besó con suavidad.

Kylie se estremeció.

–¿Y usted cómo se llama?

–Kylie Smith.

–¿Le importa que me quede con usted un rato, Kylie?

Kylie quería fingir que no le interesaba, pero no era cierto. De nuevo, no le dio tiempo a contestar y el desconocido ya se había vuelto a sentar a su lado.

Lo tenía muy cerca, demasiado cerca.

–¿Qué hace usted aquí? –le preguntó Deacon.

–Estoy esperando a una persona.

–¿A un hombre?

–No es asunto suyo.

–Tiene razón. ¿A qué ha venido a Las Vegas? –continuó Deacon pasando el brazo por el respaldo de la butaca.

Kylie sintió que el calor y el aroma de su cuerpo la envolvían. Ante la tentación de acercarse a él, se alejó.

–Hemos organizado un fin de semana de chicas.

Deacon sonrió y le apartó un mechón de pelo de la cara.

Kylie se estremeció de deseo.

Normalmente, no le gustaba que la tocaran y hacía mucho tiempo que nadie lo hacía a excepción de su madre, claro, que siempre la abrazaba cuando se veían una vez a la semana para tomar el aperitivo.

–Tiene usted un pelo precioso.

¿Estaba ligando con ella? Kylie nunca sabía cuándo un hombre estaba siendo educado o cuándo estaba interesado realmente en ella.

De repente, deseó ser como Tina, que pasaba de un hombre a otro disfrutando de lo que le ofrecía cada uno.

Pero ella nunca había sido así. A ella la habían educado para casarse y tener hijos y eso era lo que ella quería de verdad en la vida.

Incluso después de que su matrimonio no hubiera ido bien, seguía queriendo encontrar al hombre adecuado y tener hijos con él, pero eso no quería decir que quisiera conocerlo en Las Vegas.

Se alejó todavía más de aquel desconocido hasta el punto de que estuvo cerca de caerse de la butaca. Entonces, él la agarró del brazo y tiró de ella.

–¿Y usted que hace en Las Vegas, Deacon?

–Yo vivo aquí –contestó él como si fuera la cosa más normal del mundo.

–¿De verdad? Perdón, no hace falta que conteste a esa pregunta. Es que todas esas campanitas me tienen el cerebro trastornado.

Aquello lo hizo reír y a Kylie se le antojó que aquella risa era extraña en un hombre que parecía tan misterioso como aquél, que tenía el pelo completamente negro y la piel aceitunada.

Tenía unas manos muy grandes y en el dedo meñique de una de ellas lucía un sello de oro con una especie de insignia que Kylie no reconoció.

Kylie se dio cuenta de que lo había examinado durante demasiado tiempo y lo miró para ver si él también se había percatado de ello.

Sí, se había percatado.

El desconocido le acarició la mejilla.

¿Por qué la tocaba? Kylie pensó que debería apartarse, pero no podía hacerlo. La indefinible emoción de sus ojos la tenía atrapada y la intensidad de su mirada la hacía sentirse especial, la hacía sentirse como si fuera una princesa de cuento de hadas y él fuera el caballero dispuesto a matar dragones para protegerla.

Kylie se sentía como si no fuera la mujer prudente y seria que era sino la compañera que un hombre elegiría para una aventura de verano.

En ese momento, le sonó el estómago y se sonrojó.

–Mi invitación para cenar sigue en pie –dijo Deacon.

–Estoy leyendo un libro muy bueno –contestó Kylie pensando que aquélla era la peor excusa del mundo.

–Nunca pensé que llegaría el día en el que a una mujer un libro le parecería más interesante que yo –se lamentó Deacon.

–Es para llorar, ¿verdad? –bromeó Kylie guardando el libro en el bolso.

Iba a aceptar, pero no quería ponérselo demasiado fácil.

–Venga, será divertido –insistió Deacon.

–No sé si me apetece que sea divertido.

–Bueno, pues amigable.

Kylie había ido a Las Vegas a pasárselo bien y quedarse en el vestíbulo del hotel leyendo no era precisamente excitante.

Además, había algo en los ojos de aquel hombre que hablaba de algo más que diversión y amistad y Kylie ya estaba harta de ser siempre cauta y prudente.

–Muy bien –aceptó.

–Nos vemos aquí dentro de una hora –dijo Deacon.

–¿Una hora?

–El destino necesita tiempo.

–Entonces, no es destino de verdad.

Deacon se encogió de hombros.

–¿Con qué me voy a encontrar? –quiso saber Kylie.

–Con algo que la va a dejar con la boca abierta –contestó Deacon guiñándole un ojo y alejándose.

Capítulo Dos

 

Deacon volvió a la cabina de seguridad después de haber llamado a su secretaria para enterarse de dónde estaba alojada Kylie. Le gustó enterarse de que estaba hospedada en su propio hotel.

Había hablado con el chef del restaurante para que les preparara una cena picnic y había hablado con el botones para que le dejara el Jaguar en la puerta. Por último, llamó a la floristería para que le enviaran a Kylie un bonito ramo de flores.

–Lo está haciendo muy bien –le dijo Mandetti.

–Sí, a mí lo que más me ha gustado es cuando ha estado a punto de caerse de la butaca alejándose de ti –sonrió Mac.

Deacon no hizo caso a ninguno de los dos pues solamente podía pensar en Kylie, que había vuelto a su habitación. Gracias a Martha, sabía que era la 1812, así que eligió la cámara de aquel pasillo, pero estaba vacío.

Deacon intentó no pensar en Kylie como en una mujer sino como en un medio para alcanzar un fin, la modelo sin rostro del anuncio de Ralph Lauren que tiene un niño en brazos.

Lo malo era que no era una mujer sin rostro sino una mujer inteligente y con sentido del humor.

–Te ha dado fuerte –le dijo Mac.

–¿A qué te refieres? –preguntó Deacon.

–Al gusanillo del deseo.

–Ja. Esto no tiene nada que ver con el deseo –contestó Deacon.

Aquello no era completamente cierto, pero Deacon no hablaba nunca con su amigo de mujeres porque no tenían los mismos gustos y siempre terminaban discutiendo.

Deacon se había criado con su madre y entre bailarinas de strip-tease mientras que Mac se había criado con su padre, un hombre amargado que odiaba a las mujeres y por eso su amigo creía que todo el género femenino sólo estaba interesado en una cosa: el dinero.

Sin embargo, Deacon había visto personalmente cómo el dinero podía significar la diferencia entre la vida y la muerte de una mujer de la calle.

–No parece una mujer de una noche –comentó Mandetti.

Deacon ya se había dado cuenta y sus intenciones con ella eran nobles porque parecía tenerlo todo para ser la esposa perfecta.

–No me lo puedo creer –dijo Mac.

–¿Qué es lo que no te puedes creer? –replicó Deacon girándose hacia Mandetti–. ¿Acaso no parece una mujer perfecta con la que casarse?

Mandetti asintió.

Mac se apoyó en la pared y se cruzó de brazos.

–Así que de verdad crees que te vas a casar con ella.

Deacon se encogió de hombros.

A no ser que hubiera perdido su encanto, sí, efectivamente, se iba a casar con Kylie.

–Ella no va a querer casarse contigo –sentenció Mac.

–A lo mejor, sí –aventuró Mandetti.

Tal vez, Mac tuviera razón, pero Deacon sabía que, siempre que se había propuesto algo, lo había conseguido. Por ejemplo, había conseguido tener una vida que muchos deseaban, pero que pocos alcanzaban.

–¿Qué te apuestas? –lo retó.

–Ahora hablamos en serio –contestó Mac–. ¿Con qué condiciones?

–No hay condiciones. Si la convenzo para que se case conmigo, gano –contestó Deacon.

–Muy bien, pero tienes que hacerlo en dos semanas y tiene que ser una boda de verdad.

Dos semanas. ¿Sería tiempo suficiente? Kylie parecía algo tímida, así que Deacon decidió ir con cuidado.

–Trato hecho –accedió–. Si gano, pagarás el nuevo anexo del albergue infantil –propuso Deacon.

Lo primero que había hecho al tener dinero, había sido construir un albergue infantil para los niños de Las Vegas, un lugar en el que estuvieran a salvo para que no tuvieran que estar en la calle mientras sus padres jugaban o trabajaban en los casinos.

–Está bien. Si gano yo, tendrás que pagar una cena medieval en el Chimera –propuso Mac.

En ese momento, sonó el teléfono móvil de Mandetti y Deacon lo oyó maldecir en italiano.

–Déjame en paz, ángel. Acabo de empezar.

–¿Lo ves? –intervino Mac–. Las mujeres no dan más que problemas.

–Me voy a hablar fuera –dijo Mandetti saliendo de la habitación.

Mac lo siguió pues tenía cosas que hacer.

Una vez a solas, Deacon se sentó y siguió observando las pantallas.

Kylie salió de su habitación y la vio avanzar por el pasillo. De repente, se mordió el labio inferior y volvió hacia la puerta de su dormitorio.

Deacon pensó que no iba a acudir a su cita, así que descolgó el teléfono y habló con recepción para que le pasaran inmediatamente con ella.

Había que empujarla un poco.

–Hola, ángel –la saludó intentando fingir naturalidad.

¿Por qué le importaba tanto aquella mujer? Si perdía la apuesta con Mac, lo único que iba a perder iba a ser dinero y, además, había otras muchas mujeres respetables en el mundo.

Sin embargo, había algo en Kylie Smith que él quería.

–¿Deacon?

–¿Quién iba a ser?

–No creo que me conozcas lo suficiente como para llamarme ángel –le espetó Kylie.

–Te conoceré lo suficiente después de esta noche –contestó Deacon en tono sensual.

Deacon estaba convencido de que Kylie quería cenar con él, pero se dio cuenta de que estaba yendo demasiado rápido.

–Eh… respecto a la cena…

–No te irás a echar atrás ahora, ¿verdad? –le dijo en voz baja.

Una de sus ex novias le había confesado que, cuando le hablaba así, no podía negarle nada.

–Bueno…

Estaba dudando.

–Arriésgate. Estás en Las Vegas, ángel, y en esta vida hay que arriesgarse de vez en cuando.

–¿Tú eres arriesgado?

–Contigo, no –contestó Deacon sinceramente.

Quería que aquella mujer se sintiera a salvo con él, a salvo y segura, quería que supiera que no la iba a emborrachar, que no quería acostarse con ella y desaparecer a la mañana siguiente.

–Sólo vamos a cenar –le aseguró.

Kylie volvió a dudar.

Deacon creyó que iba a decir que no.

–Está bien, ahora bajo –contestó sin embargo.

–Bien.

Deacon colgó el teléfono y se dirigió al vestíbulo. Cuando llegó, Kylie lo estaba esperando junto a la fuente, pero no se parecía a la mujer que él había visto a través de la cámara de seguridad.

Llevaba el pelo suelto, que le caía en cascada sobre los hombros, y el vestido marcaba las curvas de su cuerpo dejando al descubierto sus bellísimas piernas.

El deseo se apoderó de Deacon y se dio cuenta, porque se conocía bien a sí mismo, de que seducir a aquella mujer lentamente iba a ser un infierno.

 

 

Kylie había cambiado de opinión y de ropa unas cincuenta veces en la hora que había transcurrido desde que se había despedido de Deacon Prescott en el vestíbulo.

Si no hubiera sido porque la había llamado por teléfono, se habría quedado en su habitación tomándose una hamburguesa con queso y leyendo su libro, pero allí estaba en el vestíbulo esperando a un hombre que hacía que se le acelerara el corazón.

Aquello no encajaba con la prudente ayudante de administración que era en su vida normal, así que había estado a punto de llamar a su madre para que le dijera por qué la prudente y cauta Kylie Smith no debía estar en Las Vegas.

Pero ya estaba más que harta de ser prudente y cauta.

Había hablado con sus amigas antes de bajar y ellas habían quedado con unos chicos que habían conocido para jugar en el casino, así que habían acordado verse todas en el vestíbulo a medianoche.

Kylie miró el reloj y, al levantar la mirada, se encontró con Deacon Prescott yendo hacia ella.

Sintió que el aire no le llegaba a los pulmones.

Sus ojos se encontraron y Kylie tuvo la sensación de que no había nadie más en aquel vestíbulo.

Deacon paseó su mirada por su cuerpo, haciéndola sentirse la mujer más deseada del mundo. A continuación, se acercó a ella y Kylie deseó ser como él y poder tocarlo con naturalidad porque era lo que más le apetecía hacer en aquellos momentos.

–Estás preciosa –dijo Deacon pasándole el brazo por los hombros y dándole un beso en la mejilla.

Aquellas palabras le llegaron al alma porque ella siempre había sido la hermana simpática. No la guapa ni la inteligente, sino la simpática.

Kylie dio un paso atrás porque no sabía cómo comportarse con aquel hombre. Ningún hombre la había hecho sentir lo que Deacon la hacía sentir, millones de cosas a la vez.

Le hacía tener la esperanza de que fuera verdad que le había dicho que estaba preciosa en serio, pero lo dudaba.

–Ha sido un cumplido –le dijo Deacon agarrándola del codo para salir a la calle–. Deberías darme las gracias.

–Perdón.

–Me ha parecido ver algo en tus ojos que me indica que no me crees.

–Es porque mi padre es irlandés y ya me han dado toda la coba que me tenían que dar cuando era pequeña.

–No creo que haya sido el primer hombre en hacerte un cumplido.

Kylie apartó el brazo y se puso el bolso en el hombro. No quería mantener aquella conversación.

–¿Te importaría que habláramos de otra cosa?

Lo cierto era que la tentación de creer las palabras de aquel hombre era muy fuerte, quería creerlas, como había creído las mentiras de Jeff, pero ya no tenía dieciocho años sido veintiocho y ahora era mucho más lista.

Deacon la volvió a agarrar del brazo y la condujo a la puerta del hotel, donde un botones de dio las llaves de un Jaguar descapotable y lo saludó con un respetuoso «aquí tiene su coche, señor Prescott».

Kylie sospechó que Deacon era algo más que un simple huésped del hotel.

Mientras conducía y escuchaban a Ella Fitzgerald, iba atardeciendo y Kylie sentía la brisa en el pelo y cerró los ojos para disfrutar del momento.

–No eres un simple huésped del casino, ¿verdad? –le preguntó con la cabeza inclinada hacia atrás.

–No, soy el dueño –contestó Deacon.

Kylie lo miró de soslayo. Deacon tenía un perfil duro, como cincelado por un escultor, y había algo muy masculino en él que despertaba todos los sentidos femeninos que había en ella.

De repente, Kylie tuvo la certeza de que su lugar en la vida estaba junto a aquel hombre. Aquello jamás le había ocurrido excepto en el pequeño jardín de su casa, donde se sentía perfectamente a gusto.

–¿Y qué hay que estudiar para ser el dueño de un casino? ¿Hay una escuela de casinos?

–Más o menos, yo aprendí trabajando para otros.

–Pues debías de ser el empleado del mes.

–Más bien, no –sonrió Deacon.

Al cabo de unos cuantos kilómetros, Kylie se dio cuenta de que habían salido de la ciudad y de que no parecía haber restaurantes cerca.

–¿Dónde vamos a cenar? –quiso saber.

–En un lugar íntimo.

–Oh –dijo Kylie sintiendo que la sangre se le aceleraba en las venas y entrelazando los dedos para que no se notara lo nerviosa que estaba.

–No te asustes, no soy el lobo feroz –sonrió.

A Kylie le hubiera gustado que lo fuera y que ella fuera Caperucita Roja.

 

 

Deacon salió de la autopista y tomó un camino solitario. De repente, paró el coche. El sol se había ocultado y la luna asomaba por el horizonte.

De joven, el desierto siempre había sido el lugar al que huía cuando la vida de la ciudad lo agobiaba y quería esconderse.

Esa noche lo había vuelto a hacer, pero por otros motivos.

Quería conocer a Kylie sin la presión de saber que, fueran donde fueran, iba a haber una cámara observándolos porque conocía bien a Mac y sabía que criticaría cualquier error de su comportamiento con ella.

–¿Ya hemos llegado? –preguntó Kylie nerviosa.

–Sí –contestó Deacon.

–¿Es una cena picnic?

–Has acertado –sonrió Deacon.

–¿Te ayudo?

–No, esta noche es para ti –contestó Deacon bajándose del coche–. Pon la música que te apetezca y yo me ocupo de todo lo demás.

Dicho aquello, puso una manta de cachemira en el suelo, abrió una botella de vino para que respirara y colocó los platos de porcelana sobre la manta.

La cena que les había preparado el chef todavía estaba caliente. Bien. Oyó la voz de Louis Armstrong y, al cabo de unos segundos, Kylie apareció a su lado.

Deacon le indicó que se sentara y le sirvió la cena. Kylie obedeció y probó la comida con cautela. Se notaba que estaba nerviosa.

–Relájate.

–Lo estoy intentando –contestó Kylie mirando a su alrededor–. Es que no estoy acostumbrada a esto.

–¿No te gusta cenar al aire libre?

Kylie miró el cielo, que estaba despejado. Había un montón de estrellas y se fijó en ellas mientras comía.

Deacon pensó que, cuando no se sabía observada, era cuando se comportaba con mayor naturalidad.

–No es eso, sino que no estoy acostumbrada a salir con hombres –contestó.

–¿Y eso?

–Mi madre dice que es por el divorcio.

Estaba divorciada.

Deacon no había contado con que su futura esposa ya hubiera probado las mieles del matrimonio y se encontró queriéndolo saber todo.

–¿Y tiene razón?

Kylie se encogió de hombros, probó el vino y se quedó mirando el desierto.

Deacon se dio cuenta de que no iba a añadir nada más. Había cierta tristeza en sus ojos que hacía que le dieran ganas de abrazarla y prometerle que no le iba a pasar nada nunca más.

–¿Por qué terminó tu matrimonio?

–No creo que te interese.

–Claro que me interesa. Todo lo que te ha convertido en la mujer que eres hoy en día me interesa.

–No hace falta que te esfuerces tanto.

Deacon dejó la copa de vino sobre la manta y pensó que lo único que le estaba costando un gran esfuerzo era no tocarla, no besarla.

–¿A qué te refieres?

–A que no hace falta que te esfuerces tanto para quedar bien conmigo.

–Ángel, no sabes lo que dices.

–Eso ya me lo han dicho antes –replicó Kylie cruzándose de brazos.

Deacon se bebió la copa de vino y deseó que fuera un whisky doble.

–No me extraña que no salgas con hombres.

–¿Por qué dices eso? –se defendió Kylie.

–Exactamente por lo que crees, porque eres muy difícil.

–Eso ya me gusta más.

–¿El qué?

–La sinceridad. Sé que pongo muchas trabas, pero quiero que entiendas que halagándome no vas a conseguir nada de mí.

–¿Por qué?

–Porque mi ex marido me enseñó una lección sobre la verdad y los hombres que jamás olvidaré.

Deacon no quería saber nada de los hombres que había habido en la vida de Kylie, aunque sospechaba que no había habido muchos porque, tal y como ella había dicho, no solía tener citas y, además, tenía una mirada tan dura que los debía de mantener a raya.

Kylie suspiró.

–Los hombres buscan unas cosas y las mujeres buscamos otras.

–¿Y qué buscamos los hombres?

Deacon se había preguntado muchas veces qué era lo que creían las mujeres que buscaban los hombres y, además, quería saber la opinión de su ex marido.

–Una mezcla de Martha Stewart, Cindy Crawford y Madeline Albright.

–¿Y qué buscan las mujeres?

–Que las quieran por lo que son, no por lo que un hombre quiere que sean –contestó Kylie.

De repente, se puso en pie y se quedó mirando el paisaje y Deacon se dio cuenta de que no estaba viendo el presente sino el pasado y a la mujer que era entonces y al hombre que no supo quererla.

Entonces, se prometió a sí mismo no cometer el mismo error que su ex marido.

Capítulo Tres

 

Deacon no sabía qué tipo de hombre era el ex marido de Kylie, pero la había dejado confundida sobre lo que querían los hombres.

Deacon era muy claro con sus deseos porque estaba convencido de que el buen amante hacía que la mujer con la que estuviera se sintiera como una supermodelo y decidió hacer que Kylie se diera cuenta de lo deseable que era.

El amor ya era una cuestión diferente.

Deacon había aprendido hacía mucho tiempo que era sólo una ilusión. Todos los días veía a parejas que se casaban en Las Vegas y que se juraban amor eterno, pero él sospechaba que esa eterna devoción sólo duraba su estancia en la tierra de los casinos y las discotecas, un mundo que no era el real.

A los veintiocho años se había prometido a sí mismo que el amor no entraría en su vida y nunca había faltado a su palabra.

Ahora, tampoco tenía la intención de hacerlo.

–Las mujeres de las que hablas, Kylie, no son las que a mí me gustan. Claro que yo me crié rodeado de bailarinas de strip-tease.

Kylie lo observó atentamente.

–¿Tu madre también lo era? –preguntó.

Deacon no quería hablar sobre su pasado, pero tampoco quería perder a Kylie haciéndola creer que era como cualquiera de los hombres que había conocido porque no lo era. A no ser, claro, que Kylie hubiera frecuentado a presidiarios.

Deacon nunca había estado en la cárcel, pero había sido sólo cuestión de suerte y de determinación.

–Más o menos.

–¿Qué tipo de respuesta es ésa?

Una respuesta evasiva con la que Deacon había querido esquivar el tema, pero obviamente no lo había conseguido.

–Dejó de bailar cuando yo nací.

–¿Y dejó de trabajar en los casinos?

–No, porque no sabía hacer otra cosa. Después de dejar el baile, se puso a ayudar con la ropa y el maquillaje y esas cosas.

–¿Y tu padre?

–Nos abandonó antes de que yo naciera.

–Oh, lo siento.

–No lo sientas –dijo Deacon.

Sinceramente, a él no le importaba no tener padre porque había aprendido todo lo que necesitaba saber de Ricky la rata cuando era pequeño y de Mac y otros tipos como él cuando había crecido.

–¿Siempre has vivido en Las Vegas?

–Sí –contestó Deacon.

Lo cierto era que no se veía viviendo en otro lugar. Llevaba aquella ciudad en la sangre, le rejuvenecía.

Deacon se dio cuenta de que Kylie ya no lo miraba preocupada, parecía que se había relajado charlando.

–¿Y tú de dónde eres? –le preguntó.

–De todas partes –contestó Kylie–. Mi padre era militar, así que no vivíamos más de tres años seguidos en el mismo sitio.

–¿Y ahora?

–Después de divorciarme, me compré un bungaló en Glendale, en California, y planté un jardín, así que no tengo intención de moverme de allí jamás.

–¿Y si te vuelves a casar?

–No lo sé. En cualquier caso, ya te he dicho que no salgo con hombres, así que no creo que me vuelva a casar.

La brisa del desierto hizo que Kylie se estremeciera levemente y Deacon se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros.

Kylie sonrió y le dio las gracias, pero seguía mirándolo con cautela.

Deacon no entendía por qué las mujeres necesitaban ponerle una etiqueta a todo lo que sentían, por qué tenían aquella necesidad de analizarlo todo. Por lo menos, eso era lo que su madre hacía.

Quería que Kylie confiara en él porque, de lo contrario, jamás accedería a ser su esposa.

Deacon recogió los platos y los cubiertos y le sirvió la última copa de vino, pero Kylie no la probó, se limitó a jugar con ella.

Tenía unos dedos largos y delgados y Deacon se imaginó que lo acariciaban, tal y como en esos momentos estaba haciendo con la copa. Kylie se mojó los labios y se acercó a él levemente.

–Tengo dos preguntas –declaró.

–Dispara –contestó Deacon.

–¿Te puedo tocar?

–Por supuesto –contestó Deacon sinceramente, sintiendo que se le había acelerado el pulso.

A pesar de que no tenía intención de que la primera vez que se acostara con su futura mujer fuera en el desierto, la propuesta le pareció demasiado tentadora como para decir que no.

Sintió los fríos dedos de Kylie en la cara.

Le acarició la mandíbula y el rostro lentamente haciendo que Deacon sintiera que se le endurecía la entrepierna.

La tomó de la nuca y la acercó a él porque necesitaba besarla, explorar sus secretos femeninos.

Se inclinó sobre ella y sintió su aliento mientras sus manos recorrían su cara y ella lo miraba con los ojos muy abiertos.