Veulf - S. C. Pedersen - E-Book

Veulf E-Book

S. C Pedersen

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Beschreibung

Segunda parte de la trepidante y aclamada saga de aventuras históricas protagonizada por el joven vikingo Arnulf. En este nuevo volumen, Arnulf queda inconsciente en una playa inglesa y, al despertar, descubre que lo han traído a un monasterio donde un monje le cura las heridas. Una vez recuperado, se unirá a una expedición vikinga para proseguir su camino, pero será incapaz de olvidar el asesinato de su hermano ni a su amada Freidis. Le esperan muchas aventuras, acción a raudales... y salpicaduras de espuma de mar en la proa de su barco. Una excelente recreación histórica de la vida de un joven vikingo, que le ha valido a su autora un apabullante éxito tanto de crítica como de público.

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S. C. Pedersen

Veulf

Traducción de Daniel Sancosmed Masiá

Saga

Veulf

 

Translated by

 

Copyright © 2005, 2022 S.C. Pedersen and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726848441

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

El ojo de Skinfaxi ardía sin luz con un blanco brillante, primero lejano entre la niebla, después más grande y cercano, como una esfera palpitante y deslumbrante que se ponía manos a la obra con más crueldad. Tørsten estaba sudando, la piel comenzó a resquebrajarse; Nidhug apretó los dientes.

Arnulf se despertó y se sintió sobrecogido por fuertes dolores. Le brotaban del hierro fundido por la frente, por el ojo, por la mejilla. Intentó echar un vistazo, pero solo vio la bruma de la telaraña. Oyó su propio jadeo atormentado, parpadeó y recobró la vista, pero solo por un ojo, y el entorno se le cayó encima, un techo que ondeaba, unas paredes que se movían, una luz vacilante. Quiso protegerse, pero le pesaban los brazos oxidados y no consiguió nada.

Una sombra se inclinó sobre él y le levantó la cabeza con cuidado, y el borde de una jarra le presionó los labios. El agua estaba fría, y Arnulf se la bebió toda y recuperó la vista. La habitación en la que estaba parecía una despensa o un taller, y, al otro lado de la cama, los cirios solo dejaban ver una pequeña mesa con su correspondiente taburete. Un hombre alto y flaco le sujetaba el cuello y le hablaba de manera amable en una lengua extranjera, y Arnulf lo observó con la mirada perdida y se puso en alerta de repente. El hombre tenía el pelo corto y calva, y llevaba un hábito. En el cuello, bajo la barbilla afeitada, lucía una cruz de plata. Hacía preguntas mientras sonreía, pero Arnulf se retorció y quiso librarse de él. ¡Un monje! Se le agolparon los pensamientos. De todos los enemigos que se había encontrado en la playa, ¡lo habían tomado como esclavo los peores hombres del Cristo Blanco! El discurso de Stentor sobre la crueldad de los monjes le retumbaba en la cabeza. ¡Que Tyr muriera si entre las sombras de la pared no había ningún grito encerrado! Lo iban a sacrificar, se lo iban a comer vivo para gloria de su dios y se iban a beber su sangre.

Arnulf apartó la mano del cuello y se sentó, pero, al moverse, le dio un latigazo en la herida, y una tremenda náusea le retorció el estómago. Consiguió levantar la cabeza del suelo antes de que la cálida regurgitación le atravesase la garganta, se retorció de dolor jadeando con las manos en el rostro, aturdido por la aflicción, ¡sentía tanto dolor que la muerte sería algo suave!

El cristiano le puso una mano en el hombro y siguió con su amable discurso, pero Arnulf únicamente se dejaba calmar como la liebre que se agazapa ante el zorro. Estaba mareado y los brazos le temblaban de cansancio, no podía sacar la menor fuerza para resistirse, ¡el calvo lo tenía en su poder!

El monje agarró con calidez la hinchada muñeca y le quitó la venda de la herida. Su voz adquirió un tono amonestador. Arnulf intentó rehacerse y bajó la vista mientras esputaba vómito, y el hombre volvió a mostrar la cruz sin la menor hostilidad. ¿Por qué lo estaba cuidando? ¿Quién era él? Era casi imposible que este hombre con el hábito fuera el portador del hacha. Y ¿quién había llevado a Arnulf a la cabaña? ¿El monje? ¿Por qué? Lo habían intentado matar, pero alguien debió de haber impedido el siguiente hachazo.

El dolor venció su voluntad, y Arnulf apretó los puños y volvió a beber. Intentó resistir. La mano desgarrada le tiraba, y notó unos tirantes nódulos en la piel, como si estuviera cosida igual que el paño de una capa. ¿No tenían lañas aquí? ¿Y para qué hacer nada con la mano, si el Cristo Blanco se encargaría de su vida? En los pliegues del hábito podía esconder un cuchillo de los usados en los sacrificios.

El cristiano se calló un momento, pero se señaló a sí mismo y expresó una palabra con claridad: «Stefanus».

Repitió el nombre, y Arnulf parpadeó despacio y no dijo el suyo. Stefanus señaló la ilustre cruz dorada que conservaba en el cuello, a pesar de la dura lucha en el mar, y hablaba con la voz alegre, pero Arnulf tiró de la cadena hacia sí. Quizás estaba herido e indefenso, ¡pero no se dejaría robar! El monje levantó las manos desarmado y cogió su cruz de plata, y Arnulf reconoció el nombre del Cristo Blanco entre el aluvión de palabras e intentó pensar con claridad. ¿Acaso Stefanus creía que él también era seguidor del Cristo? ¿Por eso no le había quitado la cruz, que era muy valiosa? ¡En tal caso no estaba en su sano juicio! ¿Los monjes no acumulaban riquezas?

A Arnulf le costó mantener la mirada y la dejó perdida. Se fijó en la Ormstand, que estaba apoyada en la pared, al lado de la puerta. Rápidamente miró a Stefanus, ¡aquí la espada! Y bajo la manta estaba el cuchillo en su sitio. ¡Stefanus tenía que estar loco!

El devoto de Cristo no parecía entender nada, y Arnulf cerró los ojos cansado. De qué le servía la Ormstand cuando estaba vomitando. Intentó incorporarse, aquí no eran necesarias las cuerdas, el dolor lo mantenía encamado como al mismísimo Gléipnir. Mala suerte y desdicha, ¡Jofrid debió de cumplir su amenaza y lo había maldecido!

Stefanus le tapó los hombros con la manta y Arnulf no fue capaz de mirarlo de nuevo. Nunca se había sentido tan débil, ni siquiera aquel otoño en el que tuvo fiebre. El silencio de la noche amansó su agitada respiración y calmó su tormenta y su lucha, pero las olas balancearon de nuevo el cuerpo como si fueran plácidas, incluso el cansancio podía acabar con el dolor.

La cruz se le escapó de los dedos, y Stefanus comenzó a secar el suelo. ¿Fue la hija del señor quien lo liberó y quien le había salvado la vida? ¿Cómo se lo podría preguntar a un hombre que no hablaba una lengua inteligible? ¡Que Fénrir ampare a Veulf Hvalpeskind, pues ya no quedaba nada del lobo gigante!

***

Al amanecer se oyó una extraña canción, probablemente extraída de un sueño. Recordaba al tarareo de las mujeres, pero tenía unos acordes profundos, y los tonos alargados ascendían y descendían lentamente y con ligereza. La canción iba de boca en boca entre quienes la cantaban como plumas en el aire, y Arnulf alzó la vista. Estaba solo en la cabaña, y la gris luz matutina se colaba por la puerta entreabierta. Vislumbró un espacio abierto y una tapia, y los desafiantes cantos de los gallos se quejaban de las indolentes voces. Se llevó la palma de la mano a la frente y se forzó a espabilarse. ¡Venían a por él! ¡Los monjes lo habían mantenido con vida por la noche para esperar al día siguiente y, cuando saliera el sol, Stefanus haría los preparativos del sacrificio e iría a buscarlo! ¿No había hablado Stentor de rituales crueles y sangrientos?

Arnulf se pasó la mano por el rostro y sacó el cuchillo de debajo de la manta. Seguía teniendo el estómago revuelto y el dolor se agazapaba amenazante con los ojos entreabiertos. Sus miembros no parecían más fuertes que antes. Los puntos de la mano quemaban y la sutura estaba caliente e inflamada. ¡La muerte de Báldir había sucedido en un tris! Los músculos estaban tiesos e inservibles.

Afuera, Stefanus y sus correligionarios estaban cantándole al Cristo Blanco, pero sus voces eran más dóciles de lo que parecía, Arnulf bien lo sabía. La clemencia y la cobardía eran sus señas, pero estaban manchados de sangre, ¡y parecía que se la estaban bebiendo! Se quedó paralizado. Stentor tendría que estar aquí cumpliendo su juramento de matarlos, su arma encontraría una rica recompensa, y a Arnulf le vendría bien su apoyo, ¡maldita debilidad! Fingiría estar dormido cuando entrasen, así se defendería como pudiera, ¡quería morir matando!

La melodía proseguía ininterrumpidamente, como el sol naciente, y Arnulf la escuchaba. Se metía en la cabeza y en la respiración, pero era aburrida. ¿Creería Toke que se había ahogado? ¿Había visto el rencoroso acto de Leif o las olas se habían llevado la culpa de la desgracia? ¡Y el ojo! Arnulf emitió un gemido. ¡El hacha fue directa al ojo, sentía como si se le hubiera salido! ¿Tenía que vivir tuerto como Fjølnir, el de la aldea? Le hicieron un corte en una disputa y durante el verano se le atrofió, y desde entonces tuvo dificultades para golpear. La maldición de los ases, el hechizo de Jofrid, la vida se la iban a quitar en un sacrificio, ¿de qué serviría llorar por una mutilación?

Debajo de los vendajes seguía ardiendo, aunque la fiebre provocada por la herida se hizo esperar: ¡que el Hlidskialf se quiebre! ¡Qué cansado estaba! El simple hecho de agarrar el cuchillo exigía un gran esfuerzo, ¡toso por culpa del traidor de Leif! ¡Venganza, tenía que vengarse, perseguiría a Narizpartida hasta los confines del mar!

La canción cesó.

Stefanus no llevaba ni cuerdas ni cuchillo cuando entró por la puerta, solo un cuenco que echaba humo, y en su mente no había sed de sangre. Arnulf no respondió a su saludo, sino que soltó el mango del cuchillo, de cualquier modo no lo habría clavado con fuerza. Stefanus acercó un taburete al borde de la cama y le puso la mano en la frente. Al monje le alegró que no hubiera fiebre y señaló la cruz dorada y asintió. Luego levantó la vista y rezó algo con un texto distinto al anterior y dibujó una cruz en el aire sobre el cuenco. Olía a sopa, y el estómago, de pronto, se puso a pedir tras las vívidas ansias, pero Arnulf apartó la mirada cuando Stefanus levantó la cuchara. Ya era grave dejar que un extraño le diera de comer como a un niño de pecho, pero otra cosa distinta era ingerir alimentos recién exorcizados. Tendría que bastar con luchar contra la maldición de Jofrid, ¡el Cristo Blanco podía guardarse su malvado hechizo!

Stefanus hablaba incitándole y tomó la sopa a sorbos, y el hambre se acrecentaba con el dolor. Si el Cristo Blanco deseaba matarlo, el veneno no sería necesario; puesto que lo que había en la comida difícilmente podía debilitar más sus miembros. Ahora la voz de Stefanus tenía un tono de reproche, y Arnulf lo miró de nuevo. ¿No se comería Fénrir lo que le dieran? El preparado del cuenco tenía el vigor necesario para curar la herida, y ¿acaso le había costado algo a Helge tratar con un dios extranjero y que lo bautizasen en falso? Se tragó la humillación y dejó que Stefanus cogiera una cucharada, pero no hicieron falta muchas para que buscase el borde de la cama y vomitase haciendo que la paja se empapara. Su valor se había volatilizado, ¿cómo sanar si la comida salía más rápido de lo que entraba?

Stefanus no pareció sorprendido y dejó el cuenco en el suelo. Le dio agua a Arnulf y comenzó a aflojar la venda, y este tuvo que emplear toda su voluntad para aguantar su propio tacto. Sentía que tenía la cara asurcada, y tuvo que apoyar los pies contra el tope de la cama cuando se le descamó la piel. Quería llevarse la mano a la cadera, pero Stefanus le cogió por las muñecas y le dijo que no con la cabeza. En su lugar, Arnulf intentó abrir los ojos, temeroso por su vista, y, aunque le dolía y sentía vértigo, consiguió levantar el párpado lo suficiente para percibir un rayo de luz. Miró rápidamente a Stefanus, y el cristiano se señaló los ojos mientras daba explicaciones en su idioma. Arnulf respiró con ligereza. ¡Podía ver! ¡No estaba ciego, el párpado solo tenía una brecha! Lo notaba hinchado, pero la herida no sangraba, quizá Stefanus se la había cosido, al igual que la de la mano.

El monje lo ungió, y él se quejó, el sufrimiento le cercenaba la alegría de vivir, ¡ojalá el del hábito se fuera! ¡Que se alejara y lo dejara solo para volver a buscar refugio en el sueño y librarse del miedo y de la desdicha, de la desfiguración, de la mala suerte y de las maldiciones! Arnulf contuvo los gritos, unas manos fuertes hilaban su vida, ¡la callosa presa del destino sudaba y buscaba bronca con terquedad!

Miró con insistencia a Stefanus, que le puso un paño limpio en la herida.

—¿Cómo he llegado aquí?

Habló despacio y se señaló a sí mismo y a la cabaña, tenía la voz ronca por los gritos y el agua salada. Stefanus le enrolló la tela en la cabeza y respondió con la misma claridad en su extraña lengua mientras se señalaba, e hizo un movimiento como si estuviera levantando algo de la puerta y llevándolo a la cama.

—¿Fuiste tú? ¿Por qué?

El monje sonrió, señaló la cruz dorada y nombró al Cristo Blanco. De verdad creía que compartían sus creencias. Arnulf asintió despacio e intentó dibujar un barco en el aire.

—¿Y el barco? ¿Se fue? ¿Has visto un barco? ¿Toke? ¿Toke Øysteinsøn?

Stefanus negó con la cabeza e hizo gestos con las manos, como si se le escapase algo, y Arnulf respiró hondo. Estaba solo, los noruegos debían de estar convencidos de que se había ahogado o lo habían matado.

—¿Soy libre o estoy preso? ¿Qué me va a suceder?

Los gestos no bastaban, y Stefanus no parecía entenderlo, pero le presionó suavemente el hombro con la mano como señal de que se quedase tumbado donde estaba. Arnulf negó con la cabeza y enseguida se arrepintió de haberse movido.

—Estás equivocado, yo no venero al Cristo Blanco, Fénrir es mi dios.

El monje asintió con fervor con la palabra que reconoció, y Arnulf cerró el ojo. El hacha le había arrancado la voluntad, tenía que dar con una manera de librarse del monje, pero los pensamientos se retorcían entre sí mezclados con el dolor. Si no iba a morir, se echaría a dormir, ¡al menos no había perdido la nariz como Leif! Esa cicatriz dejaba señal; a pesar de todo, un golpe en la mejilla era una muestra de valentía. Helge había llevado sus estigmas igual que llevaba plata. Arnulf tenía que ser paciente, ¡tanto como el lobo gigante!

***

Arnulf durmió intranquilo la mayor parte del día. De vez en cuando lo despertaban sus propios gemidos, pero el cansancio era tan grande que le hacía volver a dormir y lo aliviaba. Stefanus le dio agua cuando estuvo despierto y le cambió la venda de la herida, aunque se sentó junto a la mesita y trabajó cuidadosamente en algo usando plumas de ganso blancas. Arnulf no pudo ver de qué se trataba y tampoco se preocupó por ello, sin embargo durante la noche pudo comer un poco sin quebrarse, y el descanso le había relajado los músculos. Eso alegró a Stefanus, que señaló la cruz y levantó las manos, y, aunque a Arnulf no le hacía gracia la cercanía de un dios extranjero en su lecho, se quedó aliviado por la mejora y por el hecho de que siguiera sin aparecer la fiebre.

También por la noche pudo dormir, pero al amanecer lo despertaron las canciones y los dolores, y como las peores fatigas parecían haber pasado, encontró remedio para sus males.

Stefanus estaba fuera, y Arnulf se apoyó en la mano y valoró si podía incorporarse. Fue capaz de levantar los brazos sin temblar, ya no estaba mareado y bajo la manta creció una dura nostalgia por Frejdis, no, ¡no iba a morir! Sonriente, eligió retrasar la huida un momento, pero no se quedó muy contento con esa decisión al ver al monje entrar en la cabaña y saludarlo. Arnulf disimuló la decepción y devolvió el saludo, y Stefanus se sentó en el borde de la cama mientras mascullaba. Le quitó la venda y pareció bastante satisfecho con lo que vio. Le untó el bálsamo bajo un aluvión de preguntas incomprensibles, pero, de pronto, el dedo se le quedó tieso sobre el borde del tarro y el monje escuchó con atención.

A través de la puerta cerrada se oyó un grito acalorado, seguido al momento por otras voces, y un grito de lamento provocó el ladrido de los perros y el cacareo de las gallinas. Una campana comenzó a repicar, y el ruido de pisadas corriendo y puertas cerrándose hizo que Stefanus se pusiera de pie pálido como un muerto. Arnulf miró la Ormstand, que estaba junto a la puerta, y agarró el mango del cuchillo mientras el pulso le palpitaba en la frente. ¡Lo mismo había venido Toke! Los noruegos se habían dado la vuelta, ¿quién si no iba a hacer gritar y correr a los medio calvos de ahí fuera como puercos escaldados? ¡Salve, Fénrir, no lo habían abandonado!

Cesó el repique de la campana y se quitó la cadena con la cruz dorada y la dejó en el heno para que no lo tomasen por amigo de los monjes. Mientras, Stefanus apoyó el bálsamo en el suelo; no parecía tener claro si debía correr o quedarse. Se oían más gritos, vigorosas voces imperativas, y Arnulf se incorporó con esfuerzo y se sentó agarrado con energía al borde de la cama. Para espanto del monje, la puerta se abrió y entró un hombre, y se quebró la esperanza de que Toke lo ayudara.

El intruso era joven y llevaba un hacha ensangrentada, tenía el cabello dorado y fino como la seda, y los brazos desnudos mostraban cicatrices como la envejecida piel de los verracos. El corto chaleco de cuero tenía marcas de lucha y en el cinturón llevaba un cuchillo y unas tijeras, además de dos cruces de plata con manchas de sangre. Se detuvo atónito con el pie en el escalón al ver a Arnulf, que lo miró desafiante y sacó el cuchillo de lobo. El hombre ya había matado, y más de una vez, y si creía que Arnulf era amigo de los monjes, ¡Helge y Rolf pronto tendrían un invitado!

Los ojos del vikingo brillaban, y Stefanus buscó refugio detrás de la mesa y comenzó a evocar conjuros con la cruz en la mano. Se oían los gritos despavoridos del exterior, y Stefanus se puso de rodillas con las lágrimas en los ojos y con el miedo a morir en el rostro. Sin dejar de mirar a Arnulf, el joven de pelo rubio fue hacia el monje y, con el mismo desprecio que si estuviera dándole una patada a un perro callejero, le puso el hacha en el cuello.

El cristiano cayó dando los últimos estertores con los miembros convulsos, y Arnulf no se inmutó ante la mirada brillante, pues el hacha se nutría de sangre débil. La mano que agarraba el cuchillo estaba palpitando, y la capa se empapó en un segundo. El vikingo avanzó lentamente hacia la cama como si quisiera poner a prueba la frialdad de Arnulf. A pesar de la actitud amenazante, el rostro no mostraba aversión, y a Arnulf le costó creer que fuera a correr la misma suerte que Stefanus. El extraño se puso el arma en el hombro, pero, sin avisar, dio un salto hacia delante con un golpe bien dirigido. Aunque le dolían los músculos, Arnulf se quedó inmóvil, tenso hasta el extremo. El hacha se detuvo a milímetros de su piel, y Arnulf, tembloroso, notó el gélido filo sobre la herida abierta.

El vikingo entrecerró los ojos y le dio tiempo para que contraatacara, pero Arnulf seguía impasible. La sangre de sus venas ardía en llamas, pero tuvo que contenerse para no actuar de manera impulsiva.

—¡Aparta el hacha de mi piel! Torsmand, no quiero que mi sangre se mezcle con la de un monje.

El extraño frunció el ceño, pero, justo después, se abrió paso el regocijo y soltó una sonrisa, bajó el arma y le secó a Arnulf una gota de sudor de la sien con la yema de un dedo. Arnulf soltó el cuchillo, y el vikingo guardó el hacha en el cinturón y dio un paso atrás.

—Soy Svend Cabello de Seda, guerrero de Jomsborg, hijo de Bue el Gordo y nieto de Vesete, señor de Bornholm. ¿Tú quién eres?

¡Por Odín! ¡Un vikingo de Jóm! Arnulf ocultó su confusión y consideró prudente volver a agarrar el cuchillo. Le inspiró un poema épico sobre las noches de invierno, relato de los más fuertes y grandiosos guerreros, y, con él, se ganaría el respeto y la veneración de Toke.

—Veulf.

—¿Veulf? ¿Sin más?

—¿La valía de un hombre depende de lo largo que sea su nombre?

Arnulf no tenía demasiadas ganas de poner su fama de fratricida proscrito frente al linaje de Svend, cuyos ojos azules grisáceos parpadearon rápido.

—No. ¡Mi nombre es más corto que el tuyo!

Echó un vistazo a la cabaña con curiosidad y se fijó en la Ormstand. Cogió la espada sin vergüenza alguna, la desenvainó y dio un golpe de prueba en el aire.

—¿Es tu espada? —Observó el filo y comprobó cuánto pesaba.

—Sí.

La Ormstand no se sentía bien en manos extrañas.

—Es buena. Me la podría llevar.

—Pues primero te la tendrías que pelear. Esa espada es la herencia de mi hermano.

Svend pareció encontrar divertida la observación y envainó la espada.

—¿Contigo? ¡Si quiero, serás mi esclavo!

—¡Solo si ganas!

Arnulf estaba listo para todo. Fuera habían cesado los gritos y el alboroto, y había comenzado la risa. El vikingo de Jóm sonrió.

—Estarás en deuda conmigo si me debes la espada y la valía de un esclavo. ¿Por qué estás aquí? ¿Quién te hirió?

Arnulf no se dejó ablandar mientras el guerrero tuviera su espada, un hombre desarmado era un pájaro sin alas, y le asqueó la facilidad con la que Svend había matado. ¡La bondad de Stefanus había sido mal recompensada!

—¡No estoy herido! Solo estoy aquí descansando mientras pienso en cómo avanzar desde aquí.

Svend levantó las cejas mientras le daba la Ormstand, y asintió y miró a Stefanus, que había seguido a su dios con lealtad.

—¿Y ese monje?

Arnulf cogió la empuñadura con suavidad y se acercó a él.

—No lo conozco. Iba de expedición en un barco de Noruega, pero me enemisté con uno de los integrantes. Luchamos, pero nos interrumpieron unos arqueros desde el bosque y nos echamos a la mar en la tormenta, y mi enemigo fue tan canalla como para tirarme al agua y dejar mi destino en manos del enemigo de la playa. —Escupió al suelo—. Me derribaron cuando llegué a tierra y me he despertado aquí.

Svend se pasó el dedo por el labio y asintió pensativo.

—Tienes algo por lo que vengarte, Veulf. ¿Era un barco grande? ¿Hacia dónde navegabais?

—Tveravn vale tanto como un señor. Íbamos hacia el sur.

—No he visto ningún barco digno de atención los últimos días, pero llegan muchos. Tus compañeros pueden estar en cualquier parte. ¿Te vieron nadando a tierra?

Arnulf miró con tristeza la puerta abierta. Toke podía perfectamente haberlo buscado por los ríos, pero Tveravn podía haberse hundido.

—Si Toke hubiera pensado que yo estaba vivo, me habría buscado, y por qué no me mataron en la playa, lo desconozco, porque el monje este solo hablaba una lengua extranjera. A mi modo de ver, estoy solo.

Svend Buesøn fue hacia el muerto y le quitó la cruz de plata del cuello, y Arnulf echó la manta a un lado y enfundó el cuchillo de lobo. Era agradable volver a coger la Ormstand, ya no había nada que temer. Si hubiera tenido la fuerza habitual, habría tenido valor para cruzar el país a pie y encontrarse con quien fuera necesario.

Svend enrolló la cadena de plata en el cinturón y pasó por encima de Stefanus.

—Creo que voy a pensar en ti como amigo más que como esclavo. ¿Puedes mantenerte en pie?

Le dio la mano a Arnulf, que levantó la vista. ¡Amigo de un vikingo de Jóm! ¿El mismísimo Valhala había caído en el Midgard? Diversas cicatrices, recientes y antiguas, surcaban el rostro de Svend, y los ojos irradiaban vida, como si hubiera escapado de la muerte tantas veces que ya no la consideraba peligrosa.

—¡La amistad es mucho más valiosa que la esclavitud, Buesøn! ¿Y por qué no iba a poder mantenerme en pie? No tengo los pies rotos.

Arnulf le cogió la mano y sacó las piernas de la cama, pero, cuando se levantó, se le cayó encima una madera, con tanta fuerza que la herida le hizo marearse. Perdió el equilibrio, gritó, cayó de rodillas y la Ormstand cayó al suelo.

—¡Tranquilo, muestra respeto por los golpes de tu enemigo! ¿Es tu primera herida?

Svend tiró de él y lo sentó en la cama, y Arnulf apretó la mano contra su frente mientras la cabaña le daba vueltas.

—¿Por qué crees eso?

—Tienes la piel lisa como un bebé, y ningún hombre en su sano juicio sale con tanta alegría de su lecho de enfermo. ¡Toma, bebe!

El vikingo había cogido la jarra de debajo de la cama. El agua le despejó la vista, y Arnulf se enfadó. Cualquiera puede ser inexperto, pero era vergonzoso hacerlo patente con tanta claridad.

—¡Svend, capullo!, ¿dónde estás! Sal y busca un cerdo para entretenerte, que aquí no hay mujeres.

El grito era áspero, y Svend se echó a reír.

—¡Mi padre! ¡No me deja tranquilo ni un momento para estar en el regazo de una mujer! Ven, apóyate en mí.

Puso el brazo de Arnulf en su hombro y lo ayudó a ponerse de pie, y Arnulf tuvo que inclinarse mucho para que la pierna no le volviera a fallar. ¡La cruz dorada! Miró de reojo hacia el tope de la cama. No podía olvidarse una joya de tal valía, a no ser que… ¿Quizás era más inteligente dejar el símbolo cristiano para estampárselo en las narices a los saqueadores? No le dejarían conservarla y quizá pensarían que era un monje. ¡Si Odín le hubiera dado en prenda un buen ojo para la sabiduría, una cruz de oro hubiera sido un precio justo para la vida y la libertad! Arnulf, con calor, hizo un esfuerzo, tambaleándose como si estuviera ebrio, y Svend cogió la Ormstand y lo ayudó a ponérsela en el cinturón. ¡Maldita sea, tenían que tirar de él como si fuese una anciana, que Tor castigase a los monjes por haber construido un escalón tan alto!

La creciente luz del día aún no deslumbraba, pero, aun así, se mezclaba con la penumbra de la cabaña, además del entorno desconocido y de la muchedumbre que había fuera se unían como llamas vacilantes. Arnulf sentía la cabeza del revés y mal colocada, y se detuvo después de unos pocos pasos y guiñó los ojos. Los compañeros de Svend Cabello de Seda estaban ocupados rapiñando y alrededor había monjes tirados en el suelo sangrando inmóviles. Los vikingos de Jóm eran orgullosos, iban bien armados y tenían violentas marcas de espadas en las partes que eran visibles. Algunos llevaban cotas y cascos llenos de rayones, otros se habían quitado las capas por el calor, y las hachas y las puntas de lanza tenían marcas de batalla, pero estaban recién pulidas.

La cabaña donde se había alojado Arnulf estaba al lado de unas edificaciones pequeñas, en la esquina de un espacio abierto rodeado de cuatro casas grandes e inusuales, algunas de las cuales parecían servir de establos. Estas construcciones no estaban adosadas, la tierra circundante parecía haber sido cultivada por parcelas, y las ovejas y las vacas trotaban, inquietas por el olor a sangre. Cruces doradas, cofrecillos, arcas y rollos de telas de colores brillantes se amontonaban en el suelo junto con cristalerías valiosas y enormes barriles, y en medio de la granja había un hombre poderoso y redondo con las piernas separadas y una mano sobre la capa. Tenía los rasgos duros y la cota puesta por encima del cinturón, que estaba cargado de armas, dos dedos por la mitad y le faltaba la oreja derecha.

—¡Ah, aquí estás! ¡Que Loki me dé por culo si no pensara que estabas con una mujer! ¿Y quién es el blandengue este que llevas a rastras? ¿No tiene piernas?

Bue el Gordo examinó con brusquedad a su hijo, pero Svend tiró impasible de Arnulf hasta el montón de bienes robados y lo dejó sentado en un cofre. ¡Blandengue! ¡Si el cuerpo no se tambaleara, la ira al menos le daría fuerzas para mantenerse de pie! El pulso palpitaba sobre la herida como un hacha hendida en la madera, y Arnulf agachó la cabeza y apretó los dientes. ¡Si los vikingos debían tenerle estima, no tenía que decir ni media palabra!

Algunos guerreros se acercaron curiosos, y Svend se agachó junto a Arnulf y le habló en voz baja.

—¿Te duele, Veulf? Que sepas que yo no soy capaz de sentir dolor y que estos hombres no conocen la derrota ni el cansancio.

Arnulf resoplaba con obstinación y miró hacia el vacío.

—No me duele, me mareé, ¡y un mareo nunca ha deshonrado a nadie!

Svend se rio y se dirigió a su padre con el hacha en la mano.

—El blandengue este es Veulf, mi compadre, lo acabo de pillar holgazaneando en la cama de un monje. Dadle una buena acogida, aunque temporalmente quizás esté un poco apagado porque se separó de sus compañeros de barco durante la tormenta y no lo recibieron de forma hospitalaria cuando llegó a tierra a nado.

Bue el Gordo bajó las cejas y escupió enfadado.

—¡Si este es tu compadre, el rey Svend es mi hermano pequeño! Por todos los ases y gigantes, ¿qué quieres hacer con él? ¡Se le tratará bien, si consigues un precio razonable para un esclavo, que le pasa que no se tiene en pie!

Arnulf tuvo que morderse la lengua para no decir nada, pero Svend no se dejó amedrentar.

—Quiero llevármelo a Jomsborg para comprobar para qué sirve. Tiene mirada lobezna, y así, si todo va bien, le enseñaré cómo muerde un gran guerrero.

A Arnulf se le aceleró la respiración. ¿A Jomsborg? ¡Ni siquiera Helge había picado tan alto!

Bue enrojeció amenazante, y muchos hombres se pusieron alrededor de él expectantes.

—Conoces la ley de Jomsborg tan bien como yo, no puedes llevarlo. Es demasiado joven y nunca podrá pasar las pruebas.

La risa de Svend brilló cuando levantó la mano.

—¡Bien conozco la ley, pero también sé que Sigvalde no cumple con ella con todo el celo que debería! Ni siquiera yo me quedaría fuera a causa de mi edad, y todos saben que Vagn solo tenía doce años cuando se le recibió. ¡Veulf vio ante sus ojos el golpe de la Snap y no se echó atrás!

—¡Un mozo con la sangre de Palnatoke en las venas sabe actuar como un hombre ya con doce años, y el que no retrocede ante tu hacha puede tanto ser valiente como estar cagado de miedo! Además, ¿dónde habías pensado poner a Veulf en el viaje de vuelta a casa? Cuando carguen todos estos bienes, el brocal estará más dentro que fuera del agua, ¡no cabe ni un alfiler!

—Pues lo amarro al mástil. Esa cara que pone asusta al enemigo igual que una cabeza de dragón.

Bue pateó el suelo, bufó y se giró hacia un anciano con la barba blanca.

—¡Dile tú algo, Bjørn, a ti suele hacerte caso! ¡Vagn! ¿Dónde está Vagn? ¡Vagn! ¡Vagn Ågesøn! ¡Ven aquí y haz que tu amigo entre en razón, si no, voy a convertirme en filicida, que Gúngnir me atraviese!

Un hombre enorme con las manos llenas de copas de plata rompió la fila. Parecía joven y se echó el oscuro pelo hacia los hombros, tenía pinta de valiente y de no tener miedo a la crueldad. Bue señaló y una lanza negra alcanzó a Arnulf cuando su mirada y la de Vagn se cruzaron. Era robusta, lo bastante dura como para detener el golpe de un hombre. Vagn conoció y, aparentemente, rechazó a su rival más rápido que cualquier arma que pudiera alcanzarlo, y, aunque Arnulf estaba mirando hacia atrás, se defendió tarde.

Vagn Ågesøn tiró las copas al suelo y miró a su alrededor. Todos parecían haber aceptado su parecer, excepto Svend, que persistió en su pretensión. El silencio provocó en Arnulf ganas de gritar. Vagn caminó lentamente alrededor del montón de mercancías, olfateando como un semental.

—No dejo a un compatriota en la estacada, joven o viejo, que necesite ayuda. ¿Quizás alguno de vosotros rechazaría una mano extendida en caso de necesidad? —Se giró hacia Arnulf, menos amenazante que antes—. Tú no pesas más que media tripa de Bue. ¿Quieres venirte a Dinamarca, Veulf? Vamos a recorrer todo el país, así que te podrás establecer donde mejor te convenga.

Bue el Gordo alzó la vista indignado, pero no puso objeción, y Arnulf se irguió y soportó esa mirada oscura. Para un proscrito, el ofrecimiento de Vagn era una ayuda más bienintencionada que insignificante.

—Considero un gran honor ir con vosotros a Dinamarca, Vagn Ågesøn, pero me gusta más la propuesta de Svend Cabello de Seda.

Vagn se asombró, pero Svend se dirigió a su padre riéndose.

—¡Ahí tienes que te decía la verdad respecto a Veulf, la sangre orgullosa no se deja persuadir ni asustar! ¿Acaso no es cierto, Vagn, que tú mismo rechazaste media Bretland1 a cambio de ser admitido en Jomsborg? Mi parte del saqueo de hoy es Veulf.

Vagn se encogió de hombros e insinuó una sonrisa.

—Me gané ambas cosas y no quiero interponerme en una aspiración sincera, pero has de saber, Veulf, que a la violencia de Jomsborg han llegado muchos guerreros, pero solo los mejores fueron considerados valiosos para quedarse. Ni Sigvalde ni los demás toleramos a los débiles.

Arnulf puso una mano sobre la Ormstand. Ya no le picaba el rasguño.

—Nadie de mi estirpe es ruin y la cobardía no es una costumbre nuestra, así que no caerá ninguna vergüenza sobre Svend por querer abrirme las puertas de Jomsborg.

—Entre nosotros, los actos valen más que las palabras, como recompensa, se celebra una promesa de muerte, así que calla y escucha, piel de doncella, ¡que nadie se harte de ti a destiempo!

La réplica de Vagn fue seca y las palabras quemaban, pero Bjørn pasó por delante de él y se situó justo delante de Arnulf. Aunque la barba blanca y la calva pelada revelaban su edad, no parecía más débil que los demás y observó minuciosamente la herida de Arnulf para después asentir.

—Esa herida está sanando bien, y eso no es usual, está bien cosida. ¿Quién la ha curado? Podemos usar a ese hombre.

Arnulf quiso responder, pero Svend se le adelantó.

—Eso lo tenías que haber dicho antes, Bjørn. El monje está muerto, lo maté yo.

Miró la brecha, sacó su arma sin avisar y saltó hacia Vagn y le dio un golpe contundente. La espada de Vagn se desenvainó con mucha rapidez y él rechazó el ataque con indiferencia y sin esfuerzo, apartó la espada y le dio a Svend con la parte plana de la hoja por encima del brazo. La piel enrojeció, pero Svend no pareció notarlo y ninguno de los que estaban alrededor pensó que el golpe fuera nada del otro mundo. Arnulf ocultó su asombro y Bjørn se rascó la cara fastidiado.

—Si el barco no estuviera lleno, deberíamos apresar a algunos cristianos expertos en heridas y llevárnoslos a casa. Tienen fama de quitarles la fiebre a los enfermos.

—¿Qué te crees que piensa Odín sobre debilitar su guardia de esa manera? Los que se lo han merecido mueren, y el resto mejor pensamos en llevar toda esta porquería a bordo.

Bue parecía impaciente y los hombres dejaron a Arnulf y, mientras charlaban, se fueron a seguir con la rapiña. Svend iba a hurtadillas detrás de Vagn e intentó probar suerte de nuevo, esta vez con la ayuda de un hacha, pero Vagn seguía siendo más rápido que él y le pagó la broma con un golpe en la espalda. Luego recogió sus copas de plata y Svend colocó las armas en su sitio y le tendió la mano a Arnulf.

—Estamos en la cala, detrás de la colina. La nave no es muy grande, pero tampoco somos muchos.

Hizo un gesto con la cabeza. Arnulf cogió la mano y se puso de pie, pero luego la soltó y comenzó a andar. Tenía las rodillas bastante débiles y el suelo era bastante accidentado, pero, aunque tuviera que ir a gatas, llegaría hasta el barco. Svend se echó el arca al hombro y acompañó a la comitiva. La desaprobación de Bue había desaparecido por completo cuando le dio un manotazo a su hijo al pasar por su lado.

—La próxima vez ataca a Vagn con una flecha partida. No la verá si te la guardas en la manga.

—Vagn ve mejor que Heimdal, mejor usaré un yunque; nunca se esperaría que le cayera tal cosa en la cabeza.

Svend ajustó el arca, se rio y se dirigió a Arnulf.

—Aún no he conseguido atraparlo, ni siquiera de noche, ¡pero tú, espera! Esa noche me escondí bajo la piel que usa para taparse, al menos conseguí que el filo le rozase el pelo.

Arnulf sonrió. Él no conocía a nadie que pudiera evitar un ataque de Svend, raudo como una serpiente.

—¿Y Vagn? ¿Él también te ataca a ti?

Pasó por el último ala del edificio, el viento olía a mar.

—Solo cuando considera que mi piel no tiene color. Somos parientes y compañeros de sangre, y eso conlleva unas obligaciones.

—¿Compañeros de sangre?

Svend pasó por encima de un monje muerto y caminó por el campo, que estaba cuesta arriba.

—Sí. Cuando se recibe a un hombre en Jomsborg, mezcla su sangre con aquellos que lo deseen y esa unión genera un vínculo más fuerte que la fraternidad tanto en las expediciones como en las batallas.

Arnulf se quedó dubitativo y Svend le tendió el brazo, pero Arnulf lo rechazó.

—¿Y qué grado de parentesco tenéis? Bue dijo que tiene la sangre de Palnatoke, pero su apellido es Ågesøn.2

—Palnatoke es el más grande vikingo que jamás haya alegrado a Odín, y fue él quien reunió a los guerreros daneses más fuertes e hizo construir Jomsborg y promulgó sus leyes. El rey Burislav le cedió tierras de sus dominios en el suroeste de Dinamarca a cambio de protección en tiempos de guerra. Era miedica para saquear y matar cuando Palnatoke llegó con su barco a la playa, pero alcanzaron un acuerdo y Burislav le dio la región de Jom para que construyera su fortaleza. El hijo de Palnatoke, Åge, tomó a su servicio a la hermana de mi padre y se convirtió en el padre de Vagn, y está claro para cualquiera que Vagn salió a su padre. Fue una gran pena para Palnatoke que lo matara él.

—¿Dónde murió?

La cuesta le quitaba el aire a Arnulf.

—Enfermó hace unos años y le entregó Jomsborg a Sigvalde, el hijo del señor Strud-Harald, ya que Vagn aún era demasiado joven y violento. Desde entonces ha sido difícil que se cumplan las leyes, pero Sigvalde es un gran guerrero, ingenioso y más sagaz que la mayoría de los hombres, y está casado con la hija del rey Burislav. La dama de Jomsborg no tiene pocas dolencias.

—¡Yo creía que no había mujeres en Jomsborg!

—Tampoco es que haya muchas, pero con un poco de amabilidad y plata siempre se puede hacer una visita a las hijas de los granjeros o, en caso de urgencia, a sus esclavas, y, además, durante las expediciones, un hombre resuelto encuentra él mismo lo que busca.

Svend se detuvo en lo alto de la colina y señaló, y Arnulf resistió a la tentación de sentarse. ¡Maldita sea, cuánto estaba sufriendo! Abajo, en una cala poco profunda, había un barco pintado de amarillo con la proa arrancada sobre la playa. No es que fuera vistoso, pero parecía estable y apto para navegar, y desde la colina Arnulf veía cómo los fardos y los sacos tomaban posición entre los barriles y las bancadas. Detrás de él estaba el claustro vacío a merced de los vikingos y Vagn había comenzado a prenderles fuego a las construcciones. Svend cambió el cofre de hombro, y Arnulf lo siguió sofocado entre la hierba alta y notó cómo sangraba la herida.

—¿Cuánto tiempo llevas en Jomsborg?

—Como hijo de Bue, muchos años, pero el año pasado superé las pruebas y ya soy uno más.

Arnulf se miró la mano. La herida no supuraba.

—¿Qué pruebas?

—¡Es difícil, ya que lo preguntas! —dijo Svend riendo—. Sale directamente del agujero que tienes en la cabeza, pero ten cuidado con las expectativas, esas pruebas son dignas de los ases.

—¿De qué tratan?

—¡De valentía, Veulf! Fuerza, resistencia, habilidad con las armas, negación del dolor e ingenio en la lucha, y, si además puedes componer un buen poema y vaciar el cuerno de cerveza de un trago, eso no te da más que honor.

Arnulf se quedó callado. ¿Quizá debería desembarcar en Dinamarca? Podía encontrar un barco que fuera hacia el norte, intentar volver a Haraldsfjord y esperar a Toke. ¡La muerte de Odín! Como si Jofrid quisiera tenerlo por ahí dando vueltas, qué iba a hacer en Noruega. Después de la expedición veraniega Toke no había pensado incorporarlo a la familia.

Los dolores volvieron a infiltrarse en la herida, eran peores que nunca, y el brillo del agua le estaba dejando ciego. Cuando las rodillas llegaron a la arena de la playa, notó que Svend lo agarraba por la capa.

—Arriba, piel de doncella, casi hemos llegado —dijo con la voz lejana—. Buscaré cerveza en cuanto estemos a bordo. ¿Sientes calor por llevar las heridas al descubierto?

Arnulf luchó furiosamente por ponerse de pie, enfadado por su nuevo apodo. Tuvo que apoyarse en el hombro libre de Svend hasta llegar al barco, donde el hijo de Bue tiró el cofre a la arena y miró hacia atrás.

—Siéntate antes de que te caigas y voy por cerveza.

En lo alto de la colina apareció el primer puñado de vikingos cargados con cosas y Arnulf se dejó caer sobre la tapa del arca mientras Svend saltó la regala y se puso a buscar entre los barriles. El humo ondeaba sobre la colina y el viento traía las risas y los gritos fervorosos. Arnulf reconoció la atronadora voz de Bue. Contó los hombres que venían andando y computó hasta cinco manos cuando Svend lo interrumpió con una jarra llena y unas bandas de laña. La bebida estaba fuerte y templada, y Arnulf recobró el ánimo y dejó que Svend le vendase la herida mientras los vikingos de Jom se reunían junto al barco y descargaban el botín que llevaban a la espalda. A Bjørn de Bretland le entró sed al ver la cerveza y buscó un barril, lo abrió y empezaron a correr las jarras. Arnulf pudo aguantar otra lágrima más. La cerveza corría bajo la piel y mantenía a raya el dolor. Le mejoró la vista, el sol ya no le punzaba los desgarrados párpados, Brindó con Svend, que había encontrado un vaso amarillo entre los artículos robados y se quedó observando el mar a través del contenido de color ámbar.

Bue pidió que subieran a bordo la mercancía, pero Vagn dio un salto en mitad del barco y manifestó que solo los anillos de oro podían estar en el botín amontonado. Eso irritó al Gordo.

—Pues vuelve a embalar y tira por la borda lo que menos valor tenga. No atacamos a los monjes para entretenernos.

—Ya lo hicimos dos veces ayer, hombre, y necesitamos sitio para Veulf.

Vagn le echó una mirada complaciente a Svend Cabello de Seda y Bue resopló.

—Haz lo que quieras, Vagn, ya ni siquiera podemos vender a Piel de Doncella, no tenemos sitio para la plata que nos darían a cambio.

Bjørn tomó asiento al lado de Arnulf con el saco que había cargado y opinó que, cuando Bue lo viera, quedaría menos.

—Pero con la comida sí podemos hacer algo para que no ocupe espacio y el peso sea el mismo.

Comenzó a repartirla y los hombres que no estaban peleándose con los fardos se tomaron un respiro para comer. Arnulf dio buena cuenta de los muslos de gallina que le dieron y observó a los vikingos sin vergüenza. Era inusualmente bello mirar a Vagn Ågesøn cuando comía, parecía peligroso, mordía la carne fría y estaba atento a todo. Svend había dejado el vaso y se peinó con un hueso tallado, y Bue bebió y parte se le quedó en la barba. Este hombre tenía una fuerza tremenda, la de un gigante, y unas armas más pesadas que las de Arnulf que nunca antes las había visto en el mercado de Gormsø.

Vagn royó el hueso y se lo lanzó a Svend, que lo atrapó y lo arrojó al mar.

—Creo que ahora deberíamos ir cerca de la playa y virar la proa hacia Jomsborg.

Vagn pasó la bolsa y sacó pan.

—Podemos coger un barco y navegar hacia el norte, pero Sigvalde lleva mucho esperando y necesito oír novedades.

Bue exteriorizó su oposición.

—Barcos ya tenemos bastantes en casa y llevo desde otoño sin ver a mi hermano, estoy con Vagn.

Miró a su alrededor y la mayoría asintió a modo de aprobación.

—¡Pues que Odín nos acompañe! Y si ves un barco aprovechable, Vagn, cógelo, que tus largas piernas no tengan la mala suerte de desafiar a mi barriga durante la vuelta a casa.

Un hombre dijo con un grito desde tierra que todo estaba listo y que el último hombre en subir a bordo tenía que contentarse con ir colgando del remo, y los vikingos que estaban sentados se pusieron de pie para salir a empujar la nave. Svend ayudó a Arnulf a subir a bordo, lanzó el arca por la regala y los hombres unieron sus fuerzas y echaron la embarcación al agua. Arnulf caminó con cuidado sobre sacos y fardos mientras tiraban de la escalerilla. Solo se veía el suelo en los huecos que había entre las bancadas, y en muchas zonas era tan escaso que solo cabían los pies de un hombre, por lo que tardaron una eternidad en sentarse todos.

En el suelo, a lo largo de la fogonadura, había lanzas y escudos amontonados listos para el uso. De igual modo, los cascos y las cotas de malla en filas daban cuenta de las intenciones y el poder.

Svend llevó a Arnulf al principio del barco y le pidió que se sentase entre dos bancadas con la espalda pegada a la borda, incluso se acomodó en la siguiente bancada al lado de Vagn. Bjørn y Bue se pusieron al lado de ellos y un hombre con la nariz torcida cogió el timón; izaron la vela, el viento sopló y la nave viró por la proa, mientras la quilla dibujaba una profunda grieta. La mercancía desechada se quedó en la playa entre cofres y barriles vacíos como penitencia por el daño que había sufrido la tierra y Vagn se puso a limpiar su arma, descontento por tener que estar rozándose con su pariente. A Svend no le hacía daño la aglomeración y volvió a reírse.

—Pues conservaremos mejor el calor si el tiempo cambia, y sigues siendo mejor padre que si estuviera en tu regazo.

Arnulf apoyó el codo en la bancada sin estar contento con el balanceo del mar. Aunque el viento solo era moderado, el barco se movía más que Tveravn bajo la tormenta y tanto la cabeza como el estómago se estaban volviendo en su contra.

—¡De todas las sangres derramadas, la de monje es la peor! —Vagn frotaba con desgana la sucia empuñadura de la espada—. Es grasa y viscosa, ¡que Nidhug los engulla! La próxima vez mejor aplasto a esas sabandijas con una piedra.

—Es asombroso que se aferren a la vida más que otros hombres. Están más asustados que un conejo para creer en ese dios al que veneran con tanta viveza. ¿Tengo razón, Veulf?

Svend, pensativo, se pasó el dedo por la arruga de una cicatriz del codo, pero Arnulf se hizo el remolón para no responder por la poca experiencia que tenía. Quizá la sangre de la gente del sur era mejor, ¿qué le importaba a él? La cerveza y el mar le adormecían el cuerpo, y el paseo por la colina le había quitado fuerza para varios días.

—¿De dónde eres, Veulf?

Bjørn se puso cómodo en la estrecha bancada y se le veía con ganas de hablar. Por el hocico de Fénrir, por qué el viejo no se ponía a charlar con Bue en vez de interrogarlo.

—Dinamarca.

—Sí, eso ya lo sé, pero de qué parte de Dinamarca —dijo riéndose—. ¿Con quién viajabas y cómo te separaste de ellos?

Arnulf fue objeto de miradas curiosas y Vagn levantó la vista de su espada.

—Me fui de mi aldea y me embarqué con el hijo de un cacique noruego que me ofreció participar en su expedición. Y me tiraron por la borda en medio de la tormenta. Fue a traición, uno de ellos que había intentado vencerme en duelo.

Las palabras fueron recibidas con escándalo y Bue negó con la cabeza.

—¡Lo dejas con vida demasiado tiempo! La clemencia solo se le da a quien la merece.

Svend sabía más, pero no dijo nada, y la mirada de Vagn se clavó en los dientes de Arnulf.

—Te fuiste con unos extraños y no quieres decirnos el nombre de tu aldea ni el de tu padre; y, además, no quieres bajarte en Dinamarca. Te llaman Veulf. ¿Quién?

Arnulf se resistió. ¡Malditos pensamientos confundidos! Estos hombres eran asesinos y quitarle la vida a un proscrito no contaría como asesinato.

—¡Yo, Vagn Ågesøn!

Svend se puso de pie y saltó sobre la fina regala. A pesar de las olas, tenía los pies bien puestos e hizo gestos retozones con los brazos.

—¡Venga, sagaz compañero de sangre, cuenta algo más de ti!

—¡Bájate ya! Si te caes al agua, el barco no dará la vuelta.

Bue se puso rojo, pero Svend dio unos pasos de baile y sacó el hacha.

—¿Por qué? Cuando luchamos proa contra proa, gana el hombre que mejor conoce su barco.

Vagn agarró el mango del hacha por si el hijo de Bue lo atacaba y lo atrajo hacia sí.

—Tienes razón, Svend.

Tiró a su compañero al suelo y se volvió a girar hacia Arnulf, esta vez con más amabilidad.

—Yo soy Vagn, hijo de Åge y nieto de Palnatoke de Fionia. Mi madre es hermana de Bue, así que tengo que lidiar con Svend, aunque está tan loco que es un irresponsable que no teme ni a Hel ni a Odín. Bjørn Barbablanca es señor de Bretland y fue hermanastro de la viuda de Palnatoke y, por tanto, ahora es mi padrastro. Le dio a Palnatoke la mitad de Bretland para que dispusiera de ella, una herencia que me correspondía tras su muerte, así que ahora controlamos el país y acabamos de pasar allí todo el invierno.

—¡Espera un poco, querido pariente! —Svend se sentó junto a Vagn apretujándolo—. ¡Se te ha olvidado contarle lo violento e ingobernable que eres cuando enumeras mis virtudes! Veulf, has de saber que a Åge le costaba tanto soportar a su hijo que tuvo que vivir por turnos entre su casa y la de su abuelo, el señor Vesete de Bornholm, cuando era niño. Con nueve años ya había matado a tres hombres y nadie aguantaba su crueldad y su comportamiento insolente, solo escuchaba a Bue. Con gran pena, le dieron un barco con una buena tripulación cuando cumplió doce y lo mandaron con Palnatoke, pero nadie de Jomsborg lo quería aceptar, mi padre el que menos.

Vagn se rio y le dio un puñetazo a Svend en el costado, y Bue y Bjørn se sonrieron. Arnulf tenía aún menos ganas que antes de revelar quién era, pero ocultó lo que pensaba. Un gato cazó un ratón al vuelo.

—Pero ¿navegáis juntos?

—Sí, sí —Svend tomó la palabra ansioso—. ¡Vagn no se dejó domar! Palnatoke le ofreció la mitad de Bretland si se volvía a Fionia, pero Vagn desafió a duelo a Sigurd, hermano de mi padre, para dejar que las armas decidieran si él y sus hombres merecían ingresar o no.

Ahora quien se rio fue Bue el Gordo.

—¿Lo recuerdas, Vagn? Aunque mi hermano es hijo de un señor, tú le decías que era una vieja con la misma hombría que una yegua si no quería aceptar tu desafío. Era casi envidia, así que Sigurd se vio obligado a reunir y a armar a su gente.

Todos los que estaban alrededor de Arnulf se rieron y Bjørn se dio una palmada en el muslo.

—Y cuando se fueron de la fortaleza, ¿qué se encontraron? ¡Piedras! Vagn y sus jóvenes compañeros abatieron a treinta hombres de Sigurd e hirieron a muchos más, pero entonces Palnatoke abrió el portón y dio la bienvenida a la hermandad. Desde entonces, Vagn ha sido dócil como un corderito, ¡así que no tengas miedo, Veulf! Tyr le puede meter la mano en la boca tranquilamente.

A Arnulf le costó creer esto último, pero sonrió y asintió levemente. Quizás habría estado mejor con los monjes, fueran cuales fueran sus intenciones. Un par de días más y habría tenido las fuerzas suficientes para liberarse a golpes. Era difícil comprender por qué Odín no ganaría en el Ragnarok si entre los einheriar luchaban los vikingos de Jom.

—Sobre Bue no hay mucho que contar —insistió Bjørn bromeando—. Solo que Sigurd y él son hijos del señor Vesete de Bornholm y que ambos lideran a muchos hombres en Jomsborg. Palnatoke tenía cuatro hombres de confianza y los otros dos son Torkel el Alto y Sigvalde, que ahora manda en la fortaleza.

—Creo que varios hombres del Hel tienen mucho que relatar sobre Bue, puesto que llevan más tiempo del que deberían a instancia de él, pero ya habéis asustado bastante al nuevo amigo de Svend. Está más pálido que un muerto.

Vagn torció el gesto y retomó la limpieza de su espada, y Arnulf se enderezó negando con la mano apoyada en la bancada.

—¡Nadie de aquí me ha asustado! Si siento algo, es orgullo de estar entre los hombres más valientes, y si parezco blanco, es porque estoy mareado de ver con un solo ojo tantos rostros fuertes.

Bjørn se encogió de hombros y escupió al agua.

—Pues échate a descansar mientras puedas, Veulf Piel de Doncella. Con la carga que llevamos, vamos a tentar a cada barco que nos encontremos desde aquí hasta Vindland, y nos gusta que nuestros huéspedes nos echen una mano cuando sea necesario. Incluso si solo ven por un ojo.

Arnulf asintió y cogió en silencio la piel que Svend le había dado. Como si fuera capaz de levantar la Ormstand. Si hubiera que luchar, un gatito lo tumbaría de un estornudo. Se puso de lado y se acurrucó en la piel. La fatiga impregnaba hasta la madera y ni siquiera las olas atrapaban su mirada. Por la bruma plateada de la pradera costera, Frejdis se balanceaba con su vestido verde oscuro con bordados de serpientes, luego se iba corriendo mientras las voces alrededor de Arnulf iban menguando y solo quedaron los profundos gruñidos de Fénrir bajo la sobrequilla.

***

—¿El monje no te dejaba dormir? ¡Roncas como si llevases días despierto!

Arnulf levantó la vista extraviado mientras un chasquido restallaba en su rostro. El cabello rubio de Svend estaba a su alcance de lo mucho que se había agachado y los ojos azules grisáceo lo miraban fijamente.

—Los demás ya hemos comido, pero Bjørn ha insistido en guardarte un poco para que se te animen las fuerzas. ¿Vienes, Piel de Doncella? Mi padre siempre puede limpiar un muslo más.

Arnulf se incorporó y agarró la mano que le tendió. Piel de Doncella. ¡Era difícil acostumbrarse a ese mote! Svend esperó un momento antes de tirar de Arnulf para ponerlo de pie. Se oyó un ruido, y Arnulf tuvo que detenerse antes de ir detrás de Svend por el suelo vacío, le pesaba el cuerpo y caminaba con torpeza.

En la playa ya habían puesto las tiendas de campaña y encendido una gran hoguera. El humo se elevaba en el aire y echaba vaho sobre el agua, y alguien abrió el tapón de un barril de cerveza. Los vikingos de Jom estaban sentados junto al fuego con las jarras en el regazo mientras un hombre cantaba y el olor a asado hizo que Arnulf se diera cuenta de que hacía mucho que no comía. Con la cabeza aturdida, se acercó con Svend y se sentó tras el círculo de hombres que rodeaba la hoguera. La noche era tibia y el mar, calmado bajo el cielo dorado. Svend le dio asado y una jarra, y Arnulf se colocó la Ormstand y saludó a Cabello de Seda por encima de la jarra de cerveza. El mar transmitía mucha paz. Sosegado de manera traicionera, pronto vendría el momento de Freya.

La canción cesó y recibió ovaciones, y Vagn se levantó y comenzó a relatar. El fuego nocturno le ardía en los oscuros ojos y la luz lanzaba brillos de bronce sobre la piel.

—¿Fue un buen hermano el que te dio la espada?

Svend hablaba en voz baja para no interrumpir el relato de Vagn. El jugo del asado se escurría.

—Era el mejor. —Arnulf se tragó el bocado a medio masticar y perdió la calma—. No me dio la espada, la cogí yo después de su muerte porque mi otro hermano…

Svend asintió insistente, pero Arnulf apartó la mirada y puso la carne en el suelo. El hambre ya no era tan grave.

—Siempre he querido tener hermanos. Eres rico. Uno es mejor que ninguno.

La cerveza mitigó la sed, pero no el calor, que se reavivó.

—No tengo hermanos. Los mataron a los dos.

—¡Tienes motivos para vengarte, Veulf!

Svend se rascó la cara, pero Arnulf negó con la cabeza y los ojos le hicieron chiribitas. Por Idun, ¿cuánto tiempo tenía que soportar ese dolor?

—No todo se puede vengar, hijo de Bue.

—¿Por qué no? ¿Los ha matado Svend Haraldsøn?

—¿El rey? ¡No! —Arnulf extendió la mano en la que llevaba el anillo—. Él le dio el anillo a Helge como pago por ser su escaldo.

—¿A Helge? ¿El de la espada?

En el rostro de Svend se dibujó una fugaz sonrisa como si se le hubiera ocurrido un comentario mordaz, pero se lo calló.

—La Ormstand es un buen nombre. Yo llamo Snap a mi hacha.

Le dio una palmada en la afilada cabeza. Tenía unos bellos ornamentos de plata, era tan espléndida como mortal.

—El que no tiene hermanos tampoco los pierde. Tú tienes a Vagn.

—Sí —dijo Svend riéndose—, ¡a ese no lo pierdo porque moriré antes!

Sacó el peine de hueso del cinturón y comenzó a acicalarse. Arnulf le dio un mordisco a la carne sin ganas, el hambre debilitaba al más fuerte. Vagn se puso a declamar, era un verso mordaz que profirió con gran ritmo, y sus seguidores escuchaban entregados.

—A mi modo de ver, ¡eres difícil de matar, Svend Cabello de Seda!

Svend se encogió de hombros.

—Todos morimos, Veulf, no es una opción y para los hijos de Jomsborg es una condición, y como lo sabemos, podemos luchar sin miedo.

—¿Por eso vivís sin familias?

—Sí.

El cabello de Svend brillaba como el oro.

—Demasiadas mujeres se quedan sin marido y les resulta difícil conseguir que nazcan niños. Además, durante la lucha, las preocupaciones de las mujeres han matado a más guerreros de los que me gustaría recordar.

—¿Qué quieres decir?

La jarra estaba vacía, Svend sonrió burlón.

—Les susurran a sus maridos sus presagios y las pesadillas que han tenido, y les piden que tengan cuidado en la siguiente lucha, pero ¿sabes qué, Arnulf? Ningún hombre está en peor posición que si tiene que proteger su propia piel detrás de la lanza. Lo herirán justo ese día, tan seguro como que Miólnir siempre vuelve. El amor de una mujer molesta más que la abeja que picó a Brokk.

Arnulf se sacó con cuidado una hebra de los dientes. ¡Si Svend hubiera conocido a Frejdis, opinaría otra cosa! Solo el pensar el ella le infundió una valentía renovada, algo por lo que luchar.

—Pero Bue debió de haber tenido una mujer, porque has nacido.

Svend pasó el peine por los cabellos enredados.

—Murió poco después de que yo naciera. Viví en Bornholm con mi abuelo, Vesete, después de que mi padre se fuera a Jomsborg. Cuando tenía ocho veranos, vino a buscarme. En la fortaleza, ningún hombre podía tener menos de ocho años o más de cincuenta, pero yo no era un hombre y Palnatoke me tenía estima.

Alejó la mirada y bajó el peine hasta el regazo.

—¿Te dejó quedarte?

—Sí, crecí allí. He conocido a muchos hombres grandes y he visto a muchos nuevos ocupar sus lugares. Todos me tenían cariño. Iba a por cerveza, cuidaba los caballos, limpiaba las armas. ¡Ningún niño ha tenido más padres que yo! —El hijo de Bue sonrió con rudeza—. Cuando tenía quince, intenté pasar las pruebas, y otra vez a los dieciséis. El año pasado lo conseguí. Sigvalde, como última prueba, exigió que me enfrentase a Vagn.

Le quitó los pelos al peine y lo guardó en el portamonedas. Arnulf levantó las cejas.

—¡Pero si nunca has podido ni tocarlo!

—No. Me hizo cuatro heridas antes de que Sigvalde interrumpiera la pelea.

—¡Tu propio pariente!

A Arnulf se le escapó un bufido de incredulidad y Svend negó con la cabeza.

—Aquel día él era el guardián de las leyes, no lo hizo para hacerme daño.

Arnulf miró hacia el mar. Los guardianes de Jomsborg. ¡Él había matado a Rolf por golpearlo con el cinturón! ¿Qué tenían esos hombres que causaban heridas y muertes porque sí y cuya fama hacía que los mismísimos reyes temblasen?

El horizonte oscureció y las primeras estrellas desafiaron a la luz. Vagn ya no estaba declamando, pero rodeó la hoguera despacio con las manos levantadas.

—Háblame de las leyes.

—¿Las leyes? —Svend se puso las manos sobre las rodillas—. Las estipularon para fortalecer la virilidad y la unión, y para hacer inquebrantable la hermandad. Palnatoke era tan fuerte como inteligente. Desde entonces, ningún ejército ha sido más temido que el nuestro. —La voz era más grave debido al orgullo—. La amistad o el parentesco no deben influir en nadie que haya sido aceptado en Jomsborg. Cuando un hombre pertenece a un grupo, tiene que vengar a cada uno de sus compañeros como si fueran sus hermanos. Todos han de vivir en paz y no sembrar discordia, y si aun así hay enemistades, Sigvalde liquida la disputa. Ningún hombre debe huir ante un adversario de igual capacidad o mostrar miedo y preocupación, por muy descorazonadoras que sean las circunstancias. Y las novedades se entregan primero a Sigvalde, igual que el botín. Además, nadie puede ausentarse más de tres días sin su aprobación, y quien no cumple estos mandatos es expulsado de inmediato.