Viaje al centro de la tierra - Julio Verne - E-Book

Viaje al centro de la tierra E-Book

Julio Verne

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Beschreibung

El desciframiento de una inscripción escrita por un alquimista islandés del siglo XVI, Arne saknussemm, le revela al profesor de minerología Otto Lidenbrock el camino para llegar al centro de la Tierra. En compañía de su sobrino Axel y del guía hans, decide emprender una fascinante expedición que, a través del cráter y la chimenea de un volcán extinguido, les ha de conducir a las entrañas de la Tierra.

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Título original: Voyage au centre de la Terre. Un drame au Mexique. Dix heures en chase

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: OEBO575

ISBN: 9788427206922

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

XLV

UN DRAMA EN MÉXICO

I DE LA ISLA DE GUAJÁN A ACAPULCO

II DE ACAPULCO A PIGUALÁN

III DE PIGULÁN A YASCO

IV DE TASCO A CUERNAVACA

V DE CUERNAVACA A POPOCATÉPETL

DIEZ HORAS DE CAZA

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

NOTAS

VIAJE AL CENTRO

DE LA TIERRA

I

Un domingo, el 24 de mayo de 1863, mi tío, el profesor Lidenbrock, volvió precipitadamente a su modesta casa, número 19, de Königstrasse, una de las calles más viejas del antiguo distrito de Hamburgo.

La buena Marta creyó sin duda que aquel día se había retrasado mucho en sus funciones culinarias, pues apenas empezaba a hervir el puchero en el hornillo.

—Bueno —dije yo para mi capote—, si mi tío, que es el más importante de los hombres, llega con hambre, armará una tremolina.

—¿Ha venido ya el señor Lidenbrock? —exclamó la pobre Marta azorada, entreabriendo la puerta del comedor.

—Sí, Marta; pero la comida no falta a su deber no estando aún cocida, pues no son las dos. La media acaba de dar en este momento en San Miguel.

—¿Cómo, pues, ha vuelto ya el señor Lidenbrock?

—Él nos lo dirá, si quiere.

—¡Ahí está! Yo me escurro, señorito Axel, vos le haréis entrar en razón...

Y la buena Marta se metió en su laboratorio culinario.

Me quedé solo. Pero eso de hacer entrar en razón, como quería Marta, al más irascible de los profesores, era imposible para un carácter tan irresoluto como el mío.

Iba a retirarme prudentemente al cuartucho que se me había destinado en el último piso, cuando oí rechinar la puerta de la calle y crujir la escalera de madera bajo la presión de unos pies que debían de ser enormes. En seguida, el dueño de la casa, atravesando el comedor, se metió en su despacho.

Al pasar rápidamente, había dejado en un rincón su bastón de pesado puño, y en la mesa su ancho sombrero cepillado a contrapelo, y me dijo con voz sonora:

— ¡Axel, sígueme!

No había tenido aún tiempo de moverme, y ya el profesor me reconvenía por mi demora con acento de impaciencia frenética.

—¿Aún no estás aquí?

Corrí al despacho de mi terrible maestro.

Otto Lidenbrock no era un hombre malo, convengo en ello; pero como antes de morir no cambie mucho, lo que me parece improbable, morirá siendo el más terrible y original de todos los hombres.

Era profesor del Johannaeum, donde daba lecciones de mineralogía, encolerizándose una o dos veces en cada una de ellas. Y no se crea que le preocupase el deseo de tener discípulos aplicados, ni que diese importancia al grado de atención con que le escuchaban, ni que se cuidaba de la ciencia que les imbuía. Enseñaba subjetivamente, según la expresión de la filosofía alemana; enseñaba para él y no para sus discípulos. Era un sabio egoísta, un pozo de ciencia cuya garrucha rechinaba cuando de él se quería sacar algo; en una palabra, era un avaro.

En Alemania son bastante comunes los profesores de este género.

Mi tío, desgraciadamente, no estaba dotado de una gran facilidad de pronunciación, al menos cuando hablaba en público, lo que en un orador es un defecto lamentable. En sus demostraciones en el Johannaeum balbuceaba con frecuencia: luchaba contra una palabra recalcitrante que no quería deslizarse entre sus labios, contra una de esas palabras que se resisten, se hinchan y acaban por salir bajo la forma poco científica de una blasfemia. De aquí su cólera.

Y sabido es que en mineralogía hay denominaciones semigriegas y semilatinas difíciles de pronunciar, nombres rudos que desollarían los labios de un poeta. Estoy muy lejos de hablar mal de esta ciencia. Pero delante de las cristalizaciones romboédricas, de las resinas retinasfaltas, de las gelenitas, de las fangasitas, de los molibdatos de plomo, de los tungstatos de manganeso o alabandina y de los titoniatos de circona, permitido está a la lengua más suelta equivocarse y tropezar.

En la ciudad era conocido el disculpable achaque de mi tío, del cual se prevalían algunos malintencionados para divertirse a su costa en los pasajes peligrosos, lo que le sacaba de sus casillas, y su mismo furor aumentaba las risas, lo que es de muy mal gusto, hasta en Alemania. Y si bien había siempre una afluencia muy considerable de oyentes en la escuela de Lidenbrock, ¡cuántos asistían asiduamente a ella sin más objeto que el de burlarse de los arrebatos de cólera del profesor!

Como quiera que sea, no me cansaré de repetir que mi tío era un verdadero sabio. Aunque rompía algunos ejemplares mineralógicos por no tratarlos en sus ensayos con bastante delicadeza y mimo, unía al genio del geólogo el discernimiento del mineralogista. Con su martillo, su punzón, su aguja imantada, su soplete y su frasco de ácido nítrico se sentía muy fuerte. Por su manera de romperse, por su aspecto, por su dureza, por su fusibilidad, por su sonido, por su olor, por su sabor, clasificaba sin vacilar un mineral cualquiera entre las seiscientas especies que cuenta la ciencia actualmente.

Así, pues, el nombre de Lidenbrock gozaba de celebridad en los gimnasios y asociaciones nacionales. Los señores Humphry Davy, de Hunboldt, los capitanes Franklin y Sabine, al pasar por Hamburgo, no dejaban de hacerle una visita. Becquerel, Ebelmen, Brewster, Dumas, Milne-Edwards, Sainte-Claire-Deville, tenían gusto en consultarle acerca de las cuestiones químicas más palpitantes. La química le debió en realidad algunos buenos descubrimientos, y en 1853 apareció en Leipzig un Tratado de cristalografía trascendental en papel de marca mayor con láminas, que no llegó sin embargo a cubrir los gastos de impresión.

Añádase a lo dicho que mi tío era conservador de un museo mineralógico, perteneciente a Struve, embajador de Rusia, cuya preciosa colección era famosa entre todos los sabios de Europa.

Tal era el personaje que me llamaba con tanta impaciencia. Figuraos un hombre alto, flaco, con una constitución de hierro, una salud a toda prueba, y un rubio juvenil, que parecía quitarle diez años a los cincuenta de que no bajaba. Sus grandes ojos giraban incesantemente detrás de unas antiparras considerables, y su nariz larga y estrecha se asemejaba a una hoja afilada. Los que se divertían a sus expensas aseguraban que la tal nariz estaba imantada y atraía las limaduras de hierro. ¡Pura calumnia! Lo que atraía su nariz era rapé en abundancia para no faltar a la verdad.

Cuando haya añadido a todo lo dicho que cada zancada que daba mi tío pasaba matemáticamente de media toesa, y que al andar tenía los puños sólidamente cerrados, lo que indica un carácter impetuoso, se le conocerá lo suficiente para que nadie desee estar en su compañía.

Vivía en una casita de Königstrasse, en cuya construcción entraban por partes iguales la madera y los ladrillos, y tenía vistas a uno de esos canales tortuosos que se cruzan en medio del más antiguo cuartel de Hamburgo, respetado felizmente por el incendio de 1842.

Verdad es que la casa, que era ya vieja, estaba un poco torcida y amenazaba con su vientre a los transeúntes, llevando su techo algo caído hacia un lado como el casquete de un estudiante de Tugendbund. Algo dejaba que desear el aplomo de sus líneas, pero se mantenía firme por la intervención de un olmo secular en que se apoyaba la fachada, el cual al llegar la primavera se cubría de botones que se veían al trasluz de los vidrios de las ventanas.

Para lo que suele tener un profesor alemán, mi tío era bastante rico. La casa le pertenecía toda, continente y contenido. El contenido consistía principalmente en su ahijada Graüben, joven virlandesa de dieciocho años, Marta y yo. En doble calidad de sobrino y huérfano, pasé a ser su ayudante preparador en sus experimentos.

Confieso que excitaron mi entusiasmo las ciencias geológicas. Circulaba por mis venas sangre de mineralogista, y no me aburrí nunca en compañía de mis preciosos pedruscos.

En resumen, se podía vivir felizmente en la modesta casita de Königstrasse, no obstante el carácter impaciente de su propietario. No por tener éste maneras algo brutales dejaba de profesarme particular afecto. Pero era un hombre que no sabía aguardar, y apremiaba hasta a la Naturaleza.

En abril, cuando en las macetas de porcelana de su salón empezaba a brotar la reseda o el volubilis, todas las mañanas, sin faltar una, estiraba sus hojas para acelerar su crecimiento.

Con un ente tan original no me estaba permitida más que la obediencia. Entré, pues, corriendo en su despacho.

Otto Lidenbrock era el más original de los hombres.

II

El despacho era, propiamente hablando, un gabinete de mineralogía, un verdadero museo. En él se hallaban rotulados con el mayor orden, siguiendo las tres grandes divisiones de los minerales inflamables, metálicos y litoideos, ejemplares de todas las especies del reino mineral.

¡Cuán familiarmente los conocía yo todos! ¡Cuántas veces, en lugar de estar retozando con los muchachos de mi edad, me había entretenido quitando el polvo a aquellos grafitos, antracitas, hullas, lignitos y turbas! ¡Y los betunes, las resinas, las sales orgánicas que eran menester preservar hasta del menor átomo! ¡Y aquellos metales, desde el hierro hasta el oro, cuyo valor relativo desaparecía delante de la igualdad absoluta establecida en el reino de la ciencia! ¡Y todas aquellas piedras que hubieran bastado para reedificar la casita de Königstrasse, con una habitación más para mí, detalle que me hubiese venido a pedir de boca!

Pero al entrar en el despacho de mi tío, de lo que menos me acordaba yo era de aquellas maravillas. Mi tío absorbía todo mi pensamiento. Estaba como sepultado en su sillón con asiento y respaldo de terciopelo de Utrecht, teniendo en las manos un libro que contemplaba con la admiración más profunda.

—¡Qué libro! ¡Qué libro! —exclamaba.

Esta aclamación me recordó que mi tío Lidenbrock en sus ratos de ocio tenía sus pespuntes de bibliómano; pero ningún libro tenía valor para él si no era un ejemplar imposible de encontrar, o al menos imposible de leer.

—¿No lo ves? —me dijo—. ¿No lo ves? Es un tesoro inestimable con que he tropezado esta mañana huroneando por la tienda del judío Hevelius.

—¡Magnífico! —respondí yo con un entusiasmo parecido al que se llama de real orden.

En efecto, ¿a qué meter tanta bulla por un viejo volumen en cuarto, cuyo lomo y cubiertas me parecieron de un mal becerro y de cuyas hojas amarillentas colgaban cintas descoloridas?

Sin embargo, las interjecciones admirativas del profesor se iban sucediendo.

—Vamos —decía, preguntándose y respondiéndose a sí mismo—. ¿No es un soberbio libro? ¡Sí, es admirable! ¡Y qué encuadernación! ¿Se abre con facilidad este libro? ¡Sí, y queda abierto en cualquier página! ¿Pero se cierra bien? Sí, porque las cubiertas y las hojas forman un todo bien unido, sin separarse ni entreabrirse por ninguna parte. ¡Y este lomo que se mantiene ileso después de setecientos años de existencia! ¡Ah! ¡He aquí una encuadernación capaz de envanecer a Bozerian, a Closs y al mismo Purgold!

Y mi tío, al hablar así, abría y cerraba sucesivamente el rancio libraco, acerca de cuyo contenido creía deberle interrogar, aunque no me interesase maldita la cosa.

—¿Y cuál es el título de tan maravilloso volumen? —pregunté con un ardor demasiado entusiasta para no ser fingido.

—¡Esta obra —respondió mi tío, animándose— es el Heims Kringla, de Snorre Turleson, el famoso autor islandés del siglo XII! ¡Es la crónica de los príncipes noruegos que reinaron en Islandia!

—¿De veras? —exclamé yo, afectando el mayor asombro—. ¿Es, sin duda, una traducción en lengua alemana?

—¡Traducción has dicho! —respondió el profesor como escandalizado—. ¿Qué haría yo con tu traducción? ¡Para traducciones estamos! ¡Ésta es la obra original en lengua islandesa, magnífico idioma, tan rico como sencillo, que autoriza las más variadas combinaciones gramaticales y las más numerosas modificaciones de vocablos!

—Como el alemán —indiqué yo con bastante acierto.

—Sí —respondió mi tío, encogiéndose de hombros—, sin contar con que la lengua islandesa admite los tres géneros, como el griego, y declina, como el latín, los nombres propios.

—¡Ah! —exclamé yo con la curiosidad algo excitada, no obstante mi indiferencia—. ¿Y los caracteres son buenos?

—¡Caracteres! ¿Quién habla de caracteres, desgraciado Axel? ¡De caracteres se trata ahora! ¿Sin duda tomas este libro por un impreso? ¡Es un manuscrito, ignorante, y un manuscrito rúnico...!

—¿Rúnico?

—Sí, rúnico. ¿Querrás también que te explique esa palabra?

—No lo necesito —repliqué con el acento de un hombre herido en su amor propio.

Pero mi tío se empeñó en enseñarme, a pesar mío, cosas que nada me importaba saber.

—Los runos —repuso— eran caracteres de escritura usados en otro tiempo en Islandia, y según la tradición, fueron inventados por el mismo Odin. ¿Pero qué haces, impío, que no miras y admiras esos tipos que han salido de la imaginación de un dios?

No sabiendo qué replicar, iba a prosternarme, género de respuesta que debe agradar a los dioses como a los reyes, porque tiene la ventaja de no ponerles en apuro para replicar, cuando vino un incidente a dar a la conversación otro giro.

Apareció un pergamino mugriento que se deslizó del rancio libraco y cayó al suelo.

Fácilmente se comprende la avidez con que mi tío lo cogió, no pudiendo dejar de tener para él un gran valor un documento antiguo, encerrado quizá desde tiempo inmemorial en un libro viejo.

—¿Qué es esto? —exclamó.

Y, al mismo tiempo, desplegaba cuidadosamente sobre su mesa un trozo de pergamino que tendría cinco pulgadas de largo y cuatro de ancho, en que se extendían, formando líneas transversales, caracteres mágicos.

He aquí su facsímil exacto. Debo dar a conocer tan extravagantes signos, porque ellos son los que impulsaron al profesor Lidenbrock a emprender con su sobrino la más extraña expedición del siglo XIX.

Después de examinar un breve rato aquella serie de caracteres, el profesor, quitándose los anteojos, dijo:

—Es rúnico. Estos tipos son absolutamente idénticos a los del manuscrito de Snorre Turleson. Pero ¿qué significan?

Como el rúnico me parecía una invención de los sabios para embaucar a los pobres legos, no sentí que mi tío no lo comprendiese. Así me pareció, al menos, al notar el movimiento de sus dedos que empezaban a agitarse violentamente.

—Sin embargo, es antiguo islandés —murmuró entre dientes.

Y el profesor Lidenbrock debía conocerlo, porque si bien no hablaba correctamente las dos mil lenguas y los cuatro mil idiomas usados en la superficie del Globo, poseía de ellos una gran parte, y pasaba con razón por un verdadero políglota.

Al tropezar con la dificultad de descifrar el facsímil, iba ya a echar a rodar los bolos con toda la impetuosidad de su carácter, y yo preveía una escena violenta, cuando dieron las dos en el reloj de la chimenea.

Entonces, Marta abrió la puerta del gabinete diciendo:

—La sopa está en la mesa.

—¡Váyase al diablo la sopa —exclamó mi tío—, y quien la haya hecho, y los que la coman!

Marta echó a correr. Yo la seguí a escape, y sin saber cómo, me encontré en el comedor sentado en mi sitio de costumbre.

Aguardé algunos instantes, sin que el profesor acudiera. Era aquélla la primera vez, que yo sepa, que faltaba a la solemnidad de la comida. ¡Y qué comida, que sólo el pensar en ella le hace a cualquiera chuparse los dedos de gusto! Una sopa de hierbas, una tortilla de jamón con acederas y nuez moscada, una lonja de ternera con compota de ciruelas, y para postre langostinos en dulce, todo con el acompañamiento de un excelente vino del Mosela.

He aquí la comida que por un papelucho se perdió mi tío. Yo, en mi calidad de buen sobrino, me creí en el deber de comer por él al mismo tiempo que por mí, y lo hice concienzudamente.

—¡Cosa rara! —decía la buena Marta—. ¡Es la primera vez en mi vida que no veo a mi amo sentado a la mesa!

—En efecto, no se comprende.

—¡Algo grave presagio! —añadió la anciana criada meneando la cabeza.

Yo no presagiaba nada más que el escándalo que armaría mi tío al ver que le había dejado sin comida.

Comiendo estaba el último langostino, cuando una voz atronadora me arrancó de las voluptuosidades de los postres.

Pasé de un salto del comedor al gabinete.

III

—Evidentemente es rúnico —decía el profesor frunciendo el entrecejo—, pero hay aquí un secreto que he de descubrir, y si no...

Un gesto avinagrado terminó su pensamiento.

—Ponte ahí —añadió, señalándome la mesa con el puño— y escribe.

Me coloqué donde me decía.

—Ahora voy a dictarte, una tras otra, cada una de las letras de nuestro alfabeto, que corresponde a cada uno de estos caracteres islandeses. Veremos lo que resulta. ¡Pero cuidado con equivocarte!

Empezamos, él a dictar y yo a escribir. Cada letra que se escribía se pronunciaba en voz alta, y todas juntas formaban la siguiente incomprensible sucesión de palabras:

m.rnlls esreuel seecJde sgtssmf unteief niedrke kt,samn atrateS Saodrrn emtnael nuaect rrilSa Atvaar .nscrc ieaabs ccdrmi eeutul frantu dt,iac oseibo KediiY

Terminada esta operación, mi tío cogió con displicencia la hoja que acababa de escribir y la examinó durante largo rato con la mayor atención.

—¿Qué quiere decir esto? —repetía maquinalmente.

En verdad que yo no podía decírselo. Ni él tampoco pensó en preguntármelo, y siguió hablando consigo mismo:

—Es —decía— lo que nosotros llamamos un criptograma, cuyo sentido se halla oculto bajo letras tergiversadas expresamente, las cuales debidamente dispuestas formarán una frase inteligible. ¡Y pensar que hay quizás aquí la explicación o la indicación de un gran descubrimiento!

En mi opinión, no había nada, pero oculté mi opinión con prudencia.

El profesor tomó entonces el libro y el pergamino, y comparó uno con otro.

—No están los dos escritos por la misma mano —dijo—; el criptograma es posterior al libro, y tengo de ello una prueba irrefutable. La primera letra del criptograma es una doble M, que se buscaría en vano en el libro de Turleson, porque no se introdujo en el alfabeto islandés hasta el siglo XIV. Así, pues, median al menos 200 años entre el manuscrito y el documento.

Esto, lo confieso, me pareció bastante lógico y bien buscado.

—Me veo, pues —prosiguió mi tío—, inducido a creer que estos misteriosos caracteres fueron trazados por uno de los dueños del libro. ¿Pero quién diablos habrá sido su dueño? ¿Habrá puesto su nombre en la portada u otro punto de este manuscrito?

Mi tío se levantó los anteojos, cogió una lente de muchos aumentos y examinó detenidamente varias páginas del libro. En la margen de la segunda página o anteportada descubrió una especie de borrón que tenía la apariencia de una mancha de tinta. Pero mirándola de cerca, se distinguían algunos caracteres medio borrados. Mi tío comprendió que allí estaba el busilis, examinó la mancha hasta desojarse, y con el auxilio de la lente, logró al fin reconocer los siguientes signos, que son caracteres rúnicos que él leyó de corrido:

—¡Arne Saknussemm! —gritó en son de triunfo—. Esto es un nombre, y un nombre islandés también; por añadidura, el de un sabio del siglo XVI, el de un alquimista célebre.

Miré a mi tío con cierta admiración.

—Esos alquimistas —prosiguió—, Avicena, Bacon, Lulio, Paracelso, eran los verdaderos, los únicos sabios de su época. Hicieron descubrimientos asombrosos. ¿Por qué ese Saknussemm no ha de haber sepultado bajo un incomprensible criptograma alguna invención sorprendente? Así debe ser. Así es.

La imaginación del profesor se exaltaba mientras acariciaba la hipótesis.

—Sin duda —me atreví yo a responder—, ¿pero qué interés podía tener ese sabio en ocultar de esa manera algún maravilloso descubrimiento?

—¿Qué interés? ¿Lo sé yo acaso? ¿No obró del mismo modo Galileo respecto a Saturno? Además, allá veremos; yo he de arrancar el secreto de este documento y no comeré ni dormiré hasta habérselo sorprendido.

—¡Dios nos tenga en su mano! —dije yo para mis adentros.

—No comeré ni dormiré, ni tú tampoco, Axel —añadió.

—¡Mala cosa! —dije para mí—. Afortunadamente, he comido por dos.

—Y, además —repuso mi tío—, es menester encontrar la lengua en que está escrito el jeroglífico, lo que no será difícil.

Al oír estas palabras, levanté súbitamente la cabeza.

—Nada más fácil. Hay en este documento ciento treinta y dos letras, de las cuales setenta y nueve son consonantes y cincuenta y tres son vocales. Esta proporción es la que guardan poco más o menos las lenguas meridionales, al paso que los idiomas del Norte son infinitamente más ricos en consonantes. Trátase, pues, de una lengua del Mediodía.

La conclusión era muy sagaz y justa.

—¿Pero qué lengua es?

He aquí el terreno escabroso en que aguardaba a mi sabio para verle tropezar, no obstante reconocer en él un analizador profundo.

—Saknussemm —repuso— era un hombre instruido, y a fuer de tal, no escribiendo en su lengua patria, es lo probable que diese la preferencia a la que estaba en boga entre los eruditos del siglo XVI, es decir, el latín. Si veo que me engaño, recurriré al español, al francés, al italiano, al griego y al hebreo. Pero los sabios del siglo XVI escribían generalmente en latín. Puedo, por consiguiente, decir a priori: este criptograma está en latín.

Yo di un salto en mi silla. Mis recuerdos de latinista se rebelaban contra la idea de que aquella sarta de vocablos estrambóticos pudiese pertenecer a la dulce lengua de Virgilio.

—Sí, latín —añadió mi tío— pero un latín confuso.

—En hora buena —pensé yo—. Trabajo te doy, tío mío, para desenmarañarlo, y si lo consigues, serás sagaz como pocos.

—Examinémoslo todo —dijo, volviendo a coger la hoja que yo había escrito—. Tenemos, por de pronto, una serie de ciento treinta y dos letras que se presentan bajo una apariencia de desorden. Hay palabra en que no se encuentra más que consonantes, como la primera, m.rnlls; otras, al contrario, en que abundan las vocales, la quinta, por ejemplo, unteief, o la penúltima, oseibo. Evidentemente, esta disposición no ha sido combinada, sino que resulta matemáticamente de la razón desconocida que ha precedido a la sucesión de las letras. Me parece indudable que la frase primitiva se escribió regularmente, y después se alteró, siguiendo una ley que es necesario descubrir. El que poseyera la clave de esta cifra, la leería de corrido. Pero ¿cuál es la clave? ¿La tienes tú, Axel?

No respondí a esta pregunta. Mis miradas se habían detenido en un retrato encantador, colgado de la pared. Era el retrato de Graüben. La pupila de mi tío se encontraba a la sazón en Altona, en casa de un pariente suyo, y su ausencia me tenía muy triste, porque ahora, ya puedo confesarlo, la bella virlandesa y el sobrino del profesor se amaban con toda la paciencia y tranquilidad alemanas. Nos habíamos dado palabra de casamiento sin que lo supiera mi tío, demasiado geólogo para comprender ciertos sentimientos. Graüben era una encantadora joven rubia, de ojos azules, de un carácter algo grave, y formal en todas sus cosas; mas no por eso dejaba de amarme mucho. En cuanto a mí, la adoraba, en el supuesto de que exista este verbo en la lengua tudesca. La imagen de mi linda virlandesa me trasladó en un instante del mundo de las realidades al de las quimeras, al de los recuerdos.

Volví a ver a la fiel compañera de mis tareas y placeres, que me ayudaba todos los días a poner en orden y rotular las preciosas piedras de mi tío. La joven Graüben estaba fuerte en mineralogía, y más de un sabio hubiera podido recibir de ella lección. Le gustaba profundizar en arduas cuestiones de la ciencia. ¡Cuán dulces horas habíamos pasado estudiando juntos! ¡Y cuántas veces había yo envidiado la suerte de aquellas piedras insensibles que ella tocaba con sus encantadoras manos!

En las horas de asueto, salíamos los dos de paseo por las frondosas alamedas de Alster, y juntos íbamos al viejo molino embreado, que tan buen efecto causa en la extremidad del lago. Asidos de la mano íbamos hablando, y yo le refería anécdotas que la divertían mucho. Así llegábamos a las orillas del Elba, y después de habernos despedido de los cisnes que nadan majestuosamente entre los grandes nenúfares, tan blancos como ellos, volvíamos al malecón en la barca de vapor.

Graüben era una encantadora joven rubia, de ojos azules.

Aquí estaba de mis sueños cuando mi tío, hundiendo casi la mesa de un puñetazo, me volvió violentamente a la realidad.

—Veamos —dijo—, la primera idea que se debe ocurrir para barajar o enredar las letras de una frase me parece que es escribir las palabras verticalmente, en lugar de trazarlas horizontalmente.

—¡Va dando en el quid! —me dije.

—Es preciso ver lo que este procedimiento da de sí; Axel, escribe una frase en ese trozo de papel, pero en lugar de colocar las letras al lado unas de otras, ponlas de suerte que formen columnas verticales, agrupándolas en número de cinco o seis. Comprendí lo que quería, y escribí de arriba a abajo:

Y d r n r u

o o a , q y

t r ü ¿ u e

e o b p é s

a G e o h ?

—Bueno —dijo el profesor, antes de leer lo que yo había escrito—. Ahora coloca estas palabras en una línea horizontal.

Ydrnru ooa,qy trü¿ue eobpés aGeoh?

—¡Perfectamente! —dijo mi tío, quitándome el papel de las manos.

—Ya hay aquí algo, que a primera vista tiene la fisonomía del misterioso documento. Lo mismo las vocales que las consonantes están agrupadas en el mismo desorden, hasta hay mayúsculas en medio de algún vocablo, y comas en algunos de ellos, de idéntico modo que en el pergamino de Saknussemm.

Las observaciones de mi tío me parecieron muy ingeniosas.

—Ahora —añadió mi tío, dirigiéndose a mí— para leer la frase que tú acabas de escribir y yo no conozco, me bastará tomar sucesivamente la primera letra de cada palabra, después la segunda, después la tercera, etc.

Y mi tío, con admiración suya, y sobre todo mía, leyó:

Yo te adoro, Graüben, ¿por qué huyes?

—¿Éstas tenemos? —dijo el profesor.

Inadvertidamente, había trazado en la ceguedad de mi amor aquella frase comprometedora.

—¿Conque amas a Graüben? —agregó maquinalmente—. Pues bien, apliquemos el método al documento de que se trata.

Mi tío, abismado de nuevo en la idea fija que absorbía todas sus facultades; olvidaba todas mis imprudentes revelaciones. Digo imprudentes, porque la cabeza del sabio no está organizada para comprender los misterios del corazón. Afortunadamente, prevaleció en él, sobre todo, la cuestión del documento.

En el momento de hacer su experimento capital, los ojos del profesor Lidenbrock echaron chispas, que se veían al trasluz de los cristales de sus gafas. Sus dedos temblaron al coger de nuevo el apolillado pergamino. Estaba realmente conmovido. Tosió luego reciamente, y con la voz más grave que tenía, nombrando sucesivamente la primera letra, y después la segunda, y por este orden todas las de cada palabra, me dictó la siguiente serie:

messunkaSenrA.icefdoK.segnittamurtn

ecertserrette,rotaivsadua,ednecsedsadne

lacartniiiluJsiratracSarbmutabiledmek

meretarcsilucoYsleffenSnI

Confieso que al acabar me sentí dominado de una ansiedad suma. Mi cerebro no había encontrado ningún sentido a las letras que mi tío me acababa de dictar una tras otra, y esperaba que el profesor dejase salir pomposamente de sus labios una magnífica frase latina.

¡Pero quién lo había de decir! Un nuevo puñetazo hizo estremecer la mesa; saltó la tinta, salpicándome, y la pluma voló de mis manos.

—¡Eso no tiene sentido común! —exclamó mi tío—. ¡No puede ser eso!

Después, atravesando el despacho como un proyectil y bajando la escalera como un alud, se precipitó hacia Königstrasse y desapareció de mi vista.

IV

—Se ha marchado! —exclamó Marta, corriendo al oír el portazo que hizo temblar toda la casa.

—¡Sí! —respondí—. ¡Marchado!

—¿Y su comida? —preguntó la buena mujer.

—No comerá.

—¿Y su cena?

—No cenará.

—¿Cómo? —dijo Marta, juntando las manos.

—Como os lo digo, buena Marta: ni él comerá, ni nadie tampoco en la casa. Mi tío Lidenbrock se ha empeñado en tenernos a todos a dieta hasta que haya descifrado un escrito confuso, que es absolutamente indescifrable.

—¡Pobres de nosotros! ¡Nos vamos a morir de hambre!

No me atreví a confesar que con un hombre tan absoluto como mi tío, la muerte por hambre era una muerte inevitable.

La buena vieja, sumamente alarmada, volvió a su cocina lloriqueando.

Cuando me quedé solo se me ocurrió ir a contárselo todo a Graüben. Pero ¿cómo abandonar la casa? Podía volver el profesor de un momento a otro. ¿Y si me llamaba? ¿Y si quería volver a empezar el trabajo logogrifo, que hubiera desesperado al mismo Edipo? Y si me llamaba y no le respondía, ¿qué sucedería con su carácter de demonios? Lo menos desacertado era quedarme. Precisamente daba la casualidad de que un mineralogista de Besançon acababa de remitirnos una colección de geodas silíceas para que las clasificásemos. Puse manos a la obra. Escogí, rotulé, metí en sus correspondientes fanales todas aquellas piedras huecas que tenían dentro cristales pequeños.

La buena vieja volvió a su cocina lloriqueando.

Pero en lo que menos pensaba era en lo que estaba haciendo. Mis facultades estaban absorbidas por el rancio documento. Mi cabeza hervía, y una vaga inquietud me dominaba. Presentía una próxima catástrofe.

Al cabo de una hora, mis geodas estaban escalonadas en toda regla. Me dejé entonces caer en el sillón de Utrecht, con los brazos caídos y la cabeza apoyada en el respaldo. Encendí mi pipa, que era de largo y encorvado tubo, en el cual aparecía esculpida una náyade muellemente tendida, y me recreaba, siguiendo los progresos de carbonización que poco a poco iba convirtiendo a mi náyade en una negra completa. De cuando en cuando escuchaba atentamente por si se oían pasos en la escalera. Pero nada. ¿Dónde estaría mi tío en aquel momento? Se me representaba corriendo bajo los frondosos árboles del camino de Altona, gesticulando, apaleando las tapias, golpeando violentamente la hierba con su bastón, decapitando los cardos y turbando en su reposo a las cigüeñas solitarias.

—¿Volverá victorioso o abatido? ¿Habrá triunfado el secreto de su tenacidad o su tenacidad del secreto?

Y, maquinalmente, mientras me interrogaba a mí mismo, cogí la hoja de papel en que se extendió la incomprensible serie de letras trazadas por mi mano. Y me repetía:

—¿Qué significa esto?

Me fue imposible, por más que hice, agrupar las letras de manera que formasen palabras. Lo mismo era reunir dos que tres, cinco, seis; de ninguna combinación resultaban frases inteligibles. La decimocuarta, la decimoquinta y la decimosexta letras formaban la palabra inglesa ice. La vigésimo cuarta, la vigésimo quinta y la vigésimo sexta formaban la palabra sir. Por último, en el cuerpo del documento, en la tercera línea, noté también las palabras latinas rota, mutabile, ira, nec, otra.

—¡Diablo! —dije mentalmente—. Estas últimas palabras dan, al parecer, razón a mi tío respecto de la lengua en que está redactado el documento. Y a mayor abundamiento, en la cuarta línea se lee la palabra luco, que significa bosque sagrado. Verdad es que en la tercera línea se lee la palabra tabiled, cuya estructura es perfectamente hebraica, y en la última los vocablos mer, arc y mère, que son puramente franceses.

¡Motivos había para volverse loco! Cuatro idiomas diferentes en una clave absurda. ¿Qué relación podía haber entre las palabras hielo, señor, cólera, cruel, bosque sagrado, cambiando, madre, arco y mar? Sólo la primera y la última se coordinaban fácilmente: nada tiene de particular que en un documento escrito en Islandia se hable de un mar de hielo. ¿Pero era eso suficiente, ni con mucho, para comprender el resto del criptograma?

Luchaba con una dificultad insuperable; mi cerebro ardía, mis ojos se cerraban mirando el papel; las ciento treinta y dos letras revoloteaban al parecer a mi alrededor, como esas lágrimas de plata que ve deslizarse por el aire el que tiene la sangre congestionada en la cabeza.

Estaba como alucinado, y me ahogaba, y necesitaba aire.

Maquinalmente me abaniqué con la hoja de papel, cuyo anverso y cuyo reverso se presentaron sucesivamente a mi vista.

¡Cuál fue mi sorpresa, cuando en uno de esos rápidos movimientos, en el acto de volverse hacia mí el reverso, creí ver aparecer palabras perfectamente legibles, palabras latinas, entre otras, craterem y terrestre.

No sé qué claridad descendió del fondo de mi alma oscura; aquellos indicios me hicieron entrever la verdad, había descubierto el secreto del enigma. Para comprender aquel documento, ni siquiera tenía que leerse al trasluz de la hoja vuelta al revés. Tal como era, tal como se me había dictado, podía deletrearse de corrido. Todas las ingeniosas combinaciones del profesor se realizaban. Razón había tenido respecto de la disposición de las letras, razón también respecto de la lengua en que estaba escrito el documento. Estuvo en un tris de poder leer de un extremo a otro la frase latina, y, lo poco que a él le faltó, la casualidad acababa de dármelo.

¡Compréndase si quedaría conmovido! Mis ojos se turbaron, y no podía hacerlos funcionar. Dejé encima de la mesa la hoja de papel, bastándome mirarla para entrar en posesión del secreto.

Logré por fin calmar mi agitación. Resolví dar dos vueltas alrededor de mi cuarto para calmar mis nervios, y volví a sentarme en el sillón.

«Leamos», me dije, después de haber, en una larga inspiración, provisto mis pulmones de una buena cantidad de aire.

Me incliné sobre la mesa, puse un dedo sucesivamente en cada letra, y sin detenerme, sin vacilar un instante, pronuncié en voz alta la frase entera.

Quedé atónito, aterrado, como herido de un rayo. ¡Cómo! ¡Lo que yo acababa de descubrir se había cumplido! ¡Un hombre había tenido bastante audacia para penetrar...!

—¡Ah! —exclamé sobresaltado—. ¡Pero no, no; mi tío no lo sabrá! ¡No faltaría más sino que llegase a conocer un viaje semejante! ¡Él también lo intentaría sin que nadie pudiese detenerle! ¡Él, un geólogo tan resuelto! ¡Partiría a pesar de todas las dificultades, de todos los obstáculos, y me llevaría consigo; y nunca más volveríamos! ¡Jamás! ¡Jamás!

Me hallaba en un estado de exacerbación nerviosa indescriptible.

—¡No! ¡No! Eso no será —dije con energía—. Y puesto que puedo impedir que tan loca idea nazca en el cerebro de mi tirano, lo impediré. Volviendo y revolviendo este documento, podría la casualidad hacerle descubrir la clave. Destruyámoslo.

Quedaba algún rescoldo en la chimenea. No sólo cogí la hoja de papel, sino también el pergamino de Saknussemm, y con mano febril iba a echarlo al fuego para hacer desaparecer secreto tan peligroso cuando se abrió la puerta del gabinete y apareció mi tío.

V

No tuve tiempo más que para volver a dejar sobre la mesa el malhadado documento.

El profesor Lidenbrock parecía muy preocupado. Su pensamiento dominante no le concedía la menor tregua; había evidentemente escudriñado, analizado el asunto, había puesto en juego durante su paseo todos los recursos de la imaginación, y volvía para aplicar alguna nueva combinación.

Trabajó por espacio de tres largas horas sin hablar una palabra, sin levantar ni una sola vez la cabeza, borrando, escribiendo, raspando, volviendo a empezar mil veces.

Ya sabía yo que veinte letras solamente son susceptibles de dos trillones, cuatrocientos treinta y dos mil, novecientos dos billones, ocho mil ciento setenta y seis millones, seiscientas cuarenta mil permutaciones.

Y la frase estaba compuesta de ciento treinta y dos letras, y estas ciento treinta y dos letras daban un número muchísimo mayor de frases diferentes, compuesta cada una de ciento treinta y dos cifras, cantidad casi imposible de enumerar y que escapa a toda apreciación. Estaba tranquilo acerca de este medio heroico de resolver el problema.

Pero el tiempo pasaba; la noche se echó encima; se amortiguó el ruido de la calle y mi tío, siempre encorvado bajo el peso de su tarea, nada vio, ni siquiera a la buena Marta, que entreabrió la puerta; nada oyó, ni siquiera la voz de la digna criada, que le preguntó:

—¿Cenará el señor esta noche?

Marta tuvo que marcharse sin obtener respuesta. En cuanto a mí, vencido por el sueño después de luchar con él obstinadamente, me dormí en un extremo del sofá, mientras mi tío Lidenbrock seguía calculando y raspando como un desesperado.

Al día siguiente, al despertarme, el infatigable peón estaba todavía trabajando. Sus ojos inflamados, su tez pálida, sus cabellos desgreñados por su mano calenturienta, sus pómulos casi cárdenos, indicaban el terrible combate con el imposible en que estaba ciegamente empeñado y las muchas horas que tuvo que arrostrar su cerebro la contención y fatigas.

Me dio lástima. A pesar de los muchos motivos de queja que tenía contra él y que me daban el incontestable derecho de reconvenirle, se apoderaba de mí cierta conmoción que era casi un remordimiento. El infeliz se hallaba de tal manera supeditado a su idea, que hasta se olvidaba de encolerizarse. Todas sus fuerzas vivas se concentraban en un solo punto, y como no se desahogaban por su exutorio ordinario, de temer era que su violenta tensión le hiciese estallar de un momento a otro.

Yo podía con un solo gesto aflojar el tornillo de hierro que le apretaba el cráneo. Una palabra me bastaba, y no quería pronunciarla.

Sin embargo, estaba dotado de un corazón sensible. ¿Por qué callaba? Callaba en interés mismo de mi tío.

—¡No, no —repetí—, no hablaré! Lo conozco; querría ir allí y nada podría detenerle. Tiene una imaginación volcánica, y para hacer lo que no han hecho otros geólogos, arriesgaría su vida. Callaré; guardaré en el fondo de mi corazón ese secreto de que la casualidad me ha hecho depositario. Revelándoselo, mataría al profesor Lidenbrock. Que lo adivine, si puede. Yo no quiero un día tener que echarme en cara su perdición y ruina.

Tomada esta resolución, me crucé de brazos y esperé. Sin embargo, no había contado con un incidente que algunas horas después sobrevino.

Cuando la pobre Marta quiso salir de casa para ir a la compra, encontró la puerta cerrada. La llave de la puerta principal no estaba en la cerradura. ¿Quién la había quitado? No podía ser otro más que mi tío, cuando entró la víspera después de su excursión precipitada.

¿La había quitado con intención o sin saber lo que se hacía? ¿Quería someternos a los rigores del hambre? Hubiera sido una barbaridad. ¿Por qué Marta y yo habíamos de ser víctimas de una situación que no habíamos en lo más mínimo contribuido a crear? Pero recordé un precedente que debía inspirar serios recelos. Algunos años atrás, en la época en que mi tío se ocupaba de su gran clasificación mineralógica, pasó sin comer cuarenta y ocho horas, y toda la familia tuvo que resignarse con aquella dieta científica, que a mí me valió espasmos en el estómago muy poco recreativos para un muchacho que suele gastar buen apetito.

Se me antojó que iba a faltar al almuerzo como en la noche pasada había faltado a la cena. Resolví, sin embargo, ser heroico y no capitular por hambre. Marta tomaba la cosa muy por lo serio, y la pobre se desesperaba. Pero a mí, la imposibilidad de dejar la casa me preocupaba más, por razones que fácilmente se comprenden.

Mi tío trabajaba incesantemente. Su imaginación se perdía en el mundo ideal de las permutaciones infinitas. Vivía lejos de la Tierra, y por lo mismo vivía fuera de las necesidades terrestres.

Me crucé de brazos y esperé.

Hacia el mediodía el hambre se dejó sentir demasiado. Marta, muy inocentemente, había acallado los gritos de su estómago con las provisiones de la despensa, y no quedaba en casa ni un mendrugo. Sin embargo, por una especie de pundonor, hice de tripas corazón.

Dieron las dos. Mi abstinencia era ya ridícula y hasta intolerable. Abrí desmesuradamente los ojos. Empecé a decirme que yo exageraba mucho la importancia del documento; que mi tío no le daría crédito; que no vería en él más que una simple farsa; que en última instancia se le detendría de grado o por fuerza, si se obstinaba en intentar la aventura, y que podía muy bien suceder que él mismo descubriese la clave del enigma, en cuyo caso resultarían completamente inútiles mis proezas de abstinencia.

Estas razones, que la víspera hubiera rechazado con indignación, me parecieron excelentes por el personalísimo interés que tenía en dejarme convencer por ellas, y hasta consideré perfectamente absurdo haber estado aguardando tanto tiempo, por lo que me decidí a cantar de plano y a decir cuanto sabía.

Buscaba ocasión para entrar en materia de una manera que no fuese demasiado brusca, cuando el profesor se levantó, se puso el sombrero y se dispuso a salir.

¡Cómo! ¡Dejar la casa y volvernos a encerrar! No en mis días.

—¡Tío! —le dije.

No me oyó o afectó no oírme.

—¡Tío Lidenbrock! —repetí levantando la voz.

—¿Qué quieres? —preguntó con sorpresa, como el que se despierta de pronto.

—¿Y esa llave?

—¿Qué llave? ¿La llave de la puerta?

—No, la llave del documento.

El profesor me miró por encima de sus gafas, y algo insólito notó sin duda en mi fisonomía, pues me asió del brazo con fuerza, y, sin poder hablar, me interrogó con la mirada.

Yo meneaba la cabeza de arriba abajo.

Él sacudía la suya con una especie de conmiseración, como si tuviese que habérselas con un insensato.

Hice un gesto más afirmativo.

Sus ojos brillaron con un vivo resplandor, y tomó una actitud amenazadora.

Este diálogo mudo hubiera interesado en aquellas circunstancias al espectador más indiferente. Y la verdad es que no acertaba a pronunciar una palabra, temiendo que mi tío me ahogara entre sus brazos en los primeros arrebatos de alegría. Pero me apremió tanto, tanto, que tuve que responderle.

—¡Sí, esa llave...! ¡La casualidad...!

—¿Qué estás diciendo? —exclamó con una conmoción indescriptible.

—Tomad —le dije, presentándole la hoja de papel en que yo había escrito—, leed.

—¡Pero esto no significa nada! —respondió estrujando la hoja con displicencia.

—Nada empezando a leer por el principio, pero empezando por el fin...

No había aún concluido mi frase, cuando el profesor lanzó un grito, un grito que parecía un rugido. Una revelación acababa de nacer en su cerebro. Estaba transfigurado.

—¡Ah! ¡Ingeniero Saknussemm! —exclamó—. Es decir, ¿que habías escrito al revés tu frase?

Y cogiendo la hoja de papel, con los ojos turbados, con la voz conmovida, leyó todo el documento, subiendo de la última letra a la primera.

Estaba concebido en los siguientes términos:

In Sneffels Yoculis craterem kem delibat

umbra Scartaris Julii intra calendas descende, audas viator, et terrestre centrum attinges.

Kod feci. Arne Saknussemm.

Lo cual, traducido de tan macarrónico latín, equivale a lo siguiente:

Baja al cráter de Yóculo del

Sneffels por donde la sombra del Scartaris llega a acariciar antes de las calendas de julio,

audaz viajero, y llegarásal centro de la Tierra, como he llegado yo. Arne Saknussemm.

Al terminar la lectura, mi tío dio un respingo como si de improviso hubiese tocado una botella de Leyden. Estaba magnífico con su audacia, su alegría y su convicción. Iba y venía; se cogía la cabeza con ambas manos, echaba a rodar las sillas; amontonaba los libros, tiraba hasta el techo, lo que en él parece increíble, sus preciosas geodas; repartía a discreción puñetazos y bofetadas. En fin, sus nervios se calmaron, y como si quedase extenuado por un excesivo despilfarro de fluido, cayó rendido en su sillón.

—¿Qué hora es? —preguntó después de una silenciosa pausa.

—Las tres —respondí.

—¡Las tres! Pronto ha pasado la hora de comer. Tengo hambre. A la mesa. Y luego...

—¿Luego, qué?

—Harás la maleta.

—¡Vuestra maleta! —exclamé.

—¡Y la tuya! —respondió el profesor, implacable, entrando en el comedor.

VI

A estas palabras se estremeció todo mi cuerpo. Sin embargo, me contuve. Resolví ponerle buena cara. No podían detener al profesor Lidenbrock más que argumentos científicos, y de éstos los había muy valederos contra un viaje semejante. ¡Ir al centro de la Tierra! ¡Qué locura! Me reservé mi dialéctica para el momento oportuno, y no me ocupé más que de comer.

No hay necesidad de decir que mi tío, al encontrarse con la mesa vacía, echó de su boca sapos y culebras. Devolvió la libertad a Marta, y ésta corrió al mercado con tanta diligencia que una hora después mi apetito estaba satisfecho, y entonces recobré el sentido de la situación.

Mi tío, durante la comida, estuvo casi jovial, permitiéndose algunas de esas chanzonetas de sabios, que nunca son muy peligrosas. Después de los postres, me indicó que le siguiese a su gabinete, lo que hice al momento.

Él se sentó a un extremo de su mesa de despacho y yo al otro.

—Axel —me dijo con una voz bastante afable—, eres un muchacho de mucho ingenio. Me has prestado un gran servicio cuando, cansado ya de luchar, iba a abandonar esa combinación. Nadie es capaz de saber hasta dónde me hubiera extraviado. Es un servicio el que te debo que no olvidaré nunca, y participarás de la gloria que vamos a conquistar.

—¡Bueno! —dije yo para mí—. Mi tío está de buen humor y la ocasión es oportuna para discutir esta gloria.

—Ante todo —prosiguió mi tío—, te recomiendo el secreto más absoluto. ¿Me entiendes? No faltan envidiosos en el mundo de los sabios, y muchos quisieran emprender este viaje, de cuya posibilidad no tendrán noticia hasta nuestro regreso.

—¿Creéis —le dije— que es tan grande el número de los audaces?

Me incliné sobre el mapa.

—¡Indudablemente! ¿Quién vacilaría en conquistar semejante fama? Si ese documento fuera conocido, un ejército entero de geólogos se precipitaría en pos de las huellas de Arne Saknussemm.

—No participo de vuestra opinión, tío, pues nada prueba la autenticidad de este documento.

—¡Cómo! ¡Y el libro en que lo hemos descubierto!

—No niego que Saknussemm haya escrito esas líneas, pero ¿se deduce de que las haya escrito, que haya realmente llevado a cabo el portentoso viaje? ¿No puede ese rancio pergamino ser todo una farsa?

Esta última palabra era algo aventurada y casi sentí haberla pronunciado. El profesor frunció el entrecejo y yo temí haber comprometido el éxito que esperaba de la conversación. No fue así, afortunadamente. Esbozóse una especie de sonrisa en los labios de mi interlocutor, el cual respondió:

—Eso es lo que veremos.

—¡Ah! —exclamé yo, algo vejado—. Permitidme apurar la serie de objeciones relativas a ese documento.

—Habla, muchacho, no me opongo. Te dejo en entera libertad de expresar tu opinión. Tú no eres ya mi sobrino sino mi colega. Adelante, pues.

—Pues bien, ante todo os preguntaré qué significan ese Yóculo, ese Sneffels y ese Scartaris de que no había oído hablar en mi vida.

—Nada más fácil. Precisamente recibí, días atrás, una carta de mi amigo Augusto Petermann, de Leipzig, que viene a pedir de boca. Toma el tercer atlas del segundo estante de la librería grande, serie Z, lámina 4.

Me levanté y gracias a indicaciones tan precisas, encontré al momento el atlas que buscaba. Mi tío lo abrió y dijo:

—He aquí el mapa de Handerson, uno de los mejores de Islandia, y creo que él va a resolver todas tus dificultades.

Me incliné sobre el mapa.

—Mira esta isla compuesta de volcanes —dijo el profesor— y nota que todos llevan el nombre de Yokul. Este nombre quiere decir ventisquero en islandés, y bajo la latitud elevada de Islandia, la mayor parte de las erupciones se verifican por entre capas de hielo. Tal es el origen de la denominación de Yokul aplicada a todos los montes ignívomos de la isla.

—Bien —respondí—. Pero y Sneffels, ¿qué significa?

Creía que esta pregunta quedaría sin respuesta. Me equivoqué. Mi tío prosiguió:

—Sigue la costa occidental de Islandia. ¿No ves Reykjavík, su capital? Pues bien, remonta los innumerables fiordos de esas orillas roídas por el mar, y detente un momento debajo del 75º de latitud. ¿Qué ves?

—Una especie de península que parece un hueso descarnado y termina en una enorme rótula.

—La comparación es justa, muchacho, y ¿nada ves en esa rótula?

—Veo un monte que parece haber brotado del mar.

—Es el Sneffels.

—¿El Sneffels?

—Sí, el Sneffels, una montaña de 5.000 pies de elevación, de las más notables de la isla, y la más célebre sin duda del mundo entero, si su cráter conduce al centro del Globo.

—¡Lo que es imposible! —exclamé yo, encogiéndome de hombros y rebelándome contra semejante suposición.

—¡Imposible! —respondió el profesor Lidenbrock, con tono severo—. ¿Y por qué?

—Porque este cráter está evidentemente cerrado por las lavas, las rocas candentes, y de consiguiente...

—¿Y si es un cráter apagado?

—¿Apagado?