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¿Cómo avanzar hacia la libertad interior, aquella que nos permite afrontar con serenidad los altibajos de la existencia y liberarnos de las causas del sufrimiento? Desde la infancia, el miedo, los prejuicios, los traumas y muchos otros condicionantes y conflictos internos nos atormentan y nos impiden ser libres. Emprender un viaje hacia la libertad interior significa combatir estos obstáculos uno por uno: tanto aquellos que nos ponemos nosotros mismos como los que nos impone la sociedad del consumo, el rendimiento y la competición. ¡Viva la libertad!, escrito por un monje budista, un filósofo y un psiquiatra —tres de los pensadores más influyentes de nuestro tiempo y además grandes amigos— nos invita a avanzar, progresar, soltar el lastre de aquello que nos sobrecarga y liberarnos, pensando en nosotros, pero también en los demás y por tanto en el mundo entero.
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¡VIVA LA LIBERTAD!
Título original: À nous la liberté!
© del texto: L’Iconoclaste et Allary Editions, 2019
© de la traducción: Jordi Giménez Samanes, 2020
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
Primera edición: octubre de 2020
ISBN: 978-84-17623-69-2
Diseño de colección: Enric Jardí
Diseño de cubierta: Anna Juvé
Imagen de cubierta: © Céleste André
Maquetación: Àngel Daniel
Producción del ebook: booqlab
Arpa
Manila, 65
08034 Barcelona
arpaeditores.com
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
Christophe André, Alexandre Jollien y Matthieu Ricard
Traducción de Jordi Giménez Samanes
PRÓLOGO. «¡AQUÍ NO HEMOS VENIDO A TRABAJAR!»
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE. LOS OBSTÁCULOS A LA LIBERTAD INTERIOR
1. La acrasía, debilidad de la voluntad
Caja de herramientas frente a la acrasía
2. La dependencia
Caja de herramientas frente a la dependencia
3. El miedo
Caja de herramientas frente al miedo
4. El desánimo y la desesperación
Caja de herramientas frente al desánimo
5. El egocentrismo
Caja de herramientas frente al egocentrismo
6. El extravío
Caja de herramientas frente al extravío
SEGUNDA PARTE. LA ECOLOGÍA DE LA LIBERTAD
7. El entorno físico actúa sobre nuestro estado mental
Caja de herramientas para vivir en un entorno favorable
8. Una ecología de las relaciones personales
Caja de herramientas para una ecología de las relaciones sociales
9. El impacto de nuestro entorno cultural
Caja de herramientas para una ecología cultural
TERCERA PARTE. EL ESFUERZO POR LA LIBERACIÓN
10. El horizonte del esfuerzo
Caja de herramientas del horizonte del esfuerzo
11. Esfuerzos difíciles, esfuerzos felices
Caja de herramientas para introducir alegría en el esfuerzo
12. El entrenamiento de la mente
Caja de herramientas para entrenar la mente
13. La meditación
Caja de herramientas para la meditación
14. De la transformación de uno mismo a la del mundo
Caja de herramientas para transformarse y transformar el mundo
CUARTA PARTE. LOS FRUTOS DE LA LIBERTAD
15. La pacificación interior
Caja de herramientas para trabajar la paz interior
16. Nuestra naturaleza profunda
Caja de herramientas para abrirnos a nuestra naturaleza profunda
17. Ante la muerte
Algunas fuentes de inspiración frente a la muerte
¿La cosecha ha sido buena?
AGRADECIMIENTOS
La libertad exterior que alcancemosdependerá del grado de libertad interiorque hayamos adquirido.
GANDHI
Era una decisión compartida por los tres. Habíamos quedado en pasar unos días juntos en pleno invierno, como en años anteriores. «¡Aquí no hemos venido a trabajar! Nos hemos reunido por el gusto de vernos, para charlar, reír, disfrutar del aire puro…». Nuestra querida amiga Delphine nos había invitado a su nidito de madera en el corazón de los Alpes. Todo estaba listo para una semana de vacaciones en aquel remanso de paz, con un programa centrado en salidas a la nieve, fondues de queso, sesiones de lectura apacible y buenos momentos de risa. Pero…
Después de dar unas vueltas en trineo, de pasear por los pequeños pueblecitos y de observar el rastro de los animales salvajes en la nieve, nos encontramos reunidos la primera tarde en la sala de estar, revestida de madera, cuyas ventanas dan a las cumbres. Inmersos en un sentimiento de buen humor, junto al hogar, con la compañía de las llamas crepitantes, la discusión se reanuda como si nunca se hubiera interrumpido. En medio de las risas y de la afable calidez de una complicidad incondicional, surgen los temas serios, como si se hubieran invitado solos: ¿cómo actuar, frente a la dependencia? ¿Cómo mantener el rumbo cuando las emociones perturbadoras, las pasiones tristes o un abrumador dolor vital parecen abocarnos directamente al desaliento?
Sentimos que nos invade una vez más, como una comezón, la necesidad de analizar, de compartir. Nos decimos unos a otros que sería una lástima dejar que todo esto se pierda, y no conservar, al menos para nosotros, una huella de estos intercambios que nos apasionan y nos enriquecen. El incansable Matthieu coloca entonces un micrófono encima de la mesa, «por si acaso, para no olvidar nada que luego lamentemos…». Sus dos compañeros no protestan. Al fin y al cabo, hablan por el gusto de hablar, para aprender el uno del otro, para hacer que evolucionen los diferentes puntos de vista: ¿acaso la presencia de un micrófono cambia algo? Nada en absoluto. Es decir, casi nada…
Porque ese pequeño objeto, esa presencia, no es tan anodina. Aunque no lo parezca, saber que está ahí nos estimula, nos mueve a renunciar a echar la siesta mientras los demás discuten, nos incita a desarrollar y precisar nuestras ideas. En última instancia, nos recuerda a nuestras lectoras y nuestros lectores, con sus expectativas, su espera, su legítima exigencia. Es como si estuvieran ahí, con nosotros, sentados a nuestro lado en el sillón. Hasta que, poco a poco, nos hemos enfrascado de verdad.
El tema de la libertad se impone con toda naturalidad, bajo la forma de una invitación a profundizar, a ahondar, a edificar un arte de vivir, a modelar utensilios. Con ello, nos sentimos constantemente llamados a abandonar el modo de piloto automático, a liberarnos de la prisión de los hábitos adquiridos para probar a adentrarnos por otros caminos. Un programa ambicioso que exige a buen seguro de nosotros que «reincidamos», que volvamos a la labor para considerar bajo una luz nueva una de las grandes empresas de la existencia.
A cada minuto que pasa, nos gana la invitación a atrevernos a una verdadera conversión: combatir las toxinas mentales, dejar atrás toda actitud condicionante para descender más y más en nuestra naturaleza auténtica: la libertad. Pues si el hombre no nace, sino que se hace libre, se precisa todo un entrenamiento de la mente. Tal es la gran empresa que, entre los tres, desde nuestra experiencia, hemos intentado explorar. Desprenderse del «qué dirán», renunciar al narcisismo, al egoísmo, que tiran de nosotros y nos retienen aquí abajo, constituyen otros tantos desafíos que llaman al compromiso, a una ecología de todo el ser, tal como hemos intentado esbozar a lo largo de estas páginas.
Somos prudentes con respecto al alcance de nuestras palabras, que podrían tomarse por enseñanzas, pero que no son más que reflexiones, el testimonio de tres amigos en busca de progreso interior, y deseosos de compartir sus experiencias, frustradas o felices, sus esfuerzos y sus puntos de vista. Las palabras que aquí hemos transcrito reflejan fielmente nuestras conversaciones, espontáneas e imperfectas, pero sinceras, y coherentes con la opción de vida de cada cual. Nos hemos limitado a pasarlas por el tamiz de estas tres preguntas:
Lo que estamos diciendo: ¿es suficientemente claro? (nada de jerga especializada, cosa que detestamos); ¿es útil? (lo que nos interesa es cambiar, más que hablar); ¿es accesible a todo el mundo? (que no parezca reservado a unos pocos sabios o a seres humanos excepcionales).
La filosofía griega forjó un concepto muy bello: la metanoia, el esfuerzo aplicado a uno mismo y orientado a la conversión íntima, que apunta a la transformación radical para abrazar un arte de vivir capaz de preservarnos de las pasiones tristes, de los automatismos, del egoísmo, de la prisión de la costumbre. Avanzar, progresar, soltar el lastre de aquello que nos sobrecarga, liberarnos, pensando igualmente en los demás y por tanto en el mundo entero, he ahí el gran desafío que anida en el corazón de esta obra.
Y que nuestro humilde diálogo os infunda también a vosotros el deseo de lanzaros a la tarea.
Matthieu: La palabra «libertad» evoca en la mayoría de las personas la aspiración de todos los seres humanos a llevar una vida exenta de reclusión, de opresión o de privación de derechos. Pero de lo que nos gustaría hablar en este momento es de la libertad interior: casi todos nosotros somos un juguete en manos de nuestros propios extravíos, de nuestros condicionantes, pulsiones, conflictos interiores, pensamientos erráticos y emociones perturbadoras. Esta servidumbre es fuente de numerosas inquietudes que nos atormentan. ¿Cómo escapar de la prisión de estos mecanismos, ante los que nos sentimos a veces impotentes, o incluso resignados?
La dificultad principal procede de la falta de discernimiento: no llegamos a identificar los engranajes mentales, ni a detectar el tipo de pensamientos que nos someten. Con demasiada frecuencia, no encontramos en nosotros la sabiduría, la lucidez ni la capacidad que nos permitieran recuperar la libertad perdida. Por cuanto sería posible adquirir la libertad interior mediante una mejor comprensión del funcionamiento de nuestra mente, por la que pudiéramos dilucidar los mecanismos de la felicidad y del sufrimiento. Un tal discernimiento debe ir de la mano de un entrenamiento que permita a nuestra mente gestionar los estados aflictivos con fluidez e inteligencia.
Nos gustaría que esta obra aportara claridad sobre los medios para liberarse de las causas del sufrimiento. La libertad interior nos proporciona una gran fuerza y nos hace menos vulnerables a nuestros propios pensamientos, que, en ocasiones, se nos aparecen como enemigos; y también combate la desorientación que nos producen unas condiciones exteriores en constante cambio. Al sentirnos menos vulnerables, nos centramos menos en nosotros mismos y nos abrimos a los demás. La libertad interior redunda, por tanto, de un modo natural, en un incremento de buena voluntad. Todo el mundo gana, en una palabra.
Alexandre: Al abordar la espinosa cuestión de la libertad, me viene a la mente un recuerdo. El padre Morand, capellán de la institución en la que viví desde los tres hasta los veinte años, me había puesto entre las manos un grueso volumen, que yo hojeaba con veneración. Las páginas amarillentas y gastadas de aquel manual de filosofía imponían lo suyo… Yo tenía catorce años, cargaba con un buen fardo de complejos y encajaba como una bofetada mi hecho diferencial, mi singularidad. Presintiendo que jamás llegaría a ser del todo como los demás, víctima de un miedo sordo, intentaba echar mano de los puntos de referencia que pudiera. Necesitaba una brújula, una dirección. Justamente, un capítulo de aquel librote trataba de la alienación, de las esclavitudes, de las pasiones tristes. El autor hablaba de la imagen de una piedra que se precipita… en caída libre. ¡Curiosa expresión! En mi espíritu magullado, aquello fue como una voz al zafarrancho de combate. Las preguntas se multiplicaban, disparadas como cohetes: ¿qué es la libertad, en el fondo? ¿Hacer lo que queremos? ¿Dar rienda suelta a nuestros deseos? ¿No encontrar ninguna traba, cero obstáculos? Por encima de todo, me preguntaba por el margen de maniobra que le quedaba a un muchacho con discapacidad neuromotora cerebral, que huía ya de un destino trazado de antemano: envolver cigarros puros en un taller protegido. ¿Cómo aquel muchachote sin ningún objetivo en la vida iba a poder evitar aquella prisión interior, el alud de diagnósticos y la montaña de etiquetas que lo apabullaban? ¿Era cosa de un fatum? ¿Estaba ya todo grabado en mármol?
Precipitarse en caída libre… Como la piedra, sin una ascesis, sin ejercicios espirituales; lo adivinaba, lo tenía crudo, en cualquier momento podía romperme la crisma, hundirme en un marasmo total: complejos, mecanismos de defensa, miedo al rechazo, deseos mal identificados… Todo contribuía a una vida casi robótica. Abrumado por la incertidumbre, vulnerable al máximo, trataba desesperadamente de infundir un poco de claridad y de alegría a una vida que se anunciaba un poco complicada.
Por primera vez, sonaba una llamada. Spinoza, en su famosa carta a Schuller, donde propone una experiencia de pensamiento, emite este diagnóstico: «La piedra, sin ninguna duda, puesto que no es consciente más que de su propio esfuerzo, y dado que no es indiferente, creerá que es libre y que no persevera en su movimiento sino por la sola razón de que así lo desea. Tal es esa libertad humana que todos los hombres se jactan de tener y que únicamente consiste en que los hombres son conscientes de sus deseos e ignorantes de las causas que los determinan».
Siendo aún adolescente, vi casualmente un programa de televisión. Habían sometido a la pregunta a un filósofo profesional. Instado a responder, dudaba. ¿Qué era primero: la libertad, la felicidad o la sabiduría? Entonces, ¿había que elegir? ¿Marcar con una equis la alternativa escogida? ¿Establecer una jerarquía allí donde no había opción que valiera? Porque en aquella época, yo lo quería todo: sabiduría, felicidad y libertad. Intuía que no cabía razonablemente esperar ser feliz sin un mínimo de libertad interior. ¿Cómo lanzarse en pos de la sabiduría, cuando las carencias, el miedo y un sinfín de inclinaciones, de condicionantes y de hábitos nos retienen en la esclavitud?
En este terreno, Spinoza no deja de ser un médico que nos ilumina. ¿Contaremos con su asistencia, en la hora del inicio de esta expedición? Su tratamiento exige limpieza, eficacia: hay que luchar contra todo lo que ensombrece nuestro ánimo, lo que influye en nuestra manera de ser, lo que nos aliena. Hay que perseguir, en suma, los determinismos y las fuerzas que nos impulsan a apegarnos, a amar, a odiar, a temer, a esperar siempre algo.
Al escucharte, Matthieu, comprendía que sabiduría y libertad van de la mano. ¿Y si el primer paso consistiera en detectar con toda tranquilidad ese modo en piloto automático que propaga una necrosis en nuestra vida cotidiana, para a partir de ahí redescubrir una relación más lúcida y alegre con nosotros mismos y con el mundo, y dejar así de ser una marioneta y de confiarle al primero que llega el mando a distancia que rige nuestro estado mental? El desafío de la vida espiritual radica, pues, en un acto de audacia: atreverse a zigzaguear sin alterarse, a construir una libertad alejada tanto de la tiranía de un «yo» caprichoso como de la dictadura del «se» impersonal, que tan a menudo nos fuerza a plegarnos a la norma, a someternos a pautas asfixiantes. Spinoza, Nietzsche, Freud y tantos otros nos prodigan una enseñanza tonificante: nadie puede darnos la libertad. Es preciso construirla, descubrirla en medio de las alienaciones y las imágenes ilusorias que nos encierran en nuestro mundo, fuera de lo real. Para disfrutar de ella, se nos ha invitado a apuntarnos a un proceso de «liberación», a ponernos en marcha, a decir adiós a los prejuicios, a abandonar las proyecciones hacia un futuro, la multitud de expectativas en espera que nos tienen atrapados por el cuello. No dudemos en imitar a Epicteto. Cuando le preguntaban quién era, el sabio respondía, no sin malicia: «Un esclavo en vías de liberación». ¡Empresa crucial! No se trata de otra cosa que no sea progresar hacia la alegría y la paz, con las fuerzas de la luz del día, en pleno caos. Los filósofos antiguos se percibían a sí mismos como los progredientes, aquellos que están «en progreso», y para quienes apartarse de las pasiones tristes, abandonar los prejuicios y abrazar una vida más grande era algo esencial. Sin más tardanza, ¡imitémosles!
Erasmo decía que el hombre no nace, sino que se hace. ¿Y si esto fuera aplicable también a la libertad? Gracias a una ascesis, a la solidaridad, y no sin un buen golpe de suerte, podemos romper las ataduras, soltar amarras, zarpar hacia alta mar. Reconozcámoslo desde buen principio: en este terreno, algunos tienen que remar más que otros. Si bien es verdad que, afortunadamente, existe una igualdad de derechos, una dignidad inalienable en cada ser humano, ateniéndonos a los hechos no hay más remedio que aceptar que no todos partimos con las mismas oportunidades. Hay quien arrastra una bola más pesada encadenada al pie, no cabe duda. De ahí tantas injusticias, y el escándalo de la miseria, del sufrimiento: toda una llamada de urgencia a comprometerse por los demás.
Con nuestros traumas, con nuestras heridas, con nuestras disfunciones internas, con nuestras lagunas y carencias, pero también con una multitud de recursos insospechados, se nos invita a estrenar esta libertad. El jugador de ajedrez sabe crear sus combinaciones a partir de las limitaciones. Aunque no puede desplazar las piezas a su antojo, doblegándose a las reglas y al mismo tiempo alcanzando la excelencia en su arte, es capaz de construirse paso a paso la victoria en la partida. De la misma manera, las pruebas, las frustraciones, las fragilidades, quizá no son en definitiva frenos a nuestro avance, sino que configuran el terreno, el subsuelo del que puede brotar una existencia sin psicodramas, sin trabas mentales. Antes de poner en marcha esta inmensa empresa, recapitulemos: ¿a quién, a qué hemos confiado el mando a distancia de nuestra existencia? ¿A la ira, a los resentimientos, al miedo, a la envidia? ¿A la mejor parte de nosotros? ¿Qué es lo que ocupa el centro de nuestra vida cotidiana? ¿A qué estamos apegados por el amor, por decirlo con las palabras de Spinoza? ¿Cuáles son los grandes deseos, las aspiraciones profundas que estructuran nuestra interioridad?
Christophe: «La libertad es el derecho a hacer aquello que las leyes permiten», decía Montesquieu. Esto vale para la libertad exterior, la del cuerpo. La libertad interior, la de nuestro espíritu, se rige por otras leyes, las leyes de nuestro cerebro, en particular. Como quien no quiere la cosa, es él el que puede llegar a confinarnos en nuestros hábitos y automatismos, en nuestras negligencias, nuestros miedos, nuestras emociones… De ahí la necesidad, en bien de nuestra libertad interior, de conocer tanto como nos sea posible el funcionamiento de nuestra mente.
Mientras os escuchaba, amigos míos, me decía a mí mismo que para nosotros, como profesionales de la sanidad, la cuestión de la libertad de nuestros pacientes se da por sobrentendida en nuestra labor, aunque nuestra misión aparente sea más bien la de restaurar la salud. La salud es un gran intermediario en el suministro de libertad: cuando estamos enfermos, ya se trate de una gripe, de una migraña, y no digamos en el caso de enfermedades graves, dolorosas o incapacitantes, nuestra libertad de movimientos se ve restringida, por descontado. Pero también se ve amenazada la libertad interior, que podría salvarnos. De entrada por el sufrimiento, que hace que nos repleguemos sobre nosotros mismos y nos cerremos al mundo; y luego por el miedo (de no curarnos, de morir), que absorbe el resto de energías necesarias para continuar con nuestra vida. Nuestro esfuerzo no debe, por tanto, orientarse en exclusiva al restablecimiento de la salud, sino también al de la libertad, exterior o interior, amenazada por la enfermedad. ¿Cómo seguir siendo libres para obrar, para tener esperanza, para disfrutar? Sin duda, los profesionales de la sanidad deberíamos prestar más atención a hablar con nuestros pacientes de cómo pueden preservar en sí mismos esos espacios de libertad.
En cuanto psiquiatra y psicoterapeuta, con gran frecuencia he percibido que ciertas patologías pueden considerarse en sí mismas como una pérdida de libertad evidente: las fobias limitan nuestra libertad de movimiento, las depresiones ahogan nuestra libertad de decisión y de acción, las adicciones nos esclavizan… Pero, naturalmente, todas estas pérdidas de libertad exterior emanan de una pérdida de libertad interior: nuestros sufrimientos y nuestros miedos son prisiones interiores de las que nos es enormemente difícil salir.
Sin embargo, la enfermedad no es la única causa de restricción de nuestra libertad. La vida cotidiana nos tiende también numerosas trampas: la trampa de los hábitos y de los rituales (pensamos, actuamos y vivimos siempre de la misma manera), la trampa de las preocupaciones y de las ocupaciones cotidianas (dedicamos lo esencial de nuestra energía mental y física a tareas necesarias, pero triviales, mientras descuidamos aquello que da sentido a nuestra vida). Este último tipo de pérdida de libertad es muy importante, a mi modo de ver: los estudios llevados a cabo sobre el contenido del pensamiento muestran que la mayor parte de nuestra vida interior la constituyen pensamientos «triviales» en torno a nuestras actividades personales —pagar el alquiler, sacar la basura— y profesionales —contestar correos electrónicos, preparar una reunión—. Reservar tiempo para orientar nuestra vida interior hacia otra cosa —contemplar la naturaleza, reflexionar sobre nuestros ideales, meditar sobre la gratitud o la compasión, disfrutar de sentirse vivo— depende de una decisión personal, no tan complicada en apariencia, pero que raramente ponemos en práctica, a la hora de la verdad. Esta libertad, la de elegir seguir siendo un ser humano, y no transformarme en un trabajador-consumidor, constituye una libertad interior que debo hacer que viva en mí.
Trabajando sobre esta cuestión de la vida interior, he descubierto hasta qué punto nuestro modo de vida contemporáneo nos «externaliza», nos exilia de nosotros mismos, y restringe nuestra libertad.
Esta necesidad es universal. Sería un error creer que nuestro discurso solo va dirigido a los ricos, a aquellos que disfrutan de una gran comodidad material y de influencia política, cuyo deseo fuera el de mimar su pequeña libertad interior a modo de mullido cascarón, mientras que quienes exteriormente están oprimidos por motivos económicos o físicos no podrían sacar provecho de él. A mí me parece que este modo de razonar es sesgado y empobrecedor, y que la libertad interior incumbe a todo el mundo.
Matthieu: Lo diré una vez más: nuestras reflexiones sobre la libertad interior en modo alguno minimizan la importancia de la libertad exterior. Hay muchísimos seres humanos prisioneros todavía hoy de un régimen totalitario, o que no son libres, por el motivo que sea, de sus movimientos, de sus palabras o de sus actos. Otros, demasiado numerosos, son prisioneros de la pobreza y de un acceso limitado a la sanidad y a la educación. Debemos emplear todos nuestros medios para acudir en su auxilio. Pero no por ello hay que descuidar la búsqueda de la libertad interior, que es el objeto de nuestras charlas. No se trata de decirle al galeote: «Continúa remando mientras cultivas tu libertad interior, ¡y todo irá bien!». Oponer libertad exterior a libertad interior tiene tan poco sentido como oponer la salud física a la salud mental, que se completan y se influyen mutuamente. De modo que es perfectamente posible esforzarse por alcanzar el punto óptimo de ambas. Es más, muchos de nosotros suman un proceso de liberación interior a un compromiso por la libertad de los demás, en especial en el ámbito de las asociaciones humanitarias.
Hay individuos que gozan de condiciones exteriores favorables y que, en su interior, se sienten prisioneros de su condición mental. También a la inversa, he visto buen número de eremitas que irradiaban una gran libertad interior y que, aquí, serían considerados personas sin techo… Asimismo, he conocido tibetanos que habían sufrido años de reclusión en campos de trabajos forzados o en prisiones chinas, y que decían haber sobrevivido gracias a la libertad interior que habían cultivado. Ani Palchen, una princesa tibetana que se hizo monja, y gran resistente, permaneció encarcelada en un calabozo del ejército chino durante seis meses en completa oscuridad: ¡se servía del canto de los pájaros para distinguir el día de la noche! Algo similar cabe decir del médico del Dalai Lama, Tenzin Choedrak, que encontró en una forma de libertad interior la fuerza para soportar el encierro y la tortura. Ambos aseguran que fue el hecho de no sucumbir al odio hacia sus carceleros lo que les salvó la vida. No se trata de promulgar la resignación o el sacrificio, sino de subrayar la importancia y la necesidad del camino interior. La libertad interior no es, pues, algo privativo de los ricos, ni privilegio de aquellos que están bien y a quienes todo sonríe, sino que incumbe a cada uno de los seres humanos, así en la alegría como en el dolor.
Christophe: ¡Es tan increíble lo que logran esas personas! Cuando te escucho, Matthieu, me digo a mí mismo que no les llego ni a la suela del zapato. Incluso me pregunto cómo hacer para que tales ejemplos sean motivantes, ¡y no más bien desmoralizadores! Creo que algo que puede ayudarnos es no dejar de cultivar en nosotros la capacidad de admiración por los demás: intentar ver siempre aquello que las demás personas, tanto si son corrientes como excepcionales, tienen para enseñarnos, y pensar que aunque no lleguemos a recorrer más que un pequeño trecho de un camino como el suyo, ¡eso será ya apasionante y liberador!
Por mi parte, lo que me enseñan los relatos de estos seres humanos fuera de lo común es que preservar una pequeña porción de libertad interior («no dejes que la desesperación, el odio y el miedo tomen las riendas de tu espíritu, pues entonces caerías bajo su dictadura») puede permitirnos resistir a los embates de angustia que van ligados a la impotencia y a la pérdida de la libertad exterior. Puede parecer irrisorio buscar qué parte de nuestro territorio interior puede constituir un islote de resistencia, pero es vital. Y en todo caso, es lo que absolutamente siempre cuentan todos los supervivientes de estas grandes adversidades. Tenemos que escuchar la lección y comenzar el entrenamiento hoy mismo, ¡de inmediato! ¿Cuáles son las pequeñas miserias que me afligen en este momento? ¿Una enfermedad, un conflicto con personas allegadas, problemas de dinero? Y luego, preguntarme qué espacio de libertad hago el esfuerzo de cultivar en mí a pesar de todas estas cosas: qué lugar reservo para la felicidad a pesar de todo (tengo preocupaciones, pero estoy con vida), qué lugar para la esperanza (por fuerza tendrá que llegar una solución, ya sea de mí o de mi entorno). Seamos lo suficientemente sensatos como para iniciar este trabajo interior sin esperar a que la vida nos ponga a prueba encerrándonos en la oscuridad de un gran infortunio.
Alexandre: No tardemos más en eliminar la caricatura del sabio que contempla desde lejos cómo se desencadenan las pasiones humanas. No existe nuestra libertad interior por un lado y por el otro la injusticia, las desigualdades, un océano de sufrimientos. Todo está vinculado, todo es interdependiente. Tenemos que remangarnos todos, con decisión. Somos seres sociales hasta la médula, vivimos en comunidad, construyendo nuestra felicidad los unos con los otros.
La emancipación de todos y cada uno de nosotros, ¡esta es nuestra gran tarea! En 1789, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano determinaba que la libertad consistía en poder hacer todo aquello que no perjudicara a los demás. Por desgracia, ¡cuántas personas, mujeres y hombres, viven hoy marginados y sucumben a una precariedad alienante, sin esperanza de poder disfrutar del derecho a una existencia tranquila, a unos mínimos para vivir! No encuentran más que obstáculos por doquier, estigmatización, puertas cerradas…
Debatir acerca de la libertad interior, apelar al trabajo en uno mismo, no debe apartarnos de un sano compromiso por un mundo más justo, más equitativo, más generoso, tal y como tú has subrayado, Matthieu. Por el contrario, el desprenderse de uno mismo, un gozoso desapego, induce a una libertad que se despliega en el vínculo, en el don.
Una vez desembarazados de nuestro fárrago pasional, podemos actuar para que cada cual disfrute de igualdad de oportunidades, de libertad política y social, de los recursos necesarios para dar inicio, de modo especial, al trabajo en uno mismo. Ciertamente, en último término todo hombre y toda mujer pueden alcanzar la paz interior. Pero, para ser honestos, si día y noche tienen que andar buscándose la vida, o si tienen que acarrear con una enfermedad grave sin ningún apoyo, es algo más complicado…
En el Tratado de las pasiones, Descartes definió la generosidad como la conciencia de ser libre sumada al deseo de hacer buen uso de esa libertad. Hacer buen uso de la libertad es emanciparse de todo aquello que lastra, desprendernos de nuestras cadenas, tender la mano, respaldar al de al lado, vivir con los demás como compañeros de equipo. Así pues, ¡en marcha! Y en el trayecto, ¿no es el mismo Aristóteles quien nos manda una llamada de atención? «Quien ha arrojado una piedra, no puede ya recuperarla; y sin embargo, dependía de él arrojarla o dejarla caer al suelo, pues el movimiento inicial estaba en él. Algo similar sucede con el hombre injusto y con el depravado, pues uno y otro podían evitar, en el punto de partida, convertirse en tales: de ahí que lo sean voluntariamente; pero una vez que son lo que son, ya no pueden no serlo». Si queremos iniciar una ascesis, empecemos por detectar los destellos, las señales precursoras que anuncian la ira, las emociones que nos enajenan. Imaginemos a un hombre como Gulliver, atado al suelo. Si no deja de zarandearse de un lado para otro, hasta agotarse, no tendrá ninguna opción de liberarse. ¿Cuál es su única esperanza? Localizar, uno por uno, los hilos que le inmovilizan los miembros para ir cortándolos.
Christophe: ¡Hay que tener en cuenta también la dimensión subjetiva de la libertad! En ocasiones, cuando contemplo mi vida en retrospectiva, experimento pequeños accesos de inquietud: me creo libre, me siento libre, pero ¿lo soy de verdad? ¿No seré como una vaca en un prado, o un gallo en un corral? Entonces, las reflexiones de los filósofos sobre el libre albedrío me tranquilizan, por su seca lucidez: «Los hombres se engañan creyéndose libres», dice Spinoza. En realidad, lo primordial es que nuestra ilusión de libertad —por cuanto es intrínsecamente incompleta y frágil— no nos disuada de trabajar sin descanso en nosotros mismos. Nuestro amigo común André Comte-Sponville reconoce de buen grado: «No nacemos libres, llegamos a serlo, ¡y el proceso no termina nunca!». Estamos permanentemente en el tajo, para trabajar ya sea por la protección de nuestras libertades o por la restitución de las mismas, tanto de las interiores (emancipación de nuestros miedos y nuestros hábitos adquiridos), como de las exteriores (liberación de nuestros apegos excesivos o de nuestras dependencias).
La cuestión de saber si soy totalmente libre no me interesa tanto, al fin y al cabo: sé muy bien que jamás lo seré completamente (hasta donde yo alcanzo, al menos). Pero lo que me llena de gozo son todas las veces en que me doy cuenta de que me he liberado de una inquietud, de una dependencia, de un hábito adquirido. Puedo entonces observar las obligaciones y las cadenas que persisten y decirme que, en el caso de algunas, las he elegido libremente y las asumo, como sucede con determinados compromisos familiares o profesionales; en cuanto a otras sujeciones, ¡todavía tengo trabajo por delante! Pero por lo menos estoy al corriente y no me atormento demasiado con ellas. Cada cual debe seguir trabajando en sus libertades, conservar la lucidez con respecto a las zonas de no libertad (servidumbres y hábitos), ¡y no olvidar sentirse feliz de estar vivo!
Alexandre: Chögyam Trungpa, maestro genial, es categórico: el itinerario espiritual no resistiría un viaje organizado. Ya podemos olvidarnos de hojas de ruta, guías y manuales de uso… El día a día nos invita a improvisar, a iniciar, a probar vías inéditas, a avanzar con los medios disponibles a bordo. Mil veces durante cada jornada, uno se da de bruces al avanzar, toma caminos transversales, tropieza, se desanima… ¿Cuál es el desafío? ¿Qué es lo esencial? Mantener el rumbo, atreverse con una actitud un punto contemplativa, a fin de observar y no permitir que los campos de batalla interiores nos desequilibren; identificar las fuerzas que nos tienen agarrados por el cuello, detectar el caos que nos invade, hacer de todo ello una especie de terreno de juego, una escuela de vida. ¿Por qué habría que asociar, como si de una fatalidad se tratara, la tarea de la liberación con un suplicio, o con un sacrificio, cuando se trata más bien de divertirse, de encontrar la alegría a lo largo del camino?
Matthieu: El Dalai Lama decía que hay un buen número de personas, entre nosotros, que se creen libres, cuando más bien recuerdan a tornillos que giran en su agujero sin salir jamás de él. Aludía a la ilusión de libertad que alimentamos mientras proseguimos con nuestra rutina cotidiana sin intentar emanciparnos de nuestros condicionantes, ni liberarnos de las causas de nuestros sufrimientos, que se encuentran en estado más o menos larvario en nuestro espíritu. No podemos ser libres si no nos desprendemos de las brumas de la confusión mental y de la ignorancia que distorsionan la realidad.
Christophe: Lo complicado con el concepto de libertad es que no resulta nada fácil trasladarlo al ámbito de nuestra cotidianeidad. Por supuesto, está el sentimiento de libertad que nos llena a veces: tenemos la impresión gozosa de que no existen restricciones ni cadenas ominosas en nuestra vida; o que nos falta, en otros momentos, cuando tomamos conciencia de todos nuestros deberes y servidumbres: trabajar para ganarnos la vida, ocuparnos de las personas frágiles que dependen de nosotros, solucionar los problemas y preservar nuestras condiciones de vida… Pero, aun en esos momentos, podemos seguir recordando que es posible vivir esas restricciones con una actitud diferente.
Por poner un ejemplo, cuando vuelvo a casa del hospital, después de una jornada de trabajo agotadora atendiendo a los pacientes y sus padecimientos, si mi mujer me dice que tal persona me ha telefoneado, que le ha dicho que no se siente muy bien y que estaría bien que yo la llamara, mi primera reacción es resoplar y pensar que se me hace muy cuesta arriba. No me siento para nada libre de hacer lo que quiero: «No solo he estado atado a mi trabajo todo el día, sino que ahora además me veo atado a los que me rodean. Pues vaya una lata, hacer de psiquiatra día y noche…». No obstante, intento ver lo absurdo de la situación y pensar que no hay por qué sumar a mi falta de libertad exterior una falta de libertad interior. No se trata de sentirme «obligado», sino de elegir comprometerme de verdad con unos actos que tienen sentido, aunque yo no haya elegido propiamente esos actos.
Hago entonces el esfuerzo contrarrestar la primera reacción con un segundo impulso, consistente en decirme a mí mismo: «Recuerda que esa persona te necesita; es importante para ella». Y en un tercer momento, concluyo, casi en un susurro: «Llámala, y muéstrate contento». Me aplico a infundir libertad y alegría a una situación en la que no he elegido implicarme libremente (las noches de hospital, lo que me gusta es estar tranquilo en mi casa sin que nadie me pida nada). Antes de hacer esa llamada, me digo: «Aunque la conversación no dure más de diez minutos, procura estar presente de verdad, entrégate».
Lo mismo sucede con las sesiones de firma de libros para mis lectores: cada pequeño encuentro con ellos dura una media de uno a dos minutos, pero estoy completamente presente. Escucho con los cinco sentidos a cada uno de ellos, e intento meterme en lo que me está diciendo la persona que tengo delante, para darle consejos o decirle unas palabras de aliento: esa persona se ha desplazado para verme, me ha dado su confianza; le debo respeto, atención y afecto. Después de dos horas, me siento exhausto, y por este motivo nunca firmo libros antes de impartir una conferencia. Ciertamente soy «prisionero» de la firma de libros (no tengo tiempo ni para ir al baño, tan larga es la fila de lectores), pero yo he elegido libremente comprometerme con todo eso, y esta elección es liberadora. Si lo hiciera resoplando, sería doblemente prisionero, ¡y doblemente infeliz!
Todo esto lo digo para explicar que me siento libre para aceptar ciertas servidumbres, siempre que sean transitorias, sobre todo si sirven para que otra persona sufra menos o se sienta mejor.
Alexandre: Con todo ello, han de estar presentes también, desde un primer momento, los ejercicios espirituales, la ascesis. La libertad implica toda una serie de micro-actos repetidos a cada instante. Es muy fácil hablar de perseverancia y de esfuerzo, pero porfiar de verdad, avanzar, eso es harina de otro costal. Poco a poco, eso sí, la paz, la aceptación de la realidad, irán ganando terreno. En el pasado, por amable y generosa imposición de los médicos, hube de someterme a dieta, caballo de batalla de la acrasía («incontinencia»), ese perpetuo desgarro entre la voluntad y la llamada del estómago… Para rehabilitarme tras una recaída, y evitar tentaciones, seguía esta divisa: «La cancha de juego es el presente».
Christophe: En el caso de nuestros pacientes, la curación viene acompañada de la recuperación de pequeñas libertades, que no obstante no se presentan como tales de manera evidente. Las personas con ansiedad o con fobias, por ejemplo, lo que recobran es la espontaneidad; se ven liberados, al menos en parte, de su tendencia a preverlo y planificarlo todo para evitar peligros. Los pacientes con depresión ganan una ligereza perdida: tomar una decisión ya no precisa de esfuerzos agotadores, sino que es algo que se da con facilidad.
Matthieu: Para resumir: sin dejar de esforzarnos en conquistar nuestra libertad exterior y contribuir a la de los demás, no debemos en ningún caso olvidarnos de avanzar hacia la libertad interior, que es la que nos permitirá abordar con serenidad los altibajos de la existencia y, al término de nuestro camino espiritual, liberarnos de la ignorancia y de las causas del sufrimiento. De modo que desearíamos ahora interrogarnos acerca de los obstáculos que se erigen en el camino de esta libertad interior, sobre los métodos de cultivarla, de hacerla más extensa y profunda, a fin de que se convierta en una verdadera manera de ser.
Alexandre: Emplazar la propia vida bajo el signo de la libertad supone, por encima de todo, avanzar, integrar la cotidianeidad en el corazón de una dinámica. Esta pulsión por la paz, por la alegría, por el amor, a los que ralentizan desviaciones, ideas ilusorias, desalientos, ¡tal es nuestro auténtico periplo! ¡Y cuántos vientos en contra! Todo parece coaligarse para hacer zozobrar esta frágil embarcación: tristezas, ansiedades, enfermedades, deficiencias… Y todos esos conflictos interiores, además, esa voluntad que se tambalea… ¿Acaso hay varios pilotos disputándose el timón? ¿Es que no van a ponerse nunca de acuerdo para mantener el rumbo y conducirnos a buen puerto?
Los griegos forjaron un concepto muy esclarecedor para describir los campos de batalla, los conflictos interiores que se originan en lo hondo de un corazón: «acrasía». Etimológicamente, acratos significa «no-poder». Podríamos por tanto traducir este término como «debilidad de la voluntad». San Pablo resume de maravilla los desgarros, la confusión, las luchas que pueden desencadenarse en lo más profundo de uno mismo: «Pues no hago el bien que quiero, y hago el mal que no quiero». De ello nace un sentimiento de guerra civil, un disgregamiento como las piezas de un puzle, e interminables pugnas internas. Impotente, la voluntad indica una dirección, pero pulsiones, emociones, miedos, irritaciones, van por su cuenta. ¿Quién no ha experimentado nunca este enajenamiento que nos deja sin recursos? Es más fuerte que nosotros…
La acrasía puede llegar a gangrenar no pocas parcelas de nuestra existencia. El alcoholismo, las adicciones, la toxicomanía, todas las facetas, en suma, de nuestros desgarros interiores, vienen a revelarnos la dificultad de perseverar en lo mejor de nosotros mismos. Nuestra incapacidad de cambiar afecta a muchos ámbitos. Me doy perfecta cuenta, por ejemplo, de que una relación es nociva, y sin embargo me meto en ella hasta el cuello. ¿Cómo salirse del engranaje, dejar de alimentar la funesta mecánica que nos enajena y reduce todos nuestros esfuerzos a la nada?
Por no hablar de la culpabilidad que corroe a todo aquel que, desamparado, ve abrirse el abismo que separa un ideal de vida, unas convicciones, unas aspiraciones elevadas, de sus comportamientos y de sus actos. De ahí la necesidad de una ascesis, de una pacificación interior que nos permita atrevernos a buscar una salud robusta y doblegar a los tiranos pulsionales. Con frecuencia subrayas tú, Matthieu, la coherencia, la armonía perfecta que reina en el sabio. La intención y el acto van de suyo. No subsisten en él mentiras ni vanas ilusiones. Para quien está progresando, aquel que camina hacia la libertad y carga con una multitud de conflictos internos, es un obstáculo temible: desaliento, sentimiento de impotencia, de impostura tal vez. ¿Cómo no abdicar cuando de la noche a la mañana uno, frágil títere de deseos que nos superan largamente, se ve arrastrado a una gigantesca centrifugadora, completamente escurrido?
Seguir a Chögyam Trungpa en medio de este caos es ya acercarse al taller mecánico para seres vivos, en busca de reparación, y renunciar a acusarnos, a culpabilizarnos. Sí, hasta la intención altruista más sincera puede ceder ante el miedo, las fantasías, las carencias. En ocasiones, ni la mejor voluntad del mundo es suficiente para eliminar el egocentrismo, para aniquilar el narcisismo. Lanzarse a una ascesis gozosa es ya identificar sin rechistar los estragos, contemplar sin temor, como un buen carrocero, la chapa maltrecha, los daños del alma y del corazón.
Christophe: Desde un punto de vista práctico, la acrasía designa la incapacidad de cumplir con los compromisos y resoluciones personales. Yo podría desear, por ejemplo, mostrarme benevolente más a menudo, comer menos postres, hacer más deporte; pero no lo consigo. Para desentrañar aquello que participa o no de la acrasía, diría que atañe a aquello que uno podría hacer (si es algo que sobrepasa nuestras fuerzas, entonces pasaríamos ya a otra dimensión, que trataremos más adelante cuando hablemos de las adicciones), pero que no hace, al tiempo que considera que sería deseable hacerlo. Entran en juego estas tres dimensiones: quiero, puedo, pero no lo hago.
El hecho de hablar de acrasía, en lenguaje filosófico, o de procrastinar en terminología psicológica (dejar siempre para más tarde la puesta en marcha de las decisiones) tiene ya de por sí una gran ventaja: ¡estamos evitando aplicar un juicio moral a una dificultad personal! De lo contrario, nos etiquetarán (o nos etiquetaremos a nosotros mismos) de veleidosos, de indecisos, de no resolutivos, de perezosos, de negligentes…
A mí me sucede a veces, que caigo en esta especie de trampa: estoy delante de la pantalla del ordenador, sin conseguir redactar el artículo que tengo entre manos, y me dejo llevar y me pongo a consultar el correo electrónico, o a buscar cualquier cosa por internet… Me he desconcentrado del trabajo, de golpe me he dejado engatusar por un señuelo, y además me culpabilizo, diciéndome que he estado perdiendo el tiempo. Aun así, una gran parte de mí, la parte acrásica, ¡no tiene ningunas ganas de volver a enfrentarse con la dificultad!
Es evidente, por supuesto, que raramente uno es acrásico por placer; muchas veces lo es por incapacidad de afrontar una dificultad, o también por costumbre, la cual, si se le da alas, no tarda en campar por sus fueros en nuestro interior.
Matthieu: En el budismo, la acrasía, esa funesta contradicción entre lo que sería bueno hacer y lo que se hace, se corresponde con uno de los tres aspectos de la pereza. El primero de ellos consiste en hacer lo menos posible y escurrir el bulto. El segundo es el de renunciar a la tarea antes incluso de haberla comenzado, al tiempo que uno se dice a sí mismo: «¡Uy, uy, uy! Esto no es para mí, jamás sería capaz de lograrlo»; no porque uno sea de verdad incapaz, sino porque no tiene ganas de hacer el esfuerzo. Pero estancarse en el statu quo de nuestras tendencias habituales entra a formar parte de una inercia que nos aboca a repetir los mismos comportamientos. La tercera forma de pereza consiste en saber lo que es verdaderamente importante y sin embargo hacer un centenar de cosas insustanciales en lugar de aplicarse a la tarea esencial. Todo ello mientras uno escucha constantemente una vocecilla que le susurra: «Cuidado, esto no es muy listo por tu parte. Así no haces más que remachar el clavo, abonarte al sufrimiento, perpetuar unos tormentos y unas dependencias de las que desearías desembarazarte». Ceder a las tendencias es fácil. Desprenderse de ellas exige un esfuerzo continuado. Además, el aspecto atractivo, seductor, bajo el que a veces se presentan estas tendencias ha hecho bien su labor de embaucarnos, como en el caso de los paraísos artificiales. «Puedo resistirme a todo, salvo a la tentación», decía Oscar Wilde.
Christophe: Esos «paraísos artificiales y efímeros» de los que hablas son frecuentes en nuestro entorno materialista. Vivimos en un mundo de tentaciones, de superficialidades, de elementos desestabilizadores. Tenemos que navegar en medio de todo ello lo mejor que podamos, conjugando la necesaria desconfianza con la indispensable despreocupación.
A veces tengo la impresión de que podría calificarse a nuestras sociedades de «acrasiógenas», por sus contradicciones: mientras por un lado nos facilitan un cúmulo de información acerca de lo hay que hacer para nuestro bienestar, por otro lado permiten que los negocios y las empresas nos invadan con tentaciones (consumir alimentos no saludables, sexo, tabaco, alcohol, etc.). Nunca he entendido, por ejemplo, que las autoridades en Francia permitan la venta de alcohol en las estaciones de servicio: cuando uno se acerca a pagar la gasolina con que acaban de llenarle el depósito, ¡se topa con pasillos enteros de bebidas de alta graduación! Un poco violento e incoherente para los conductores alcohólicos, para los ex alcohólicos, o incluso para los que beben en exceso y luchan por moderarse.
Además, se ha extendido una noción de nuestra psicología que aún persiste y que resulta muy desalentadora y poco motivadora, según la cual estaríamos manipulados por un inconsciente poblado de deseos insaciables, del que sería imposible expulsar los instintos naturales más básicos y evitar que vuelvan a toda máquina, etc.
Sucede también a menudo que nos encontramos solos ante la tentación. A mí me parece que en el pasado los vínculos sociales eran mayores y también la «vigilancia» por parte de nuestras personas allegadas: no solo estábamos menos expuestos a determinadas tentaciones (no había ciertos locales nocturnos, ni internet), sino que además nos encontrábamos casi siempre rodeados de otras personas, nos movíamos en el seno de un grupo, en lugar de vivir en solitario, como abandonado a uno mismo, al igual que un niño delante de un tarro de mermelada… Como un vampiro, la acrasía se alimenta de nuestras penas y de nuestra soledad.
Mantenerse firme en las decisiones, en definitiva, ¡es bastante complicado!, no hay más. Y hacer frente a la acrasía consiste muchas veces en refrenar ciertos comportamientos (comer menos, fumar menos), emociones (menos irritación, menos estrés) y pensamientos (menos ideas negativas o pesimistas), y al mismo tiempo en desarrollar otros comportamientos (comer más verdura, ser más ordenado), emociones (mostrarse más benévolo) y pensamientos (cultivar ideas optimistas). Se trata, por consiguiente, de que haya «menos» de algunas cosas y «más» de otras, lo cual quizá explique en parte nuestras dificultades al enfrentarnos con tal situación, pues hablamos de circuitos cerebrales diferentes.
Los estudios de Olivier Houdé, profesor de psicología en la Sorbona, en torno a los procesos de aprendizaje y a lo que él llama el «pensamiento libre», son muy interesantes. Muestran que para hacer que nuestros juicios y comportamientos evolucionen, debemos activar ciertas capacidades psicológicas (de flexibilidad, de lógica, de repliegue), pero al mismo tiempo también inhibir otras (razonamientos prelógicos, automatismos, hábitos adquiridos y prejuicios). Estas capacidades inhibidoras se ubican en el córtex prefrontal inferior. Esta función de «resistencia» psicológica es fundamental para todo tipo de aprendizaje (en los niños) y para toda evolución psicológica (cambiar de opinión o de comportamiento en los adultos).
Alexandre: La tradición filosófica llama «templanza» (sophrosyne) a la moderación en los deseos. Pero ¿cómo se puede progresar en este dominio? ¿Dónde se aprende el justo equilibrio? ¿Cómo se pacifican la afectividad, la sexualidad, el corazón? Entre la teoría y la práctica se abre un abismo inmenso. Si no queremos caer en la esclavitud y enajenarnos sin remedio, se impone una ascesis, un arte de vivir. Cuando hablabas de autocontrol, Christophe, subrayabas la capacidad del sabio, su determinación, su autocontrol. Para el que está en proceso, ¡son palabras mayores! ¿Cuál es el desafío al que se enfrenta? Alejarse de la avidez, no perderse en la emotividad, acoger la sensualidad para hacer de ella un entorno privilegiado para la libertad, la generosidad, el don de sí. Evitemos el desaliento y observemos que la acrasía es un fenómeno que más bien va por barrios. Invade ciertas zonas de nuestra existencia para dejar otras indemnes. En determinados momentos, llega a gangrenar la vida cotidiana sin destruir la integralidad de nuestro ser. Como dijo Nietzsche, considerados en nuestra totalidad, seguimos sanos. ¿Y si identificáramos nuestras vulnerabilidades para tenerlas como puntos de vigilancia?
La pendiente adictiva es muy resbaladiza. No hay más que pensar en un ejemplo tan tonto como el de comer cacahuetes. Es difícil parar, una vez hemos dado al interruptor que pone en marcha el engranaje. En el día a día, hay mil y una situaciones cacahuete: películas, teléfonos móviles, redes sociales, sed de nuevas sensaciones, dependencia afectiva… Lanzarse a los caminos de la libertad, ¿no es ya tanto como identificar las regiones acrásicas de nuestro ser, esos comportamientos y tendencias que son más fuertes que nosotros? Desde la compra compulsiva en una librería, hasta los actos violentos; desde el abuso con el alcohol, hasta la necesidad de afecto. Hay cientos de ocasiones en que la voluntad se bate en retirada. Sin necesidad de condenar ni buscar culpables, ¿por qué no dar pasos hacia la humildad más completa, abriendo los ojos a las debilidades, las carencias, las heridas emocionales…? El voluntarismo por el que uno cree que está todo en nuestro poder y que basta chasquear los dedos para obrar un cambio de ciento ochenta grados, es una ilusión que no ha liberado jamás a nadie. No, el intemperante no necesita patadas en el trasero ni reproches. Una vez más, para liberarse es preciso comprender, analizar los mecanismos interiores y llevar a cabo acciones que nos saquen de nuestras prisiones, adoptando los sanos hábitos que nos abren a una nueva vida.
Matthieu: Ciertamente, darle patadas a un encadenado conminándolo a caminar ¡no es el mejor modo de proceder! Es preferible enseñarle cómo liberarse de las cadenas. Ni tampoco sirve de nada dar lecciones a los demás si uno no ha hecho realidad la libertad que promulga. Una madre y su pequeño fueron un día a ver al Mulá Nasrudín, sabio travieso cuyas aventuras se cuentan en la India y el Próximo Oriente desde tiempo inmemorial. La madre le pidió a Nasrudín que prohibiera a su hijo comer más golosinas, con la esperanza de que la autoridad del sabio tuviera más efecto que la suya. Nasrudín miró al niño, y acto seguido le dijo a la madre: «Volved dentro de quince días». Quince días más tarde, la madre volvió a llevar a su hijo ante la presencia de Nasrudín, quien miró al niño directamente a los ojos y proclamó con voz estentórea: «¡Deja de comer caramelos!». El pequeño, impresionado, asintió tímidamente con la cabeza. La madre no pudo evitar preguntarle al Mulá por qué no le había dicho aquello mismo quince días atrás: «Porque quería comprobar por mí mismo que era posible dejar de comerlos».
Yo aún diría más: no poder es diferente de no querer. Si una tarea supera de entrada nuestras capacidades, hay que proceder paso a paso. El hecho de que el viaje pueda ser largo no debe desanimarnos. Lo importante es saber que vamos en la buena dirección. Entonces, cada paso conseguido tiene un sentido y es gratificante. Si finalmente esa tarea se revela irrealizable, reconocerlo y volver nuestra atención hacia otra cosa no es muestra de acrasía ni de resignación, sino de sensatez.
Alexandre: La fuerza de la inercia, los condicionantes, los hábitos adquiridos… ¡desprendámonos de estas prisiones y atrevámonos a iniciar una vida nueva! Correr en pos de la libertad tiene más de maratón que de esprint. Y la voluntad, en esta aventura, desempeña más el papel de timón que de motor. Indica una dirección, ayuda a mantener el rumbo, a perseverar. Pero si nos obcecamos demasiado en funcionar únicamente según nuestra voluntad, terminamos completamente vaciados, reventados, exangües.
Christophe: ¿No podría también considerarse la voluntad como el carburante, donde el timón estaría representado por nuestros valores, nuestros ideales, nuestros objetivos?
Matthieu: Sin carburante, nos quedamos varados. Mi tío, el navegador en solitario Jacques-Yves Le Toumelin, se encontró en una ocasión en medio de una calma chicha, en la zona de convergencia intertropical, cerca de las islas Galápagos; durante tres semanas, ni un soplo de viento. Su velero no tenía motor. En una situación así, ya puedes girar el timón en todas las direcciones, que no te moverás ni un centímetro. Personalmente, diría que nuestra motivación es la caña del timón del barco: al controlar el timón, determina la dirección de nuestra travesía. La voluntad es el viento que hinche las velas y nos permite llegar a buen puerto.
Alexandre: Los obstáculos que se interponen en la travesía de la vida, que nos impiden cruzarla en línea recta, surcar libremente el océano de la existencia, pueden a la larga despojarnos de nuestras fuerzas. Es entonces cuando el sabio, como buen médico, acude para reanimarnos. Lejos de cualquier tipo de condena, certifica que otro modo de vida es posible, que sufrir no es una fatalidad. Ligero, juguetón, baila con la existencia, apartándose de los psicodramas. Sin fiarlo todo a la voluntad desnuda, no pone obstáculos a la vida, a la alegría que cruza su ser: él es.
Matthieu: Sí, a partir del momento en que has logrado socavar las tendencias habituales que alimentaban tus sufrimientos, todas las manifestaciones de tus pensamientos, en palabras y en actos, serán benéficas, tanto para ti como para los demás. Actuarás con naturalidad, con ductilidad y con libertad, sin tener que obligarte ya a laboriosos esfuerzos. Te sentirás en perfecta coherencia con tus valores profundos. El sabio constituye una enseñanza por sí solo, en todo aquello que se trasluce de su manera de ser. El mensajero se ha convertido en mensaje.
Christophe: Pienso que falta todavía una dimensión por abordar: a menudo tengo el sentimiento de que aquello que nos conduce al error de la acrasía no es tan solo la debilidad de la voluntad, sino la intolerancia a la incertidumbre, al malestar y al sufrimiento.
Tomemos por caso lo que podríamos llamar una acrasía emocional: si acabo de enterarme de que sufro una enfermedad grave, esta mala noticia por supuesto causa en mí una conmoción. Hago esfuerzos por decirme a mí mismo: así es la realidad, acéptala tal cual, no te desesperes, y sobre todo, no le des vueltas, no vale la pena, haz lo que tengas que hacer para reincorporarte lo antes posible a la vida y a la alegría, ahí está tu salvación. Pero la incertidumbre es hasta tal punto insoportable, que «prefiero» reincidir en certezas negativas, en escenarios pesimistas: «Estoy acabado, no saldré de esta…». De modo que lo que parece falta de voluntad no es, de hecho, más que falta de capacidad para resistir a la incertidumbre o al sufrimiento. Quizá nos falta voluntad para perseverar en aplicar estrategias que sabemos que nos harían un bien, pero ¡es tan difícil llegar a ese bien!
Y cuando nos cuesta controlar nuestras emociones, me da la impresión de que no es tanto por debilidad de la voluntad, cuanto por una incapacidad transitoria. Estoy absorbido por mis emociones dolorosas y negativas, contemplo el campo de batalla y me digo a mí mismo: «Está bien, espera, conserva la serenidad, no pierdas el norte, todo esto va a calmarse, la situación cambiará, tú limítate a mantener el rumbo lo mejor que puedas…».
Alexandre: Haces bien, querido Christophe, en recordar el carácter transitorio, efímero, de los combates y los campos de batalla. Lo que supone un pesado lastre, me parece a mí, es precisamente olvidar que todo pasa, incluso los desastres que nos caen del cielo, los arrebatos pasionales, o los tormentos del alma. Es de locos cuando uno piensa en cómo puede desencadenarse una catástrofe personal. Es difícil, en pleno suplicio, no creer que esa sobrecarga emocional vaya a devorarnos por entero. Nuestra letanía mental se dispara desde buen principio: «estoy aviado», «mi vida ha terminado», «no tengo fuerzas para esto», «es la gota que colma el vaso». En medio de la acrasía, recordar que todo es provisional, transitorio, implica dejarse llevar, aceptar el desorden.
Una amiga de Matthieu me ayudó mucho en este camino. A nuestro regreso de Corea, en pleno traslado, cuando todo se me hacía una montaña, ella me dijo de sopetón: «Esto es un caos, sí, pero ¿y qué? ¿Qué problema hay?». Desde entonces, he hecho de esto un mantra. Cuando veo que atravieso una zona de turbulencias, en medio de la mayor confusión, me digo que, efectivamente, todo eso es un caos, pero que no tiene por qué ser un drama. Nuestra condición mental, esa gigantesca máquina de hacerse montañas, tiende a la exageración. Sin necesidad de caer en un optimismo beato, podemos tomar conciencia de que hay dos tipos de sufrimiento, dos tipos de parto, si se me permite la osadía: el de las tragedias de la existencia, las enfermedades, los terremotos, la invalidez, la muerte, cierto tipo de soledad; y por otro lado el de toda la carga de los psicodramas que el ego fabrica a partir de una multitud de piezas. Afortunadamente, podemos aniquilar estos dragones interiores, desarticularlos progresivamente, y decidirnos de una vez a no dejarnos estafar tan ciegamente por las Casandras que moran en nosotros.
Christophe: Esta «impostura de la mente» de la que hablas, Alexandre, adopta a veces la forma de una incapacidad para impedirse hacerse mal a uno mismo. Cuando un paciente tiene eczema, por ejemplo, tiende a rascarse con saña, lo cual agrava sus daños en la piel y le da más ganas aún de rascarse. Ello puede degenerar en lesiones dermatológicas como la excoriación, que complican el cuadro médico de partida. Lo ideal sería no empezar a rascarse, del mismo modo que, en el plano psicológico, lo ideal es no aceptar la entrada de pensamientos repetitivos, no empezar a darles vueltas y más vueltas. Pero es muy difícil, sobre todo porque ceder, rascarse, alivia durante… ¡unos segundos! Uno lo sabe, sabe que el alivio no va a durar mucho, pero se rasca a pesar de todo. Sería mejor que se aplicara una crema hidratante (para no propasarse con la dosis de corticoides cutáneos), acariciándose con suavidad la zona afectada. Pero ¡qué difícil! La cuestión que plantea la acrasía vendría a ser: ¿cómo lograr no rascarse, de dónde sacar la fuerza para no hacerlo?
Matthieu: Rascarse proporciona alivio, pero lo ideal sería, en efecto, el cese de la comezón. Por ello pensamos en un antídoto que eliminara por completo las tendencias habituales, en lugar de paliar simplemente los síntomas. La acrasía, pienso yo, va también asociada a una falta de coherencia y a diversas formas de discordancias cognitivas entre nuestros ideales, nuestros valores y nuestro comportamiento. Hemos visto casos de diputados encargados de la lucha contra la evasión fiscal llevarse su dinero a Suiza para evadir impuestos, y a políticos y predicadores estadounidenses que alardeaban de ser adalides en la protección y el respeto a las mujeres, y que habían cometido abusos sexuales. En un nivel más trágico aún, se sabe de simples padres de familia que se comportaban como verdugos de un campo de concentración.
Las tendencias adquiridas son resultado de la acumulación de pensamientos, emociones y comportamientos. Si colgamos durante semanas un gran peso del centro de un largo tablón de madera, al cabo de cierto tiempo el tablón se habrá curvado, y seguirá con esta deformidad aunque retiremos el peso. Es imposible volver a ponerlo plano, y si forzamos demasiado, se romperá. Es necesario darle la vuelta y colgar un contrapeso que corrija la curvatura, día tras día, hasta que el tablón recupere y conserve su forma inicial. De modo que hay que dar prueba de perseverancia para debilitar poco a poco nuestros hábitos. Es ahí donde intervienen la voluntad y la constancia. Buda lo dijo siempre: «Yo os he enseñado el camino, pero sois vosotros quienes debéis recorrerlo». Buda no puede hacer el camino por nosotros, ni nos llevará a la liberación del sufrimiento y al Despertar, como quien arroja una piedra desde el nivel de la calle hasta el tejado. Nos indica la vía, la ilumina, y nos da consejos para viajar sin estorbos.
El sabio es, pues, como una especie de polo magnético que actúa sobre la brújula de aquellos que se le acercan. En ausencia del polo, nuestra brújula se trastoca. El viajero que no tiene un punto de referencia se siente impotente y se desalienta. Pero, en cuanto el polo aparece, la brújula se orienta hacia el norte, y el que se sentía perdido sabe qué dirección tomar, lo cual da sentido a cada uno de sus pasos.
La discordancia cognitiva nos infunde inseguridad con respecto a nuestros valores, a aquello que nos parece justo, cosa que inevitablemente genera un sentimiento de malestar. Es deseable, por tanto, emprender acciones que nos lleven a sentirnos en acuerdo con nosotros mismos. Es un proceso que exige esfuerzo, pero este esfuerzo se ve fomentado por el entusiasmo al