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El volumen Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes agrupa dos relatos, con cierta conexión entre sí, en donde se enfrentan el caballero ladrón y el detective inglés, heredero este último del gran personaje creado por Arthur Conan Doyle. La primera de las historias, titulada "La Dama Rubia", narra varios robos ocurridos en distintos lugares de París bajo el mismo modus operandi. El segundo relato, nombrado "La lámpara judía", se refiere al robo de una curiosa lámpara, aparentemente un objeto sin importancia. Unido a los códigos característicos del género policiaco, el lector disfrutará de innumerables peripecias, marcadas por un refinado sentido del humor, y de interesantes personajes que no son el arquetipo del ladrón y el detective.
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Seitenzahl: 278
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Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes
Maurice Leblanc
Título de la obra en idioma original: Arsène Lupin contre Herlock Sholmes
Edición y corrección: Mónica Gómez López
Correción para ebook: Aline María Rodríguez
Composición: Ofelia Gavilán Pedroso
Diseño de cubierta: Lisvette Monnar Bolaños
Diseño de colección: Rafael Lago Sarichev
Programación: Alberto Correa Mak
© Sobre la edición para epub:
Cubaliteraria, 2020
Primera edición, 1969
Segunda edición, 1978
Tercera edición, 1990
© Sobre la presente edición:
Editorial Arte y Literatura, 2020
ISBN: 9789590309724
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Colección DRAGÓN
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Obispo no. 302, esq. a Aguiar, Habana Vieja
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El volumen Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes agrupa dos relatos, con cierta conexión entre sí, en donde se enfrentan el caballero ladrón y el detective inglés, heredero este último del gran personaje creado por Arthur Conan Doyle. La primera de las historias, titulada «La Dama Rubia», narra varios robos ocurridos en distintos lugares de París bajo el mismo modus operandi. El segundo relato, nombrado «La lámpara judía», se refiere al robo de una curiosa lámpara, aparentemente un objeto sin importancia. Unido a los códigos característicos del género policiaco, el lector disfrutará de innumerables peripecias, marcadas por un refinado sentido del humor, y de interesantes personajes que no son el arquetipo del ladrón y el detective.
El 8 de diciembre del año pasado, el señor Gerbois, profesor de matemática en el Liceo de Versalles, descubrió, entre el batiburrillo de una tienda de compraventa, un pequeño secrétaire de caoba que le agradó por la variedad de sus gavetas.
«He aquí lo que necesito para el cumpleaños de Suzanne», pensó.
Y como se las ingeniaba, en la medida de sus modestos recursos, por complacer a su hija, le quitó el precio y pagó la suma de sesenta y cinco francos.
Cuando daba su dirección, un joven de aspecto elegante y que hacía un buen rato iba husmeando de un lado para otro, vio el mueble y preguntó:
—¿Cuánto?
—Está vendido —replicó el dueño de la tienda.
—¡Ah…! ¿Al señor, quizá?
El señor Gerbois saludó y, tanto más contento por haber comprado un mueble que le gustaba a un semejante, se retiró.
Pero no había dado diez pasos en la calle cuando se le unió el joven, el cual, con el sombrero en la mano y un tono de perfecta cortesía, le dijo:
—Le ruego que me perdone, señor. Pero voy a hacerle una pregunta indiscreta… ¿Buscaba ese secrétaire con mayor interés que cualquier otra cosa?
—No. Buscaba una balanza de ocasión para algunos experimentos físicos.
—Entonces, ¿no le importa mucho?
—Sí me importa.
—¿Porque es antiguo tal vez?
—Porque es cómodo.
—En ese caso, ¿consentiría en cambiarlo por otro secrétaire tan cómodo como ese, pero en mejor estado?
—Este está en buen estado y el cambio me parece inútil.
—Sin embargo…
El señor Gerbois era un hombre fácilmente irritable y de carácter receloso. Respondió secamente:
—Le suplico, señor, que no insista.
El desconocido se plantó delante de él.
—Ignoro el precio que ha pagado usted por ese mueble, señor. Le ofrezco el doble.
—No.
—El triple.
—¡Oh! Basta ya —exclamó el profesor, impaciente—. No vendo lo que me pertenece.
El joven lo miró fijamente, de una forma que el señor Gerbois no olvidaría; luego, sin decir una palabra, dio media vuelta y se alejó.
Una hora después llevaban el mueble a la casita que ocupaba el profesor en la carretera de Viroflay. Llamó a su hija.
—Esto es para ti, Suzanne, si todavía te hace falta.
Suzanne era una muchacha bonita, expansiva y feliz. Se arrojó al cuello de su padre y lo besó con tanta alegría como si le hubiese ofrecido un regalo digno de reyes.
Aquella misma tarde, después de haberlo colocado en su habitación con la ayuda de Hortense, la criada, limpió las gavetas y colocó cuidadosamente en ellas sus papeles, sus cajas de cartas, su correspondencia, sus colecciones de tarjetas postales y algunos recuerdos furtivos que conservaba de su primo Philippe.
Al día siguiente, a las siete y media, el señor Gerbois se dirigió al Liceo. A las diez, siguiendo una costumbre cotidiana, Suzanne lo esperaba a la salida, y para él era un gran placer ver en la acera de enfrente su graciosa figura y su sonrisa infantil.
Y regresaron juntos.
—¿Y tu secrétaire?
—¡Una verdadera maravilla! Hortense y yo hemos limpiado todos los adornos de cobre. Se diría que son de oro.
—¿Estás contenta, entonces?
—¿Que si estoy contenta…? Claro que sí; no sé cómo he podido estar sin él hasta ahora.
Atravesaron el jardín que precedía a la casa. El señor Gerbois propuso:
—¿Podríamos verlo antes de comer?
—¡Oh, sí! Es una idea excelente.
La muchacha subió primero; pero, cuando alcanzó el umbral de su dormitorio, lanzó un grito de espanto.
—¿Qué pasa? —balbució el señor Gerbois y entró en la habitación. El secrétaire había desaparecido.
…Lo que extrañó al juez de instrucción fue la sencillez de los medios empleados. En ausencia de Suzanne y mientras la criada hacía la compra, un comisario provisto de su placa —los vecinos lo vieron— detuvo su carrito delante del jardín y llamó dos veces. Los vecinos, que ignoraban que la criada estaba fuera, no sospecharon nada, de forma que el individuo efectuó su tarea con la más completa tranquilidad.
Observaron que no habían roto ningún armario ni violentado ninguna gaveta. La cajita que ella había dejado sobre el mármol del secrétaire fue encontrada sobre la mesa con los objetos de oro que contenía. El móvil del robo estaba claramente definido, lo que lo hacía más inexplicable; pues, a fin de cuentas, ¿por qué correr tanto riesgo por un botín tan exiguo?
El único indicio que pudo dar el profesor fue el incidente de la víspera.
—Ante mi negativa, aquel joven demostró una manifiesta contrariedad y tuve la clara impresión de que me abandonaba bajo amenaza.
Eso era muy vago. Interrogaron al dueño de la tienda. No conocía ni a uno ni a otro de aquellos señores. En cuanto al mueble, lo había comprado por cuarenta francos en Chavreuse, en una venta de muebles efectuada después de un fallecimiento, y creía haberlo vendido en su verdadero valor. La investigación prosiguió sin obtenerse nada más.
Pero el señor Gerbois estaba convencido de que había sufrido una pérdida enorme. Una fortuna debía de estar oculta en el fondo de alguna gaveta, y esa era la razón por la que el joven, conociendo el escondrijo, había actuado con tal decisión.
—¿Qué habríamos hecho con esa fortuna, papá? —repetía Suzanne.
—¿Qué? Con semejante dote habrías podido aspirar a los mejores partidos.
Suzanne, que limitaba sus pretensiones a su primo Philippe, el cual era un partido mediocre, suspiraba amargamente. En la casita de Versalles continuó la vida, menos alegre, menos tranquila, ensombrecida por lamentaciones y decepciones.
Pasaron dos meses. De repente, uno tras otro, surgieron los más graves acontecimientos: ¡una serie imprevista de felices oportunidades y de catástrofes…!
El día 1 de febrero, a las cinco y media, el señor Gerbois, que acababa de regresar con un periódico de la tarde en la mano, se sentó, se puso los espejuelos y comenzó a leer. Como no le interesaba la política, volvió la página. Inmediatamente atrajo su atención un artículo titulado «Tercer sorteo de lotería de las asociaciones de la prensa, el número 514, serie 23, gana un millón…».
El periódico se le escurrió de las manos. Las paredes vacilaron ante sus ojos y su corazón dejó de latir. ¡El número 514, serie 23, era el suyo! Lo había comprado por casualidad, para hacerle un favor a un amigo, porque apenas creía en los favores de la suerte, ¡y había salido premiado!
Rápidamente sacó su agenda. El número 514, serie 23, estaba escrito, para recordarlo, en la página de la agenda. Pero ¿y el billete?
Corrió a su despacho para buscar la caja de sobres entre los cuales había deslizado el preciado billete, y en la misma puerta se paró en seco, vacilando de nuevo y con el corazón encogido: la caja de sobres no estaba allí, y, cosa terrible, ¡se dio cuenta súbitamente de que hacía semanas que no se encontraba allí! ¡Durante ese tiempo no la veía ante él a las horas en que corregía las tareas de sus alumnos!
Un ruido de pasos sobre la grava del jardín… Llamó:
—¡Suzanne…! ¡Suzanne!
La muchacha llegaba de la calle. Subió de forma precipitada.
El profesor tartamudeó con voz estrangulada:
—Suzanne… la caja… la caja de sobres…
—¿Cuál?
—La del Louvre… que traje el jueves… y que estaba en la esquina de esta mesa.
—Pero recuérdalo, papá… La colocamos juntos…
—La tarde…, ya sabes, la víspera del día…
—Pero ¿dónde…? Responde… Me estás matando…
—En el secrétaire.
—¿En el secrétaire que robaron?
—Sí.
—¿En el secrétaire que robaron?
Repitió la frase en voz baja, con espanto. Luego le cogió las manos y, con voz más baja aún, dijo:
—Contenía un millón, hija mía…
—¡Ah papá! ¿Por qué no me lo dijiste? —murmuró la muchacha con ingenuidad.
—¡Un millón! —repitió el profesor—. Es el número que ha salido premiado en la lotería de la prensa.
La enormidad del desastre los amilanó, y durante largo rato guardaron un silencio que no tenían el valor de romper.
Al fin, Suzanne dijo:
—Pero, papá, te lo pagarán de todas formas.
—¿Por qué? ¿Con qué pruebas?
—¿Hacen falta pruebas?
—¡Claro que sí!
—¿Y no las tienes?
—Sí, tengo una.
—¿Entonces?
—Estaba en la caja.
—¿En la caja que ha desaparecido?
—Sí. Y es el otro quien lo cobrará.
—¡Eso sería abominable! Vamos papá: ¿podrías oponerte a ello?
—¿Acaso lo sé? ¿Acaso lo sé? ¡Ese hombre debe de ser fuerte! ¡Dispone de tales recursos…! Recuerda el asunto del mueble…
Se irguió con un sobresalto de energía y, golpeando el suelo con el pie, dijo:
—¡No! ¡No conseguirá ese millón! ¡No se apoderará de él!
¿Por qué iba a conseguirlo? Después de todo, por hábil que sea, tampoco puede hacer nada. ¡Si se presenta a cobrarlo, lo detendrán! ¡Ah, nos veremos las caras, amigo mío!
—¿Tienes alguna idea, papá?
—La de defender nuestros derechos hasta el final, pase lo que pase. ¡Y triunfaremos…! El millón es mío, ¡y lo cobraré!
Algunos minutos más tarde expedía este despacho:
Gobernador del Crédit Foncier.
Calle Capucines. París.
Soy el poseedor del número 514, serie 23, y me opondré por todas las vías legales a cualquiera que desee cobrarlo en mi lugar.
GERBOIS
Casi al mismo tiempo llegaba al Crédit Foncier este otro telegrama:
El número 514, serie 23, está en mi poder.
ARSENIO LUPIN
Cada vez que emprendo la tarea de contar alguna de las innumerables aventuras de que se compone la vida de Arsenio Lupin, experimento una verdadera confusión, porque me parece que la más vulgar de estas aventuras es conocida por todos aquellos que van a leerme. En realidad, no hay un gesto de nuestro ladrón-nacional, como graciosamente se le ha llamado, que no haya sido señalado de la forma más retumbante, ni una hazaña que no haya sido estudiada bajo todas sus fases, ni un acto que no haya sido comentado con esa abundancia de detalles que se reservan, por lo general, al relato de acciones heroicas.
¿Quién no conoce, por ejemplo, esta extraña historia de la Dama Rubia, con sus curiosos episodios, que los periodistas titularon en gruesos caracteres «El número 514, serie 23…»; «El crimen de la avenida Henri-Martin…»; «El brillante azul?». ¡Qué ruido alrededor de la intervención del famoso detective inglés Herlock Sholmes! ¡Qué efervescencia tras cada una de las peripecias que marcaron la lucha entre estos dos grandes artistas! ¡Y qué barahúnda en los bulevares, el día en que los vendedores de periódicos vociferaron: «La detención de Arsenio Lupin»!
Mi excusa es que yo aporto algo nuevo: aporto la palabra del enigma. Siempre queda algo de sombra alrededor de estas aventuras: yo la disipo. Reproduzco artículos leídos y releídos; copio antiguas entrevistas; pero todo lo coordino, lo clasifico y lo someto a la verdad exacta. Mi colaborador es este Arsenio Lupin cuya condescendencia conmigo es inestimable. Y lo es también, en ciertos momentos, el inefable Wilson, el amigo y confidente de Sholmes.
Aún se recuerda la formidable carcajada que acogió la publicación del doble despacho. El solo nombre de Arsenio Lupin era una seguridad de imprevistos, una promesa de diversión para la galería. Y la galería era el mundo entero.
De las indagaciones realizadas inmediatamente por el Crédit Foncier resultó que el número 514, serie 23, había sido vendido por el intermediario de la sucursal de Versalles del Crédit Lyonnais al comandante de artillería Bessy. Ahora bien: el comandante había muerto de una caída de caballo. Se supo por sus compañeros, a los que se confió poco antes de su muerte, que había cedido el billete a un amigo.
—Ese amigo soy yo —afirmó el señor Gerbois.
—Pruébelo —objetó el gobernador del Crédit Foncier.
—¿Que lo pruebe? Es fácil. Veinte personas le dirán que yo tenía una gran amistad con el comandante Bessy y que nos reuníamos con frecuencia en el café de la Place d’Armes. Fue allí donde un día, para aliviarlo de un momento de apuro, le compré el billete por veinte francos.
—¿Tiene usted testigos de esa compra?
—No.
—En ese caso, ¿en qué funda usted su reclamación?
—En la carta que me escribió sobre tal asunto.
—Enséñela.
—Estaba en el secrétaire robado.
—Búsquela.
Arsenio Lupin la comunicó a los periódicos. Una nota publicada en el Echo de Paris, que tiene el honor de ser su órgano oficial y del cual, según parece, es uno de los principales accionistas, anunció que ponía en manos del señor Detinan, su abogado consejero, la carta que el comandante Bessy le había escrito a él personalmente.
Fue una explosión de júbilo: ¡Arsenio Lupin utilizaba un abogado! ¡Arsenio Lupin, respetuoso con las reglas establecidas, designaba para representarlo un miembro del foro!
Toda la prensa se lanzó a casa del señor Detinan, influyente diputado radical, hombre de alta probidad al mismo tiempo que de espíritu refinado, un poco escéptico, a veces paradójico.
Detinan no había tenido nunca el placer de reunirse con Arsenio Lupin…, y lo sentía profundamente… Pero acababa de recibir sus instrucciones, en efecto, y muy emocionado por una elección que le halagaba, pensaba defender vigorosamente el derecho de su cliente. Abrió el expediente recientemente constituido y, sin detenerse, exhibió la carta del comandante, la cual probaba, sin lugar a dudas, la cesión del billete, aunque no mencionaba el nombre del nuevo comprador.
Simplemente decía:
«Mi querido amigo…».
—«Mi querido amigo» soy yo —añadía Arsenio Lupin en una nota adjunta a la carta del comandante—. Y la mejor prueba de ello es que tengo la carta.
La nube de periodistas se abalanzó inmediatamente sobre la mesa del señor Gerbois, que solo pudo repetir:
—«Mi querido amigo» no es otro que yo. Arsenio Lupin me robó la carta del comandante junto con el billete.
—¡Que lo pruebe! —respondió Lupin a los periodistas.
—Pero ¡si fue él quien robó el secrétaire…! —exclamó el señor Gerbois delante de los mismos periodistas.
Arsenio Lupin contestó:
—¡Que lo pruebe!
Fue un espectáculo de encantadora fantasía el duelo público entre los dos poseedores del número 514, serie 23; las idas y venidas de los periodistas, la sangre fría de Arsenio Lupin frente al enloquecimiento del pobre señor Gerbois…
¡La prensa estaba repleta de las lamentaciones del desgraciado! A ella confiaba su infortunio con chocante ingenuidad.
—Compréndanlo, señores. ¡Es la dote de Suzanne lo que ese truhán quiere robarme! Por mí, personalmente, me tiene sin cuidado; pero ¡por Suzanne! Piénsenlo: ¡un millón! ¡Diez veces cien mil francos! ¡Ah! Bien sabía yo que el secrétaire contenía un tesoro.
Al objetársele que su adversario, al llevarse el mueble, ignoraba la presencia de un billete de lotería, y que en todo caso nunca habría podido prever que tal billete iba a ganar el primer premio, gemía:
—¡Lo sabía, lo sabía…! Si no, ¿por qué se habría molestado en llevarse un mueble tan viejo?
—Por razones desconocidas, pero ciertamente no para apoderarse de un trozo de papel que valía, entonces, veinte francos, una modestísima suma.
—¡La suma de un millón! Él lo sabía…, ¡lo sabe todo! Ah, ustedes no conocen a ese bandido… ¡Él no les ha robado un millón!
El diálogo habría podido durar infinitamente. Pero al duodécimo día, el señor Gerbois recibió una misiva de Arsenio Lupin que llevaba la indicación de confidencial. La leyó con inquietud creciente:
Señor: La galería se divierte a nuestra costa. ¿No cree que ha llegado el momento de ponernos serios? Por mi parte, yo estoy firmemente dispuesto a ello.
La situación es clara: yo poseo un billete que no tengo derecho a cobrar, y usted tiene derecho a cobrar un billete que no posee. Así pues, no podemos hacer nada el uno sin el otro.
Ahora bien: ni usted consentirá en cederme su derecho ni yo en cederle mi billete.
¿Qué hacer?
Yo no veo más que un medio: repartámoslo.
Medio millón para usted y medio millón para mí. ¿No es equitativo? Y este juicio de Salomón ¿no satisface el deseo de justicia que existe en cada uno de nosotros? Solución justa, pero solución inmediata. Esta no es una oferta que tenga usted la obligación de discutir, sino una necesidad a la que debe adaptarse dadas las circunstancias. Le doy tres días para reflexionar. El viernes por la mañana me gustaría leer en los anuncios breves del Echo de Paris una discreta nota dirigida al señor Ars Lup que contuviera, en términos velados, su adhesión pura y simple al pacto que le propongo, mediante el cual usted entrará en posesión inmediata del billete, cobrará el millón…, y me remitirá quinientos mil francos por el procedimiento que yo le indicaré posteriormente.
En caso de negativa, he tomado mis disposiciones para que el resultado sea idéntico. Pero, aparte de las muy graves molestias que le causará tal obstinación, tendrá que sufrir usted un descuento de veinticinco mil francos para gastos suplementarios.
Quedando a su disposición, lo saluda atentamente,
ARSENIO LUPIN
Desesperado, el señor Gerbois cometió la enorme falta de enseñar esta carta y dejar que la copiaran. Su indignación lo empujaba a estas tonterías.
—¡Nada! ¡No tendrá nada! —gritaba ante los periodistas—. ¿Partir lo que me pertenece? ¡Jamás! ¡Que rompa el billete si quiere!
—Sin embargo, quinientos mil francos es mejor que nada.
—No se trata de eso, sino de mi derecho, y este derecho lo estableceré ante los tribunales.
—¿Atacará a Arsenio Lupin? Eso sería gracioso.
—No, sino al Crédit Foncier, que me tiene que pagar el millón.
—Contra la entrega del billete o, al menos, contra la prueba de que usted lo compró.
—La prueba existe, puesto que Arsenio Lupin confiesa que robó el secrétaire.
—¿Le bastará a los tribunales la palabra de Arsenio Lupin?
—No importa. Yo sigo adelante.
La galería pateaba. Se hicieron apuestas: unos sostenían que Lupin sometería al señor Gerbois; otros, que aquel claudicaría ante las amenazas de este. Se experimentaba una especie de intranquilidad, de tal manera eran desiguales las fuerzas entre los adversarios: uno, tan rudo en su asalto; otro, asustado como una bestia acorralada.
El viernes arrancaron de las manos de los vendedores el Echo de Paris y escrutaron febrilmente la quinta página en el lugar dedicado a los anuncios breves. Ni una sola línea estaba dirigida al señor Ars Lup. A las órdenes de Arsenio Lupin contestaba el señor Gerbois con el silencio. Era la declaración de guerra.
Esa noche se supo por los periódicos del secuestro de la señorita Suzanne.
Lo que nos regocija en lo que podríamos llamar espectáculos de Arsenio Lupin es el papel eminentemente cómico de la policía. Todo ocurre al margen de ella. Lupin habla, escribe, previene, ordena, amenaza y ejecuta como si no existiese el jefe de la Sûreté ni los agentes, ni los comisarios, ni nadie, en fin, que pueda estorbarlo en sus designios. Todo eso se considera como nulo y no existente. El obstáculo no cuenta.
¡Sin embargo, la policía se mueve! Desde el momento en que se trata de Arsenio Lupin, todo el mundo, desde el más alto hasta el más bajo de la escala, arde, hierve, espumea de rabia. Es el enemigo, y un enemigo que se burla, que provoca, que desprecia o, lo que es peor, que lo ignora a uno.
¿Qué hacer contra un enemigo semejante? A las diez menos veinte, según testimonio de la criada, Suzanne salió de su casa. A las diez y cinco, su padre, al salir del Liceo, no la vio en la acera donde la muchacha acostumbraba a esperarlo. Así pues, todo había ocurrido en el transcurso del breve paseo de veinte minutos que Suzanne hacía desde su casa al Liceo o, por lo menos, hasta los accesos al Liceo.
Dos vecinos afirmaron que se habían cruzado con ella a trescientos pasos de la casa. Una señora había visto caminar a lo largo de la avenida a una joven cuyas señas coincidían. ¿Y después? Después no se sabía nada.
Se investigó por todos lados, se interrogó a los empleados de las estaciones y del fielato. No habían observado aquel día nada que pudiera relacionarse con el secuestro de una joven. Sin embargo, en Ville d’Avray, el tendero de un establecimiento declaró que había facilitado aceite a un automóvil cerrado procedente de París. Al volante se sentaba un chofer; en el interior, una dama rubia…, excesivamente rubia, precisó el testigo. Una hora más tarde el automóvil volvía de Versalles. Un atasco de tráfico lo obligó a disminuir la marcha, lo que permitió al tendero comprobar, al lado de la dama rubia ya entrevista, la presencia de otra dama envuelta en chales y velos. Nadie dudó de que se trataba de Suzanne Gerbois.
Luego era preciso suponer que el secuestro se había llevado a cabo en pleno día, en una carretera muy frecuentada en el centro mismo de la ciudad.
¿Cómo? ¿En qué lugar? No se oyó ningún grito, no se observó ningún movimiento sospechoso.
El tendero dio las señas del automóvil: una limusina de veinticuatro caballos, de la casa Peugeon, con carrocería azul oscuro. En todo caso se informó a la directora del Grand Garage, señora Bob Walthour, que era especialista en secuestros de vehículos. En efecto, el viernes por la mañana había alquilado por todo el día una limusina Peugeon a una dama rubia, a la que no había vuelto a ver.
—Pero el chofer…
—Era un individuo llamado Ernest, que habíamos contratado el día anterior en vista de sus excelentes recomendaciones.
—¿Está aquí?
—No, devolvió el auto y no ha vuelto.
—¿No podríamos encontrar su pista?
—Sí, por las personas que lo recomendaron. Aquí tiene sus señas.
Fueron a los domicilios de esas personas. Ninguna de ellas conocía al llamado Ernest.
Así pues, cualquier pista que se seguía para salir de las tinieblas hacía caer en otras tinieblas, en otros enigmas.
El señor Gerbois no tenía fuerzas para sostener una batalla que comenzaba de forma tan desastrosa para él. Inconsolable desde la desaparición de su hija, roído por los remordimientos, capituló.
Un pequeño anuncio aparecido en el Echo de Paris, que todo el mundo comentó, confirmó su sumisión pura y simple, sin reserva mental.
Era la victoria, la guerra terminada en cuatro veces veinticuatro horas.
Dos días después, el señor Gerbois atravesaba el patio del Crédit Foncier. Llevado ante el administrador, alargó el número 514, serie 23. El administrador tuvo un sobresalto.
—¡Ah! ¿Ya lo consiguió? ¿Se lo han devuelto?
—Se había extraviado. Aquí está —respondió el señor Gerbois.
—Sin embargo, usted pretendía que… El número ha sido objeto de…
—Todos fueron cuentos y mentiras.
—De todas formas, necesitaremos un documento que lo acredite.
—¿Basta con la carta del comandante?
—Claro que sí.
—Aquí la tiene usted.
—Perfectamente. Sírvase dejar estos documentos en depósito. Nos conceden quince días para comprobación. Le avisaré cuándo puede presentarse a cobrar en caja. De aquí a entonces, señor, creo que le interesa no decir nada a nadie, y que se termine este asunto en el silencio más absoluto.
—Esa es mi intención.
El señor Gerbois no habló; el gobernador tampoco. Pero existen secretos que se revelan sin que se cometa ninguna indiscreción, y enseguida se supo que Arsenio Lupin había tenido la audacia de devolver el número 514, serie 23, al señor Gerbois. La noticia fue acogida con estupefacta admiración. ¡Decididamente era buen jugador el que arrojaba sobre la mesa un triunfo de tanta importancia como el preciado billete! Claro que se había desprendido de él a sabiendas y a cambio de una carta que establecía el equilibrio. Pero ¿si se escapaba la joven? ¿Si lograban encontrar al rehén que él retenía?
La policía se dio cuenta del punto débil del enemigo y redobló sus esfuerzos. Arsenio Lupin, desarmado, despojado por sí mismo, preso en el engranaje de sus combinaciones, sin tocar un céntimo del millón codiciado… De golpe, los que se reían se pasarían al otro campo.
Era preciso encontrar a Suzanne. ¡Pero no la encontraban y, lo que era peor, no se escapaba!
Así pues, Arsenio Lupin gana la primera partida. Aunque lo más difícil está por hacer. La señorita Gerbois se halla en sus manos, tengámoslo en cuenta, y no la devolverá sino mediante la entrega de quinientos mil francos. Pero ¿dónde y cómo se realizará el cambio? Para que este cambio tenga lugar es preciso que haya una cita, y entonces, ¿quién le impide al señor Gerbois avisar a la policía y así recobrar a su hija sin soltar un céntimo?
Entrevistaron al profesor. Muy abatido, deseoso de guardar silencio, permaneció impenetrable.
—No tengo nada que decir. Espero.
—¿Y la señorita Gerbois?
—La búsqueda continúa.
—Pero ¿Arsenio Lupin le ha escrito?
—No.
—¿Lo jura?
—No.
—Entonces es que sí. ¿Cuáles son sus instrucciones?
—No tengo nada que decir.
Asediaron al señor Detinan. La misma discreción.
—El señor Lupin es mi cliente —respondió con afectada gravedad—. Han de comprender que observe la más absoluta reserva.
Todos estos misterios irritaban a la galería. Evidentemente se tramaban planes en la sombra. Arsenio Lupin disponía y apretaba las mallas de sus redes, mientras que la policía organizaba alrededor del señor Gerbois una vigilancia diurna y nocturna. Y se estudiaban los tres únicos desenlaces posibles: la detención, el triunfo o el fracaso ridículo y lamentable.
Pero sucedió que la curiosidad del público no iba a ser satisfecha sino de forma parcial, y es aquí, en estas páginas, donde por primera vez se revela la verdad exacta.
El martes, 12 de marzo, el señor Gerbois recibió, bajo sobre de apariencia vulgar, un aviso del Crédit Foncier.
El jueves, a la una, cogió el tren para París. A las dos, le pagaron los mil billetes de mil francos.
Mientras los contaba, uno a uno, temblando…, ¿no era este dinero el rescate de Suzanne…?, dos hombres se encontraban en un auto detenido a cierta distancia de la puerta principal del Crédit. Uno de ellos tenía cabellos grises y un rostro enérgico que contrastaba con sus ropas y sus modales de empleado modesto. Se trataba del inspector general Ganimard, el viejo Ganimard, enemigo implacable de Lupin.
Y Ganimard le decía al sargento Folefant:
—Ya no tardará… Antes de cinco minutos volveremos a ver a nuestro hombre. ¿Está todo dispuesto?
—Completamente.
—¿Cuántos somos?
—Ocho, dos con bicicletas.
—Y yo, que valgo por tres. Es bastante, pero no demasiado. Es preciso, a toda costa, que no se nos escape ese Gerbois…, si no, ¡adiós! Se juntará con Arsenio Lupin en el lugar que hayan fijado de antemano, cambiará la muchacha por el medio millón y el juego se acabó.
—Pero ¿por qué ese hombre no actúa con nuestra ayuda? ¡Sería todo tan sencillo! Metiéndonos en el juego, se embolsaría el millón entero.
—Sí, pero tiene miedo. Si intenta engañar al otro, no recuperará a su hija.
—¿Qué otro?
—Él.
Ganimard pronunció esta palabra con tono grave, un poco temeroso, como si hablase de un ser sobrenatural cuyas garras ya hubiera sentido.
—Es bastante cómico —observó juiciosamente el sargento Folefant— que nos veamos reducidos a proteger a ese señor contra sí mismo.
—Con Lupin el mundo está patas arriba —suspiró Ganimard.
Transcurrió un minuto.
—Atención —dijo.
El señor Gerbois salía. Al final de la calle Capucines tiró por el lado izquierdo de los bulevares. Se alejaba lentamente, a lo largo de las tiendas, mirando los escaparates.
—Demasiado tranquilo nuestro cliente —decía Ganimard—. Un individuo que lleva en el bolsillo un millón no tiene esa tranquilidad.
—¿Qué puede hacer?
—¡Oh!, nada, evidentemente… No importa, desconfío.
Lupin es Lupin.
En ese momento, el señor Gerbois se dirigió a un quiosco, eligió varios periódicos, los pagó, desplegó uno de ellos y con los brazos extendidos, avanzando a pasos cortos, se puso a leer. De repente, de un salto se arrojó al interior de un automóvil que se hallaba aparcado al borde de la acera. El motor estaba en marcha, porque el auto partió rápidamente, dobló la esquina de la Madeleine y desapareció.
—¡Maldición! —blasfemó Ganimard—. ¡Otro golpe de los suyos!
Echó a correr, y otros hombres corrieron, al mismo tiempo que él, por los alrededores de la Madeleine.
Pero lanzó una carcajada. A la entrada del bulevar Malesherbes, el automóvil se hallaba detenido, estropeado, y el señor Gerbois se apeaba de él.
—Rápido, Folefant… el chofer.
Era un individuo llamado Gastón, empleado de la sociedad de automóviles de alquiler: diez minutos antes lo había parado un señor y le había dicho que esperase «con el motor en marcha, junto al quiosco, hasta la llegada de otro señor».
—Y el segundo cliente —preguntó Folefant—, ¿qué dirección le dio?
—Ninguna… «Bulevar Malesherbes…, avenida Messine…, doble propina…». Eso fue todo.
Durante ese tiempo, el señor Gerbois, sin perder un minuto, había saltado al primer vehículo que pasaba.
—Cochero, al Metro de la Concorde.
El profesor salió del Metro de la plaza del Palais-Royal, corrió hacia otro auto e hizo que lo condujeran a la plaza de la Bourse. Segundo viaje en Metro; luego, en la avenida Villers, tercer vehículo.
—Cochero, calle Clapeyron, número 25.
El número 25 de la calle Clapeyron está separado del bulevar de Batignolles por la casa que hace esquina. Subió al primer piso y llamó. Un señor le abrió.
—¿Es aquí donde vive el abogado Detinan?
—Soy yo. ¿Sin duda, el señor Gerbois?
—Exactamente.
—Lo esperaba, señor.
Cuando el señor Gerbois penetró en el despacho del abogado, el reloj marcaba las tres de la tarde, e inmediatamente dijo:
—Es la hora que él me fijó. ¿No está aquí?
—Aún no.
El señor Gerbois se sentó, se enjugó la frente, miró su reloj como si no supiese la hora y volvió a preguntar ansiosamente:
—¿Vendrá?
El abogado respondió:
—Me interroga usted, señor, sobre la cosa del mundo que más curiosidad me inspira. Jamás he experimentado semejante impaciencia. En todo caso, si él viene, arriesga mucho.
Esta casa está muy vigilada desde hace quince días… Se desconfía de mí.
—Y de mí más aún. Así que no garantizo que los policías encargados de vigilarme hayan perdido mi rastro.
—Pero entonces…
—No es culpa mía —exclamó enérgicamente el profesor—, y no hay nada que reprocharme. ¿Qué prometí? Obedecer sus órdenes. Pues bien, las he obedecido ciegamente: he cobrado el dinero a la hora fijada y he venido a su casa siguiendo lo prescrito por él. Responsable de la desgracia de mi hija, he cumplido mis promesas con toda lealtad. A él le corresponde cumplir las suyas. —Y añadió con la misma voz ansiosa—: ¿Traerá a mi hija, verdad?
—Así lo espero.
—No obstante… ¿La ha visto usted?
—¿Yo? Pues no. Solamente me pidió por carta que recibiera a ambos, que diera permiso a mis criados antes de las tres de la tarde y que no admitiera a nadie en mi apartamento entre la llegada de usted y la salida de él. Si no consentía en esta proposición, me rogaba que se lo comunicara mediante dos líneas en el Echo de Paris. Pero me considero muy dichoso de poder hacer un favor a Arsenio Lupin y consiento en ello.
El señor Gerbois gimió:
—¡Ay! ¿Cómo terminará todo esto?
Sacó del bolsillo los billetes de banco, los puso sobre la mesa e hizo dos paquetes con la misma cantidad. Luego se calló. De cuando en cuando, el señor Gerbois prestaba atención… ¿No habían llamado?
A medida que transcurrían los minutos aumentaba su angustia, y el señor Detinan experimentaba también una impresión casi dolorosa.
En cierto momento, hasta el abogado perdió su sangre fría. Se levantó bruscamente:
—No lo veremos… ¿Cómo quiere usted…? ¡Sería una locura de su parte! Que tenga confianza en nosotros, pase: somos personas honradas, incapaces de traicionarlo; pero el peligro no está solamente aquí.
El señor Gerbois, con las dos manos sobre los billetes, balbució:
—¡Que venga, Dios, que venga! Daría todo esto para volver a tener a Suzanne.
La puerta se abrió.
—Con la mitad bastará, señor Gerbois.
Alguien se hallaba en el umbral: un hombre joven, elegantemente vestido, en quien el señor Gerbois reconoció enseguida al individuo que lo abordó en las inmediaciones de la tienda de compraventa, en Versalles. Dio un salto hacia él.
—¿Y Suzanne? ¿Dónde está mi hija?
Arsenio Lupin cerró la puerta con cuidado y, mientras se quitaba los guantes con el más exquisito de los ademanes, dijo al abogado:
—Mi querido amigo, nunca podré agradecerle bastante la buena voluntad con que ha consentido en defender mis derechos. No lo olvidaré jamás.
El señor Detinan murmuró:
—Pero no ha llamado usted… No he oído la puerta…