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¿Desde qué coordenadas pensar hoy un presente que nos parece cada vez más inaprensible desde sus categorías tradicionales? En este libro de conversaciones el psicoanalista argentino Jorge Alemán y el filósofo español Germán Cano nos plantean una cartografía posible a la luz de sus diferentes crisis y las nuevas perplejidades. La ortopedia subjetiva neoliberal, la Transición española, el fantasma del populismo, la relación entre la política y el psicoanálisis, la brújula latinoamericana, el futuro de la izquierda o la intrusión de Podemos en el nuevo tablero político europeo son, entre otros, algunos de los puntos de discusión de esta obra. En estas páginas Alemán y Cano no solo brindan al lector un lúcido recorrido por el laberinto de nuestro siglo, sino también señalan algunas de sus posibles salidas.
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Seitenzahl: 265
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© Jorge Alemán y Germán Cano, 2016
Corrección: Rosa Herranz Rodríguez
© De la imagen de cubierta: Tana Simó
Cubierta: Juan Pablo Venditti
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Nuevos Emprendimientos Editoriales, S. L., 2016
Preimpresión: Editor Service, S.L.
Diagonal, 299, entlo. 1ª – 08013 Barcelona
eISBN: 978-84-16737-13-0
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Ned Ediciones
http://www.nedediciones.com
Índice
INTRODUCCIÓN
I MÁS ALLÁ DEL DESENCANTO
II LAS «MALAS NOTICIAS»
III EL ALMA Y LA ECONOMÍA
IV EL INTRUSO POPULISTA
INTRODUCCIÓN
Este diálogo entre Jorge Alemán y Germán Cano tuvo lugar entre septiembre y diciembre de 2016, en Madrid, primero en una sesión grabada en vídeo y luego enriquecida por diversas aportaciones por medio del correo electrónico. La grabación tiene lugar en un momento de indefinición político en España, previo a una nueva victoria electoral del Partido Popular que, sin embargo, deja dañado el turnismo simbólico que desde 1978 ha tenido como protagonistas al ya citado PP y al PSOE y donde se consolida una tercera fuerza política extraordinariamente joven, Podemos, nacida tan sólo dos años antes.
Si hubiera que definir Del desencanto al populismo. Encrucijadas de una época en pocas palabras, diríamos que es un ensayo de coyuntura en tiempos de incertidumbre, por no decir de involución; un texto a cuatro manos que no renuncia a usar algunas brújulas teóricas diferentes (cierto marxismo, el psicoanálisis, Lacan, la teoría política del populismo de Ernesto Laclau, Gramsci, Foucault, Manuel Sacristán…) sin ningún ánimo dogmático y, sobre todo, desde la perplejidad que impone la difusa fisonomía de la época. Un mundo sumido en una nueva ofensiva neoliberal con consecuencias antropológicas ya evidentes, en aparente reflujo de las conquistas sociales logradas en algunos países latinoamericanos y donde se impone la necesidad no, desde luego, de construir la casa por el tejado, sino de repensar las relaciones entre la base material y los horizontes ideológicos. Un mundo en obras donde se percibe cada vez más la sensación de que los antiguos moldes teóricos y los contenedores de malestar social han de entenderse ante el telón de fondo de una crisis civilizatoria difícilmente reversible.
Los autores por ello se sienten identificados con lo que entienden que es una metáfora adecuada del momento histórico. «No hay tabula rasa. Somos como marineros que en alta mar deben reconstruir su barco usando las mismas maderas viejas con las que fue construido». Esta imagen propuesta hace casi un siglo por el filósofo y economista austriaco Otto Neurath para describir la complejidad del problema del conocimiento sin duda es aplicable a nuestro tiempo histórico. También quienes se comprometen hoy con la tarea de orientarse se encuentran en esta situación difícil: obligados a navegar en mares procelosos sin dique seco en el cual detenerse y llevar a cabo la reconstrucción; sin planos completos y detallados del rumbo; trabajando con los materiales que hay, enfrentados a enemigos muy poderosos y obligados a un mayor esfuerzo reflexivo, dada la precariedad de la herencia recibida y la necesidad de cuestionarlo todo. Una singladura, no obstante, que no debe conducirnos ni al conformismo ni al pesimismo, donde la negrura del diagnóstico no sirva de coartada para no dar pautas básicas de orientación a la voluntad política y su necesidad urgente de intervención.
La conversación tiene lugar entre un psicoanalista de origen argentino que lleva 40 años viviendo en España y un filósofo español de una generación más joven, participante en el 15M y en esa brecha llamada Podemos. Ambos, con sus matices y circunstancias propias, atravesados por todas la circunstancias del devenir español, europeo y latinoamericano. Una encrucijada de interrogantes donde se va tejiendo un frondoso intercambio que contornea el difícil lugar de una lógica emancipatoria.
Para que este «río sin orillas» encuentre su dibujo se visitan —en un estilo a veces turbulento, a veces impresionista, pero demorado en sus distintos rodeos— diversas fotografías de la Transición española, personajes determinantes de la misma, lecturas del pensamiento contemporáneo, latinoamericano, Lacan, el populismo, la actualidad de la razón neoliberal que organiza el mundo, la posible significación política actual de la filosofía, los nuevos sentidos de la militancia y, por último, el compromiso con el presente que interpela a ambos. No se ha recurrido ni al archivo ni a la historiografía y se ha permitido que el vaivén de las interpretaciones que se intercambian hable por sí mismo, incluso al precio de no ocultar con falso pudor la pasión que los temas evocados proponen. Al lector se le hará evidente entonces que en la singularidad de la conversación resuenan algunas de las voces más vivas del tiempo que nos toca vivir. Son aquellas que pueden ser escuchadas en el trazo mismo de este discurrir para que una tarea por venir pueda encontrar quizá un lugar más apropiado o unas mejores bases de discusión.
Jorge Alemán, Germán Cano
(Madrid, diciembre de 2016)
I MÁS ALLÁ DEL DESENCANTO
GERMÁN CANO: Bueno Jorge, pues podemos arrancar este diálogo, si te parece, por nuestro primer bloque, que pivotaría o giraría en torno a la cuestión de las diversas crisis, una crisis que evidentemente tiene un trasfondo internacional relacionado con la debacle de la crisis financiera del 2008 aproximadamente, pero que también afecta a lo que se ha llamado la crisis del «régimen del 78» en España, incluso la de la izquierda. En este sentido también han sucedido muchísimas cosas en los últimos tiempos. La emergencia de nuevas formaciones políticas en España que han impugnado el relato de la Transición o de ese «régimen» que se ha contado a sí mismo, con una gran ayuda de las fuerzas intelectuales de guardia, un monolítico relato cultural durante esas décadas que hoy parece cuartearse, evidenciando sus grietas. A mí me da la sensación de que tenemos algo en común, que es la necesidad de pensar después de muchas derrotas, la de pensar la crisis en el sentido internacional y en el sentido español, después de la derrota de la izquierda, después de una derrota que, no en poca medida, también es civilizatoria a una gran escala. Tú llegas a España en un contexto donde el franquismo, no voy a decir que está mutando, pero sí desapareciendo aparentemente de la escena, ¿verdad?
JORGE ALEMÁN: 1976, sí, está ahí, desapareciendo.
GC: Desapareciendo, efectivamente. El momento político es un momento de incertidumbre. ¿Cómo valoras tú esa llegada a España desde tu propia biografía como militante en los años 1970?, y ¿qué perspectivas se te abren?, ¿qué tipo de perplejidades tienen lugar ya cuando llegas a Madrid?
JA: Yo creo que está muy bien elegida la palabra «perplejidad» que has nombrado antes y me parece una palabra decisiva para situarme y para entender el horizonte en el que habitábamos, porque venía de una tragedia política mayor, dado que se había dado en mi país un genocidio, una política de Estado que llevó adelante un exterminio. Que nos hacía pensar en ese entonces en una derrota cruel, cuyo duelo iba a ser interminable. E indudablemente por nuestra vecindad histórica con España estaba presente en nosotros la idea, la posibilidad, de un triunfo fascista que, dada la matanza producida en Argentina y el apoyo internacional obtenido, se mantuviera durante años. A la vez comenzaba aquí lo que tú y yo hemos hablado en muchas ocasiones, un cierto declive, digo declive porque el fin de una dictadura no coincide con su final cronológico, no sólo del franquismo, sino de cierto papel «superyoico» de la izquierda clásica española que, debido a que había sido la responsable de haber combatido con el franquismo, vamos a decir que tenían una «autoridad política indiscutible». Sin embargo, comienza en aquellos años, después —si te parece, podemos plantear incluso nombres y situaciones que den cuenta de esto—, una declinación de lo que podríamos denominar, como tú lo has llamado en otras ocasiones, el «maximalismo de la izquierda» o lo que yo indico como «el superyó de la izquierda».
Entonces, en mi caso, había una gran división, porque, por un lado, vivía permanentemente en la referencia a la tragedia de mi país, mientras que, por otro, aquí comenzaba una fiesta, por decirlo de algún modo, una suerte de carnaval, para usar la expresión de Eugenio Trías de aquellos tiempos, «filosofía y carnaval». Recuerdo que en su libro Filosofía y carnaval mi querido Eugenio Trías encumbraba la función dichosa y liberadora de la máscara frente a todas las tradiciones del «esencialismo» filosófico. Así comenzaba un carnaval en donde las instancias superyoicas de la izquierda declinaban y se preparaba aquello a lo que has hecho referencia tú antes, un nuevo relato en la construcción de un tipo diferente de intelectual, la construcción de una nueva gramática ensayística, que va a estar habitada además por nombres propios paradigmáticos, y que le dan a la Transición una sustancia intelectual que era absolutamente desconocida en este país. Después del fenómeno de Ortega, nunca se había producido lo que a partir del 78 toma forma en toda una generación de intelectuales. El reconocimiento por parte de la mayoría de los emergentes de aquellos tiempos de una ruptura imposible con el franquismo, la evidente permanencia de todas sus estructuras político-institucionales y la readaptación a las mismas. Aquello que se llamó Transición demandaba el desarrollo de una trama simbólica que garantizara ese pasaje.
Por supuesto, esa adaptación del franquismo al nuevo orden democrático nunca se iba a poder hacer sin la permanencia de ciertos «restos», elementos heterogéneos a su propia época, los cuales no permitían ser integrados en la famosa Transición. Entonces, esa perplejidad la he mantenido, y te agradezco la palabra que has mencionado. La experiencia de la tragedia argentina, coincidiendo con el surgimiento de la llamada Movida, estaban a la par y era muy difícil encontrar un lugar en donde eso se pudiera alojar sin experimentarlo como una tensión inédita e irresoluble. Por otra parte, aprovecho para añadir que los amigos exiliados chilenos o uruguayos, al ser del partido socialista o del partido comunista, eran más rápidamente reconocibles como exiliados, ¿no? Mientras que en el caso nuestro, y en el mío en particular, mi formación lacaniana y luego el estar vinculado a un movimiento caracterizado como populista en aquel entonces, y tal vez para siempre, en el sentido más peyorativo del término, en lo que tú llamas «el intruso populista», me llevaban a otros lugares. Por ello, al poco tiempo desistí de toda explicación y me di cuenta de que ese exilio se tenía que plantear como una experiencia subjetiva a indagar, y dejarse interpelar por ella y no volverlo a plantear más, salvo en aquellos lugares excepcionales que permitieran un lugar de elaboración no «victimista» de dicha situación. Había que aceptar que éramos intraducibles, no encajábamos en los casilleros que previamente ya tenía el escenario político español de la izquierda ya constituida. Por ejemplo, la mía era un tipo de izquierda construida entre Althusser y Lacan, pero también la corriente histórica de izquierda vinculada al peronismo. En fin, el collage era imposible de ser presentado en aquel entonces. Situación que, me parece, cambió en los últimos años radicalmente.
GC: Si he hablado de «perplejidad» es porque creo que esa experiencia latinoamericana tuya en el contexto de la fiesta española de la Transición apuntaba ya a una suerte de agujero negro significativo en toda esa aparente euforia. Todo ese «neonietzscheanismo» lúdico emergente, visto hoy retrospectivamente, condensa toda una serie de temas nuevos —la reivindicación gozosa del placer, la liberación sexual, la salida de las catacumbas de la represión— que engrasaron perfectamente con las necesidades del nuevo dispositivo histórico. Y creo que hay que reflexionar sobre este asunto sin caer en ningún moralismo o puritanismo, por otra parte, como se hace a menudo desde las lecturas más críticas del fenómeno de la Movida. La importancia de Fernando Savater y Eugenio Trías lleva hasta el gran público, sobre todo el primero, una declinación «artista», y fuera de la carcundia académica, de un tipo de intelectual público que en España había inaugurado a grandes rasgos José Luis Aranguren. Curiosamente, ambos fueron tachados por los entornos marxistas de «fetichistas culturalistas» que, bajo la capa de un presunto radicalismo, sólo venían a legitimar el statu quo. Paco Vázquez muestra en su excelente reconstrucción sociológica de ese paisaje intelectual1 cómo, en el caso de Filosofía y carnaval, Carlos Barral —el editor— buscaba con su publicación atacar a la izquierda comunista del momento, y en concreto polemizar con el «magisterio» de Manuel Sacristán.
Me parece importante que profundicemos en esta línea que has marcado, porque creo que nos lleva a reflexionar sobre otra transición, otro tipo de relato que ha quedado subterráneo o ha quedado sepultado por esa imagen límpida donde los protagonistas de la Transición política desarrollaron sus carreras y plantearon una especie de narrativa idílica de lo que sucedió. Voy a plantear algunos ejes sugeridos por tu intervención. Hay una palabra, un concepto, que en esos momentos se me antoja decisivo para tomar el pulso de la nueva realidad política; y no es casual, además, que tú tuvieras una relación muy estrecha con uno de los personajes ligados a esa expresión. Me estoy refiriendo obviamente a la palabra «desencanto», el desencanto como común denominador de esa realidad que surge después del franquismo. Voy a reflexionar un poco sobre lo que me sugiere desde una experiencia generacional muy diferente, porque yo no viví esos tiempos, para ver qué te parece.
JA: Sí, buenísimo, claro…
GC: En primer lugar, creo que la palabra «desencanto», que empezaba a circular por los círculos intelectuales, culturales y periodísticos de la época, toma también mucha fuerza por la película de Jaime Chávarri titulada así, El desencanto, donde la familia Panero ejerce de protagonista. Tú tuviste una relación muy estrecha con la familia, y concretamente con Leopoldo María, un excelente poeta, todo sea dicho. Si la película nos sigue fascinando tanto es porque de alguna manera toca una tecla importante de nuestra historia, de un cierto vacío o ruptura de la cadena generacional, de una brecha que rompe una transmisión histórica, por así decirlo, «normal». Como declara Leopoldo en una escena: «Después de la muerte de mi padre, la historia de los Panero es una sucesión de ventas. Se vendió todo descaradamente, sin vergüenza».
Si te parece, voy a partir de aquí un poco, o voy a partir de la experiencia de Panero para iluminar o para arrojar luz sobre ese momento histórico. Creo que el desencanto que se refleja en la película y que da forma a ese tiempo histórico tiene que ver con la desarticulación de la narrativa franquista, de la narrativa del padre castrador o del amo que hasta ese momento disponía de la vida de los españoles. Como si la ausencia brusca de ese poder coactivo, represivo, no desencadenara ya ningún sentimiento feliz de liberación, sino de desintegración también de la identidad resistente. Hay un momento muy interesante del último Foucault, justamente cuando está escribiendo su Historia de la sexualidad. Él viaja a España, creo que viajó con Yves Montand y Simone Signoret para protestar...
JA: Por los fusilamientos de Franco.
GC: Exactamente, por los últimos fusilamientos de Franco. Pues, en un momento de su reflexión sobre la biopolítica, Foucault pone el ejemplo de la muerte del dictador. Dice que de alguna manera la muerte de Franco marca un punto de inflexión histórico epocal, no solamente en España, sino en lo que él va a llamar la biopolítica. El dictador que había ejercido el poder sobre la vida y la muerte de sus súbditos, de repente, aparece en un hospital entubado, como si ese poder sobre la vida y la muerte tradicional pasara a desplazarse, pasara a convertirse en un poder biopolítico que trataba de mantener la vida del dictador a toda costa. De hecho hay una anécdota, hay anécdotas fantásticas sobre cómo se trató de alargar su vida…
JA: De prolongar…
GC: Claro, todo el país estaba en vilo. Esa idea de que la muerte de Franco supone un punto de inflexión donde pasamos de un poder tradicional que es coactivo, que domina la vida y la muerte de los súbditos, a un poder biopolítico, médico, que busca maximizar y prolongar la vida a toda costa, me parece una excelente imagen. ¿Por qué? Porque de alguna forma España, y ahí es donde yo planteo la idea del desencanto, tras la muerte de Franco, ve desarticulado el proyecto positivo de construcción de España que existía desde la derecha más conservadora y rancia, pero también esa muerte desarticula también paradójicamente el discurso de oposición. Entramos en un nuevo escenario casi melancólico y de fragmentación de todo discurso colectivo.
JA: Ésa es la clave.
GC: Esta idea de Manuel Vázquez Montalbán de que «contra Franco vivíamos mejor» me parece que es clave para entender ese desencanto. Una situación como de afasia: esa cultura militante de la resistencia, con toda esa dureza y épica de la clandestinidad, se ve desarmada cuando cambia el escenario político. Es decir, Franco, la muerte de Franco, genera un espacio vacío, una especie de agujero negro donde esa situación colorida de carnaval que tú muy bien has descrito convive ante un telón de fondo histórico más negro y trágico. Recuerdo un editorial de un cómic underground, pero muy leído en la época por los hermanos mayores de mis amigos, El Víbora, una revista que yo devoraba con avidez. Rezaba así: «Si aún te quedan fe e ideales, no nos acompañes; pero si tienes claro que esto en general es una mierda y que lo único que queda es reírse hasta ponerlos nerviosos, aquí nos tienes, tuyos para siempre». Se trataba del primer número, y corría el año 1979. Es una perfecta definición del desencanto de la época.
JA: Trágico, sí, sí.
GC: Es como... la Movida madrileña también podría ser un síntoma de todo esto, ¿verdad? Y ahí es donde surge también un clima intelectual donde entiendo que estos «nuevos filósofos», y quizá la expresión no es del todo casual, van a abrir un marco aparentemente libertario pero también cultural y políticamente ceñido a la estructura del poder vigente, y aquí, ya lo hemos comentado antes, me parece que la figura de Fernando Savater, y lo digo también con respeto, es crucial para entender este nuevo clima intelectual. Pasamos aquí de las manifestaciones en la calle o los pisos clandestinos a los pisos de las fiestas, locales más relajados y tertulias intelectuales… Yo no viví eso, era demasiado joven, pero recuerdo que, en mi primer año de carrera de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid (UCM), preparé una ponencia sobre el dandismo y El nacimiento de la tragedia. Mi profesor y luego amigo Jacobo Muñoz me sugirió invitar a Luis Antonio de Villena a mi exposición, lo que me causó, recuerdo, mucha ansiedad. Un chaval de Carabanchel, un barrio popular, que empezaba entonces a estudiar y, de repente, ahí con ese poeta que por entonces era bastante popular. Al final de la ponencia alguien propuso fumar unos porros en la cafetería de la facultad, lo que se asumió por los más mayores como algo normal… Nadie parecía sorprendido por esa situación en un entorno académico salvo yo, pero al mismo tiempo me pareció una escena vieja… [risas].
Jacobo había sido un reputadísimo marxista y en sus clases Marx brillaba por su ausencia, quizá era algo doloroso para él, pero Wittgenstein, Nietzsche, destructores filosóficos básicamente, eran, sobre todo, los autores clave. Estaba experimentando el desencanto de la generación anterior, pero yo aún no lo sabía, me costó mucho tiempo entender y reconstruir este proceso para entender por qué demonios me había recomendado trabajar en una tesis sólo sobre Nietzsche cuando mi intención original era hacerla sobre Marx y Nietzsche… Era el clima de la época.
JA: Sí, ¿por qué el desencanto fue un significante privilegiadísimo, digamos, de esa época?, ¿por qué tuvo la pregnancia que tuvo?, ¿por qué finalmente todos los medios lo asumieron?, ¿por qué tuvo un régimen de circulación tan amplio? Un significante no logra jamás instalarse si no encierra de algún modo en sí mismo una cierta paradoja. Y la paradoja era ésta precisamente que has descrito. Por un lado, desencanto porque efectivamente el franquismo finalizaba, pero también, junto al franquismo, el deseo de ruptura, la palabra revolución, término que había sobredeterminado el horizonte biográfico de tantos de nosotros, la militancia, etcétera. Todos esos núcleos de sentido comenzaban a desfondarse mientras «lo europeo» con todo su peso metafísico, con su potencia de archivo, patrimonio y pertenencia, se empezaba a proponer como el significante primordial del discurso del amo de aquel entonces.
De todas maneras, querría detenerme en el término «revolución». El término en cuestión «sobredeterminó» a distintas generaciones en su existencia más íntima. Su fuerza interpelante era inusitada. ¿Qué era una revolución?, ¿cómo se sabía que se participaba en un proceso revolucionario?, ¿qué era un acto revolucionario: vivir para la revolución, ser un revolucionario, escribir y pensar como un revolucionario?, ¿cuáles eran las verdaderas revoluciones y su rasgo diferencial frente al cual encolumnarse? Latinoamérica después del peronismo, Cuba y el Che… ¿Eran éstos los nuevos lugares que la revolución había elegido? Son muchas las transformaciones históricas —y especialmente en relación al nuevo modo de acumulación capitalista— que llevaron a aquella palabra sagrada a su vaciamiento simbólico. De un momento a otro, o a través de los años, la revolución ya no tenía el sujeto que la soportara. Muy pronto se fue desvaneciendo de las distintas gramáticas políticas, perdiendo su fuerza simbólica y apareciendo en las páginas centrales del libro negro de la historia. Revolución igual a burocracia asesina. Revolución igual a terror y gulag. Revolución como retorno sacrificial al mismo lugar. Revolución como abolición de toda ética de la responsabilidad. Revolución como mortificación sobre el deseo y realización del goce sádico de un Amo feroz. La palabra más importante en el reordenamiento político de la vida moderna quedó condenada en su propia realización para desplazarse a los lugares más diversos del mercado y la publicidad. ¿Se ha hecho ya el duelo por aquella palabra que nos hacía «hombres y mujeres de la verdad»? ¿Se puede hacer un duelo que inevitablemente es infinito por las vidas que dicha palabra demandó para su realización?
¿Y si tal vez fuera sólo otro signo de los tiempos ahora engullido por la alcantarilla de la historia? Pero en todo duelo habita un resto inasimilable, un resto que no se deja dominar por ninguna metáfora y que permanece en reserva, sin que por ello necesariamente resurja una vez más. O tal vez sea como aquellas gotas antiguas de lluvia que caen uniformes sobre el mar hasta que una sola cambia su trayecto y golpea sobre las otras abriendo un nuevo surco en el mundo. Ahora que se cumplirán 100 años de la Revolución de Octubre tal vez sea importante volver a indagar qué deseo escondía esa palabra, si es que era algo más que un nuevo capítulo del relato de un «idiota lleno de ruido y furia».
El franquismo se nos había revelado como un tiempo perdido insustancial, como una oscuridad en la que reinó en España un «erial», como utilizó la expresión Morán. Y la alternativa, la ruptura que iba a venir a continuación, nunca va a venir, es decir, como si la película anticipara que esa supuesta ruptura, ese supuesto acontecimiento, la huelga general, la insurrección y todas las metáforas de la revolución comenzaran a quedar eclipsadas. La palabra «desencanto» me parece que tiene en ese momento en España esta fuerza. El eclipse de la metáfora de la revolución. De golpe se esfuma, por eso me parece muy interesante tu referencia a Foucault, porque se está en ese mismo momento organizando otro orden, y la palabra «desencanto» creo que sanciona simbólicamente la desaparición en la gramática política de la palabra revolución, quedará por ver más tarde qué sucede con la palabra emancipación. Es decir, ahora se empieza a entender que de golpe aparece una familia, la familia Panero, que muestra su desarticulación, muestra su agujero en relación al padre, y muestra al «loco» como protagonista, al loco genial, que tenemos que hacer notar que el querido Leopoldo —gran poeta, como has dicho antes— habla de Foucault y Deleuze como si los recitara de memoria. No hace ninguna referencia a los términos de la izquierda clásica. Recuerdo aún aquellas conversaciones con él.
Para Leopoldo, al estar participando de la lucidez de la locura, el «sentido» no era obstáculo y hablaba de Lacan recitándolo de memoria y buscando con un gran sentido poético la oportunidad, la emergencia, de un decir lacaniano. Hace lo mismo en la película con Foucault y Deleuze. También recuerdo en nuestras conversaciones su insistencia pseudodeleuziana en que el proletariado auténtico era, o bien la locura, o bien el cuerpo. Pude ver con él la película El desencanto, una excelente película que, a mi juicio, lo desestabilizó definitivamente, porque a partir de allí ya percibió para siempre a España construida como una conspiración contra él. Eso también lo distinguía especialmente, pues nunca se interesó por el relativismo posmoderno; aunque hablar de política, o el análisis político, no fuera de su gusto, siempre se mantuvo en la idea de que en España permanecía una estructura de poder incólume que no había sido alterada en ningún aspecto fundamental. Pero no evocaba ni a Lenin ni los procesos del eurocomunismo ni el desenvolvimiento del Partido Comunista, más bien a lo largo de la película la participación de Leopoldo en actividades políticas colectivas es tratada irónicamente. Como si hubiera llegado ahí en paracaídas y por casualidad, por eso en él aparece un nuevo campo de referencia que la izquierda de aquel momento aún no transita. Por eso insisto en que él fue el primer interlocutor con el que me encuentro en España con quien pude mantener una conversación sobre Lacan, en la medida en que era posible denominar conversación a lo que sucedía entre Leopoldo Panero y yo, ya que no era la conversación que recorre los cauces tradicionales. Era el primero que conocía el texto de Lacan, había hecho un prólogo a Alicia en el país de las maravillas donde Lacan era central. Luego escribió un libro de cuentos con un personaje que se llama Jorge, que es psicoanalista, donde me incorpora tal como puede incorporar él a alguien dentro de la escritura.
Y está el otro punto que has mencionado, la preparación de ese nuevo espacio. Y has dado un nombre propio, que es Savater, el terapeuta ensayista que, en la astucia de la Transición, efectúa una cura irónica de las ensoñaciones del superyó de la izquierda. Aparece una figura del intelectual en aquel entonces absolutamente permisivo, hedonista, preparado como un excelente profesor para enseñar; convengamos así que cumple con un papel pedagógico, tendríamos que discutir después si la biopolítica participa de esto o no, pero el permiso para saber distinguir los buenos puros, para poder amar los caballos de carreras, para disfrutar de la tauromaquia, para disfrutar de la gastronomía… Todo ello encuentra en él su representante. Es decir, todo aquello que la izquierda superyoica tenía, tal vez por su basamento cristiano, por lo menos en algunos, vamos a decir, puesto en cuestión. Como se decía aquí en España, y a mí me llamaba la atención cuando llegué, «era un sibarita», o cosas por el estilo. Por eso, el nombre propio que has introducido tú, podríamos decir, levanta una barrera, genera un cuerpo ensayístico que da permiso para gozar de otra manera, aceptar que uno puede disfrutar del cine de aventuras o que uno puede burlarse de los símbolos sagrados de la izquierda y parodiar sus espejismos.
Pero, como has mencionado, junto con este nombre es inevitable evocar otro nombre propio de aquel entonces que estaba, vamos a decir, en la excentricidad como estaba Leopoldo. Se trata de Agustín García Calvo, cuya tertulia, que primero comienza en La Boule d’Or en París, porque está en el exilio, se instala en el año 1977 aquí, en España; es entonces cuando yo empiezo a concurrir, desde el primer día. Y ahí está también Fernando Savater, está también Sánchez Ferlosio, está también Tomás Pollán. Cuando aparece Leopoldo, siempre recordaré cómo sus apariciones furtivas, que se habían vuelto permanentes en mi cotidianeidad, en cambio agobiaban terriblemente a Ferlosio, que se retiraba inmediatamente cuando lo veía. Y hasta el propio Agustín, acostumbrado a tratar y atraer a locos de distintas tribus, se inquietaba un poco.
GC: ¿Le abrumaba?
JA: Le abrumaba, sí. Después de todo cuando uno abreva en la propia fuente de la locura, como era el caso de Leopoldo, siempre está dispuesto a mostrar cómo es estar habitado por el delirio. En cambio, por el contrario, el talentoso delirio de Ferlosio era pensarlo todo y especialmente, aunque de un modo distinto al de Agustín; pero tenían eso en común, obtener un gran control del aparato del lenguaje y el habla. García Calvo y Ferlosio eran distintos estilos de cultivar con una precisión superlativa el modo de hablar nuestra lengua. En este aspecto ambos son inmensos en el modo de habitar la lengua española. Para mí esto constituía una auténtica novedad, escuchar la perfección de una oratoria marcada por acentos distintos al del Río de la Plata. Pero a Agustín, a diferencia de Ferlosio y por supuesto de Panero, le disgustaban los autores contemporáneos, se mostraba reticente con los «intelectuales de la tertulia»; era como si deseara una lengua sin referencia a nada contemporáneo. Salvo «lo griego», algunos poetas y, por suerte, Marx, Freud y Wittgenstein, que se salvaban, el de él era un ejercicio radical de anarquismo lingüístico, donde una instancia que él denominaba de distintas maneras —«pueblo», o «los de abajo», o «la Razón común»— hablaba a través de él. Él era hablado por ese Otro indefinible, y esto atraía especialmente a muchos que se identificaban con él, y que para perjuicio de ellos me parece que desconocían la auténtica relación de Agustín García Calvo con el saber. Y había tardes donde esto alcanzaba su cima inalcanzable y donde los intelectuales con más referencias teóricas se iban sintiendo más molestos, no encontraban su lugar, y entonces abandonaban el viaje. Pero debo decir que él y la entonación de nuestra propia lengua, que él ejecutaba con tanta maestría, constituyeron una señalada hospitalidad para mi desarraigo de entonces. Es en ese período en que Savater empieza ya a destacarse con su propio recorrido y se desinteresa por la tertulia, pues tiene entre manos, aunque tal vez él mismo no lo sepa, un gran proyecto intelectual que jugará un rol central en la nueva cultura española de la Transición, la que se está preparando.
GC: Me gustaría decir algo al respecto, Jorge, sobre esta función del trabajo intelectual en la Transición. Una de las cosas que más me interesa de Gramsci es su avidez por empaparse de la cultura precedente, por ejemplo, y, sobre todo, de ese «intelectual tradicional» tan determinante del sentido común de su tiempo que es Benedetto Croce. Como anti-Croce, por así decirlo, Gramsci entiende que su trabajo intelectual debe pasar por ahí, incorporar y metabolizar los núcleos de verdad de su adversario —«sólo creando se puede destruir de verdad», se dice— sin subestimarlo lo más mínimo. Esta manera de Gramsci de reformular el idealismo de Croce desde el materialismo y la práctica filosófica es una lección a tener en cuenta, máxime si tenemos en cuenta el antintelectualismo del que, en ocasiones, incluso presumimos en la izquierda.
En un momento de este análisis, en los Cuadernos de la cárcel, Gramsci realiza una comparación que resulta ilustrativa para nuestro problema de cómo acercarnos desde el trabajo intelectual a la voluntad popular. Compara la posición «tradicional» de Croce con la de Erasmo ante la Reforma de Lutero. Su incapacidad de percibir el movimiento de masas que está teniendo lugar, con sus nuevas reivindicaciones, así como su declaración de que «donde aparece Lutero muere la cultura» revela los límites de una posición crepuscular crecientemente incómoda ante las novedades de su tiempo histórico. Este tipo de «erasmismo» intelectual está siendo hoy muy visitado ante lo que podríamos denominar un «neoprotestantismo». Adoptar la posición de un Erasmo del siglo XXI parece, sin embargo, algo poco prometedor, me temo, a la vista de lo que viene. Stefan Zweig, ante la inminencia del fascismo en los años 1930, tiene, en su biografía sobre el personaje, un retrato magnífico sobre ese modelo intelectual humanista que hoy sigue siendo tremendamente actual; habla allí de «la falta orgánica de querer instruir al pueblo desde lo alto en lugar de comprenderlo y aprender de él». Gramsci aquí insiste mucho en que la nueva práctica intelectual debe dejar de lado ese catolicismo que deja que las masas se queden donde ya están y situarse en el punto de vista del que no sabe, pero de algún modo ya comprende porque «siente», por decirlo con sus palabras.