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Doce cartas a un futuro papa conforman este magnífico libro en el Tomáš Halík expone sus reflexiones sobre el futuro de la Iglesia en estos tiempos convulsos. Una visión del cristianismo que trascienda los límites, se abra a otras religiones, acoja en su seno a las personas que buscan la espiritualidad fuera de la religión tradicional y sea corresponsable con el entorno social y natural son algunas de las reflexiones presentes en este texto. La Iglesia católica debe pasar de una forma confesional estrecha ("catolicismo") a una "catolicidad" abierta (universalidad) y al mismo tiempo no perder, sino comprender su identidad de una manera nueva y más profunda. Para ello, el autor recurre al género epistolar, dirigiendo 12 cartas a un futuro papa aparecido en sus sueños al que llama Rafael. Este nombre significa "medicina divina" y con él, intercambia reflexiones, esperanzas, temores, sugerencias y preguntas sobre la situación actual de la fe. Al hacerlo, Halík despliega proféticamente su visión de una iglesia de la humanidad verdaderamente ecuménica, que lo abarque todo, pero al mismo tiempo sepa leer los signos de los tiempos con valentía y responsabilidad. Con este libro, Halík crea una confesión de esperanza en tiempos de crisis global en el que es urgente despertar el poder terapéutico de la fe.
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Seitenzahl: 238
Desde el reino de los sueños
Mis cartas a un futuro papa
Traducciónde Enrique Molina
Herder
Traducción: Enrique Molina
Diseño de la cubierta: Stefano Vuga
Edición digital: José Toribio Barba
© 2024, Tomáš Halík
© 2024, Herder Editorial, S. L., Barcelona
ISBN EPUB: 978-84-254-5181-2
1.ª edición digital, 2024
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No os conforméis con estos tiempos sino transformaospor medio de la renovación de vuestro entendimiento.Ro 12,2Antes tenía sueños sobre la Iglesia. Soñaba con una Iglesia que recorre su camino en la pobreza y en la humildad, que no depende de los poderes de este mundo; en la cual se extirpara de raíz la desconfianza; que diera espacio a la gente que piensa con más amplitud; que diera ánimos, en especial, a aquellos que se sienten pequeños o pecadores. CARDENAL CARLO MARIA MARTINI Coloquios nocturnos en Jerusalén
Un papa que viene del reino de los sueños
Carta primera Los sueños como el lenguaje de los deseos divinos
Carta segunda Buscando una identidad
Carta tercera La misión de los profetas
Carta cuarta Dios como futuro
Carta quinta La olvidada fuerza interior de la religión
Carta sexta La catolicidad como responsabilidad universal
Carta séptima Madre Iglesia, sal de ti misma
Carta octava Cree libremente y ama
Carta novena La álef en la frente del gólem
Carta décima Carta de Navidad
Carta undécima Vaciar el infierno
Carta duodécima Llenar el cielo
Información adicional
Tuve un sueño. En el balcón de la basílica de San Pedro de Roma se encontraba el papa recién elegido. Estaba explicando a la muchedumbre el nombre que había elegido. Rafael significa «medicina divina» o «Dios sana»; es conocido por la Biblia y venerado en la tradición como un fiel guía en el camino.
A lo largo de mi vida, siete papas se han sucedido hasta ahora como romano pontífice. He conocido personalmente a tres de ellos. En mis sueños, la figura del papa (y también papisas) ha aparecido con bastante frecuencia; sin embargo, el sueño al que debe su origen este libro fue excepcional por su urgencia. Porque el papa Rafael salió de mi sueño y entró a formar parte de mi vida.
Carl Gustav Jung, el fundador de la psicología profunda, utilizó el método de la «imaginación activa»: comunicarse creativamente con personajes de sus sueños y de su imaginación como si fueran personas vivas. Así es como empecé a comunicarme con el papa de mis sueños. Poco a poco se fue convirtiendo para mí en alguien que era como para Jung su misterioso anciano Filemón, que lo guiaba hacia los tesoros de las profundidades del inconsciente, acompañándolo en su camino de maduración e integración espiritual.
Algo que me sucede es que me despierto con una pregunta que parece la continuación de un sueño que ya no recuerdo. A veces, me obligo a levantarme y empezar a escribir una respuesta en forma de carta: una carta al papa de mi sueño. No se trata de un artículo para una revista, un sermón, una conferencia, un capítulo para un libro, sino de una respuesta a mi interrogador, al que tengo ante mi mirada interior mientras escribo.
El papa Rafael se convirtió para mí no solo en un interrogador con sus preguntas, sino sobre todo en un guía que me escuchaba pacientemente, que me inspiraba y animaba, que participaba en mis momentos de reflexión y ensoñación, de oración y meditación. En mis cartas solo le presento mis pensamientos, esperanzas y temores, sugerencias y preguntas; no trato de informarle de nada y estoy lejos de intentar enseñarle algo. Es él quien me enseña a mí, tanto por las preguntas que me envía en esos raros momentos en el umbral entre el sueño y la vigilia, como por el hecho de que percibo su atenta escucha mientras escribo. Mis pensamientos maduran gracias a nuestro diálogo imaginario. No tengo que sobrecargar de cartas el correo del Vaticano.
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Sé a quién le estoy escribiendo en el reino de los sueños. Es el papa, la máxima autoridad docente de la Iglesia católica. No es un inquisidor que busca errores en mis declaraciones. Es un padre espiritual, un sabio maestro, que busca primero comprenderme bien y, si ve límites, fallos y errores en mis afirmaciones, quiere ayudarme con paciencia a ampliar mi perspectiva.
El papa de mi sueño es un papa con una misión especial: no es solo el jefe de la Iglesia católica, sino un guía espiritual, un mistagogo, un pastor y un servidor de todas las personas espiritualmente abiertas, sedientas y en búsqueda, ya sea dentro de las comunidades religiosas o más allá de sus fronteras visibles. Para cumplir su cometido, escucha atentamente a todo tipo de personas que le comunican sus experiencias; también por eso me he atrevido a ser uno de los muchos que se dirigen a él.
Según el derecho actual de la Iglesia, el papa es el obispo de Roma, pero sobre todo es el jefe de todos los católicos del mundo, y nombra a su vicario general para administrar la diócesis de Roma. El papa de mi sueño tiene probablemente un vicario general para la Iglesia católica, pero su ministerio y su responsabilidad son más amplios y van mucho más allá del mundo del pensamiento católico romano. Es un servidor de una comunidad incluso más amplia que la representada por los anteriores obispos de Roma. Lo veo como «siervo de los siervos de Dios» –de hecho, de todos, incluso de los que no son miembros de la Iglesia católica–; lo veo como guía y hermano incluso de aquellos para quienes Dios permanece anónimo y oculto, y que le sirven buscando la verdad y haciendo el bien según su conciencia.
Quienes predijeron la desaparición de la religión en la civilización euroatlántica y quienes, por el contrario, anunciaron su regreso triunfal están ahora sorprendidos: la religión no está desapareciendo, pero tampoco está volviendo a sus formas anteriores. Sigue ahí, pero en constante cambio. Su contexto social y cultural cambia, y con él sus formas y roles sociales. Incluso lo que permanece se entiende e interpreta de nuevo en un nuevo contexto. Las mismas palabras reciben significados diferentes, las mismas historias se leen y entienden de forma distinta.
Los medios tradicionales de expresión religiosa –palabras, rituales, instituciones– son un espacio demasiado estrecho para la dinámica de la vida espiritual de nuestro tiempo. Las ofertas de las instituciones religiosas, estereotipadas, mal comprendidas y poco convincentes, pasan por alto las verdaderas aspiraciones espirituales, los deseos y las verdaderas preguntas y necesidades de la gente de nuestro tiempo.
En la parte del mundo en la que vivimos, el número de nones –personas que cuestionadas sobre qué religión profesan responden que ninguna– va en aumento. Sería muy simplista considerar a todos los que no se adhieren a ninguna religión organizada como ateos dogmáticos o apateístas, personas espiritualmente indiferentes. Muchos de ellos son personas que buscan sinceramente una relación con lo trascendente de la vida, pero no encuentran un camino viable hacia ello en las formas de religión que han encontrado. Hay un número creciente que se describe a sí mismo como «espiritual, no religioso».
En la cultura occidental está disminuyendo tanto el número de personas plenamente identificadas con las instituciones religiosas, sus enseñanzas y prácticas, como el de ateos dogmáticos. Crece el número de buscadores, tanto entre los dos bandos en declive como dentro de ellos. Muchos de los que se declaran ateos se oponen más bien al teísmo, una interpretación particular de la fe, más que contra la fe misma. Más que en contra de Dios, están en contra de sus representantes terrenos. En muchas ocasiones, se posicionan principalmente contra su propia concepción de Dios y de la religión. Al mismo tiempo, incluso entre quienes son miembros activos de alguna Iglesia, hay un número creciente de aquellos para quienes la fe es más un viaje y un camino hacia lo profundo que un castillo amurallado.
Estos importantes cambios en el panorama espiritual actual eluden con frecuencia las encuestas sobre religiosidad, que trabajan con categorías que no pueden describir adecuadamente la dinámica del cambio. La respuesta a la pregunta de si alguien es «creyente» o «no creyente» es mucho más compleja de lo que parece a primera vista. La relación entre la religiosidad explícita (creencias religiosas expresadas en palabras, rituales y afiliación a instituciones religiosas) y la religiosidad o incredulidad implícita, existencial y a menudo inconsciente (qué papel desempeña Dios para una persona concreta y qué imágenes de Dios yacen en lo más profundo de su inconsciente) sigue siendo un ámbito poco explorado. En el panorama espiritual actual también nos encontramos cada vez más con la fe de los no creyentes y la incredulidad de los creyentes.
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Pero ¿necesitan todos estos buscadores un papa? ¿Necesitan estas personas la Iglesia, el cristianismo y la religión? Puedo describir con bastante exactitud las formas de autoridad eclesiástica, Iglesia, cristianismo y religión que no pueden cumplir este papel, unas formas que desalientan comprensiblemente y con razón a la gente de mente abierta. Me encuentro con algunas formas patológicas y destructivas de religión con bastante frecuencia en el mundo de hoy y en mi Iglesia católica. A veces me siento tentado a pensar que puede haber más de estas últimas que de aquellas en las que puedo experimentar con alegría el poder sanador y liberador del Evangelio. Porque lo negativo es más ruidoso y visible; se encuentra en la superficie y, por tanto, es más susceptible de la mirada superficial de las personas que se forman juicios con demasiada rapidez.
Los buscadores no buscan ni necesitan un jerarca, una autoridad patriarcal a la antigua usanza, ni un representante oficial, gestor, controlador o ideólogo, como los de la sociedad secular. El papa de todos los buscadores que conocí en mi sueño es un padre, como sugiere el título papa, un padre espiritual, pero un padre de hijos adultos que respeta plenamente su madurez, su autonomía y su libertad. Su presencia no es inútil; puede ayudar con la riqueza de su experiencia, su perspicacia y su bondadosa sabiduría. «No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el que está en los cielos», dijo Jesús a sus discípulos. El papa Rafael no está «en la tierra», y no es el Padre en el cielo. Este padre (papa) es el papa en el reino de los sueños que une el cielo y la tierra, la fantasía y la realidad, el deseo y la experiencia. No era ni es para mí en absoluto una competencia o un debilitamiento de mi relación de reverencia y lealtad hacia el obispo de Roma actual. No hace mucho, después de largos siglos, la Iglesia tenía dos papas, uno en el cargo y el otro retirado. ¿Por qué no iba a tener yo también dos papas, uno en Roma, el otro en mi imaginación? Ambos tienen responsabilidades claras y coincidentes en mi vida –y el papa Rafael, por razones obvias, tiene más tiempo para hablar conmigo.
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La comprensión del papado y su forma concreta han experimentado muchos cambios a lo largo de su historia, quizá la mayor de todas las instituciones de larga duración que existen. No hace falta remontarse a los papas de las catacumbas y los antiguos concilios, a los papas de la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco. Durante mi vida, otros tres papas han sido llevados solemnemente en camilla, acompañados por la Guardia Suiza, y lo vi con mis propios ojos en el verano de 1969.1 Pero también he visto a un papa lavar y besar los pies de un preso musulmán en un centro de detención de menores romano y besar las manos de supervivientes judíos del Holocausto.
Los católicos del siglo XIX, muy preocupados por la Ilustración y sus implicaciones políticas, soñaban con un papa autoritario que se mantuviera inmutable en medio de las tumultuosas olas de la revolución y de los cambios modernizadores. Este sueño romántico influyó en la forma real del papado y en la comprensión de la autoridad en la Iglesia, especialmente en el periodo en torno al Concilio Vaticano I. En la década de 1960, el papado adoptó el rostro amable de Juan XXIII y el aroma primaveral de las reformas del Concilio Vaticano II. A finales de ese siglo, cuando el poder temporal de los papas era un tenue recuerdo de un mundo desaparecido, el papa polaco participaba activamente en los cambios políticos globales del mundo moderno tardío. Juan Pablo II se convirtió en una estrella mediática de primera magnitud y en la persona más visible de su tiempo; ningún otro hombre en la historia había sido visto de cerca, con sus propios ojos, por tanta gente en tantos países. Con la desaparición del poder político de los papas, creció su influencia moral –y, en consecuencia, política–; incluso las críticas de los medios de comunicación a las enseñanzas del papa confirmaron que el mundo secular no era indiferente a las palabras del sumo pontífice.
En el siglo XXI, en un momento de radical declive de la autoridad moral de la Iglesia como consecuencia de las revelaciones de un número insospechado de casos de abusos espirituales, sexuales y psicológicos por parte de miembros del clero y de la salida de muchas personas de la Iglesia, se han rodado al mismo tiempo varias películas populares centradas en la figura del papa. Las series El joven papa y El nuevo papa, las películas Habemus papam y Los dos papas, que presentan al papa como una figura simpáticamente inconformista, han ganado una gran audiencia entre personas que no son lectoras de las encíclicas papales ni oyentes de Radio Vaticano. Incluso entre personas indiferentes o críticas con la Iglesia, el papado no ha perdido su interés y su atractivo. Se puede decir que el papa Francisco se ha convertido en el papa más popular fuera de la Iglesia en la historia del papado, y en el papa más atacado por ciertos círculos de católicos. Personas de todas las confesiones proyectan sus ideales y sus prejuicios sobre la figura del papa. Independientemente de las vicisitudes históricas del papado y de la sucesión de personalidades en la sede vaticana, el papa sigue siendo un arquetipo presente en el inconsciente colectivo de nuestra cultura desde hace siglos.
Que el arquetipo del papa surgiera de mi inconsciente a través de un sueño, con un nuevo nombre y una nueva forma de ministerio papal, y que comenzara a vivir su vida en mi imaginación, no es, por tanto, nada exótico ni incomprensible.
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En los meses de verano y otoño de 2023, decidí dar forma de libro a mis cartas y abrir mi comunicación con el papa imaginario a un amplio abanico de lectores de distintos países. Fue en un momento en el que los preparativos para el primero de los dos sínodos mundiales de Roma estaban en su apogeo en la Iglesia católica, un momento de grandes expectativas de cambio.
En uno de mis libros me referí recientemente a esta época como el umbral de la «tarde del cristianismo», un tiempo de madurez, un posible comienzo de un nuevo tramo de la historia, y no solo de la historia de la Iglesia católica. Estoy convencido de que el papa Francisco, con su llamamiento a la renovación sinodal, ha llevado al cristianismo al umbral de una nueva etapa de su historia, al umbral de un nuevo espacio espiritual más amplio y desconocido hasta ahora. Descubrir este nuevo paisaje e instalarse en él será la tarea de la Iglesia, alentada por el ministerio de sus numerosos sucesores.
El papa Francisco se negó a responder a la pregunta de cuál es el objetivo final de la renovación sinodal. Lo comparó con el viaje al que Abraham, el padre de la fe, fue llamado por el Señor: aceptó la llamada de Dios y «salió sin saber a dónde iba».2 Para cualquier reforma de la Iglesia, es crucial comprender y cumplir las palabras del apóstol Pablo: «No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento».
Este libro es fruto de mi profunda convicción de que el requisito esencial para la autenticidad y el éxito de la reforma es la renovación mediante la transformación de la mente, la profundización del pensamiento y el sentimiento, la espiritualidad y la teología, la dimensión profunda de la fe. Solo de esta transformación puede surgir la renovación de la forma externa de la Iglesia, de las estructuras institucionales. Solo de esta profundidad puede surgir una fuerza que ayude al cambio y pueda contribuir a modelar el mundo, en lugar de conformarse de forma pasiva y acrítica con el mundo (la sociedad y la cultura contemporáneas), o con las «guerras culturales» perdidas de antemano. Para cualquier reforma, es necesario preguntarse cuáles son sus fuentes teológicas y espirituales y si hay quienes sean capaces de comprenderlas, aceptarlas y ponerlas en práctica.
Uno de los temas clave de mis conversaciones con el papa Rafael es la cuestión de cómo pasar de la reforma como un mero cambio externo de las formas a una transformación interna que realmente vaya al grano. ¿Cómo no perderse en el proceso de reforma, y redescubrir y reavivar lo que constituye la identidad del cristianismo, lo que hace de él la «sal de la tierra» y la levadura para el pan fresco de mañana?
Tomé la decisión de escribir este libro en la festividad de santo Tomás Apóstol, el santo patrón de todos nosotros, los que dudamos y buscamos; empecé a escribirlo en el verano de 2023 en la capilla de la cabaña de Erlebach, en las Montañas de los Gigantes, en una habitación acristalada llena de luz, con vistas en todas direcciones, hacia las nubes y las cumbres de las montañas.
1 Para ser justos, hay que decir que el papa Pablo VI, para consternación de su séquito, besó los pies del patriarca ortodoxo Atenágoras para expiar simbólicamente la arrogancia de su predecesor, que había obligado a los enviados del patriarca a besarle los pies, lo que contribuyó al cisma entre el cristianismo occidental y el oriental.
2 Heb 11,8.
Querido papa Rafael:
Su hermano el papa Francisco nos anima a soñar. Nos inspira con su sueño profético de la Iglesia como camino común y de la renovación sinodal de la Iglesia católica. Al mismo tiempo, usted ha entrado en mi vida desde el mundo de los sueños y me conduce hacia horizontes más amplios y metas aún más lejanas.
Se dice que los pueblos arcaicos distinguían entre «pequeños sueños», que afectaban únicamente al soñador, y «grandes sueños», que tenían significado para toda la tribu. Llevo años estudiando los grandes sueños y mitos que encierran las obras literarias proféticas que inspiran a toda nuestra tribu.1 Entre ellas están la Divina comedia de Dante, el gran sueño de un viaje de maduración espiritual que comienza a las puertas del infierno y termina en un paraíso celestial; el Fausto de Goethe, un viaje de conocimiento y tentación con el mismo final en el cielo; el conmovedor sueño de Nietzsche sobre el asesinato secreto de Dios y sus consecuencias; el mito de Oscar Wilde sobre el anhelo de la eterna juventud o las visiones oníricas de advertencia sobre una sociedad inhumana en las novelas de Franz Kafka y George Orwell. Podemos afirmar que la inspiración de muchas obras literarias, cinematográficas, artísticas, incluso musicales, procede de sueños inquietantes y ambiguos, a menudo de pesadillas.
En el umbral del siglo XX, que iba a culminar con la victoria de la luz de la razón sobre el mundo de la noche, y antes de que ese mundo iluminado cayera en la oscuridad de las guerras mundiales, uno de los hijos más brillantes de la Ilustración se adentró en el mundo de los sueños para descifrar su lenguaje y descubrir su misterioso significado, así como la fuente del poder sorprendentemente duradero de la religión. La clave hermenéutica de Freud para interpretar los sueños y descubrir el origen de la religión reside en su doctrina del poder del inconsciente, de la imaginación que colma los deseos reprimidos. El propio Freud construyó su ciencia de la religión sobre la interpretación de un antiguo mito, el mito de Edipo.
La hermenéutica de los profetas, al interpretar el significado de los grandes sueños, hace justo lo contrario: el significado del sueño no es un deseo humano, sino divino. Es Dios quien entra en las profundidades de nuestro inconsciente y desde allí, en el lenguaje ambiguo de los sueños, nos envía sus mensajes. El profeta revela en sueños, en sus propios sueños y también en los sueños de los demás, los deseos incumplidos de Dios –interpreta sus llamadas para que los hombres asuman estos deseos y cumplan la voluntad de Dios.
El Señor, leemos en las Escrituras, abre el oído del profeta para que escuche y comprenda.2 Alaba al joven rey Salomón por anhelar lo más necesario: el don de un corazón comprensivo.3 El corazón es en la Biblia el lugar de la comprensión de lo que la razón no entiende, incluido el lenguaje de los sueños. En el sueño, el Señor anima a José a no tener miedo de aceptar a su esposa María encinta, luego le advierte de la persecución de Herodes, y más tarde lo anima a volver a casa.
Muchos sueños necesitan interpretación, una interpretación de los motivos y los símbolos que surgen en el sueño, a menudo de forma vaga y ambigua. Junto al enfoque analítico del psicoterapeuta, ha existido a lo largo de la historia un enfoque contemplativo que abre la posibilidad de comprender los estímulos oníricos, su significado más profundo y su contexto más amplio.
Los profetas bíblicos eran ante todo intérpretes del discurso de Dios y de sus deseos: los mensajes de Dios en los acontecimientos históricos y en los sueños que a veces anunciaban esos acontecimientos. Creo que incluso en nuestro tiempo Dios está despertando en la Iglesia el valor de preguntarse qué forma de cristianismo sueña Él para nuestro tiempo. También veo la exhortación del papa Francisco a la renovación sinodal de la Iglesia como una respuesta a uno de los grandes sueños de Dios: alentar sueños proféticos sobre la Iglesia y el mundo del futuro. En el pontificado de este papa, la autoridad jerárquica, pastoral y docente y la misión profética se han unido de manera notable.
Sin embargo, muchos de los impulsos y las intuiciones de Francisco requieren más conjeturas. Estoy convencido de que lo mismo ocurre con la llamada a la sinodalidad: no es solo la Iglesia católica la que debe convertirse en un «camino común» (syn hodos). No es solo la Iglesia, sino toda la familia humana la que debe emprender un camino común, y los cristianos no deben ser los que se queden rezagados en este camino, sino los que lo preparen y lo abran.
El principio de sinodalidad, de escucha mutua, de compatibilidad en la diversidad y de toma de decisiones conjunta debe introducirse también en las relaciones entre naciones, culturas y religiones. La escucha y el respeto también deben formar parte de la relación de las personas con el planeta que habitan.
No se trata solo de transmutar la Iglesia católica actual de una institución burocrática plagada de escándalos en una red flexible de cooperación mutua. La comunidad de los cristianos debe convertirse en un punto de convergencia del valor para romper todas las fronteras, como enseñaron Jesús de Nazaret y Pablo de Tarso. Ambos eran muy conscientes del potencial revolucionario de sus enseñanzas, vinieron a «echar fuego sobre la tierra»4 y a superar todas las fronteras religiosas, culturales, sociales y de género existentes: ya no importa si uno es judío o gentil, libre o esclavo, hombre o mujer. En Cristo, todos son iguales, tienen una nueva identidad, son un nuevo ser.5 Esta nueva comunión anticipa la prometida transformación de todo: un cielo y una tierra nuevos.6
La renovación sinodal presupone e implica una transformación, una autotrascendencia de la forma existente de cristianismo. En esta transformación, sin embargo, el cristianismo no debe disolver su identidad y convertirse en una especie de humanismo omnicomprensivo o en un esperanto religioso ingenuo (que suele desembocar en una secta), sino que necesita redescubrir su identidad. Puesto que el fundamento de la identidad cristiana es Cristo y su historia pascual, esto significa redescubrir a Cristo y el misterio de la transformación pascual de la muerte en una vida nueva.
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En la primera de nuestras conversaciones imaginarias, usted me preguntó, papa Rafael, cuál es para mí el papel profético de la Iglesia hoy, cómo puede cumplirse en la práctica y cómo se relaciona con la transformación del cristianismo actual en medio de los cambios radicales de nuestro mundo. Acabo de indicarle mi respuesta.
Primero hay que escuchar atentamente el mensaje del sueño. El papa Francisco ha señalado la escucha como el primer paso en el camino de la renovación sinodal. En todas las etapas del proceso sinodal, los momentos de contemplación silenciosa son parte integrante de las reuniones de trabajo. Son momentos de escucha del Espíritu que habla a cada participante tanto en su mente como en el santuario de su corazón y de su conciencia, así como a través de las palabras de los demás.
El papa ha convocado dos sínodos para toda la Iglesia. Quizá estas dos importantes reuniones no traigan consigo las reformas de las estructuras institucionales que muchos esperan –algunos con esperanza y otros con ansiedad–. Esas reformas parciales son importantes, pero intento no fijarme solo en ellas, sino tener presente el objetivo fundamental. Considero que el principal objetivo de la reforma sinodal es un cambio en la comprensión de la Iglesia y de su acción en el mundo, un cambio en la comunicación dentro de la Iglesia y en la comunicación de la Iglesia con el mundo. Es un cambio de estilo y de método, una nueva forma de ser Iglesia. Se trata de una tarea para toda la historia futura del cristianismo.
También espero ver cambios necesarios en las estructuras institucionales de la Iglesia. Pero estos solo pueden producirse como subproducto de las cosas nuevas que la Iglesia ya ha empezado a aprender en preparación de los sínodos de todas las Iglesias en Roma. Se trata precisamente de la cultura de la escucha: escuchar a los demás y, con ello, escuchar al Espíritu de Dios. Fue realmente importante que las reuniones sinodales se intercalaran con tiempo para la contemplación, un silencio en el que lo que otros habían dicho reverberase en los participantes, y en el que ellos mismos se abriesen interiormente al soplo del Espíritu.
A menudo escucho de mis amigos evangélicos la objeción de que la reforma sinodal es un problema principalmente de la Iglesia católica, que ha eclipsado el principio de la sinodalidad por su énfasis en el principio jerárquico. Esto formaba parte de la práctica del cristianismo primitivo, se conservó en gran medida en las Iglesias cristianas orientales y fue característico de las Iglesias nacidas de la Reforma desde el principio. Tienen razón hasta cierto punto, especialmente en lo que se refiere a la estructura de la Iglesia y al estilo de toma de decisiones.
Sin embargo, la experiencia de combinar la meditación con el proceso de búsqueda y toma de decisiones en común es, en mi opinión, algo que puede inspirar una profundización de la sinodalidad también en las Iglesias no católicas. Y estoy profundamente convencido de que esta práctica de silencio y escucha también podría dar buenos frutos en las deliberaciones y la toma de decisiones de muchas instituciones laicas.
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Si quiero escuchar y comprender, primero debo buscar los lugares donde puedo oír la voz de Dios: en mí mismo, en la Iglesia y en los acontecimientos del mundo que nos rodea. Encontrar ese lugar es un paso que no podemos omitir en el camino de la fe. Muchos de los que afirman que Dios eenmudece ante ellos nunca han salido del ruido que no les deja oír su voz.