5,99 €
Entre el odio y el amor Se debatía entre el odio y el amor Durante diez años, los recuerdos de Sorrel y de aquel mágico verano habían invadido la cabeza y el corazón de Luke llenándolo de rabia y frustración. Ahora Sorrel había regresado a Nueva Zelanda para hacerse cargo de la granja que una vez había sido el hogar de Luke, y solo había necesitado una noche para retomar aquella arrebatadora pasión. Pero Luke necesitaba tomar el control de la situación antes de perder la cabeza para siempre, porque sabía que Sorrel era la única mujer capaz de llegarle al alma. Una pasión secreta Secretos, mentiras... ¡y pasión! Jake Harrington había amado a Sally apasionadamente hacía algunos años, pero le habían engañado para que se casara con otra. Cuando volvió a ser libre, Jake decidió que tenía que recuperar a Sally. Aunque no era el momento adecuado y sus reputaciones estaban en peligro, no tardaron en dar rienda suelta a la pasión... en secreto. Mantener el secreto provocaba tensiones entre ellos, pero cuando descubrieron todas las mentiras que los habían separado en el pasado, se sintieron aún más unidos. Hasta que Sally le reveló un último secreto... lo único que Jake no podría perdonarle jamás...
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 343
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 89 - agosto 2024
© 2002 Robyn Donald
Entre el odio y el amor
Título original: One Night at Parenga
© 2003 Catherine Spencer
Una pasión secreta
Título original: Passion in Secret
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-051-8
Créditos
Entre el odio y el amor
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Una pasión secreta
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Así que no queda nada –murmuró Sorrel Maitland, aparentemente impasible.
Nueva Zelanda estaba muy lejos de Nueva York y llevaba ocho años viviendo en América; sin embargo seguía teniendo acento neozelandés.
El abogado la miró, aliviado al comprobar que los enormes ojos verdes permanecían secos, sin lágrimas.
–Me temo que muy poco.
–Se ha perdido mucho dinero. ¿Qué ha sido de él?
–Parece que su padre es jugador, señorita Maitland. Esa es una forma rápida de perder dinero –contestó el abogado, mirando los papeles.
Los millones que Sorrel Maitland, la famosa modelo, había ganado durante aquellos años se habían escapado entre las manos de su padre como si fueran agua.
Sorrel miró las cifras e hizo un par de preguntas pertinentes.
Cerebro además de belleza, pensó él, admirando el cabello pelirrojo sujeto en un elegante moño.
La lealtad a la familia podía causar enormes problemas, a veces desastres como aquel. Si hubiera acudido a él al principio de su carrera, la habría advertido de que los padres no suelen custodiar bien el dinero de sus hijos… ¿pero qué chica de dieciocho años hubiera creído eso?
–Ojalá pudiera darle mejores noticias.
La mujer que tenía enfrente era una de las modelos más cotizadas del mundo y, como apenas tenía veinticinco años, aún le quedaban unos cuantos en las pasarelas para rehacer su fortuna.
Aun así, tener que darle esa noticia no era agradable.
–Si un adicto no recibe ayuda sicológica, subordina todo, la honestidad, la familia, la vergüenza… a esa adicción. Un alcohólico necesita ayuda profesional y a un ludópata le ocurre lo mismo. Algunas personas no admiten tener ese problema. Otros intentan controlarlo, pero no pueden.
–Sé que a mi padre le gustaba ir al casino de vez en cuando y que apostaba a los caballos, pero… No tenía ni idea.
–Normalmente los familiares son los últimos en enterarse. Señorita Maitland, debe buscar otro administrador de sus bienes. Es el mejor consejo que puedo darle.
–Lo haré. Sé que su bufete ha trabajado mucho para separar mis cuentas y las de mi padre –dijo ella en voz baja–. Muchas gracias.
–De nada. Si puedo ayudarla en algo, solo tiene que llamar.
Alta e imposiblemente elegante, Sorrel se levantó para estrechar su mano. La legendaria sonrisa iluminó su rostro, aunque no los ojos verdes.
–Es usted muy amable, pero ahora ya sé qué hacer.
El abogado se preguntó por qué había estrechado su mano con tanta delicadeza, como si pudiera romperse. Por el contrario, el apretón de ella era firme; solo el ligero temblor de sus dedos traicionaba la angustia que había tras aquellas bellísimas facciones.
Una mujer con clase, pensó, cuando cerraba la puerta del despacho.
Una mujer con clase y casi en la ruina.
En el apartamento que compartía con su padre, Sorrel se quitó los guantes mientras se acercaba a la ventana desde la que podía verse Central Park.
Temblando, se apretó los ojos con las manos para evitar las lágrimas hasta que vio lucecitas amarillas. En el corto espacio de un mes, su vida se había hecho pedazos.
Primero, la muerte de su madrina en Nueva Zelanda y después el infarto que había dejado inútil a su padre. La casa de Cynthia, Parenga, estaba vacía, pero su padre seguía vivo.
Si podía llamarse estar vivo a permanecer como un vegetal.
Sorrel parpadeó varias veces para enfocar el paisaje. Tenía una hora para volver a la residencia que sería el hogar de Nigel Maitland durante lo que le quedaba de vida.
Pero como una de las cosas que su padre no había hecho era contratar un seguro médico privado, primero tenía que llamar a su agente.
–Louise. Dile al director de Founiere que acepto la oferta.
Louise lanzó un grito.
–¡Esa es una gran noticia! Belle Sandford empezó su carrera con ellos y este año es casi seguro que va a ser nominada para un Oscar. Founiere es la mejor publicidad que se puede conseguir… no hay empresa más exótica en el mercado.
–Exótica, desde luego –suspiró Sorrel.
Aunque la palabra «erótica» cuadraba mejor con las campañas de aquella firma de perfumería.
–No seas mojigata, Sorrel. ¿Por qué aceptas si sigues pensando que Founierehace porno suave?
Porque el dinero de la campaña pagaría las facturas de su padre en la residencia. Aunque no pensaba decirle eso a Louise; cuantas menos personas conocieran su situación económica, mejor.
–He pensado que sería divertido… diferente –contestó, intentando parecer entusiasmada–. Y como tú misma has dicho, esa campaña podría conseguirme otros contratos.
–Muy bien. Me alegro mucho de que hayas tomado esa decisión. Seguramente era tu última oportunidad con Founiere. Sigues siendo preciosa, por supuesto, pero yo sería una mala agente si te ocultase que por detrás vienen pegando fuerte.
–Lo sé. Hay cientos de adolescentes bellísimas, altísimas y deseosas de ser la modelo del año –suspiró Sorrel–. Bueno, tengo que irme, hablaremos más tarde.
Después de colgar, Sorrel miró alrededor. Tendría que dejar aquel carísimo apartamento. Afortunadamente no sentía ningún apego por él.
Se sirvió un vaso de agua en la cocina antes de entrar en la habitación que su padre llamaba despacho. Como él, era una habitación limpia y ordenada. Nigel Maitland había escondido lo de sus deudas con sorprendente habilidad, con sorprendente elegancia.
Intentó reconciliar al padre que había conocido y querido toda su vida con el hombre que la había dejado en la ruina, pero era imposible.
En cualquier caso, era su padre y la quería. Y, sobre todo, la necesitaba. Aunque apenas podía abrir los ojos, las enfermeras le habían dicho que su estado mejoraba en cuanto la veía entrar en la habitación.
Tenía que encontrar dinero para pagar el tratamiento hasta que…
–Hasta que se ponga mejor –murmuró para sí misma, aun sabiendo que no era verdad.
No había esperanzas de recuperación para él; un hombre siempre dinámico, enérgico, lleno de vida…
Y si para mantenerlo en la residencia tenía que posar medio desnuda en unas «elegantes» fotografías, lo haría.
No podía permitirse el lujo de tener escrúpulos morales en aquel momento.
Luke Hardcastle cruzaba el patio de la mansión Waimanu y vio a su ama de llaves discutiendo con el conductor de una furgoneta.
–¿Qué ocurre? –preguntó, arrugando el ceño.
Los dos se volvieron, hablando al mismo tiempo.
–Penn –dijo Luke.
El conductor se quedó en silencio.
–Dice que tiene una caja para Sorrel Maitland y estoy intentando explicarle que Sorrel no vive en Parenga. Los Banning alquilaron la casa cuando murió la señora Copestake, pero se marcharon a Taupo hace un par de meses. La casa está vacía.
–He estado en Parenga y he visto que no había nadie –replicó el conductor, airado–. Pero la dirección que aparece en el albarán es Sorrel Maitland, carretera de Hardcastle, Parenga. ¿Qué voy a hacer con ella?
Luke apretó los labios. ¿Aquello nunca iba a terminar?
Durante diez largos años el recuerdo de Sorrel lo había perseguido, llenándolo de angustia y frustración. Se despreciaba a sí mismo por seguir su carrera a través de las revistas, aliviado cuando dejaron de hablar de ella dos años antes, después de algunos rumores sobre matrimonio y problemas con las drogas… incluso hablaron de un embarazo.
Casi fue un alivio pensar que se había casado.
–¿No puede llevársela de nuevo a la oficina de correos? –preguntó, con su habitual tono autoritario.
–He llamado a mi jefe, pero dice que no tenemos sitio para guardarla hasta que aparezca la señorita Maitland. Y no puedo dejarla en una casa vacía porque alguien tiene que firmar el albarán de entrega.
–Yo tengo una llave de Parenga. Lo seguiré hasta allí y la dejaremos en el vestíbulo –replicó Luke. Por el rabillo del ojo, vio que su ama de llaves hacía un gesto de sorpresa–. Puedes seguir con tu trabajo, Penn.
–Pero…
–Gracias, Penn.
Luke subió a su jeep, pensativo.
¿Sorrel planeaba vivir en la casa que había heredado de su madrina?
No, si él podía evitarlo.
La Sorrel con quien había compartido un mágico e inocente verano años atrás había desaparecido, transformada en la mujer que sonreía con elegante frialdad en cientos de revistas y que, finalmente, con una arriesgada campaña de perfume, había hecho levantar la ceja a medio mundo.
A veces Luke soñaba ser el hombre al que miraba con los ojos semicerrados, invitadora, sus labios abiertos como esperando un beso…
Despreciándose a sí mismo por el deseo que provocaba aquella imagen, siguió a la furgoneta por la carretera que llevaba a Parenga.
La noche antes de su dieciocho cumpleaños, Sorrel lo había mirado de la misma forma. Y él, sin poder contener su deseo, la había besado.
Desde entonces nada fue lo mismo.
Entonces supo que debía librarse de ella y lo hizo. Y no lo lamentaba, aunque Sorrel seguía poblando sus sueños.
¿Volvería con su marido o lo habría dejado? ¿Había un marido? El hecho de que no hubiese cambiado su apellido de soltera indicaba que no, pero muchas mujeres lo conservaban después de casarse.
Aunque a él le daba igual.
Luke cruzó el puente y detuvo el jeep en el camino de piedra. Aunque iba un hombre a limpiar cada dos meses, la enorme mansión eduardiana, que su padre tuvo que vender para pagar los caprichos de sus extravagantes esposas, parecía solitaria, casi fantasmal.
El conductor de la furgoneta le dio un papel.
–Sé quién es usted, pero las reglas son las reglas. Tiene que firmar el albarán.
–¿Es una caja muy grande?
–Del tamaño de un mueble. Pero no pesa mucho. Seguramente será ropa –contestó el hombre, encogiéndose de hombros–. Sorrel Maitland es modelo, ¿no?
No lo había preguntado con mala intención ni parecía haber nada sugerente en su tono, pero Luke tuvo que controlar una réplica airada.
–Lo era.
El conductor sonrió.
–He visto algunas fotografías suyas. Es muy guapa.
Sorprendido por el brillo de furia en los ojos grises de Luke, el hombre guardó el albarán.
–Será mejor que saquemos la caja.
Esa noche Luke estaba asomado a la ventana, observando las tumultuosas aguas del río que bajaban hasta el estuario.
Pensaba en una sonrisa provocativa y sofisticada que había visto más veces de lo que hubiera deseado. Para recordarse a sí mismo lo que era, miró la revista al volver de un largo día moviendo ganado en los pastos… haciendo ejercicio en realidad para librarse de las caóticas emociones que despertaba el regreso de Sorrel.
En la portada estaba elegante y provocativa con un vestido de baile… una especie de sensual túnica de seda. En las páginas interiores, el anuncio mostraba una Sorrel diferente.
Con una exclamación de disgusto, Luke tomó su vaso de whisky.
A veces pensaba que nunca podría olvidar esa maldita imagen.
Era preciosa, desde luego, brillantemente iluminada y fotografiada… y pecadoramente erótica. Dos cuerpos desnudos fundidos en un abrazo; la mano del hombre rozaba los pechos de la mujer, que lo miraba posesivamente, hambrienta, entregada. Tenía los ojos verdes con puntitos amarillos. Ojos de gato, brumosos, con la promesa de una pasión salvaje…
El whisky le quemaba la garganta y dejó el vaso sobre la mesa. Beber no lo ayudaría nada; había visto lo que el alcohol le hizo a su padre.
Las aventuras románticas de Sorrel Maitland, publicadas en todas las revistas, además de un compromiso roto y un posible matrimonio, demostraban en qué clase de mujer se había convertido.
La ruptura del compromiso fue noticia en todas partes. Y el abandonado novio, un cantante de moda, había utilizado el supuesto «dolor» de la ruptura para producir su siguiente disco, el mejor de su carrera según los críticos.
A Luke le importaba un bledo aquel hombre, el compromiso roto o la vida amorosa de Sorrel. Tenía que llevar su negocio, lo único importante para él.
Con la revista en la mano, salió del salón. Casi había llegado al despacho cuando se encontró con su ama de llaves en la puerta de la cocina.
–Me voy a dormir –sonrió la mujer, mirando la revista con gesto de sorpresa.
–Buenas noches.
Luke se encerró en el despacho y tiró la revista a la papelera.
No sabía por qué la había conservado. A los quince años, cuando su madrastra intentó seducirlo, se juró a sí mismo que él no sería como su padre. No dejaría que una bonita cara y un cuerpo tentador le robasen el corazón. Ninguna mujer tendría nunca tanto poder sobre él.
La temprana muerte de su padre y la aparición de un testamento que su madrastra le había hecho firmar en una de esas noches de borrachera reforzaba su determinación.
Luke se consideraba a sí mismo un hombre normal con necesidades normales… que no tenía problema en satisfacer. A veces estaba demasiado seguro de sí mismo y sus amantes se lo reprochaban, pero conocía el poder de su atractivo sobre las mujeres. Aunque disfrutaba inmensamente con ellas, no permitía que ninguna le llegase al corazón.
Especialmente Sorrel, que de niña solía pasar las vacaciones en Parenga.
Muy alta, delgadísima, con ojos de gacela, había despertado en él afecto y afán protector, pero estaba demasiado ocupado lidiando con los asuntos que había dejado pendiente la muerte de su padre como para fijarse demasiado en ella.
Y entonces, cuando tenía veinticinco años y ella dieciocho, Sorrel volvió a Parenga para pasar unas vacaciones.
Luke encendió el ordenador, pensativo. La niña flaca de piernas interminables se había convertido en una mujer preciosa, más excitante que ninguna otra que hubiese conocido nunca.
Descubrió entonces que, como regalo de Navidad, Cynthia Copestake, su madrina, le había pagado un curso en una escuela de modelos.
En cuanto la vio, su intención de no dejar que ninguna mujer le llegase al corazón se hizo pedazos, reemplazada por un deseo primitivo que no lo dejaba dormir ni pensar en otra cosa.
Y, por primera vez, entendió por qué su padre se había embarcado en dos matrimonios desastrosos.
Con los labios apretados, Luke miró alrededor. Las cosas habían cambiado; él ya no era el jovencito absurdamente seguro de sí mismo y ella no era la inocente cría que se ponía colorada con cualquier piropo.
–¿A quién le importa que Sorrel Maitland vuelva? –murmuró con voz ronca.
Impaciente, se sentó frente al ordenador, tecleando a la velocidad del rayo.
A veces se preguntaba si habría reaccionado tan violentamente ante Sorrel si no hubiera estado involucrado en una batalla legal con una mujer que se parecía superficialmente a ella.
Estaba furioso cuando la rechazó. Su madrastra intentaba arrebatarle Waimanu, la única herencia que quedaba de su padre. Necesitó la ayuda de carísimos abogados para obligarla a aceptar la derrota y, al final, le costó el dinero que necesitaba para volver a poner la finca en pie.
Sin embargo, aquel verano, ni el instinto ni su incisivo cerebro evitaron que perdiese el control. Al final, el hermoso rostro de Sorrel era demasiado y tuvo que besarla.
Seguía enfadándolo no haber podido evitarlo. Sin intentarlo siquiera, sin insinuarse, aquella cría tenía el poder de dejarlo sin voluntad.
Y después del beso nada fue igual. Un solo beso y no podía confiar en sí mismo.
Luke miró aquellos exóticos ojos verdes y se dio cuenta de que, si no daba un paso atrás inmediatamente, acabaría como su padre, casándose con una mujer que no le convenía. Despreciándose a sí mismo por su debilidad, la dejó fuera de su vida.
Y había hecho bien; esa inocencia era una mentira. Su carrera como modelo y los rumores que corrían de boca en boca le revelaron que Sorrel era tan frívola y tan engañosa como su madrastra.
Algún día se casaría, pensó. Pero elegiría bien. La mujer con la que planeaba casarse no se parecería nada a su madre o a su madrastra, mujeres egoístas y avariciosas que habían usado su atractivo físico para exigir un tributo económico.
¿Cuándo volvería Sorrel?
¿Y por qué?
Sorrel resistió el impulso de pisar el freno al llegar a la curva.
–Carreteras de pueblo, conductores domingueros –murmuró para sí misma, irónica.
Los limpiaparabrisas hacían su trabajo, pero era difícil apartar aquella tromba de agua. Además, estaba atardeciendo y la visibilidad era mínima.
Apartando la melena de su cara, Sorrel apretó el volante. Había aprendido a conducir en aquella carretera y Luke la enseñó bien.
Casi se alegraba de que estuviese lloviendo. Tener que concentrarse la hacía olvidar una tensión más profunda; la de acercarse a Waimanu, la mansión que había sido el hogar de los orgullosos Hardcastle durante más de un siglo.
–Han pasado muchos años, por favor –murmuró para sí misma–. Seguramente se habrá olvidado de mí.
Por fin, tomó la última curva de la carretera que llevaba a Parenga.
¿Dónde estaría Luke? Daba igual… mientras no estuviera allí.
No estaría. Antes de morir, Cynthia le había dicho que pasaba la mayor parte del tiempo fuera de Waimanu.
–Haciendo fortuna –le contó–. Trabaja demasiado, pero es admirable. Ha conseguido devolver a Waimanu la prosperidad de antes y vende sus productos no solo en Nueva Zelanda, sino en Australia y Europa.
Incluso a los catorce años, Sorrel sabía que Luke era un hombre decidido, inteligente y muy ambicioso.
Físicamente era impresionante. Metro noventa y cinco, hombros anchos, caderas estrechas… era imponente. Y el rostro de un ángel caído.
Ella medía casi un metro ochenta, de modo que solo un hombre de esa estatura podía impresionarla. Era lógico que, siendo adolescente, hubiera estado loca por él. Luke representaba la masculinidad, una oscura fuerza dominante que la asustaba y la emocionaba al mismo tiempo.
El golpe del granizo en el parabrisas interrumpió sus pensamientos. Escondida tras los árboles estaba la casa de Cynthia. Su casa, su hogar durante los siguientes seis meses.
¿Por qué Cynthia habría dejado escrita esa condición en su testamento? Debía haber una buena razón porque su madrina nunca fue una mujer caprichosa. Pero Sorrel ya no podía preguntarle.
Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver los viejos árboles del camino. Aunque Cynthia no estuviese allí para darle la bienvenida, era como volver a casa. El único hogar que había conocido.
Soltó el pie del acelerador para cruzar el puente…
–¡Oh, no!
Sorrel pisó el freno con fuerza. Un torrente de agua marrón saltaba por encima del viejo puente de madera.
¿Podría pasar o se la llevaría la corriente?, se preguntó. Al otro lado veía los cerezos que su madrina había plantado años atrás, y el tejado de la casa.
–Yo creo que puedo pasar –murmuró, recordando un anuncio de televisión que hizo para la empresa Camel.
Pero ella conducía una vieja furgoneta, no un todoterreno.
Entonces el sonido de un claxon le hizo volver la cabeza. No veía su cara, pero sabía quién estaba tras el volante del embarrado jeep.
Y no estaba preparada para ese encuentro. Con un nudo en el estómago, Sorrel observó a Luke Hardcastle salir del jeep.
Se dirigía hacia su coche, como un dios de la tormenta: la cabeza bien alta, las facciones impasibles.
Sorrel tragó saliva y tuvo que apretar las manos en el volante para disimular el temblor. Luke, con el ceño fruncido, le indicó que bajase la ventanilla.
–No puedes cruzar, el puente no es seguro. Tienes que dar la vuelta.
–Pero tengo que…
–Puedes ir a mi casa hasta que amaine la tormenta.
–¿Seguro que no puedo pasar? No hay tanta agua… puedo ver los bordes del puente –insistió ella, disimulando la conmoción que le producía volver a verlo después de tantos años.
–Es demasiado peligroso. Además, cada vez llueve con más fuerza. Vamos, da la vuelta. Yo te seguiré.
–Espera…
Pero Luke ya se había vuelto hacia el jeep. A pesar de la irritación que le producía su actitud arrogante, Sorrel no pudo dejar de admirar la alta figura masculina.
¿Cuántas veces lo había mirado así… tan absorta que no podía ver nada más?
Cientos de veces, pensó, irónica. Pero la obsesión adolescente había desaparecido… aunque su cerebro no parecía haberle comunicado tal hecho a su cuerpo.
Sorrel no tenía miedo de que él lo notase. La disciplina adquirida trabajando para duros fotógrafos había aumentado durante aquellos dos años en los que estuvo cuidando de su padre.
Cuando supo por las enfermeras que no comía si ella no estaba, dejó su trabajo como modelo, alquiló una casa cerca de la residencia y fue su constante compañía.
Y de alguna forma, en las ruinas de su vida, forjaron un cariño paterno–filial que iba más allá de las palabras.
Cuando murió, casi se había gastado todo el dinero que ganó con la campaña de Founiere. Pero daba igual; volvería a hacerlo mil veces.
Mientras daba marcha atrás, Sorrel pensó que la excitación que había sentido al ver a Luke no tenía nada que ver con las emociones. Era algo puramente físico. Pero, aunque la excitaba, podía controlar la respuesta a su oscuro magnetismo. El tiempo la había curado de aquel amor adolescente.
–Es incómodo, pero no desastroso –murmuró para sí misma.
Seguía lloviendo, cada vez con más fuerza, y los limpiaparabrisas apenas podían apartar el agua… entonces Sorrel vio dos ojos brillantes al otro lado del puente.
Empapado, sujeto a duras penas a la rama de un árbol había un gato…
–¡Baggie! –exclamó. No podía haber vivido en la calle desde la muerte de Cynthia…
Enternecida, salió del coche y corrió por el puente hacia el gato de su madrina.
–¡Sorrel! –oyó el grito de Luke.
Cuando llegó a la mitad del puente descubrió que no podía seguir avanzando. El agua le llegaba por las rodillas y la empujaba hacia el otro lado… Sorrel estaba a punto de caer cuando dos fuertes manos la sujetaron por la cintura.
–¡Muévete! –gritó Luke. Aunque era muy alto y tremendamente fuerte, también él tenía problemas para mantener el equilibrio.
Algo enorme golpeó entonces el puente por debajo, sacudiéndolo, seguramente un tronco.
–¡Me estoy moviendo!
Por fin, lograron llegar al otro lado, pero Luke no la soltó.
–¿Estás loca? ¿Cómo demonios se te ocurre salir del coche?
A pesar de la lluvia, el calor de su cuerpo la traspasaba…
–Baggie está en ese árbol –replicó ella, señalando al gato–. No puedo dejar que se ahogue.
–Ese gato es el animal más problemático de todo el distrito. Y no te preocupes por él, sabe cuidar de sí mismo.
–Está atrapado en ese árbol –insistió Sorrel, indignada–. Se ahogará si no lo sacamos de ahí.
Para entonces la lluvia los había empapado de arriba abajo. Pero incluso empapado, Luke daba miedo.
–No vas a acercarte a ese árbol –dijo, fulminándola con la mirada–. Baggie solo tiene que saltar de rama en rama y estará a salvo. Vamos, entra en la casa –le ordenó entonces, furioso, sacando unas llaves del bolsillo.
–Cuando haya rescatado a Baggie. Sé que araña, no te preocupes. Tendré cuidado.
–¿Por qué ese repentino interés por un gato?
–¡Porque es el gato de Cynthia!
–Tu madrina murió hace dos años –replicó Luke, cáustico–. No te has preocupado por Baggie en todo ese tiempo.
–¿Y tú qué sabes? Tú ya no vives aquí.
–¿Quién te ha dicho eso?
–Cynthia. Me dijo que vivías en Auckland.
Con Mari O’Neill, seguramente. ¿Se habrían casado?
–Vivo aquí –dijo él–. En Waimanu.
De haber sabido eso, ¿habría vuelto a Parenga?, se preguntó Sorrel.
Sí, porque no tenía dónde ir.
–Voy a rescatar al maldito gato –dijo Luke entonces.
–No, lo haré yo. Baggie es mi responsabilidad.
–No seas ridícula. No pienso quedarme a ver cómo te ahogas.
El corazón de Sorrel se encogió al ver que un tronco era arrastrado en su dirección por la corriente.
–¡Cuidado!
Luke lo evitó con una combinación de equilibrio, fuerza y habilidad admirables. Cuando alargaba la mano para bajar al gato, Baggie lanzó un zarpazo, indignado, pero él consiguió atraparlo.
Sorrel se llevó una mano al corazón.
–Gracias. El pobre estaba en peligro y…
–¿En peligro? Este gato tiene doce vidas.
–Lo llevaré a…
–Sorrel, entra en la casa de una maldita vez. Aunque no te lo creas, tengo cosas más importantes que hacer que admirar tu elegante figura.
Ella bajó los ojos y observó, horrorizada, que bajo la empapada blusa se marcaban claramente sus pechos desnudos.
–Yo también estoy encantada de verte después de tantos años –replicó, sorprendida por su grosería.
Él sonrió entonces, con frialdad.
–Lo siento, no tengo tiempo para darte la bienvenida. Entra en la casa antes de que pilles una pulmonía.
Furiosa, corrió hacia la casa sin preocuparse de si él la seguía o se ahogaba en el puente.
Preferiblemente esto último, pensó.
Una vez dentro, Luke frotó a Baggie con un viejo periódico hasta dejarlo más o menos seco.
A pesar de la rabia, Sorrel no podía dejar de admirar la piel bronceada del hombre, los anchos hombros…
«No», se dijo a sí misma. Nunca más. No con Luke Hardcastle.
Él levantó la mirada entonces, el brillo gris de sus ojos como la hoja de una espada.
–Bienvenida a casa.
Estamos atrapados aquí, ¿no?
–Así es.
–Es demasiado peligroso volver a cruzar el puente.
–Cierto –murmuró Luke.
Estaba atrapada con él. Precisamente con él. Y su ropa, su maquillaje… hasta su cepillo de dientes estaban en la furgoneta.
–Envié una caja desde Nueva York.
–Llegó hace una semana. La he puesto en el dormitorio de arriba.
–Gracias.
De modo que, al menos, tenía ropa seca. Pero Luke no.
–Tienes que quitarte esa ropa mojada o acabarás pillando una neumonía.
–Habrá que improvisar. Cuando llegó la caja, llamé a la compañía eléctrica y me dijeron que habías dado de alta la luz. De modo que puedo darme una ducha caliente.
Sorrel asintió, pensativa. Creía haber olvidado a Luke… además, solo había sido un beso, siglos atrás.
Sin embargo, estar en Parenga era como volver al pasado. Una mirada de aquellos ojos grises y era de nuevo una patética adolescente.
Pero tenía que quedarse. Luke la desdeñaba y ella… ella pensaba guardar su corazón para que no volviera a rompérselo.
Bostezando, Baggie, se dirigió hacia un platito que había en el suelo y levantó la cabeza, como un rey esperando su comida. Estaba más bien gordito. O alguien le daba de comer todos los días o sabía cómo buscarse la vida.
–Hay toallas en la caja.
–Estupendo.
–Lo siento, Luke. Seguramente rescatar a Baggie ha sido una estupidez por mi parte.
–Desde luego que sí. Ningún animal merece que alguien arriesgue la vida.
–¿Ah, no? ¿Y qué hay del caballo al que salvaste de un ciclón? Te tiraste al río para llevarlo a la orilla. Yo al menos tenía un puente.
Luke se encogió de hombros.
–Entonces era joven y estúpido. Además, el caballo se hubiera ahogado, seguro. Baggie estaba a salvo. Es muy listo y vio la oportunidad de volver a casa sin mojarse las patas.
–Es que fue una sorpresa verlo… Cuando Cynthia murió llamé al veterinario para que viniera a buscarlo y me dijo que se lo habían quedado unos amigos.
Después de eso, se olvidó del asunto. Estaba demasiado ocupada con la campaña de Founiere y cuidando de su padre.
–Ya.
–No sabía que tú estuvieras cuidando de él.
Luke la miró desapasionadamente. Y decidió que había sido una modelo famosa porque despertaba las fantasías secretas de los hombres y la inseguridad de las mujeres. Ese era el secreto del éxito de una modelo.
–¿Por qué no me preguntaste si podía cuidar de él? No había necesidad de sacrificarlo.
–¿Sacrificarlo? ¿Quién ha dicho nada de sacrificarlo?
–Eso era lo que el veterinario creyó que querías hacer.
–¿Yo? –exclamó Sorrel, horrorizada–. Quería que viviese en una residencia para animales, no que lo sacrificaran.
La blusa mojada prácticamente transparentaba sus pechos y Luke tuvo que apartar la mirada.
Pero aunque podía controlar la inmediata respuesta de su cuerpo, no podía ignorarla del todo.
–Sube a darte una ducha.
–¿Y tú qué?
–Yo me ducharé en el baño de abajo.
Sorrel no se movió.
–¿Necesitas ayuda para quitarte la ropa? –preguntó él entonces, sarcástico.
–¡No!
Cuando estaba subiendo la escalera, se dio cuenta de que eso era precisamente lo que Luke había querido. Muy bien. El primer asalto para él.
Pero aquello no iba a ser una pelea. Tenía que quedarse en Parenga durante seis meses según el testamento de Cynthia y, como Luke vivía en la casa de al lado, tendrían que firmar una tregua.
Si decidía convertir Parenga en un hotel, no podía estar a mal con Luke Hardcastle. Era un hombre muy conocido en el distrito y tenía influencia con el alcalde y los concejales.
–Te bajaré una toalla.
–Muy bien.
Sorrel abrió la puerta de su antiguo dormitorio. Aunque la caja había sido abierta, las cosas estaban sin tocar. Luke, sin duda. Pensaba en todo.
Una ola de tristeza la invadió al comprobar el contenido. Representaba diez años de su vida, pero no parecía gran cosa. Aquello era lo poco que había podido salvar: algunos vestidos de diseño, alguna joya, algún libro.
El viento y la lluvia golpeaban furiosamente las ventanas, como aquel día, cuando llenaba la caja tras la muerte de su padre.
Sin embargo, a pesar de tener el corazón roto, sentía gratitud por su muerte; él la había deseado desde que sufrió el infarto.
Sorrel sacó una toalla con dedos temblorosos y salió de la habitación. Luke estaba subiendo la escalera.
–Toma. Lo siento, pero no tengo jabón.
–Estás muy pálida. Ve a darte una ducha caliente.
Una vez en el cuarto de baño Sorrel empezó a desabrocharse la blusa, pero tenía las manos heladas. Cuando por fin se la quitó estaba temblando de frío.
Podría soportar vivir al lado de Luke. Debía hacerlo. No tenía otro sitio donde ir.
–Solo tienes que mantener la cabeza fría –murmuró para sí misma.
Intentando borrar los recuerdos de antaño, dejó que el agua caliente la relajase.
Cuando bajaba por la escalera, vestida con vaqueros y una camisa de franela, oyó la puerta del cuarto de la plancha y dejó escapar un suspiro.
Estupendo, eso debía significar que la secadora funcionaba. Y si funcionaba la secadora, también funcionarían la nevera y la cocina.
Mientras estaba bajo la ducha, había estado haciendo relajación; una técnica muy usada por las modelos para soportar las largas horas de espera en las sesiones fotográficas. De modo que creía estar preparada para Luke.
Pero cuando lo vio en el pasillo, con la toalla alrededor de la cintura… y nada más, su compostura se evaporó.
Solo los escoceses podían llevar falda. E incluso ellos tenían que adornarla con dagas fálicas para asegurar su masculinidad.
Luke, sin embargo, no tenía un aspecto ridículo. El verde de la toalla contrastaba de maravilla con su cuerpo bronceado. Podría haber sido modelo, pensó.
Un hombre peligroso, alto y fuerte como un árbol, el sueño erótico de cualquier mujer. Cuando la besó, tantos años atrás, Sorrel había visto un reflejo azul en sus ojos. Pero en aquel momento eran opacos, como la plata vieja.
–¿Cuándo crees que se podrá cruzar el puente? –preguntó, apartando la mirada.
–Cuando amaine la tormenta. Pero si no deja de llover… tendré que quedarme aquí.
¿Pasar la noche con Luke? ¿Con un hombre que parecía un bárbaro de algún pasado romántico? A Sorrel se le hizo un nudo en el estómago, pero no precisamente de asco.
–¿Por qué demonios construyeron la casa aquí? Entre el río y el estuario, por Dios… Aunque tus ancestros necesitaban el agua, deberían haber considerado la posibilidad de inundaciones.
–Construyeron la casa en una pendiente. Aquí no llega el agua –replicó él.
–Pero no se puede llegar a ella a través del puente –dijo Sorrel, intentando no mirar sus hombros desnudos–. ¿Tú crees que la comida de Baggie sabrá bien?
–No hace falta que nos comamos su comida. Cuando me enteré de que venías llené la despensa.
–¿Ah, sí?
«Por Dios, reacciona», se dijo a sí misma. Estaba actuando como una cría, como una adolescente que piensa solo con las hormonas.
–Harina, café, azúcar, latas… también hay comida congelada. Mi ama de llaves se encargó de todo.
–Muchas gracias –dijo Sorrel, dirigiéndose a la cocina–. Tienes que decirme cuánto te debo.
–Somos vecinos… pero te enviaré la factura.
¿Estaba ofendido? Mejor, ella también. ¿La creía tan tonta como para llegar a una casa vacía sin comida? Tenía una caja llena de tarteras en la furgoneta.
Aunque, por otro lado, estaban en aquella situación por su culpa.
–En una noche como esta, un estofado sería maravilloso. Pero podemos tomar una sopa calentita… –en ese momento, la luz hizo un extraño–. Y rápidamente. Espero que el viento no tire los postes de la luz.
–¿Sabes hacer sopa? –preguntó Luke, escéptico.
–Sí –contestó ella, sin volverse–. ¿Hay madera en la leñera? Podríamos encender la chimenea.
–No lo sé.
–No hay nada como una chimenea encendida para tener sensación de hogar.
–¿Hogar esta casa? –replicó él.
–Parenga siempre ha sido mi hogar –contestó Sorrel, sacando un par de latas de la despensa.
–Voy a ver si hay troncos en la leñera. Grita si necesitas ayuda.
Ella esperó hasta que se hubo cerrado la puerta para dejar escapar un largo suspiro. Aquel hombre era insufrible.
Media hora más tarde llevaba una bandeja al salón que, en aquel momento, estaba sin muebles, como el resto de la casa. La muerte de Cynthia fue seguida casi inmediatamente por el infarto de su padre y tuvo que llevarlos a un guardamuebles para que no se deteriorasen.
Pero no fue la habitación, con las estanterías vacías de libros, lo que la dejó sin aliento.
Luke estaba inclinado echando troncos en la chimenea y el brillo de las llamas iluminaba su torso desnudo. Era un hombre demasiado atractivo, demasiado primario.
Demasiado sexy.
A unos metros estaba Baggie, observando el fuego con benigna satisfacción.
Sorrel dejó la bandeja en el suelo, intentando no dejarse afectar por tanta feromona. Además de sus atributos masculinos y su hermoso rostro, Luke tenía un carisma especial, una combinación de poder, autoridad y magnetismo sexual que demolía sus cuidadosamente erigidas defensas.
Y un ansia largo tiempo reprimida volvió a despertarse a la vida.
–Qué frío –murmuró, con el corazón acelerado.
–Gracias –dijo Luke, tomando el bol de sopa.
Poco después estaban sentados frente a la chimenea. Sorrel tenía que hacer un esfuerzo para olvidar que él estaba desnudo bajo la toalla.
–La sopa está muy rica –dijo Luke, lacónico.
–Es increíble lo que se puede hacer con unas latas y algunas hierbas secas.
–Ya.
–Mañana iré a Kerikeri para traer los muebles.
–Si la carretera está abierta.
–¿Tú crees que la cerrarán?
–Podría haber desprendimientos.
El olor de la sopa se mezclaba con el del eucalipto de los troncos.
–¿Baggie sigue obsesionado con pescar anguilas?
Sorrel sonrió al ver que el gato bostezaba elaboradamente, como si se sintiera orgulloso de sus pasadas hazañas.
–Sí, aunque las anguilas y él a veces tienen diferencias de opinión sobre quién caza a quién.
–Cynthia solía decir que se le pasaría con la edad.
–Ese es el problema de las obsesiones. Que no se pasan con el tiempo –dijo Luke entonces–. ¿Dónde está tu marido?
–¿Qué? Yo no estoy casada.
–Cuando dejaste de trabajar hace dos años dijeron que te habías casado.
–Dejé el trabajo para cuidar de mi padre. Había sufrido un infarto.
–¿Y cómo está?
Sorrel se levantó para acercarse a la ventana. Había anochecido y solo podía ver las ramas de los magnolios moviéndose con el viento.
–Murió hace un mes. Lo enterré al lado de mi madre.
–Lo siento –dijo Luke.
Ella se volvió.
–Fue un alivio para él. Estuvo dos años confinado en una cama, sin poder moverse. Ni siquiera podía hablar. Al principio teníamos un código para comunicarnos, pero después… en fin, el pobre solo quería morirse.
Pero antes de hacerlo le había dado a entender cómo lamentaba sus errores, cómo lamentaba haberla dejado en la ruina. Cuando Sorrel le dijo que lo había perdonado, su padre se dejó morir.
–No sabía nada –dijo Luke entonces, levantándose para tomar sus manos casi con ternura.
–Durante los dos últimos años de su vida, sufrió muchísimo.
–¿Tú cuidaste de él?
Sorrel soltó sus manos y se sentó de nuevo frente a la chimenea.
–Lo llevé a una residencia y dejé mi trabajo para estar con él.
Luke se inclinó para echar otro tronco al fuego. Al hacerlo, la toalla se apartó, mostrando sus poderosos muslos. Cuando se volvió, Sorrel apartó la mirada a toda prisa.
–¿Por qué has vuelto a Parenga?
–Me encanta esta casa.
–Ya, seguro. ¿Cuál es la verdadera razón? –insistió Luke.
–Ya te lo he dicho.
–Quiero la verdad.
Sorrel lo miró, sorprendida. Pero no pensaba dejarse afectar por la beligerante actitud del hombre. Sus ojos se volvieron opacos, sus gloriosamente sensuales labios se apretaron durante un segundo antes de relajarse por fin en una sonrisa completamente segura de sí misma.
–Eres un arrogante, Luke. ¿Qué te hace pensar que puedes exigirme respuestas?
Él sintió como si lo hubiera abofeteado. Aunque le costaba, no podía obligarla a decir la verdad.
–¿Cuánto tiempo estarás aquí?
–Durante seis meses… por lo menos.
–¿Haciendo qué?
–Lo que me dé la gana –sonrió ella, con esa sonrisa que había excitado a millones de hombres desde las páginas de las revistas–. No te preocupes, no voy a molestarte. Ni siquiera sabrás que estoy aquí.
–Véndeme Parenga –dijo Luke entonces–. Te pagaré un precio justo.
–¿Qué harías tú con esta casa?
–Ya se me ocurrirá algo.
Era demasiado buen negociador como para mirarla a los ojos, pero no habría adivinado nada por su expresión. Sorrel era, desde luego, una profesional de las máscaras.
–No puedo venderla. Cynthia me la dejó en un fideicomiso.
–Eso debió ser una sorpresa.
Ella volvió la cabeza, ofreciéndole su elegante perfil; la frente alta, las cejas bien perfiladas, la nariz recta. Pero su boca no era precisamente elegante sino apasionada, ardiente, de labios generosos…
–¿Por qué? Lo que salvó Waimanu fue el fideicomiso de tu padre.
Luke hizo una mueca. Era cierto. Su madrastra no pudo hacer nada contra eso.
–¿De qué quería Cynthia proteger Parenga?
Sorrel se encogió de hombros.
–De nadie. Era una mujer muy cauta. O quizá lo que te pasó a ti la asustó.
El fuego crepitaba en la chimenea, iluminando su piel nacarada, perfecta. Una piel que parecía de seda y que era una tentación,
Luke tuvo que apartar la mirada. A pesar de su poderoso magnetismo sexual, no significaba nada para él. Pero allí había algo que no lograba entender.
–¿No te lo dijo?
–No.
Él sospechó, por el tono, que sí lo sabía.
Entonces recordó su furgoneta. Era vieja, debía tener más de cinco años. Un coche muy raro para una modelo como ella.
Sorrel alargó la mano para llamar al gato, pero Baggie la miró, inescrutable.
«No lo pienses más», se dijo Luke. «No quieres saber nada de ella. Es peligrosa».
–¿Estás escondiéndote?
–No.
Lo había dicho casi divertida. Y si no hubiera visto la momentánea tensión de su frente, la habría creído.
–Si tienes algún problema, puedes contármelo –replicó con brusquedad, para esconder un inesperado deseo de protegerla.
Sorrel rio suavemente, una risa falsa que le recordó a su madrastra.
–No tengo ningún problema. Solo quería volver a esta casa que siempre fue mi hogar. ¿Tan raro te parece?
–¿Y por qué no vuelves a tu mundo?
–Dos años es mucho tiempo. El mundo de las modelos olvida pronto.
Luke observó con sarcástico interés cómo bajaba las pestañas para esconder sus ojos. Había visto a su madrastra hacer ese gesto muchas veces. Una promesa de sexo para conseguir todo lo que quería.