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El millonario Slade Hawkings estaba seguro de que Alli Pierce era una seductora cazafortunas que lo único que quería era el dinero de su madrastra. Así que decidió viajar a la bella isla de Valanu para enfrentarse a ella. Pero la atracción sexual que surgió inmediatamente entre ellos le hizo cambiar de opinión... Ella nunca había conocido a nadie tan arrogante como Hawkings. Quizá fuera el nuevo propietario del complejo hotelero, pero desde luego ella no le pertenecía... todavía. Lo que él no sabía era que ella todavía era virgen.
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Seitenzahl: 209
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Robyn Donald Kingston
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Fortuna para un corazón, n.º 1586 - marzo 2019
Título original: The Billionaire’s Passion
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-470-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
ALLI Pierce añadió otra flor al collar que estaba hilando. Aspiró su perfume un instante y dijo:
–Estoy totalmente decidida a ir a Nueva Zelanda, ¡pero no pienso venderme para conseguirlo!
–Ya lo sé –contestó su amiga Sisilu tranquilamente, en el dialecto local de la lengua que los polinesios habían extendido por el océano Pacífico–. Tranquilízate. Sólo era un comentario de Fili.
–¿Qué le sucede últimamente? Se está volviendo una desagradable brujita.
Sisilu sonrió.
–¡Eres tan ingenua! No puede ni verte porque está enamorada de Tama, y él lo está de ti. Y sigue creyendo que es injusto que, sólo porque tengas pasaporte de Nueva Zelanda, Barry te pague según los sueldos de allí y no los de la isla. Después de todo, vives en Valanu desde que tenías apenas unos meses.
Alli se apartó un rizo castaño-pelirrojo de la cara y se lo sujetó con una peineta de carey.
–La verdad es que estoy de acuerdo con ella –confesó–. Me siento culpable, pero Barry dice que es la política de la empresa.
–Él sabrá. ¿Has visto ya al nuevo dueño?
–¿El nuevo dueño? –preguntó sorprendida Alli–. ¿El nuevo dueño de Sea Winds? ¿Está aquí?
Los ojos oscuros de Sisilu brillaron divertidos.
–Justo aquí, en el centro palpitante de Valanu.
–¡Tiemblo de la emoción! –exclamó Alli, riendo–. No, no lo he visto, ya sabes que el lunes es mi día libre. ¿Cuándo llegó?
–Anoche, en un avión privado.
Alli arrugó la frente hasta que sus cejas se juntaron.
–Creí que Sea Winds había sido vendido a un gran grupo multinacional. No creo que el director venga aquí, estará demasiado ocupado haciendo de magnate. Ese hombre probablemente será alguien del equipo de gerencia. ¿Cómo es?
–Grande.
El tono sensual de Sisilu le indicó a Alli que el nuevo dueño era alto, pero no gordo. Sisilu suspiró apreciativa.
–Y tiene presencia, te aseguro que es el dueño. No es que le haya visto mucho: ha estado encerrado con Barry todo el día, pero hizo una visita rápida por el complejo turístico mientras ensayábamos esta mañana.
Alli frunció aún más el ceño.
–Si es el dueño –dijo con franqueza–, me apuesto a que además de ser alto es de mediana edad, barrigón y a punto de quedarse calvo.
Sisilu puso los ojos en blanco.
–Debería aceptar tu apuesta, ¡ganaría dinero fácil! No puedes estar más equivocada: tiene los hombros anchos y las piernas largas y fuertes; todo su cuerpo es perfecto y su estómago es más plano que el tuyo y el mío. Slade Hawkings camina como un jefe, tiene aspecto de jefe, habla como un jefe… Tiene a todas las chicas zumbando a su alrededor.
¿Hawkings? La sorpresa hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Alli, pero era un apellido bastante común en inglés.
«No te imagines fantasmas», se advirtió a sí misma. Y, para terminar con la fría punzada de alarma, añadió:
–Si él es el dueño, o incluso alguien con capacidad ejecutiva, no estará interesado en nosotras, chicas de la isla. Así que deberían dejar de andar a su alrededor. Seguro que vive en Estados Unidos, en Inglaterra o en Suiza; y además, los hombres como él van con mujeres sofisticadas y cultas.
–Si tiene más de veintiocho, me como este collar –apostó Sisilu alegremente, y cambió el tono a la vez que la miraba de reojo–. Y en cuanto a tu burla sobre los hombres de mediana edad, demuestra lo niña que eres: los hombres maduros son en los que hay que fijarse. Y por eso deberías vigilar a Barry.
–¿Barry? –preguntó Alli, atónita, y al verla asentir, siguió con sarcasmo–. ¿Te refieres a Barry Simcox? ¿El gerente del hotel al que se le partió el corazón cuando su mujer regresó a Australia con su hijo porque no podía soportar vivir en esta «isla de mala muerte en medio del Pacífico»? Según sus palabras, por supuesto. ¿Ese Barry que nunca me ha lanzado ni una mirada de reojo?
–Ese mismo Barry –respondió Sisilu, inclinando levemente la cabeza–. Puede que tú no le hayas visto mirándote, pero otros sí lo han visto.
Alli resopló.
–Bueno, luego no digas que no te lo he avisado –advirtió Sisilu–. El nuevo dueño sería un amante mucho mejor. Parece una estrella de cine, sólo que más duro.
Suspiró y añadió:
–Y nada más verlo, se puede asegurar que sabe lo que hace en lo concerniente a hacer el amor. Tiene ese aura, ¿sabes a lo que me refiero?
–Pues no, no lo sé.
Sisilu examinó una flor de hibisco y la descartó. Cayó al suelo con un leve golpe.
–Oh, sí que lo sabes –añadió maliciosamente–. Tama también la tiene.
Tama era el hijo segundo del jefe de la isla y primo de Sisilu. Alli enrojeció.
–Me gustaría que no hubiera decidido enamorarse de mí.
–Eso es porque tú no estás enamorada de él –afirmó sabiamente Sisilu–. Y porque eres diferente: tú no lo deseas, cuando cualquier otra chica de Valanu lo tomaría como amante encantada. Las vírgenes también son especiales en nuestra cultura. Pero no te preocupes por él, lo superará cuando te hayas marchado.
Ambas trabajaron en silencio durante unos minutos, antes de que Sisilu volviera a sacar el tema que tenía en la cabeza:
–Y el nuevo dueño no vive en Estados Unidos, ni en Inglaterra ni en Suiza: vive en Nueva Zelanda.
–Igual que otros cuatro millones de personas.
–Y en cuanto al tipo de mujeres que le gustan… Cuando hace cinco minutos te ha visto atravesar el vestíbulo, no te ha quitado la vista de encima. Conozco esa mirada –terminó Sisilu, con aire de suficiencia.
–No me cabe la menor duda, pero ¿estás segura de que no era a ti a quien miraba? Después de todo, eres la chica más guapa de Valanu –refutó Alli, lo más secamente que pudo.
–Él ni siquiera me ha visto –respondió ella, en voz baja.
–Espera a que lo haga.
Alli detuvo su actividad y observó a su amiga mientras formaba una corona con flores de hibisco. Oscuras como la sangre, lustrosas, parecían de seda doradas por la luz.
–De todas formas –añadió–, si es tan estupendo, seguramente será gay.
La risa de Sisilu echó por tierra esa idea.
–Ni mucho menos. Cuando te miró, le gustó lo que veía. Puede que esté interesado en ayudar a una compatriota, sobre todo si le ofreces algún incentivo.
–No ese tipo de incentivos, muchas gracias –respondió Alli abiertamente, adornando el collar con unas hojas–. Si quiere ayudarme, que mantenga el hotel abierto.
Era la única manera que tenía de ahorrar dinero para el billete a Nueva Zelanda.
Su amiga la ignoró.
–Hacer el amor con él no sería difícil. Tiene ese tipo de sexualidad que levanta pasiones. Ojalá se olvidara de que es el jefe y se fijara en mí.
Alli cerró los ojos ante el reflejo del sol sobre el lago. Más allá de los graznidos de las gaviotas, podía oír el lento y constante golpear de las olas contra la barrera de coral.
Las chicas con las que había crecido en Valanu tenían un concepto sencillo y honesto de su sexualidad. Cuando se casaban, permanecían fieles, pero hasta entonces disfrutaban de los placeres de la carne sin avergonzarse.
El padre de Alli se había ocupado de que ella no siguiera esa costumbre.
–¿Por qué tienes tantas ganas de marcharte de Valanu? Es tu hogar –preguntó inesperadamente Sisilu.
Alli se encogió de hombros y tomó entre sus dedos dorados otra flor del fragante montón junto a ella. Su boca se tensó.
–Quiero saber por qué mi madre nos dejó, y qué provocó que mi padre se escondiera en este lugar.
–Ya sabes por qué. Fue al colegio con el jefe en Auckland. Y luego, cuando la corporación tribal necesitó a alguien para que gestionara su funcionamiento, se acordaron de él.
–Pero hay demasiadas preguntas –replicó Alli con una sombra en los ojos–. Papá nunca ha dicho ni una palabra sobre ninguna familia. Ni siquiera sé quiénes fueron mis abuelos.
Su amiga chasqueó la lengua. En Polinesia, no tener familia equivalía prácticamente a ser un marginado.
–Tu padre era un buen hombre –se apresuró a decir Sisilu.
Dos años antes, tras la muerte de Ian Pierce, Alli había revisado sus papeles y había encontrado lo que más deseaba saber: el nombre de su madre. Ese hallazgo la había animado a ahorrar para pagar a un investigador que encontrara a Marian Hawkings. Tres meses antes, el dossier había llegado. Y desde ese momento estaba ahorrando todo lo que podía para conocer a la mujer que le había dado a luz para abandonarla después.
–Mi madre fue una inglesa que se casó con papá en Inglaterra y vino a Nueva Zelanda con él. Después de que se divorciaran, ella se casó con otro hombre, pero ahora es viuda y aún vive en Auckland. No quiero entrometerme en su vida, tan sólo quiero saber algunas cosas. Entonces, de alguna manera, podré cerrar todo ese asunto –expuso sin emoción, y al terminar se concentró en hilar la última flor en el collar.
Su amiga se encogió de hombros.
–Pero volverás, ¿verdad? Ahora somos tu familia.
Alli sonrió con los ojos llorosos, mientras sus manos hábiles ataban la flor al resto.
–No podría haber tenido una mejor. Pero la necesidad de saber me roe el corazón.
–Te entiendo –dijo Sisilu, con una sonrisa–. De todas formas, vas a odiar Nueva Zelanda. Es enorme, y fría, diferente. No es el lugar para alguien que ama Valanu tanto como tú.
Levantó la vista y vio a una mujer acercándose hacia ellas.
–Oh, oh, llegan los problemas –dijo, casi sin aliento–. ¡Mira su cara!
Sin ningún preámbulo, la encargada del grupo de danza habló:
–Alli, bailas esta noche, Fili se ha puesto enferma. Y necesitamos causar una buena impresión porque el dueño del hotel está decidiendo si mantiene abierto Sea Winds o lo cierra.
Las dos chicas la miraron atónitas.
–No puede hacer eso –espetó Alli.
–Claro que puede y, por lo que voy oyendo, lo haría sin pensárselo dos veces. Cuando lo construyeron por primera vez, cumplía las expectativas, pero la guerra en Sant’Rosa acabó con las visitas de los turistas, y durante los últimos cinco años ha ido perdiendo más y más dinero –expuso la mujer rotundamente.
Alli frunció el ceño.
–Si las cosas están tan mal, ¿por qué lo ha comprado el nuevo dueño?
–Quién sabe… –respondió la mujer, examinando uno de los collares–. A lo mejor le han engañado. Aunque no me parece un hombre que permita que le sucedan esas cosas. No es asunto nuestro, de todas maneras, pero asegúrate de bailar bien esta noche.
Conscientes de su condición de viuda cuyo trabajo en el hotel pagaba los estudios de sus tres hijos, las chicas la contemplaron mientras se iba.
–Si el hotel cierra, será un desastre para Valanu –afirmó Alli seriamente.
Sisilu dibujó una sonrisa irónica.
–Así que si al dueño le gusta lo que ve cuando te mira, seguro que nos ayuda si eres amable con él. Tal vez puedas influirle en que mantenga el hotel abierto.
Mientras se vestía para el baile aquella noche, Alli recordó la preocupación velada en la voz de su amiga. El hombre que provocaba ese temor no había comido en el restaurante, pero acudiría al espectáculo y lo contemplaría desde algún lugar oscuro de la amplia terraza. Las mujeres que se preparaban para el show estaban más silenciosas que de costumbre; a esas alturas, todo el mundo sabía que el complejo hotelero estaba amenazado.
–Él está ahí, así que nada de risitas tontas –advirtió la organizadora con severidad, en cuanto gritos emocionados y aplausos del público indicaron que la danza de las posturas de los hombres había alcanzado su clímax.
Fijó la vista en Alli y su cara se relajó.
–Estás preciosa, esas flores color crema realzan tu piel dorada y tu pelo rojizo.
Eso era lo único que había heredado de su madre. Al poco de la muerte de su padre, Alli había encontrado su certificado de matrimonio, y con él una fotografía de su padre, tan orgulloso de sí mismo que casi no lo había reconocido, y una mujer riendo. Aparte del color del pelo, Alli no se parecía en nada a su madre, pero el certificado unido a la fotografía indicaba que esa mujer era la que la había engendrado.
Y la que la había abandonado. Junto al certificado y a la fotografía, había una notificación legal de divorcio y una noticia del periódico sobre el nuevo matrimonio de su madre con otro hombre un par de años más tarde.
El ritmo staccato de los tambores derivó hacia un latido sensual y Alli y el resto de bailarinas se colocaron en fila. Alli se ajustó el incómodo sujetador y comenzó a cantar una vieja canción de amor de la isla. Las bailarinas salieron de detrás de la tela que las ocultaba del público, cantando armónicamente y relatando la historia con los movimientos de sus elocuentes manos.
Desde la oscuridad detrás del público, Slade contemplaba el espectáculo con ojo crítico. Puede que las bailarinas fueran amateur, pero eran buenas. Desafortunadamente, los horrendos sujetadores hechos de coco desmerecían el efecto. Si decidía mantener abierto aquello, los cambiaría.
No parecía que a la audiencia le importara. Su boca se curvó en una sonrisa cínica mientras observaba al entusiasta grupo de turistas. Se contentaban con poco: unas letras de canciones con cierto tono erótico, unos cuerpos ágiles moldeados por la luz de las antorchas, unos ojos oscuros entre guirnaldas de flores y unos dientes blancos destellando en insinuantes sonrisas.
Volvió a examinar a las bailarinas, haciéndose consciente con desdén hacia sí mismo de que su mirada volvía una y otra vez a fijarse en Alli Pierce. Había visto fotografías de ella, pero ninguna le hacía justicia. En ellas, parecía joven y entusiasta, mientras que en vivo la impresión era de una frescura brillante y sensual, enfatizada por unos ojos del color de una leona, una boca sonriente y provocativa y unos pómulos espectaculares.
Aunque bailaba con una gracia tentadora, y lograba parecer a la vez inocente y seductora, engalanada con coronas de flores y hojas, esa fachada sensual e incitante era una mentira.
Preciosa, sexy, con veinte años, parecía que Alli Pierce había decidido hacer carrera como artista de la estafa.
Ignorando una punzada de deseo no bienvenida, se centró en ella con el cerebro afilado y con la feroz concentración que había colocado el próspero negocio de su padre en el panorama internacional. La investigadora que había enviado a la isla había averiguado que el padre de Alli la había llevado allí cuando era un bebé, y que los lugareños no creían que ella tuviera antepasados polinesios.
–No se puede decir que hayan sido muy comunicativos acerca de ella o de su padre –le había confesado la investigadora en tono cansado–. Han sido muy protectores con ella. Logré enterarme de que la esposa del gerente del hotel le dejó a causa de la señorita Pierce, pero la siguiente persona a la que le pregunté al respecto me dijo que eso era mentira.
–¿Y usted qué piensa?
La expresión de la mujer se volvió cínica.
–La gente de allí tiene una actitud muy liberal respecto al sexo prematrimonial, y ella parece igual que el resto de las chicas: desenfadada y provocativa. La he visto varias veces con el gerente y él está loco por ella. Pero también lo está uno de los chicos locales, el segundo hijo del jefe de la isla. Ella podría estar teniendo historias con los dos, por supuesto.
Desde luego que podría, pensó Slade mientras observaba la forma en que las antorchas conseguían llamas caoba de su pelo largo y adornado con flores. Tan sólo un poco más alta que las demás mujeres, los rasgos de ella eran un poco más marcados y su piel brillaba como el oro.
Se suponía que él tenía que calificar el espectáculo, así que fijó su atención sin piedad en las otras bailarinas, la atmósfera, el efecto del paquete completo sobre el público.
La música y la danza terminaron con una nota de dulce melancolía. Después de un momento de silencio, el público irrumpió en un caluroso aplauso y las bailarinas, riendo, comenzaron a moverse en una versión del hula a la manera de Valanu.
Slade contempló las caderas moviéndose sugerentemente, las manos sinuosamente seductoras y las sonrisas que tentaban a todo hombre del público, incluido él, se confesó a sí mismo con disgusto. Exasperado por el apetito carnal que se iba colando en su conciencia, Slade sintió que alguien llegaba junto a él.
–Para ser amateurs, creemos que son muy buenas –afirmó el gerente, con demasiada confianza para ser un hombre consciente de que su trabajo estaba en la cuerda floja.
–Dentro de su tipo, son excelentes –respondió Slade con indiferencia–. ¿Quiénes son?
–Chicas locales, la mayoría son parte del personal. La que está a la izquierda del todo enseña en la escuela local y la segunda por su derecha es Alli Pierce, cuyo padre era neocelandés, como usted. No baila habitualmente, pero una de las chicas está enferma así que la ha sustituido.
–¿Es la chica que trabaja en la tienda de souvenirs?
Y posiblemente la amante del hombre junto a él. El gerente había empleado un tono poco paternal al referirse a ella, y le pagaba el triple del sueldo local. Y como ella vivía en la casa al lado de la de Simcox, la acusación probablemente fuera correcta.
Con los ojos fijos en las bailarinas, el hombre a su lado asintió:
–Ian Pierce trajo a Alli a Valanu cuando era un bebé. Parece que su madre murió en un accidente cuando ella tenía tan sólo dos semanas –su voz se alteró levemente–. Es una chica encantadora, y se merece más de lo que Valanu puede ofrecerle.
«Y a ti te gustaría proporcionárselo», pensó Slade. Con los ojos entornados, siguió a Alli Pierce mientras la fila de bailarinas desaparecía en la oscuridad, y su cuerpo se tensó cuando ella se giró justo antes de salir de la luz de las antorchas y lo miró directamente.
Paralizado por la respuesta salvaje de su cuerpo a esa rápida mirada, apenas percibió a los tres hombres que ocuparon el escenario con un grito agudo por encima del clamor de los tambores.
Enfadado, reunió lo poco que le quedaba de autocontrol. Sus relaciones requerían mucho más que lujuria. Hacía muchos años que sus hormonas no le llevaban por ese tortuoso camino.
Como un zumbido de un motor lejano, la voz del gerente se inmiscuyó en sus pensamientos. Slade se obligó a apartar su mente de aquel rostro incitante y sensual.
–…también era brillante –estaba diciendo el hombre–, pero su padre no quería ni oír hablar de que ella fuera a una escuela mejor en Nueva Zelanda. Es una pena que ella esté aquí estancada, haría grandes cosas si tuviera la oportunidad.
Slade pensó cínicamente que ella esperaba forzar esa oportunidad intentando extraerle dinero a una completa extraña.
Marian no iba a ser su billete para una vida nueva y mejor. Conmocionada y desconcertada por la carta que Alli Pierce le había enviado, la madrastra de Slade se había apoyado en él.
Una imagen de la cara de la muchacha sonriendo seductora cruzó su mente. Hablaría con ella al día siguiente y le daría un buen susto, y se divertiría haciéndolo; de todas las formas de delincuencia, el chantaje era casi la más despreciable. Y mientras lo hacía, averiguaría por qué ella había elegido a su madrastra.
En el pequeño cuarto donde las bailarinas se despojaban del sujetador y el pareo firmemente anudado a la cadera, Sisilu habló con regocijo:
–Te estaba mirando a ti. ¡Lo ves, te dije que estaba interesado en ti! Y tú lo estás en él.
–¡No lo estoy!
–Entonces, ¿por qué te giraste para mirarlo?
Alli se frotó los brazos con las manos para entrar en calor y murmuró:
–Sólo quería saber qué aspecto tenía.
–Sentiste que él te estaba mirando.
Alli no sabía por qué había seguido ese impulso imperioso, pero ahora podía ver al hombre como si estuviera delante de ella: alto, formidable y de anchos hombros, los rasgos duros de su rostro iluminados por la llama de las antorchas. Exudaba autoridad y un magnetismo cautivador que le aceleraba el pulso.
–Bueno, ¿qué opinas de él? –preguntó Sisilu.
–Tiene presencia –admitió Alli a regañadientes, retirándose el pelo de sus mejillas húmedas.
Sisilu rió pero, para alivio de Alli, dejó ahí el tema.
Una hora después, ya en la pequeña casa que había compartido con su padre, Alli rememoró la ardiente contracción de sus entrañas cuando su mirada se había cruzado con la del nuevo dueño. Durante unos breves instantes, las risas y los aplausos se habían convertido en un silencio pesado y tenso. Aunque no fuera más que pura fantasía, se sentía como si se hubieran batido en duelo a través del espacio abarrotado y caluroso, como viejos enemigos… o viejos amantes.
«Te lo estás imaginando todo», se burló de sí misma, «apenas pudiste verlo».
En un impulso fue hasta la caja fuerte y sacó una carpeta que contenía todo lo que ella poseía de su familia: la fotografía de su padre y su madre, los certificados legales con aquellos nombres extraños, el recorte de periódico.
¿Por qué su padre se había cambiado de apellido al llegar a Valanu? Y también el de ella. Alli se sintió como si los últimos veinte años no fueran más que una mentira.
Cuidadosamente, desdobló el recorte de periódico.
Tenía fecha de tres años después de que ella naciera, un año después del divorcio de sus padres, e informaba sobre la boda entre Marian Carter y David Hawkings.
Si hubiera habido una fotografía de los recién casados, ella habría podido juzgar si Slade Hawkings se parecía algo a David Hawkings.
«No, es demasiado rocambolesco. Coincidencias como ésa no suceden», se aseguró a sí misma antes de meterse en la cama, donde permaneció despierta durante horas antes de sucumbir a un sueño agitado y con pesadillas.
En consecuencia, a la mañana siguiente se levantó demasiado tarde para bañarse en el lago. Abrió las puertas de la tienda sólo unos segundos antes de que la primera oleada de clientes llegara, un grupo de jóvenes norteamericanos de vacaciones para bucear.
Zumbaron a su alrededor bromeando, riendo y flirteando alegremente, pero sin ninguna intención seria. Como no había peligro con ninguno de ellos, Alli rió, bromeó y flirteó con ellos.
Como siempre, había uno que intentaba forzar su suerte. Sonriendo, ella eludió sus manos, echándole atrás con una ocurrencia que le hizo reírse a carcajadas.
El joven estaba bromeando con ella, lanzándole miradas lascivas, cuando apareció Barry Simcox.
Antes, ella no hubiera sospechado nada del ceño fruncido de Barry y de la forma en que miraba al joven, pero el comentario de Sisilu el día anterior había puesto una nota incómoda en su sencilla amistad con el gerente.
Cuando los muchachos salieron de la tienda, Barry entró. E iba acompañado por el nuevo dueño.
El corazón de Alli le dio un vuelco. En la cautivadora claridad de la mañana, Slade Hawkings resultaba aún más imponente que bajo la dramática luz de las llamas.
Nervioso, Barry hizo las presentaciones.
–El señor Hawkings ha venido a comprobar nuestro trabajo –informó, con una sonrisa no muy afortunada.
Se giró hacia Slade y le informó:
–Como ha podido observar por las cifras, Alli está teniendo buenos resultados con la tienda de souvenirs.
Alli le tendió la mano y dijo escuetamente:
–¿Cómo está usted?
Unos ojos verdes, transparentes y sin un ápice de emoción, la examinaron, pensó Alli, casi como si ella le hubiera sorprendido. La mano de él era cálida y seca, y aun así ella pudo sentir el poder latente en esos dedos delgados y su breve apretón.
El color le subió a las mejillas mientras recordaba el comentario de Sisilu: sin duda, ese hombre sabía tratar a las mujeres.
–¿Cómo está usted?
Slade Hawkings le devolvió el saludo con una voz profunda y grave, venciéndola con su tono y una sonrisa sin ningún sentido del humor.
Herida, Alli se irguió. Puede que él fuera el jefe y que los poderosos y marcados rasgos de su rostro resultaran tan incitantes como desalentadores, pero él no tenía ningún derecho a mirarla como si ella fuera basura a la que podía pisotear.
Se volvió para colocar algunos artículos en las estanterías, pero Slade Hawkings le pidió:
–Desearía que se quedase, por favor.