Trampa para una mujer - Príncipes en secreto - Robyn Donald - E-Book

Trampa para una mujer - Príncipes en secreto E-Book

ROBYN DONALD

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Beschreibung

Ómnibus Bianca 445 Trampa para una mujer Kain Gerard, cautivador, sexy y rico, podía tener a la mujer que quisiera, así que conquistar a Sara Martin no debería ser un problema. La cazafortunas había usado sus encantos para chantajear a su primo y Kain estaba dispuesto a vengarse. Su plan era perfecto hasta que conoció a la atractiva Sara. Al encontrarse con sus fascinantes ojos, se dio cuenta de que no era la embaucadora que creía… ¡Había chantajeado a una inocente para meterla en su cama! Príncipes en secreto Kelt Gillian, príncipe de Carathia y duque de Vamili, conoce el peso que conlleva la responsabilidad de un título nobiliario. Y por eso mantiene los privilegios de su cuna bien escondidos. Hasta que una mirada a la misteriosa y atractiva Hannah Court amenaza con hacerlo perder la cabeza… Hannah, una belleza exótica, nunca ha conocido a un hombre que la excitase tanto como Kelt y que, a la vez, la hiciera sentirse tan segura. Es muy persuasivo y absolutamente impresionante, pero el hombre que le da placer por las noches oculta un secreto… uno casi tan oscuro como el suyo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 445 - febrero 2023

 

© 2009 Robyn Donald Kingston

Trampa para una mujer

Título original: The Rich Man’s Blackmailed Mistress

 

© 2009 Robyn Donald Kingston

Príncipes en secreto

Título original: Rich, Ruthless and Secretly Royal

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010 y 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-417-3

Índice

 

Créditos

Trampa para una mujer

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Príncipes en secreto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

KAIN Gerard miró a su tía con afecto y desesperación.

–¡Otra vez no!

–¡No es culpa de Brent! –repuso, molesta–. Él sólo…

–Es un idiota en lo que a mujeres se refiere –dijo Kain en tono seco–. Se enamora al instante de las mujeres más inadecuadas, las cubre de regalos, les promete amor eterno y, luego, cuando despierta a la mañana siguiente, descubre que no tiene nada en común con ellas. No, peor que eso, ella no tiene ni idea de ordenadores, por lo que no puede ni mantener una conversación. Así que cuando la deja, ella acude, dolida y llorosa, a la prensa para sacar provecho.

–Sólo se deja llevar –protestó la madre de Brent débilmente–. No sabe lo que quiere.

Kain arqueó una ceja. Pechos grandes, largas piernas y sonrisas bobaliconas: eso era lo que su primo quería.

–Yo creo que sabe muy bien lo que quiere –dijo en tono cortante–. Pero, ¿por qué te preocupas esta vez?

–Kain, tú mejor que nadie deberías saber que recibió una importante cantidad por su compañía de Internet. Más de veinte millones de dólares –dijo Amanda Gerard y se quedó pensativa unos instantes antes de continuar–. Ella no es su tipo. Para empezar, es mayor que él y no es modelo ni presentadora.

–Así que piensas que va tras su dinero –dijo Kain frunciendo el ceño.

–Brent tiene fama por su estúpida generosidad –dijo su madre.

–¿Qué pruebas tienes de que sea una cazafortunas?

No era la primera vez que Amanda Gerard reparaba en que su sobrino Kain era un hombre muy atractivo: medía más de un metro ochenta, tenía hombros anchos y una vitalidad capaz de detener la respiración de una mujer. Tenía también unos rasgos perfectos, una boca, sensual, y los ojos, grises, en contraste con su piel aceitunada y su pelo moreno.s

–Mira –dijo Amanda sacando una foto y enseñándosela.

–Desde luego que es diferente a las habituales conquistas de Brent. ¿Quién es?

–Sarah Jane Martin. Es al menos cinco años mayor que Brent y observarás que no está colgada de él ni mirándolo provocativamente a los ojos –señaló Amanda y añadió–. Habla de ella de manera diferente.

–Entonces, ¿cuál es el problema?

Kain tenía mucho cariño a su tía, que le había criado desde que sus padres murieran, pero detestaba el amor incondicional y protector hacia su único hijo.

Pero no podía olvidar que su primo Brent era muy caprichoso. Su agradable físico, por no mencionar su situación económica, provocaba que la mayoría de las mujeres cayeran rendidas a sus pies. Y debido a que nunca había tenido que esforzarse por conseguir la atención de una mujer, debía de sentirse intrigado por el aspecto misterioso de la de la fotografía.

–Quizá esta vez haya dado con una mujer normal, una con la que pueda mantener una conversación –dijo algo impaciente.

–¿Te parece normal alguien cuyo padre era el borracho del pueblo?

–Eso no es culpa suya.

–Lo sé –dijo ella sonriendo–, pero es posible que eso le haya creado problemas a ella.

–¿Cómo sabes que su padre es alcohólico?

–Lo era. Ya está muerto. Ella es de Hawkes Bay, una pequeña ciudad cercana a la de Blossom McFarlane, así que llamé a Bloss y le pregunté si conocía a la chica.

Kain contuvo la risa. La red de amigas del colegio de su tía era conocida cariñosamente en la familia como la mafia de Amanda.

–¿Y qué te contó Blossom McFarlane de ella?

Su tía lo miró con suspicacia.

–Bloss sabía de quién se trataba. Me dijo que siempre sintió lástima de ella, aunque admiraba su lealtad hacia su padre. Después de que muriera, trabajó unos meses para un viejo abogado, pero hubo un escándalo –dijo e hizo una pausa antes de continuar–. Bloss me contó que todo el asunto se llevó en secreto, pero que parece que hubo algún robo.

A Kain no le gustó aquello.

–¿Acusaron a Sara Martin?

–Sí. De todas formas, no recibió el castigo que se merecía. Nunca se hizo nada, pero cayó en desgracia y desapareció de la ciudad.

Kain miró a la mujer que estaba en la fotografía junto a Brent y reparó en su enigmática sonrisa. A diferencia de las novias anteriores de su primo, Sara Jane Martin no destilaba sexualidad, pero Kain advertía su atractivo. Aquel aspecto frío era un desafío. Eso, combinado con su esbelta figura y una boca que prometía placeres carnales, debía tener a Brent embelesado.

–Brent ya se ha gastado más de treinta mil dólares con ella –dijo Amanda con desagrado.

–¿Le ha comprado un coche?

Ella hizo una pausa y se decidió a contárselo.

–Un anillo de diamantes.

–¿Te lo ha contado él?

–Claro que no. Debió de comprárselo antes de mudarse a ese ridículo ático, porque los documentos de autenticidad llegaron a mi casa.

–¿Abriste el sobre? –preguntó Kain sorprendido.

–Ni siquiera miré la dirección –contestó indignada–. Bueno, no hasta que me levanté del suelo.

–Entonces, ¿qué es lo que quieres que haga?

–Pensé que podrías pedirle a alguien de tu equipo de seguridad que investigue a la tal Sara.

–Pago a mis hombres para que cuiden de mis negocios, no de mis asuntos personales.

–Lo sé, pero en este caso…

Kain sonrió con ironía.

–Les pediré que hagan algunas comprobaciones. Como empresario, no me agradan los hurtos.

–Pensé que podrías tenderle una trampa –añadió su tía.

–No hay nada más cruel que una madre entregada –dijo Kain con ironía–. Debes de estar muy preocupada si estás dispuesta a sacrificar los sentimientos de Brent, así como mi tiempo, mi reputación y su opinión sobre mí.

Apreciaba a su primo y si esa Sara Martin resultaba ser una ladrona, estaba dispuesto a hacer lo que fuera para proteger a Brent de cualquier lío. Si había algo que Kain había prendido en la vida, era que todo, incluso el afecto de su primo, tenía un precio.

–Ya te diré algo.

No se quedaba satisfecha, pero sabía cuándo dejar de insistir. Kain le había dado su palabra y eso significaba que lo haría. Si había algo sospechoso en el pasado de Sara Jane Martin, pronto lo sabría.

 

 

Kain miró entre las cabezas de la multitud, entrecerrando los ojos. El carnaval prenavideño de Auckland estaba muy animado. El verano ya había llegado a Nueva Zelanda y, al igual que los caballos purasangre, había desfilando mujeres elegantes con ropas exquisitas en busca de un buen premio.

La mirada de Kain se posó en una mujer vestida con un bonito y sencillo vestido de color gris que contrastaba con su piel pálida y su pelo negro, semioculto por un atrevido sombrero. Los zapatos de tacón alto acentuaban sus largas piernas y la seda dejaba adivinar una cintura estrecha y unas curvas sensuales, sin resultar excesivas. La única nota de color era el intenso color rojo de sus labios, que acentuaba su boca seductora. Definitivamente, no era el tipo habitual de Brent.

–Aquélla es la apuesta de Maire Faris –dijo una voz femenina a su espalda–. Es muy buena, pero no ganará.

–Demasiado discreta –convino su acompañante–. Los jueces siempre se inclinan por plumas y tul y mucho glamour en estos eventos. ¿Quién es la modelo?

Kain no pudo resistirse a la tentación de escuchar. A pesar de que estaban a unos metros de él, podía oír las voces de las mujeres perfectamente.

–Es la secretaria de Mark Russell. Ya sabes, de la fundación Russell.

–Tiene un aspecto demasiado antiguo para una fundación tan reputada. Bueno, la palabra que mejor la definiría sería «estirada».

La mujer tenía razón: Sara Jane Martin no tenía aspecto de dedicarse a tratar con los pobres y necesitados.

–Bueno –dijo la otra mujer riendo–, imagino que incluso a alguien tan filántropo como Mark Russell le gustará tener algo agradable que mirar en la oficina.

Tenía razón, pensó Kain con ironía. Entornó los ojos y observó a la mujer de la que estaban hablando. El atuendo recatado no ocultaba su exótica sensualidad, haciendo que el resto de mujeres del estrado se difuminara con el entorno.

Kain apretó los labios. Esa vez Brent tenía serios problemas. Su equipo de seguridad había dado con un escándalo muy desagradable. Como la mayoría de los escándalos de empresa había sido ocultado, pero Sara Jane Martin estaba metida hasta el cuello. El chantaje era un delito despreciable, sobre todo en aquel caso en el que un hombre se había suicidado a causa de ello.

Alguien tenía que sacar a Sara Jane Martin fuera de la vida de su fácilmente impresionable primo antes de que pusiera sus manos en el dinero y le rompiera el corazón.

Hacer volver al redil a su primo había sido relativamente sencillo. Kain había tirado de algunos hilos para ofrecerle el viaje de su vida en un bergantín, recreando el viaje de un descubridor del siglo XIX.

Si las cosas se ponían feas, Kain sabía que la relación con su primo se tornaría tensa. Aun así, prefería unos meses de tensión entre ellos a que Brent perdiera el dinero que había ganado en los últimos años gracias a su trabajo y su inteligencia.

–No se le escapa una –aseguró la segunda mujer–. Pero es muy discreta. Es la amante perfecta –añadió y ambas mujeres rieron–. ¿Ya le ha echado el lazo a alguien?

–Por supuesto que sí. Se ha mudado a vivir con el joven Brent Gerard.

Kain se quedó rígido. Aquello no lo sabía. Debía de haber ocurrido justo después de que Brent se fuera.

–¿Brent Gerard? ¿No es…? Ah, sí, ya recuerdo. Es ese muchacho que creó una compañía en Internet y que acaba de venderla por un montón de millones a una compañía extranjera.

–Sí, ese es. El primo de Kain Gerard.

–Esa chica ha dado un buen paso, pero ¿por qué no apunta más alto? Kain no tiene compromiso y tiene mucho dinero.

Buen razonamiento, pensó Kain con desagrado. Quizá se lo propusiera a Sara Jane Martin. El siguiente comentario de la mujer provocó que sus mejillas se ruborizaran.

–Además, parece un dios –dijo en tono sexy–. Me encantan los hombres altos, sobre todo cuando tienen la piel y el pelo morenos. Además tiene una mirada muy sugerente.

–Imagino que querrá asegurarse al millonario antes que optar a un multimillonario que tiene en el aire –dijo la otra mujer sonriendo con malicia–. Brent es fácil de engatusar, al contrario que su primo, que es harina de otro costal.

–¡Mira! Ahí está Trina Porteous haciéndonos señas.

Kain observó cómo la nueva conquista de Brent caminaba por la plataforma para tomar asiento junto a las demás participantes en el concurso para elegir a la mejor vestida. La información que había descubierto su equipo de seguridad la haría sentir muy incómoda y no dudaba en usarla.

Sara sintió que el vello de la nuca se le erizaba anunciando peligro. Su mano se aferró a su bolso gris y su estómago se encogió en un nudo. Por unos segundos, su sonrisa tembló y respiró hondo para recuperar la normalidad.

Hasta que se encontró con una fría mirada escrutadora que provocó que su pulso se acelerara. Kain Gerard, el primo de Brent. Él parecía saber quién era ella. Una sensación de vacío se expandió bajo sus costillas.

Los aplausos del público la sobresaltaron y enseguida reparó en que una concursante había salido al frente del estrado. Aliviada, se unió a los aplausos.

Pero aquella mirada intimidatoria siguió puesta en ella. Su respiración se volvió pesada. Incómoda por ser el centro de atención de Kain Gerard, alzó la barbilla en un gesto desafiante. El primo de Brent podía seguir intimidándola, pero no iba a permitir que la asustara.

Aquella fría mirada la inquietaba tanto, que tuvo que esforzarse en controlar la tensión hasta que la última concursante salió al estrado, una preciosa rubia de diecinueve años destinada a ganar.

Cuando lo hizo, aceptó el premio con tanta alegría que el ambiente festivo se animó.

–Bueno, hemos hecho lo que hemos podido –dijo Maire, la mujer que había diseñado el vestido de Sara, una vez la multitud comenzó a volver a sus sitios para ver la última carrera.

Sara sonrió.

–Siento no haber hecho justicia a tu vestido.

–Querida, lo has lucido muy bien. Aquí lo que buscan son chicas jóvenes e inocentes para dar la bienvenida al verano. Tú eres muy sofisticada. La clase de mujer en la que yo pienso cuando diseño. No esperaba ganar, pero haber llegado a la final me dará una buena publicidad.

De pronto, giró la cabeza hacia alguien que llegaba por detrás de Sara.

–Hola, Kain –dijo con una nota de alegría en su voz–. No sabía que hubieras vuelto de donde fuera que has estado estos últimos meses. Imagino que tienes un caballo participando en la carrera, ¿verdad?

–Así es.

Fría y profunda, su voz desprendía una autoridad que hizo que Sara se estremeciese, así que enderezó la espalda y trató de mostrarse tranquila.

–¿Y va a ganar? –preguntó Maire.

–Claro –contestó él con tanta calma, que Sara se preguntó si habría apañado la carrera.

–¿Cómo se llama? Iré a hacer una apuesta antes de que se cierren.

–Sultán Negro.

–Muy apropiado –repuso Maire.

–No nos has presentado, Maire.

La mujer se sorprendió.

–Oh, lo siento, pensé que se ya os conocíais.

De mala gana, Sara se dio la vuelta. Sus ojos oscuros se encontraron con los grises de él. Embargada por una extraña sensación de aprensión, respiró hondo. Había visto fotos del primo de Brent y durante los últimos minutos había sido consciente de su incómoda mirada, pero nada de eso la había preparado para el potente impacto de su masculinidad.

–Sara, él es Kain Gerard. Estoy segura de que no necesito contarte nada de él. Sale en la prensa muy a menudo.

–No porque me yo quiera –dijo.

–Nadie dice que seas un reclamo publicitario –añadió la mujer–. Kain, te presento a Sara Martin, quien debería haber ganado el premio.

–Desde luego que sí.

La voz de Kain le produjo una sensación desconocida. Enseguida estrechó la mano que le ofrecía y apretó sus dedos entre los suyos.

–¿Tenéis previsto ver la siguiente carrera? –añadió Kain.

–Claro que sí –contestó Maire antes de que Sara pudiera poner alguna excusa–. Pero antes voy a hacer una apuesta por tu caballo –añadió y se giró hacia la caseta de apuestas.

–¿No vas a apostar? –preguntó Kain al ver que Sara no la seguía.

–No.

–Déjame decirte que, salvo que haya algún accidente, mi caballo va a ganar.

–Gracias por la información –repuso, consciente de las miradas que estaban atrayendo–. ¿Y tú? ¿No vas a apostar por tu caballo?

–Ya lo he hecho –dijo, esbozando una arrebatadora sonrisa–. Aunque, como es el favorito, no se pagará mucho –y sin cambiar el tono, añadió–. Creo que eres amiga de mi primo, Brent Gerard, ¿no?

–Sí.

Brent le había hablado de su primo mayor y Sara había adivinado en sus palabras que su admiración incluía cierto fastidio. De pie junto a aquel hombre, con cada célula de su cuerpo agitándose, Sara entendía la reacción de Brent. Hacía falta tener mucha seguridad en uno mismo para afrontar a un competidor tan formidable. Kain se había convertido en multimillonario antes de cumplir los treinta.

–Sus padres le dejaron el control de una de las compañías más importantes de Nueva Zelanda, además de una considerable herencia con la que echar a andar en el mundo de los negocios –le había contado Brent con cierta envidia–. Pero el verdadero secreto de su éxito es su empuje y su brillante inteligencia, además de tener maña para saber reconocer las buenas oportunidades –y después de hacer una pausa, había añadido–. Por no olvidar su crueldad. No es un hombre con el que cruzarse.

Deseando haberse marchado con Maire, Sara simuló estar observando a la gente. La intuición le decía que Brent tenía razón. Le imponía la presencia de Kain Gerard al igual que lo hacía su altura, sus hombros anchos y su atractivo rostro arrogante.

Con razón tenía éxito entre las mujeres. Brent no le había hablado de esa faceta de su primo, pero Sara había leído algunos interesantes cotilleos.

Ahora se los creía todos. «Arrollador» era la única palabra que se le venía a la mente. Y aunque parecía agradable, su mirada transmitía una frialdad calculada.

Sintiendo un escalofrío, Sara levantó la mirada para ver si una nube había cubierto el sol. No, el sol seguía brillando como llevaba haciéndolo todo el día. Se enderezó y se encontró con la mirada escrutadora de Kain.

–¿Adivino que eres modelo?

Si Brent le había hablado de ella, Kain debía de saber muy bien que no era así.

–Nada de eso –contestó–. Maire ha abierto una nueva tienda al lado de donde trabajo y, cuando la modelo la dejó plantada, me convenció para que participara en esto –dijo, esbozando una estúpida sonrisa–. En cuanto vuelva, daremos un paseo para que más gente pueda ver su diseño.

–Me quedaré hasta que vuelva –dijo Kain, levantando una ceja.

–No hace falta.

Él sonrió. Algo dentro de Sara saltó en pedazos. Excitada, se las arregló para devolverle la sonrisa y luego apartó la vista. Al ver que Maire regresaba, se alegró.

–¿Por qué no venís las dos a ver la carrera conmigo desde el césped? –preguntó Kain cuando la mujer llegó junto a ellos.

Sara pensó que más que una invitación, aquello era una orden.

–Me sorprende que no la veas desde el palco –dijo Maire.

–Podemos ir allí si quieres, pero pensé que querías aprovechar toda oportunidad para mostrar ese bonito vestido. En la zona del club, no habrá cámaras de televisión.

Su mirada recorrió el vestido, haciendo saltar todas las alarmas de Sara. No había nada insinuante en aquella inspección. Había sido objeto de miradas lascivas en muchas ocasiones y supo reconocer su falta de deseo.

Aun así, se sintió acosada, como si fuera el objetivo de algún plan cuidadosamente trazado. Se convenció de que no debía de ser tonta y los acompañó.

Una vez en el césped, Sara comprendió porque Maire había accedido. Allí donde mirara, los ojos estaban puestos en Kain Gerard y en las dos mujeres a las que estaba acompañando.

–¿Champán para las dos? –les preguntó al cruzarse con un camarero.

Maire aceptó, pero Sara dijo que no.

–Hace calor. Necesitas beber algo –dijo y le pidió al camarero dos copas de champán y una copa del cóctel especial.

Cuando Sara fue a decir que no quería tomar nada con alcohol, vio que sus labios se curvaban y su corazón dio un vuelco. Aquella sonrisa era peligrosa y él conocía los efectos que provocaba en las mujeres. Lo sabía muy bien, pensó Sara mientras sus rodillas pedían un sitio donde sentarse. Lo tenía todo, pero no era su altura ni sus rasgos ni su boca seductora lo que hacían que sus huesos se hubiesen vuelto blandos. Kain irradiaba un aura de poder irresistible que suponía una amenaza.

–No tiene alcohol –le dijo mientras el camarero regresaba con dos copas de champán y un vaso alto con otra bebida–. Es un cóctel de fresa y melocotón.

–Gracias –dijo y descubrió que estaba tan bueno como parecía.

Alguien apareció y saludó a Maire, quien se disculpó para enfrascarse en una animada conversación.

Inquieta por la incómoda tensión, Sara miró hacia la pista mientras los caballos comenzaban a colocarse en la línea de salida.

–¿Cuál es el tuyo? –preguntó para romper el silencio.

–El número trece, el negro –dijo y lo señaló.

–¿Por qué estás tan seguro de que va a ganar?

–Está en su mejor momento y en muy buena forma. Siempre existe la posibilidad de que ocurra un percance, pero debería llegar el primero.

Y así fue. Los gritos proclamaron que su caballo era el favorito de los espectadores, así como en las apuestas. Sara se dejó llevar por el ambiente, aplaudiendo excitada, y se giró hacia Kain cuando la carrera terminó.

–Es fantástico. ¿Cuándo vuelve a correr?

Su corazón dio un vuelvo súbito cuando él la miró y el júbilo de la multitud pareció silenciarse.

Trató de bajar la vista, pero aquella misteriosa mirada gris pareció hipnotizarla. Antes de que pudiera contestar, Kain se vio rodeado de una nube de amigos sonrientes y de periodistas con sus cámaras en ristre.

Aliviada, Sara se apartó un poco, envidiando el aplomo con el que estrechaba las manos de los hombres y repartía besos entre las mujeres. Se sintió sola, apartada de la gente y las risas. El sol se le hizo abrasador y los sonidos de la multitud insoportablemente estridentes.

Dio un sorbo a su bebida y, de repente, sintió que la tomaban de la mano.

–Ven conmigo –dijo Kain–. Voy a dar la enhorabuena al jinete y al entrenador.

Sara trató de soltarse sin éxito.

–Se supone que tengo que estar enseñando este vestido –dijo, bajando la voz.

–Si vas con Kain, vas a salir en todas las fotos –dijo Maire–. Anda, ve.

La mirada indignada de Sara se encontró con sus divertidos ojos grises. Después de unos segundos de duda, se rindió, dejando que la escoltara a través de la gente hasta que el flash de una cámara la asustó.

Kain la sujetó con más fuerza por el codo.

–Muéstrales una sonrisa –le dijo con una nota de cinismo en su voz profunda–. Eso es todo lo que tienes que hacer. Muéstrate elegante y segura. Puedes hacerlo.

Manteniendo la mirada en los caballos, Sara forzó una sonrisa.

–Pues no veas lo que hay que sufrir para estar así de elegante. Estos zapatos son muy incómodos para caminar sobre la hierba.

Kain bajó la mirada y sus ojos brillaron, aunque su tono de voz se mantuvo inalterado.

–Es un placer mirar tus pies, así que el dolor merece la pena.

¿Por qué parecía que aquella conversación se estaba produciendo a dos niveles, uno con palabras y el otro con los tonos, el énfasis y el lenguaje silencioso de los gestos?

Para su alivio, alguien llamó la atención de Kain y se apartó de ella. Sara tenía que reconocer que le resultaba admirable el modo en que trataba a los periodistas y a los fotógrafos. Su encanto no ocultaba firme autoridad.

Al final, la dejó para dar el paseo de honor con el caballo y Sara contempló cómo destacaban sus portes a la luz del sol, cuyos rayos se reflejaban en las crines del caballo y en la cabeza de Kain.

–Son únicos –dijo el entrenador a su lado, como si leyera sus pensamientos.

Sara respiró hondo, tratando de irradiar un aire de sofisticación. Sin la presencia de Kain, trató de recuperar sus fuerzas.

–¿El caballo también tiene los ojos grises? –preguntó, sonriendo para demostrar que estaba bromeando.

El hombre rompió a reír.

–No, pero es muy tenaz y, cuando se le mete algo en la cabeza, es difícil hacerle cambiar de opinión. Y es sincero. Una vez se entrega a algo, pone todo su corazón.

–¿Qué más se puede pedir de un caballo? ¿O de un hombre? –replicó–. ¿No es un día maravilloso?

Kain y el caballo regresaron mientras el entrenador la miraba sonriente.

–Uno de los mejores –convino, adelantándose para tomar las bridas de la mano de Kain.

–Muy bien, vamos –dijo Kain.

Comenzaron a caminar y de repente, un fotógrafo los detuvo.

–Una más, Kain.

–Claro –dijo girando la cabeza y, antes de que Sara pudiera salirse del encuadre, la atrajo hacia él–. Ésta es para las páginas de sociedad. Relájate y piensa en la publicidad que obtendrá Maire –añadió, sonriéndole mientras la miraba a los ojos.

Perturbada por su cercanía, Sara se puso rígida. Las conversaciones se apagaron y sintió que todos los ojos se posaban en ellos.

–Sonríe –le ordenó en voz baja, con expresión divertida.

–¿Por qué? –preguntó ella, enarcando las cejas.

–Porque si no lo haces, todos los que vean esto van a pensar que estás perdidamente enamorada –dijo y, al ver la expresión de sus ojos, inclinó la cabeza para añadir entre susurros–. Quizá debería besarte.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

NI se te ocurra –bufó Sara.

Una tormenta de emociones la sacudió. Los ojos gélidos de Kain se entrecerraron y ella se quedó helada, con el corazón desbocado.

La voz del fotógrafo la devolvió a la realidad.

–¡Estupendo! Gracias.

En cuanto el brazo de Kain cayó, Sara se apartó. Tuvo que esforzarse en mostrar una sonrisa, pero no pudo ocultar el calor que ardía en sus mejillas.

¿A qué demonios pensaba Kain Gerard que estaba jugando? ¿Y por qué le causaba aquel desconcierto?

–A Maire le gustará –dijo sin ninguna muestra de emoción.

Para alguien que decía no buscar publicidad, la había estaba consiguiendo con demasiada facilidad, pensó Sara.

–Eres muy amable con ella.

–Era amiga de mi madre y la admiro por su espíritu emprendedor.

Sara sabía muy bien lo importante que era formar parte de un círculo de gente influyente.

Maire se acercó, paseando su perpleja mirada de uno a otro.

–Gracias, Kain. Has estado fantástico. ¿Estás lista para marcharnos, Sara?

–Sí –contestó Sara manteniendo su voz calmada para disimular su alivio–. Gracias por una experiencia muy interesante –añadió en tono formal, dirigiéndose hacia Kain.

–Ha sido un placer.

Su voz suave y divertida la enfureció.

Kain la siguió con la mirada. No le había ido mal, pensó, aunque quizá no había sido una buena idea amenazarla con besarla ante miles de personas, incluidos los periodistas. Pero había merecido la pena por ver el momento en que había bajado la guardia. Le gustara o no, era evidente que Sara se sentía atraída por él, así que las cosas estaban saliendo a su manera. Él debía suponerle un reto mucho más desafiante que Brent.

Después de cambiarse y ponerse su ropa, Sara rechazó el ofrecimiento de Maire de llevarla y caminó hasta la parada de autobús con sus cómodas sandalias planas. Sus pies se lo agradecían a cada paso. Sonriendo ante aquella idea, se prometió sumergirlos en agua caliente en cuanto llegara a casa.

–Creo que este atuendo me gusta más que el otro –dijo Kain Gerard desde detrás de ella.

Sara se quedó de piedra y su corazón comenzó a latir con fuerza. Kain sonrió, pero sus ojos grises permanecieron entornados. Aquella sonrisa ocultaba algo de lo que ella desconfiaba.

–Es más fresco e inocente –añadió él.

El tono cínico en aquella última palabra la enojó. El color blanco le sentaba bien y aquél era su vestido favorito.

–Ya no se lleva –dijo ella, infundiendo cierto desdén en sus palabras.

–¿El vestido? –preguntó él colocándose a su lado.

Sara consideró seriamente decirle que no quería su compañía, pero se contuvo. La parada del autobús no era lugar para multimillonarios, así que seguramente se iría enseguida.

–No, la vinculación del blanco con la pureza –puntualizó ella.

Kain la miró divertido. Furiosa consigo misma, Sara simuló observar un coche que se acercaba por la calle. ¡Estúpida! ¿Por qué no había ignorado aquel comentario provocador?

–Quizá sea un anticuado –dijo Kain reflexionando.

Probablemente sus ojos decían más de lo que pretendía, así que se esforzó en sonreír.

–Voy en esta dirección, así que adiós –dijo mostrándose amable e hizo una señal a un autobús.

–¿No vas a ir en el coche de Brent?

–No –respondió, sintiendo una presión en el pecho.

Había sido un error mudarse al apartamento de Brent. Pero su ofrecimiento de un lugar donde quedarse mientras encontraba un nuevo apartamento había sido una tabla de salvación. Aun así, no había tardado mucho en darse cuenta de que él se lo había tomado como un paso más en una relación que ella pretendía mantener en una amistad.

Tenía que encontrar alojamiento antes de que él regresara de sus inesperadas vacaciones.

–Te llevaré en mi coche –dijo Kain sacándola de su pensamientos.

–No, gracias –dijo y se dirigió al autobús.

Kain reparó en los reflejos del sol sobre su pelo negro. Su moño hacía destacar sus finos rasgos y su boca sensual.

Trataba de mostrarse fría. Se lo esperaba. Sería estúpida si dejaba marchar un pretendiente antes de asegurarse el siguiente, uno que era más rico. Sonrió con ironía mientras se dirigía al aparcamiento. Sabía cómo era aquel juego e iba a disfrutar jugándolo.

 

 

–Sara, ¿quién es ese? Dios mío, es muy guapo.

–Espera un momento –dijo Sara sin apartar los ojos de la pantalla.

La hija del jefe solía enamorarse de un hombre nuevo cada dos días.

–¡Viene hacia aquí!

–Bueno, ésta es la recepción.

–Oh, oh. Ya sé quién es –dijo Poppy bajando la voz.

Las palabras desaparecieron de su boca cuando levantó la vista y vio a Kain Gerard acercándose a ella, tremendamente atractivo con un elegante traje.

–Sara –dijo con una devastadora sonrisa–. ¿Cómo estás?

–Hola, Kain –se apresuró a responder–. ¿En qué puedo ayudarte?

–Quisiera que me enseñaras las pinturas que saldrán a subasta para recaudar fondos.

La fundación Russell celebraba todos los años una subasta de arte y Sara siempre se ofrecía voluntaria para organizar el evento. Esa vez iba a celebrarse en el salón de una enorme mansión moderna, el lugar perfecto para mostrar los cuadros y las esculturas vanguardistas que aguardaban en el almacén de la fundación.

Aunque las pinturas y las esculturas no estaban todavía en exposición, Kain Gerard sabía, al igual que Sara, que nadie se negaría a enseñárselas. El dinero mandaba, pensó Sara para su disgusto.

–Sí, claro –respondió.

Con el corazón latiendo desbocado, apagó el ordenador y se acercó a él. Se alegró de haberse puesto aquel vestido rojo que daba color a su piel pálida y contrastaba con sus ojos oscuros, haciendo que fuera difícil leer en ellos. Kain la incomodaba de tal manera, que no podía controlarse. Cada una de sus células parecía alterarse ante su presencia, como si su roce le hubiera dejado una huella de por vida. Aquella ridícula reacción desmesurada la asustaba.

–Ven por aquí –dijo modulando su voz, confiando en que no se diera cuenta de su nerviosismo.

En silencio, fue contemplando la exposición con rostro impasible. Los artistas que habían sido elegidos por el comité destacaban por su tendencia posmoderna.

Sara trató de controlar su expresión. Por alguna razón, pensaba que a Kain no le gustarían, a menos que estuviera pensando en hacer una inversión. No había razón para que a uno le gustaran sus inversiones.

–¿Qué te parecen? –preguntó, sorprendiéndola.

–Mi opinión no vale nada –contestó, eludiendo la respuesta.

–No te gustan.

¿Cómo se había dado cuenta?

–No sé nada de este tipo de arte, así que mi opinión no cuenta –dijo incómoda–. Puedo pedirle a un experto que…

–No –dijo deteniéndola, tanto con la palabra como con su mirada.

Durante la siguiente media hora continuó contemplando los cuadros, apartándose en algunas ocasiones y acercándose en otras para estudiarlos mejor. Sara se preguntó qué estaría pasando detrás de aquel atractivo rostro.

–Dime de verdad qué te parecen –dijo él por fin.

–Los únicos comentarios que puedo hacer son repeticiones de lo que he escuchado –respondió ella, desesperada por su insistencia.

–No es eso lo que quiero. Quiero saber tu opinión. Tienes que tener una idea. ¿Acaso no era tu padre el pintor Angus Martin? El Museo de Pintura tiene algunos de sus cuadros y una formidable acuarela.

–Éste no era su estilo –respondió, sorprendida de que conociera a su padre.

–Pero alguna vez le oirías hablar de arte.

Sí, claro, en conversaciones interminables que desembocaban en comentarios lastimeros acerca de que había perdido su destreza y de que ya no conservaba el talento que una vez tuvo.

–No entiendo las interpretaciones de los pintores ni sus intenciones y tampoco sé lo suficiente sobre arte para distinguir sus técnicas.

–¿Por qué te enfadas?

«Tú me haces enfadarme», pensó enojada con él y consigo misma por dejar que la afectara tanto.

–Porque siento como si me estuviera perdiendo algo, algún secreto que los demás entienden –respondió, encogiéndose de hombros.

Kain se quedó mirándola unos segundos que se hicieron interminables.

–Tiene sentido. ¿Has visto nuestra foto en los periódicos?

Había tenido especial cuidado en no leer las páginas de sociedad.

–No, no la he visto.

–Una lástima. Me temo que no le reportará demasiada publicidad a Maire Faris. Apenas se ve el vestido. Aun así, al menos mencionan su nombre.

Algo en su tono de voz la incomodaba.

–Me alegro –dijo con fría formalidad.

Él fijó la mirada en un lienzo que para Sara parecía una representación de un mal dolor de cabeza.

–¿Has sabido algo de Brent últimamente?

–No.

Ella contempló su perfil, fuerte e imponente y sintió un vuelco en el estómago, pero lo ignoró y mantuvo la compostura.

–Gracias por enseñarme las obras –dijo Kain, esbozando una de sus arrebatadoras sonrisas.

–Espero que te veamos en la subasta –dijo ella.

Sabía que había sido invitado, pero tendría que ver si había confirmado su asistencia.

–Seguramente.

Su completa ignorancia probablemente había echado a perder una buena venta, pensó resignada y lo acompañó hasta la zona de la recepción para despedirlo. Poppy levantó la mirada y él le dirigió una sonrisa amable y considerada, nada que ver con la hostilidad que parecía adivinarse en su actitud hacia ella.

Después, Sara tuvo que aguantar los comentarios y suspiros de la joven y sintió alivio cuando llegó la hora de comer. Aunque, entonces, tuvo que soportar las advertencias de Maire durante la comida.

–Kain no es como su primo. Brent es muy agradable, y evidentemente muy brillante a la vista de los negocios que ha montado, pero no tiene el carisma de Kain.

–No –convino Sara.

Llevaba viviendo sola desde los diecisiete años y la única influencia femenina en su vida había sido la de la señora Popham, la vecina de su padre, una mujer madura cuya práctica visión de las cosas había dejado poco lugar a confidencias.

«No sigas por ahí y concéntrate en lo que está diciendo Maire», se dijo.

–No te preocupes, no voy a enamorarme de ninguno de ellos.

–No siempre es así de sencillo –le dijo la diseñadora–, sobre todo teniendo en cuenta que estás viviendo con Brent.

–No, sólo estoy viviendo en su apartamento hasta que encuentre uno –dijo y, dado que lo consideraba importante, añadió–. No somos amantes, ni siquiera candidatos a serlo.

Maire, incrédula, enarcó las cejas.

–Pero si es más joven que yo –añadió Sara–. ¡Y ni siquiera nos hemos dado un beso!

–Él lo está deseando –comentó Maire.

–No va a pasar y él lo sabe.

–Entonces, ¿por qué te fuiste a vivir con él?

Sara le contó brevemente cómo un fin de semana en el que ella no estaba, su anterior compañero de piso había dado una fiesta salvaje que había acabado con importantes destrozos. Había tenido que dejar el apartamento y hacer frente al pago de los arreglos, puesto que el contrato estaba a su nombre, lo que había vaciado los ahorros en su cuenta bancaria, dejándola con una inmensa sensación de vulnerabilidad. Por suerte, Brent le había ofrecido alojamiento hasta que encontrara un nuevo apartamento.

–Respecto a Kain –añadió Sara para zanjar el asunto–, no es la clase de hombre con la que me siento cómoda. Me parece que es demasiado arrollador.

–Debes de ser la única mujer de Nueva Zelanda que piensa eso –dijo Maire y suspiró mientras untaba mantequilla en el pan–. De acuerdo, es mi opinión. Si recuerdo algo de mi lejana juventud, es lo inoportuno que puede ser un consejo.

–No pretendía ser cortante.

–No, no lo has sido –dijo Maire sonriendo–. Era yo la que me estaba entrometiendo. Conozco a Kain desde que era un niño y ya entonces era la persona más autosuficiente que he conocido jamás. Tenía sólo doce años cuando sus padres murieron y dieciocho cuando tuvo que ponerse al frente de los negocios familiares. Tuvo que madurar a toda prisa.

Muy a su pesar, Sara sentía un gran interés.

–Brent y él no parecen tener mucho en común.

–Poco más que genes e inteligencia –rió–. Me habría gustado poner las manos en la joven que estuvo con Brent el año pasado. Tenía un cuerpo estupendo y era muy guapa, pero llevaba una ropa horrible y muy ajustada. Aunque a Brent eso no parecía importarle –dijo con ironía y añadió–. Kain busca clase, inteligencia y sofisticación en sus amantes. Y aunque tiene unos diez años más que su primo, probablemente ha tenido menos amantes que Brent. Son muy diferentes: Brent trata a las mujeres como si comprara en la tienda de la esquina, mientras que Kain elige la ropa más selecta de los mejores diseñadores.

Sara sintió un estremecimiento y decidió dejar de hacer preguntas porque no le interesaba seguir indagando en la vida amorosa de Kain Gerard.

–Durante unos seis meses, la estrella de cine Jacie Dixon y él formaron una atractiva pareja –continuó Maire–. Trataron de llevarlo con discreción, pero acabaron apareciendo en la prensa.

Sara sonrió, confiando en que su sonrisa ocultara aquella extraña sensación de envidia y consiguió cambiar de tema.

Aquella noche se preguntó por qué Maire había considerado necesario hablar de Kain Gerard.

¿Se habría dado cuenta de las sensaciones que provocaba aquel hombre en ella, de aquella respuesta física que hacía que su adrenalina se disparara?

Probablemente. Maire era astuta y una de las razones de que fuera tan buena diseñadora era su instinto para comprender a la gente. Sonriendo, Sara apartó a Kain Gerard de su cabeza.

Más tarde aquella semana, se preparó para ir al primer acto de la muestra de arte, un evento al que asistirían los artistas, el comité organizador y los patronos de la fundación, además de representantes de las organizaciones que se beneficiarían de la subasta. A la mañana siguiente, los cuadros serían llevados a la mansión de los Brown.

Repasó mentalmente que no se hubiera quedado nada sin hacer, mientras se ponía unos pantalones negros comprados en una tienda de segunda mano especializada en ropa de marca. Hacía dos años que habían estado de moda, pero el corte era atemporal y le sentaban muy bien.

No podía permitirse más ropa hasta que pagara la deuda que tenía con la casera de su anterior apartamento, pensó poniéndose una blusa roja sin cuello que se ajustaba a su cuerpo. Una ristra de pequeños botones de plata iba desde el escote hasta la cintura. Unos pendientes de falso coral y unas botas de tacón alto repetían el color de la blusa y de sus labios.

Poppy y su madre estaban revisando los preparativos cuando llegó. La joven corrió hacia ella.

–¡Estás muy guapa! –dijo estudiando detenidamente su aspecto–. Me gusta mucho cómo te has recogido el pelo. ¿Cómo consigues que te quede tan bien?

–Con fuerza de voluntad –contestó Sara sonriendo–. Llevas un vestido muy bonito. Me encanta el collar.

–Gracias, pero daría lo que fuera por verme tan glamurosa como tú –dijo Poppy sonriendo.

Su madre se acercó y dirigió a Sara una mirada aprobadora.

–Todo parece estar bajo control, Sara. ¿Hay algo más que pueda hacer para ayudar?

–Estate pendiente de la gente y avísame si hay algún problema.

–Mark tiene miedo de que algunos de los artistas beban demasiado y empiecen a discutir –dijo la mujer–. ¿Recuerdas la bronca que se formó el año pasado?

–Estaré atenta, pero me vendrá bien que haya alguien listo para actuar si alguna conversación comienza a irse de las manos. Todo saldrá bien.

Y así fue. Todo el mundo se comportó. Los ricos y demás convocados disfrutaron del evento y, según la noche fue avanzando, un famoso jugador de rugby, miembro de una organización benéfica, dejó estupefactos a todos explicando el simbolismo de una de las pinturas.

–¿Estás aprendiendo algo? –preguntó una voz profunda desde detrás de Sara.

El vello de la nuca se le erizó y Sara respiró hondo, tratando de mantener la compostura. Luego, giró la cabeza y se encontró con los ojos entornados de Kain Gerard. Con la sobria elegancia en blanco y negro del atuendo que llevaba, estaba simplemente impresionante.

Controlando los fuertes latidos de su corazón, Sara hizo frente a su mirada escrutadora.

–Sí –dijo enarcando levemente las cejas.

–No te habrás dejado llevar por los estereotipos, ¿verdad, Sara? –preguntó él.

Había arrastrado las palabras, especialmente al decir su nombre. Aquello hizo que su cuerpo reaccionara, encendiéndose una llama en su interior.

–Eso me temo –respondió ella–. En el futuro, trataré de recordar que los jugadores de rugby pueden ser tan inteligentes como buenos atletas –dijo y al ver que tenía las manos vacías, aprovechó para cambiar de tema–. Permíteme que te consiga algo de beber.

Kain miró a su alrededor. En segundos, un camarero se materializó con una copa de champán, seguido inmediatamente por otro con una bandeja de canapés.

–Bebe champán –le aconsejó Sara–. Y si te gustan los champiñones, te los recomiendo.

–Gracias –dijo él y se las arregló para tomar con habilidad la copa y los champiñones–. ¿Y tú? Tu copa está vacía.

La adicción de su padre había hecho que fuera cautelosa. No solía beber más de una copa de vino.

–No quiero nada, gracias –dijo Sara, esbozando una rápida sonrisa al camarero.