Indicios - Jeffrey Archer - E-Book

Indicios E-Book

Jeffrey Archer

0,0

Beschreibung

Casi una década después de la publicación de su última antología de cuentos cortos, Jeffrey Archer regresa con esta esperadísima colección de catorce relatos, «Tell tale», en la que nos presenta una visión fascinante, emocionante y a veces afilada de la gente a la que ha conocido, las historias con las que se ha cruzado y los países por los que ha viajado en los últimos diez años. En ella descubriremos qué le sucede a un joven detective de Nápoles que viaja a la campiña italiana para descubrir «Quién mató al alcalde». En «Camino a Damasco» conoceremos a un pretencioso estudiante cuya vida cambia por completo al descubrir el origen de las riquezas de su padre. Con «Caballero y estudioso» nos acercaremos a la historia de una mujer de los años 30 que se atreve a desafiar a todos los hombres de una universidad de la Ivy League, mientras que en «Hora malgastada» veremos a una joven que, durante un viaje en autoestop, encontrará mucho más de lo que espera. Estos relatos cautivadores y de refrescante originalidad demuestran no solo el motivo por el que Archer ha sido comparado con Roal Dahl o W. Sommerset Maugham, sino también la razón por la que The Times lo ha definido como «seguramente el mejor contador de historias de nuestra época».-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 409

Veröffentlichungsjahr: 2021

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Jeffrey Archer

Indicios

Translated by Jesús Cañadas

Saga

Indicios

 

Translated by Jesús Cañadas

 

Original title: Tell Tale

 

Original language: English

 

Copyright © 2017, 2021 Jeffrey Archer and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726491975

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Para Paula

Mi más sentido agradecimiento a Simon Bainbridge, Henry Colthurst, Naresh Kumar, Christian Neffe, Alison Prince, Catherine Richards, Rupert Colley, Susan Watt, Maria Teresa Burgoni y Vicki Mellor.

Prólogo

Esta es la primera antología de relatos cortos que he escrito desde las crónicas Clifton.

De nuevo, algunos de ellos están basados vagamente en incidentes que he recogido en mis viajes desde Grantchester hasta Calcuta, desde Christchurch hasta Ciudad del Cabo. Dichos relatos están marcados con un asterisco, mientras que el resto es resultado de mi imaginación.

En cualquier caso, tras la publicación de Indicios, Rupert Colley me dio una idea para un relato tan irresistible que no quise esperar otros diez años para escribirlo. El resultado es «Confesión», relato que se ha añadido a la edición de bolsillo.

Desde entonces, «Confesión» se ha adaptado a formato teatral en una obra de un solo acto, la cual, junto con «¿Quién mató al alcalde?», supone un perfecto programa para una sesión doble de teatro.

Jeffrey Archer

Marzo de 2018

ÚNICO

Un desafío

Hace muchos años, un editor del Reader’s Digest me propuso escribir una historia de cien palabras que tuviera inicio, nudo y desenlace. Me insistió en que no debían ser ni noventa y nueve ni ciento una.

Por si fuera poco, también me pidió que le entregase el relato en veinticuatro horas.

Mi primer intento terminó en ciento dieciocho palabras. En el segundo acabé con ciento seis. El tercero fueron noventa y ocho. Quizá el lector adivine qué dos palabras añadí.

El resultado fue «Único», el relato que empieza en la página siguiente.

Como curiosidad, este prólogo también tiene cien palabras.

París, 14 de marzo de 1921

 

El coleccionista volvió a encender su puro, echó mano de la lupa y estudió aquel cabo de Buena Esperanza triangular de 1874.

—Le advertí que había dos —dijo el marchante—; el suyo no es único.

—¿Cuánto quiere?

—Diez mil francos.

El coleccionista extendió un cheque. A continuación, fue a dar una chupada al puro, pero descubrió que se le había apagado. Sacó una cerilla, la encendió y prendió fuego al sello.

El marchante contempló incrédulo cómo las llamas lo devoraban.

El coleccionista sonrió.

—Se equivocaba, amigo mío —dijo—. El mío es único.

CONFESIÓN * *

1 Saint Rochelle, junio de 1941

No había nada capaz de impedir la partida de póquer de los viernes por la tarde. Ni siquiera el estallido de la guerra.

Los cuatro eran amigos o, bueno, al menos, colegas, desde hacía 30 años. Max Lascelles, un tipo enorme acostumbrado a hacer uso de su corpulencia, se sentaba al frente de la vieja mesa de madera; algo que consideraba poco menos que un derecho. A fin de cuentas, era abogado y alcalde de Saint Rochelle, mientras que los otros tres no pasaban de ser meros concejales.

Claude Tessier, el director general de la Banca Privada Tessier, se sentaba frente a Lascelles. Más que haberse ganado aquel puesto, Tessier lo había heredado. Era un hombre agudo, taimado y cínico. No tenía la menor duda de que toda caridad debía empezar de puertas para adentro.

A su derecha se sentaba André Parmentier, el jefe de estudios de la escuela de Saint Rochelle. Alto y delgado, tenía un profuso bigote rojizo que indicaba el color que poseía su cabello antes de quedarse calvo. Era respetado y admirado en toda la comunidad de Saint Rochelle.

Y, por fin, el doctor Philippe Doucet, médico jefe del hospital Saint Rochelle, sentado a la derecha del alcalde. Un hombre atractivo aunque tímido, cuya densa mata de pelo negro, así como su sonrisa abierta y cálida, había conseguido que varias enfermeras empezasen a soñar con convertirse en madame Doucet. Sin embargo, todas aquellas aspiraciones habían acabado en decepción.

Cada uno de los cuatro hombres colocó diez francos en medio de la mesa. A continuación, Tessier empezó a repartir cartas. Philippe Doucet sonrió al ver la mano que le había tocado, cosa que no pasó desapercibida a los otros tres jugadores. El doctor no era el tipo de hombre capaz de esconder sus sentimientos, razón por la que había perdido más dinero que ningún otro a lo largo de todos aquellos años. Como muchos otros jugadores, intentaba no pensar en sus pérdidas a largo plazo, sino que se limitaba a disfrutar de sus ganancias a corto plazo. Se descartó una carta y pidió otra. El banquero se la dio al momento. Aquella sonrisa siguió imperturbable. No iba de farol. Los doctores nunca van de farol.

—Dos —dijo Max Lascelles, sentado a la izquierda del doctor.

El alcalde no evidenció emoción alguna mientras contemplaba su nueva mano.

—Tres —dijo André. Siempre se acariciaba el tupido bigote cuando creía tener una buena mano.

El banquero le repartió tres cartas nuevas al jefe de estudios. Una vez que las hubo comprobado, las dejó boca abajo en la mesa. Cuando uno lleva una mano mala, no tiene el menor sentido intentar tirarse un farol.

—Yo también quiero tres —dijo Claude Tessier. Al igual que el alcalde, el abogado no dejó entrever emoción alguna tras estudiar sus cartas—. Su turno, señor alcalde —añadió, con una mirada desde el otro lado de la mesa.

Lascelles subió otros diez francos para indicar que seguía en el juego.

—¿Qué me dice usted, Philippe? —preguntó Tessier.

El doctor escrutó sus cartas un poco más. Al cabo, dijo en tono confiado:

—Veo esos diez y subo otros diez.

Colocó los dos mugrientos billetes que le quedaban en lo alto de la pila de dinero cada vez mayor.

—Demasiado para mí —dijo Parmentier tras un cabeceo.

—Y para mí también —dijo el banquero. Dejó sus cartas boca abajo en la mesa.

—En ese caso, quedamos usted y yo, Philippe —dijo el alcalde. Se preguntaba si podía convencer al doctor para que tirase la toalla.

Los ojos de Philippe estaban fijos en sus cartas. Aguardó, a ver qué iba a hacer el alcalde.

—Lo veo —dijo Lascelles. Con gesto displicente, lanzó otros veinte francos al centro de la mesa.

Sonrió y dio la vuelta a sus cartas. Eran un par de ases, otro par de reinas y un diez. La sonrisa permaneció firme en aquel rostro.

Despacio, alargando la agonía, el alcalde empezó a darle la vuelta a sus cartas una a una. Un nueve, un siete, otro nueve, otro siete. La sonrisa de Philippe permaneció intacta hasta que el alcalde giró la última: otro nueve.

—Un full —dijo Tessier. El alcalde había ganado.

El doctor frunció el ceño al tiempo que el alcalde recogía sus ganancias sin evidenciar la más mínima emoción.

—Es usted un bastardo con mucha suerte, Max —dijo Philippe.

Al alcalde le habría encantado explicarle a Philippe que, cuando se trataba de póquer, la suerte tenía muy poco que ver. En nueve de cada diez ocasiones, lo que decidía el resultado era más bien la probabilidad estadística y la capacidad de marcarse un farol.

El jefe de estudios empezó a barajar. Estaba a punto de empezar a repartir otra mano cuando todos oyeron que una llave giraba en la cerradura. El alcalde comprobó la hora en su reloj de bolsillo hecho de oro: pasaban unos minutos de la medianoche.

—¿A quién se le puede haber ocurrido molestarnos a estas horas de la noche? —dijo.

Todos miraron hacia la puerta, molestos por tener que interrumpir la partida.

Los cuatro se pusieron en pie de inmediato cuando la puerta se abrió y entró el alcaide de la prisión. El coronel Müller se detuvo en medio de la celda, los brazos en jarras. El capitán Hoffman y su ayuda de cámara, el teniente Dieter, entraron tras el alcaide. La celda, al igual que la mano del alcalde, estaba llena. Todos llevaban el uniforme negro de las SS. Lo único que relucía eran los zapatos que llevaban.

—¡Heil Hitler! —dijo el comandante, aunque ninguno de los prisioneros respondió. Aguardaron, inquietos, a descubrir la razón de aquella visita. Se temían lo peor.

—Por favor, señor alcalde, caballeros, siéntense —dijo el comandante.

El capitán Hoffman colocó una botella de vino en el centro de la mesa. Al tiempo, su ayuda de cámara, como si de un sommelier bien formado se tratase, colocó un vaso frente a cada uno de ellos.

Una vez más, el doctor fue el único incapaz de ocultar la sorpresa. Sus colegas, por su parte, pusieron cara de póquer.

—Como bien saben —continuó el comandante—, ustedes cuatro serán liberados mañana a las 6:30 de la mañana, una vez cumplida su condena.

Ocho ojos suspicaces se centraron en el comandante.

—El capitán Hoffman los acompañará a la estación ferroviaria. Allí habrán de tomar el tren de regreso a Saint Rochelle. Una vez en casa, volverán a ocupar sus puestos como miembros del ayuntamiento. Mientras no llamen demasiado la atención, estoy seguro de que serán capaces de evitar cualquier bala perdida que pueda perjudicarles.

Los dos oficiales de menor rango se echaron a reír, tal y como se esperaba de ellos. Los cuatro prisioneros, por su parte, permanecieron en silencio.

—Sin embargo, caballeros —prosiguió el comandante—, es mi deber recordarles que aún sigue instaurada la ley marcial, y que dicha ley se aplica a todo el mundo, sin importar su rango o su posición social. ¿Me han entendido?

—Sí, coronel —dijo el alcalde en nombre de sus colegas.

—Excelente —dijo el comandante—. En ese caso, les dejaré que sigan con su partida. Los veré de nuevo por la mañana.

Sin mediar más palabra, el coronel giró sobre los talones y salió, con el capitán Hoffman y el teniente Dieter justo detrás de él.

Los cuatro prisioneros permanecieron de pie hasta que se cerró la puerta. Volvieron a oír que la llave giraba en la cerradura.

El alcalde volvió a depositar su voluminoso cuerpo en la silla.

—¿Se han dado cuenta de que es la primera vez que el comandante se refiere a nosotros como caballeros?

—Y a usted como señor alcalde —dijo el jefe de estudios mientras se tocaba con aire nervioso el bigote—. Me pregunto qué habrá ocasionado semejante cambio de opinión.

—Apostaría —dijo el alcalde— a que los asuntos en el pueblo no van muy bien desde que nos fuimos. Sospecho que el coronel estará encantado de vernos regresar a nuestros puestos en Saint Rochelle. Está claro que no tiene bastantes subordinados como para gestionar los asuntos del pueblo.

—Puede que tenga usted razón —dijo Tessier—. Sin embargo, eso no significa que tengamos que obedecerle.

—Estoy de acuerdo —dijo el alcalde—, sobre todo porque el coronel ya no tiene todos los ases en la mano.

—¿Por qué dice usted eso? —preguntó el doctor Doucet.

—Para empezar, por la botella de vino —dijo el alcalde. Escrutó la etiqueta y, por primera vez en todo el día, sonrió—. No es muy antiguo, pero es más que aceptable.

Se llenó un vaso y a continuación le pasó la botella a Tessier.

—Por no mencionar sus modales —añadió el banquero—. Ahora no tenía esa retórica pomposa con la que suele sugerir que es una cuestión de tiempo hasta que la raza suprema haya conquistado toda Europa.

—Estoy de acuerdo con Claude —dijo Parmentier—. En clase siempre soy capaz de ver cuando uno de mis chicos sabe que se va a llevar un castigo, pero aun así espera librarse por poco.

—En cuanto Francia vuelva a ser libre, no tengo la menor intención de permitir que nadie se libre —dijo el alcalde—. Cuando los hunos se retiren a su tierra natal, de la que nunca debieron salir, pienso reunir a todos los colaboracionistas y traidores y empezar a aplicar mi propia ley marcial.

—¿Qué es lo que tiene usted en mente, señor alcalde? —preguntó el jefe de estudios.

—Pienso raparles la cabeza en público a todas las rameras que se hayan ofrecido a cualquiera que lleve uniforme. Por otro lado, los que hayan colaborado con el enemigo acabarán colgados en la plaza del mercado.

—Max, como abogado que es usted, pensé que preferiría llevar a cabo un juicio justo antes de administrar castigos —sugirió el doctor—. A fin de cuentas, ninguno de nosotros sabe la presión a la que se han visto sometidos algunos de nuestros compatriotas. En calidad de médico, puedo asegurarle que lo único que separa la aquiescencia de la violación es la más fina de las líneas.

—No puedo estar de acuerdo, aunque comprendo que usted siempre ha estado dispuesto a otorgarle a cualquiera el beneficio de la duda —dijo el alcalde—. Yo no puedo permitirme ser tan indulgente. Voy a castigar a todos aquellos a quien considere traidores. Al mismo tiempo, dedicaré todos los honores a los valientes luchadores de la resistencia, quienes, al igual que nosotros, se han enfrentado al enemigo sin importar las consecuencias.

Philippe hizo una inclinación de cabeza.

—No voy a fingir que siempre he estado dispuesto a enfrentarme a ellos —dijo el jefe de estudios—. Además, estoy convencido de que, debido a nuestro cargo, se nos ha dispensado un trato preferente.

—Solo porque es nuestro deber asegurarnos de que los asuntos del pueblo se llevan a cabo de la mejor manera posible según los intereses de aquellos que nos eligieron.

—No olvidemos que muchos de nuestros colegas concejales prefirieron dimitir antes que colaborar con el enemigo.

—Yo no soy ningún colaboracionista, Philippe. Jamás lo he sido —dijo el alcalde, y dio un puñetazo en la mesa—. Más bien al contrario, siempre he intentado entorpecer sus planes. De hecho, puedo asegurar sin miedo a equivocarme que, en varias ocasiones, he conseguido frustrarlos. Seguiré intentándolo cada vez que se presente la más mínima oportunidad.

—No será muy fácil mientras esa esvástica siga ondeando en lo alto del ayuntamiento —dijo Tessier.

—Pues yo le aseguro, Claude —prosiguió el alcalde—, que yo mismo me encargaré de prender fuego a ese malvado símbolo tan pronto como los alemanes se retiren.

—Cosa que podría tardar tiempo en suceder —dijo el jefe de estudios.

—Cierto, aunque no hemos de olvidar que somos franceses, señores. —El alcalde alzó el vaso—. ¡Vive la France!

—¡Vive la France! —exclamaron al unísono los cuatro hombres, al tiempo que alzaban sus vasos.

—¿Qué es lo primero que hará usted cuando llegue a casa, André? —preguntó el doctor, en un intento por relajar el ambiente.

—Darme un baño —dijo el jefe de estudios. Todos se echaron a reír—. Luego volveré a mi clase e intentaré enseñarle a la siguiente generación que la guerra tiene poco o ningún sentido, ya sea para el vencido o para el vencedor. ¿Qué me dice usted, Philippe?

—Yo regresaré al hospital. Supongo que encontraré los pabellones llenos de jóvenes que regresan del frente, heridos de más formas de la que puedo llegar a imaginar. Por no mencionar a los enfermos y a los ancianos que habían esperado disfrutar de los frutos de la jubilación y se han encontrado aplastados por una potencia extranjera.

—Todo de lo más encomiable —dijo Tessier—. A mí, sin embargo, no habrá quien me impida ir directo a casa y encamarme con mi esposa. Le aseguro que ni me molestaré en darme un baño.

Volvieron a reír los cuatro.

—Amén —dijo el jefe de estudios con una risita—. Yo haría lo mismo si mi esposa fuese veinte años más joven que yo.

—Por otro lado —dijo el alcalde—, a diferencia de Claude, André no ha desflorado a la mitad de las vírgenes de Saint Rochelle con promesas y lisonjas.

—Bueno —dijo Tessier una vez que el alcalde dejó de reírse—, al menos lo que me interesa son las chicas.

—Y supongo, Tessier —dijo el alcalde con tono de voz distinto—, que usted regresará al banco para asegurarse que todos sus asuntos están en orden, ¿verdad? Recuerdo exactamente cuánto había en mi cuenta el día en que nos detuvieron.

—Allí seguirá hasta el último franco —dijo Tessier con una mirada directa al alcalde.

—¿Más seis meses de interés?

—¿Y qué hará usted, Max? —contraatacó el banquero en el mismo tono afilado—. ¿Qué piensa hacer después de colgar a la mitad de la población de Saint Rochelle y raparle la cabeza a la otra mitad?

—Lo que haré será continuar con la abogacía —dijo el alcalde, pasando por alto la puya de su amigo—. Sospecho que habrá una larga cola a la entrada de mi despacho; gente que necesitará mis servicios —añadió, al tiempo que volvía a llenar el vaso de todos los presentes.

—Yo incluido —dijo Philippe—. Necesito alguien que me defienda cuando no pueda pagar mis deudas de juego —añadió con un ápice de autocompasión.

—Quizá deberíamos declarar un armisticio —sugirió el jefe de estudios—. Olvidemos los últimos seis meses y dejemos la cuenta a cero.

—De ninguna de las maneras —dijo el alcalde—. Todos hemos acordado comportarnos bajo las mismas reglas que se aplicaban cuando estábamos en el exterior. Un caballero siempre honra sus deudas de juego. Creo recordar que esas fueron sus palabras exactas, André.

—Pero —dijo Philippe mientras echaba un vistazo a la última línea del cuadernito negro de banquero—, si borramos la cuenta de los últimos seis meses, todas mis deudas quedarían saldadas.

No añadió que, en lo que había durado su encierro, todas las noches había sido noche de viernes, noche de partida. El doctor Doucet empezó a darse cuenta por primera vez de cuánto dinero había debido de amasar el alcalde a lo largo de todos aquellos años.

—Ha llegado la hora de pensar en el futuro, no en el pasado —dijo el alcalde en un intento de cambiar de tema—. Pretendo convocar una reunión del ayuntamiento en cuanto regresemos a Saint Rochelle. Espero que todos ustedes estén presentes.

—Y, ¿cuál habría de ser el primer punto a tratar en el orden del día, señor alcalde? —preguntó Tessier.

—Hemos de votar una resolución para denunciar al mariscal Pétain y al régimen de Vichy. Asimismo, hemos de dejar claro que los consideramos poco más que un puñado de traidores. Por último, hemos de declarar que pretendemos apoyar al general De Gaulle como futuro presidente de Francia.

—No recuerdo que haya expresado usted ninguno de esos puntos de vista en nuestras últimas reuniones—dijo Tessier, sin el menor esfuerzo por ocultar el sarcasmo.

—Claude, nadie sabe mejor que usted la presión a la que me he visto sometido —dijo el alcalde—. Presión, por otro lado, que desembocó en mi detención y posterior encarcelamiento.

—Junto con el resto de nosotros, que no hicimos nada más que asistir a una reunión privada que convocó usted sin previo aviso —dijo Tessier—. Se lo digo por si lo ha olvidado.

—Me ofrecí a cumplir yo mismo todas sus condenas juntas —dijo el alcalde—, pero el comandante no quiso saber nada al respecto.

—Ya, ya, no se cansa usted de recordárnoslo —dijo el doctor.

—No lamento mi decisión —dijo el alcalde en tono altivo—. Una vez que me liberen, seguiré hostigando al enemigo tan a menudo como me sea posible.

—Lo cual, si no recuerdo mal, en el pasado no ha sido tan a menudo —dijo Tessier.

—Niños, niños —dijo el jefe de estudios, consciente de que seis meses de encierro todos juntos no habían servido para que mejorase su relación—. No olvidemos que se supone que estamos todos en el mismo bando.

—No todos los alemanes nos han tratado mal —dijo el doctor—. Confieso que les he tomado cariño a uno o dos de ellos, incluyendo al capitán Hoffman.

—Pues peor para usted, Philippe —dijo el alcalde—. Hoffman no dudaría un segundo en ahorcarnos a todos si creyese que con eso beneficiaría de alguna manera a su patria. No hay que olvidar el dicho: cuando el huno no se postra a tus pies, es porque se te tira a la garganta.

—Y desde luego, no creen en el ojo por ojo cuando se trata de nuestros valientes luchadores de la resistencia —dijo Tessier—. Si matamos a uno de ellos, no dudan en ahorcar a dos de los nuestros como venganza.

—Cierto —dijo el alcalde—. De hecho, si alguno de ellos no consigue cruzar la frontera de regreso a su casa cuando acabe la guerra, yo mismo seré el primero que se ponga a afilar la guillotina, pongo a Dios por testigo.

La mención del Todopoderoso consiguió que todos se detuviesen un momento. Tanto el jefe de estudios como el doctor se persignaron.

—Bueno, al menos, después de seis meses en este agujero infernal, no tendremos mucho que confesar —el jefe de estudios interrumpió aquel silencio espectral.

—En cualquier caso, estoy seguro de que al padre Pierre no le haría gracia saber que nos dedicamos a apostar aquí dentro —dijo Philippe—. No dejo de pensar que Nuestro Señor echó a los mercaderes y prestamistas del templo.

—Si usted no se lo dice, yo tampoco —dijo el alcalde, al tiempo que volvía a llenarse el vaso con lo que quedaba en la botella.

—Eso suponiendo que el padre Pierre siga por el pueblo cuando volvamos —dijo Philippe—. La última vez que lo vi, en el hospital, llevaba acumuladas suficientes horas de servicio como para quebrar a cualquier hombre normal. Le imploré que bajase un poco el ritmo, pero se limitó a ignorarme.

En algún punto en la lejanía, un reloj dio una campanada.

—¿Nos da tiempo a una última mano antes de irnos a dormir? —sugirió Tessier, al tiempo que le pasaba las cartas al alcalde.

—No, no cuenten conmigo —dijo Philippe—, de lo contrario tendré que declararme en bancarrota.

—Quién sabe si ahora le tocará ganar a usted —dijo el alcalde mientras barajaba las cartas—. Puede que recupere todo el dinero en la siguiente mano.

—Eso no va a pasar, Max, y usted lo sabe bien. Me parece que ya tengo bastante. En cualquier caso, no creo que duerma mucho. Me siento como un colegial en el último día de clase, impaciente por irse a casa.

—Espero que mi escuela esté en mejores condiciones que nosotros —dijo el jefe de estudios. Empezó a repartir una nueva mano.

Philippe se levantó del asiento y, despacio, se acercó al catre en el otro extremo de la celda. Se sentó en él una vez más. Estaba a punto de recostarse cuando, de pronto, lo vio ahí, de pie en medio de la habitación. El doctor se lo quedó mirando unos instantes. A continuación, dijo:

—Buenas noches, padre. No le he oído entrar.

—Que Dios os bendiga, hijos míos —replicó el padre Pierre al tiempo que hacía la señal de la cruz.

El jefe de estudios dejó de repartir cartas de inmediato al oír aquella voz familiar. Todos se giraron para contemplar al sacerdote.

El padre Pierre estaba envuelto en una suerte de rayo de luz que descendía desde el techo. Llevaba la larga sotana negra que todos tan bien conocían, así como el alzacuellos blanco y una estola de seda. Una sencilla cruz de plata colgaba en su cuello, la misma que llevaba desde el día de su consagración.

Los cuatro presentes continuaron mirando al sacerdote. Ninguno dijo nada. Tessier intentó esconder las cartas bajo la mesa como un niño pillado con la mano dentro del cuenco de las galletas.

—Que Dios os bendiga a todos, hijos míos. Espero que os encontréis bien —dijo el sacerdote y, una vez más, hizo la señal de la cruz—. Por desgracia, me temo que os traigo malas noticias.

Los cuatro se quedaron helados como conejos deslumbrados por los faros de un coche. Todos supusieron que ya no los liberarían a la mañana siguiente.

—Esta misma tarde —prosiguió el sacerdote—, los guerrilleros de la resistencia local han volado por los aires un tren que viajaba hacia Saint Rochelle. Tres oficiales alemanes han perdido la vida junto con otros tres de nuestros compatriotas.

El sacerdote vaciló unos segundos antes de añadir:

—No les sorprenderá oír, señores, que el Alto Mando Alemán exige represalias.

—Pero —dijo Tessier— si ya han muerto tres franceses. ¿Acaso no es suficiente?

—Me temo que no —dijo el sacerdote—. Tal y como ha sucedido en el pasado, los alemanes exigen que sean ejecutados dos franceses por cada alemán que haya perdido la vida.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con nosotros? —quiso saber el alcalde—. A la hora de la explosión nosotros estábamos aquí encerrados. ¿Cómo podríamos haber tenido algo que ver?

—Eso mismo le dije yo al comandante. Sin embargo, ha decidido que, si se ajusticia a tres de los líderes de la ciudad, eso enviará un mensaje claro a cualquiera que pretenda incurrir en acciones similares en el futuro. Os aseguro que no ha habido súplica por mi parte que haya podido hacerle cambiar de opinión. El coronel Müller ha decretado que tres de vosotros seréis ahorcados en la plaza del pueblo mañana mismo a las 6:00 de la mañana.

Los cuatro hombres empezaron a hablar todos a la vez. Se detuvieron cuando el alcalde alzó una mano.

—Lo que nos gustaría saber, padre, es: ¿cómo se va a elegir a esos tres? —preguntó, con la frente perlada de sudor a pesar de la baja temperatura de la celda.

—El coronel Müller tiene tres sugerencias, aunque ha decidido dejar la elección final en vuestras propias manos.

—Qué considerado por su parte —dijo Tessier—. Ardo en deseos de saber lo que tiene en mente.

—Müller pensó que lo más sencillo sería sacar la pajita más corta.

—No creo en el azar —dijo el alcalde—. ¿Qué otras alternativas tenemos?

—Una última ronda de póquer. Si no recuerdo mal las palabras exactas del coronel, una ronda de póquer en la que la apuesta sea máxima.

—No me parece mal como opción —dijo el alcalde.

—Por supuesto que no le parece mal, Max —dijo Claude—. A fin de cuentas, todas las probabilidades estarían a su favor. ¿Cuál es la última alternativa?

—Casi no me atrevo a mencionarla —dijo el sacerdote—, porque es la que más me repugna.

—Ilumínenos, por favor, padre —dijo el alcalde, incapaz en aquel momento de ocultar lo que sentía.

—A todos se os concederá la oportunidad de hacer una última confesión antes de ir al encuentro con el Creador. Seré yo quien asuma la ingrata tarea de decidir quién de ustedes salva la vida.

—Esa sería sin duda mi elección —dijo de inmediato el jefe de estudios.

—Sin embargo, si eso es lo que deciden todos —prosiguió el sacerdote—, he insistido para que los alemanes incluyan un punto que tenéis que tener en cuenta.

—¿Y cuál sería ese punto?

—Cada uno de vosotros deberá decirme en confesión los peores pecados que ha cometido. Y más vale que tengáis en cuenta que he oído vuestras confesiones durante muchos años, así que no hay mucho que no sepa de vosotros. Asimismo, y quizá más importante: estoy al tanto de las confesiones de más de mil parroquianos, algunos de los cuales han considerado que su deber sagrado era compartir sus secretos más íntimos conmigo. No todos esos secretos os ponen en buen lugar. Una en concreto, de una fuente irreprochable, afirma que uno de vosotros ha colaborado con el enemigo. Por lo tanto, he de advertiros que, si alguien miente, no dudaré en tachar su nombre de la lista de posibles salvados. Así pues, os lo vuelvo a preguntar: ¿cuál de estas tres opciones preferís?

—Por mí podemos sacar pajitas —dijo Tessier.

—Yo votaría por una última partida de póquer —dijo el alcalde—, y que Dios se encargue de repartir las cartas.

—Yo estoy dispuesto a confesar el peor pecado que he cometido en mi vida —dijo el jefe de estudios—, y enfrentarme a las consecuencias.

Todos los presentes se giraron hacia Philippe, quien aún ponderaba todas las opciones.

—Philippe, si acepta usted jugar una última partida de póquer —dijo el alcalde—, yo estaría dispuesto a liquidar las deudas.

—No le haga caso, Philippe —dijo Tessier—. Siga mi consejo y opte por sacar pajitas. Al menos así tendrá una oportunidad.

—Puede ser, Claude, pero con la suerte que tengo, no creo que sacar pajitas me vaya a beneficiar. No, creo que votaré por lo mismo que mi amigo André y admitiré el peor pecado que he cometido en mi vida. Dejaré que usted, padre, sea quien tome la decisión final.

—En ese caso, queda decidido —dijo Tessier, que se removió en su asiento, incómodo—. Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Quién va primero?

—¿Qué tal si dejamos que lo decidan las cartas? —dijo el alcalde. Repartió cuatro cartas boca arriba. Al ver que le había tocado la reina de picas, dijo—: La carta más baja va primero.

El jefe de estudios se apartó del grupo y fue con el padre Pierre.

André Parmentier, el jefe de estudios

El sacerdote bendijo al jefe de estudios cuando se arrodilló ante él.

—Bienaventurados los misericordiosos, pues ellos recibirán misericordia. Que Dios, padre de toda misericordia, te asista en tu última confesión.

El padre Pierre le sonrió a aquel hombre a quien había admirado durante tantos años. Había seguido la carrera de André con considerable placer y satisfacción. Casi se podría afirmar que había sido una carrera de manual. El joven Parmentier había empezado su vida como estudiante en el colegio Saint Rochelle para chicos, lugar donde acabaría sus días como jefe de estudios con apenas breves interrupciones para graduarse en la Sorbona de París y para pasar un año sabático como maestro suplente en Argel.

A su regreso a Saint Rochelle, André había ocupado el cargo de profesor júnior de Historia y, tal y como dice el cliché, el resto es historia. Había ascendido con rapidez por el escalafón, tanto que a nadie le sorprendió que el Consejo Regulador del Colegio lo propusiera como jefe de estudios, cargo que ocupaba desde hacía una década.

Muchos de sus colegas quedaron sorprendidos de que André no dejase la escuela Saint Rochelle en busca de prados más verdes, pues era bien sabido que muchas otras escuelas de mayor renombre se habían interesado por él a lo largo de los años. Sin embargo, André siempre había rechazado sus invitaciones, por más tentadoras que fueran. Algunos sugerían que aquello se debía a algún problema familiar, mientras que otros aceptaban la explicación de André, quien afirmaba que había encontrado su vocación y estaba satisfecho con su cargo en Saint Rochelle.

Para cuando la guerra estalló, la escuela de Saint Rochelle se encontraba entre las más respetadas de Francia. A ella llegaban profesores jóvenes y ambiciosos de todo el país. Recientemente, el Consejo Regulador había empezado a plantearse el problema de quién podría ocupar el cargo de su respetado jefe de estudios cuando este se retirase dentro de un par de años.

Cuando los alemanes entraron al paso en Saint Rochelle, André se enfrentó a nuevos desafíos y los abordó con la misma resolución que siempre había tenido en el pasado. Consideraba que la ocupación por parte de una potencia extranjera era un inconveniente, pero no una excusa para bajar el listón.

André Parmentier nunca se había casado. Se dedicaba a todos sus pupilos como si de sus propios hijos se tratase. No fue una gran sorpresa para él descubrir que muchos de los que no habían alcanzado la excelencia en el aula sí la consiguieron en el campo de batalla. A fin de cuentas, aquella no era la primera ocasión en la que había tenido que lidiar con una guerra tan brutal como carente de sentido.

Por desgracia, muchos de sus pupilos acabaron por perder la vida en el fragor de la batalla. Como si de un padre se tratase, André lloró de luto por todos ellos. De alguna manera se las arregló para mantener su entusiasmo, pues no dudaba de que tarde o temprano aquella barbarie que era la guerra acabaría por terminar, al igual que había terminado la anterior. Cuando así sucediera, André tendría la oportunidad de enseñarle a la siguiente generación que no debía repetir los errores en los que habían incurrido sus padres y demás ancestros. Sin embargo, todo eso había sucedido mucho antes de que un decreto alemán ordenase que tres de ellos fuesen ahorcados al día siguiente a las 6:00 de la mañana. André no necesitaba ser profesor de matemáticas para comprender que tenía todas las probabilidades en su contra.

—Perdóneme, padre —dijo André—, porque he pecado. Le suplico su perdón. La última vez que me confesé fue justo antes de ser detenido y enviado a prisión.

Al padre Pierre le costaba creer que André hubiese hecho algo reprobable en toda su vida.

—Acepto tu contrición, hijo mío. Soy consciente de las buenas obras que has hecho durante muchos años en la comunidad —dijo el sacerdote—. Sin embargo, puesto que esta podría ser tu última confesión, has de revelar la mayor transgresión que hayas cometido, para que yo pueda juzgar si mereces salvar la vida, o bien ser uno de los tres prisioneros a los que el comandante ha de condenar a muerte.

—Cuando haya oído usted mi confesión, padre, no será capaz de absolverme, pues el pecado que he cometido es capital. Hace tiempo que he abandonado toda esperanza de entrar en el Reino de los Cielos.

—Hijo mío —dijo el padre Pierre—, no puedo creer que hayas colaborado con el enemigo.

—Es mucho peor, padre —prosiguió André—. He de admitir que me he planteado muchas veces compartir mi secreto con usted. Sin embargo, al igual que un cobarde en el campo de batalla, siempre he acabado por retirarme al primer atisbo de fuego. En cambio, ahora agradezco esta última oportunidad de redención antes de ir al encuentro con mi Creador. Le aseguro que, por citar a la Biblia, la muerte no tendrá para mí aguijón alguno, como tampoco hallaré victoria en la tumba.

El jefe de estudios inclinó la cabeza y empezó a llorar incontrolablemente.

El sacerdote no alcanzaba a creer las palabras que acababa de oír, aunque no hizo intento alguno de interrumpir al jefe de estudios.

—Como usted bien sabe, padre —prosiguió el jefe de estudios—, tengo un hermano menor.

—Guillaume —dijo el sacerdote—, a quien has apoyado con lealtad durante todos estos años, a pesar de ese trágico desliz en el que incurrió en su juventud; desliz por el que ha pagado de sobra.

—Ese desliz, padre, no fue de mi hermano, sino mío. Soy yo quien debería haber pagado de sobra.

—¿A qué te refieres, hijo mío? Todo el mundo sabe que fue tu hermano quien se vio encarcelado, y con razón, por el horrible crimen que cometió.

—Fui yo quien cometió ese horrible crimen, padre. Soy yo quien debería haber sido encarcelado.

—Me temo que no te comprendo.

—¿Cómo iba usted a comprender? —dijo André—. Usted solo vio lo que tenía justo delante y no se preocupó en mirar más allá.

—Pero si tú ni siquiera estabas con tu hermano cuando mató a aquella jovencita.

—Sí, sí que estaba —dijo André—. Permítame que me explique. Mi hermano y yo habíamos salido temprano aquella noche para celebrar su vigesimoprimer cumpleaños. A ambos se nos fue la mano con la bebida. Cuando por fin nos echaron del último bar, Guillaume perdió el conocimiento y tuve que llevarlo a casa.

—Pero si la policía lo encontró a él al volante.

—Eso es porque fui yo quien perdió el control del coche y quien atropelló a una chica, la misma que, según oí más tarde, acabó muriendo. ¿Seguiría viva esa chica ahora si yo no hubiera huido? ¿Seguiría viva si me hubiese detenido y hubiese llamado a una ambulancia? En cualquier caso, no lo hice. Me entró el pánico y me alejé del lugar de los hechos a toda prisa. Acabé por estrellar intencionadamente al coche contra un árbol no muy lejos de casa de mi hermano. Cuando llegó la policía, a quien encontraron al volante fue a mi hermano. No había nadie más en el coche.

—Pero si eso es exactamente lo que encontró la policía —dijo el padre Pierre.

—La policía encontró lo que yo quise que encontrara —dijo André—. No había manera de que nadie supiera lo que había pasado en realidad. Lo que sucedió es que salí del coche, coloqué a mi hermano de un tirón en el asiento del conductor y lo dejé con la cabeza apoyada en el volante y el claxon sonando a todo volumen para que pudieran oírlo.

El sacerdote se persignó.

—Volví a toda prisa a mi apartamento al otro lado del pueblo. Me fui ocultando entre las sombras para asegurarme de que nadie me veía, aunque a aquella hora de la mañana tampoco había mucha gente. Cuando, al cabo, llegué a mi casa, entré por la puerta trasera, subí las escaleras y me metí en la cama. Sin embargo, aquella noche no dormí. La verdad es que no he vuelto a dormir tranquilo desde entonces.

El jefe de estudios enterró la cabeza entre las manos y permaneció en silencio durante un rato antes de proseguir:

—Esperé a que la policía llamase a mi puerta en medio de la noche, a que me detuviesen y me encerrasen. Sin embargo, no vino nadie. Me libré de toda culpa. A fin de cuentas, a quien descubrieron al volante fue a Guillaume, apenas a cien yardas de su casa. Al día siguiente, varios testigos confirmaron que lo habían visto la noche anterior y que no se encontraba en condiciones para conducir.

—Pero la policía tuvo que interrogarte antes o después, ¿verdad?

—Así es, vinieron a la escuela a la mañana siguiente —admitió André.

—Momento en el que podrías haberles dicho que habías sido tú y no tu hermano quien conducía el coche.

—Lo que les dije fue que me había pasado con la bebida y que me fui a pie a casa. También les dije que aquella fue la última vez que lo vi.

—¿Y te creyeron?

—Me creyeron ellos y me creyó usted, padre.

El sacerdote inclinó la cabeza.

—El periódico local hizo el agosto aquel día: fotos de una hermosa jovencita con toda la vida por delante, un titular que hasta hoy día sigue grabado en mí memoria. Un coche estrellado y un hombre joven al que sacaban del asiento delantero a las 2:00 de la mañana. La única mención a mi persona fue en calidad de desafortunado hermano del culpable. Me describieron como un joven profesor de colegio local, bastante popular y respetado. Incluso asistí al funeral de la chica, lo cual no hace sino agravar mi crimen. El veredicto del juicio estaba decidido mucho antes de que el juez dictase sentencia.

—Pero el juicio se celebró varios meses más tarde. Aún podrías haberle contado la verdad al jurado.

—Lo que les dije fue lo que ya decían los periódicos —dijo André, con la cabeza aún inclinada.

—Y a tu hermano lo condenaron a seis años, ¿verdad?

—No, padre, en realidad lo condenaron a cadena perpetua, porque el único trabajo que pudo conseguir tras salir de la cárcel fue como bedel de la escuela; el único lugar en el que pude mover algunos hilos para colocarlo. Pocos se acuerdan ya de que Guillaume estaba estudiando arquitectura antes de que todo sucediese. Tenía una prometedora carrera por delante; carrera que se vio cercenada por mi culpa. En cualquier caso, ahora se me ha ofrecido una última oportunidad de enmendar las cosas —dijo André, y alzó la mirada hacia el sacerdote por primera vez—. Padre, quiero que me prometa que, después de que me ahorquen mañana, les contará a todos los que asistan a mi funeral lo que pasó en realidad aquella noche, para que mi hermano pueda por fin pasar el resto de sus días en paz, libre de culpa de un delito que no cometió.

—Quizá Nuestro Señor decida perdonarte la vida, hijo mío —dijo el sacerdote—. Así podrás contarle tú mismo la verdad al mundo; entender lo que tu hermano debe de haber sufrido durante todos estos años.

—Preferiría morir.

—Será mejor que dejemos esa decisión en manos del Todopoderoso —dijo el sacerdote. Se inclinó y ayudó al jefe de estudios a ponerse de pie.

André se giró y, despacio, empezó a alejarse, con la cabeza aún inclinada.

—¿Qué puede haberle contado André al padre Pierre que no sepamos ya? —dijo el alcalde al ver que André se derrumbaba en su catre con la cara vuelta hacia la pared, como un soldado malherido, consciente de que nada puede salvarlo ya.

El sacerdote volvió a centrar su atención en los que quedaban sentados a la mesa.

—¿Quién de ustedes será el siguiente? —preguntó.

El alcalde repartió tres cartas.

Claude Tessier, el banquero

—Perdóneme, padre, porque he pecado —dijo Claude—. Quiero que Dios me conceda su comprensión y su perdón.

—Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

El padre Pierre no recordaba la última vez que Tessier había asistido a misa, por no mencionar hacer confesión. En cualquier caso, no había mucho que no supiera sobre aquel hombre, aunque aún quedaba un último misterio por resolver. El padre esperaba que la amenaza de la condenación eterna ayudase al banquero a admitir finalmente la verdad.

Claude Tessier se había convertido en director general del banco familiar tras la muerte de su padre en 1940, apenas unos días antes de que los alemanes entrasen al paso en los Campos Elíseos. Lucien Tessier había sido respetado y admirado a partes iguales entre la comunidad local. Puede que el banco de los Tessier no fuese el mayor del pueblo, pero todos confiaba en Lucien. Sus clientes jamás habían dudado de que sus ahorros estuviesen en buenas manos. No podía decirse lo mismo de su hijo.

El anciano había admitido ante su esposa que no estaba seguro de que Claude fuese la persona adecuada para ocupar el cargo de director general después de él.

—Es un inútil y un insensato —fueron las palabras que pronunció en su lecho de muerte. A continuación, le susurró al sacerdote que temía por el óbolo de su viuda una vez que él no estuviese allí para supervisar todas las transacciones.

Los problemas de Lucien Tessier no hacían sino agravarse por el hecho de que tenía una hija que era no solo más inteligente que Claude, sino también honesta hasta extremos indecibles. En cualquier caso, el anciano se daba cuenta de que Saint Rochelle no estaba preparado para aceptar la idea de que una mujer estuviese al frente de un banco.

El único banco rival de Claude en el pueblo era el de los Bouchard. Se trataba de un establecimiento muy bien dirigido que despertaba admiración en el anciano Tessier. Su director general, Jacques Bouchard, también tenía un hijo, Thomas, que ya había demostrado con creces que merecía suceder a su padre en el cargo.

Claude Tessier y Thomas Bouchard habían avanzado juntos por la vida, si bien a diferentes velocidades, hacia su objetivo predestinado. La escuela, el servicio militar y, más tarde, la universidad, para luego regresar a Saint Rochelle a la espera de empezar sus carreras como banqueros.

El padre de Bouchard tuvo una idea de la que pronto se arrepentiría: los dos chicos debían entrar como aprendices en los bancos rivales de cada uno. El padre de Claude aceptó de buena gana, y de hecho acabó por salir ganando. Tras dos años, Bouchard no quería volver a ver a Claude ni en pintura; mientras que Lucien expresó su deseo de que Thomas se uniese al consejo de administración del banco de los Tessier. Nada cambió mucho en los siguientes años: ambos chicos avanzaron en su carrera destinada a convertirse en directores generales de sus respectivos bancos. Al menos, hasta que los alemanes aparcaron sus tanques en la plaza del pueblo.

—Que Dios, padre de toda misericordia, te ayude en tu última confesión —dijo el sacerdote mientras bendecía a Tessier.

—En realidad esperaba, padre, que esta no fuese mi última confesión —admitió Claude.

—Por tu propio bien, esperemos que así sea, hijo mío. En cualquier caso, puede que esta sea tu última oportunidad de admitir la peor transgresión que hayas cometido.

—Créame, padre, es justo lo que pretendo hacer.

—Me alegro de oírlo, hijo mío —dijo el sacerdote. Se echó hacia atrás, cruzó los brazos y aguardó.

—Para empezar, padre, admitiré —dijo Claude— que no he estado al lado de mi más antiguo amigo cuando más lo necesitaba. Le imploro al Señor que me perdone por este desliz. Espero que usted comprenda que no ha sido algo propio de mí.

—Supongo que te refieres al destino que ha sobrevenido a tu amigo más íntimo y rival banquero, Thomas Bouchard. ¿Me equivoco? —preguntó el sacerdote.

—Sí, padre. Thomas y yo hemos sido amigos durante tanto tiempo que ya no recuerdo la época en la que no nos conocíamos. Fuimos juntos a la escuela, ambos ocupamos el rango de teniente en el ejército e incluso estudiamos en la misma universidad. También fui padrino de su boda cuando se casó con Esther, del mismo modo que su primogénito Albert es mi ahijado. Sin embargo, cuando más necesitó el apoyo de un amigo, al igual que hizo San Pedro, se lo negué.

—Pero, después de una amistad tan larga, ¿cómo ha sido posible tal cosa?

—Para comprender eso, padre —dijo Claude—, he de retrotraerme a nuestros días de universidad; la época en la que ambos nos enamoramos de la misma chica. Esther no era solo hermosa, sino que también era mucho más inteligente que nosotros dos. A decir verdad, Esther jamás mostró el mínimo interés hacia mí, aunque eso no me hizo abandonar la esperanza. Así pues, quedé devastado cuando Thomas me comunicó que se le había declarado y que Esther había aceptado su proposición.

—Pero, a pesar de haber pecado de envidia, estuviste de acuerdo en ser su padrino de boda.

—Así es. Ambos se casaron en el ayuntamiento de una pequeña aldea a las afueras de París, pocos días después de graduarnos. Luego regresaron a Saint Rochelle como marido y mujer.

—Lo recuerdo muy bien —dijo el sacerdote—. Confesaré que, en aquel momento, me sentí algo decepcionado por no haber sido invitado a oficiar la boda. Sin embargo, hace poco me enteré de la razón por la que tal cosa no habría sido posible. Tienes toda mi admiración por haber guardado el secreto de tu amigo.

El padre Pierre guardó silencio, pues se acababa de dar cuenta de que Claude había llegado a una encrucijada, aunque parecía inseguro de qué camino iba a seguir.

—Le aseguro, padre, que habría seguido guardándolo de buena gana. Para mí fue un horror enterarme de que los alemanes habían descubierto que Esther era no solo judía, sino también hija de un distinguido académico que se había mostrado públicamente contrario a los nazis.

—Para mí también fue un horror —dijo el sacerdote—. Aun así, ¿mantuviste tu parte del trato y guardaste silencio acerca de los orígenes de Esther?

—Hice algo más que eso, padre. Le advertí a Thomas que los alemanes habían descubierto que Esther era la hija del profesor Cohen. Le dije que debía llevar lo antes posible a su esposa e hijos a América, y que no debía volver hasta que la guerra terminase.

—¿Seguro que no fue justo al revés? —preguntó el sacerdote en tono quedo.

—¿A qué se refiere? —dijo Tessier. Fue alzando la voz con cada palabra, lo cual hizo que sus colegas mirasen en su dirección.

—Me refiero a que, de hecho, fue Thomas quien te confesó que planeaba escapar antes de que los alemanes descubriesen la verdad sobre su esposa. Fue entonces cuando lo traicionaste.

—¿Quién se atrevería a acusarme de semejante traición? Si incluso me ofrecí a gestionar los negocios de Thomas mientras estuviese lejos de aquí, así como a devolverle el control de su banco en el mismo momento en que él y Esther regresasen.

—Pero si tú eres la única persona de todo Saint Rochelle que sabía que Esther era judía, ¿cómo iban a enterarse los alemanes si no fuiste tú quien se lo dijo?

—Toda la prensa nacional anunció que el profesor Cohen había sido detenido y que había desaparecido de la noche a la mañana. Eso explicaría cómo llegaron a enterarse los alemanes.

—No creo que el profesor hubiese accedido a informar a los nazis de que tenía una hija y un nieto en Saint Rochelle.

—Le juró por todo lo que es sagrado, padre, que yo jamás les habría contado a los alemanes el secreto de Thomas. Era mi mejor amigo.

—No es eso lo que me dijo a mí el capitán Hoffman —dijo el sacerdote.

Claude alzó la vista, con el rostro desprovisto de color, blanco como la tiza. Su cuerpo entero temblaba.

—Pero, padre, Hoffman es alemán. No se puede confiar en él. No irá usted a aceptar su palabra antes que la mía…

—No, en circunstancias normales, no lo haría. Sin embargo, sí que aceptaría su palabra ante Nuestro Señor una vez que hubiese jurado sobre la Biblia.

—No le comprendo —dijo Claude.

—Con lo que no contabas es con que Karl Hoffman es un católico muy devoto, al igual que millones de otros alemanes.

—Pero antes que nada es un nazi.

—El hombre que asiste a misa en mi iglesia en privado cada jueves y que se confiesa ante mí no es ningún nazi, eso te lo aseguro. De hecho, fue él quien me advirtió en primer lugar que el comandante planeaba detener a Esther y enviarla a un campo de concentración en Polonia.

—Eso es mentira, padre, se lo juro por el amor de Dios. Hice todo lo que estaba en mi mano para ayudar a escapar a mi amigo.

—Sin embargo, Hoffman me advirtió a mí una semana antes de que detuviesen a Esther —dijo el sacerdote—. Eso fue lo que les dio a los partisanos un tiempo más que holgado para organizar la vía de escape de toda la familia en dirección a América. Las maletas de Esther ya estaban hechas y listas para partir cuando la Gestapo apareció en mitad de la noche, la detuvo y la metió en un tren para el que no necesitaba billete.

Tessier se derrumbó y enterró la cabeza entre las manos.

—Hay algo más con lo que no contabas. Tu amigo Thomas también intentó subirse a aquel tren para poder estar con su esposa. Lo único que impidió que lo hiciera fue la culata de un rifle alemán.

—Pero…

—Así pues, dado que traicionaste a tu amigo, ahora deberá pasar el resto de su vida imaginando el abyecto horror y la degradación por la que debe de estar pasando su esposa.