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La obra a la que el romántico José Zorrilla debe su fama es Don Juan Tenorio (1844), la más popular en el teatro español y que se sigue poniendo en escena todos los años desde su estreno. El argumento se basa en la leyenda de Don Juan pero esta vez representa a un libertino alardoso, al que sólo puede enmendar el amor y un final arrepentimiento de sus pecados para alcanzar la vida eterna. El siglo XIX, con el romanticismo, cambió el tratamiento del personaje. Hasta ese momento don Juan siempre acaba castigado por sus pecados en el infierno; el romanticismo, que se sentía atraído por personajes rebeldes y amantes de la libertad, se sintió fascinado por esta figura, analiza su satanismo y teoriza sobre si el seductor, que encarna el mal, se siente culpable o no, y si puede salvarse. En la obra se encuentran diversos efectos fantásticos y sobrenaturales. La acción, transcurre en Sevilla durante el año 1545. Los cuatro primeros actos transcurren en una sola noche y los otros tres cinco años después y en una única noche. La obra tiene un final feliz ya que el amor triunfa y también que podemos ganar el cielo con un arrepentimiento oportuno: "...que si es verdad / que un punto de contrición / da al alma la salvación / de toda una eternidad, / yo, santo Dios, creo en ti..."
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Seitenzahl: 151
Veröffentlichungsjahr: 2013
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José Zorrilla
La leyenda de Don Juan Tenorio
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: La leyenda de don Juan Tenorio.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN tapa dura: 978-84-9897-445-4.
ISBN rústica: 978-84-9816-282-0.
ISBN ebook: 978-84-9897-895-7.
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Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
La leyenda de Don Juan Tenorio 11
I 13
II 19
III 29
IV 37
V 41
VI 53
VII 63
VIII 83
IX 95
X 105
XI 115
XII 119
XIII 123
XIV 133
XV 141
XVI 151
XVII 157
XVIII 177
XIX 189
XX 197
XXI 201
XXII 217
XXIII. Conclusión 225
Libros a la carta 227
José Zorrilla (Valladolid, 1817-Madrid, 1893). España.
Tras estudiar en el Seminario de Nobles de Madrid, fue a las universidades de Toledo y Valladolid a estudiar leyes y poco después abandonó los estudios y se fue a Madrid. Las penurias económicas le hicieron a vender a perpetuidad los derechos de Don Juan Tenorio (1844), la más célebre de sus obras. En 1846, viajó a París y conoció a Alejandro Dumas, padre, George Sand y Teophile Gautier que influyeron en su obra. Tras una breve estancia en Madrid, regresó a Francia y de ahí, en 1855, marchó a México donde el emperador Maximiliano lo nombró director del teatro Nacional. Publicó un libro de memorias a su regreso a España.
En tiempos del cuarto Enrique,
a quien la historia y la gente
apodan el impotente,
lo cual no hay quien certifique,
andaba toda Castilla
levantadiza y revuelta;
y, por más rica, más suelta
de todo freno Sevilla.
Hirviendo en esta ciudad
de antigua discordia el germen,
sin que le atajen ni mermen
fuerza, ley ni autoridad,
los nobles y los pecheros,
partidos en banderías,
se daban a tropelías,
venganzas y desafueros;
y no hubo lugar sagrado
ni hombre honrado ni doncella
a quien la borrasca aquella
no dejase atropellado.
Germinaba cada día
por cada nueva ambición
una nueva rebelión
o una nueva bandería:
y los ricos y los nobles,
cuando las calles cruzaban,
en pos sus gentes llevaban
con hierro y defensas dobles:
y en llegando a anochecer,
de su posada al salir,
nadie podía decir
cuándo podría volver.
¡Fue aquel un tiempo sin par!
El Primado de Toledo,
tan sin fe como sin miedo
conspirando sin cesar,
tiró la mitra en el coro
y, a su cabildo olvidando,
campeó, una hueste pagando
de sus rentas con el oro.
De Santiago y de Sevilla
los prelados, a su ejemplo,
saliéronse de su templo
a merodear por Castilla;
y para aumentar su clero
tamañas calamidades,
se presentó en sus ciudades
agresivo y pendenciero.
Es lo que la historia arroja,
no una calumnia villana:
lo dice el padre Mariana
a vuelta de cada hoja.
Villena y los principales
de Aragón y de Castilla
ser no hubieron a mancilla
traidores y desleales;
y más potentes que el rey,
diéronle por impotente,
nombrándole descendiente
contra su gusto y la ley;
y no dudando afirmar
lo imposible de saber,
a la hija de su mujer
por no suya osaron dar.
En Ávila su persona
en efigie colocando
sobre un cadalso, quitando
la fueron manto, corona,
espuelas, cetro y espada,
de un pregonero a la voz,
y al fin con escarnio atroz
fue su estatua derribada.
El infante Don Alonso
su hermano, a quien todavía
barba en la faz no nacía,
mancebo impúber e intonso,
presenció tamaño ultraje,
y se dejó coronar
y de la efigie ataviar
con las insignias y el traje.
Fue aquel un siglo en el cual
no vio el pueblo de Castilla
más que crecer la mancilla
del menguado poder real:
y aquel pobre rey Enrique,
tengo yo por evidente
que, si hay por qué de impotente
el título se le aplique,
es porque con nadie pudo
y todos más que él pudieron,
a los que le escarnecieron
sirviendo él mismo de escudo.
Todo vástago postrero
de raza que degenera
sufre de su raza entera
el peso desde el primero.
Su abuelo Enrique, al dosel
al subir a puñaladas,
no le dejaba sembradas
más que traiciones a él.
Creyó ganar con larguezas
la fe de los corazones,
y fomentó las traiciones
que procuraban riquezas.
Perdonó a todos mil veces
una y otra avilantez,
y salieron cada vez
todos del perdón con creces.
Creció en poder la nobleza,
en vicios la clerecía,
la milicia en osadía,
y el rey en mengua y vileza;
y al escándalo y la mofa
de la autoridad real
haciendo eco universal
la gente de baja estofa,
a costa del soberano
nobleza, clero y milicia,
do pudieron, sin justicia
ni ley metieron la mano.
Sin fuerza, pues, ni decoro
el rey, sin prestigio el clero,
todo el pueblo en desafuero
y en las fronteras el moro,
llegó España a extremo
que sin fe, ley ni recato,
solo atendió en tal rebato
su agosto a hacer cada cual.
Tal era la situación
del reino y rey de Castilla
cuando a la alegre Sevilla
nos lleva esta narración.
¡Gran tierra es Andalucía!
La gente allí alegre toma
la vida efímera a broma,
y hace bien por vida mía.
Con un clima siempre sano,
bajo un cielo siempre puro,
afán no pasa ni apuro
por lo que no está en su mano;
y en un suelo siempre abierto
a doble y feraz cosecha,
sobre él duerme y cuentas no echa
con un porvenir incierto.
Gran tierra es Andalucía,
y la flor de aquella tierra
es Sevilla, porque encierra
la flor de cuanto Dios cría.
Los moros sobre Granada
pusieron su paraíso,
mas nadie en él entrar quiso
si hizo en Sevilla jornada.
Quien a Sevilla no vio
no vio nunca maravilla,
ni quiso irse de Sevilla
nadie que en Sevilla entró.
«¡Ver Nápoles y morir!»
dicen los napolitanos;
mas dicen los sevillanos:
«¡Ver Sevilla, y a vivir!»
Fenicia, romana, goda,
árabe y al fin cristiana,
de toda la raza humana
la flor atesoró toda:
árabes, godos, romanos
dejaron al paso en ella,
de su genio con la huella,
los primores de sus manos,
y de ellos tiene a millares
modelos, tipos y ejemplos
de acueductos, puentes, templos,
alcázares y alminares:
porque los siglos su frente
fueron tocando a porfía
con la flor de lo que hacía
de cada siglo la gente.
Sevilla cristiana o mora,
por Mahoma o por Castilla,
fue siempre una maravilla
lo mismo antaño que ahora:
y bizantina o moruna,
fue, predilecta del cielo,
el manantial del consuelo
y el mimo de la fortuna.
Antídoto de pesares,
depósito de primores,
mina rica de cantares
y nidal de ruiseñores,
entre un vergel de azahares
que aroma con sus olores
las florestas de olivares
que son sus alrededores,
es semillero de flores
donde, harto de andar lugares,
labró el amor sus hogares
y el nido de los amores.
Su gente es como Dios quiso
hacerla en su juicio eterno,
con un tizón del infierno
y un rayo del paraíso.
Hija del fuego infernal
y de la luz del Edén,
es capaz de todo bien
y propicia a todo mal.
Es la Sevilla de hogaño,
como la de Alonso onceno,
de cuanto hay de malo y bueno
conjunto gentil y extraño:
mas la de hoy y la de antaño
mezclan tan bien en su seno
la triaca y el veneno,
que la mezcla no hace daño.
Sevilla, a margen de un río
que con sus aguas fecunda
tierra en donde todo abunda,
jardín de invierno y estío,
poblada de hombres sin cuitas
y mujerío sin par,
es pueblo tan singular
cual sus torres y mezquitas.
Dejó en Sevilla el fenicio
su espíritu comercial,
y a nadie falta caudal,
ya por virtud, ya por vicio.
Dejó en Sevilla el romano
su espíritu de grandeza,
y nadie allí en su pobreza
tiene en más a un soberano.
La Edad media tiempos góticos
diéronla su tinta mística,
de ortodoxa y cabalística
con extremos estrambóticos.
En Sevilla dejó el moro
su guzla y su pandereta,
y en cada calle y placeta
hay de alegría un tesoro.
Su gente, gran narradora
de consejas y leyendas,
las cuenta y las cree muy sendas:
mas las cuenta que enamora.
Y como allí en cada esquina
se tropieza una antigualla,
tras de cada esquina se halla
una invención peregrina.
Creyente, como es corriente
que sea el pueblo de España,
la verdad y la patraña
creyendo con fe la gente,
Sevilla meridional,
de rica imaginativa,
es una leyenda viva,
verbosa y original.
En Sevilla, como en Roma,
tras cada ruina o fragmento
de la madeja de un cuento
algún cabo suelto asoma.
Allí, como en Roma, a Cristo
de todo se le encomienda:
no hay vieja que no pretenda
haber un milagro visto.
Por doquier, de ellos provisto,
de prodigios tiene tienda,
y no hay Cristo sin leyenda
ni leyenda sin su Cristo;
y en Sevilla, como en Roma,
todo el año es fiesta igual:
un perpetuo carnaval
y doce meses de broma.
Y ya un santo se celebre
o un pagano aniversario,
lo que urge es que el calendario
anuncie fiesta y no quiebre:
y aunque dé gato por liebre,
que ande alegre el vecindario.
Cuestión de clima: Dios quiso
desparramar la alegría
en la bella Andalucía
y aquello es un paraíso.
Allí sin miedo y sin pena
se vive alegre y se muere:
por mal tiempo que corriere,
siempre es Pascua o Nochebuena.
La noche en Sevilla es día;
pues con cancelas por puertas,
todas las casas abiertas
la dan luz, voz y alegría.
Su gente vive en la calle,
y como de noche sea,
no hay nadie a quien no se vea
como en Sevilla se halle.
La gente ama, se divierte,
canta, cuenta, danza y cuida
de no pasar en la vida
más pesar que el de la muerte.
A quien da el diablo un mal día,
da una buena noche Dios:
que el mal siempre trae en pos
al bien en Andalucía.
Nadie en Sevilla se cuida
de tomar la vida a pechos:
los días por Dios son hechos
para gozar de la vida.
Las noches son para el diablo:
se peca como se quiere;
mas por menos de un vocablo...
a quien San Juan se la diere
no se la quita San Pablo.
Por un palillo de enebro
se arma lid y se hace gente,
mas también alegremente
aguanta a un majo un requiebro
la mujer del asistente.
Mientras a un hombre se mata
de un callejón a la esquina,
rompe en la calle vecina
una amante serenata:
y el mal en el bien no influye,
todo marcha de concierto:
mientras entierran al muerto,
la moza se casa o se huye.
Y vuelve a salir el Sol,
y vuelve el baile a romper:
conque ¿quién ha de poder
con este pueblo español?
Cumple, empero, que se entienda
que no es la Sevilla de hoy
la Sevilla en que yo voy
a abrir campo a mi leyenda.
La de mi cuento es la antigua:
mas no hace la antigüedad
de la opulenta ciudad
la hermosura más exigua.
Juzgarla fuera locura
como si fuera mujer
que pierde, vieja por ser,
todo al perder la frescura.
No; Sevilla es como el oro
cuanto más viejo, más sube;
el tiempo, como una nube
de vapor limpio, incoloro,
de entoldarla en vez la aclara:
es como la veladura
con que una antigua pintura
un diestro pintor repara.
La Sevilla de que yo hablo
es la de la media edad
que aún partía por mitad
su fe entre Cristo y el diablo.
Aquella Sevilla antigua
árabe, apenas cristiana,
dama a medias y gitana,
de faz doble y de fe ambigua:
cargada de chapiteles
belvederes y alminares,
asombrosos ejemplares
del poder de los cinceles;
aquella ciudad vestida
de encajes y filigrana,
de fábrica soberana
para reyes construida;
que en aéreos botareles
y esbeltísimos pilares,
en peanas con doseles
de labor rara y sutil,
tiene en nichos angulares
estatuetas a millares
que del arte son joyeles
de trabajo el más gentil:
aquella Sevilla pura,
genuina, aún no revocada,
ignara aún y aún no preciada
del valor de su hermosura:
ignara de la riqueza
de la casa en que vivía,
cuajada de crestería
de increíble sutileza
y del precio inestimable
de la artística estructura
de su noble, incomparable
y bizarra arquitectura:
aquella Sevilla vieja
de estucados caserones
con gigantescos balcones,
hondas ventanas con reja,
miradorcillos volados,
puertas forradas de bronce
con postiguillos de un gonce
por de dentro barreados:
la Sevilla de Don Pedro,
de alcázares de alabastro
de cuya cifra aún hay rastro
en las techumbres de cedro
y en las moriscas labores
de sus estancias gentiles
al salir a los pensiles
calados por surtidores
cuyas gotas en el día
primero que se soltaron
el albornoz salpicaron
que a la Padilla cubría:
aquella Sevilla oscura,
tortuosa, sórdida, estrecha,
esa es la Sevilla hecha
para cuentos de esta hechura.
Esa es a la que yo intento
llevar en éste al lector,
a no que fuerza mayor
venga a destripar mi cuento.
La Sevilla cuya gracia
espontánea y natural,
revelando perspicacia
y agudeza sin igual,
no empezaba aún a estar lacia
con lo bufo artificial,
hijo solo de una audacia
de arlequín de carnaval:
la Sevilla verdadera,
virgen, fresca, primitiva,
noble, franca, brava y fiera;
de vis cómica instintiva,
en ingenio la primera,
en el chiste sin rival;
rebosando por doquiera,
viva, gárrula y parlera,
eso que ella llama sal,
esa gracia intuitiva
propia, indígena, nativa,
sola, suya, original.
Que me explique quien me entienda
y quien no, que no se pique,
ni tirárselas pretenda
de penseque y de entendique:
porque en esto ni hay trastienda,
ni está dicho con repique:
conque vuelvo a mi leyenda
y a la edad del cuarto Enrique.
En tiempos, pues, de aquel rey
en que andaba en triunfo el vicio
y andaban sin ejercicio
la moral, la fe y la ley;
mientras lejos de Sevilla
el arzobispo Fonseca
corría de ceca en meca
dando guerra por Castilla:
mientras haciendo en la Vieja
de reyes muy mal papel
Don Enrique e Isabel
y Alfonso y la Beltraneja,
hacían los grandes bando,
sin ver más que a su interés,
por Juana o el portugués,
por Enrique o por Fernando:
mientras con muy buen deseo
el papa Paulo segundo
ofrecía a todo el mundo
perdón en un jubileo
que en Segovia se ganaba,
y que iban con fe a ganar
(creyendo que con rezar
todo pecado se lava)
el buen marqués de Villena,
los prelados guerrilleros,
sus soldados bandoleros,
por ende sin culpa y pena:
mientras la tierra andaluza
traen hecha una Babilonia
el de Medina Sidonia,
a quien la ambición azuza,
y el de Arcos, a quien anima
una altivez casi real
que a nadie sufre al igual
y mucho menos encima:
mientras corre en fin aquel
tiempo de mengua y baldón
del que sacó a la nación,
andando el tiempo, Isabel,
va el autor a darse traza
de abrir paso a esta conseja
de aquella Sevilla vieja
una noche en una plaza.
Es víspera de San Juan
y fiesta por consiguiente:
bulle en la plaza la gente,
vienen unos y otros van,
mas con grande esfuerzo y pena
porque se pisan y empujan
y se prensan y se estrujan,
y a esto llaman la verbena.
Hay clamoreo y vaivén,
broma, algazara y chacota,
y aloque bocón se agota
con las frutas de sartén.
Sombrajos y puestos muchos
hay de alajú y alegrías,
tabernas, alojerías,
tenderetes y aguaduchos.
Hay grajeas y almendradas,
bizcotelas, bollos, roscas
y toda clase de toscas
e indigestas empanadas.
Datileros africanos,
serios entre tanta broma;
frutas de subido aroma,
cacahuetes valencianos,
y en fin, lo más andaluz,
lo esta noche más buscado
y lo mejor alumbrado
de las teas con la luz,
las descocadas, parleras
y gritadoras gitanas
que hacen abrir bolsa y ganas
en torno de sus calderas.
Buñuelos venden, que es pasta
correosa e indigesta:
mas sin buñuelos no hay fiesta...
y de tal materia basta,
aunque es comida de gresca
y suele hacerse en Sevilla
por alguna gitanilla
fresca, alegre y picaresca:
conque, aunque el buñuelo es cosa
que mal sabe y no bien huele,
ser la buñolera suele
cosa muy jacarandosa.
Al resplandor de sus teas
y a la luz de sus candiles,
no hay más que mozos gentiles
y no se ven mozas feas:
y entre el vulgo se asegura
que, siendo brujas de casta,
al que de su pasta gasta
le atraen la buena ventura.
El hecho es que la verbena
es una noche de broma
en que la gente se toma
en junio una noche buena.
La multitud embaraza
la plaza para ella angosta,
pues todos a toda costa
han de meterse en la plaza;
y sobre ello, con porfía
empujándose, adelantan,
y hasta en vilo se levantan
reventando de alegría.
Cuantos moradores tiene
la ciudad en su circuito,
más el número infinito
de los que de fuera vienen,
allí la ilusión haciéndose
de que gozan y pasean,
se pisan y se codean
desgarrándose y cociéndose:
en momentánea igualdad,
codazos cruzando y frases,
mezcladas todas las clases
que forman la sociedad:
y ojeadas cruzan y citas
rateros, dueñas y amantes,
y oyen chuleos galantes
las feas y las bonitas:
y en honra de aquel San Juan
descabezado en Salén,
andan juntos sin desdén,
todos como hijos de Adán,
la dama honrada y erguida,
y la moza de partido,