La maldición de la nuez moscada - Amitav Ghosh - E-Book

La maldición de la nuez moscada E-Book

Amitav Ghosh

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El nuevo libro de Amitav Ghosh, una poderosa obra de historia, ensayo, testimonio y polémica, remonta nuestra crisis planetaria contemporánea al descubrimiento del Nuevo Mundo y la ruta marítima hacia el Océano Índico. 'La maldición de la nuez moscada' sostiene que la dinámica del cambio climático actual hunde sus raíces en un orden geopolítico secular construido por el colonialismo occidental. En el centro de la narración de Ghosh está la hoy omnipresente especia nuez moscada. La historia de la nuez moscada es una historia de conquista y explotación, tanto de la vida humana como del entorno natural. En manos de Ghosh, la historia de la nuez moscada se convierte en una parábola de nuestra crisis medioambiental, revelando el modo en que la historia humana siempre ha estado enredada con materiales terrestres como las especias, el té, la caña de azúcar, el opio y los combustibles fósiles. Nuestra crisis, demuestra, es en última instancia el resultado de una visión mecanicista de la Tierra, en la que la naturaleza sólo existe como un recurso para que los humanos la utilicemos para nuestros propios fines, en lugar de una fuerza propia, llena de agencia y significado. Escribiendo con la pandemia mundial y las protestas de Black Lives Matter como telón de fondo, Ghosh enmarca estos relatos históricos de una manera que conecta nuestras historias coloniales compartidas con la profunda desigualdad que vemos a nuestro alrededor hoy en día. Entrelazando debates sobre todo tipo de temas, desde la historia global del comercio del petróleo hasta la crisis migratoria y la espiritualidad animista de las comunidades indígenas de todo el mundo, 'La maldición de la nuez moscada' ofrece una aguda crítica de la sociedad occidental y habla de las formas profundamente notables en que la historia humana está moldeada por fuerzas no humanas.

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FIGURA 1. Johannes van Keulen, Las Indias Orientales, 1689. Biblioteca Digital Hispánica. (Fotografía: Wikimedia Commons). (Las islas de Banda aparecen rodeadas por un círculo blanco).

FIGURA 2.

Nicolas Bellin, Las islas de Banda, hacia 1749-1755. Grabado en placa de cobre.

01

La caída de una lámpara

Hasta el día de hoy nadie sabe con exactitud qué sucedió en Selamon aquella noche de abril del año 1621, solo que una lámpara cayó al suelo en el edificio donde se alojaba el funcionario holandés Martijn Sonck.

Selamon es una aldea en el archipiélago de Banda, una pequeña agrupación de islas en el extremo sureste del océano Índico.[1] La localidad se encuentra en la punta norte de la isla de Lontor, que en ocasiones también se denomina Gran Banda (Banda Besar) por ser la mayor del conjunto.[2] «Gran» es un adjetivo algo exagerado para una isla de cuatro kilómetros de largo y poco menos de un kilómetro de ancho, pero su tamaño no es precisamente insignificante en un archipiélago tan diminuto que en la mayoría de los mapas se representa con una serie de puntitos.[3]

Sin embargo, aquí tenemos a Martijn Sonck el 21 de abril de 1621, a medio planeta de su tierra natal, en el bale-bale, o salón de reuniones, de Selamon, que ha confiscado para su propio disfrute y el de sus consejeros.[4] Sonck también ha tomado la mezquita más venerable del asentamiento: «una hermosa institución» construida en piedra blanca, de interior limpio y ventilado, con dos grandes tinas a la puerta para que los congregantes se laven los pies antes de entrar. Los ancianos de la aldea no han aceptado de buen grado la ocupación de su templo, pero Sonck ha rechazado sus protestas con brusquedad y les ha dicho que tienen muchos otros lugares para practicar su religión.

Esto concuerda con todo lo demás que ha hecho Sonck en el poco tiempo que lleva en la isla de Lontor. Se ha apoderado de las mejores casas para sus tropas y ha enviado a sus soldados a pulular por el pueblo, aterrorizando a sus habitantes. No obstante, estas no son más que medidas preliminares para sentar las bases de su verdadero objetivo: Sonck ha llegado a Selamon con la orden de destruir la aldea y expulsar a sus habitantes de esta isla idílica, con exuberantes bosques y un refulgente mar azul.

La brutalidad de su plan es tal que los aldeanos quizá aún no hayan acabado de comprenderlo. Aunque es cierto que el holandés no ha ocultado en ningún momento sus intenciones; antes bien, ha dejado clarísimo a los ancianos que espera su plena cooperación en la destrucción de su propio asentamiento y la expulsión de sus vecinos.

Sonck tampoco es el primer funcionario holandés en transmitir este mensaje en Selamon. Los aldeanos, al igual que sus vecinos bandaneses, ya han soportado varias semanas de amenazas y demostraciones de fuerza, siempre acompañadas de las mismas exigencias: derribar las murallas de la aldea, entregar las armas y las herramientas —hasta los timones de sus barcos— y prepararse para su inminente salida de la isla. Estas demandas son tan extremas, tan descabelladas, que sin duda se habrán preguntado si los holandeses están en sus cabales. Pero Sonck se ha esmerado en hacerles entender que va en serio: a su oficial al mando, nada menos que el mismísimo gobernador general, se le ha agotado la paciencia. La gente de Selamon tendrá que obedecer sus órdenes hasta el más mínimo detalle.

¿Cómo será enfrentarte cara a cara con alguien que te ha dejado claro que posee poder suficiente para acabar con tu mundo y que tiene toda la intención de hacerlo?

La población de Selamon y sus vecinos bandaneses llevan un par de décadas resistiendo a los holandeses en la medida de sus capacidades; en ocasiones incluso han logrado expulsar a los europeos. Pero jamás han tenido que enfrentarse a una fuerza tan grande y tan bien armada como la que Sonck ha traído consigo. Viéndose aventajados, los aldeanos han hecho todo lo posible por apaciguar al holandés: mientras algunos han huido a los bosques vecinos, un gran número se ha quedado, tal vez con la esperanza de que se trate de un error y los europeos se marchen si consiguen aguantar.

Quienes han permanecido en la aldea, muchos de ellos mujeres y niños, se han guardado de no dar excusa alguna a los holandeses para ejercer la violencia. Pero Sonck tiene una misión que cumplir, una misión para la que no está particularmente capacitado —es recaudador, no soldado—, y es probable que lo asalte un sentimiento de inadecuación. En la calma de los aldeanos advierte una ira latente y tal vez desee que le ofrezcan una excusa, un pretexto cualquiera para dar el siguiente paso.

En la noche del 21 de abril, cuando Sonck se retira a la requisada casa de reuniones de Selamon con sus consejeros, su estado de ánimo es muy precario. Hay tanta tensión en el ambiente que el silencio pareciera augurar una erupción sísmica.

La atmósfera es tal que, para alguien en el estado de Sonck, acaso sea imposible ver en la caída de un objeto un percance cualquiera: tiene que haber algo más, el presagio de alguna intención aviesa. Así pues, cuando la lámpara se estrella, Sonck concluye de inmediato que se trata de una señal destinada a desencadenar un ataque sorpresa sobre él y sus soldados. Aterrado, toma las armas junto a sus consejeros y comienzan a disparar a diestro y siniestro.

Es una noche oscura, «tan oscura como solo puede serlo una noche sin luna en las Indias». En esas condiciones, cuando no se ve nada, es fácil imaginar la presencia amenazadora de un ejército fantasmagórico. Sonck y sus consejeros siguen descargando ráfaga tras ráfaga sobre un enemigo invisible y sorprenden incluso a sus propios guardias, que no han visto signo alguno de ataque.

Las islas de Banda se encuentran sobre una de las fallas donde la actividad de la Tierra se revela de manera más palpable: al igual que su volcán, son fruto del cinturón de fuego que va desde Chile, en el este, hasta la costa del océano Índico, en el oeste. Por encima de las Banda se eleva un volcán todavía activo, el Gunung Api (o «Montaña de Fuego»), con su cumbre siempre envuelta en nubes arremolinadas y vapor ascendente.

El Gunung Api es uno de los muchos volcanes de esta zona del océano; las aguas circundantes están salpicadas de montañas cónicas de bella conformación que surgen majestuosas entre las olas, algunas de las cuales se elevan mil metros o más. Se dice que hasta el nombre indonesio de la región, Maluku (del que procede el topónimo Molucas), deriva de Molòko, que significa «montaña» o «isla montañosa».[5]

Estas islas montañosas de las Molucas a menudo erupcionan con una fuerza devastadora, lo que trae la ruina y la destrucción a quienes viven alrededor. No obstante, también hay algo mágico en estas emisiones, algo similar a los dolores del parto. Porque las erupciones de estos volcanes hacen aflorar a la superficie mezclas alquímicas de materiales cuyo modo de interactuar con los vientos y el clima de la región da lugar a bosques repletos de maravillas y rarezas.

En el caso de las islas de Banda, el regalo del Gunung Api es una especie botánica que ha prosperado en este minúsculo archipiélago como en ningún otro lugar: el árbol que produce tanto la nuez moscada como la macis.

El árbol y sus frutos presentaban temperamentos muy diferentes. El árbol era hogareño y no se aventuró más allá de sus oriundas Molucas hasta el siglo XVIII. La nuez moscada y la macis, en cambio, eran viajeras incansables y es fácil ver hasta qué punto, ya que antes del siglo XVIII toda nuez moscada y toda macis provenían de las Banda y sus alrededores. Así pues, cualquier mención en cualquier documento previo a 1700 establece automáticamente un vínculo con estas islas. En los textos chinos, dichas menciones se remontan al siglo I a. C.; en los textos latinos, la nuez moscada aparece un siglo después.[6] Pero es probable que llegaran a Europa y China mucho antes de que a los escritores se les ocurriera mencionarlas. Este fue sin duda el caso de la India, donde se ha hallado una nuez moscada carbonizada en un yacimiento arqueológico que se remonta a 400-300 a. C. La primera mención textual fechada de forma fiable (que en realidad menciona la macis) es dos o tres siglos posterior.[7]

En cualquier caso, de algo no cabe duda: la nuez moscada había viajado miles de kilómetros a través de los océanos mucho antes de que los primeros europeos llegaran a las Molucas.[8] Estos viajes fueron los que finalmente atrajeron a los navegantes europeos a las islas, adonde arribaron porque productos vegetales como la nuez moscada ya habían viajado en sentido opuesto mucho antes que ellos.[9]

A medida que cruzaban el mundo conocido, la nuez moscada, la macis y otras especias fueron tejiendo redes comerciales que se extendían por todo el océano Índico hasta lo más profundo de África y Eurasia.[10] Los nodos y las rutas de estas redes, así como las personas que intervenían en ellas, variaron de manera considerable a lo largo del tiempo según el ascenso y la caída de los reinos, pero durante más de un milenio los viajes de la nuez moscada persistieron en gran medida, con un crecimiento constante tanto en su volumen como en su valor.

FIGURA 3. Anónimo, Nuez moscada de las islas de Banda, 1619.

Grabado. Rijksmuseum. (Fotografía: Wikimedia Commons).

La nuez moscada, el clavo, la pimienta y otras especias no eran valiosas solo por su uso culinario, sino por sus propiedades medicinales.[11] En el siglo XVI, el valor de la nuez moscada se disparó cuando los médicos de la Inglaterra isabelina decidieron que esta especia podría servir para curar la peste, en un momento en que las epidemias proliferaban por toda Eurasia.[12] A finales de la Edad Media, la nuez moscada era tan valiosa en Europa que con un puñado se podía comprar una casa o un navío.[13] Tan astronómico era en esta época el precio de las especias que no es posible dar cuenta de su valor en términos de mera utilidad. En realidad constituían fetiches, formas primordiales de mercancía; se habían convertido en símbolos envidiables de lujo y riqueza, y cumplían a la perfección la idea de Adam Smith de que esta es «deseada no por las satisfacciones materiales que confiere, sino por ser objeto de deseo ajeno».[14]

Antes del siglo XVI, para llegar a Europa la nuez moscada cambiaba de manos muchas veces y en muchos puntos. Las últimas etapas de este viaje eran a través de Egipto o del Levante hasta Venecia, ciudad que antes de los viajes de Cristóbal Colón y Vasco de Gama poseía el monopolio del comercio de especias europeo.[15]Incluso Colón procedía de la ciudad archirrival de Venecia, Génova, la cual desde hacía largo tiempo envidiaba enconadamente el monopolio de la Serenísima sobre el comercio oriental; para romper este control fue para lo que los primeros navegantes europeos emprendieron los viajes que los condujeron a las Américas y al océano Índico.[16] Entre sus fines, uno de los más importantes era encontrar las islas de donde provenía la nuez moscada. Era tanto lo que se jugaban los navegantes y los monarcas que los financiaban que se ha llegado a afirmar que la carrera de las especias fue la carrera espacial de aquella época.[17]

No es de extrañar, pues, que el árbol de la nuez moscada fuera el motivo de que holandeses como Sonck cruzaran medio mundo hasta la isla de Lontor.

Sacar una nuez moscada de su fruto es como abrir un pequeño planeta.

Al igual que un planeta, la nuez moscada se halla encapsulada en una serie de sucesivas esferas. En primer lugar está la piel marrón mate del fruto, una suerte de exosfera. Luego tenemos la carne pálida y perfumada, más densa a medida que nos acercamos al núcleo, como la atmósfera exterior. Y una vez desprendida toda la carne, queda en nuestra mano una bola envuelta en lo que podría ser una estratosfera de radiantes nubes carmesíes: esta fragante cobertura exterior es la que se conoce como macis. Al retirar la macis se revela otra cáscara, un caparazón brillante, estriado y de color chocolate que alberga la nuez cual troposfera protectora. Solo después de partir esta cáscara tendremos la nuez en la palma de nuestra mano, una superficie nublada por continentes castaño mate que flotan sobre mares de marfil.

Si entonces partimos la nuez, veremos en su interior algo parecido a una estructura geológica, salvo que está compuesta por una mezcla única de sustancias que da lugar al aroma y a los efectos psicotrópicos que podrían considerarse sus superpoderes propiamente dichos.

Al igual que un planeta, una nuez moscada tampoco puede observarse en su totalidad de una sola vez. Como sucede con la luna o cualquier objeto esférico (o cuasiesférico), una nuez moscada presenta dos hemisferios; cuando uno está a la luz, el otro debe permanecer en la oscuridad: para que el ojo humano vea uno, el otro ha de mantenerse oculto.

La isla de Lontor tiene forma de bumerán y se comunica con otras dos: Gunung Api y Banda Naira, un minúsculo islote que ya en 1621 albergaba dos imponentes fuertes holandeses. Las tres islas constituyen los restos de la erupción de un antiguo volcán y como tales se agrupan alrededor de su cráter, hoy sumergido.[18] Entre ellas se extiende una franja de agua resguardada y lo bastante profunda como para permitir que recalen barcos transoceánicos. La noche del 21 de abril se encuentra anclada allí la flota con la que Martijn Sonck ha llegado a las islas de Banda.

En las noches tranquilas, los sonidos viajan con facilidad a través de esta franja de agua. El restallido de los disparos de mosquete en Lontor se oye con toda claridad en el Nieuw-Hollandia, el buque insignia del comandante que ha conducido esta flota hasta las Banda: el gobernador general Jan Pieterszoon Coen.

Contable de formación, a la edad de treinta y tres años Coen lleva tres como gobernador general de las Indias Orientales. Gracias a su inmensa energía, competencia y determinación, ha ascendido en el escalafón de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales cual chorro de ceniza volcánica. Conocido a sus espaldas como De Schraale («el Escuerzo»), es un hombre brusco y despiadado, sin pelos en la lengua.[19] En una carta a los diecisiete caballeros que presiden la compañía, el gobernador general Coen llegó a observar: «No hay nada en el mundo que confiera mayores derechos que el poder».[20]

Coen, que en este momento es el procónsul más poderoso de la compañía comercial más poderosa, no es un extraño en las islas.[21] Doce años antes las visitó como miembro de una expedición holandesa que había ido a negociar un tratado con los bandaneses.[22] Durante las negociaciones, parte de la expedición sufrió una emboscada en las costas de Banda Naira y cuarenta y seis holandeses, incluido el oficial principal, fueron masacrados por los isleños.[23] Coen escapó con vida, pero los recuerdos de este episodio han moldeado su visión de la misión holandesa en las Banda.[24]

Desde que los primeros navíos holandeses llegaron al archipiélago, la venerable Compañía de las Indias Orientales —Vereenigde Oostindische Compagnie o VOC— ha intentado imponer el monopolio comercial a los bandaneses.[25] Pero este objetivo se ha mostrado esquivo, pues este concepto, aunque común en Europa, es del todo ajeno a las tradiciones comerciales en el océano Índico.[26] En estas aguas, los puertos comerciales y los Estados marítimos han competido desde siempre por atraer a la mayor cantidad posible de mercaderes extranjeros. Imbuidos de este espíritu fue como los bandaneses acogieron a la primera partida de europeos que visitó sus islas: un pequeño contingente portugués que incluía a Fernando de Magallanes. Aquello sucedió en 1512; desde entonces, los bandaneses han descubierto (en su perjuicio) que todos los europeos que arriban a sus costas, sin importar la nacionalidad, solo tienen en mente lograr un tratado que les otorgue derechos exclusivos sobre la nuez moscada y la macis de las islas.[27]

Pero es imposible que los bandaneses les otorguen tales derechos. ¿Cómo van a dejar de comerciar con sus socios acostumbrados, tanto de las costas próximas como las distantes? Los isleños dependen de sus vecinos para obtener comida y mucho más.[28] Además, los bandaneses también son comerciantes expertos y muchos de ellos poseen vínculos estrechos con otras comunidades mercantiles en el océano Índico; difícilmente pueden despedir a sus congéneres con las manos vacías.[29] Además, tampoco tendría lógica desde una perspectiva comercial, ya que a menudo los europeos no pagan tan bien como los compradores de la zona. Y a los bandaneses, como a la mayoría de los asiáticos, los productos europeos no les resultan demasiado atractivos. Por ejemplo, ¿para qué quieren ellos, con su clima cálido, tejidos de lana?[30]

Los holandeses lo habrían tenido más fácil si los bandaneses hubieran contado con un gobernante poderoso, un sultán cuya voluntad doblegar, tal y como había sucedido en otras islas de las Molucas.[31] Pero las Banda carecen de un dirigente único al que puedan amenazar y acosar hasta que obligue a sus súbditos a plegarse a las exigencias de los extranjeros.[32] «No tienen ni rey ni señor —fue la conclusión de los primeros navegantes portugueses que visitaron las islas— y su gobierno todo depende del consejo de los ancianos; y como estos a menudo se hallan en desacuerdo, riñen entre sí».[33]

Esta, por supuesto, no es toda la verdad. Los bandaneses tienen dinastías aristocráticas, así como familias de mercaderes poseedoras de grandes riquezas y numerosos criados. Es una sociedad combativa, dividida en asentamientos amurallados que en ocasiones libran batallas campales entre sí.[34] No obstante, ningún poblado o familia ha sometido jamás al archipiélago entero; los isleños parecen sentir una profunda aversión por los gobiernos centralizados y unitarios.

Según la tradición bandanesa, las islas estuvieron una vez gobernadas por cuatro reyes.[35] Pero para cuando los primeros navíos holandeses arriban al archipiélago, las únicas figuras de autoridad son varias docenas de ancianos y orang-kaya, que significa literalmente «hombres acaudalados».[36] Algunos de estos ancianos ostentan el título de capitán de puerto (shahbandar), pero ni estos ni ninguno de los orang-kaya poseen la autoridad política para obligar a que se cumpla un tratado en todo el archipiélago, por pequeño que este sea.[37]

Sin embargo, los europeos —primero los portugueses y los españoles, y luego los holandeses— llevan más de cien años insistiendo en establecer un monopolio sobre los productos más importantes para los isleños: la nuez moscada y la macis.[38] Los más pertinaces son los holandeses, que una y otra vez han enviado flotas a las islas con la intención de imponer tratados a sus habitantes.[39] Estos han resistido como buenamente han podido, a menudo aceptando la ayuda de otros europeos,[40] pero el número de bandaneses es demasiado reducido —apenas llegan a unos quince mil en total— para medirse con la armada más poderosa del mundo.[41] Los ancianos han firmado varios tratados con gran renuencia, a veces sin saber lo que estipulaban, pues los documentos estaban en holandés.[42] Pero encubiertamente han continuado comerciando con otros mercaderes, y cuando ha sido posible han resistido con las armas, como en 1609, cuando sorprendieron a la expedición holandesa de la que formaba parte el futuro gobernador general Jan Pieterszoon Coen.[43]

A raíz de la masacre, Coen ha llegado a creer —al igual que algunos de sus predecesores— que de Bandaneezen son incorregibles y que el problema de las Banda precisa de una solución definitiva: las islas han de vaciarse de sus habitantes. De lo contrario, la VOC nunca podrá establecer un monopolio sobre la nuez moscada y la macis. Una vez que los bandaneses se hayan marchado, se podrá traer a colonos y esclavos para establecer una nueva economía en el archipiélago. Esto supondrá un cambio respecto a la práctica holandesa habitual, consistente en centrarse en el comercio y evitar la conquista territorial,[44] pero como el comercio de nuez moscada es sinónimo de las Banda, resulta inevitable.[45] Y cuanto antes se lleve a cabo, tanto mejor: los ingleses, que van pisando los talones a los holandeses desde las Américas hasta las Indias Orientales, han puesto hace poco un pie en las Banda, en una pequeña isla llamada Run.[46] Coen está decidido a no permitirles expandir su influencia en el archipiélago.

Al escribir a los gestores de la VOC, Coen ha señalado: «En mi opinión, lo mejor sería expulsar del territorio a todos los bandaneses», y es justo eso lo que tiene en mente cuando llega a las islas.[47] Para acometer la tarea de la manera más eficiente posible, ha añadido a sus fuerzas un contingente de ochenta mercenarios japoneses; se trata de ronin, o samuráis sin amo. Aparte de más baratos y tenaces que los soldados europeos, son profesionales de la espada y verdugos altamente cualificados, expertos en el arte de la decapitación y el desmembramiento.[48]

Es probable que el misterio de la lámpara de Selamon no se hubiera quedado tan grabado en mi memoria de no haber sido por un insólito cruce entre formas de agencia humanas y no humanas.

Comencé a escribir este capítulo a principios de marzo de 2020, justo en el momento en que una entidad microscópica, el novísimo coronavirus, se convertía a toda velocidad en la mayor, más amenazante e ineludible presencia en el planeta. A medida que automóviles y personas desaparecían de las calles de Brooklyn, que es donde vivo, me fui sintiendo extrañamente desubicado. Cuando releía las notas que había tomado durante mi visita a las islas de Banda en noviembre de 2016, a veces experimentaba la sobrecogedora sensación de regresar de forma incorpórea al archipiélago.

En aquella visita me había alojado en un hotel construido por un tal Des Alwi, antaño conocido como «el rajá de las Banda». Miembro de una de las familias más prominentes de las islas, Alwi, que falleció en 2010, es recordado por quienes lo conocieron como una persona imponente y extraordinariamente carismática. Escritor y diplomático, había creado una fundación para preservar el patrimonio de las islas. La fundación, además de restaurar numerosos edificios coloniales medio en ruinas, imprimió varios libros y folletos, entre ellos una introducción a la historia de las islas escrita por un amigo de Des Alwi, un historiador estadounidense llamado Willard A. Hanna. En este libro, titulado Indonesian Banda: Colonialism and Its Aftermath in the Nutmeg Islands (Las Banda indonesias. Colonialismo y sus consecuencias en las islas de la nuez moscada), leí por primera vez sobre la lámpara que cayó en Selamon la noche del 21 de abril de 1621.

Este detalle se mencionaba de pasada, pero se me quedó grabado. ¿Por qué un percance tan banal y cotidiano sembró semejante pánico en el contingente de soldados holandeses de Sonck?

En la quietud de aquellas noches de Brooklyn, cuando lo único que rompía el silencio eran las sirenas de apresuradas ambulancias, cabía imaginar que un sonido repentino e inesperado evocase en cualquiera las presencias no humanas e invisibles que nos rodean e intervienen en nuestra vida diaria transformando por completo el significado de hechos cotidianos.

No lejos de mi casa se encuentra uno de los mayores hospitales de Brooklyn. En aquel momento, la COVID-19 se cobraba tantas vidas que los cadáveres se almacenaban fuera, en camiones refrigerados. Cuando salí de mi casa me percaté de que el miedo reinaba en las calles a mi alrededor, lo que provocó en mí una sensación de afinidad con aquellos aterrorizados aldeanos de Selamon que, acurrucados en sus casas, se preguntarían si la caída de aquella lámpara anunciaría nuevos males futuros.

Quería saber más sobre la caída de la lámpara. Pero ¿cómo? Las dificultades para esclarecer un instante acaecido cuatro siglos atrás se incrementan sobremanera cuando el escenario es un lugar tan remoto y olvidado como el archipiélago de Banda. Son poquísimos los estudiosos que han escrito sobre estas islas, por lo que los acontecimientos de 1621 se hallan envueltos en la oscuridad, y la mayoría de las historias y etnografías de la región los obvian.[49]Así pues, ¿de dónde había sacado Hanna ese detalle? Cuando examiné su libro, me quedó claro que su fuente principal había sido una monografía llamada De Vestiging van het Nederlandsche Gezag Over de Banda-Eilanden, 1599-1621 (El establecimiento del dominio holandés sobre las islas de Banda). Su autor era J. A. van der Chijs y había sido publicado en Batavia (Yakarta) en 1886.

Al igual que tantos otros en ese momento del confinamiento en la ciudad de Nueva York, me encontraba algo aturdido, como en una suerte de fuga disociativa. A lo largo de los meses anteriores, imbuido del ritmo cada vez más acelerado de los tiempos pre-COVID, había estado viajando sin parar. El repentino cese de todo movimiento había provocado en mí una sensación de falta de aliento, como si un automóvil a toda velocidad hubiera frenado bruscamente en la autopista.

Mi esposa, Debbie, conocida por sus lectores como Deborah Baker, se encontraba en Charlottesville (Virginia), donde preparaba un libro mientras visitaba a su familia. A principios de año, en enero de 2020, el mismo mes en que habíamos celebrado nuestro trigésimo aniversario, había perdido a su madre, Barbara, con noventa años. Su muerte había sumido a su padre, de ochenta y nueve, en una espiral descendente, por lo que debía quedarse un tiempo en Virginia. Mi intención era seguirla, pero cambié de opinión cuando de pronto las tasas de infección comenzaron a dispararse en Nueva York; me pareció irresponsable aventurarme más allá de la ciudad por el riesgo de llevar conmigo la enfermedad. En ese momento de desorientación, tampoco me sentía muy inclinado a abandonar el territorio familiar de Brooklyn, donde también viven mi hijo y mi hija. Así pues, una insólita conjunción de circunstancias hizo que me quedase solo y pasara en mi estudio aún más horas de lo acostumbrado.

Si no hubiera sido por lo extraño del confinamiento, no creo que me hubiera lanzado a lo que hice a continuación: busqué en internet un PDF del libro de Van der Chijs y, para mi sorpresa, ¡apareció uno! Lo descargué sin pensar; no sé por qué, ya que no leo neerlandés. Pero lo tenía ahí delante, un tesoro lleno de secretos, y lo único que podía hacer era mirarlo como si de una piedra rúnica o un petroglifo se tratara.

Un día, mientras esperaba a que llegasen las siete de la tarde para unirme al ritual diario con el que expresábamos nuestro agradecimiento a los equipos de urgencias de Nueva York aplaudiendo, vitoreándolos y (en mi caso) golpeando una cazuela, comencé a ojear el texto de Van der Chijs. Pronto encontré nombres y vocablos conocidos; por ejemplo, descubrí que lamp significa lo mismo en inglés y neerlandés: «lámpara». Sin pensarlo, escribí una frase del libro en una aplicación en línea muy utilizada y, un poco sorprendido, comprobé que la frase tenía sentido: «Hacia la medianoche del 21 al 22 de abril [de 1621], cayó una lámpara en el bale-bale, donde Sonck dormía con sus consejeros; un acontecimiento insignificante [aunque] suficiente para sembrar el pánico entre los europeos, que siempre veían traiciones por todas partes».[50]

Después de aquello ya no pude parar. Me olvidé del ritual de las cazuelas y, en su lugar, comencé a meter una frase tras otra en la aplicación y los resultados, aunque a menudo confusos, me ofrecieron suficientes pistas como para adentrarme cada vez más en el texto.

Pronto descubrí la suerte que había tenido con aquella primera frase, porque en algunos pasajes el resultado de la traducción era un galimatías absurdo. Pero los fragmentos incomprensibles tenían algo en común: la mayoría aparecían entre comillas. Esos pasajes eran los que parecían confundir a la aplicación, que claramente había sido concebida para traducir el neerlandés moderno.

Até cabos y comprendí que gran parte del relato de Van der Chijs consistía en citas textuales de fuentes del siglo XVII. Más tarde me enteraría de que había trabajado como landsarchivaris (archivero mayor) de la administración colonial holandesa en Batavia. Así pues, tuvo acceso directo a todos los documentos relevantes del siglo XVII y en ellos basó su libro; una suerte, dado que muchos de esos documentos se han perdido.[51]

Mientras trataba de descifrar la sarta de párrafos sin sentido que desembuchaba la aplicación de traducción, comencé a preguntarme si la grafía de ciertas palabras comunes en neerlandés habría cambiado desde el siglo XVII, como ocurre, por ejemplo, con las formas hath y has en inglés.

Por suerte, conozco a uno de los mayores historiadores neerlandeses especializados en Asia, Dirk Kolff, erudito sin parangón en archivos holandeses del siglo XVII y especialmente en los de la VOC. Le escribí explicándole mi problema y, con gran amabilidad, me envió una lista con los cambios en las grafías. El truco funcionó a las mil maravillas, y en cuanto introduje en la aplicación las palabras del siglo XVII con la ortografía moderna, los resultados fueron mucho más claros.

Así, mientras por la ventana de mi estudio se oía ulular a las ambulancias cada vez con mayor frecuencia en lo que una vez fue la aldea holandesa de Breukelen, comencé a escribir páginas enteras en la aplicación, frase a frase, párrafo a párrafo. Pronto fue como si dos entidades no humanas, internet y el coronavirus, ambas operando a escala planetaria, se hubieran unido para crear un portal fantástico que me transportaba, por mediación del espíritu de un holandés muerto largo tiempo atrás, a las islas de Banda en la noche del 21 de abril de 1621.

¿Qué importancia puede tener en el siglo XXI la historia de algo tan asequible e insignificante como la nuez moscada?

Al fin y al cabo, lo sucedido en las islas de Banda no es más que otro ejemplo de la historia de colonización que se estaba produciendo a una escala mucho mayor al otro lado del planeta, en América. Se podría decir que se ha pasado página sobre ese capítulo de la historia, que el siglo XXI no se parece en nada a aquella época tan lejana en la que las plantas y el material botánico podían decidir el destino de los seres humanos. A menudo se afirma que la Edad Moderna liberó a la humanidad de la Tierra y la lanzó a una nueva era de progreso en la que los bienes manufacturados prevalecen sobre los productos naturales.

El problema es que nada de eso es cierto.

Hoy en día dependemos aún más del material botánico que hace trescientos años (o quinientos, e incluso cinco milenios), y no solo por una cuestión de comida. La mayoría de los humanos contemporáneos dependen por completo de la energía procedente de carbono largo tiempo enterrado… ¿y qué son el carbón, el petróleo y el gas natural sino formas fosilizadas de material botánico?

En cuanto a la circulación de bienes, los combustibles fósiles también superan con mucho cualquier categoría de objetos creados por el hombre. En palabras de dos economistas especializados en energía: «La energía es la mercancía más importante en el mundo hoy. Y, según casi cualquier métrica, el sector de la energía es inconmensurable. Con unas ventas anuales que rebasan los diez billones de dólares, la energía hace que, en comparación, los gastos en cualquier otro producto básico parezcan una nadería; su comercio y transporte son inmensos, y rebasan los tres billones de dólares en transacciones internacionales para transportarla a lo largo de dos millones de kilómetros de tuberías y los quinientos millones de toneladas de peso muerto en barcos mercantes; ocho de las diez mayores corporaciones mundiales son compañías energéticas y un tercio de la flota naviera mundial se dedica al transporte de petróleo por mar. Habida cuenta de estas cifras, quizá no sorprenda que el consumo mundial de energía requiera el equivalente energético de más de 2.800 barriles de petróleo por segundo».[52] Si sumásemos el total de los bienes que se movían por las rutas marítimas y terrestres en la Edad Media, probablemente hallaríamos que los artículos manufacturados, como la porcelana y los textiles, representaban un mayor porcentaje del comercio que en la actualidad.

Si dejamos a un lado la mitología de la modernidad, según la cual los humanos se han liberado triunfalmente de su dependencia material del planeta, y reconocemos la realidad de nuestra cada vez mayor servidumbre hacia los productos de la Tierra, entonces la historia de los bandaneses ya no parece tan alejada de nuestra situación actual. Por el contrario, los paralelismos son tan apremiantes y poderosos que incluso cabría afirmar que, si tan solo supiéramos cómo contar su historia, el destino de las islas de Banda podría servir de modelo para el presente.

[1]Se cree que el nombre de Banda deriva de la voz persa bandar, que significa «puerto» o «emporio». Cf. Roy Ellen, On the Edge of the Banda Zone: Past and Present in the Social Organization of a Moluccan Trading Network, Honolulu: University of Hawaii Press, 2003, p. 65.

[2]El nombre de la isla también se presenta a veces con la grafía Lonthoir; véase Phillip Winn, «Graves, Groves and Gardens: Place and Identity—Central Maluku, Indonesia», Asia-Pacific Journal of Anthropology 2, n.º 1, 2001, pp. 24-44.

[3]H. G. Aveling, «Seventeenth Century Bandanese Society in Fact and Fiction: “Tambera” Assessed», Bijdragen tot de Taal-, Land- en Volkenkunde 123, n.º 3, 1967, p. 351.

[4]El siguiente relato se basa en la crónica recogida por J. A. van der Chijs en De Vestiging van het Nederlandsche Gezag Over de Banda-Eilanden (1599-1621) (Batavia: Albrecht & Co., 1886), a partir de documentos de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. En inglés solo se documenta en Indonesian Banda: Colonialism and Its Aftermath in the Nutmeg Islands, de Willard A. Hanna (reimpresión Banda Naira: Yayasan Warisan da Budaya, 1991). Este relato también parece basarse en gran medida en la crónica de Van der Chijs, pero hay numerosas discrepancias entre ambas narrativas. Hanna, por ejemplo, emplea la grafía «‘t Sonck». Allí donde divergen, he seguido el texto de Van der Chijs. El resto de esta sección y la siguiente se basan en su totalidad en Van der Chijs, De Vestiging, pp. 139-143.

[5]Cf. Frans S. Watuseke, «The Name Moluccas, Maluku», Asian Profile, junio de 1977.

[6]Leonard Y. Andaya, «Local Trade Networks in Maluku in the 16th, 17th, and 18th Centuries», Cakalele 2, n.º 2, 1991, p. 79.

[7]Cf. Thomas J. Zumbroich, «From Mouth Fresheners to Erotic Perfumes: The Evolving Socio-Cultural Significance of Nutmeg, Mace and Cloves in South Asia», eJournal of Indian Medicine 5, 2012, pp. 37-97.

[8]Cf. Ken Stark y Kyle Latinis, «The Response of Early Ambonese Foragers to the Maluku Spice Trade: The Archaeological Evidence», Cakalele 7, 1996, pp. 51-67.

[9]Para una descripción sucinta de estas redes comerciales, véase Anthony Reid, A History of Southeast Asia: Critical Crossroads, Malden, Massachusetts: Blackwell, 2015, pp. 62-63.

[10]Cf. Ellen, On the Edge of the Banda Zone, p. 54.

[11]George Masselman, The Money Trees: The Spice Trade, Nueva York: McGraw-Hill, 1967, p. 36. Véase también Alison Games, Inventing the English Massacre: Amboyna in History and Memory, Nueva York: Oxford University Press, 2020, p. 19.

[12]Giles Milton, Nathaniel’s Nutmeg, or, the True and Incredible Adventures of the Spice Trader Who Changed the Course of History, Nueva York: Penguin, 1999, pp. 1-8 [trad. cast.: El hombre que tuvo el coraje de cambiar la historia, Barcelona: Martínez Roca, 1999, trad. de Jordi Fibla].

[13]Cf. Rajani Sudan, The Alchemy of Empire: Abject Materials and the Technologies of Colonialism, Nueva York: Fordham University Press, 2016, pp. 59-60, y Milton, Nathaniel’s Nutmeg, p. 3.

[14]Jean-Pierre Dupuy, The Mark of the Sacred, Stanford, California: Stanford University Press, 2013, trad. al inglés de M. B. DeBevoise, p. 153.

[15]Cf. Reid, A History of Southeast Asia, p. 70.

[16]Peter Hulme, Colonial Encounters; Europe and the Native Caribbean, 1492-1797, Nueva York: Methuen, 1986, p. 35.

[17]Cf. Timothy Morton, The Poetics of Spice: Romantic Consumerism and the Exotic, Cambridge: Cambridge University Press, 2000, p. 8.

[18]Peter V. Lape, «Political Dynamics and Religious Change in the Late Pre-Colonial Banda Islands, Eastern Indonesia», World Archaeology 32, n.º 1, 2000, p. 139.

[19]Masselman, The Money Trees, p. 122.

[20]C. R. Boxer, The Dutch Seaborne Empire, 1600-1800, Londres: Penguin, 1990, p. 110.

[21]Harold J. Cook, Matters of Exchange: Commerce, Medicine, and Science in the Dutch Golden Age, New Haven, Connecticut: Yale University Press, 2007, p. 182.

[22]George Masselman, The Cradle of Colonialism, New Haven, Connecticut: Yale University Press, 1963, p. 261.

[23]Vincent C. Loth, «Pioneers and Perkeniers: The Banda Islands in the 17th Century», Cakalele 6, 1995, p. 17.

[24]Vincent C. Loth, «Armed Incidents and Unpaid Bills: Anglo-Dutch Rivalry in the Banda Islands in the Seventeenth Century», Modern Asian Studies 29, n.º 4, octubre de 1995, p. 711.

[25]Andaya, «Local Trade Networks in Maluku», p. 82. Véase también Hans Derks, History of the Opium Problem: The Assault on the East, ca. 1600-1950, Leiden: Brill, 2012, caps. 10 y 12.

[26]Sobre el deseo portugués (y europeo) de imponer monopolios al comercio de especias, véanse Jack Turner, Spice: The History of a Temptation, Nueva York: Vintage Books, 2004, loc. 639 de 6701 en formato Kindle [trad. cast.: Las especias. Historia de una tentación, Barcelona: Acantilado, 2018, trad. de Miguel Temprano García]; Michael Krondl, The Taste of Conquest: The Rise and Fall of the Three Great Cities of Spice, Nueva York: Ballantine, 2008, locs. 2051 y 2054 de 4689 en formato Kindle, y James D. Tracy (ed.), The Rise of Merchant Empires: Long Distance Trade in the Early Modern World, Cambridge: Cambridge University Press, 1990, p. 28. Para contrastar la forma en que se abordaba el comercio en el océano Índico, véase Reid, A History of Southeast Asia, p. 63, p. 136 (y el capítulo 3, apartado «The East Asian Trading System of 1280-1500», pp. 65-69).

[27]Games, Inventing the English Massacre, p. 20.

[28]Cf. Ellen, On the Edge of the Banda Zone, p. 64: «Aunque la mayor parte de la nuez moscada (Myristica fragrans) procedía de las Banda, el archipiélago como tal dependía de la periferia para sobrevivir».

[29]El estudio más completo sobre las redes comerciales bandanesas lo encontramos en Ellen, On the Edge of the Banda Zone.

[30]Cf. Sudan, The Alchemy of Empire, p. 35.

[31]Cf. Muridan Widjojo, The Revolt of Prince Nuku: Cross-Cultural Alliance-Making in Maluku, c. 1780-1810, Leiden: Brill, 2009, p. 29.

[32]Adam Clulow, «The Art of Claiming: Possession and Resistance in Early Modern Asia», American Historical Review 121, n.º 1, febrero de 2016, p. 27.

[33]João de Barros en Décadas da Asia. La cita procede de Albert S. Bickmore, Travels in the East Indian Archipelago, Londres: John Murray, 1868, p. 211, que a su vez la tomó de Crawfurd, Dictionary of the India Islands.

[34]Lape, «Political Dynamics and Religious Change in the Late Pre-Colonial Banda Islands», p. 147.

[35]Para conocer con todo detalle lo que se puede aprender sobre la sociedad bandanesa a partir de fuentes europeas, véase Aveling, «Seventeenth Century Bandanese Society in Fact and Fiction», pp. 347-365.

[36]Ellen, On the Edge of the Banda Zone, p. 78.

[37]Timo Kaartinen, Songs of Travel and Stories of Place: Poetics of Absence in an Eastern Indonesian Society, Helsinki: Academia Scientiarum Fennica, 2010, p. 37; Widjojo, The Revolt of Prince Nuku, p. 16, y Cook, Matters of Exchange, p. 182.

[38]Andaya, «Local Trade Networks in Maluku», p. 80; Loth, «Armed Incidents and Unpaid Bills», p. 709.

[39]Andaya, «Local Trade Networks in Maluku», p. 82; Gerrit J. Knaap, «Crisis and Failure: War and Revolt in the Ambon Islands, 1636-1637», Cakalele 3, 1992, p. 2.

[40]Para una descripción de las relaciones de los bandaneses con los ingleses, véase Loth, «Armed Incidents and Unpaid Bills», pp. 705-740, y Clulow, «The Art of Claiming», pp. 30-34.

[41]Aveling, «Seventeenth Century Bandanese Society in Fact and Fiction», p. 352.

[42]Loth, «Armed Incidents and Unpaid Bills», p. 710: «Hasta hoy sigue sin estar claro si los bandaneses no entendieron estos documentos de redacción occidental». Véase también Clulow, «The Art of Claiming», pp. 28-30.

[43]Cook, Matters of Exchange, p. 182.

[44]Cf. Donna Merwick, The Shame and the Sorrow: Dutch-Amerindian Encounters in New Netherland, Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 2006, loc. 1537.

[45]«Ya en 1612 —escribe Harold Cook—, Coen y otros habían obligado a los diecisiete gestores de la VOC a reconocer que, para lograr los grandes beneficios que proponían los tratados, y que inclinaban la balanza claramente a su favor, habría que imponer su cumplimiento manu militari pese a los costes pecuniarios y demás. Coen estaba convencido de que, para garantizar su seguridad financiera, la compañía debía obtener el monopolio sobre el comercio de especias y hacerlo cumplir, lo que exigiría el uso de la fuerza contra mercaderes rivales y, en ocasiones, sobre los proveedores» (Cook, Matters of Exchange, p. 183).

[46]«Los ingleses solían aparecer en escena y seguir a los holandeses dondequiera que fueran, pero sin mostrar signos de contar con una estrategia general» (Widjojo, The Revolt of Prince Nuku, p. 13). Para sendas descripciones de la rivalidad anglo-holandesa en las Molucas en el siglo XVII, véanse también Masselman, The Cradle of Colonialism, pp. 266-389, y Milton, El hombre que tuvo el coraje de cambiar la historia.

[47]Lucas Kiers, Coen op Banda: de conqueste getoetst aan het recht van den tijd, Utrecht: Oosthoek, 1943, p. 156. Deseo expresar mi agradecimiento al eminente historiador Dirk Kolff por traducir este pasaje y algunos otros, citados directamente a partir de textos en neerlandés.

[48]Games, Inventing the English Massacre, p. 24.

[49]El historiador Vincent C. Loth escribe: «Es curioso cómo las Banda se han visto descuidadas. Sería desacertado afirmar que la historia de estas islas ha sido obviada por completo o que hasta hoy sigue siendo desconocida, pero todavía hace falta una historia completa basada en un análisis pormenorizado de las fuentes desde un punto de vista moderno» (Loth, «Pioneers and Perkeniers», pp. 13-35).

[50]«Omstreeks middernacht van den 21sten op den 22sten April viel eene lamp in de bale-bale, waar Sonck met zijne raadslieden sliepen, welk onbeduidend voorval genoeg was om onder de overal en altijd verraad ziende Europeanen eene paniek te verwekken» (Van der Chijs, De Vestiging, p. 140).

[51]Esta información he de agradecérsela a Vincent Loth. En un mensaje personal, escribe: «En cuanto a lo que nos ocupa, en mi opinión, Van der Chijs sigue siendo lo más parecido a informes de primera mano de la conquista que vamos a conseguir. Casi todos los autores (contemporáneos o posteriores) se basaron en su obra. Hay algunos testimonios directos de miembros de la VOC que estuvieron allí como soldados, pero no ofrecen una panorámica de los acontecimientos como hace Van der Chijs».

[52]Cf. Juan Moreno Cruz y M. Scott Taylor, «A Spatial Approach to Energy Economics», documento de trabajo 18908, National Bureau of Economic Research, marzo de 2013, p. 2, http://www.nber.org/papers/w18908.

02

«Quemar sus viviendas

allá donde estén»

La flota que Jan Coen ha traído consigo es la mayor que jamás haya arribado a las Banda; está formada por más de cincuenta naves, incluidos dieciocho navíos holandeses, y más de dos mil hombres.[53] Aunque Coen llega dispuesto a derramar sangre, inicia su campaña de expulsión tratando de convencer a los bandaneses para que abandonen sus hogares de forma pacífica. A tal fin, envía a soldados y funcionarios holandeses de aldea en aldea para que ordenen a los habitantes que entreguen sus armas sin protestar, derriben sus fortificaciones y se sometan a ser deportados.

Pero las cosas no salen según lo previsto y, en lugar de rendirse, un gran número de isleños huye a los bosques.[54] La tarea de sacarlos de allí se prolonga durante semanas e incrementa los gastos de la expedición. Tal retraso lleva a Coen al borde de la desesperación, por lo que decide aumentar la presión. Nombra a Sonck gobernador de Lontor y lo envía a Selamon para que explique a los ancianos que se les ha agotado el tiempo. Si no cumplen las órdenes de inmediato, los considerará enemigos.

En la noche del 21 de abril, cuando el sonido irregular de los disparos llega al buque insignia de Coen, este entiende al instante que Sonck y los suyos se han topado con una emboscada como aquella a la que él sobrevivió en su primera visita a las islas de Banda. No pierde el tiempo y ordena a cuatro compañías de soldados que corran a auxiliar a Sonck en Lontor.

Para cuando Sonck recibe los refuerzos a la mañana siguiente, en Selamon se han calmado las tensiones de la noche, pero la llegada repentina de los mosqueteros siembra el pánico en la aldea y se reanudan los combates. Algunos aldeanos huyen a las laderas colindantes con los soldados a la zaga. Sin embargo, el terreno es difícil, con senderos que serpentean en pronunciada pendiente a través de densos bosques. La partida holandesa se ve obligada a retroceder.

Entretanto, Coen decide hablar él mismo con los ancianos de las Banda. Conducen a varios de ellos hasta el buque insignia, donde los somete a una larga diatriba en la que les recuerda los tratados incumplidos, la emboscada de 1609 y muchos otros actos de resistencia. Al acabar, responde en neerlandés fluido uno de los ancianos bandaneses, el shahbandar de Lontor, cuyo nombre es Joncker Dirck Callenbacker y que con toda probabilidad es de ascendencia mixta.[55] Explica a Heer Generael que él y los demás orang-kaya no pueden considerarse responsables de todos los bandaneses, pues no son realmente gobernantes, sino tan solo hombres respetados. Además, recuerda al gobernador general que los holandeses no siempre han mantenido su palabra con el precio pactado de la nuez moscada y la macis, por lo que en ocasiones a los isleños no les ha quedado más remedio que vender a otros compradores. En cuanto a las hostilidades pasadas, si se derramó sangre fue en enfrentamientos en los que ambas partes luchaban por lo que creían justo.

Dicho todo esto, el shahbandar procura mostrarse conciliador, ofrece las disculpas más sinceras de parte de los ancianos y asegura a Coen que harán todo lo posible por satisfacer sus demandas. Pero a este no le basta y reclama mayores garantías: exige a los ancianos que entreguen sus hijos a las tropas para asegurarse de que cumplirán su palabra. Los ancianos aceptan las condiciones y cumplen esta orden en cuanto se les permite marcharse, de modo que envían a sus hijos varones a un navío de guerra de nombre Dragon.

Al día siguiente, Callenbacker y algunos ancianos más se desplazan a Selamon, reúnen a un gran número de hombres, mujeres y niños, y también los envían al Dragon para demostrar que los ancianos ahora están dispuestos a evacuar su aldea.

Con todo, Coen sigue sin mostrarse convencido; todavía no cree que los bandaneses vayan a cumplir su palabra y a abandonar las islas de manera pacífica. El 24 de abril, dos días después de la reunión con los ancianos bandaneses, anuncia a su consejo que se ha enterado de que el pueblo de Lontor ha decidido morir antes que rendirse, por lo que es necesario plantearse si «asolar los lugares que queden, expulsar a las gentes del territorio, atrapar y hacer lo que nos plazca con ellos».[56] El consejo expresa su acuerdo unánime; veintiún miembros aprueban y firman una resolución en la que declaran que enviarán fuerzas holandesas «a quemar sus viviendas allá donde estén, a confiscar o destruir los barcos que les queden y a dejar a los bandaneses sin otra opción que venir a nosotros o abandonar el país».[57]

Después, las crónicas callan durante una semana; no existen registro escrito de lo que sucedió en los días siguientes ni de cómo los bandaneses se quedaron «sin otra opción que venir a nosotros», según exigía la resolución del consejo. No obstante, los acontecimientos posteriores demuestran que las instrucciones impartidas por Coen y su consejo se ejecutaron al pie de la letra, y que las fuerzas holandesas destruyeron sistemáticamente aldeas y asentamientos por todas las islas, capturaron a todos los habitantes que pudieron y mataron al resto. Los cautivos —ancianos, mujeres y niños— fueron esclavizados y enviados a Java, incluidos 789 parientes de los orang-kaya. Algunos de los esclavos terminaron en lugares tan alejados como Sri Lanka.[58]

En ausencia de testimonios escritos de primera mano, es imposible saber cómo se desarrollaron los acontecimientos de aquella fatídica semana en las Banda, pero una frase en la resolución del consejo, «quemar sus viviendas allá donde estén», nos proporciona una pista. Sugiere una táctica, consistente en arrasar las aldeas campesinas, muy utilizada durante la guerra de los Treinta Años en los Países Bajos. Conocida como brandschattingen en neerlandés, era la práctica militar más temida por los granjeros de la región.[59]

Un importante número de los soldados que lucharon en los Países Bajos durante la guerra de los Treinta Años —entre una cuarta y casi una tercera parte— eran mercenarios ingleses.[60] Muchos de estos soldados lucharían más tarde en Norteamérica, adonde llevaron la práctica de la brandschattingen, que fue utilizada para exterminar tribus enteras. Los ataques incendiarios desempeñaron un papel destacado, por ejemplo, en la guerra pequot de 1636-1638, que enfrentó a los colonos ingleses de Nueva Inglaterra y a los pequots, una tribu algonquina de lo que hoy es Connecticut. El conflicto se ha descrito como «la primera guerra deliberadamente genocida que los ingleses libraron en Norteamérica».[61]

Puede que las islas de Banda estén al otro lado del planeta, pero en el siglo XVII Connecticut y este archipiélago se hallaban estrechamente relacionados por constituir los dos polos más lejanos del imperio marítimo holandés. Aunque los holandeses no participaron en la guerra pequot, el lugar donde se produjo la masacre más cruenta —Mystic, en Connecticut— se encontraba en la frontera con Nueva Holanda, la colonia neerlandesa cuya sede se encontraba en Nueva Ámsterdam, en la isla de Manhattan. Los holandeses también mantenían numerosos negocios con los pequots y la competencia por el comercio fue uno de los factores que precipitaron el conflicto.[62]

La masacre de Mystic tuvo lugar en 1637, cuando al amparo de la noche una compañía de soldados ingleses y sus aliados indios atacaron un asentamiento fortificado de los pequots mientras cientos de personas dormían en el interior. El ataque estaba coordinado por dos soldados ingleses que habían servido como mercenarios en los Países Bajos: John Mason y John Underhill (este último nacido en Holanda y casado con una holandesa). John Mason dirigió el ataque y a él fue a quien se le ocurrió prender fuego al asentamiento con una tea, de la que se había incautado en una vivienda pequot.

Tanto John Mason como John Underhill dieron cuenta por escrito del ataque y sus descripciones son lo bastante vívidas como para deducir lo que podría haber sucedido en las Banda aquella fatídica semana. El siguiente pasaje procede de A Brief History of the Pequot War (Una breve historia de la guerra pequot), de John Mason.

El capitán [el propio Mason] dijo: «Hemos de quemarlos» y, entrando en el mismo wigwam donde ya hubiera estado antes, sacó una tea encendida, la acercó a la paja con que todos se hallaban cubiertos y les prendió fuego […] y cuando se incendiaron, los indios echaron a correr presa del mayor de los espantos. […] En efecto, fue tal el terror con que el Todopoderoso colmó sus espíritus que huían de nosotros y se arrojaban a las mismas llamas, entre las cuales pereció un gran número. […] Muchos de ellos, reunidos a favor del viento, nos lanzaban sus flechas; y en justo pago nosotros les respondimos con nuestros mosquetes: algunos de los más fuertes porfiaron, de los cuales serían unos cuarenta, y los pasamos por la espada. […] Llegados a este punto hallábanse al límite de sus fuerzas quienes pocas horas antes se enaltecieran en su inmenso orgullo, […] pero Dios, que se reía de sus enemigos y de los enemigos de su pueblo hasta la burla, estaba por encima de ellos y los tornó en un horno abrasador: fue así como los fuertes de corazón fueron despojados y durmieron su sueño; y nada hallaron en sus manos los varones fuertes. Y fue así como nuestro Señor juzgó a los infieles, sembrando el lugar de cadáveres.[63]

Así describe John Underhill el mismo hecho:

El capitán Mason entró en un wigwam, sacó una tea encendida tras haber herido a muchos en el lugar y prendió el fuego por el lado oeste de la entrada; asimismo lo prendí yo por el extremo sur con un reguero de pólvora. Ambos fuegos se unieron en el centro del fuerte con terribles llamas y todo lo arrasaron en el espacio de media hora. […] Había unas cuatrocientas almas en este fuerte, y no más de cinco de ellas escaparon de nuestras manos. Grande y dolorosa fue la cruenta imagen a la vista de los jóvenes soldados, que nunca habíanse encontrado en guerra, al contemplar tantas almas boqueando tendidas en el suelo y tan apiñadas en algunos lugares que a duras penas se podía pasar.[64]

Estas dos masacres casi contemporáneas, una en las Banda y la otra en lo que ahora es Connecticut, se hallan interconectadas por inquietantes paralelismos. Ambas se produjeron en el contexto de las crecientes rivalidades anglo-holandesas y en el marco más amplio de las guerras de religión que entonces asolaban Europa. En ambos casos, un gran número de cautivos fueron esclavizados y transportados a ultramar para trabajar en plantaciones; además, ambas masacres tenían como fin exterminar todo un pueblo.[65] En el caso de los pequots, su extinción se oficializó por medio del tratado que puso fin a la guerra: a los supervivientes se les prohibió hasta usar la denominación de su pueblo.[66] Celebrando este triunfo, un historiador puritano escribió: «El nombre de los pequots (como lo fuera el de Amalec) ha sido borrado de la faz de la tierra, sin que quede nadie que sea o que (al menos) se atreva a llamarse a sí mismo pequot».[67]

Si los vencedores daban por sentado que tenían derecho a exterminar a una tribu, era porque las doctrinas europeas del imperio habían evolucionado en esa dirección. Tales doctrinas encontraron su máxima expresión en la obra del filósofo, polemista y lord canciller de Inglaterra sir Francis Bacon. En su An Advertisement Touching an Holy War (Anuncio concerniente a una guerra santa), escrito en torno al momento de la masacre de las Banda y publicado poco antes de la guerra pequot, Bacon expone con cierto detalle los motivos por los que consideraba lícito que los europeos cristianos pusieran fin a la existencia de ciertos grupos: «Porque así como existen particulares proscritos y excomulgados por las leyes civiles de distintos países, igualmente hay naciones proscritas y excomulgadas por las leyes naturales y de las naciones, o por el mandamiento inmediato de Dios». Estos países descarriados, argumenta Bacon, no son naciones como tal, sino que se asemejan más bien a «manadas y chusma, ya que han degenerado hasta desviarse por completo de las leyes de la naturaleza». Visto así, tenía sentido tanto legal como moral que cualquier nación «que sea civil y ordenada […] los borre de la faz de la tierra».[68] Esta doctrina se vio oficializada por Emer de Vattel, uno de los juristas que codificaron el derecho internacional a finales del siglo XVIII: «Es legítimo que las naciones se unan como un solo cuerpo con el objeto de castigar, y hasta de exterminar, a semejantes pueblos salvajes».[69]

Este argumento otorgaba de facto a los europeos cristianos el derecho divino a atacar y extinguir aquellos pueblos que parecieran descarriados o monstruosos a sus ojos. Es en esta «idea crucial —argumentan Peter Linebaugh y Marcus Rediker— donde genocidio y divinidad se encuentran. El llamamiento de Bacon a una guerra santa fue por tanto un llamamiento para llevar a cabo distintos tipos de genocidio, los cuales tenían justificación en la Biblia y en la Antigüedad clásica».[70]

El razonamiento de Bacon puede sonar arcaico, pero continúa animando las acciones del imperio hasta el día de hoy. En esencia, defendía que un país bien gobernado («cualquier nación que sea civil y ordenada») tiene todo el derecho a invadir países «degenerados» o que incumplan «las leyes naturales y de las naciones». Esta es, por supuesto, la doctrina fundamental del «intervencionismo liberal» y en las últimas décadas se ha invocado una y otra vez para justificar las «guerras de elección» iniciadas por las potencias occidentales.

La masacre ordenada por Coen fue tan efectiva que, al cabo de siete días, en una reunión del consejo a bordo del buque insignia se declaró que «por la gracia de Dios, todas las ciudades y emplazamientos fortificados de las Banda habían sido tomados, arrasados y quemados, y alrededor de mil doscientas almas habían sido capturadas».

El 6 de mayo, Coen informó a sus superiores, no sin satisfacción, que sus fuerzas habían «destruido por completo y reducido a cenizas» los principales asentamientos de Lontor y que el resto de la población de las islas había huido a las montañas, donde se le habían unido fugitivos de otras partes del archipiélago. «De esta manera, se tomó (posesión de) la totalidad de los pueblos y lugares del archipiélago de las Banda y se procedió a su destrucción».[71]

No obstante, en lo alto de la isla de Lontor, donde se habían refugiado miles de bandaneses, la resistencia continuó. Lo escabroso del terreno y el mal tiempo dificultaron que los holandeses los subyugaran. Sus ataques se vieron repelidos varias veces, lo que enojó aún más a Coen, que estaba impaciente por marcharse pero no quería irse sin haber llevado la «total tranquilidad» a las islas.

En tanto la población era masacrada y esclavizada en todas las islas, Jan Coen seguía empeñado en descubrir el significado de la caída de la lámpara. A tal fin, los hijos de los orang-kaya que permanecían cautivos se vieron sometidos a unos interrogatorios que probablemente incluirían una forma de tortura muy apreciada por los funcionarios de la VOC: el tormento del agua, antecesor de lo que ahora se conoce como «el submarino». Consistía en verter una y otra vez agua sobre la cabeza del sospechoso, cubierta con un trapo, hasta casi ahogarlo. Otro método era colocar un cono «alrededor del cuello de la víctima, por encima de la boca y la nariz; luego se vertía agua, obligándolo a tragarla para evitar ahogarse, lo que no solo lo asfixiaba, sino que hacía que sus tejidos se hincharan de forma desproporcionada por el exceso de agua en el cuerpo, provocándole una atroz agonía; esta tortura se complementaba en algunos casos quemando con una vela las axilas, los pies y las manos de la víctima o arrancándole las uñas».[72]

El objetivo era desvelar una conspiración y los métodos no dejaron de dar fruto: no tardaron en arrancar una «confesión» a un niño, sobrino de Dirck Callenbacker, quien afirmó que había estado presente en una reunión de los ancianos en la que se decidió lanzar un ataque sorpresa contra los holandeses la noche en que cayó la lámpara. Su intención última, según dicha confesión, era matar a Sonck y al propio Coen.

Por lo visto, ni a Coen ni a Sonck se les pasó por la cabeza que si los bandaneses hubieran estado preparando un ataque, difícilmente habrían arruinado el factor sorpresa dando a conocer sus intenciones con la caída de una lámpara. Tampoco parece que se preguntaran cómo se las ingeniaron los isleños para conseguir desde la distancia que un objeto inanimado cayera en el momento exacto.

Una vez conseguido el testimonio forzado del niño, Jan Coen constituyó un tribunal de tres miembros, Sonck incluido, para determinar si la «confesión» era válida o no. Por orden del tribunal, varias docenas de ancianos fueron trasladados al Dragon y a otra nao llamada Zuiderzee para ser interrogados. Allí se los torturó con tal «rigor» que dos de ellos murieron en el potro y un tercero saltó por la borda y se ahogó.

Según un oficial holandés que más tarde escribió un relato anónimo de estos hechos, ninguno de los ancianos de Banda ad