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Annabelle Forrrester sólo había amado a un hombre en su vida: Rand Dunbarton. El atractivo millonario la había cautivado, pero su vertiginoso romance había terminado de forma amarga cuando Rand la obligó a elegir entre él y su trabajo. La investigadora privada no podía imaginarse que, un año después, Rand iba a convertirse en uno de sus clientes. A Annabelle le parecía un cruel giro del destino que el hombre que no había podido aceptar su ocupación, en ese momento necesitara su ayuda para descubrir quién estaba intentando sabotear su empresa de ordenadores. Pero, ¿la habría buscado por razones profesionales, o tendría algún otro motivo oculto?
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Seitenzahl: 188
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1998 Rebecca Winters
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La novia secreta, la, n.º 1069- mayo 2022
Título original: Undercover Fiancee
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-662-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
ANNABELLE? No te vayas todavía, Roman quiere verte.
Annabelle Forrester se dirigía a la puerta de atrás de LFK Associates International, la agencia de detectives de Roman Lufka, cuando oyó que Diana la llamaba.
—¿Sabes para qué? He de ir a la comisaría —era un día negro. Cuanto más ocupada se mantuviera, mejor.
Diana Rawlins, la recepcionista que era una de sus buenas amigas, hablaba por teléfono. Meneó la cabeza, tapó el auricular y susurró:
—Lo único que sé es que parecía importante.
Annabelle quería a su jefe, Roman Lufka. De haber sido otro quien le hubiera pedido que se quedara, se habría disculpado y marchado, porque no deseaba imponerle su dolor a otras personas. Pero lo admiraba y le debía demasiado como para ignorar su petición.
Como no podía estarse quieta, fue a la cocina y le llevó una taza con café a Diana. La recepcionista de Roman no sólo era la persona más agradable que había conocido, sino que era una verdadera belleza con un pelo rubio de infarto.
De pequeña, Annabelle siempre había querido parecer una princesa de los cuentos de hadas que le leía su padre.
Éste reía, le palmeaba la cabeza y le decía que agradeciera el hermoso pelo castaño que Dios le había dado.
Al hacerse mayor, había llegado a aceptar lo que para ella era su principal defecto, permitiendo que un estilista se lo hiciera resaltar al máximo. Se le podía perdonar desear haber tenido un cabello como el de su amiga.
—Al fin —suspiró Diana después de colgar—. ¿Alguna noticia del Honda desaparecido del señor Vanderhoof?
—Sí. Lo localicé ayer por la mañana, pero aún falta acabar con el papeleo. Anoche la policía consiguió una identificación positiva del pandillero que lo robó para usarlo en un tiroteo.
—¡Bromeas! Ha sido un trabajo rápido. Roman va a quedar impresionado.
—Eso espero. A veces las cosas encajan con facilidad.
—¿Dónde lo encontraste?
—En un taller de pintura.
—¿Cómo supiste dónde buscar?
—No lo supe. Hice una lista de los talleres de pintura de la zona. El chico que lo robó sabía que era un coche caliente. Supuse que lo haría pintar. No me equivoqué. Lo puso de un rojo fuego.
—Pero, ¿cómo sabías que era el coche correcto?
—Primero, el rojo es el color favorito de esa banda. Segundo, el señor Vanderhoof había perdido la tapa del depósito de aceite. Lo único que tenía que hacer era mirar debajo del capó en busca de un depósito cubierto con papel de aluminio.
—Eres sorprendente —Diana sacudió la cabeza—. ¿Se lo has mencionado al señor Vanderhoof?
—Sí. Le encanta que se lo hayan robado. Siempre había querido tener un coche rojo, pero nunca mostró el valor para ello. Cuando la policía le dijo que podía pasar a recogerlo esta mañana, creo que pidió que lo sustituyeran en su puesto de profesor.
—A propósito —comentó Diana—, tengo un mensaje de Gerard.
—¿Sí?
Sólo un hombre le había roto el corazón a Annabelle, y vivía en Phoenix, Arizona, lo cual podía ser otro planeta. Desde aquella horrible noche de un año atrás en que todo se había desmoronado, Annabelle no había sido capaz de involucrarse emocionalmente con otro hombre. Pero debía reconocer que el mejor investigador de Roman, Eric-Gerard, a quien siempre llamaba por su segundo nombre, era el que más próximo había estado de derribar algunas barreras.
—Dice que desea empezar de nuevo y se pregunta si aceptarías cenar con él esta noche.
—Hoy tengo otros planes.
—Temía que respondieras eso. Se supone que debo darle tu respuesta cuando vuelva a llamar luego, ya que Roman le ha asignado trabajar con el jefe Gregory en el caso del bombardeo de la acería de Utah de esta mañana.
—Gerard no va en serio, Diana. Tú y yo sabemos que jamás superó la muerte de su esposa.
—¿Del mismo modo en que tú no has dejado de pensar en tu novio? —Diana era demasiado perceptiva—. ¿Annie? Siento si he dicho algo que no debía.
—No lo has hecho —sintió una presión en el pecho—. Me siento demasiado sensible porque hoy se ha cumplido un año de la ruptura de nuestro compromiso.
—No lo sabía —los ojos de Diana se llenaron de compasión; le palmeó la mano.
—Está bien. Debería haberlo superado hace mucho.
—Quieres decir del mismo modo en que Gerard tendría que haber superado lo de Simone —Annabelle asintió—. Al parecer ambos os enamorasteis de personas inolvidables.
—Desearía no haberlo conocido jamás.
—Si te sientes tan deprimida después de doce meses de separación, quizá deberías llamarlo para saber si él se siente igual.
—Sé que sale con otra persona. Pero aunque no fuera así, jamás intentaría llamarlo o verlo de nuevo. Al decirnos adiós, fue definitivo.
—A mí no me parece definitivo —Diana enarcó las cejas.
—No quiero hablar de ello —tampoco quería pensar qué se sentía al estar envuelta en sus brazos, pero algunos recuerdos seguían volviendo a su mente sin su permiso. Recuerdos que enviaban una oleada de calor sofocante por su cuerpo.
—¿Annie? —Annabelle se sonrojó—. Roman acaba de llamar. Puedes pasar.
—Gracias, Diana.
Al acercarse al despacho de Roman, oyó la voz de otro hombre. Su jefe no se encontraba solo.
—¿Roman? —llamó a la puerta entreabierta. A través de la abertura pudo vislumbrar la espalda de un hombre alto y de pelo oscuro con un traje azul. Cerró los ojos porque sólo había un hombre en el universo con esos hombros anchos y poderosos muslos.
—Pasa.
Abrió los ojos, pero no fue capaz de moverse porque el otro se había vuelto, paralizándola con su brillante mirada azul que le era tan familiar como su propia cara.
—Hola, Annabelle —le llegó la voz profunda y vibrante que tanto había amado—. Ha pasado mucho tiempo.
Era Rand.
Posó los ojos en Roman dominada por un pánico absoluto. Él sabía que había estado prometida a Rand Dumbarton y lo destrozada que se había sentido tras la ruptura. ¿Cómo podían su jefe y Diana ser tan crueles para plantárselo así sin advertencia previa?
El impacto fue tan grande que Annabelle sintió que el cuerpo pasaba de un fuego abrasador a una frialdad gélida. Le zumbaban los oídos. Se preguntó si iba a desmayarse.
Rand debió ver cómo palidecía, porque ella oyó un epíteto ininteligible escapar de sus labios antes de tenerlo a su lado para ayudarla a sentarse. Su mano grande se posó en su nuca con la facilidad de la costumbre.
—Baja la cabeza unos momentos y mantenla así hasta que pase el mareo.
«La voz de mando». Rand no tenía ni idea de cómo llegaba a las otras personas. Tomaba el mando sin siquiera pensar en ello. Por una vez siguió su sugerencia, ya que se hallaba demasiado débil para hacer otra cosa.
Con sus dedos en contacto íntimo con su piel, su cuerpo tan próximo que podía sentir su calor, toda la situación desprendía un aire de irrealidad.
No parecía posible que Rand se encontrara realmente allí, o que la tocara como solía hacerlo, como si tuviera todo el derecho a ello y estuviera preocupado de verdad.
La última vez que habían estado juntos se habían dicho cosas imperdonables y ella le había devuelto el anillo de compromiso.
No había pensado que él pudiera mostrarse tan intimidador en su cólera. Había sido una experiencia devastadora que jamás podría borrar de su mente. Desde entonces no habían mantenido ningún contacto. Nada.
Roman le pasó un vaso con agua y le dijo que bebiera.
—Si aún te sientes mareada, debes echarte. Podemos postergar esta reunión para otra ocasión.
¿Qué reunión?
Bebió con ganas y le devolvió el vaso. La palma de la mano de Rand aún seguía apayada en su nuca.
—Me siento bien —se irguió para romper el contacto—. Es… esta mañana salí sin desayunar.
Durante una fracción de segundo sus ojos se encontraron con los de Rand. Le informaron de que sabía por qué había estado a punto de desmayarse.
Nada se le pasaba por alto. Era un adversario formidable. Por eso era el dueño de Dunbarton Electronics, una de las principales empresas de ordenadores del país. Y lo que aún era más impresionante, había aparecido en la portada del número de marzo de Today’s Fortune, la revista más importante del mundo informático.
Annabelle había requerido una semana para decidirse a leer el artículo. Para su consternación, había devorado cada palabra, cada fotografía, hambrienta de noticias sobre él después de tanto tiempo. Los datos biográficos hacían mención de una mujer especial en su vida, que en el futuro próximo estaba destinada a ser su esposa, aunque no había dado ningún nombre. Sintió como si le clavaran un puñal en el corazón.
—¿Annabelle? —intervino Roman—. Como no hace falta ninguna presentación, iré directo al grano. Rand ha venido a solicitar nuestra ayuda con un problema que cae justo en tu campo de acción.
—Vine de Phoenix a Salt Lake hace un año —respiró hondo—. No imagino qué tiene que ver todo esto conmigo —nunca había sido grosera con su jefe. Era el hombre más estupendo de la tierra, pero no podía saber lo que ese encuentro inesperado con Rand le estaba costando. No creía que Roman lo hubiera preparado. Lo cual significaba que era obra de Rand. ¿Por qué?
¡Cómo se atrevía a irrumpir en su territorio después de tanto tiempo y a destruir el mundo que había empezado a construirse sin él!
—El departamento de atención al cliente de la sucursal de mi empresa en Salt Lake tiene serios problemas.
—Lamento oírlo, pero sigo sin ver en qué me afectan tus problemas —cruzó los brazos con la esperanza de parecer más segura de lo que se sentía. La mandíbula de Rand se endureció de forma perceptible. Durante un momento fugaz ella se sintió complacida, porque no se hallaba tan en control como había supuesto en un principio.
—Parece que un pirata informático ha penetrado en las líneas y está causando un caos con la clientela, proporcionando información falsa para que se colapsen los discos duros de sus ordenadores.
¿Un pirata informático? Justo una semana atrás Trina Martin había llamado a la agencia porque su novio de dieciocho años, Bryan Ludlow, un genio de la informática que no congeniaba bien con su familia, llevaba una semana desaparecido de casa. La policía sospechaba que era un caso de secuestro y lo buscaba.
Trina creía que había desaparecido adrede. Quería que Annabelle diera con él antes de que hiciera algo para avergonzar a su padre, el millonario Daniel Ludlow, un importante hombre de negocios que se iba a presentar como candidato a gobernador del estado en las próximas elecciones de Utah. La desaparición de Bryan había figurado en los titulares de todos los periódicos de la nación y el FBI había tomado cartas en el asunto.
Cuando le preguntó a Trina qué quería decir con eso de avergonzar a su padre, la joven dijo que Bryan alardeaba mucho de ser un pirata informático. Al parecer había conseguido la clave de una empresa de ordenadores de la zona de Salt Lake y ya había llevado a cabo algunas cosas que enfurecerían a su padre si éste alguna vez lo averiguaba. Parecía muy contento al respecto. Eso era lo que preocupaba a Trina.
Desde esa llamada Annabelle había iniciado una investigación que le había aportado algunas pruebas interesantes. Después de escuchar a Rand, se preguntó si podría existir alguna conexión entre los dos casos.
—Los clientes sienten una furia justificada por lo que está sucediendo —la explicación de Rand se mezcló con los pensamientos de ella—. Varias docenas de personas han devuelto su equipo, exigiendo que se les reembolsara el dinero. He puesto a mi mejor gente a trabajar en el problema, pero de momento carecemos de pistas. Podría ser obra de un aficionado, aunque existe la posibilidad de que se trate de un grupo de saboteadores profesionales con el objetivo de arruinar mi empresa. No sé si mi enemigo es o no un empleado. Pretendo averiguarlo, porque a partir de ahora me voy a involucrar personalmente en la solución de este caso. Lo que necesito es a una persona experta que trabaje conmigo. Ha de ser alguien que mis empleados no conozcan.
Annabelle podía ver a dónde conducía esa conversación, y sintió otro aguijonazo de dolor en lo que quedaba de su corazón. Si alguna vez necesitó pruebas de que el amor que Rand había sentido por ella estaba muerto, su aparición en el despacho de Roman lo decía todo.
Habían roto porque él no había sido capaz de soportar su carrera como agente de la ley. Ser una investigadora privada era casi lo mismo. Pero ahí estaba, solicitando los mismos servicios que una vez le había pedido que dejara por el bien de su seguridad y su amor.
Era evidente que él no la había amado, de lo contrario no podría hacer algo tan desconsiderado y frío como eso. Aplastada por la revelación, Annabelle se frotó las manos sobre la tela negra de sus pantalones ceñidos.
Qué tonta había sido. Todo ese tiempo había albergado en secreto la esperanza de que aún la quisiera. ¡Cuán lejos estaba de la verdad!
Había volado desde Salt Lake para averiguar qué sucedía en su compañía. Se dirigió a ella por cuestión de celeridad, ya que era la persona más a mano que tenía que sabía cómo tratar con esa especie de fraude informático.
Después de salir de la universidad con un título en ingeniería informática, había entrado en la policía, como su padre. A la muerte de éste, un amigo de él en el cuerpo la había convencido para que se trasladara un tiempo a Phoenix para trabajar en el departamento de policía de esa ciudad.
Le brindaría un cambio de ambiente y más tiempo para superar la muerte de su padre, aparte de aprender mucho del Jefe Rivera, famoso en todos los estados del oeste por su éxito en reducir el nivel de criminalidad.
Poco después de incorporarse a su nuevo destino, una amenaza de bomba en la fábrica Dunbarton de Phoenix la había catapultado al mundo de Rand con tanta fuerza que no había visto ningún problema durante su vertiginoso noviazgo y prematuro compromiso hasta que ya fue demasiado tarde.
Al romper con él, su vida pareció perder sentido. Con el corazón roto y amargada, dimitió del cuerpo de policía de Phoenix y regresó a Salt Lake y al pequeño hogar familiar que había alquilado durante su ausencia.
Sumida en un constante abismo, no pareció capaz de salir de la situación en la que se hallaba. Aunque se había incorporado al departamento de policía de Salt Lake, su corazón estaba en otra parte y no se entregaba a su trabajo.
Fue en ese momento cuando su amiga Janet le sugirió que probara algo distinto para obtener una nueva perspectiva en la vida. ¿Por qué no convertirse en investigadora privada? Ese trabajo le permitiría seguir de algún modo con la policía, pero al mismo tiempo le daría más creatividad y libertad para elegir su propio horario.
En ese punto Janet era la única voz de la razón en el mundo destrozado de Annabelle. Al seguir el consejo de su amiga, comprobó que era lo mejor que jamás había hecho.
Roman la contrató para unirse a su prestigioso plantel, no sólo por su historial en la policía, sino porque necesitaba a alguien con sus conocimientos para llevar los casos de fraude electrónico que de vez en cuando llegaban a la oficina. Hasta ese momento, todo había ido bien…
Incapaz de soportarlo más tiempo, se levantó de un salto.
—¿Roman? ¿Podría hablar contigo en privado? Sólo será un momento —si en algo podía confiar en Roman, es que siempre era leal con los suyos.
—¿Nos disculpas un minuto, Rand?
—Por supuesto.
No confiaba en la sonrisa amable de Rand. Era tan benigna como una tranquila mañana de verano antes de un terremoto.
En cuanto Roman y ella salieron al vestíbulo, él apoyó una mano en su hombro y la obligó a mirarlo.
—Apareció de repente esta mañana. Para tu información, nunca lo había visto ni hablado con él hasta hace media hora. Nadie, ni siquiera Diana, sabía que se trataba de este Dunbarton.
—Gracias por decirme la verdad —Roman era un hombre honorable, y sus explicaciones la aliviaron.
—De nada. Ahora que hemos aclarado eso, debes darte cuenta de que Rand tiene un problema serio entre las manos. Es evidente que recurrió a nosotros porque necesita a la mejor profesional para solucionar el caso, y sabe que trabajas para mí —Roman era una leyenda en el cuerpo de policía, tanto local como nacional. Para su agencia sólo contrataba a los mejores. Sabía que no hacía cumplidos en los que no creyera—. Tú eres la más idónea para esta misión, Annabelle. No hace falta que te indique los motivos. Lo que él espera es que dejes a un lado todos los sentimientos personales. Comprendo que es como pedir un imposible. Lo entenderé si no eres capaz de sobrellevarlo, pero podría resultar la mejor terapia del mundo.
—¿A qué te refieres?
—Tu relación con él te ha lastimado. Tal vez si te enfrentaras a él directamente serías capaz de exorcizar los fantasmas que te acosan. Hablo por experiencia personal. Por tardar tanto tiempo en comprender qué era lo más importante para mí, estuve a punto de perder a Brittany.
Ella asintió. Su esposa le había confiado la historia. La primera vez que se conocieron Roman era agente de la CIA, un trabajo peligroso que le impedía casarse y establecer raíces. La lucha entre el deber y su creciente amor por ella había complicado su relación y se cobró su precio en ambos. Pero al final él dejó su puesto porque la amaba demasiado para perderla. Ése era su destino.
El caso de Rand y Annabelle había sido diferente. Él nunca la había amado de verdad. Sólo había exigido. No tenían futuro.
—Ya sabes lo que dicen sobre la verdad. Te hará libre. Quizá debas pensar en ello en relación con tu propio futuro. Pero sea lo que fuere lo que decidas, te apoyaré.
Annabelle cerró los ojos un momento. Si Rand era capaz de tratarla de esa manera, tal vez era hora de que entrara en acción y le devolviera la misma indiferencia. Quizá era el único modo de superarlo. Soltó un suspiro.
—De acuerdo. Aceptaré este caso —«si mi corazonada es certera y Bryan Ludlow se halla involucrado de alguna manera, lo solucionaré tan rápidamente que Rand volverá a Phoenix y saldrá de mi vida antes de saber qué lo ha golpeado».
La sonrisa compasiva de Roman le dolió. Veía demasiado.
—Eres más fuerte de lo que crees, Annabelle. Estaré detrás de ti todo el camino.
—Antes de volver a tu despacho, hemos de hablar. Es sobre la desaparición del chico de los Ludlow.
—Sus padres ya me han pedido que lo investigara —Annabelle parpadeó sorprendida—. ¿Qué sabes al respecto? —preguntó él. En cuestión de segundos ella le expuso lo básico de su reunión con Trina y el posible vínculo que había con el problema de Rand. Roman sonrió—. Técnicamente hablando, tenemos las manos atadas por la participación del FBI. Pero, extraoficialmente, puedes seguir hablando con ella y sondear la situación, por si descubres una relación con la crisis de Rand, lo cual sería un gran golpe. Mantendremos abiertas las líneas de comunicación con Trina y los Ludlow y veremos a dónde nos llevan. Si eres capaz de probar que existe una conexión, ayudarás a dos personas sin que las autoridades te acusen de ocultar pruebas.
—Yo también pensaba en eso.
—Como ya te he dicho, es estupendo tenerte en el equipo. Rand sabía a dónde ir para obtener resultados, Annabelle. Buena suerte.
—Gracias. Voy a necesitarla.
—Siempre que desees hablar, me tienes a tu disposición.
—Lo sé.
—Bien. Dejaré que tú trates con él. No ocurre muy a menudo que un investigador privado y su cliente entablan esa conexión que resulta tan vital para nuestro negocio. Como el hielo ya se ha derretido, por decirlo de esa manera, sácale provecho, Annabelle.
Asintió. En el caso de Rand, se trataba más de un iceberg partido por la fuerza de la naturaleza. Rezando para poder sacar adelante la situación sin que él supiera jamás cuánto la había sacudido su súbita aparición, regresó al despacho de Roman, donde Rand esperaba con gesto indolente en una silla. Se negó a mirarlo a los ojos.
—Roman me ha pedido que me ocupara de tu caso y yo he aceptado. Dale a la recepcionista un número de teléfono donde se te pueda contactar. Antes de que termine el día, te llamaré. Adiós.
Con ese comentario breve, regresó a la oficina posterior y se puso la chaqueta. De camino a la salida, los chicos le pidieron que se quedara a charlar con ellos en la cocina, pero les informó de que tenía trabajo. Las mejores estrategias para encarar un caso nuevo se le ocurrían cuando salía a dar una vuelta en su vieja BMW. Había heredado la moto de su padre. En enero se habían cumplido cuatro años de su fallecimiento por un ataque al corazón.
Annabelle jamás había conocido a su madre, ya que falleció debido a complicaciones posteriores al parto. Su padre había elegido no volver a casarse. En todo momento habían sido ellos dos. Muchas veces habían salido juntos; siempre que se subía a la moto se encontraba cerca de él.
Ya había llegado la primavera. Por ese entonces siempre empezaba a sentirse un poco mejor. Pero en septiembre la atacaba la tristeza. En diciembre era un caso perdido. No era capaz de tolerar la negrura de enero.