¿Y si se cumple el deseo? - Rebecca Winters - E-Book
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¿Y si se cumple el deseo? E-Book

Rebecca Winters

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Beschreibung

Cuando el viudo Rick Jenner y su hija de seis años, Tessa, entraron en la tienda de regalos de Andrea Fleming, ninguno sabía que sus vidas estaban a punto de cambiar. Rick no podía olvidar a Andrea, pero en esos momentos no podía permitirse distracciones. Andrea tenía el corazón roto y sabía que Rick y Tessa llevaban a la espalda una gran pena. La cabeza le decía que debería alejarse, pero se sentía irremisiblemente atraída por aquella pareja que necesitaba un milagro. Con las luces del árbol, la alegre risa de la niña y un beso bajo la rama de muérdago que la dejó sin aliento, en aquellas fiestas podría pasar cualquier cosa.

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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Rebecca Winters

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

¿Y si se cumple el deseo?, n.º 116 - noviembre 2014

Título original: Marry Me Under the Mistletoe

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-5565-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Publicidad

Capítulo 1

Solo quedaban dos semanas hasta Navidad y había tantas cosas que hacer…

La tienda Hansel y Gretel, en la calle Lemon, en el centro de Providence, Rhode Island, era el local favorito para clientes que buscaban objetos hechos a mano, cajas de música y los famosos Cascanueces, soldaditos de madera con diferentes uniformes.

Andrea Fleming terminó su café matinal y se puso a toda prisa una falda de lana azul marino y un jersey con un dibujo de Snoopy ataviado con un gorrito de Santa Claus.

Después de pasar el cepillo por su largo pelo rubio, se puso unas cómodas plataformas y bajó a la tienda.

Vivía allí desde la muerte de su marido, catorce meses antes. Mientras estuvieron casados vivían en casa de los padres de él, en Braunschweig, Alemania, donde sufrieron el accidente de coche en el que su marido murió de forma instantánea. A ella habían tenido que operarla y su madre permaneció a su lado hasta que se recuperó lo suficiente como para subir a un avión y volver a casa sin su marido y sin esperanzas de tener hijos.

Aunque su madre, divorciada, quería que viviese con ella, Andrea había preferido reformar el piso que había sobre la tienda y convertirlo en un moderno loft. Se sentía más cerca de Gunter en aquel sitio, que siempre le había parecido un lugar encantado.

Los abuelos de Gunter eran los creadores del famoso Cascanueces Braunschweig y ella tenía veintitrés años la primera vez que apareció en la tienda. Su pelo rubio y ojos azules la habían enamorado y se habían casado un año después.

Habían celebrado la boda en Providence, con su familia y amigos, pero la familia de Gunter había organizado otra en Alemania y las dos habían sido maravillosas.

Nadie podría haber imaginado que iba a morir tan joven, pero en un momento había perdido a su marido y la posibilidad de formar una familia. Nunca tendría un hijo propio…

Un sollozo escapó de su garganta.

«No pienses en eso ahora».

Después de subir el termostato de la calefacción para que el local estuviese calentito, fue a la trastienda para abrir las cajas que habían llegado el día anterior. En la primera encontró una preciosa mecedora de madera que colocó en el escaparate, al lado del árbol. Cualquiera de los múltiples muñecos, gnomos o ángeles navideños quedaría bien encima, pero esa mecedora pedía a gritos algo especial. Tendría que pensarlo mientras terminaba de desembalar.

En la última caja encontró un muñeco hecho de tela color chocolate, con una banda dorada en el cuello y una campanita colgando. Los ojos eran dos botones brillantes y, las mejillas, dos bolitas rojas, pero lo más gracioso era su traviesa sonrisa. Parecía estar diciendo: «Puedes correr todo lo que quieras, pero no podrás atraparme».

–¡Es perfecto! –exclamó, mientras le ponía la etiqueta–. Si Gunter no hubiera muerto tendríamos una niña o un niño que te querría tanto… –dijo luego, con los ojos llenos de lágrimas.

Rodeada de cosas que significaban tanto para un niño, sabía que aquella tienda le recordaría constantemente su pérdida, pero era también un tesoro familiar y un legado que adoraba.

Y, por supuesto, estaba el consuelo de trabajar con su madre, que había hecho todo lo posible para ayudarla a superar la muerte de su marido.

Andrea creía estar un poco mejor, pero por alguna razón desconocida aquel muñeco le tocaba el corazón. Era en momentos agridulces como aquel cuando tenía que hacer un esfuerzo para no sucumbir al dolor de saber que nunca podría tener hijos.

Aunque su madre le decía que algún día conocería a otro hombre y que podría adoptar un niño, Andrea no podía imaginarlo. ¿Qué hombre querría a una mujer que no podía darle una familia?

Apretando el muñeco contra su corazón, se acercó al escaparate y lo dejó sobre la mecedora, rodeado por los nuevos Cascanueces de la colección bávara. Cuando pulsó el interruptor, el escaparate se llenó de colores, luces y sonidos. Se llenó de vida.

En el suelo, alrededor del árbol, había colocado una banda de gnomos con tambores, timbales y trompetas. Niños y adultos se detenían para admirarlos. La alegre banda de gnomos atraía a los clientes, que entraban para verlos de cerca y acababan comprando otros regalos.

Por impulso, sacó el móvil del bolsillo y subió al escaparate para hacer un par de fotografías. Cuando las vieran las chicas Gingerbread…

Se llamaban así por el hotel Gingerbread, donde habían pasado los veranos de niñas. Ese era el nombre que se habían dado Andrea y sus mejores amigas Emily y Casey. Habían perdido recientemente a Melissa, el otro miembro de ese grupo tan especial.

Se habían conocido muchos años antes, en el hotel Gingerbread de Barrow’s Cove, en Massachusetts, donde pasaban los veranos con sus familias. Se habían hecho amigas entonces y era un lazo que perduraba hasta el presente, pero tras la muerte de Melissa, Andrea no podía soportar más tristezas.

En lugar de pensar en ello se concentró en ordenar la tienda antes de que llegase su madre. Durante las fiestas abría a las nueve y media en lugar de las diez, de modo que era casi la hora.

Pasó la aspiradora por la moqueta y regó las flores de pascua que decoraban el interior del local. La dueña de la floristería de al lado le había enviado un centro de flores con lirios asiáticos y rosas rojas que dejó sobre el mostrador.

Con la profusión de luces y adornos, debía admitir que la tienda parecía sacada de un cuento.

Antes de abrir, fue a la oficina en la trastienda para leer sus correos y, asombrada, vio un mensaje de gingerbread3, que era el nombre de usuaria de Casey Caravetta. Como Andrea era la más joven, el suyo era gingerbread4. Emily era el 1 y Melissa había sido el 2.

Qué coincidencia. Había estado pensando en sus amigas y recibía un correo de Casey.

Andrea rezó para que fuese una buena noticia. El novio de Casey había roto su compromiso un año antes y ella todavía no se había recuperado.

Hola, Andrea, c’est moi. ¿Podrías dejarlo todo y venir al hotel Gingerbread? Necesito hablar contigo.

Vaya, no parecía que Casey estuviese más animada que la última vez que hablaron. ¿Y qué hacía en el hotel Gingerbread en pleno invierno?

Las fiestas me entristecen y sigo teniendo problemas con mi familia (como siempre).

He venido a nuestro sitio favorito porque hizo magia por Emily, pero deberías ver lo viejo que está.

Me dan ganas de llorar.

Ya sabes que Carol siempre ha sido como una madre para todas nosotras y está cuidando de mí. Es un cielo. Y Harper está tumbada a mis pies ahora mismo, mirándome con esos ojos de cachorrita.

Los cálidos recuerdos de días pasados llenaron el corazón de Andrea. Lo habían pasado de maravilla allí cuando eran niñas, sin saber lo que les esperaba en la vida.

Daría cualquier cosa por verte y que no estás lejos de Barrow’s Cove. Sé que estás muy ocupada en esta época del año, pero necesito tu consejo y tu sabiduría, especialmente después de lo que has sufrido.

Andrea no se sentía capaz de dar consejos. De hecho, se sentía vacía.

Dime cuándo puedes venir, aunque solo sea una noche. ¿Recuerdas que hablamos de hacer una fiesta aquí en Nochebuena para que Emily y Cole pudieran renovar sus promesas matrimoniales?

Si no puedes venir ahora mismo, ese sería un momento perfecto, así que, por favor, inténtalo, ¿de acuerdo?

Un beso,

Casey.

Andrea apagó el ordenador y salió de la oficina para abrir la tienda. Afortunadamente, era miércoles y no viernes porque durante el fin de semana los clientes apenas la dejaban parar.

El hotel del lago Barrow, a las afueras de Barrow’s Cove, Massachusetts, solo estaba a una hora de Providence. Si su madre se encargaba de la tienda, podría pasar la noche con Casey y volver al día siguiente…

Andrea comprobó el informe del tiempo en la aplicación de su teléfono. Aunque había nevado en el norte, las carreteras estaban limpias y no tardaría mucho en guardar un par de cosas en una bolsa de viaje.

Había decidido qué Cascanueces regalaría a sus amigas por Navidad y lo único que tenía que hacer era envolverlos en papel de regalo y guardarlos para dárselos en la fiesta en Nochebuena.

Mientras lo pensaba, un señor mayor entró en la tienda y cuando le dijo que solo quería mirar un poco, Andrea llamó a su madre por teléfono. En cuanto le habló del mensaje de Casey, su madre la animó a ir no solo una noche sino un par de días, recordándole que nunca tomaba vacaciones.

Andrea adoraba a su madre, pero no le gustaba estar lejos de la tienda, que era lo que la ayudaba a levantarse cada mañana. Demasiado tiempo libre y empezaba a pensar en cosas que le encogían el corazón, de modo que volvió a encender el ordenador y envió un mensaje a Casey diciendo que iría al hotel.

Unos minutos después, mientras envolvía un regalo, vio a un hombre alto y de porte llamativo mirando el escaparate con una niña de cinco o seis años en brazos. La niña, que llevaba un anorak rosa con capucha de piel, tenía unos rizos rubios que le llegaban por los hombros y los mismos ojos verdes que su padre.

Sonriendo al ver la expresión ilusionada de la cría, Andrea se acercó al escaparate. En contraste con el pelo rubio de la niña, su padre era moreno y tenía una barba incipiente que solo le quedaba bien a cierto tipo de hombre. Debía reconocer que era muy atractivo.

Cuando la niña rio al ver los gnomos que tocaban el tambor, él esbozó una sonrisa que la dejó sin aliento, tal vez porque sospechaba que no sonreía a menudo.

De repente, él la miró como si hubiera leído sus pensamientos y Andrea se volvió hacia el mostrador, avergonzada. Era la primera vez que le ocurría algo así desde la muerte de Gunter. Muchos hombres atractivos habían entrado en la tienda desde que volvió de Alemania, pero aquel hombre era otra cosa.

Un segundo después volvieron a sonar las campanitas de la puerta y el carismático extraño se acercó a ella, con la niña de la mano. Con esos brillantes ojos verdes, tenían que ser padre e hija, aunque los de él eran un tono más oscuro.

–Buenos días. ¿Puedo ayudarlo?

–Eso espero –Rick Jenner miró a la rubia dependienta–. ¿Tiene unos gnomos como los del escaparate?

–Sí, claro.

Cuando los dejó sobre el mostrador, su hija lo miró con ojos implorantes.

–¿Puedo llevarme el muñeco del escaparate, papá?

–No, Tessa. Es muy caro.

–¿Qué es caro?

–Que cuesta demasiado –respondió él, sacando una tarjeta de crédito de la cartera.

–Pero quiero verlo de cerca –insistió la niña, con lágrimas en los ojos.

Si recibiese un dólar cada vez que su hija quería algo…

–No te muevas de aquí, ahora mismo te lo traigo –la joven dependienta salió de detrás del mostrador y fue al escaparate para sacar al muñeco de la mecedora.

Santo cielo. Su hija era una manipuladora nata; un talento que había heredado de su difunta esposa, que a su vez había sido malcriada por sus padres, especialmente por su madre, Nancy.

Él había amado a su mujer y su matrimonio había sido estupendo, pero Tessa requería constante atención y eso había provocado algunas discusiones entre ellos.

Él quería que su hija aprendiese que no podía tener todo lo que quería.

Cuando la joven volvió a su lado, Rick notó el aroma de su colonia, algo floral, encantador.

–Si te sientas en la mecedora, puedes tenerlo en brazos.

Rick deseó que no se hubiera molestado, pero era demasiado tarde porque Tessa ya estaba alargando los bracitos hacia el muñeco. La felicidad de su hija era cegadora.

–Es tan bonito.

Con un gesto perfectamente natural, Tessa le dio un beso en la mejilla. Luego lo abrazó y, con los ojos cerrados, empezó a mecerse como haría una madre con su bebé.

Se le encogió el corazón, pero había tenido suerte. Había decidido ir de tiendas para hacerse una idea de lo que Tessa quería y ya sabía cuál sería el regalo que Santa Claus dejaría bajo el árbol.

–Debemos irnos, cariño. Tenemos que hacer algunas compras antes de llevarte al colegio. Dale las gracias a la señora por dejarte jugar con el muñeco.

Tessa la miró.

–Gracias.

–De nada.

Rick la ayudó a bajar de la mecedora y colocó el muñeco encima, pero su hija lo miró con los labios temblorosos.

–¿Puedo llevármelo, papá?

–No, me temo que no.

–Por favor…

–Tessa, ya está bien.

–Se lo vendo a mitad de precio –dijo la dependienta, en voz baja.

Rick levantó la cabeza y se encontró frente a los ojos de color zafiro que habían llamado inesperadamente su atención desde el otro lado del escaparate.

–Gracias, pero no.

En ese momento, Tessa se echó a llorar y la dependienta se inclinó hacia ella.

–¿Le has escrito la carta a Santa Claus?

–Sí –respondió la niña–. Mi abuela me ha ayudado, pe-pero… no le he pedido este muñeco tan bonito –añadió, con voz temblorosa.

–Seguro que tu papá te ayudará a escribir otra carta a Santa Claus incluyendo el muñeco –la joven miraba a Rick mientras lo decía.

–¿De verdad?

–Claro.

Rick parpadeó, sorprendido. ¿Claro? La, sin duda, bienintencionada intervención de la dependienta era irritante. Además, estaba cayendo en las manos de su hija.

Tessa suspiró.

–¿Y Santa Claus sabrá que mi muñeco está en esta tienda?

La joven esbozó una traviesa sonrisa, llamando su atención hacia la provocativa forma de sus labios.

–Sí.

–¿Me lo prometes?

–Te lo prometo.

–Vamos, Tessa –Rick tomó a su hija en brazos para salir de la tienda.

–¡Feliz Navidad! –exclamó la dependienta.

Él se volvió para mirarla.

–Feliz Navidad y gracias por ser tan amable con mi hija.

Con la niña en un brazo y el paquete en la otra, Rick salió de la tienda a grandes zancadas.

¿Estaba siendo sarcástico?, se preguntó Andrea. Era evidente que no tenía intención de darle el capricho a la niña y no agradecía nada que ella hubiese intervenido.

Tal vez no podía pagar el muñeco porque estaba sin trabajo. Al fin y al cabo, había dicho que costaba demasiado. Si ese era el caso, y como compensación por haberlo puesto en un aprieto, decidió concederle a la niña su deseo de Navidad.

Sabía dónde enviar el regalo porque sus datos estaban en la tarjeta de crédito: Richard Jenner, Rose Drive, Elmhurst.

Elmhurst era un barrio residencial, de modo que debía de estar en lo cierto sobre la situación del padre y aquel podría ser su proyecto de Santa Claus. Cada año, en la iglesia hacían una lista de familias necesitadas para llevar felicidad a niños cuyos padres carecían de medios económicos. Las navidades eran el momento de ser más generoso.

Tomando uno de los gnomos, Andrea lo colocó bajo el árbol y llevó el muñeco y la mecedora al piso de arriba. Después de envolverlo todo con su mejor papel de regalo, lo enviaría a casa de los Jenner con una nota: Para Tessa, de Santa Claus.

Volvió a bajar a la tienda para atender a los clientes hasta que llegó su madre, pero durante el viaje al lago Barrow no dejaba de recordar el incidente. Lo que ella daría por tener una niña a la que darle todos los caprichos. Con esas facciones de querubín, Tessa Jenner era absolutamente adorable.

Cuando llegó al hotel Gingerbread y vio el estado en que se encontraba supo que Casey no había exagerado. A pesar de las reformas que había hecho Cole Watson, el marido de Emily, era evidente que el paso del tiempo había dejado su huella en el edificio. Carol Parsons, la propietaria, había perdido a su marido y ya no podía encargarse de todo.

En la cocina, el corazón del antaño fabuloso edificio con molduras blancas bajo el tejado que le daban aspecto de casita de cuento, Andrea miró alrededor.

Había que arreglarlo o cambiarlo todo. Le gustaría arrancar aquel viejo papel con girasoles y el desgastado suelo de vinilo blanco y darle el aspecto que tenía cuando era niña.

Pero agradecía que una cosa no hubiera cambiado: Casey, su exótica amiga de rizado pelo oscuro, y ella estaban sentadas frente a la misma mesa donde de niñas habían disfrutado de tantas comidas y cenas en verano.

–¿Queréis otra taza de chocolate?

Andrea saltó de la silla para abrazar a Carol. La propietaria del hotel, una viuda de cincuenta y muchos años, tenía un aspecto estupendo con una camiseta azul cielo y unos pantalones vaqueros. Pero lo mejor de Carol era que tenía un corazón enorme.

Para risa de todas, Harper, la golden retriever con mezcla incierta, empezó a correr a su alrededor olisqueándolas y esperando que Carol le diese un trozo del pastel de café que acababa de sacar del horno.

–Tú ya has hecho más que suficiente –dijo Andrea–. Es más de medianoche y deberías estar en la cama. Casey y yo nos iremos a dormir dentro de poco.

–Os conozco y una vez que empezáis a hablar no hay forma de pararos, pero como tenéis que volver mañana a Providence, voy a dejaros solas para que podáis charlar a placer. Por la mañana haremos bollitos de mantequilla.

–Ay, me encantan –Casey suspiró.

–Me muero por ellos –apostilló Andrea.

Carol sonrió mientras salía de la cocina.

–Vamos, Harper.

La perrita fue corriendo tras ella y Andrea y Casey se quedaron solas, rodeadas por seis sillas vacías. En una de ellas nunca volvería a sentarse Melissa…

Una vez, aquella mesa había sido ocupada por gente que reía, que era feliz. Andrea se preguntó si algún día volvería a serlo, pero su tristeza era tan grande que no podía imaginarlo.

Casey la estudió en silencio durante unos segundos.

–Sé lo que estás pensando.

Andrea asintió con la cabeza.

–La vida nos ha cambiado a todos. ¿Te acuerdas de ese dicho: «La vida es lo que pasa mientras estás haciendo otros planes»?

–Ah, sí. Yo misma podría haber escrito esa frase.

–Seguramente lo hizo Eva, la de Adán –bromeó Andrea.

–Pero yo creo que las cosas podrían estar cambiando para Carol.

–¿Ah, sí?

Casey sonrió.

–Cole ha contratado a un tal Martin Johnson para que la ayude con las reformas. Es viudo y, por lo que me han contado, Carol y él se llevan de maravilla.

–¿Cómo es?

–Alto, de ojos azules, con un pelazo blanco estupendo.

–¿No sería maravilloso que un romance floreciese por aquí?

Casey asintió con la cabeza mientras se miraban la una a la otra, muy serias.

–Me alegro tanto de que hayas venido… Me da un poco de envidia Emily, que está en su segunda luna de miel.

–A mí me pasa lo mismo, así que vamos a planear qué haremos con este sitio para convertirlo en un escenario mágico en el que Emily y Cole puedan renovar sus promesas matrimoniales.

Una vez que lo acordaron todo, Andrea dijo:

–Cuéntame por qué estás triste.

–Me da vergüenza compadecerme de mí misma cuando tú lo has pasado tan mal.

–Eso da igual. Cuéntame.

Casey exhaló un suspiro.

–Supongo que esperaba encontrar algún día la felicidad que encontramos aquí, pero no se puede dar marcha atrás al reloj. Cuando pienso en ti y en Gunter… No sé cómo puedes lidiar con ello. Es tan injusto…

Andrea sabía que acabarían hablando de sus problemas.

–Digamos que la palabra «justo» debería ser borrada del diccionario. Afortunadamente, sus padres tienen tres hijos más y cuatro nietos a los que dar cariño. Y yo tengo a mi madre y la tienda.

–Y no sabes cuánto me alegro. Sé que el trabajo te está salvando la vida, pero ¿cómo vas a pasar página si ves a Gunter cada vez que miras alrededor? No solo trabajas en la tienda, también vives allí.

Andrea suspiró.

–Mi madre me suplica que vuelva a casa con ella, pero aún no estoy preparada y no sé si lo estaré algún día. Hay un viudo que está interesado en ella… En fin, yo quiero que salgan juntos y si no vivo en su casa el camino será más fácil.

–Adoro a tu madre –dijo Casey–. Cualquier hombre sería afortunado de encontrar a una mujer como ella, pero yo quiero que tú vuelvas a enamorarte.

–Las posibilidades de que eso ocurra son mínimas.

–¿Por qué? Intuyo que un hombre guapísimo aparecerá de repente. Entrará en tu tienda y lo encontrarás tan irresistible como a Gunter.

–Tal vez.

Andrea sintió que le ardía la cara al recordar al padre de Tessa. Era un hombre muy atractivo, pero tenía la impresión de que más que enamorarla habría querido apartarla de un manotazo.

El señor Jenner tenía una hija, aunque no llevase alianza, y seguramente estaba casado o tenía alguna relación, de modo que no tenía sentido malgastar energía hablando de él. Además, la última persona en la que estaría interesado sería una mujer viuda que no podía tener hijos.

Aunque sintió la tentación de hablarle a Casey del incidente, se contuvo. Podía desahogarse con su cuñada, Marie, a quien siempre podía abrirle su corazón. La muerte de Gunter las había unido mucho porque se necesitaban la una a la otra en aquel momento tan triste.

–Tiene que ocurrir algún día, Andrea. Eres demasiado joven y demasiado guapa.