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En tu interior posees capacidades ilimitadas para el amor extraordinario, la alegría, la comunión con la vida o la libertad inquebrantable; y en este libro sabrás cómo despertarlas. Esta es la guía más accesible, completa y esclarecedora de la psicología budista jamás publicada en Occidente. Una visión de la radiante dignidad humana, un viaje a la más alta expresión de las capacidades del ser humano y un camino práctico para realizarlas en nuestra propia vida. En otras palabras, una guía del poder transformador de la psicología budista para meditadores y profesionales de la salud mental, budistas y no budistas por igual.
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Jack Kornfield
LA SABIDURÍA DEL CORAZÓN
Enseñanzas de psicología budista
Traducción del inglés al castellano de Pilar Alba Navarro
© Título original: The Wise Heart: A Guide to the Universal Teachings of Buddhist Psychology
© 2008 by Jack Kornfield
Edición publicada por acuerdo con Bantam Books, editorial de Random House, un sello de Penguin Random House LLC.
© de la edición en castellano:
2025 by Editorial Kairós, S.A.
www.editorialkairos.com
© traducción del inglés al castellano de Pilar Alba Navarro
Revisión: Amelia Padilla
Composición: Pablo Barrio
Diseño cubierta: Katrien Van Steen
Primera edición en papel: Diciembre 2024
Primera edición en digital: Diciembre 2024
ISBN papel: 978-84-1121-301-1
ISBN epub: 978-84-1121-333-2
ISBN kindle: 978-84-1121-334-9
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.
A Aung San Suu Kyi y a los monjes y monjas de Birmania
y a todos nuestros hijos:
que puedan vivir con un corazón sabio
Las enseñanzas budistas no son una religión,
son la ciencia de la mente
Dalái Lama
Introducción
Parte I. ¿Quién eres realmente?
1. Nobleza: nuestra bondad original
2. Abrazando el mundo con bondad: una psicología de la compasión
3. ¿Quién se mira en el espejo? La naturaleza de la conciencia
4. Los colores de la conciencia
5. La ilusión misteriosa del yo
6. Desde lo universal a lo personal: una psicología de la paradoja
Parte II. La atención plena: la gran medicina
7. El poder liberador de la atención plena
8. El precioso cuerpo humano
9. El río de los sentimientos
10. La mente que cuenta historias
11. El antiguo inconsciente
Parte III. Transformar las raíces del sufrimiento
12. Tipos de personalidades búdicas
13. Transformar el deseo en abundancia
14. Más allá del odio: hacia un corazón no beligerante
15. De la ilusión a la sabiduría: despertar del sueño
Parte IV. Encontrar la libertad
16. El sufrimiento y su liberación
17. La brújula del corazón: intención y karma
18. La visión sagrada: imaginación, ritual y refugio
19. El conductismo con corazón
20. La concentración y las dimensiones místicas de la mente
Parte V. Encarnar la sabiduría del corazón
21. La psicología de la virtud, la redención y el perdón
22. El
bodhisattva
: cuidando al mundo
23. La sabiduría del camino del medio
24. El corazón despierto
Bibliografía
Autorizaciones de textos citados
Agradecimientos
Cubierta
Portada
Créditos
Dedicatoria
Epígrafe
Índice
Comenzar a leer
Bibliografía
Agradecimientos
Notas
Hace un año coincidí con el maestro zen Thich Nhat Hanh para dirigir un congreso sobre conciencia y psicoterapia que tuvo lugar en UCLA.1 Mientras contemplaba desde el estrado a las casi 2000 personas que se habían concentrado allí, me preguntaba qué habría atraído a tanta gente a ese encuentro de tres días. ¿La necesidad de buscar una manera más sabia de afrontar el conflicto, el estrés, los miedos y el agotamiento, tan comunes en la vida moderna? ¿El anhelo de una psicoterapia que contemplase en su perspectiva de curación la dimensión espiritual y el potencial humano más elevado? ¿La esperanza de encontrar sistemas más sencillos para serenar la mente y abrir el corazón?
Me di cuenta de que debía hablar de un modo personal y práctico, como he hecho en este libro. Los participantes de ese encuentro buscaban inspiración y apoyo, como también les ocurre a los estudiantes que acuden al centro de meditación de Spirit Rock, situado a poca distancia de San Francisco. Los que llegan a nuestra luminosa sala de meditación no están huyendo de la vida, sino buscando un camino de mayor sabiduría para vivirla. Cada uno trae consigo sus problemas personales y su deseo genuino de encontrar la felicidad. A menudo cargan con el peso de sus preocupaciones por un mundo asolado por continuas guerras y problemas medioambientales cada vez más graves. Se preguntan qué quedará para la generación de sus hijos. Han oído hablar de la meditación y esperan encontrar la dicha y la libertad interior que prometen las enseñanzas budistas, además de una manera más sabia de cuidar el mundo.
Hace cuarenta años, llegué a un monasterio de la tradición del bosque,2 en Tailandia, buscando mi propia felicidad. Era un joven solitario y confundido, con un pasado familiar doloroso, que se había graduado en estudios orientales en la universidad de Dartmouth y se había apuntado como voluntario en los Peace Corps3 con la solicitud de ser enviado a un país budista. Cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que no solo estaba intentando huir del dolor de mi familia, sino también del materialismo y el sufrimiento de nuestra cultura en general, tan evidentes en la guerra del Vietnam. Mientras trabajaba con unos equipos médicos en entornos rurales a lo largo del río Mekong, oí hablar de un maestro de meditación, Ajahn Chah, que aceptaba a estudiantes occidentales. Tenía muchas ideas sobre las enseñanzas budistas y la esperanza de que me iban a ayudar, quizá incluso me llevarían a iluminarme. Después de pasar meses en el monasterio de Ajahn Chah, tomé los votos de monje. En los tres años siguientes, fui instruido en las prácticas de la atención plena, la generosidad, la bondad y la integridad. Fue el comienzo de un viaje para toda la vida con las enseñanzas budistas.
Como ocurre en la actualidad en Spirit Rock, el monasterio del bosque recibía visitantes de forma continua. Cada día, Ajahn Chah se sentaba en un banco de madera al borde de un claro del bosque y daba la bienvenida a todos los que llegaban: campesinos que cultivaban el arroz en la zona, peregrinos, buscadores, soldados, jóvenes, ministros del gobierno y estudiantes occidentales. Todos venían con sus preguntas y sus conflictos espirituales, sus penas, sus temores y sus aspiraciones. En un momento, Ajahn Chah podía estar consolando a un hombre que había perdido a su joven hijo y, en el siguiente, riéndose de la arrogancia de la humanidad con un comerciante desencantado. Por la mañana podía enseñar ética a un funcionario medio corrupto del gobierno y, por la tarde, transmitir una meditación sobre la conciencia imperecedera a una anciana monja devota.
Incluso entre estas personas totalmente desconocidas existía un ambiente apreciable de seguridad y confianza. Todos éramos acogidos por la compasión del maestro y por las enseñanzas que nos guiarían en el viaje humano del nacimiento y la muerte, de la alegría y la tristeza. Todos nos sentábamos juntos como una única familia humana.
Ajahn Chah y otros maestros budistas como él son practicantes de una psicología para la vida: uno de los sistemas más antiguos y mejor desarrollados para la sanación y la comprensión que existen en la tierra. Esta psicología no distingue entre los problemas mundanos y los espirituales. Para Ajahn Chah, la ansiedad, el trauma, los problemas financieros, las dificultades físicas, los obstáculos con la meditación, los dilemas éticos y los conflictos sociales eran todo formas de sufrimiento susceptibles de tratarse con la medicina de las enseñanzas budistas. Él podía dar respuesta a una amplia gama de problemas humanos y de posibilidades gracias a su propia meditación profunda y a una extensa variedad de técnicas que le habían transmitido sus maestros. Estas incluían sofisticadas disciplinas de meditación, prácticas de sanación, adiestramiento cognitivo y emocional y sistemas de resolución de conflictos, que utilizaba con el objetivo de despertar las cualidades innatas de integridad, ecuanimidad, gratitud y perdón en los que acudían a él.
La sabiduría que Ajahn Chah encarnaba como sanador existe también en una antigua tradición escrita, que inicialmente fue recogida como las enseñanzas del Buda y después se ha extendido a través de más de cien generaciones que las han estudiado, comentado y practicado. Esta tradición escrita constituye un gran almacén de sabiduría y una profunda exploración de la mente humana, pero no resulta muy accesible para los occidentales.
En este momento está cayendo una lluvia invernal sobre mi sencilla cabaña en el bosque de Spirit Rock. Sobre mi escritorio se encuentran algunos de los textos clásicos de muchas de las principales escuelas históricas de budismo: el Manual completo de Abhidhamma, la «versión larga» de ocho mil versos del Sutra del Corazón, con sus enseñanzas sobre la forma y el vacío, y un texto tibetano sobre la conciencia de Longchenpa. Con el tiempo, he aprendido a apreciar estos textos y he descubierto que están llenos de joyas de sabiduría. No obstante, el Abhidhamma (o Abhidharma, en sánscrito), a pesar de que se considera una obra maestra de la tradición Theravada y el compendio esencial de la psicología budista, es también uno de los libros más impenetrables que se han escrito. ¿Como se pueden entender pasajes semejantes a «Los fenómenos materiales inseparables que constituyen la octada pura, que da lugar a la dodécada de la intimidad física y a la triada de la luminosidad, todos como grupos materiales que se originan a partir de la conciencia»? Y el Sutra del Corazón, reverenciado como un texto sagrado del budismo Mahayana de la India, China y Japón, puede sonar como una mezcla de mitología fantástica y adivinanzas zen casi indescifrables. Del mismo modo, dilucidar algunas de las enseñanzas de Longchenpa sobre la cognición fundamental del vacío autoexistente, para muchos lectores, podría ser el equivalente a analizar la bioquímica de un fármaco esencial para salvar la vida.
Lo que todos buscamos es la experiencia que subyace a estos textos, que es rica y profunda y gozosamente libre. Cuando Laura llegó a Spirit Rock con su diagnóstico de cáncer y Sharon, una jueza, vino a aprender sobre el perdón, estaban buscando el aspecto esencial, la comprensión profunda que ilumina estas palabras. Pero… ¿cómo encontrarla?
Igual que mi maestro Ajahn Chah, yo intento transmitir la esencia de estos textos como una psicología inmediata y práctica que pueda aplicarse a la vida. Formo parte de una generación de budistas veteranos que incluye a Pema Chödrön, Sharon Salzberg, Joseph Goldstein, Thich Nhat Hanh y otros que han ayudado mucho a introducir las enseñanzas budistas en Occidente. Para hacer esto sin dejar de ser fieles a nuestras raíces, nos hemos centrado principalmente en las enseñanzas básicas, la esencia de la sabiduría budista que abarca todas las tradiciones. Aunque este es un papel distinto al que desempeñan los budistas más ortodoxos y eruditos, es algo primordial cuando se trata de llevar las enseñanzas budistas a una cultura nueva. De este modo, se ha intentado crear un enfoque no sectario y accesible de estas importantes enseñanzas. Esto es lo que otro de mis maestros, Ajahn Buddhadasa, fomentaba: no dividir las enseñanzas en las escuelas de Theravada, Mahayana y Vajrayana, sino ofrecer Buddhayana, los principios básicos del despertar aplicables a la vida.
Junto con estas enseñanzas esenciales budistas, también he incorporado comprensiones importantes de nuestra tradición occidental en psicología. Mi interés por la psicología occidental empezó cuando regresé de Asia y me encontré con problemas que no tuve que afrontar mientras estaba en el monasterio. Ahora tenía dificultades con mi novia, con mi familia, con el dinero y con el modo de ganarme la vida y abrirme camino en el mundo. Descubrí que sentarme en silencio a meditar no era suficiente para transformar mis problemas. No había ningún atajo, ninguna vía de circunvalación espiritual que pudiera ahorrarme el trabajo de integración y la aplicación a la vida cotidiana de los principios que había aprendido en la meditación.
Para completar mi práctica budista, hice un curso de postgrado en psicología y experimenté y me formé en diversos enfoques terapéuticos: reichiano, analítico, jungiano, gestalt, psicodrama. Me incorporé al diálogo que empezaba a desarrollarse entre la psicología occidental y la oriental, trabajando con colegas innovadores en los primeros años de la Universidad Budista Naropa y el Instituto Esalen, así como en centros de meditación y encuentros profesionales en todo el mundo. Poco a poco, el diálogo se hizo más fértil, más rico en matices y más abierto. Actualmente existe un interés creciente entre los profesionales de la salud mental de cualquier escuela de incorporar un enfoque más positivo, espiritual y visionario. Muchas de las personas que trabajan dentro de las restricciones de nuestros sistemas sanitarios y de seguridad social tienen que hacer frente a las limitaciones de nuestro enfoque clínico. Cuando enseño la perspectiva de la nobleza, la práctica de la compasión o sistemas no religiosos de transformar el sufrimiento y nutrir nuestra conexión sagrada con la vida, se produce un alivio palpable.
La reciente explosión de conocimientos en neuropsicología ha ampliado aún más este diálogo. Ahora podemos escudriñar el interior del cerebro para estudiar las mismas cuestiones básicas exploradas por el Buda hace muchos siglos. Los neurocientíficos están proporcionando informaciones extraordinarias, a partir de estudios de meditadores expertos, que están corroborando los refinados análisis del potencial humano descritos por la psicología budista. Debido a que se basan en experimentaciones y observaciones realizadas a lo largo de milenios, los principios y las enseñanzas budistas pueden ser una aportación importante para los estudios científicos sobre psicología de Occidente. Por el momento, ya han contribuido a nuestra comprensión de conceptos como percepción, estrés, sanación, emoción, psicoterapia, potencial humano y conciencia.
A partir de mi experiencia he descubierto que la práctica real de la psicología, tanto la oriental como la occidental, hace que me sienta más abierto, libre y extrañamente vulnerable a la vida. En vez de usar los términos técnicos de Occidente, como contratransferencia o catexis, o los orientales, como conciencia que advierte o fenómeno íntimo mutable, encuentro más útil hablar de anhelo, daño, rabia, amor, esperanza, rechazo, soltar, contacto, autoaceptación, independencia y libertad interior. En lugar de la palabra iluminación, cargada de tantas ideas y malentendidos, he utilizado términos como libertad interior y liberación para expresar claramente la amplia gama de posibilidades de despertar a las que podemos acceder a través de la práctica budista. Me interesan las historias y los despertares de los estudiantes y practicantes, pues nos ayudan a confiar en nuestra profunda capacidad para ser amables y sabios. Deseo que descubramos el poder del corazón para sostenerlo todo –la tristeza, la soledad, la vergüenza, el deseo, el arrepentimiento, la frustración, la felicidad y la paz– y encontrar la confianza profunda de que, ante cualquier cosa que seamos y cualquier cosa a la que tengamos que hacer frente, podemos ser libres.
Como profesor budista en Occidente, yo no me siento en un banco como Ajahn Chah, pero a menudo recibo a estudiantes y buscadores. Con frecuencia trabajo con personas que asisten a clases o retiros residenciales, donde los estudiantes vienen a meditar por períodos de tres días hasta tres meses. En los retiros se suelen dar enseñanzas diarias e instrucciones de meditación, un programa para períodos de práctica en grupos y largas horas de silencio. Algunos días, los estudiantes tienen encuentros personales con un profesor. Estas sesiones o entrevistas individuales son breves, de quince a veinte minutos.
Cuando los estudiantes llegan a la entrevista, permanecemos sentados juntos en silencio por unos momentos. Después les pregunto por su experiencia en el retiro y cómo les está yendo. A partir de ahí, puede desarrollarse una profunda conversación. A veces, lo único que intento es ser un testigo compasivo de su práctica; otras veces les doy alguna recomendación. Con frecuencia entramos en una investigación del cuerpo y la mente del estudiante en el momento presente, como solía hacer el Buda con los que iban a visitarlo. A lo largo de estas páginas, podrás ver con mayor detalle la manera en que yo y otros profesores trabajamos, y podrás tener una idea de cómo podemos aplicar realmente esta extensa psicología de la compasión en nuestras vidas actuales.
Si eres un médico o un profesional de la salud mental, la psicología budista te ofrecerá comprensiones y posibilidades nuevas y provocativas. Puede complementar o incluso transformar tu manera de trabajar. Si no conoces las enseñanzas budistas y tienes la impresión de que la meditación es algo ajeno a ti, descubrirás que meditar es algo muy natural. Se empieza simplemente poniendo atención de una manera cuidadosa y considerada. Mientras lees y reflexionas sobre este libro estás haciendo una forma de meditación contemplativa. Si eres alguien que tiene más experiencia en la práctica budista, espero poder ser lo suficientemente estimulante como para que descubras formas del todo nuevas de contemplar y practicar el camino del despertar.
Al empezar este diálogo, me gustaría subrayar una cuestión que el Dalái Lama ha comentado a menudo: «Las enseñanzas budistas no son un religión, son una ciencia de la mente». Esto no niega el hecho de que para mucha gente en todo el mundo el budismo también sirva como una religión. Como la mayoría de las religiones, ofrece a sus seguidores una rica tradición de prácticas devotas, rituales para practicar en comunidad e historias sagradas. Pero esto no es el origen del budismo ni su esencia. El Buda fue un ser humano, no un dios, y lo que ofreció a sus seguidores fueron enseñanzas y prácticas basadas en la experiencia, una manera revolucionaria de comprender el sufrimiento y liberarse de él. A partir de sus propios experimentos interiores, descubrió una manera sistemática y extraordinaria de entrenarse para alcanzar la felicidad y los niveles más elevados del desarrollo humano. Hoy en día, este camino de práctica para la liberación es el que atrae a muchos estudiantes occidentales al budismo.
Las enseñanzas de este libro representan un desafío indudable para gran parte de la psicología occidental y también para el materialismo, cinismo y desesperanza presente en la cultura de Occidente. Desde las primeras páginas presentan un enfoque radical y positivo para la psicología y la vida humana. Partiendo de la nobleza y la compasión, la parte I explica la visión budista de la salud mental y la conciencia. En la parte II expone la manera de lograr la sanación y el despertar a través de las prácticas de la atención plena. La parte III trata sobre la transformación de las emociones dañinas. La parte IV describe un amplio abanico de herramientas de la psicología budista. La parte V explora las posibilidades más elevadas del desarrollo, del profundo bienestar mental y de la liberación.
Al final de la mayoría de los capítulos propongo unas prácticas budistas específicas que puedes probar. Considéralas experimentos que puedes explorar con una mente abierta. Si no tienes tiempo de comprometerte con todos, confía en tu intuición y empieza con las prácticas que te parezca que van a ser más beneficiosas para tu corazón. Si te entregas a ellas durante un tiempo, descubrirás que transformarán tu manera de ver el mundo y estar en él.
La psicología de hoy en día necesita urgentemente poder comprender y favorecer las posibilidades más elevadas del desarrollo humano. El sufrimiento y la felicidad de nuestro mundo, tanto individuales como colectivos, dependen de nuestra conciencia. Debemos encontrar una manera más sabia de vivir. La buena noticia es que esto es perfectamente posible. En este libro ofrezco perspectivas visionarias y universales del budismo para sanar nuestros corazones, liberar nuestras mentes y beneficiar a todos los seres.
Oh, nacido noble. Oh tú, de origen glorioso, recuerda tu radiante naturaleza verdadera, la esencia de la mente. Confía en ella. Vuelve a ella. Es el hogar.
Libro Tibetano de los Muertos
Entonces fue como si de repente viese la belleza secreta de sus corazones, la profundidad de sus corazones que no puede ser alcanzada por el pecado, el deseo o el conocimiento de uno mismo, la esencia de nuestra realidad, la persona que cada uno es a los ojos de lo Divino. Ojalá pudieran todos verse como son en realidad. Ojalá pudiéramos vernos todos así todo el tiempo. No habría más guerras, más odio, más crueldad, más codicia… Supongo que el gran problema sería que todos nos postraríamos para adorarnos unos a otros.
Thomas Merton
En un gran templo al norte de la antigua capital de Tailandia, Sukotai, se alzaba desde tiempos antiguos una enorme estatua del Buda. Aunque no era una de las más bellas y refinadas obras de arte budista tailandés, se había mantenido durante 500 años y se había convertido en objeto de veneración por su incuestionable longevidad. Este Buda había sido testigo de violentas tormentas, cambios de gobierno y ejércitos invasores, pero había resistido.
Llegó un momento, sin embargo, en que los monjes que cuidaban el templo advirtieron que la estatua había empezado a agrietarse y que pronto iba a necesitar ser reparada y pintada de nuevo. Tras un período que resultó especialmente caluroso y seco, una de las grietas se hizo tan ancha que a un monje curioso se le ocurrió tomar una linterna para investigar qué había allí dentro. Lo que apareció de golpe al iluminar la grieta fue ¡el destello brillante del oro! En el interior de aquella sencilla estatua, los residentes del templo descubrieron una de las imágenes de oro del Buda más grandes y luminosas que se han creado en el sureste asiático. Ahora, ya despojado de la capa de arcilla, el Buda dorado atrae a multitudes de peregrinos devotos de todas partes de Tailandia.
Los monjes creen que esta deslumbrante obra de arte fue cubierta con yeso y arcilla para protegerla durante las épocas de conflictos y disturbios. De un modo muy parecido, cada uno de nosotros ha tenido que hacer frente a situaciones amenazantes que nos han llevado a cubrir nuestra nobleza innata. Al igual que la gente de Sukotai había olvidado al Buda de oro, también nosotros hemos olvidado nuestra naturaleza esencial. La mayor parte del tiempo actuamos desde la capa protectora. El principal objetivo de la psicología budista es ayudarnos a ver debajo de esta armadura y destapar nuestra bondad original, denominada nuestra naturaleza de Buda.
Este es el primer principio de la psicología budista:
1 Ver la nobleza y la belleza interior de todos los seres humanos.
Robert Johnson, el renombrado analista jungiano, ha descrito lo difícil que es para la mayoría de nosotros creer en nuestra bondad. Nos resulta mucho más fácil presuponer que somos nuestros peores miedos y pensamientos, los rasgos no reconocidos que Jung denominó «la sombra». «Curiosamente –escribe Johnson–, las personas se resisten mucho más enérgicamente a aceptar los aspectos nobles de su sombra que a esconder sus partes oscuras […]. Es más perturbador descubrir que tienes una nobleza profunda de carácter que admitir que eres un vago».
Nuestra creencia en una identidad limitada y carente es un hábito tan fuerte que, sin ella, tememos no poder existir. Si reconociéramos totalmente nuestra dignidad, esto nos llevaría a cambios radicales en nuestra vida. Podría suponer algo demasiado grande. Y, sin embargo, cierta parte de nosotros sabe que el yo asustado y herido no es lo que somos. Todos necesitamos encontrar la manera de ser completos y libres.
En mi familia, no me resultó fácil ver mi propia bondad. Mis recuerdos más antiguos son los de un padre violento, paranoico e imprevisible, de una madre maltratada y atemorizada y de cuatro hijos que nos preguntábamos «¿cómo hemos llegado a esto?». Todos conteníamos la respiración cuando escuchábamos que llegaba mi padre en su coche. En los días buenos, podía ser atento y divertido y nos sentíamos aliviados, pero lo más frecuente era que tuviéramos que escondernos o quedarnos encogidos de miedo para evitar su ira explosiva y sus diatribas. En los viajes familiares, la presión podía dar lugar a que mi padre acabase estampando la cabeza de mi madre contra el parabrisas o a que castigase a sus hijos por culpa del comportamiento brusco de otros conductores. Recuerdo a mi abuela materna rogándole a mi madre que no se divorciase. «Al menos a veces es responsable en su trabajo. No está tan loco como los que están en los centros psiquiátricos».
No obstante, yo sabía que esta infelicidad no era lo único que existía. Recuerdo cuando salía corriendo de mi casa en los días difíciles, a la edad de seis o siete años, mientras mis padres se peleaban. Algo dentro de mí me decía que aquello no era mi hogar, como si hubiera nacido en la familia equivocada. A veces imaginaba, como hacen los niños, que un día llamarían a la puerta y aparecería un señor elegante que preguntaría por mí diciendo mi nombre. Entonces anunciaría que Jack y sus hermanos habían sido traídos secretamente a aquella casa, pero que, ahora, sus verdaderos padres, el rey y la reina, deseaban que volvieran a su auténtica familia. Estas fantasías infantiles alimentaron una de las tendencias más fuertes de mi vida, un anhelo de formar parte de algo valioso y verdadero. Yo buscaba mi familia real, de noble nacimiento.
En los momentos frecuentes de cinismo, podemos considerar la bondad original simplemente como una frase inspiradora, pero, si miramos a través de ella, descubrimos una forma radicalmente diferente de ver y de ser: somos alguien cuyo objetivo es transformar nuestro mundo. Esto no significa que olvidemos la gran cantidad de dolor que soportan las personas ni que nos volvamos estúpidamente vulnerables o tal vez violentos. De hecho, para descubrir la dignidad en los demás, es necesario que reconozcamos sus sufrimientos. Entre los principios más básicos de la psicología budista se encuentran las Cuatro Nobles Verdades, que empiezan por reconocer el sufrimiento inevitable de la vida humana. Por otro lado, es difícil hablar de esta verdad en nuestra cultura moderna, en la que se enseña a las personas a evitar el malestar a toda costa, en la que «la búsqueda de la felicidad» se ha convertido en «el deber de la felicidad». Y, sin embargo, cuando sufrimos, es enormemente reconfortante y útil reconocer la verdad del sufrimiento.
Las enseñanzas budistas nos enseñan a reconocer nuestros sufrimientos individuales, desde la vergüenza y la depresión a la ansiedad y la aflicción. Abordan el sufrimiento colectivo del mundo y nos ayudan a trabajar con el origen de este dolor: las fuerzas de la codicia, el odio y la ilusión en la psique humana. Aunque atender a nuestro sufrimiento es esencial, esto no eclipsa nuestra nobleza fundamental.
La palabra nobleza no se refiere a los caballeros y a las cortes medievales. Proviene de la palabra griega gno (como gnosis), y significa «sabiduría» o «luz interior». En nuestra lengua, nobleza se define como excelencia humana y se aplica al que es ilustre, digno de admiración, excelso y distinguido en sus valores, conducta y comportamiento. ¿Cómo podríamos conectar intuitivamente con esta cualidad en los que nos rodean? Nadie puede decirnos cómo sentir amor; cada uno de nosotros debe encontrar su propio camino para sentir la bondad subyacente en los demás. Una manera es desplazar el marco de referencia del tiempo e imaginar a la persona que está ante nosotros como un niño pequeño, todavía joven e inocente. En una ocasión, después de un día especialmente difícil con mi hija adolescente, me encontré sentado a su lado mientras ella dormía. Pocas horas antes habíamos estado discutiendo por sus planes para salir por la noche; ahora, dormida, tenía la inocencia y la belleza de su infancia. Esa inocencia está en todas las personas, si nos proponemos verla.
O, en vez de retroceder en el tiempo, podemos ir hacia delante. Podemos visualizar a la persona al final de su vida, yaciendo en su lecho de muerte, vulnerable, abierta, con nada que esconder. O simplemente podemos verla como un viajero que lucha por avanzar llevando sus cargas, buscando la felicidad y la dignidad. Bajo los miedos y la necesidad, la agresividad y el dolor, quien sea que encontremos es un ser que, como nosotros, tiene un tremendo potencial para la comprensión y la compasión, a cuya bondad se puede acceder.
Quizá es más fácil admirar el espíritu humano cuando destaca por su brillo en los grandes líderes morales del mundo. Vemos una compasión inquebrantable en la ganadora del premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, que ha conservado la firmeza y el amor a pesar de los largos años de arresto domiciliario en Birmania. Recordamos como el presidente de Sudáfrica, Nelson Mandela, salió de la cárcel con un espíritu gentil de valor y dignidad que resistió los veintisiete años de torturas y privaciones. Pero el mismo espíritu también resplandece en los niños sanos de todo el mundo. Su alegría y belleza natural pueden despertar de nuevo muestra naturaleza de Buda. Ellos nos recuerdan que hemos nacido con este espíritu brillante.
Entonces, ¿por qué, en la psicología occidental, tenemos que centrarnos en el lado oscuro de la naturaleza humana? Incluso antes de Freud, la psicología occidental se basaba en un modelo médico y, aún hoy, sigue centrándose en la patología. El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la psiquiatría, que sirve de guía para la mayoría de los terapeutas, clínicos y profesionales de la salud mental, es un listado exhaustivo de cientos de enfermedades y problemas psicológicos. Clasificar los problemas nos ayuda a estudiarlos con la esperanza de poder después curarlos con los métodos más eficaces desde el punto de vista científico y económico. Pero a menudo ponemos tanta atención en las capas protectoras del miedo, la depresión, la confusión y la agresividad que olvidamos quiénes somos realmente.
Como profesor, me encuentro con esto continuamente. Cuando vino a verme un hombre de mediana edad llamado Marty, tras pasar por una separación y un divorcio dolorosos durante un año, estaba atrapado en sus círculos repetitivos de desvalorización y vergüenza que había arrastrado desde la infancia. Creía que había algo espantosamente erróneo en él. Había olvidado su bondad fundamental. Jan, una joven que llegó a la práctica budista después de una larga lucha con la ansiedad y la depresión, tuvo que pasar por grandes dificultades para desprenderse de su autoimagen de persona destrozada y dañada. Durante años se había visto solo a través de su diagnóstico y de los diversos medicamentos que habían fracasado en su tratamiento.
A medida que la psicología se orienta cada vez más hacia la farmacología, este modelo médico se refuerza. Hoy en día, a la mayoría de los millones de adultos que buscan apoyo para la salud mental se les asigna rápidamente un tratamiento con medicamentos. Y lo que es aún más preocupante, a cientos de miles de niños se les están recentando potentes fármacos psiquiátricos para problemas que van desde el trastorno por déficit de atención con hiperactividad hasta el diagnóstico cada vez más común de trastorno bipolar en la infancia. Aunque estos medicamentos pueden ser adecuados, e incluso imprescindibles, en algunos casos, tanto los ciudadanos de a pie como los profesionales, buscan cada vez más una pastilla como respuesta a la confusión y el sufrimiento humanos. Puede haber otras maneras.
Si no nos centramos en los límites humanos y en la patología, ¿qué otra posibilidad hay? Existe la creencia de que la libertad humana es posible bajo cualquier circunstancia. Las enseñanzas budistas lo expresan de esta manera: «Del mismo modo que todos los océanos tienen un único sabor, el sabor salado, todas las enseñanzas del Buda tienen un único sabor, el sabor de la liberación».
El psicólogo Viktor Frankl fue el único miembro de su familia que sobrevivió en los campos de concentración nazis. Sin embargo, a pesar de este sufrimiento, él encontró el camino de la sanación. Frankl escribió: «Los que vivimos en campos de concentración podemos recordar a los hombres que recorrían los barracones consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecen pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas –la elección de la actitud personal ante cualquier conjunto de circunstancias– para decidir su propio camino».
Cuando estamos perdidos en nuestras peores crisis y conflictos, en los estados más profundos de miedo y confusión, nos parece que nuestro dolor no tendrá fin. Podemos sentirnos como si no hubiera ninguna salida, ninguna esperanza. Sin embargo, cierta sabiduría oculta anhela la libertad. «Si no fuera posible liberar al corazón de la trampa en los estados dañinos –dice el Buda–, yo no os enseñaría a hacerlo. Pero porque es posible liberar al corazón de la trampa de los estados dañinos, yo ofrezco estas enseñanzas».
El despertar de la libertad interior del espíritu es el propósito de los cientos de enseñanzas y prácticas budistas. Cada una de estas prácticas nos ayuda a reconocer y a desprendernos de esos patrones dañinos que crean sufrimiento y a desarrollar en su lugar patrones saludables. Lo que es importante en el enfoque de la psicología budista es que pone el acento tanto en la práctica y entrenamiento como en la compresión. En vez de ir a terapia a comentar tus problemas para que te escuchen una vez por semana, existe una pauta de entrenamientos y disciplinas que se realizan con una continuidad diaria para ayudarte a aprender y a practicar formas saludables de ser. Estas prácticas nos devuelven nuestra sabiduría y compasión innatas y nos conducen a la libertad.
Los santos son santos no porque su santidad los haga admirables a otros, sino porque el don de la santidad les permite admirar a todos.
Thomas Merton
Cada vez que nos encontramos con otro ser humano y honramos su dignidad, ayudamos a las personas que nos rodean. Sus corazones resuenan con el nuestro de la misma manera que las cuerdas de un violín vibran con el sonido de otro violín que se toque cerca de él. La psicología occidental ha documentado este fenómeno como «contagio emocional» o resonancia límbica. Si una persona llena de pánico y odio entra en una habitación, lo sentimos inmediatamente, y, a menos que seamos muy conscientes, el estado negativo de esa persona empezará a afectarnos. Cuando entra una persona que expresa alegría, también nosotros nos sentimos bien. Y cuando vemos la bondad de los que están ante nosotros, la dignidad de ellos resuena con nuestra admiración y respeto.
Esta resonancia puede empezar por algo muy simple. En la India, cuando las personas se saludan, juntan sus manos en un gesto de plegaria, se inclinan y dicen namaste, «yo honro lo divino que hay en ti». Es una forma de reconocer tu naturaleza de Buda, aquel que realmente eres. Algunos creen que el acto de estrechar la mano proviene de una demostración de cordialidad y seguridad, de demostrar que no se lleva ningún arma. Pero el saludo namaste no se queda en «no te haré daño», sino que va un paso más allá, a «veo lo sagrado que hay en ti». Crea la base de una relación sagrada.
Cuando empecé mi entrenamiento como monje budista, pude degustar esta relación sagrada. Alrededor de Ajahn Chah había un aura de honestidad, gentileza y confianza. Era lo contrario de mi familia de origen; y aunque al principio me resultó extraño y desconocido, algo dentro de mí se sintió encantado. En vez de un terreno para el juicio, la crítica y la violencia imprevisible, aquí había una comunidad consagrada a tratar a cada persona con respeto y dignidad. Era hermoso.
En el monasterio, los caminos de los alrededores se barrían diariamente; también se lavaban con cariño las ropas y los cuencos de los monjes. Nuestros votos requerían cuidar la vida en cualquiera de sus manifestaciones. Se ponía atención para evitar pisar las hormigas; se mostraba aprecio por los pájaros y los insectos, las serpientes y los mamíferos. Aprendíamos a valorarnos a nosotros mismos y a los demás por igual. Cuando surgía algún conflicto, recurríamos a las prácticas de la paciencia; y para aprender a perdonar, recibíamos la orientación de un consejo de ancianos que nos enseñaban a abordar nuestros defectos con un respeto atento.
Tanto si se practica en un monasterio de la tradición del bosque como en Occidente, la psicología budista empieza por cultivar de forma deliberada el respeto, comenzando por nosotros mismos. Cuando aprendemos a descansar en nuestra bondad, podemos ver con mayor claridad la bondad en los otros. A medida que desarrollamos nuestro sentido del respeto y el cariño, nos resulta muy útil en las circunstancias más corrientes; y se convierte en algo inestimable en las situaciones extremas.
Una practicante budista contaba que formó parte de un grupo de personas que fueron tomadas como rehenes en un atraco a un banco de Sant Louis. Describía la confusión y el miedo inicial que se apoderaron de los rehenes, así como sus intentos iniciales por controlar su propio corazón desbocado. Después tomó la decisión de no dejarse llevar por el pánico. Utilizó su meditación y su respiración para serenar su mente. A medida que pasaban las horas, de la misma manera que ayudó a los otros rehenes del grupo, se dirigió con respeto a los atracadores y expresó una preocupación genuina por ellos. Pudo ver la desesperación y las necesidades profundas de estos. Cuando más tarde ella y el resto de los rehenes fueron liberados ilesos, se sintió agradecida al pensar que el cuidado y el respeto que había mostrado hacia los atracadores habían hecho posible la liberación.
Cuando tratamos con respeto y honramos a los que nos rodean, abrimos un canal para nuestra propia bondad. He comprobado esta verdad trabajando con presidiarios y delincuentes de bandas. Cuando tienen la experiencia de alguien que los respeta y los valora, pueden sentirse dignos de admiración, aceptar y reconocer lo bueno que hay en ellos. Cuando vemos lo sagrado en otro, tanto si pertenece a nuestra familia como a nuestros conocidos, en una reunión de negocios o en una sesión de terapia, transformamos sus corazones.
El Dalái Lama encarna esta percepción sagrada cuando viaja por el mundo, y esa es una de las razones por las que tanta gente busca acercarse a él. Hace varios años, Su Santidad visitó San Francisco y le invitamos para que impartiese enseñanzas en el centro de meditación de Spirit Rock. El Dalái Lama es el jefe del gobierno tibetano en el exilio, y el Departamento de Estado de EE. UU. había destinado docenas de agentes del Servicio Secreto para protegerlo a él y a su séquito. Acostumbrados a custodiar a líderes, príncipes y reyes extranjeros, los agentes del Servicio Secreto se vieron sorprendentemente conmovidos por la actitud respetuosa y la gentileza amorosa del Dalái Lama. Al final, le pidieron que les diera su bendición. Luego todos querían hacerse fotos con él. Varios dijeron: «Hemos tenido el privilegio de proteger a líderes políticos, príncipes y jefes de gobierno; sin embargo, hay algo diferente en el Dalái Lama. Él nos trata como si fuéramos especiales».
Más tarde, durante una serie de charlas públicas para impartir sus enseñanzas, se hospedó en un famoso hotel de San Francisco donde se suelen alojar dignatarios políticos. Justo antes de partir, el Dalái Lama comentó al director del hotel que quería dar las gracias personalmente a los empleados, a tantos como deseasen conocerlo. Así que, a la mañana siguiente, una larga fila de camareras, lavaplatos, cocineros y personal de mantenimiento, secretarias y encargados se alineaba a las puertas del hotel. Y antes de que partiese la caravana de coches del Dalái Lama, este recorrió la fila de empleados tocando amorosamente cada mano, haciendo vibrar las cuerdas de cada corazón.
Hace algunos años, me hablaron de una profesora de historia de una escuela de enseñanza secundaria que conocía este mismo secreto. Una tarde en la que los alumnos estaban especialmente inquietos y distraídos, les dijo que interrumpiesen cualquier trabajo académico. Dejó que los alumnos descansasen mientras ella escribía en la pizarra los nombres de cada uno de ellos. Después les pidió que copiasen la lista y, a continuación, que escribiesen junto a cada nombre alguna cosa que les gustase o admirasen de ese compañero. Al final de la clase recogió los papeles.
Semanas más tarde, en otro día especialmente difícil justo antes de las vacaciones de invierno, la profesora volvió a interrumpir la clase. Entregó a cada alumno una hoja con su nombre escrito en la parte de arriba. En cada una, había pegado las veintiséis cosas buenas que los otros estudiantes habían dicho de esa persona. Con sus rostros sonrientes, leyeron boquiabiertos y emocionados la cantidad de cualidades bellas que los demás habían apreciado en ellos.
Tres años más tarde, la profesora recibió una llamada de la madre de uno de sus antiguos estudiantes. Robert era el típico gracioso, pero también uno de sus preferidos. La madre le comunicó la triste noticia de que habían matado a su hijo en la Guerra del Golfo. La profesora asistió al funeral, en el que hablaron muchos antiguos amigos de Robert y compañeros de la escuela. Justo al final de la ceremonia, la madre de Robert se acercó a ella. Sacó un trozo de papel gastado que obviamente había sido plegado y replegado muchas veces y dijo: «Esta es una de las pocas cosas que encontraron en el bolsillo de Robert cuando los militares recuperaron su cuerpo». Era el papel en el que la profesora había pegado cuidadosamente las veintiséis cualidades que sus compañeros admiraban en él.
Al ver esto, los ojos de la profesora se llenaron de lágrimas. Mientras se secaba las mejillas, otra antigua alumna que estaba cerca de ella abrió su bolso, sacó su hoja cuidadosamente doblada y confesó que siempre la llevaba con ella. Un tercer ex alumno dijo que su hoja estaba enmarcada y colgada en la cocina de su casa; otro contó que la hoja había estado entre los textos que se leyeron en su boda. La percepción de bondad que esta profesora propuso había transformado los corazones de sus estudiantes de maneras que solo podía imaginar en sueños.
Todos podemos recordar algún momento en el que alguien vio esta bondad en nosotros y nos bendijo. En un retiro, una mujer de mediana edad recordaba que una persona, una monja, había sido amable con ella en la época en que, siendo una adolescente asustada y solitaria, se quedó embarazada sin estar casada. Había recordado su nombre todos estos años. Un joven con el que trabajé en un centro de menores se acordaba de un viejo jardinero que vivía junto a su casa que lo quería y lo valoraba. El respeto del jardinero había permanecido con él a pesar de todas sus dificultades. Esta posibilidad fue expresada por el premio nobel Nelson Mandela: «Nunca hace daño tener una opinión demasiado elevada de alguien; a menudo, las personas se sienten ennoblecidas y actúan mejor como consecuencia».
Ver con una percepción sagrada no significa ignorar la necesidad de desarrollo y cambio en un individuo. La percepción sagrada es en parte una paradoja. El maestro zen Shunryu Suzuki comentó a un discípulo: «¡Eres perfecto tal como eres. Y… todavía queda espacio para mejorar!». La psicología budista ofrece meditaciones, estrategias cognitivas, enseñanzas sobre ética y un conjunto de poderosas prácticas que favorecen la transformación interior. Pero empieza con una visión sumamente radical, una visión capaz de transformar a cualquiera que sea contemplado por ella: el reconocimiento de la nobleza innata y de la libertad de amar que está al alcance de cualquiera de nosotros.
Elige un día en que te despiertes de buen humor, con el corazón abierto al mundo. Si esos días son raros en ti, elige uno de tus mejores días. Antes de empezar con tus actividades, haz el propósito claro de que durante la mañana tratarás de ver la nobleza interior de tres personas. Mantén la intención en tu corazón mientras hablas o trabajas con ellas. Nota cómo esta percepción afecta a tu interacción con ellas, cómo afecta a tu propio corazón, cómo afecta a tu trabajo. Después elige cinco de tus días de mejor humor, y cada uno de esos días haz esta práctica.
Después de ver así a tres personas en cada uno de esos cinco días, toma la decisión clara de practicar el ver la bondad durante todo un día en tanta gente como puedas. Desde luego, te resultará difícil con algunas personas. Déjalas para más tarde y practica antes con aquellas cuya nobleza y belleza puedas ver más fácilmente. Cuando hayas hecho esto lo mejor que puedas durante un día, elige un día a la semana para hacer esta práctica durante uno o dos meses.
Finalmente, cuando se haya vuelto algo más natural para ti el ver la bondad secreta, amplía tu práctica. Añade más días. Prueba a practicar en los días en los que te sientas más estresado. Poco a poco incluye a los desconocidos y a las personas difíciles, hasta que tu corazón aprenda a reconocer y a bendecir en silencio a cualquiera que encuentres. Proponte ver a tantos seres como puedas con un respeto amoroso. Muévete por la vida como si fueras el Dalái Lama de incógnito.
Oh, nacido noble, ahora está naciendo en ti la suprema compasión hacia todos los seres vivos que han olvidado su verdadera naturaleza.
Texto del Mahamudra del yogui tibetano Longchenpa
Sobreponte a cualquier amargura, porque con ella no puedes estar a la altura de la magnitud del dolor que te fue encomendado […]. Como la madre del mundo que lleva el dolor de este en su corazón, estás compartiendo la totalidad de este dolor, y se te pide que lo recibas con compasión y alegría en vez de con pena por ti mismo.
Maestro sufí Pir Vilayat Khan
Alan Wallace, un destacado maestro occidental de budismo tibetano, lo expresa así: «Imagínate que vas caminando por la calle cargado con tus bolsas de la compra y alguien choca contigo bruscamente, de modo que te caes y tu compra queda toda desperdigada por el suelo. Al levantarte entre el amasijo de huevos rotos y zumo de tomate, estás a punto de gritar “¡Imbécil! ¿Qué te pasa? ¿Estás ciego o qué?”. Pero justo cuando vas a decirlo, ves que la persona que ha chocado contigo es realmente ciega. Él también está tendido entre la comida desparramada, y tu furia se desvanece en un instante, y en vez de ella, le muestras amablemente tu preocupación: “¿Te has hecho daño? ¿Puedo ayudarte?”». Nuestra situación es así. Cuando nos damos cuenta claramente de que el origen de nuestro desequilibrio y sufrimiento en el mundo es la ignorancia, podemos abrir la puerta a la sabiduría y a la compasión.
Todas las personas que vienen buscando enseñanzas espirituales o psicoterapia traen su carga de confusión y aflicción. El budismo enseña que sufrimos no porque hayamos pecado, sino porque estamos ciegos. La compasión es la respuesta natural a esta ceguera; surge siempre que vemos nuestra situación humana claramente. Los textos budistas describen la compasión como el estremecimiento del corazón frente al dolor, como la capacidad de ver nuestras luchas con «ojos amables». Necesitamos compasión, no ira, para que nos ayude a ser cariñosos con nuestras dificultades y a no cerrarnos a ellas por el miedo. De este modo tiene lugar la sanación.
Este es el segundo principio de la psicología budista:
2 La compasión es nuestra naturaleza más profunda, surge de nuestra interconexión con todas las cosas.
Cuando empecé con la práctica budista como monje, no era consciente de cuánto dolor había en mi interior. Había logrado encerrar los recuerdos de violencia de la infancia, las dudas sobre mí mismo y los sentimientos de falta de valía, la lucha por ser amado. En la meditación y la vida monástica todo emergió: la historia bien guardada, los juicios y los dolores enterrados. Al comienzo, la exigencia del programa y las prácticas incrementaron mis sentimientos de lucha y de desvalorización. Intenté esforzarme para disciplinarme, para ser mejor. Finalmente descubrí que el sentimiento de falta de valía no mejora con el esfuerzo; aprendí que para sanarse de verdad se necesita compasión.
En una ocasión estaba enfermo, probablemente por la malaria, tendido en la cama de mi cabaña, con fiebre y sintiéndome desgraciado. Un anciano del monasterio me había dado un medicamento, pero que resultó lento en producir efecto. Ajahn Chah vino a visitarme. «Estás enfermo. Tienes fiebre, ¿eh?», preguntó. «Sí», contesté con voz débil. «Te duele todo, ¿no?». Asentí con la cabeza. «Sientes pena por ti mismo, ¿verdad?». Esbocé una pequeña sonrisa. «Te gustaría irte a casa a ver a tu madre». Sonreí y asentí. «Sí, es sufrimiento, eso es. Casi todos los monjes del monasterio lo han pasado. Al menos ahora tenemos buenas medicinas». Hizo una pausa. «Aquí. Aquí es donde tenemos que trabajar. No solo hay que sentarse en la sala de meditación. Es difícil. Todos los tormentos del cuerpo y los estados de la mente. Aprendes mucho». Esperó un rato, después me miró como un abuelo cariñoso y amable. «Puedes soportarlo, ¿sabes? Puedes». Y sentí que él estaba allí totalmente conmigo, que conocía mi dolor por las duras luchas que también había tenido que afrontar. El medicamento tardó un día más en actuar, pero la sencilla bondad de Ajahn Chah hizo que la situación fuese soportable. Su compasión me dio coraje y me ayudó a encontrar mi propia libertad en medio del sufrimiento.
Bajo la sofisticación de la psicología budista se encuentra la simplicidad de la compasión. Podemos acceder a esta compasión cada vez que nuestra mente se serena, cada vez que permitimos que nuestro corazón se abra. Desgraciadamente, como la arcilla que cubría la estatua del Buda, gruesas capas de ignorancia y de traumas ocultan nuestra compasión. A escala global, la ignorancia se manifiesta como injusticia, racismo, explotación y violencia. En la escala personal, vemos nuestros estados de envidia, ansiedad, adicción y agresividad. Cuando consideramos esta ceguera como el final de la historia, limitamos la posibilidad de desarrollo humano. Pongamos el casode Freud, cuyo trabajo revolucionario aportó una importante comprensión de la psique. Pero en El malestar de la cultura, llega a una conclusión profundamente pesimista sobre el corazón humano. Declara: «La cultura debe utilizar todos sus esfuerzos para poner límites a los instintos agresivos del hombre […] el precepto ideal de amar al prójimo como a uno mismo … efectivamente se justifica, porque no hay nada más contrario y antagónico a la primitiva naturaleza humana». Sí, debemos reconocer este aspecto agresivo de la naturaleza humana. Pero en este ensayo, Freud se queda aquí, obviando por completo el aspecto opuesto y más poderoso de que nuestras vidas particulares y toda nuestra sociedad se construyen a partir de incontables actos de bondad.
Desde la perspectiva de la psicología budista, la compasión es natural. Deriva de nuestra interconexión, que el budismo denomina «interdependencia». Esto puede apreciarse fácilmente en nuestro mundo físico. En el útero, todo feto es interdependiente con el cuerpo de la madre. Si uno de los dos se enferma, el otro también se ve afectado. De la misma manera somos interdependientes con el cuerpo de la tierra. Los minerales del suelo integran el trigo y nuestros huesos, las nubes cargadas de lluvia se convierten en nuestra bebida y nuestra sangre, el oxígeno de los árboles y los bosques es el aire que respiramos. Cuanto más conscientes somos de este destino compartido, más compasión surge en nosotros hacia el propio planeta.
La comunidad humana está también interconectada. El premio nobel de la paz Desmond Tutu lo expresa de un modo simple: «En África, cuando le preguntas a alguien “¿cómo estás?”, te responde en plural, a pesar de que le estés hablando a una única persona. Un hombre dice: “Estamos bien” o “No estamos bien”. Él puede estar muy bien, pero su abuela no lo está tanto y, en consecuencia, tampoco lo está él… El concepto del ser humano solitario y aislado es realmente una contradicción». Por suerte, cada vez somos más conscientes de nuestra interconexión global. Cada comida que hacemos está vinculada al sudor de los campesinos, los trabajadores inmigrantes y los camioneros que recorren largas distancias. Depende del clima global y de las lombrices de tierra, de siglos de experimentación en la rotación de cultivos y de los descubrimientos científicos de Mendel sobre la selección de semillas. Sus raíces se extienden desde la primitiva agricultura de Mesopotamia y China hasta la cotización de esta mañana en la Bolsa Mercantil de Chicago.
De la misma manera que somos interdependientes con la tierra y las otras personas, estamos también conectados en la conciencia. La psicología occidental todavía no reconoce esto, pero es cierto. Hace años, cuando mi esposa y yo estudiábamos en un ashram en las montañas de la India, ella tuvo una visión muy clara y también difícil de una muerte en su familia. Intenté tranquilizarla diciéndole que las imágenes de muerte forman parte del proceso de meditación; por desgracia estaba equivocado. Diez días más tarde recibimos un telegrama que empezaba diciendo: «Tu hermano Paul ha muerto». Cuando seguimos leyendo descubrimos que el telegrama había sido enviado el mismo día de su visión, y que Paul había muerto ese día tal como ella lo había visto. Todos hemos escuchado historias de ese tipo. La razón es porque estamos conectados en la conciencia. Este hecho se basa en la compasión.
También hay una base neurológica para la compasión. En la década de 1980, el científico italiano Giacomo Rizzolatti y sus colaboradores descubrieron un tipo de células del cerebro que llamaron «neuronas espejo». Las exhaustivas investigaciones realizadas desde entonces han demostrado que, a través de nuestras neuronas espejo, sentimos realmente las emociones, movimientos e intenciones de los otros. Los investigadores describen esta empatía natural como parte del cerebro social, un circuito neuronal que nos conecta íntimamente en cualquier relación humana.
En la psicología budista, la compasión no es una lucha ni un sacrificio. Dentro de nuestro cuerpo, la compasión es algo natural e intuitivo. No pensamos: «Oh, mi pobre dedo se ha hecho daño. Tal vez debería ayudarle». En cuanto se lastima, respondemos al instante porque es algo innato en nosotros. A través de la meditación, expandimos de forma natural los límites de la conciencia a la compasión hacia todos los seres, como si formasen parte de nuestra familia. Aprendemos que, aunque la compasión esté oculta debido al miedo o a los traumas, podemos despertarla de nuevo. En una situación como la de encontrarse con una niña llorando atrapada en una casa en llamas, un endurecido criminal tiene la misma posibilidad que cualquier otro de arriesgar su vida para rescatarla. Todos tenemos momentos en los que resplandece la apertura y la belleza de nuestra naturaleza de Buda.
D. S. Barnett, en un relato publicado en la revista The Sun, describe su experiencia de cómo la compasión puede florecer incluso en las circunstancias de una infancia terrible.
Mi madre siempre me aseguraba que las niñas tan traviesas como yo estábamos destinadas a recibir castigos atroces. Me decía: «Si yo fuese tú, tendría miedo de irme a dormir, por el temor de que Dios me matase». Pronunciaba estas palabras con un tono suave, como lamentándolo, triste por el destino de su hija descarriada.
Después de la descripción de años de malos tratos y violaciones, Barnett seguía:
Las palabras más devastadoras que mi madre dijo las escuché un día cuando le pregunté si me quería. (Acababa de ser traída a casa por la policía tras uno de mis muchos intentos de escaparme, por lo que no era el momento más oportuno para esa pregunta).
Me respondió: «¡Cómo va a quererte alguien!».
Tardé casi cincuenta años en curarme del daño de sus horribles comentarios.
A continuación explicaba un ritual de su infancia que la ayudó a sobrevivir.
Desde la edad de cinco o seis años hasta casi la adolescencia, siempre que no podía dormir me deslizaba con cuidado bajo las mantas e iba sigilosamente hasta la cocina a coger un trozo de pan o de queso y, después, me volvía a la cama con él. Entonces, me imaginaba que mis manos pertenecían a otra persona, a un ser sin nombre, tal vez un ángel, que me consolaba y tranquilizaba. Con la mano derecha me daba pedacitos de pan o de queso para que los comiese, mientras con la mano izquierda me acariciaba las mejillas y el pelo. Con los ojos cerrados, me susurraba a mí misma: «Así, así. Duérmete. Ahora estás a salvo. Todo está bien. Te quiero».
Al describir el panorama desolador de su infancia, Barnett muestra que el cariño fluye a través de nosotros como un ángel interior misericordioso, como los brotes verdes de las plantas que se abren paso a través de las grietas del asfalto. Podemos ver la mano natural de la compasión en todas las maneras en que intentamos cuidarnos para no hacernos daño, en mil gestos diarios de autoprotección.
En 1989, en uno de los primeros encuentros internacionales de maestros budistas, los maestros occidentales sacamos a colación el enorme problema del sentimiento de falta de valía y de autocrítica, la vergüenza y el odio hacia uno mismo, así como la frecuencia con que esto surge en la práctica de los estudiantes occidentales. El Dalái Lama y otros maestros de Asia se quedaron estupefactos. No podían comprender la expresión odio hacia uno mismo. El Dalái Lama estuvo diez minutos consultando a Geshe Thupten Jinja, su traductor, para intentar entenderlo. Después se volvió hacia nosotros y nos preguntó cuántos de los que estábamos allí habíamos experimentado este problema en nosotros mismos o en nuestros estudiantes. Vio que todos asentimos con la cabeza. Parecía verdaderamente sorprendido. «Pero es un error –dijo–. ¡Todos los seres son valiosos!».
Sin embargo, el juicio hacia uno mismo y la vergüenza estaban en muchos de los que llegaban a la práctica budista. Desde luego, yo los conocía en mí mismo.
Para sobrevivir en períodos de extremo conflicto dentro de mi familia, escondí mi dolor. Me convertí en un pacificador y en un buen chico. Cuando mis padres discutían, intentaba calmarlos, sin demasiado éxito. En la escuela, intenté mantenerme a salvo agradando a los profesores. En secreto, envidiaba a los «chicos malos» que se saltaban las clases, fumaban al salir de la escuela y participaban en peleas. Parecía que ellos se lo pasaban mejor. Hoy, sin embargo, sé que muchos de ellos también estaban luchando, fingiendo ser fríos para mantener a raya sus propios miedos.
A la vez que intentaba ser bueno, tenía un sentimiento subyacente de no ser querido, de estar siempre buscando la aceptación. En la meditación y en la terapia orientada al cuerpo, llegué a conocer estos sentimientos de manera más profunda, pues surgían a menudo. Aprendí a poner las manos en mi vientre y en mi corazón para sostener el dolor y el vacío. A veces lo sentía como un hambre insaciable, y otras me sentía muy pequeño. Cuando yo era muy niño, mis padres ya tenían tremendas discusiones, me contó mi madre, mientras yo lloraba sin parar. Mi hermano gemelo y yo, junto con el hermano que nació un año más tarde, nos aliamos para sobrevivir durante la mayor parte de nuestra infancia, mientras nuestros padres se sentían triplemente abrumados. Para mí, el biberón que recibía a las horas previstas parecía no ser suficiente, pues interiormente sentía el vacío en mi estómago y en mi corazón y la sensación de no ser digno de ser querido. Encogido en un ovillo, me vino una imagen en la que me sentía como un niño hambriento de Etiopía de los que había visto en la televisión. Llamé a este niño Ethie. Sí, quería comida, pero más que nada quería amor. Esta era la comida de la que él estaba hambriento, y a través de los años de práctica, aprendí poco a poco a proporcionársela. Mi compasión por Ethie me ha inspirado con fuerza para apoyar a organizaciones de ayuda a niños que pasan hambre.
Cada uno de nosotros lleva su propia carga de dolor. A veces, el dolor que sufrimos es grande y evidente; otras veces es sutil. Nuestro dolor puede ser un reflejo de la frialdad de nuestras familias, de los traumas de nuestros padres, de la influencia agobiante de la mayor parte de la educación actual y de los medios de comunicación, de las dificultades de ser hombre o mujer. Como resultado, a menudo nos sentimos como si hubiéramos sido rechazados. Para sobrevivir, tenemos que ocultar nuestros corazones, añadir una capa de arcilla y defendernos.