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Lady Aurora FitzRoy, hija de los barones de Seagrave, se encuentra en Amesbury, Inglaterra, en 1819, cuando el truco de un misterioso mago la hace desaparecer en Stonehenge delante de su familia y amigos, y la envía sin querer hasta 2019. Un viaje en el tiempo involuntario y sorprendente que la hace aparecer en un campo de golf de Salisbury. Allí conoce a un joven escocés y a su extraordinaria hermana, una fan de Jane Austen, que la acogerá en su casa de Bath, y empezará a vivir y a disfrutar de la mayor aventura de su vida. Lady Aurora nos hace vivir un viaje en el tiempo. Una historia de magia, de encuentros, de amor y situaciones muy divertidas, donde una elegante y refinada dama del siglo XIX nos cuenta, muchas veces en primera persona, su prodigioso periplo por el siglo XXI.
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Seitenzahl: 463
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Claudia Velasco
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Lady Aurora, n.º 215 - mayo 2020
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1348-140-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Cita
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
… Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos (…)
Rayuela
Julio Cortázar
29 de junio de 1819. Amesbury, condado de Wiltshire, Inglaterra
Subió corriendo las escaleras y el sonido de su propio corazón la alarmó, detuvo el paso y se apoyó en la balaustrada de mármol para guardar la compostura y tomar un poco de aire. No podía presentarse delante de sus tíos así de agitada, así que esperó a calmarse, a la par que los sirvientes pasaban por su lado apresurados haciendo venias y luchando por conseguir llegar a tiempo con sus tareas previas a la cena.
Gracias a Dios, ella se había cambiado hacía un rato, o la empresa hubiese resultado imposible con tanta dama acicalándose y reclamando más doncellas o más agua caliente en sus habitaciones. Gracias a Dios siempre iba un paso por delante de las demás y se organizaba bien, y se miró de soslayo en el espejo de cuerpo entero que presidía el rellano de la escalera, dando el visto bueno al peinado y al vestido, que era un precioso modelo de muselina azul cielo confeccionado en Londres.
–¡Lady Aurora!, milady, por favor –llamó Iris, la doncella de su tía, y ella saltó–. La están esperando y lady Frances no está de muy buen humor. Dese prisa, por Dios.
–Ya voy, muchas gracias, Iris.
Le sonrió y continuó el recorrido a buen paso hasta las habitaciones privadas de su tía Frances FitzRoy, de soltera Burrell, duquesa de Grafton, su «segunda madre» tras la muerte de sus padres en un accidente marítimo hacía seis años, aunque en realidad lady Frances ejercía poco como madre y sí mucho más como una tutora exigente y severa a la que costaba horrores complacer.
Tocó la puerta, cerró los ojos y rezó, mientras esperaba la venia para entrar, y cuando al fin se la dieron pasó a la estancia donde su tío Hugh FitzRoy, V duque de Grafton, y hermano mayor de su padre, esperaba con las manos a la espalda junto a la chimenea, aunque esta estaba apagada.
–Entra, Aurora, no te quedes ahí de pie como un pasmarote –fue la bienvenida de su tía, apareciendo en el saloncito con la peluquera y una de sus doncellas pegadas a sus faldas.
–Buenas tardes, milady. Tío Hugh.
–Hola, niña, ¿cómo estás?
–Muy bien, gracias, milord, ¿y usted?
–Te hemos llamado porque necesitamos que tomes una decisión, Aurora –interrumpió su tía y ella la miró–. Ni mañana, ni pasado y mucho menos el mes que viene. Necesitamos que tomes hoy mismo una decisión y nos la comuniques antes de que te vayas a la cama.
–Usted dirá, tía.
–Habla tú, querido, y rapidito, que nos están esperando para la cena.
–Al fin nos hemos decidido por dos pretendientes…
–¿Perdón? –soltó sin poder controlarlo y los dos la miraron ceñudos.
–Por respeto a tus padres, que en gloria estén, y a sus deseos de no comprometerte antes de tu presentación en sociedad, hemos esperado un año, pero ahora ya tienes diecinueve años, Aurora, cumples los veinte dentro de cuatro meses y no podemos esperar más. Hemos recibido muchas propuestas matrimoniales que se han acumulado encima de mi mesa, pero tu tía ha tenido la generosidad de ocuparse personalmente de ellas, las ha estudiado minuciosamente con nuestros abogados y finalmente nos hemos decantado por dos candidatos.
–No sabía nada, tío, porque lo cierto es que yo no…
–¿No quieres casarte? ¿Quieres convertirte en una solterona triste y marchita? –intervino su tía y ella tragó saliva–. Ya sé que tienes sueños y pajaritos en la cabeza, muchacha, pero eso se ha acabado, te hemos dado un margen de tiempo más que suficiente y ahora es el momento de elegir un buen marido. Ya me he ocupado yo de que puedas escoger entre dos candidatos óptimos, nobles, ricos y con una posición extraordinaria.
–Uno es Robert Hamilton, futuro marqués de Exeter, creo que lo conoces bien. Tiene treinta años, ha estudiado Derecho, pasó por el ejército y está entrando en política. Ya sabes que es un poco crápula, pero es un buen chico –«¿un poco crápula?», pensó Aurora rememorando el comportamiento de Robert Hamilton, que era un encantador beodo sin remedio–. El otro es lord Peter Russell, hermano del duque de Bedford. Con algo de suerte su hermano le cederá algún título en su testamento.
–Peter Russell es viudo, tiene hijos y casi cuarenta años –susurró y su tía soltó un bufido.
–¿Y qué quieres? Si has tardado tanto tiempo en ponerte en el mercado tendrás que aceptar las propuestas que vengan y estas son de las mejores. Peter Russell es muy rico y tiene una casa de campo maravillosa en Bedfordshire.
–Yo…
–Yo me casé en segundas nupcias con tu tío Hugh y hemos sido muy felices.
–Por supuesto, pero…
–Una dama de tu posición, a tu edad, ya está casada, y si no ha podido ser, al menos ya ha cerrado un buen compromiso matrimonial.
–Tu tía tiene razón, Aurora, y ha sido muy amable dedicando tanto tiempo a esta elección. Deberías estar agradecida.
–Y lo estoy, milord, pero lo cierto es que me ha sorprendido, yo… en fin… llegado el momento pensé que podría elegir por mí misma.
–Y eso harás, entre los dos candidatos que hemos seleccionado para ti.
–¿Tienes otra propuesta o preferencia? –interrogó su tía con ojos inquisidores y Aurora negó con la cabeza–. ¿Qué ocurre con Andrew Cameron? Siempre has mostrado predilección por ese escocés tan… pobre.
–No es pobre, milady –se apresuró a defenderlo y Frances FitzRoy esbozó una sonrisa maliciosa–, pero solo es un buen amigo, no un pretendiente.
–Tú vales dos mil libras al año, para ti es pobre. En fin –dio por zanjada la charla y Aurora miró a su tío con los ojos muy abiertos–. Tienes unas cuantas horas para darnos un nombre, anunciaremos el acuerdo en seguida, ambos están aquí por el cumpleaños de tu tío, así que será la ocasión perfecta para oficializarlo. Celebraremos la fiesta de compromiso en octubre, en Londres, y te casarás en junio del año que viene. Todo resuelto. Puedes irte.
–Lo siento –no se movió y se estrujó la falda para contener la ira que de repente le empezó a subir por todo el cuerpo, respiró hondo y los miró alternativamente–. Lo siento, estoy muy agradecida por su gestión, milady, y con sus planes de boda para mí, pero me parece una decisión muy importante que no puedo, ni debo, tomar de forma tan precipitada, ni siquiera había pensado en casarme tan pronto, así pues, si me disculpa…
–Hugh, querido, ¿puedes dejarnos a solas?
La duquesa forzó una sonrisa y el duque, aliviado, abandonó la habitación muy de prisa. Aurora lo observó salir en silencio y luego se giró hacia su tía, que la estaba mirando con un desprecio tal que sintió un escalofrío por toda la columna vertebral. Sin embargo, no se movió y esperó con calma a escuchar lo que le tuviera que decir.
–Salid todas de aquí, necesito hablar con esta muchacha a solas.
–Claro, excelencia –la modista y la doncella se esfumaron y lady Frances se le acercó con mucho ímpetu.
–Te recogí en mi casa cuando eras una cría de trece años que se había quedado sola en el mundo. Mi esposo adoraba al cabeza loca de tu padre y, aunque yo apenas te conocía, te di un techo, ropa y comida. Has crecido con mis hijos, hemos cuidado de ti y soportado tus rarezas, así que ahora vas a mostrar un poco de agradecimiento y vas a aceptar el marido que he elegido para ti sin rechistar, sin una réplica, y te vas a largar de una maldita vez de mi casa.
–Milady… –saltó al escuchar el improperio y ella se le puso muy cerca al notar que se aferraba a la pulsera de seda que llevaba en la muñeca derecha.
–¿Qué es eso?
–Una pulsera, milady.
–Eso ya lo sé. ¿Quién te la ha dado?
–Charles… –susurró y cuadró los hombros–. Lord Charles Villiers, milady.
–¿Recibes regalos de hombres? ¿Quién eres? ¿Una cualquiera?
–Conozco a Char… a lord Villiers de toda la vida, es como un hermano, y me la ha traído de su gira por Italia, milady.
–¿No te habrá propuesto matrimonio también?
Sin querer se sonrojó y la duquesa estalló en un enfado monumental, agarró el primer jarrón que tenía a mano y lo estrelló contra el suelo.
–Escúchame, mocosa –la sujetó con fuerza por el codo y Aurora frunció el ceño e intentó zafarse, pero no pudo–. Un hijo del duque de Buckingham jamás, ¿me oyes?, jamás se casará con alguien como tú, la pobre huérfana del hijo menor de un duque, así que déjalo en paz y olvídate de él.
–Yo no…
–Su padre jamás lo consentirá.
–Charles no es el heredero –contestó más por orgullo que por otra cosa y su tía la señaló con el dedo.
–Es el segundo hijo del duque más poderoso de este país y ya tiene un compromiso apalabrado, así que aléjate de él o te mandaré a vivir a las Colonias.
–No tengo ningún interés en casarme con él, milady –se deshizo de su garra y cuadró los hombros.
–Eso espero, porque antes de que acabe el verano anunciaremos su compromiso con tu prima Rose.
Guardó silencio pensando en que Charles no soportaba a la pobre Rose más de diez minutos seguidos y su tía soltó una risa de satisfacción.
–Tendrán la boda más grande y ostentosa que Londres haya visto jamás, así que olvídate de tus fantasías y esta noche dame el nombre de tu futuro marido. Ya bastante he hecho gestionando estos asuntos por ti, que ni siquiera llevas mi sangre.
–Insisto, milady, es una decisión muy importante que no puedo tomar de forma tan precipitada, así pues, si usted…
–Tienes hasta esta noche, no pienso repetirlo.
–Tía Frances…
–Ya no eres una niña, eres una mujer, y no puedes seguir viviendo bajo el mismo techo que mis hijos. Sé que te persiguen, sé que coqueteas con ellos, que los buscas, y que cualquier día tendremos una desgracia porque, desde luego, niña, aunque te quedes embarazada, ninguno de ellos se casará contigo…
–¿Disculpe?
–Ya me has oído. Todo el mundo sabe lo que haces a mis espaldas.
–Yo jamás…
–¿Te atreves a llamarme embustera?
–No, milady, pero no puedo permitir que se me acuse de semejante falacia.
–La gente habla, nuestros amigos hablan, la servidumbre habla. Si no te casas ahora, te irás a la calle igualmente. No te quiero ya más por aquí.
–Muy bien, tía –cuadró los hombros con los ojos llenos de lágrimas, ofendida hasta lo más profundo de su ser, y Frances FitzRoy ni parpadeó–. Puedo marcharme esta misma noche.
–Hoy no, que es la fiesta de tu tío, pero mañana, a primera hora, Hanson tendrá preparado un carruaje para ti.
–Gracias, milady –le hizo una educada reverencia y se giró hacia la puerta, pero ella la siguió y le cortó el paso.
–Sola, sin una familia que te respalde, vas a terminar arruinada y mancillada en cualquier vereda. ¿No te crees tan lista?, ¿no eres la más inteligente de la familia?, pues piensa un poco y cásate. Esperaré tu decisión hasta la medianoche.
–Me iré con la familia de mi madre a Escocia, milady, y una vez allí decidiré lo mejor para mi futuro.
–¿Con esos plebeyos muertos de hambre? Te desplumarán y luego te echarán a la calle.
Aurora no le contestó, pero la miró desde su altura con toda la impotencia y la rabia que esa mujer solía provocarle y que llevaba años reprimiendo. Forzó una sonrisa, luego salió al pasillo contando hasta veinte, llegó a la escalera y bajó corriendo hacia los jardines, donde a esas horas ya se estaba sirviendo una cena fría con motivo del sesenta cumpleaños de su tío.
Buscó con los ojos a Mary, una de las doncellas de confianza de la casa, la agarró por el brazo y se la llevó hasta su dormitorio sin mediar palabra. La chiquilla se resistió un poco, pero cuando entraron en el cuarto y le ordenó sacar sus baúles, ella asintió entusiasmada y se puso manos a la obra con el equipaje. Parloteaba sobre la ropa, las joyas y los sirvientes de los invitados que llenaban esa semana la casa de campo de los FitzRoy en Amesbury, mansión propiedad de lady Francis, que había sido su valiosa aportación al matrimonio, y que era su máximo orgullo después del castillo que su marido tenía en Suffolk.
El condado de Grafton había sido creado el once de septiembre de 1675 por el rey Carlos II para su hijo ilegítimo, Henry FitzRoy, por lo tanto, era un título nobiliario relativamente nuevo, además, de oscura procedencia al ser ostentado por un hijo bastardo del rey. Pero su tía Francis solía presumir de alcurnia, de sangre y de propiedades, y lo reivindicaba todo organizando cacerías y semanas enteras de festejos para sus aristocráticos amigos, como esa misma semana, cuando el cumpleaños de su tío había motivado un despliegue tan grande de lujos y derroche que Aurora estaba deseando perderlos de vista.
–¡¿Qué haces?! –su prima Rose entró sin llamar y Aurora la miró, pero no dejó de doblar su ropa sobre la cama–. ¿Te marchas a alguna parte?
–Mañana me voy a Escocia a pasar una temporada con la familia de mi madre.
–¿En serio?, ¿puedo ir yo?
–No, cariño, tú estás de vacaciones aquí.
–Pero… ¿qué haré si te vas? –hizo un puchero y Aurora se le acercó y la abrazó por los hombros–. ¿Me quedaré todo el verano sola con mis hermanos?
–Tenéis muchas visitas, ni notarás mi ausencia.
–Pero…
–Seguro que lo pasaréis muy bien.
–De acuerdo, pero ahora tienes que venir con nosotros, los carruajes están llenándose…
–¿Qué carruajes?
–¿Lo has olvidado? No me lo puedo creer, si tú eras la más entusiasta con la visita de monsieur Petrescu.
–¿Monsieur Petrescu? –de repente se acordó de que ese famoso mago rumano, que triunfaba en París y Londres, había accedido en ir a animar la fiesta de cumpleaños de su tío, y respiró hondo poniéndose las manos en las caderas–. Vaya, es cierto.
–Ha organizado algo muy misterioso para nosotros en Stonehenge, no quiere dar detalles, todo es un secreto, pero dice que ocurrirá esta noche. Vamos, no quiero llegar de las últimas.
–Mira, la verdad es que no me apetece nada…
–Ni siquiera has cenado, me vas a abandonar todo el verano y ahora, ¿te niegas a acompañarme a ver la magia de monsieur Petrescu? No puedes hacerme eso, prima, no puedes o me harás llorar.
–Muy bien –miró a Mary, que seguía la charla con la boca abierta, y agarró su chal de seda–. Voy contigo. Mary, por favor, acaba tú sola con el equipaje, mete todo lo que traje de Londres, mis libros, mis acuarelas y todos mis enseres personales. No te dejes nada, ¿podrás hacerlo?
–Claro, milady.
–Muchísimas gracias. Adiós.
Agarró del brazo a Rose, que tenía diecisiete años, pero parecía una niña de doce, y salieron a la entrada principal de la casa donde varios carruajes estaban dispuestos para llevar a los invitados hasta Stonehenge. Un conjunto de piedras megalíticas que componían un círculo pétreo en plena planicie de Salisbury, a tan solo cuarenta minutos de Amesbury, y que parecía ser el escenario elegido por monsieur Petrescu para impresionarlos con un gran número de magia.
A pesar de la conversación con su tía, su frágil situación personal y el inestable futuro que se cernía sobre su cabeza, no pudo evitar emocionarse ante la aventura y se subió a uno de los últimos carruajes acordándose de sus padres, que habían sido unos apasionados de la arqueología y la historia, también de la astronomía y la astrología, y que muchas veces le habían hablado de Stonehenge. De hecho, ellos la habían llevado por primera vez a visitar el monumento abandonado cuando tenía seis años y le habían hablado de los solsticios de invierno y de verano que, según le habían explicado, eran celebrados allí desde tiempos inmemoriales.
Solo pensar en ellos le produjo un enorme consuelo y decidió que eso era un buen augurio. Estaba segura de que tanto su madre como su padre habrían apoyado su decisión de no casarse a la primera de cambio, con el primer candidato señalado por su tía Frances, con la que, por cierto, ellos nunca habían congeniado, y sabía que habrían estado de acuerdo con su decisión de viajar a Escocia inmediatamente para librarse de las presiones y para pasar una temporada con la familia Abercrombie, la familia de su madre, que no eran ni tan aristocráticos, ni tan ricos como los FitzRoy, pero que al menos no la obligarían a nada, ni la acusarían de estar seduciendo a sus primos, ni le sacarían en cara a diario todo lo que estaban haciendo por ella.
–Vaya, palomita, qué guapa –su primo Alister se agarró a la puerta del carruaje en marcha y se asomó para mirarla de arriba abajo–. Te estaba esperando en el salón y si alguien no me avisa de que te habías apuntado a la idiotez de ese mago, aún seguiría aguardando junto a la chimenea.
–Déjala en paz, Alister –ladró Rose y él la hizo callar.
–¡No te metas, estúpida mocosa de…!
–Ya está bien, no le hables así.
–¡Deténgase, Chester, que voy a entrar! –ordenó Alister al cochero. Esperó a que se detuviera, abrió la portezuela y se desplomó frente a ellas–. Mejor nos vamos de vuelta a casa.
–No, por favor, queremos ver a monsieur… –balbuceó Rose y Aurora la agarró de la mano.
–¿Monsieur? ¿Un puñetero franchute? De eso nada, nos volvemos a casa ahora mismo.
–No es francés, es rumano.
–Peor me lo pones. ¡Chester! –gritó, pero Aurora se inclinó y le rozó la muñeca, él la miró y le sonrió con los ojos brillantes.
–Solo queremos ver un truco de magia, Alister, luego nos volvemos a casa. Por favor, ¿eh?
–Tus deseos son órdenes, palomita.
Él le guiñó un ojo y Aurora tragó saliva mirando por la ventanilla.
La pura verdad, no podía negarlo, era que sus dos primos, Henry y Alister, apenas la dejaban en paz. Ambos se disputaban su atención y desde que habían dejado Eton para iniciar estudios superiores en Oxford y Cambridge respectivamente, se creían los dueños del mundo, unos hombres hechos y derechos, y más de una vez se habían llevado un buen bofetón por sus insinuaciones o por sus actos, porque Henry había intentado incluso besarla.
No eran más que un par de críos de veinte años envalentonados y acostumbrados a hacer lo que les viniera en gana, no eran peligrosos y sabía manejarlos pero tenía que reconocer que cada día se le hacía más difícil lidiar con ellos, sobre todo en vacaciones, y sería otro alivio poner tierra de por medio y perderlos de vista para su tranquilidad, y especialmente para la tranquilidad de su insoportable madre, que tenía una mente sucia y perversa. Una capaz de imaginar coqueteos y seducciones donde solo había juegos y chanzas adolescentes.
–Lady FitzRoy, llevo horas esperando –Charles Villiers le abrió la portezuela y la ayudó a bajar del carruaje ignorando a Rose, que saltó al césped mirando con la boca abierta las gigantescas piedras de Stonehenge–. Ni siquiera has cenado conmigo, qué descortés.
–El que faltaba –bufó Alister dándole con el hombro al pasar por su lado, Charles sonrió y lo ignoró sin perder de vista a Aurora.
–¿Dónde te habías metido, Dawn?[1]
–He tenido una charla bastante poco amistosa con mi tía, ya te contaré. ¿Tenemos un buen sitio para ver el espectáculo?
–¿Poco amistosa?, ¿qué ha ocurrido? –le ofreció el brazo y caminaron juntos hacia el círculo de piedras donde monsieur Petrescu, rodeado de antorchas encendidas, estaba ultimando los detalles de su misterioso truco de magia.
–Quiere que elija hoy mismo a mi futuro marido, tiene dos candidatos óptimos y…
–¡¿Qué?! –Charles se detuvo y le clavó los ojos azules–. Yo aún no he hecho mi propuesta formal.
–Charly…
–No puede ser, ¿te habrás negado?
–Sí, pero se ha enfadado muchísimo y el resultado es que me voy a Escocia con mi familia materna, no quiere… –obvió los detalles de la discusión y Charles Villiers se sacó el sombrero y se atusó el pelo–. Es mejor así, sabes que nunca me ha tolerado demasiado, pero últimamente todo va a peor y…
–Muy bien, es perfecto. Tú te vas a Escocia, yo convenzo a mi padre para que ultime de una vez por todas los detalles del compromiso matrimonial, hago mi propuesta y nos casamos el día de tu cumpleaños.
–Charles…
–De aquí a octubre lo tendremos todo resuelto, no te preocupes, Dawn. ¿La petición de mano tendré que hacerla ahora a tu tío Gerard Abercrombie o seguirá siendo lord FitzRoy tu tutor legal?
–Supongo que mi tío Hugh seguirá siendo mi tutor legal, pero… –miró hacia el círculo de piedra y vio que todo estaba a punto de empezar–. Acerquémonos a ver esto, ¿quieres? No me apetece seguir hablando de este tema.
–De acuerdo, pero dime una cosa –buscó sus ojos y ella asintió–. ¿Te casarás conmigo?
–Charly, por Dios…
–Aurora Alexandra Elizabeth Clara FitzRoy, ¿te casarás conmigo?
–Vamos… –se agarró de su brazo y lo hizo caminar hasta las banquetas de madera instaladas por el personal de los duques para sus distinguidos invitados.
–¡Hoy jugaremos con el tiempo, con el espacio, con la vieja magia, con la nueva ciencia, hoy, ladies and gentlemen, os enseñaré mi poder! –gritó monsieur Petrescu por encima de los murmullos y todo el mundo guardó silencio.
Aurora buscó con los ojos a su prima Rose, que estaba sentada a la diestra de las hermanas Etherington, y le sonrió, desvió la vista y se encontró a su tío y a sus primos de pie, observando la escena con incredulidad y un poco de burla, movió la cabeza y se topó de pronto con la mirada iracunda de su tía Frances, que le hizo un gesto para que se apartara de Charles Villiers, pero ella la ignoró y prestó atención al mago.
–Desde tiempos inmemoriales, desde los primeros hombres, este círculo ha estado cargado de magia, de poder, de alquimia, y hoy haremos desaparecer a mi ayudante delante de vuestros propios ojos…
–Dawn –Charles le cogió la mano disimuladamente y se inclinó para hablarle al oído–. ¿Cuándo te marchas a Elderslie?
–Mañana.
–¿Tan pronto? ¿Por qué?
–Si no quiero decidirme por un marido, tengo que irme en seguida. Es una buena opción.
–La mejor opción es hablar con tu tío ahora mismo –hizo amago de ponerse de pie, pero Aurora lo detuvo y le señaló el escenario donde una de las ayudantes del mago acababa de entrar en una caja de madera que estaban sellando con un montón de cadenas y candados–. No puedo permitir…
–Déjalo, ¿quieres? Cuando esté en Escocia…
–Puedo viajar contigo mañana.
–No, de eso nada.
–No pienso dejarte sola, no pienso pasar el verano separado de ti, ya bastante he hecho recorriendo Italia durante dos meses. ¿Quieres matarme? Todos parecéis estar en mi contra.
–Nadie está en tu contra, Charly, no seas niño.
–¿Que no sea niño? –la miró furioso y ella bufó.
–Deberías hablar con tu padre, Charles.
–¿Qué?
Oyó como la gente aplaudía muy asombrada al ver la caja, tras unos minutos de sortilegios y ceremonial, vacía, sin la ayudante por ninguna parte, y miró hacia allí intentando ignorar a su amigo, pero él insistió tanto que no le quedó más remedio que prestarle atención.
–¿Qué pasa? Háblame, Dawn. Háblame, por favor.
–Mi tía me ha dicho que piensan anunciar tu compromiso con Rose antes de que acabe el verano.
–Eso es una vil mentira.
–Repito, deberías hablar con tu padre.
–¿No habrás dado crédito a semejante embuste?
–Solo te estoy contando lo que me dijo.
–¿Qué más te dijo?
–Que tu familia jamás aceptaría un compromiso con alguien como yo.
–Eso es absurdo.
–Te aprecio muchísimo, Charly, nos conocemos desde niños, eres mi mejor amigo, solo deseo lo mejor para ti y creo que lo mejor para ti ahora es ir a Londres y aclarar tu situación con tus padres, comprobar si ya han firmado alguna propuesta de matrimonio en tu nombre, y después de eso hablaremos. No me moveré de Elderslie, te lo prometo.
–No puede ser, tú tienes que venir conmigo a Londres, hablaremos los dos…
–No, esto es algo que tienes que averiguar tú solo.
–Ladies and Gentlemen! –gritó otra vez Petrescu y Aurora soltó la mano de Charles, se apartó un poco de él y miró al frente–. Habéis sido testigos no de un simple truco de magia, sino de un proceso alquímico de viaje en el tiempo. ¿Alguien se atreve a probarlo en su propia carne?
–¿Viaje en el tiempo? –preguntó un caballero y el mago le hizo una reverencia–. Su ayudante está ahí mismo, detrás de usted…
–Claro, milord, ella ha ido y ha vuelto en unos segundos, el viaje en el tiempo no cuenta las horas y los minutos como nosotros, solo son instantes.
–Una patraña… –soltó alguien por ahí y todo el mundo se echó a reír, Aurora se sintió muy incómoda por el pobre monsieur Petrescu, que solo estaba haciendo su trabajo y se puso de pie.
–¿Milady? –preguntó él con su acento eslavo.
–¿Es inocuo? Quiero decir, ¿es inocuo viajar por el espacio tiempo?
–Espacio tiempo, un término muy exacto, milady, veo que está familiarizada con el concepto.
–He leído algunos libros y mis padres… –de repente se fijó en que todo el mundo la estaba mirando con atención y se sonrojó–. Mi padre era explorador y arqueólogo, un hombre de ciencia que, sin embargo, creía en la posibilidad del viaje en el tiempo.
–Su padre era un hombre sabio, lady…
–FitzRoy, Aurora FitzRoy.
–Encantado, milady, es un placer hablar con una mente abierta como la suya –se escucharon cuchicheos y risas ahogadas, pero Aurora no se sentó–. Y he de decirle que sí, efectivamente, el viaje en el tiempo es inocuo, yo mismo lo he probado muchísimas veces.
–¿Y adónde ha ido? –preguntó con sorna su primo Henry y todos le celebraron la gracia.
–Me temo que ese no es un tema para tratar en público, milord, aunque he escrito varios libros al respecto que usted puede leer cuando guste.
–En Oxford no creo que los encuentre.
–Tal vez se equivoque, milord. En fin… –dio una palmadita y miró a todo el público con una gran sonrisa–. ¿Alguien dispuesto a vivir un viaje por el espacio tiempo? ¿Nadie?
–Yo –dijo Aurora muy convencida y se encaminó hacia el círculo decidida, aunque Charles la intentó sujetar por la falda del vestido–. Será un honor, monsieur Petrescu.
–Una joven valiente, milady –le besó la mano muy educadamente y sus ayudantes abrieron la caja de madera forrada de terciopelo–. ¿Está preparada?
–Absolutamente.
–Adelante…
Le hizo un gesto con la mano para que subiera los cuatro escalones que la separaban de la caja y ella asintió, pero primero alzó la mirada y recorrió al público con atención. A saber, su tío y sus primos siguiendo la escena con una sonrisa, su prima Rose lloriqueando agarrada a la mano de su amiga Theresa Etherington, Charles de pie y con cara de preocupación, su tía Frances bufando de vergüenza e indignación. Era todo un espectáculo observarlos desde allí y miró las imponentes piedras de Stonehenge recortadas contra la oscuridad antes de entrar en la caja y recostarse con cuidado sobre un agradable y blandito fondo de seda.
–Cierre los ojos, respire hondo y déjese llevar, milady. Buen viaje –susurró monsieur Petrescu antes de bajar la cubierta de la caja.
Ella obedeció y cerró los ojos oyendo como las consabidas cadenas y los candados empezaban a cercarla con mucho escándalo. Era parte del espectáculo, pensó, decidida a disfrutar la experiencia, se cruzó de brazos y se durmió.
[1]Dawn es la versión inglesa del nombre latino de Aurora.
29 de junio de 2019. Salisbury, Condado de Wiltshire, Inglaterra
Miró el green y respiró hondo disfrutando del aire puro, el buen tiempo y la tranquilidad del campo de golf a esas horas de la tarde. Le encantaba jugar solo y tranquilo después de las siete, cuando los jubilados y los golfistas más habituales entraban al club para cenar.
Agarró el palo con las dos manos y sintió un escalofrío por todo el cuerpo; detuvo el movimiento, se enderezó y miró a su alrededor. Ni un alma, ni siquiera un caddie, porque no solía utilizar sus servicios, así que volvió a su posición y se dispuso a ejecutar el swing, pero antes siquiera de volver a parpadear, el teléfono móvil le vibró en el bolsillo trasero de los pantalones.
–¡Maldita sea! –gruñó, mirando el aparatito. El segundo mensaje de Perpetua, su ayudante, diciéndole que Karen y Paulette, dos de sus amigas, lo habían llamado ya catorce veces al despacho. Una pesadilla.
Hacía cuarenta y ocho horas a punto habían estado de crucificarlo por infidelidad y mal comportamiento, y ahora no lo dejaban en paz e insistían en hablar con él, cuando él ya no tenía nada que hablar con ninguna de las dos.
–Os podéis ir al carajo –susurró apagando el teléfono móvil, y lo guardó nuevamente en el bolsillo.
Existían mujeres muy perseverantes. No conocía a tíos así, la mayoría de sus amigos o conocidos daban un poco la lata, pero se solían rendir pronto cuando la negativa era tajante, sin embargo, algunas tías te podían perseguir durante años y años y no se cortaban un pelo. Él había conocido a varias, alguna a punto había estado de volverlo loco, y Karen y Paulette estaban empezando a entrar en esa categoría: la de las locas desatadas y carentes de vergüenza que no aceptaban jamás un no por respuesta y que consagraban su vida a intentar cambiarte, cuando a él no lo cambiaba ni Dios.
Hacía dos días Karen lo había pillado con Paulette en la cama de un hotel. Había aparecido por sorpresa, después de engañar y sobornar al recepcionista, y había montado tal escándalo que el gerente y el jefe de seguridad aparecieron en la suite para llamarles la atención y pedirles que se marcharan.
Él odiaba ese tipo de gilipolleces, nunca las había tolerado, y como no tenía ningún compromiso con ninguna de las dos no se sintió culpable ni responsable de nada, al contrario, se había cabreado y las había dejado plantadas sin despedirse. A una por entrometida y a la otra por escandalosa, porque Paulette, en lugar de mantener la calma, se había puesto hecha un basilisco y había intentado abofetearlo.
A la media hora de aquello, Karen ya lo estaba llamando para reconciliarse, llorando arrepentida, Paulette igual, así que había decidido no hablar con ninguna y escaparse a Bath, a casa de su hermana Meg, donde podía pasar un par de días tranquilo y jugando al golf totalmente en paz porque nadie, ninguna de sus conquistas, sabía dónde vivía su hermana y ni en sueños podrían localizarlo.
Espantó los malos rollos y volvió a fijarse en el green, se puso en posición y levantó el palo, pero una dulce voz femenina lo detuvo a medio camino del golpe y se giró hacia ella con ganas de asesinarla.
–Disculpe, milord, no sé dónde estoy. ¿Podría ayudarme?
–¿Cómo dice?
La miró de arriba abajo y dio un paso atrás. Iba vestida como un personaje de Jane Austen, así que inmediatamente pensó que era una de las amigas de su hermana, una de esas frikis «Janeites», que ese fin se semana se reunían en Bath para asistir al baile anual de Regencia del Jane Austen Centre Bath. Le sonrió, pero ella lo miró con unos ojos de terror que lo hicieron ponerse serio de golpe.
–¿Estás bien? ¿Necesitas algo?
–¡Ay, Dios bendito! ¿Es usted escocés? –se le acercó en cuanto identificó el acento y él asintió–. ¿Estoy en Escocia? Me llamo Aurora, lady Aurora FitzRoy, soy hija de Arthur y Clara FitzRoy, barones de Seagrave. Mi madre es una Abercrombie de Elderslie… Yo, creo que me he desorientado y no sé dónde estoy, no recuerdo nada y…
–¿En serio? –le preguntó entornando los ojos y un poco impresionado por esa cara tan preciosa que tenía, y ella se alisó la falda intentando no echarse a llorar–. Soy escocés, pero no estamos en Escocia, esto es el High Post Golf Club de Salisbury…
–¿Salisbury? Santa madre de Dios, ¿hacia dónde está Stonehenge, milord?
–A unos veinte minutos de aquí –le indicó el camino y ella asintió con una venia muy educada antes de girarse para echar a andar por el campo–. ¿No pretenderás ir a pie?
–¿Puede dejarme un carruaje, milord?
–¿Un carruaje? –soltó una risa y ella frunció el ceño–. ¿Esta es una broma de mi hermana?, ¿una cámara oculta?
–¿Cómo dice, milord? Me temo que no le entiendo.
–Ya es suficiente, eres muy buena, pero…
–¿Disculpe? –lo observó con esos inmensos ojos oscuros desolados, él la calibró de nuevo con atención y pensó que, o era una actriz estupenda, o estaba completamente loca–. ¿Milord?
–No soy ningún milord, me llamo Richard, Richard Montrose, y me encanta la broma, pero…
–¿Richard Montrose? ¿Es pariente de lord James Graham?
–¿James Graham?
–Cuarto duque de Montrose, él me conoce perfectamente, mi madre…
–Mira, no sé hasta dónde estáis dispuestas a llegar, pero para mí ya es suficiente. Son las siete y media, seguro que te esperan en Bath para el baile de Regencia.
–¿Qué baile de Regencia, milord… señor Montrose?
–Nada, nada, hasta otra.
Le dio la espalda y se inclinó para comprobar que la pelota seguía en su sitio, hizo amago de concentrarse en el golf, pero de pronto se le hizo un agujero de angustia en el centro del pecho, se giró hacia la jovencita de Sentido y Sensibilidad y vio que ya iba a buen paso caminando hacia el campo, tiró el palo al suelo y corrió detrás de ella.
–Oye, tú… Aurora, un momento. ¿Dónde crees que vas? Por ahí no podrás salir a la carretera, tienes que volver al club y salir por el parking principal.
–¿Por dónde, señor? –se detuvo y lo miró a los ojos sollozando. Lloraba a mares y Richard Montrose, que en el fondo de su gélido corazón era un caballero, se conmovió y le sonrió conciliador.
–No te preocupes, yo te llevo en coche a Stonehenge, pero antes déjame hacer una llamadita. ¿Ok? Espera aquí.
Ella asintió con cara de desconcierto y se sentó en un banco de madera que le indicó junto al green. Parecía cansada y perdida y no podía dejarla abandonada a su suerte, así que lo primero era llamar a su hermana para ver qué nivel de responsabilidad tenía ella en todo ese asunto.
–Margaret.
–¿Margaret? ¿Estás cabreado, hermanito?
–No lo sé, ya veremos. ¿Me has mandado a una de tus amigas «Janeites» para gastarme una broma? Porque ha sido muy buena hasta que se ha desmadrado un poco.
–¡¿Qué?! No entiendo nada.
–¿No has mandado a una friki vestida de Jane Austen para fastidiarme el golf?
–No, ¿de qué estás hablando? ¿Qué pasa?
–¿Me lo juras?
–Te lo juro, ¿qué ha pasado?
–Estoy en el club y… –observó de soslayo a Jane Austen y se apartó un poco– ha aparecido una chica preciosa, muy guapa, vestida como una de tus amigas frikis, llamándome milord y recitando una retahíla de títulos para identificarse. Incluso me ha preguntado si soy pariente de un tal James Graham…
–¿El duque de Montrose?
–¿Sabes quién es?
–¿Tú no? Joder, Richard, vives en la inopia. James Graham fue el cuarto duque de Montrose, contemporáneo de Jane Austen.
–Vale, eso ahora mismo me importa un pimiento, lo que me preocupa es que esta chica, que llora como una magdalena, quiere ir a Stonehenge a pie. Al parecer se ha perdido, o eso dice. Si no me la has enviado tú, igual se ha escapado de un siquiátrico.
–Ya estamos, siempre en lo peor. ¿No será alguna de tus amantes despechadas?
–La hubiese reconocido, ¿no crees?
–¿Estás seguro?, porque tú, macho…
–Bueno, ¿puedes ayudarme? A lo mejor solo es una «Janeite» demasiado metida en su papel y solo necesita que la lleven a casa.
–Estoy en el baile.
–Ya sé que estás en el baile, pero…
–Mándame una foto.
–¿Qué?
–Ahora.
Le colgó y él respiró hondo, miró al suelo, localizó la cámara del móvil, la pulsó y se giró para fotografiar a la señorita Aurora, que parecía cada vez más angustiada, aunque lloraba sin emitir sonido alguno. Le dio mucha lástima, pero no se amilanó en hacer las fotos, luego abrió el WhatsApp y se las mandó todas a Meg, que tardó unos cuantos minutos en responder con una llamada.
–¿Qué? ¿Ahora me crees?
–Voy para allá.
–¿Vienes? Genial, voy a llevarla al club para tomar algo, te esperamos allí.
–¡No! Que se quede ahí quieta, ni siquiera le hables, no la asustes. Tardo diez minutos en llegar.
–Meg…
Su hermana colgó y él miró al cielo sabiendo que el golf, por el momento, se había acabado. Se acercó a Aurora y le habló con precaución, porque a medida que pasaban los minutos parecía más desorientada y confusa, y no quería empeorar las cosas. Buscó sus ojos y le sonrió.
–Tenemos que quedarnos aquí unos minutos, mi hermana viene de camino y te llevará adonde quieras, ¿de acuerdo?
–¿Su hermana? Muchísimas gracias, milord.
–Me llamo Richard. ¿Quieres un poco de agua? –fue al carrito de golf y sacó la botella de agua sin abrir, volvió y se la extendió, pero ella la miró como quien ve por primera vez el mar–. Te vendrá bien beber un poco.
–¿Beber? ¿Cómo?
–¿Cómo que…? –bufó, la abrió y se la pasó sin la tapa, ella la siguió observando con estupor, pero finalmente se la puso en los labios y bebió un poquito–. Bebe más, la deshidratación es peligrosa.
–¿La qué?
–Nada, déjalo. Voy a recoger mis cosas.
Se apartó para no seguir razonando con una loca, porque evidentemente esa chica muy en su sano juicio no podía estar, y se dedicó a guardar los palos y las pelotas muy en orden, ganando tiempo hasta que Meg pudiera aparecer por allí para hacerse cargo del problema antes de que él acabara perdiendo los nervios.
Lo hizo todo con parsimonia, mirando la hora y finalmente se apoyó en un árbol en silencio, observando de reojo a esa pobre cría, porque debía de ser muy joven, que lucía un vestido de esos que coleccionaba su hermana, muy bonito, y un peinado típico de las películas de Jane Austen. Tenía el pelo oscuro, la piel inmaculada y sorprendentemente luminosa, y unos ojos negros enormes y brillantes, muy inocentes, y…
–Oh, milady, gracias a Dios…
Oyó que exclamaba con alivio poniéndose de pie y Richard se dio cuenta de que había divisado la figura de Meg, que caminaba hacia ellos vestida de época. De «Janeites», como todas sus amistades que ese día se reunían en Bath para celebrar el dichoso Baile de Regencia de Jane Austen.
Se alegró de ver que al fin llegaban los refuerzos y la siguió de cerca cuando empezó a caminar muy decidida hacia su hermana y hacia Ben, su mejor amigo, que también venía vestido como en el siglo XVIII. Él era otro fanático experto en la señorita Austen, pero además era siquiatra, y eso era precisamente lo que necesitaban allí, pensó, llegando hasta ellos justo a tiempo de ver como Aurora cogía las dos manos de su hermana y la miraba a los ojos emocionada.
–Milady, muchísimas gracias por venir. Mi nombre es Aurora FitzRoy, soy hija de Arthur y Clara FitzRoy, barones de Seagrave. Mi madre es una Abercrombie de Elderslie, y estoy, estoy… –se echó a llorar y Meg miró a Richard con lágrimas en los ojos–. Es evidente que estoy perdida, no sé dónde estoy, no recuerdo nada, y solo gracias a su distinguido hermano, que ha tenido a bien auxiliarme, he evitado un mal mayor porque podría…
–Tranquila, lady Aurora –susurró Ben tomando las riendas del asunto–. Me llamo Benjamín Ferguson y esta es mi buena amiga, la señorita Montrose, Margaret Montrose. ¿Nos podría decir de dónde viene usted exactamente?
–Estoy pasando el verano en Amesbury, en casa de mis tíos, los duques de Grafton, y en la fiesta de cumpleaños de mi tío Hugh nos fuimos todos hasta Stonehenge para ver un truco de magia de monsieur Petrescu, ¿lo conocen ustedes? –los tres negaron con la cabeza–. Es una celebridad en el mundo de la magia y me ofrecí voluntaria para participar en su espectáculo.
–¿De qué manera?
–Dijo que experimentaría un viaje en el tiempo, me metí dentro de su caja mágica y desperté aquí… no sé nada más –Ben le pasó un pañuelo de encaje y ella se enjugó las lágrimas–. Necesito encontrar a mi familia, a monsieur Petrescu, necesito ir a Stonehenge.
–Por supuesto, tranquila –Meg le apretó las manos y le sonrió–. La ayudaremos en lo que podamos.
–¿De qué año estamos hablando? ¿En qué fecha estamos, milady? –quiso saber Ben y Richard lo acribilló con la mirada.
–Junio de 1819, ¿no es así, milord?
–¿Quién reina en Gran Bretaña e Irlanda, milady?
–Su majestad el rey Jorge III, milord, aunque desde su última recaída en 1811 su alteza real, el príncipe de Gales, gobierna como regente –se puso seria, entornó los ojos y Richard intervino llevándose a su hermana del brazo.
–Dadnos un minuto, por favor –la apartó de los dos, viendo como Ben se llevaba a Aurora de vuelta al banco de madera junto al green, y le habló mirándola a los ojos–. ¿No la conocéis? ¿No es una de tus colegas «Janeites»?
–No.
–Entonces no deberíais interrogarla así, deberíais llevarla a un hospital, que le hagan una valoración y localicen a su familia. ¿No sois médicos? Por el amor de Dios, haced algo útil, no la pongáis más nerviosa.
–Eso es lo que intenta Ben, valorarla. Tiene un discurso muy coherente, es increíble –sacó el teléfono móvil y empezó a buscar datos sobre los Grafton, los Seagrave y, por supuesto, del tal mago Petrescu.
–Por supuesto que es coherente, está claro que se cree a pies juntillas todo lo que dice.
–El tal Petrescu existió, qué fuerte, fue encarcelado en 1819 acusado de secuestro y homicidio porque hizo desaparecer a una joven aristócrata durante uno de sus trucos.
–¿En serio?
–Te lo juro –le pasó el móvil y Richard leyó los detalles del oscuro caso del que, sin embargo, no se daban datos concretos.
–Ella puede haber leído esto también y…
–No creo que padezca un trastorno siquiátrico –Ben se les acercó sacándose el sombrero y pasándose la mano por la cara–. Y, aunque obviamente hay que valorarla a fondo, creo que dice la verdad.
–Claro que dice la verdad, vive su fantasía, ¿no hay gente con personalidades múltiples?
–No parece un trastorno de identidad disociativo, pero es precipitado decirlo, sin embargo… –volvió a pasarse la mano por la cara y se giró para mirar a Aurora y sonreírle–. ¿Habéis visto su ropa?, parece auténtica, es valiosísima, yo solo he visto algo parecido en el Victoria&Albert Museum o en alguna exposición del Palacio de Kensington. Solo el broche que lleva en el pelo vale más de lo que gano yo en todo un año. ¿Y los anillos, el camafeo de oro, los pendientes, el chal?… Sin contar con ese acento exquisito que tiene, habla un inglés pulcro y perfecto. Nunca había oído algo semejante, no al menos en una chica tan joven.
–Puede pertenecer a una familia rica, que esté pirada no significa que sea una pobre chavala de Tottenham Hale.
–¡Richard! –lo regañó su hermana y él levantó las manos.
–Vale, lo que queráis, pero mi opinión es que deberías llamar a la poli o llevarla a un hospital para que la identifiquen y avisen a su familia o a sus tutores legales. Esta chica parece estupenda, pero muy bien no puede estar.
–Aun así te has quedado con ella y has intentado ayudarla.
–Porque en seguida comprendí que algo no iba bien y porque está muy buena –les guiñó un ojo y Meg movió la cabeza–. Creí que era de las tuyas, una «Janeites» a la que se le había ido un poco más la olla.
–En fin, nosotros nos ocupamos, gracias por llamarnos, hermanito. Aurora… –se giró hacia la joven que seguía como en estado de shock y Richard las observó en silencio.
–¿Crees que es posible viajar en el tiempo? –preguntó a Ben y él asintió.
–Sí, absolutamente.
–¿Serías capaz de creer que de verdad un mago la ha mandado aquí desde el Stonehenge de 1819?
–¿Por qué no?
–Eres siquiatra, tío, un hombre de ciencia.
–Ante todo soy una mente abierta.
–Genial, sé que la dejo en las mejores manos. Me voy.
–¿Nos vemos en Bath?
–No, creo que se me han quitado las ganas de quedarme por aquí. Cojo el coche y me vuelvo a Londres, mañana tengo un brunch en casa de un cliente y las señales me indican que debería ir.
Se despidió con la mano de los tres. Aurora FitzRoy, o como se llamara, le hizo una educada genuflexión, y él le sonrió dándole la espalda para recoger su equipo y salir corriendo de allí. No supo muy bien por qué, pero de repente le entraron unas ganas tremendas de llegar a Londres, a la gran ciudad y a su moderno y acogedor piso de Chelsea.
Se giró en la cama y las sábanas le parecieron un poco ásperas, seguramente Mary no se había molestado en plancharlas dos veces y si se llegaba a enterar la señora Hanson, se podía ir despidiendo de su día libre.
Estiró las piernas y una lucecita de conciencia se le encendió en el cerebro, abrió los ojos y se sentó en la cama asustada. No estaba en Amesbury, ni en Suffolk, ni en Londres, no estaba ni siquiera en su tiempo, y la realidad le cayó encima como una losa. Se bajó de ese camastro endeble y estrecho, y antes de decidir qué debía hacer, la puerta sonó con dos golpecitos y esa chica tan amable, la señorita Montrose, la doctora Montrose, asomó la cabeza en el dormitorio y le sonrió.
–Buenos días, ¿has dormido bien?
–Sí, muchas gracias, milady… señorita…
–Meg, me ibas a tutear y a llamar Meg, ¿recuerdas? Y así yo podré llamarte Aurora.
–Por supuesto, muchas gracias –se estiró el camisón que le había dejado y buscó la bata con una mano.
–Deberías comer algo y así vamos poco a poco conociendo la casa.
–¿Qué hora es?
–Las dos de la tarde del domingo treinta de junio. Has dormido muchísimo y eso es bueno.
–¿Las dos de la tarde del domingo? ¿Me he perdido el servicio religioso? –guardó silencio al ver la cara de su anfitriona y ella le sonrió.
–No pasa nada porque no vayas a la iglesia un domingo, no te preocupes.
–Pero ¿podré ir otro día? ¿Hay alguna cerca?
–Por supuesto.
–No quiero importunar más de lo necesario, ni ser una molestia, pero mi tía me matará si… –de repente pensó que aquello carecía de importancia y cuadró los hombros–. Lo siento, es que es la costumbre.
–No te preocupes, lo entiendo. ¿Sabrás usar el cuarto de baño? –Aurora asintió no muy convencida y Meg entró en ese diminuto cubículo al que llamaba cuarto de baño para enseñarle otra vez cómo se tiraba de la cadena y se manejaban los grifos del agua caliente y el agua fría–. Tómate el tiempo que necesites, ahí te he dejado algo de ropa o puedes quedarte en camisón, estamos las dos solas en la casa.
–No sé cómo puedo agradecer…
–Shhhh, no pasa nada, estoy encantada de tenerte en mi casa.
Le acarició la mano y se marchó cerrando la puerta. Aurora la observó salir y luego se desplomó en la cama tapándose la cara con las dos manos.
Aún no era capaz de racionalizar lo que le estaba pasando, todavía era todo muy confuso, muy extraño, imposible, pero había decidido mantener la calma e ir paso a paso o se volvería completamente loca.
Lo primero era dar gracias a Dios de rodillas por haber encontrado en medio de tan trágicas circunstancias a personas como los Montrose, que no eran parientes de lord James Graham, pero que la habían tratado con una amabilidad y una generosidad extremas. El señor Richard Montrose, el primer ser humano que había visto tras despertar en medio de un campo desconocido, había sido un poco brusco y distante al principio, pero sus actos denotaban que se trataba de un caballero de los pies a la cabeza, y haber intercedido por ella para dejarla en manos de su hermana que, supo después, era una mujer médico, dejaban claro que era un hombre generoso de espíritu y muy misericordioso, porque jamás se habían visto, no obstante, la había auxiliado sin hacer demasiadas preguntas.
Lo tendría presente en sus oraciones el resto de su vida, lo mismo al doctor Benjamin Ferguson, joven cabal, que junto a la maravillosa señorita Montrose había logrado explicarle en pocas palabras y con mucho tiento que al parecer el truco de monsieur Petrescu había funcionado porque se encontraba en la Inglaterra del siglo XXI, concretamente en el Amesbury del año 2019.
Si se detenía a pensarlo podía perder la razón. Del Amesbury del año1819 al Amesbury del año 2019 en un suspiro, o en un sueñecito, porque solo recordaba haberse recostado en esa caja y haber cerrado los ojos. Nada más.
Antes de salir de Amesbury, de un campo de golf le explicaron ellos, estuvieron hablando muchísimo de su época. Le preguntaron nombres, fechas, costumbres, hábitos… Al principio no estaba muy dispuesta a contestar, pero a medida que fue conociéndolos y confiando en ellos de manera natural, fue respondiendo y ellos cotejando sus respuestas en un aparatito luminoso que llevaban en la mano. De ese modo, y sin pretenderlo, fueron creyendo en su verdad, ella en la de ellos y acabaron convenciéndola para buscar refugio en Bath, en casa de la señorita Montrose, que tenía un piso de soltera donde la podía alojar el tiempo que fuera necesario.
En ese momento empezó el verdadero drama de su vida.
Caminaron por el campo de golf hasta tener que entrar en un edificio extraño, de una sola planta, donde había mucha gente charlando, paseando, entrando y saliendo en medio de una luz estridente que cegaba bastante, pero que soportó porque sus dos nuevos amigos la cogieron del brazo para superar el trance sin desmayarse.
La experiencia de la luminosidad artificial del lugar casi le provocó náuseas, pero mucho peor fue ver la ropa de sus habitantes, chillona, escasa y muy similar, porque tanto hombres como mujeres vestían con pantalones, no vio ningún vestido bonito, no llevaban chaquetas, ni sombreros y se hablaban a gritos. Aquella gente chillaba mucho y todo olía a penetrantes perfumes que se mezclaban con otros aromas menos identificables, como un olor metálico, pesado y denso que saturaba el aire y que había notado nada más despertar en medio del campo.
Polución había dicho Meg que se llamaba, cuando le explicó la sensación de ahogo que le provocaba, y dio por hecho que tenía que ver con alguna mina de carbón cercana o alguna industria manufacturera de esas que empezaban a poblar Londres.
Una vez sortearon la luz, la gente, las voces altas y los olores penetrantes, llegaron a una explanada donde había muchos vehículos de colores, con ruedas pequeñitas, que esperaban pegados, unos al lado de los otros y en perfecto orden, a que los engancharan a sus caballos, o eso creyó ella erróneamente, porque al final no fue así ya que Meg y Ben (que se habían empeñado en que los llamara por su nombre de pila) la miraron a los ojos y le hablaron de los coches modernos, los vehículos a motor que no usaban la fuerza de ningún animal para moverse y que iban a tener que utilizar para llegar hasta Bath.
Santa madre de Dios. Recordar la experiencia de entrar en ese pequeño espacio con olor a encierro, sentarse en una de sus butacas pegadas al suelo y sentir cómo se ponía en marcha y se movía suavemente por una carretera negra con rayas blancas le provocó una náusea y se fue corriendo al cuarto de baño, pero no vomitó. Ya había devuelto bastante de camino a Bath, porque aquello se movía sinuosamente y muy rápido, y era peor que ir en barco.
Pararon unas tres veces hasta que se acostumbró al vaivén y finalmente, tras cruzarse con cientos de vehículos iguales al suyo, llegaron a la preciosa Bath, donde su tía Janet, una hermana de su madre, tenía su casa de veraneo, aunque obviamente en el siglo XIX y no en esa ciudad inmensa que se fue abriendo delante de sus ojos hasta que dejaron el coche pegado a una acera y entraron en casa de Margaret Montrose, que se parecía bastante a las nuevas residencias que ella ya había visto en Londres.
Hasta allí todo más o menos bien para ser una joven inexperta de 1819, eso sí, gracias a la ayuda inestimable, la comprensión y el apoyo de sus nuevos amigos, que fueron en todo momento hablándole, explicándole y calmándola cada vez que se asustaba o se paralizaba por lo que veía. Los dos habían tenido una paciencia infinita y no sabía cómo podría compensar todo ese esfuerzo, no lo sabía, porque no estaba en casa y estaba atada de pies y manos, pero lo haría, algún día lo haría porque se lo merecían todo.