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Nueva York, 1922. Charlotte Aldridge-Bennett, una rica y progresista joven de la alta sociedad de Manhattan, sueña con un futuro esplendoroso de libertad e independencia gracias a su inminente boda sin imaginar que un cóctel de moda en los Estados Unidos de la Ley Seca, el bloody mary, la empujará a conocer a un estibador buscavidas y soñador, Frank Gabbiani, un italoirlandés trabajador y sorprendente, que irrumpirá en su vida trastocando su existencia, sus principios y sus promesas, sin que pueda hacer nada por evitarlo. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 165
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Claudia Velasco
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Bloody Mary, n.º 101 - diciembre 2015
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-687-7241-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Bloody Mary (Charlotte)
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Cuando me propusieron hacer un relato para este libro, me encantó el desafío y, cuando me dijeron que la historia tenía que inspirarse en un cóctel, solo pensé en el bloody mary, ¿por qué?, porque es muy inglés.
Este cóctel lo creó un barman francés, en París, en 1921, y tuvo la brillante idea de bautizarlo con el apodo que los ingleses daban a la reina María Tudor en el siglo XVI, María la Sanguinaria, simplemente porque llevaba zumo de tomate (además de salsa Worcestershire, nada más británico). Esta osada idea de Fernand Petiot le confirió al cóctel un atractivo histórico muy novedoso que se entrelazaría varias décadas después con dos de las pasiones que han marcado firmemente mi trabajo como escritora: Inglaterra y la historia inglesa del siglo XVI. Soy una apasionada de la Inglaterra Tudor y, si existe un cóctel que hace referencia a ella de forma tan directa, ese cóctel es mío y, si alguien me propone escribir un relato con un cóctel como inspiración, no cabe la más mínima duda, solo podía ser el bloody mary.
Pietot quiso darle un aire histórico a su bloody mary y siguiendo su estela yo quise escribir un relato histórico ambientado en los intensos años veinte, década del nacimiento del cóctel. Ahora cóctel y relato están entrelazados para siempre y esta mágica circunstancia me parece una verdadera fortuna.
Claudia Velasco
Manhattan, Nueva York, febrero de 1922
—Tres cucharadas de agua con misterio… —El barman enseñó de refilón la botella de vodka, miró a su entregado y elegante público y sonrió. Era igual que un alquimista a punto de desvelar el elixir de la eterna juventud, pensó Charlotte Aldridge-Bennett. Suspiró un poco aburrida— una cucharada de zumo de limón, seis de zumo de tomate, dos golpes de salsa Worcestershire, tres gotitas de tabasco, sal, pimienta negra recién molida… y… tres cubitos de hielo. —Agitó la mezcla, la sirvió en un vaso largo y lo levantó—. Damas y caballeros, les presento el bloody mary, el cóctel más famoso de París.
Ohhhhhh, se oyó por todo el salón de los Aldridge-Bennett justo antes de que estallaran los aplausos y los vivas, mezclados con los tintineos de las joyas y los chales de las damas más ricas y distinguidas de Nueva York. Charlotte miró la hora y disimuladamente retrocedió hacia la puerta que la separaba del pasillo, la cocina y la libertad. Hizo amago de escabullirse, pero la voz del barman la detuvo a medio camino dejándola justo al lado de una de las mesas de buffet:
—El bloody mary hace referencia a la reina María I de Inglaterra, la hija de Enrique VIII, la católica reina Tudor. Fue apodada María la Sanguinaria por su propio pueblo, por mandar a la hoguera a más de trescientos protestantes durante sus cinco años de reinado…
—¿Y es eso malo? —oyó Charlotte a su espalda y se giró para mirar al gracioso de turno. Se trataba de un camarero, uno de esos que su madre solía contratar para fiestas como aquella, y lo fulminó con la mirada. Él levantó la vista y le guiñó un ojo.
—¿Será…?
—Fernand Petiot —continuó diciendo el barman— lo preparó por primera vez el año pasado en el bar New York de París y ahora, con su autorización por supuesto, se lo presento aquí en primicia, en casa de nuestros queridos y maravillosos anfitriones, los señores Aldridge-Bennett. ¿Quién se anima a probarlo?
—Yo, yo, por favor…
Todo el mundo se lanzó hacia el bar para probar el brebaje aquel, rojo y extraño, y Charlotte Aldridge-Bennett aprovechó su gran oportunidad, llegó a la puerta del salón, enfiló todo el pasillo, bajó las escaleras, entró en la cocina, agarró su abrigo y cruzó la estancia como alma que lleva el diablo antes de que Winnie, el ama de llaves, la pillara escapándose de la fiesta de cumpleaños de su madre.
Ella había pedido permiso a sus padres para asistir a la charla que la señorita Alice Stokes Paul iba a dar en la biblioteca municipal, incluso había rogado un poco. Sin embargo, se habían negado en redondo a dejarla ir para que se relacionara con aquellas «feministas, liberales y cabezas de chorlito» a las que su padre, y su propia madre, odiaban por encima de todas las cosas. Así que no era culpa suya si tenía que escaparse de casa como una delincuente, no lo era, y no pensaba sentirse culpable.
—¿Adónde va? —El camarero burlón le habló mientras subía las escaleras de servicio hacia la calle y se detuvo medio segundo para observarlo: alto, fuerte, con un esmoquin prestado y unos ojos oscuros y brillantes enormes.
—¿Cómo dice?
—Que adónde va —Se apoyó en la pared oscura que separaba la zona de descarga de las caballerizas y le hizo un gesto con la cabeza—. Sea donde sea la están siguiendo.
—¿Qué? —Giró sobre los talones y vio cómo Robert, su prometido, cruzaba con energía la cocina directo hacia ella—. ¡Maldita sea!
—Vaya boquita…
—¿Cómo se atreve?
—Charly, preciosa, ¿qué haces? —Robert Davenport III le habló con enorme cortesía pero Charlotte sintió ganas de asesinarlo—. ¿Eh? ¿Qué haces, querida?
—Yo… bueno… yo…
—No lo encuentro, señorita, es probable que lo haya perdido en otra parte —El camarero burlón habló mirando dentro de los enormes cubos de la basura—. Lo siento mucho.
—¿Qué? ¿Perder qué? ¿De qué habla este hombre, Charly?
—Yo…
—La señorita cree que uno de sus pendientes se cayó en una de las bandejas del cóctel, los restos los hemos tirado aquí, pero no lo veo —La miró de reojo tocándose imperceptiblemente una oreja, Charlotte reaccionó, se agarró un pendiente y se lo quitó disimuladamente.
—¿En serio? Pues qué lástima, seguro que lo has perdido en otra parte. —Robert se acercó y le ofreció el brazo—. Y tu madre creyendo que te estabas escabullendo de la fiesta, me envió para comprobarlo.
—¿Me estabas siguiendo?
—Por supuesto, es mi deber. Vamos, Charly, hace mucho frío.
—¿Que es tu deber? Y deja de llamarme Charly, no tengo diez años.
—Vale, caramelito, como quieras. —Robert Davenport III observó de reojo al camarero y tiró de ella para volver a la fiesta—. Entremos, no quiero que te constipes.
Miró al camarero por última vez y siguió a Robert de vuelta a la horrible fiesta. Su guapa madre, segunda hija de un lord de Inglaterra, vivía como una reina entre la alta sociedad neoyorkina y había querido celebrar su cincuenta cumpleaños por todo lo alto. William, su padre, un rico y exitoso naviero estadounidense, que no podía negar nada a su aristocrática y encantadora esposa, había hecho traer al mejor chef de la ciudad para preparar la cena, a la mejor orquesta para el baile y, lo más extravagante del asunto, a un barman para que preparara copas con alcohol en el salón de su propia casa, a pesar de la Ley Seca imperante en todo el país. Un verdadero escándalo que solo alguien como él se podía permitir.
Charlotte miró aquello y se estremeció. Solo faltaban seis meses para su boda con Robert Davenport III y su estatus de prometida la obligaba a asistir a aquellos fastos con la mejor de sus sonrisas, aunque lo que de verdad le apetecía era estar bien lejos de allí, en la biblioteca municipal, conociendo en persona a la señorita Alice Stokes Paul, una de las activistas más conocidas de los Estados Unidos, fundadora del Partido Nacional de Mujeres, líder de la campaña por la Decimonovena Enmienda y una de esas sufragistas que consiguieron el voto para las mujeres norteamericanas en 1920. Su heroína.
—Cambia esa cara, hermanita. —James le puso una copa de ese bloody mary en la mano y ella frunció el ceño—. Está delicioso, pruébalo.
—No bebo.
—Ya tienes diecinueve años, prometido y fecha de boda, puedes beber.
—Muchas gracias, pero no, además es ilegal, ¿sabes?
—Cuéntaselo al alcalde Hylan. —Los dos miraron al edil, que charlaba muy sonriente con una copa en la mano—. Dice que el zumo de tomate es muy saludable.
—Increíble.
—Te voy a revelar un secreto, Charlotte. Si bebes en una fiesta, se te hace menos aburrida.
—Supongo, pero no estoy de humor.
Lo siguiente fue repartir sonrisas, charlar con todo el mundo, hablar con su madre y sus amigas sobre sus preparativos de boda, bailar con sus cuñados, por supuesto con Robert, y aguantar el tipo hasta la medianoche, cuando toda aquella gente empezó a abandonar su mansión en Washington Square para regresar a sus hogares.
Fuera hacía un frío de muerte y estaba nevando. Estaba agotada, pero fue incapaz de subir a su cuarto y meterse en la cama sin más. Esperó a que sus padres entraran en la salita para tomar una última copa a solas, se despidió de ellos y se fue hacia la cocina para buscar al camarero que le había echado un cable delante de Robert. Ese tipo, un poco vulgar y con acento de los suburbios, parecía descarado, sí, pero le había salvado el pellejo evitándole una bronca monumental y un disgusto aún mayor de sus padres, así que solo podía agradecérselo y cuanto antes mejor.
Llegó a la cocina y pilló a todo el mundo en plena ebullición. Todos habían trabajado muchísimo para que la fiesta fuera un éxito y ahí seguían, recogiendo, lavando y limpiando los restos del banquete.
—Winnie, enhorabuena, ha sido maravilloso.
—¿Verdad, señorita? Su madre me ha dicho lo mismo. Ha pasado por aquí para darnos las gracias. Es siempre tan amable…
—Es lo menos que podía hacer. Habéis trabajado muy duro. —Miró alrededor y no vio a nadie parecido a aquel hombre—. ¿Dónde están los camareros que trajo el chef?
—¿Por qué? ¿Algún problema con ellos? Porque si ha pasado algo, yo…
—No, ningún problema, al contrario. ¿Se han marchado todos?
—Están fuera, fumando y tirando la basura. No sé si se han marchado todos.
—Gracias, Winnie. —Dejó al ama de llaves, se arrebujó en el chal y salió a la parte trasera. Subió las escaleras y se encontró a dos camareros, uno pelirrojo y larguirucho, y el otro, el que se había burlado de la reina María antes de interceder por ella delante de su novio—. Buenas noches.
—Buenas noches —respondieron los dos y el pelirrojo tiró la colilla al suelo, como si lo hubiera pillado en un renuncio.
—Solo quería agradecerle lo de… —suspiró— ya sabe. Muchas gracias.
—De nada. —El tipo la miró de frente, con una media sonrisa y descubrió que esos ojazos oscuros que había visto antes no eran marrones o negros, no, eran azules, pero de un azul muy oscuro, muy profundo.
—Me llamo Charlotte, Charlotte Aldridge-Bennett. —En un impulso le extendió la mano, él devolvió el gesto, y ella se la estrechó como hacían los hombres, con firmeza, nada de medias tintas, gesto que lo hizo sonreír.
—Frank Gabbiani, encantado.
—Encantada, señor… —Miró también al otro y él se acercó con bastante más timidez.
—Sean, Sean Rourke, señorita.
—Señor Gabbiani, señor Rourke, buenas noches y muchas gracias por todo.
—Buenas noches.
Les sonrió y se dio la vuelta para bajar tiesa como un palo las escaleras de vuelta a la cocina. Nada más girar notó los ojos de ese tipo encima, muy descarado, era una sensación muy rara, pero fingió no inmutarse, para qué, estaba acostumbrada a que todos los hombres, de cualquier edad o condición, la miraran como al pavo de Acción de Gracias, no iba a ser diferente con unos camareros jóvenes y algo toscos como aquellos. Entró en la cocina, se despidió del personal y caminó a toda prisa en dirección de su cuarto.
—¡Très jolie! —exclamó Robert y ella se dio la vuelta para mirarse en el espejo otra vez. El vestido era de seda salvaje, de color marrón oscuro y le dejaba la espalda al aire, como había insistido Robert, para que pudiera lucir los larguísimos collares de perlas que le había traído de París.
—¿En serio? Si mi padre me ve así, no me dejará salir a la calle.
—Es para nuestra luna de miel, Charly, tu padre ya no tendrá derecho a decir nada.
—Ya pero… —Recorrió su imagen con calma y ver que el escote le llegaba unos centímetros por debajo de la cintura la estremeció—. Me parece demasiado.
—Caramelito —Robert se levantó y la hizo girar hacia él—, eres preciosa, tienes un cuerpo espectacular y yo, que seré tu marido, estoy deseando que deslumbres a todo el mundo.
—No sé, no sé… —Miró a la modista, la señorita Stevens, y ella le sonrió—. ¿Qué opinas, Mary?
—Está guapísima, señorita, y si su prometido la anima no seré yo la que me oponga.
—Pero el ajuar que trajimos de Londres…
—El ajuar que tu madre te compró en Londres está muy bien, pero no es lo que necesitamos para la luna de miel en París.
—Pasaremos un mes en Inglaterra.
—Claro y allí te podrás poner los trapitos que te compró tu madre, pero para París necesitamos otra cosa. Créeme, no sabes cómo van las francesas. Un escándalo.
—No me convence pero… —Buscó con los ojos a su hermana mayor, Elizabeth, y ella dejó de mirar al fin una revista para prestarle atención—. ¿Lizzy?
—Estás guapísima, Charlotte, como siempre. No seas mojigata y aprovecha que Bobby es tan adorable y sabe de moda. Si fuera por Kirk, yo iría por la calle vestida como su madre.
—Gracias, querida. —Robert se acercó a Lizzy, ella le extendió la mano teatralmente, y él se la besó—. Eres un sol.
—Lo sé, cuñadito.
—Y ahora, Mary —volvió a la banqueta de pruebas y llamó a la modista con la mano—, necesitará al menos seis de este estilo. Puedes variar la pechera y bordar dos con los diseños que seleccionamos de esa revista… Dos se quedan lisos y los otros dos con aplicaciones en perlas y cristalitos, ¿podrá hacerlo?
—Por supuesto, señor Davenport.
—Muy bien. ¿Hay telas suficientes?
—Con las muestras que nos trajo, ya las encargamos y me las traen esta tarde.
—Fenomenal… ¿Charly? —Se dirigió a ella, que seguía con los ojos entornados mirando el vestido y le acarició el brazo—. ¿A qué hora tenemos la cita con el señor Bellamy?
—Dentro de una hora.
—Hala, pues cámbiate, que se hace tarde.
—De acuerdo.
—¿Nos pueden servir un té, Mary? —preguntó Robert y se desplomó junto a Lizzy sonriendo—. ¿Qué opinas del bloody mary, cuñadita? Desde el cumpleaños de tu madre nadie habla de otra cosa.
—Estoy loca por él… —Charlotte los miró, saltó de la banqueta y se fue a cambiar a la habitación contigua.
En una hora tenían cita con el importador de vajillas y elementos para el hogar más caro y prestigioso de la ciudad y apenas le apetecía ir. Afortunadamente Robert era el prometido más eficiente y atento que había visto el mundo y se ocupaba de todo, si no…
Se sacó con cuidado el vestido de noche y lo dejó encima de una silla, agarró su ropa de algodón, sencilla y práctica, y se la puso pensando en todo lo que tenía que hacer. Su vecina, la señora Harper-Wilson, había aceptado su propuesta para enseñar a leer a sus hijas y empezaba al día siguiente con las clases. Las niñas tenían siete y cinco años y apenas conocían las letras, así que iba a comenzar con lo más básico, combinándolo con algo de música, matemáticas y francés. Su madre había puesto el grito en el cielo por querer ser «una vulgar institutriz», pero al fin había logrado convencerla de que simplemente sería una maestra a domicilio, de apoyo a las pequeñas, y con la ayuda de su padre, de su hermano James y del propio Robert, había conseguido que aceptara la idea.
Marjorie Elizabeth Anne Charlotte Mary Aldridge-Bennett era siempre así. Se oponía a todo lo que se saliera del protocolo, lo correcto o apropiado para una dama de su condición y, aunque llevaba treinta años viviendo en los Estados Unidos, lejos de su Inglaterra natal llena de prejuicios, seguía sin asumir modernidades como que las mujeres estadounidenses estudiaran y hasta trabajaran con el consentimiento de sus familias y de la sociedad, que no veían tan mal que una joven preparada y culta como ella pudiera ejercer de profesora particular de unas vecinitas.
Su madre era adorable. Preciosa, divertida, cariñosa y amable, Marjorie era maravillosa, pero también era una carga cuando se trataba de avanzar un poco, de salir de los estereotipos que le parecían los correctos… y a sus tres hijas apenas las había dejado respirar fuera de las cuatro paredes de su apacible y lujoso hogar, donde se seguían a rajatabla las costumbres y preceptos de la educación británica más estricta. Lady Marjorie, hija del distinguido duque de Arlington, había educado a sus hijas como la habían educado a ella, para ser la perfecta dama inglesa, y todo lo que se saliera de ese marco la escandalizaba hasta las lágrimas.
Desde que tenía uso de razón había tenido que mantener algún pulso con su madre. A ella, a la que todo el mundo llamaba lady Marjorie y mostraba un respeto reverencial y ciego, la más pequeña de sus hijas le plantaba cara continuamente, lo mismo para poder practicar natación, que para conseguir estudiar en una academia para señoritas o para tomar el sol en el jardín trasero de la casa. En Europa las mujeres habían abandonado del todo el corsé y tomaban el sol para tener un aspecto más saludable, pero en casa de los Aldridge-Bennett aquello estaba prohibido y sus mujeres seguían usando la ropa interior adecuada y manteniendo la piel blanca e inmaculada como la porcelana de Meissen.
—Eres una dama, Charlotte Anne, una dama, nieta del honorable duque de Arlington, prima tercera de la reina Victoria, bisnieta de… —gritaba ella con voz de pito cuando Charlotte se pasaba de la raya y entonces estallaba la guerra mundial en su saloncito del té.
—Soy una neoyorkina de Washington Square, mamá, yo…
—Tú nada, tú te callas y obedeces, que para eso soy tu madre.
Fin de la historia, llegados a ese punto no había nada que hacer y ni su paciente padre podía hacerla cambiar de opinión. Afortunadamente, ya le quedaba poco para dejar la disciplina materna y pasar a ser una independiente y madura mujer casada, lejos de la rígida mano de hierro de mamá. Quería mucho a su madre y la iba a echar mucho de menos, pero la perspectiva de tener su propia casa, de vivir con Robert, que la entendía y apoyaba en todo, la tenía entusiasmada.