Margarita la Tornera - José Zorrilla - E-Book

Margarita la Tornera E-Book

José Zorrilla

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Beschreibung

Margarita la tornera es una de las leyendas de José Zorrilla, poemas en clave de ficción basados leyendas castellanas, a modo similar a como ya hiciese Gustavo Adolfo Bécquer en su obra homónima, pero desde un punto de vista lírico. En este caso la historia se desarrolla en torno a una monja pecadora que regresa a su convento.-

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José Zorrilla

Margarita la Tornera

 

Saga

Margarita la TorneraCover image: Shutterstock Copyright © 1920, 2020 José Zorrilla and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726561913

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 3.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

Invocación

¡Espíritu sublime y misterioso

que del aire en los senos escondido

templas su voz, prestándole armonioso

eco gigante o soñoliento ruido;

arcángel cuyo canto melodioso

el orbe arrulla ante tus pies tendido,

inspira tú palabras a mi acento,

gratas como la música del viento!

Porque, ¿quién como tú me las darías?

Tú, cuya voz dulcísima murmura

en la quietud de la floresta umbría,

y del bosque salvaje en la espesura,

y en los gemidos de la mar bravía,

y en los murmullos de la sombra oscura.

Y cuando tiene inspiración o acento

tonos te pide para usar su aliento.

¿Quién como tú la inspiración me diera,

y la armonía celestial y santa,

y la robusta entonación severa

de que carece mi mortal garganta?

Cruzar los lindes de tu azul esfera,

medir audaz la inmensidad que espanta,

no osara, no, mi pensamiento vano

sin el auxilio de tu santa mano.

Y tú, radiante y peregrina estrella,

María de los mundos soberana,

Madre sin mancha, compasiva y bella,

a quien adoro en ilusión lejana

cual faro santo que en mi fe destella,

mi voz perdona, si mi voz profana

osa hablar de tu amor y tu hermosura

con lengua pobre, terrenal e impura.

Sé que mis ojos, inmortal Señora,

la gloria manchan de tu faz divina;

indignos, ¡oh celeste Emperadora!,

son de mirar tu sombra peregrina;

no merece mi lengua pecadora

ser alfombra a tu planta cristalina,

mas deja al fin, ¡oh luz de mi esperanza!,

que alce un himno mi voz en tu alabanza.

¡Venid los que lloráis! Oíd mi canto

los que creéis en la virtud y el Cielo;

venid, almas transidas de quebranto,

venid a oírme y hallaréis consuelo;

veréis lucir tras la tormenta oscura

un rayo de esperanza y de ventura.

-I-

El padre y el hijo

Dicen que en una ocasión

(el año no hace a la esencia

del hecho) había en Palencia

un tal don Juan de Alarcón.

No era de Palencia el tal,

mas su padre residía

allí, porque allí tenía

crecidísimo caudal.

Gil era el nombre del padre,

viudo desque Juan vivió,

pues el muchacho nació

dando la muerte a su madre.

Adoraba el buen don Gil

en su hijo, y era don Juan

el mancebo más galán,

más generoso y gentil

que en Palencia se encontraba;

siempre de amigos cercado,

siempre de ellos festejado,

puesto que él siempre pagaba.

Ello es cierto que por más

que el padre le amonestó,

un libro jamás abrió

ni oyó un maestro jamás.

Pero en cambio era el mejor

que había en todo Palencia

para armar una pendencia

o enmarañar un amor.

Arrinconaba a un maestro

tirando la espada negra,

y dicen que fue a Consuegra

a desafiar a un diestro,

y sacándolo a reñir

matóle y tomó a su dama,

con lo cual creció su fama

lo imposible de decir.

Iba, pues, todos los días

en auge, con sus extrañas

y turbulentas hazañas

hechas en las cercanías.

Pues, aunque áspero de genio

e indolente, el tal don Juan

era mozo muy galán

y de ventajado ingenio.

Cada noche andaba en vela

por una nueva beldad,

y daba gozo en verdad

verle tocar la vihuela.

Cantaba que era delicia,

y sabía centenares

de endechas y de cantares

que rebosaban malicia.

Y tan joven, tan apuesto,

tan bello y con fama tal,

dueño de tan buen caudal

y a cualquier lance dispuesto,

era en todos los partidos,

entre rondas y querellas,

el cucú de las doncellas

el coco de los maridos.

Que no hay una cuya reja

a su reclamo no se abra,

ni le esquive una palabra

dicha de paso a la oreja.

No hay casado cuyo sueño

su voz no turbe o asombre.

ni marido que a su nombre

no frunza un tantico el ceño.

Y el buen don Gil, que sabía

las proezas de su hijo,

le amonestaba prolijo

cada noche y cada día.

Mas él seguía sin tino

dando brida a sus locuras,

y diciendo «que aventuras

buscar, era su destino».

Envióle a Valladolid,

mas fue en la Universidad

de rebeldes capataz

y de zambras adalid.

Él fue, haciendo mil papeles

en rondas y francachelas,

el alma de las vihuelas

y el terror de los bedeles.

Y causador de las bullas

y arrestos estudiantiles,

azotó a los alguaciles

y acuchilló las patrullas.

Quísose usar de rigor

con él, y sentó tan mal,

que un día en la catedral

se agarró con un doctor.

Tomaron otros la injuria

tan a pechos, que cerraron

sus cátedras, y aun hablaron

de don Juan con harta furia.

Mas sus palabras, contadas

ante él, en un claustro pleno

presentóse y lo hizo bueno

con muchos a bofetadas.

Un canónigo muy viejo,

pariente suyo, le dio

quejas, a que él respondió

con insolente despejo:

«Que tenía el alma seca

de hablar de legislación,

y que sentía intención

de quemar la biblioteca.»

En fin, no hallando más medio

de estar en seguridad,

mandaron que la ciudad

despejara sin remedio.

Él decidió resistir

la orden cuanto pudiera,

pero tan precisa era,

que al fin fue fuerza partir.

Salió, sí, de la ciudad,

pero a caballo y de día,

 con tal pompa y osadía

que fue escándalo en verdad.

Volvióse a Palencia, pues,

 y en su caballo mejor

entró cual conquistador

 la misma tarde a las tres.

Recibióle el buen don Gil

irritado, y con razón;

 pidióle el mozo perdón,

culpó su ardor juvenil,

pintóse muy ultrajado

por la estudiantil canalla,

e hizo justa la batalla

a que le habían provocado.

Forjó un enredo chistoso

con el rector y una moza

que vino de Zaragoza

con oficio no piadoso

y contó tan peregrinos

lances de entrambos, que el viejo

tuvo por mejor consejo

 reírle sus desatinos.

Y como era de pensar,

tras tan exótica risa,

diéronse ambos buena prisa

lo pasado en olvidar.

Tornóle el padre a sus brazos

y perdonó en conclusión,

que al cabo los hijos son

de las entrañas pedazos.

Tornó a ser, pues, lo que era;

y quedaron finalmente

el padre tan indulgente

y el hijo tan calavera.

*

Viven el padre y el hijo

frente por frente a unas monjas

 que en un esquilón repican

dos veces en cada hora.

 Don Gil, que es hombre devoto

y acosado de la gota,

de tal vecindad se alegra,

mas de ella don Juan se enoja.

Dice el padre: «Aquí tenemos

misa, jubileo y honras,

pláticas y ejemplos santos,

que al cabo jamás estorban.»

Dice el hijo: «¡Qué demonio!

Es una calle tan sola...

No hay en toda ella una reja

útil a cita ni a ronda.»

Dice el padre: «Esas benditas

están ganando la gloria

y encomendando al Eterno

sus vecinos... ¡Él las oiga!»

Dice el hijo: «Esas mujeres

se están como unas marmotas

toda su vida encerradas.

¡Vaya una aprensión diabólica!»

Dice el padre: «El capellán,

que es doctísima persona,

me tiene continuamente

conversaciones sabrosas.»

Dice el hijo: «¡Si al menos

hubiera una buena moza

a quien decir cuatro flores!...

Serán unos cocos todas.»

Y el padre: «Nada me falta

para una vejez dichosa,

la iglesia y la plaza cerca,

casa y rentas que me sobran.»

Y dice el hijo: «Por último,

haremos una intentona

a ver si las enjauladas

son lechuzas o palomas.»

Y así el padre y así el hijo

distintos proyectos forman,

aquél con sus devociones

y estotro con sus devotas.

Don Gil reza y oye misa

tres o cuatro, una tras otra,

y don Juan acecha atento

la morada misteriosa.

Va de continuo a la iglesia

y al pie del coro se aposta,

troneras y celosías

de día y de noche ronda.

Mas ni ve ni alcanza nada,

pues entre verjas y tocas

todas son blancas visiones

que a lo lejos se evaporan.

Si llama al torno, ¡Deo gratias!

responde dentro gangosa

una voz que huele a vieja

y suena a campana rota.

Él pide agua del aljibe,

y escapularios y tortas

por echar una puntada

sobre si hay muchas o pocas

madres, ancianas o jóvenes.

Y por más que a la rectora

alaba, y a las novicias,

y a la que el órgano toca,

y a las que cantan en coro,

y a la salmista que entona,

y hasta a la vieja beata

que afuera pide limosna,

es inútil su destreza,

nada adelanta ni logra:

siempre a sacar viene en limpio

noticias que no le importan:

la novena de Santa Ana,

el sermón del padre Acosta,

la nueva casulla verde,

la falda de Santa Rosa,

cosas de que gusta el padre,

que es viejo y que tiene gota,

pero que al hijo concluyen

por remontarle la cólera,

y al cabo sale diciendo:

«¡Bruja condenada y chocha,

que nunca responde acorde

ni dice cosa con cosa!»

Desistió, pues, del empeño,

mas fue temporada corta,

merced a un nuevo incidente

que al cabo picó en historia.

Llevóle su padre a misa

un día casi a la aurora;

ya había en la iglesia gente,

aunque soñolienta y poca.

Oraba el padre de hinojos

en un pico de la alfombra

que disimulaba en parte

la humedad de las baldosas,

y él, recostado en las verjas

del coro, en dulces memorias

dejaba vagar perdida

al ánima irreligiosa.

Ya sonreía afectado

por ideas seductoras,

ya el entrecejo fruncía

por negros recuerdos de otras;

y tan absorto se hallaba

con sus visiones gloriosas,

que ya alzaba el sacerdote

la sacratísima forma,

y él, sin bajarse a adorarla,

en su quietud silenciosa

continuaba con escándalo

del pueblo que cree y adora.

Y la verdad que no era

culpa enteramente propia,

pues parte habría del diablo

la malicia tentadora.

Ello es que él a sus espaldas

sintió señal cautelosa

que le arrancó de sus vanas

visiones encantadoras,

y una voz que le decía,

limpia, argentina y sonora:

«De rodillas, caballero,

que están alzando la hostia.»

Y él, advertido y curioso,

de hinojos cayó en las losas,

pero volviendo la cara

al maestro de ceremonias.

Era el tal una monjita,

que al notar la codiciosa

mirada del mozo en ella,

de rubor se puso roja,

bajó los ojos al suelo,

sobre el pecho vergonzosa,

dobló la cerviz, y humilde

tocó la tierra y besóla.

Mas encontrando al alzarse

la mirada abrasadora

del mozo clavada en ella,

levantóse presurosa.

Don Juan, advirtiendo astuto

que se iba y que estaba sola,

asió la ocasión propicia,

y a desvanecerse pronta:

-¡Chíst! -le dijo, con la mano

llamándola-. Hermana, oiga

una palabra.

LA MONJA

¿Qué quiere?

DON JUAN

¿Sois tal vez la superiora?

LA MONJA

¡Yo, señor! Soy la tornera.

DON JUAN

¡La tornera! Sois muy docta

para oficio tan servil

y diestra remedadora

de acentos, pues respondéis

¡Deo gratias!, tan tembloroso,

que más parece que vuestra,

la voz de una setentona.

LA MONJA

Ved qué decís, caballero,

que yo no he sido hasta ahora

tornera, y lo soy este año

por muerte de sor Leoncia.

DON JUAN

¿Murió la pobre?

LA MONJA

Murió.

Mas mirad que se prolonga

la conversación y...

DON JUAN

Es cierto.

Si fuerais vos...

LA MONJA

Servidora

vuestra.

DON JUAN

Callada y prudente...

LA MONJA

Cuando la imprudencia importa,

yo soy obediente y...

DON JUAN

¡Bueno!

Si no desplegáis la boca,

yo os prefiero a la abadesa.

LA MONJA

No hay abadesa; es priora.

DON JUAN

A la priora, es lo mismo.

Para hablaros de una cosa,

de un secreto que interesa.

LA MONJA

Secreto!

DON JUAN

A la mayor honra

y gloria de Dios, y vuestra.

LA MONJA

¿Mía?

DON JUAN

Pues, y de las monjas.

LA MONJA

Decídmelo.

DON JUAN

Es imposible;

despacio ha de ser y a solas,

y pronto, pues urge mucho.

LA MONJA

¡Ay Dios!

DON JUAN

¡Eso es! Ya medrosa

vais a publicarlo todo

y vais... Vaya, ¿tenéis hora

en que poder escucharme?

Porque es fuerza que persona

de la casa me secunde

la intención.

LA MONJA

Como no escoja

la de maitines...

DON JUAN

¿De noche?

Mejor es que ninguna otra.

¿Y en dónde os veré?

LA MONJA

En la reja

de esa capilla; me toca

velar esta noche.

DON JUAN

¡Bueno!

No faltéis.

LA MONJA

Estaré pronta.

En oyendo la campana...

DON JUAN

Sí, mi casa está próxima;

la oigo bien.

LA MONJA

Pues hasta luego.

DON JUAN

Adiós, hermana... ¡y memoria!

Salió la monja del coro;

don Gil con su pierna coja,

salió acabada la misa,

y don Juan, el alma loca

de gozo, atisbó la reja

citada, y buena juzgóla

para el caso, en sí diciendo:

«¿La niña, ¡eh!, si será tonta?»