Políticas de la enemistad - Achille Mbembe - E-Book

Políticas de la enemistad E-Book

Achille Mbembe

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Beschreibung

Este ensayo explora una relación particular que se extiende constantemente y se reconfigura a escala global: la relación de la hostilidad. Retomando algunos de los temas ya abordados en sus obras previas, el autor diagnostica la presencia de una violencia originaria, de la que las democracias no se pueden deshacer, al tiempo que corrompe el cuerpo de la libertad y la arrastra inexorablemente hacia la descomposición. De este modo, basándose en parte en el trabajo psiquiátrico y político de Frantz Fanon, el autor muestra cómo, a raíz de un conflicto de descolonización del siglo xx, la guerra -bajo la figura de la conquista y la ocupación, del terror y contra la insurrección- se ha convertido en el sacramento de nuestra época. Se trata de un libro de grandísima actualidad, accesible para el lector interesado en temas de política y ciencias sociales, en el que Mbembe nos obliga a interrogarnos sobre las relaciones entre la violencia y la legalidad, el estado de guerra, la seguridad y la libertad.

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Políticas de la enemistad

Título original en francés:

Politiques de l'inimitié

© Éditions La Découverte, 2016, París, 75013

© De la traducción: Víctor Goldstein

Corrección: Rosa Herranz

Diseño de la cubierta: Juan Pablo Venditti

Primera edición: noviembre de 2018, Barcelona

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Futuro Anterior Ediciones, 2018

© Nuevos Emprendimientos Editoriales, S. L., 2018

Preimpresión: Moelmo, S.C.P.

eISBN: 978-84-16737-47-5

«Esta obra se benefició del P.A.P. GARCÍA LORCA, Programa de Publicación del Institut français y del Ministerio Francés de Asuntos Exteriores y Europeos.»

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares delcopyrightestá prohibida al amparo de la legislación vigente.

Ned Ediciones

www.nedediciones.com

A Fabien Éboussi Boulaga,

Jean-François Bayart

y Peter L. Geschiere

Índice

Introducción. La prueba del mundo

Johannesburgo, 24 de enero de 2016

1. La salida de la democracia

Vuelco, inversión y aceleración

El cuerpo nocturno de la democracia

Mitológicas

La consumación de lo divino

Necropolítica y relación sin deseo

2. La sociedad de la enemistad

El objeto inquietante

El enemigo, ese Otro que yo soy

Los condenados de la fe

Estado de inseguridad

Nanorracismo y narcoterapia

3. La farmacia de Fanon

El principio de destrucción

Sociedad de objetos y metafísica de la destrucción

Miedos racistas

Descolonización radical y fiesta de la imaginación

La relación clínica

El doble sorprendente

La vida que se va

4. Este mediodía agobiante

Atolladeros del humanismo

El Otro de lo humano y genealogías del objeto

El mundo cero

Antimuseo

Autofagia

Capitalismo y animismo

Emancipación de lo viviente

Conclusión. La ética del pasante

Introducción

La prueba del mundo

No basta con tener un libro en la mano para saber utilizarlo. En un primer momento, nuestro deseo había sido escribir uno que casi no estuviera rodeado de misterio. Finalmente, nos encontramos con un breve ensayo hecho de pinceladas de bosquejos, de capítulos paralelos, de trazos más o menos discontinuos, de juegos de puntos, de gestos vivos y rápidos, hasta de leves movimientos de retiro seguidos de bruscas inversiones.

Claro está que el tema, que era áspero, no se prestaba mucho a una serenata. Por lo tanto, habrá bastado con sugerir la presencia de un hueso, de un cráneo de muerto o de un esqueleto en el interior del elemento. Ese hueso, ese cráneo de muerto y ese esqueleto tienen nombres: la repoblación de la Tierra, la salida de la democracia, la sociedad de la enemistad, la relación sin deseo, la voz de la sangre, el terror y el contraterror en cuanto medicamento y veneno de nuestra época (véanse capítulos 1 y 2). El mejor medio de acceder a esos diferentes esqueletos era producir una forma no abúlica, sino tensa y cargada de energía. Cualquiera que fuese el caso, éste es un texto sobre cuya superficie el lector puede deslizarse libremente, sin ningún control ni pasaporte. Puede permanecer tanto como quiera, desplazarse a su capricho, entrar y salir en cualquier momento y por cualquier puerta. Puede partir a cualquier dirección al tiempo que conserva, respecto de cada una de sus palabras y cada una de sus afirmaciones, una distancia crítica igual y, si es preciso, una pizca de escepticismo.

En efecto, todo gesto de escritura supuestamente implica una fuerza, o incluso un diferendo; eso que, aquí, se llama un elemento. En el caso actual, se trataba de un elemento bruto y de una fuerza estrecha, una fuerza de separación más que una fuerza que intensifica el lazo; una fuerza de escisión y de aislamiento real, vuelta exclusivamente sobre sí misma, que intenta exceptuarse del resto del mundo al tiempo que pretende asegurar su último gobierno. La reflexión que sigue, en efecto, se ocupa de la reconducción a escala planetaria de la relación de enemistad y sus múltiples reconfiguraciones en las condiciones contemporáneas. El concepto platónico de pharmakon —la idea de un medicamento que opera a la vez como remedio y como veneno— constituye su pivote. Apoyándose en parte en la obra política y psiquiátrica de Frantz Fanon se muestra cómo, siguiendo los pasos de los conflictos de la descolonización, la guerra (en la figura de la conquista y la ocupación, del terror y de la contrainsurrección) se ha convertido, al salir del siglo xx, en el sacramento de nuestra época.

A cambio, esta transformación liberó movimientos pasionales que, poco a poco, llevan a las democracias liberales a ponerse el atuendo de la excepción, a emprender a lo lejos acciones incondicionadas y a querer ejercer la dictadura contra ellas mismas y contra sus enemigos. Entre otras cosas, uno se interroga sobre las consecuencias de esta inversión, y los términos nuevos en los cuales se plantea en adelante la cuestión de las relaciones entre la violencia y la ley, la norma y la excepción, el estado de guerra, el estado de seguridad y el estado de libertad. En el contexto de achicamiento del mundo y de la repoblación de la Tierra en favor de los nuevos ciclos de circulación de las poblaciones, este ensayo no sólo se esfuerza en abrir nuevas pistas para una crítica de los nacionalismos atávicos. También se interroga, de manera indirecta, acerca de lo que podrían ser los fundamentos de una genealogía común y, por consiguiente, de una política de lo viviente más allá del humanismo.

En efecto, el ensayo trata acerca de ese tipo de arreglo con el mundo —o incluso de uso del mundo— que, en este comienzo de siglo, consiste en no dar un céntimo por todo cuanto no es uno mismo. Este proceso tiene una genealogía y un nombre: la carrera hacia la separación y la desligazón. Ésta se desarrolla sobre un fondo de angustia de aniquilación. En efecto, son numerosos aquellos que, en la actualidad, están aquejados por el espanto. Temen haber sido invadidos y estar a punto de desaparecer. Pueblos enteros tienen la impresión de haber llegado al cabo de los recursos necesarios para seguir asumiendo su identidad. Consideran que ya no hay un afuera y que, para protegerse de la amenaza y del peligro, se requieren cercamientos. No queriendo ya acordarse de nada, y sobre todo de sus propios crímenes y fechorías, fabrican objetos malos que efectivamente terminan por obsesionarlos y de los que en adelante tratan violentamente de deshacerse.

Poseídos por los malos espíritus que no dejaron de inventar y que, en una espectacular inversión, ahora los rodean, en adelante se formulan preguntas más o menos semejantes a las que tuvieron que enfrentar, no hace tanto tiempo, muchas sociedades no occidentales tomadas en las redes de fuerzas mucho más destructivas, como la colonización y el imperialismo.1 Teniendo en cuenta todo lo que ocurre, ¿puede el Otro ser considerado como mi semejante todavía? Devueltos a las extremidades, como ocurre con nosotros aquí y ahora, ¿precisamente en qué consisten mi humanidad y la del otro? Como la carga del Otro se ha vuelto tan aplastante, ¿no sería mejor que mi vida deje de estar ligada a su presencia, así como la suya a la mía? ¿Por qué, contra viento y marea, a pesar de todo, debo velar sobre el Otro, lo más cerca posible de su vida si, a cambio, su único objetivo es mi pérdida? Si, en definitiva, la humanidad sólo existe en la medida en que está en el mundo y es del mundo, ¿cómo fundar una relación con los Otros basada en el reconocimiento recíproco de nuestra común vulnerabilidad y finitud?

Manifiestamente, no se trata ya de ampliar el círculo, sino de hacer de las fronteras formas primitivas de puesta a distancia de los enemigos, de los intrusos y los extranjeros, todos aquellos que no son de los nuestros. En un mundo más que nunca caracterizado por una desigual redistribución de las capacidades de movilidad y donde, para muchos, moverse y circular constituyen la única posibilidad de supervivencia, la brutalidad de las fronteras es en adelante un dato fundamental de nuestro tiempo. Las fronteras no son ya lugares que uno franquea, sino líneas que separan. En esos espacios más o menos miniaturizados y militarizados, supuestamente todo debe inmovilizarse. Numerosos son aquellos y aquellas que ahora encuentran allí su fin, deportados cuando no son simplemente víctimas de naufragios o electrocutados.

El principio de igualdad es atacado frontalmente tanto por la ley del origen común y de la comunidad de nacimiento como por el fraccionamiento de la ciudadanía y su declinación en ciudadanía «pura» (la de los autóctonos) y en ciudadanía de prestado (aquella que, ya precarizada, casi no está a resguardo de la decadencia). Frente a las situaciones peligrosas tan características de la época, la cuestión, por lo menos en apariencia, no es ya saber cómo conciliar el ejercicio de la vida y de la libertad con el conocimiento de la verdad y la solicitud por otro que uno mismo. En adelante, es saber cómo, en una suerte de surgimiento primitivo, actualizar la voluntad de poder utilizando medios crueles y virtuosos a partes iguales.

Por eso, la guerra no sólo se ha instalado como fin y como necesidad en la democracia, sino también en lo político y en la cultura. Se ha convertido en remedio y veneno: nuestro pharmakon. La transformación de la guerra en pharmakon de nuestra época, a cambio, liberó pasiones funestas que, poco a poco, llevan a nuestras sociedades a salir de la democracia y a transformarse en sociedades de la enemistad, como ocurrió bajo la colonización. Esta reconducción planetaria de la relación colonial y sus múltiples reconfiguraciones en las condiciones contemporáneas no escatiman mucho a las sociedades del Norte. La guerra contra el terror y la instauración de un «estado de excepción» a escala mundial no hacen sino amplificarla.

Pero, en la actualidad, ¿quién podría hoy verdaderamente tratar de la guerra en cuanto pharmakon de nuestro tiempo sin convocar a Frantz Fanon, a cuya sombra fue escrito este ensayo? La guerra colonial —puesto que sobre todo de ella habla Fanon— es finalmente si no la matriz en última instancia del nomos de la Tierra, por lo menos uno de los medios privilegiados de su institucionalización. Guerras de conquista y de ocupación y, en muchos aspectos, guerras de exterminio, las guerras coloniales fueron al mismo tiempo guerras de sitio tanto como guerras extranjeras y guerras raciales. Pero ¿cómo olvidar que, por otra parte, tenían aspectos de guerras civiles, de guerras de defensa, cuando las guerras de liberación no convocaban a cambio las guerras llamadas «contrainsurreccionales»? En verdad encastre de guerras encadenadas unas a otras, causas y consecuencias unas de otras, es la razón por la cual dieron paso a tanto terror y tantas atrocidades. Es también la razón por la cual provocaron, en aquellos y aquellas que las padecieron o formaron parte de ellas, ora la creencia en una omnipotencia ilusoria, ora el espanto y el desvanecimiento liso y llano del sentimiento de existir.

Como la mayoría de las guerras contemporáneas —incluidas la guerra contra el terror y las diversas formas de ocupación—, las guerras coloniales fueron guerras de extracción y de depredación. De ambos lados, tanto el de los vencidos como el de los vencedores, invariablemente condujeron a la ruina de algo no figurable, casi sin nombre, tan difícil de pronunciar: ¿cómo se reconoce, a través del rostro del enemigo que se trata de abatir pero de quien igualmente se podría curar sus heridas, otro rostro del hombre en su plena humanidad y, por lo tanto, semejante al nuestro (véase capítulo 3)? Ellas liberaron fuerzas pasionales que decuplicaron, a cambio, la facultad de los hombres de dividirse. Obligaron a unos a reconocer más abiertamente que en el pasado sus deseos más reprimidos y a comunicarse más directamente que antes con sus mitos más oscuros. A otros les ofrecieron la posibilidad de salir de su sueño abismal, de experimentar quizá por primera y única vez la potencia de ser del mundo circundante y, de paso, de padecer su propia vulnerabilidad e inconclusión. Brutalmente expuestos al sufrimiento de terceros desconocidos, otros, finalmente, se dejaron conmover y afectar. Al llamado de esos innumerables cuerpos de dolor, repentinamente salieron del círculo de la indiferencia en el cual, hasta entonces, se hallaban encerrados.

Frente al poder colonial y a la guerra del mismo nombre, Fanon había comprendido que no había sujeto salvo en vida (véase capítulo 3). Como ser vivo, el sujeto estaba de entrada abierto al mundo. Al comprender la vida de los otros seres vivos y no vivos, él comprendía la suya; que él mismo existía como forma viva; y que a partir de entonces podía corregir la asimetría de la relación; introducirle una dimensión de reciprocidad y aportar un cuidado a la humanidad. Por otra parte, Fanon consideraba el gesto de cuidar como una práctica de resimbolización en la cual siempre se jugaba la posibilidad de la reciprocidad y de la mutualidad (el encuentro auténtico con otros). Al colonizado que se negaba a ser castrado le aconsejó volver la espalda a Europa, es decir, comenzar por sí mismo, mantenerse en pie fuera de las categorías que lo mantenían encorvado. La dificultad no era solamente haber sido asignado a una raza, sino haber interiorizado los términos de esa asignación; haber llegado a desear la castración y a convertirse en su cómplice. Porque todo o casi todo incitaba al colonizado a habitar la ficción que el Otro había fabricado a su respecto como su piel y su verdad.

Al oprimido que trataba de librarse de la carga de la raza, pues, Fanon le propuso un largo camino de cura. Esa cura comenzaba por y en el lenguaje y la percepción, por el conocimiento de esa realidad fundamental según la cual volverse hombre en el mundo implicaba aceptar estar expuesto al otro. La cura proseguía por un colosal trabajo sobre sí, por nuevas experiencias del cuerpo, del movimiento, del estar-juntos (hasta de la comunión) como ese fondo común que el hombre tiene de más vivo y de más vulnerable y, eventualmente, por el ejercicio de la violencia. Esa violencia era dirigida contra el sistema colonial. Una de las particularidades de ese sistema era manufacturar una gama de sufrimientos que no convocaban en respuesta ni hacerse cargo de ninguna responsabilidad, ni solicitud, ni simpatía y, a menudo, ni piedad. Por el contrario, se ponía todo en marcha para embotar toda capacidad para cualquiera de sufrir a causa del sufrimiento de los indígenas, de ser afectado por ese sufrimiento. Todavía más, la violencia colonial tenía por función captar la fuerza del deseo en el sometido y desviarla hacia investiduras improductivas. Al tener la pretensión de querer el bien del indígena en su lugar, el aparato colonial no buscaba solamente bloquear su deseo de vida. Apuntaba a alcanzar y a disminuir sus capacidades de estimarse a sí mismo como agente moral.

Precisamente a ese orden se opuso resueltamente la práctica política y clínica de Fanon. Mejor que otros, él había puesto de manifiesto una de las grandes contradicciones heredadas de la era moderna, pero que a su época le costaba trabajo destrabar. El vasto movimiento de repoblación del mundo inaugurado en el linde de los Tiempos modernos había resultado en una masiva «captura de las tierras» (la colonización), a una escala y gracias a técnicas nunca antes conocidas en la historia de la humanidad. Lejos de conducir a una planetarización de la democracia, la avalancha hacia las nuevas tierras había desembocado en un nuevo derecho (nomos) de la Tierra cuya principal característica era consagrar la guerra y la raza como los dos sacramentos privilegiados de la historia. La conversión en sacramento de la guerra y de la raza en los altos hornos del colonialismo la convirtió a la vez en el antídoto y el veneno de la modernidad, su doble pharmakon.

En tales condiciones, pensaba Fanon, la descolonización como acontecimiento político constituyente no podía privarse mucho de la violencia. En todos los casos, fuerza activa primitiva, ésta preexistía a su advenimiento. La descolonización consistía en la puesta en movimiento de un cuerpo animado, capaz de explicarse exhaustivamente y en un impacto sin reserva con todo aquello que, siéndole anterior y exterior, le impedía acontecer a su concepto. Sin embargo, así de creativa como debía serlo, la violencia pura e ilimitada nunca estaba por completo a resguardo de una posible ceguera. Bloqueada en una repetición estéril, en todo momento podía degenerar y su energía ponerse al servicio de la destrucción por la destrucción.

Por su lado, el gesto médico no tenía por función primordial la erradicación absoluta de la enfermedad o la supresión de la muerte y el advenimiento de la inmortalidad. El hombre enfermo era el hombre sin familia, sin amor, sin relaciones humanas y sin comunión con una comunidad. Era el hombre privado de la posibilidad de un encuentro auténtico con otros hombres con los cuales no compartía, a priori, lazos de descendencia o de origen (véase capítulo 3). Ese mundo de los hombres sin lazo (o de los hombres que sólo aspiran a ponerse al margen de los otros) todavía está con nosotros, aunque bajo configuraciones incesantemente cambiantes. Está con nosotros en los meandros de la reactivación judeófoba y de su espejo mimético, la islamofobia. Está con nosotros en la forma del deseo de un apartheid y de endogamia que atormenta a nuestra época, sumiéndonos en un sueño alucinatorio, el de la «comunidad sin extranjeros».

Un poco en todas partes, la ley de la sangre, la ley del talión y el deber de la raza —los dos suplementos constitutivos del nacionalismo atávico— vuelven a la superficie. La violencia hasta entonces más o menos oculta de las democracias sube a la superficie, dibujando un círculo mortífero que aprisiona la imaginación y del que es cada vez más difícil salir. El orden político, poco más o menos en todas partes, se reconstituye como forma de organización para la muerte. Poco a poco, un terror de esencia molecular y supuestamente defensivo trata de legitimarse confundiendo las relaciones entre la violencia, el homicidio y la ley, la fe, el mandato y la obediencia, la norma y la excepción, o incluso la libertad, el acoso y la seguridad. Ya no se trata, mediante el derecho y la justicia, de excluir el homicidio de las cuentas de la vida en común. Cada vez, lo que se trata de arriesgar es la apuesta suprema. Ni el hombre aterrador ni el hombre aterrorizado, ambos los nuevos sustitutos del ciudadano, reniegan el homicidio. Por el contrario, cuando no creen muy simplemente en la muerte (dada o recibida), la consideran la garantía última de una historia templada por el hierro y el acero; la historia del Ser.

Fanon llevó de un extremo a otro, tanto en su pensamiento como en su praxis, preocupaciones tales como la irreductibilidad del lazo humano, la no separación de lo humano y de los otros seres vivientes, la vulnerabilidad del hombre en general y del hombre enfermo de la guerra en particular, o incluso el cuidado requerido para escribir lo viviente en la duración. Precisamente de estos interrogantes se trata, de manera sesgada y con figuras cambiantes, en los capítulos que siguen. Como Fanon había dado pruebas de una solicitud particular respecto del África y, definitivamente, había ligado su suerte con la del continente, era normal que África ocupara un lugar en primer plano en esta reflexión (véase capítulo 4).

En efecto, hay nombres que, al no remitir mucho a la cosa, la pasan por alto o al lado. Ellos desempeñan una función de desfiguración y de distorsión. Razón por la cual la cosa, la verdadera cosa, tiende a resistir tanto al nombre como a toda traducción. No porque estuviera revestida de una máscara, sino porque su fuerza de proliferación es tal que todo calificativo se vuelve repentinamente superfluo. Para Fanon, ése era el caso de África y de su máscara, el negro. ¿Entidad como un cajón de sastre, pantanosa y sin peso ni relieve histórico, acerca de la cual cualquiera podía decir más o menos cualquier cosa sin que ello se preste a ninguna consecuencia? ¿O fuerza propia al mismo tiempo que proyecto capaz, por sus propias reservas de vida, de acaecer a su concepto y de escribirse ella misma en esa nueva edad planetaria?

Para dar cuenta de los mundos de lo viviente sin caer en la repetición, Fanon prestó atención a la experiencia que tenía la gente de las superficies y las profundidades, del mundo de las luces y de los reflejos, y del mundo de las sombras. Tratándose de las significaciones últimas, sabía que era necesario buscarlas tanto del lado de las estructuras como del lado tenebroso de la vida. De ahí, la extraordinaria atención que dedicó al lenguaje, a la palabra, a la música, al teatro, a la danza, a la pompa, al decorado y a todo tipo de objetos técnicos y de estructuras psíquicas. Por lo demás, casi no se trata, en este ensayo, de ensalzar a los muertos, sino de evocar de manera fragmentaria a un gran pensador de la transfiguración.

Para ello, no encontramos nada más apropiado que una escritura figural, que oscila entre lo vertiginoso, la disolución y la dispersión. Es una escritura hecha de sortijas entrecruzadas, y cuyas aristas y líneas se reúnen cada vez en su punto de fuga. Se lo habrá comprendido: en esta escritura la función de la lengua es llevar a la vida lo que había sido abandonado a las potencias de la muerte; es volver a abrir el acceso a los yacimientos del futuro, comenzando por el futuro de aquellos de los cuales, no hace mucho, era difícil decir cuál era la parte de lo humano y cuál la del animal, del objeto, de la cosa o de la mercancía (véase capítulo 4).

Johannesburgo, 24 de enero de 2016

Este ensayo fue escrito en el curso de mi larga estancia en el Witwatersrand Institute for Social and Economic Research (WISER) en la Universidad de Witwatersrand (Johannesburgo, Sudáfrica).

En el curso de esos años, saqué el mayor provecho de los intercambios constantes con mis colegas Sarah Nuttall, Keith Breckenridge, Pamila Gupta, Sara Duff, Jonathan Klaaren, Cath Burns y, recientemente, Hlonipa Mokoena y Shireen Hassim. Adam Habib, Tawana Kupe, Zeblon Vilakazi, Ruksana Osman e Isabel Hofmeyr fueron siempre muy estimulantes. El seminario posdoctoral que yo animaba en WISER con mi colega Sue van Zyl y en el cual Charne Lavery, Claudia Gastrow, Joshua Walker, Sarah Duff, Kirk Side y Timothy Wright regularmente colaboraron habrá sido un valioso espacio de investigación y de creatividad.

Paul Gilroy, David Theo Goldberg, Jean Comaroff, John Comaroff, Françoise Vergès, Éric Fassin, Laurent Dubois, Srinivas Aravamudan, Elsa Dorlin, Grégoire Chamayou, Ackbar Abbas, Dilip Gaonkar, Nadia Yala Kisukidi, Eyal Weizman, Judith Butler, Ghassan Hage, Ato Quayson, Souleymane Bachir Diagne, Adi Ophir, Célestin Monga, Siba Grovogui, Susan van Zyl, Henry Louis Gates y Xolela Mangcu fueron fuentes fecundas de inspiración y, a menudo sin saberlo, interlocutores de primerísimo plano.

Agradezco a mis colegas del Johannesburg Workshop in Theory and Criticism (JWTC), Leigh-Ann Naidoo, Zen Marie y Kelly Gillespie por haber sido compañeros tan fieles, así como a Najibha Deshmukh y Adila Deshmukh por su profunda amistad.

Como de costumbre, mi editor Hugues Jallon y su equipo, Pascale Iltis, Thomas Deltombe y Delphine Ribouchon, fueron un apoyo sin fisuras.

El ensayo está dedicado a un hombre que está más allá de los nombres, Fabien Éboussi Boulaga, y a dos amigos indefectibles, Jean-François Bayart y Peter L. Geschiere.

1. Chinua Achebe, A., Le Monde s’effondre, Présence africaine, París, 1973.

1. La salida de la democracia

El objeto de este libro es contribuir, a partir del África donde vivo y trabajo (pero también a partir del resto del mundo que no dejé de recorrer), a una crítica del tiempo que es el nuestro, el tiempo de la repoblación y de la planetarización del mundo bajo la égida del militarismo y del capital y, última consecuencia, el tiempo de la salida de la democracia (o de su inversión). Para llevar a buen término este proyecto habremos de seguir un proceder transversal, atento a los tres motivos de la apertura, de la travesía y de la circulación. Semejante proceder sólo es fructífero si da paso a una lectura hacia atrás de nuestro presente.

Ella parte del presupuesto según el cual toda deconstrucción verdadera del mundo de nuestro tiempo comienza por el pleno reconocimiento del estatuto forzosamente provincial de nuestros discursos y de la índole necesariamente regional de nuestros conceptos y, en consecuencia, por una crítica de toda forma de universalismo abstracto. De esta forma, se esfuerza por romper con el signo de los tiempos del que se sabe que corresponde al cierre y a las demarcaciones de todo tipo, la frontera entre aquí y allá, lo cercano y lo lejano, el interior y el exterior que sirven de línea Maginot para una gran parte de lo que hoy pasa por el «pensamiento global». Pero no puede haber un «pensamiento global» salvo aquel que, volviendo la espalda a la segregación teórica, se apoya de hecho en los archivos del «Todo-Mundo» (Édouard Glissant).

Vuelco, inversión y aceleración

Para las necesidades de la reflexión que aquí se bosqueja, cuatro rasgos característicos del tiempo que es el nuestro merecen ser puestos de manifiesto. El primero es el achicamiento del mundo y la repoblación de la Tierra en favor del cambio demográfico que, en adelante, opera en provecho de los mundos del Sur. El desarraigo geográfico y cultural, luego la reubicación voluntaria o la implantación forzada de poblaciones enteras en vastos territorios antes habitados exclusivamente por pueblos autóctonos fueron acontecimientos decisivos de nuestro advenimiento a la modernidad.2 En la vertiente atlántica del planeta, dos momentos significativos, ambos ligados a la expansión del capitalismo industrial, acompasaron ese proceso de redistribución planetaria de las poblaciones.

Se trata de la colonización (iniciada a comienzos del siglo xvi con la conquista de las Américas) y de la trata de los esclavos negros. Tanto el comercio negrero como la colonización coincidieron en gran parte con la formación del pensamiento mercantilista en Occidente, cuando no estuvieron lisa y llanamente en sus orígenes.3 El comercio negrero funcionaba a un ritmo febril con los brazos más útiles y las energías más vitales de las sociedades proveedoras de esclavos.

En las Américas, la mano de obra servil de origen africano fue puesta a trabajar en el marco de un vasto proyecto de sumisión del medio ambiente con el fin de su puesta en valor racional y rentable. En muchos aspectos, el régimen de la plantación fue, ante todo, el de los bosques y los árboles que fue preciso cortar, quemar y arrasar regularmente; del algodón o de la caña de azúcar que debía reemplazar a la naturaleza preexistente, de los paisajes antiguos que hizo falta remodelar, de las formaciones vegetales anteriores que fue necesario destruir, y de un ecosistema que fue menester reemplazar por un agrosistema.4 Sin embargo, la plantación no sólo era un dispositivo económico. Para los esclavos trasplantados al Nuevo Mundo, también era la escena donde se jugaba otro comienzo. Aquí debutaba una vida en adelante vivida según un principio específicamente racial. Pero lejos de no ser más que un mero significante biológico, la raza así entendida remitía a un cuerpo sin mundo y fuera del suelo, un cuerpo de energía combustible, una suerte de doble de la naturaleza que, mediante el trabajo, se podía transformar en existencias o fondo disponible.5

La colonización, por su parte, funcionaba mediante la excreción de aquellos y aquellas que, en varios aspectos, eran considerados superfluos, supernumerarios en el seno de las naciones colonizadoras. Era el caso, en particular, de los pobres a cargo de la sociedad y de los vagabundos y delincuentes, de quienes se pensaba que perjudicaban a la nación. Era una tecnología de regulación de los movimientos migratorios. Numerosos eran aquellos que, en esa época, consideraban que esa forma de la migración beneficiaría en última instancia a los países de partida. Como escribía, por ejemplo, Antoine de Montchrestien en su Traité d’économie politique a comienzos del siglo xvii:

No sólo un gran número de hombres que viven ahora aquí en medio del ocio, y representan un peso, una carga y no reportan a este reino, serán puestos por eso a trabajar, sino que también sus hijos de 12 o 14 años, o menos, serán alejados de la holganza, haciendo mil suertes de cosas inútiles, que tal vez sean buenas mercancías para este país [...]6

Y todavía más, añadía, «nuestras mujeres ociosas [...] serán empleadas para arrancar, teñir y separar plumas, para tirar, batir y trabajar el cáñamo y recoger el algodón, y diversas cosas de la tintura». Los hombres, por su parte, podrán «emplearse para trabajar en las minas y en las actividades de labranza, e incluso para cazar ballenas [...] además de la pesca del bacalao, el salmón, el arenque, y para aserrar árboles», concluía.7

Del siglo xvi al xviii, esas dos modalidades de repoblación del planeta mediante la depredación humana, la extracción de las riquezas naturales y el poner a trabajar a grupos sociales subalternos constituyeron posturas económicas, políticas y en muchos aspectos filosóficas primordiales del período.8 Tanto la teoría económica como la teoría de la democracia fueron en parte construidas sobre la defensa o sobre la crítica de una u otra de esas dos formas de redistribución espacial de las poblaciones.9 Éstas, en cambio, estuvieron en el origen de muchos conflictos y guerras de reparto o de acaparamiento. Resultado de ese movimiento de alcance planetario, una nueva división de la Tierra vio la luz del día con, en el centro, las potencias occidentales y, en el exterior o en los márgenes, las periferias: campos de la lucha a ultranza y consagrados a la ocupación y al saqueo.

Y todavía hay que tener en cuenta la distinción generalmente usual entre la colonización comercial —o incluso las factorías— y la colonización de población propiamente dicha. Ciertamente, en ambos casos, se consideraba que el enriquecimiento de la colonia —cualquier colonia— no tenía sentido a menos que contribuyera al enriquecimiento de la metrópolis. No obstante, la diferencia residía en el hecho de que la colonia de población era concebida como una extensión de la nación, mientras que la colonia de factoría o de explotación no era más que una manera de enriquecer a la metrópolis por el sesgo de un comercio asimétrico, desigual, casi sin ninguna inversión pesada sobre el terreno.

Por otra parte, la dominación sobre las colonias de explotación estaba teóricamente consagrada a un fin, y la implantación de los europeos en esos lugares era totalmente provisoria. En el caso de las colonias de población, la política de migración apuntaba a conservar en el seno de la nación a gente que se habría perdido de haber permanecido entre nosotros. La colonia servía de válvula de escape para esos indeseables, categorías de la población «cuyos crímenes y depravaciones» habrían podido ser «rápidamente destructivos», o cuyas necesidades los habrían llevado a la cárcel o los habrían obligado a mendigar, volviéndolos inútiles para el país. Esta escisión de la humanidad en poblaciones «útiles» e «inútiles», «excedentarias» y «superfluas» siguió siendo la regla, midiéndose la utilidad, en cuanto a lo esencial, en la capacidad de despliegue de la fuerza de trabajo.

Por lo demás, la repoblación de la Tierra a comienzos de la era moderna no pasa solamente por la colonización. Migraciones y movilidad también se explican por factores religiosos. En el curso del período 1685-1730, inmediatamente después de la revocación del Edicto de Nantes, alrededor de 170.000 a 180.000 hugonotes huyen de Francia. La emigración religiosa toca a muchas otras comunidades. En realidad, diferentes tipos de circulación internacionales se entrelazan, ya se trate de los judíos portugueses cuyas redes comerciales se articulan alrededor de los grandes puertos europeos de Hamburgo, Ámsterdam, Londres o Burdeos; de los italianos que invierten en el mundo de la finanza, del comercio o de los oficios altamente especializados del vidrio y de los productos de lujo; hasta de los soldados, mercenarios, ingenieros que, gracias a los múltiples conflictos de la época, pasan alegremente de un mercado de la violencia a otro.10

En los albores del siglo xxi, la trata de esclavos y la colonización de las regiones lejanas del globo no son ya los medios por los cuales se efectúa la repoblación de la Tierra. El trabajo, en su acepción tradicional, no es ya necesariamente el medio privilegiado de la formación del valor. No obstante, es el momento del debilitamiento, de las grandes y pequeñas dislocaciones y transferencias, en pocas palabras, de nuevas figuras del éxodo.11 Las nuevas dinámicas circulatorias y la formación de las diásporas pasan en gran parte por el comercio o el negocio, las guerras, los desastres ecológicos y las catástrofes ambientales, y las transferencias culturales de todo tipo.

El envejecimiento acelerado de los conjuntos humanos de las naciones ricas del mundo, desde este punto de vista, representa un acontecimiento de un alcance considerable. Es la inversa de los excedentes demográficos típicos del siglo xix que acabamos de evocar. La distancia geográfica en cuanto tal ya no representa un obstáculo a la movilidad. Las grandes rutas de la migración se diversifican y se establecen dispositivos cada vez más sofisticados para eludir las fronteras. Por eso, si los flujos migratorios centrípetos se orientan hacia varias direcciones simultáneamente, Europa y los Estados Unidos en particular no dejan de ser puntos de fijación importantes de las multitudes en movimiento; en particular, aquellas que vienen de los centros de pobreza del planeta. Aquí surgen nuevas aglomeraciones y se construyen, pese a todo, nuevas Ciudades polinacionales. Frente a las nuevas circulaciones internacionales aparecen, poco a poco y en la totalidad del planeta, diversos conjuntos de territorios mezclados.

Esa nueva diáspora —que viene a añadirse a las olas anteriores de migraciones procedentes del Sur— confunde los criterios de pertenencia nacional. Pertenecer a la nación no es ya solamente un asunto de origen, sino también de elección. Una masa incesantemente creciente de personas participan en adelante de varios tipos de nacionalidades (nacionalidad de origen, de residencia, de elección) y de vínculos identitarios. En ciertos casos, se ven intimados a decidirse, a fundirse en la población poniendo un término a las dobles fidelidades; o, en caso de delito que pone en peligro la «existencia de la nación», de correr el riesgo de ser despojados de la nacionalidad de adopción.12

Más aún, en el corazón de la repoblación —en curso— de la Tierra no se encuentran únicamente los humanos. Los ocupantes del mundo ya no se limitan solamente a los seres humanos. Más que nunca, incluyen a cantidad de artefactos y todas las especies vivas, orgánicas y vegetales. Ni siquiera las fuerzas geológicas, geomorfológicas y climatológicas dejan de completar la panoplia de los nuevos habitantes de la Tierra.13 Por cierto, no se trata de seres ni de grupos o familias de entes en cuanto tales. En su punto límite, no se trata ni del medio ambiente ni de la naturaleza. Se trata de agentes y de medios de vida —el agua, el aire, el polvo, los microbios, las termitas, las abejas, los insectos—, autores de relaciones específicas. En consecuencia, hemos pasado de la condición humana a la condición terrestre.

El segundo rasgo característico de nuestro tiempo es la redefinición —en curso— de lo humano en el marco de una ecología general y de una geografía en adelante ampliada, esférica, irreversiblemente planetaria. De hecho, el mundo no es ya solamente considerado como un artefacto que el hombre fabrica. Salido de la edad de piedra y de la plata, del hierro y del oro, por su parte el hombre tiende hoy a volverse plástico. El advenimiento del hombre plástico y de su corolario, el sujeto digital, va directamente en oposición a cantidad de convicciones consideradas, hasta hace poco, como verdades inmutables.

Como la creencia según la cual existiría un «propio del hombre», un «hombre genérico» que sería separable del animal o del mundo vegetal; o incluso que la Tierra que él habita y explota no sería más que un objeto pasivo de sus intervenciones. Como también la idea según la cual de todas las especies vivas, el «género humano» sería el único en haberse liberado en parte de su animalidad. Como las cadenas de la necesidad biológica fueron quebradas, se habría alzado casi a la altura de lo divino. A contrapelo de estos artículos de fe y de muchos otros, en adelante se admite que, en el seno del universo, el género humano en particular no es más que una parte de un conjunto más vasto de sujetos vivos, que incluye a los animales, los vegetales y otras especies.

Si uno se atiene a la biología y a la ingeniería genética, hablando con propiedad no habría ninguna «esencia del hombre» por salvaguardar ni ninguna «naturaleza del hombre» por proteger. Siendo así, casi no habría ningún límite a la modificación de la estructura biológica y genética de la humanidad. En el fondo, entregándose a manipulaciones genéticas y germinales, es totalmente posible, se piensa, no solamente «aumentar» al ser humano (enhancement), sino también, en un acto espectacular de autocreación, producir lo viviente mediante la tecnomedicina.

El tercer rasgo constitutivo de la época es la introducción generalizada de herramientas y de máquinas calculadoras o computacionales en todos los aspectos de la vida social. Con ayuda de la potencia y la ubicuidad del fenómeno digital, no existe ya una separación estanca entre la pantalla y la vida. La vida transcurre en adelante en la pantalla y la pantalla se ha convertido en la forma plástica y simulada de lo viviente que, por otra parte, en adelante puede ser captada por un código. Mientras tanto:

[...] no es ya por la confrontación con el retrato o con la figura del doble que presenta el espejo como se pone a prueba el sujeto, sino por la construcción de una forma de presencia del sujeto más cercana al calco y a la sombra proyectada.14

Debido a eso, resulta forcluida una parte del trabajo de subjetivación y de individuación por el cual, todavía recientemente, todo ser humano se convertía en una persona dotada de una identidad más o menos indexable. Quiérase o no, pues, la era sería de la plasticidad, de la polinización y de todo tipo de injertos: plasticidad del cerebro, polinización de lo artificial y lo orgánico, manipulaciones genéticas e injertos informáticos, instrumental cada vez más estrecho de lo humano con la máquina. Todas estas mutaciones no solamente dan libre curso al sueño de una vida verdaderamente ilimitada. En adelante, hacen del poder sobre lo viviente —o incluso de la capacidad de alterar voluntariamente la especie humana— la forma sin duda absoluta del poder.

La articulación entre la capacidad de alterar voluntariamente la especie humana —incluso otras especies vivientes y otros materiales en apariencia inertes— y el poder del capital constituye el cuarto rasgo sobresaliente del mundo de nuestro tiempo. La potencia del capital —a la vez fuerza viva y creadora (cuando se trata de extender los mercados y de acumular ganancias) y proceso sangriento de devoración (cuando se trata de destruir irreversiblemente la vida de los entes y de las especies)— fue decuplicada a partir del momento en que los mercados bursátiles escogieron apoyarse en inteligencias artificiales para optimizar el movimiento de las liquideces. Porque la mayoría de estos operadores de alta frecuencia utilizan algoritmos de punta para tratar la masa de las informaciones intercambiadas en los mercados bursátiles, y funcionan a escalas microtemporales inaccesibles para el hombre. En la actualidad, el tiempo de transferencia de la información entre la bolsa y el operador es calculado en milisegundos. Acoplada a otros factores, esa extraordinaria compresión del tiempo condujo a la paradoja que es, por un lado, el espectacular aumento de la fragilidad y la inestabilidad de los mercados y, por el otro, su poder casi ilimitado de destrucción.