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Sin duda para Valle-Inclán las cosas más bellas creadas por los hombres son para los ojos y los oídos, incluso el alma que expresan las letras pertenece a la música. Sonatas, es el esfuerzo de Valle-Inclán por conseguir una prosa rítmica, la voluntad de que su prosa se acerque lo más posible a la música. La elección de cada palabra no se reduce solo a la carga intelectual o sentimental, sino a las asociaciones sonoras que suscita esa palabra en el texto y la relación que establece con el resto. Las Sonatas representan la cima del arte de Valle-Inclán en su etapa modernista. Son cuatro novelas cortas pero con relaciones internas que las hace una obra unitaria: Sonata de otoño, 1902, Sonata de estío, 1903, Sonata de primavera, 1904 y Sonata de invierno, 1905. Las Sonatas cuentan las memorias ficticias del Marqués de Bradomín, un alter ego del propio Valle-Inclán que se define con aquellos famosos epítetos de "feo, católico y sentimental". En cada una de las sonatas el marqués va rememorando con nostalgia distintas etapas de su vida, que discurren a su vez en lugares y un ambiente social que el escritor demuestra conocer muy bien. En Sonata de primavera nos presenta a un joven protagonista, que sirve como mensajero del Vaticano y que es enviado al Palacio Gaetani, donde intentará conquistar a la hija mayor de la princesa, María del Rosario, que está a punto de tomar los hábitos. Ella lo toma por el diablo y huye de él. El amor, el satanismo, la fe y la muerte son los principales temas que Valle-Inclán ha abordado en este libro.
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Ramon del Valle-Inclán
Sonata de primavera
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: Sonata de primavera.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard
ISBN rústica: 978-84-9816-876-1.
ISBN ebook: 978-84-9953-455-8.
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Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
Sonata de primavera 11
Libros a la carta 85
Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936). España.
Formó parte del Modernismo y estuvo cercano a la Generación del 98. Era hijo del escritor liberal Ramón del Valle-Inclán Bermúdez de Castro. Estudió en el Instituto de Pontevedra hasta 1885, y después estudió Derecho en la Universidad de Santiago de Compostela y en 1888 se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios.
En 1890, tras la muerte de su padre, abandonó la universidad, se fue a Madrid y colaboró en periódicos como El Globo.
En 1892, Valle-Inclán viajó a México. Allí escribió en los diarios El Veracruzano Libre, y El Universal. De regreso a España en 1893, vivió en Pontevedra.
Hacia 1896 volvió a Madrid y acudió a varias tertulias, en las que conoció a Gómez Carrillo, Pío y Ricardo Baroja, Azorín, Benavente, González Blanco, Villaespesa, Mariano Miguel de Val etc.
Sus Sonatas se publicaron a partir de 1902 (Sonata de otoño), 1903 (Sonata de estío), 1904 (Sonata de primavera) y 1905 (Sonata de invierno). Y en 1905 publicó una colección de cuentos con el título de Jardín novelesco; Historias de almas en pena, de duendes y de ladrones.
Desde 1924 Valle-Inclán se opuso a la dictadura de Primo de Rivera y en 1927 participó en la fundación de la Alianza Republicana.
En 1932, el gobierno de la República le nombró conservador del Patrimonio Artístico Nacional y director del Museo de Aranjuez.
En marzo de 1935 Valle-Inclán se marchó a Santiago de Compostela donde murió de cáncer el 5 de enero de 1936.
Los ojos y los oídos se juntan en un mismo goce, y el camino craso de los números musicales se sutiliza en el éter de la luz.
Sin duda para Valle-Inclán las cosas más bellas creadas por los hombres son para los ojos y los oídos, incluso el alma que expresan las letras pertenece a la música. Sonatas, es el esfuerzo de Valle-Inclán por conseguir una prosa rítmica, la voluntad de que su prosa se acerque lo más posible a la música. La elección de cada palabra no se reduce solo a la carga intelectual o sentimental, sino a las asociaciones sonoras que suscita esa palabra en el texto y la relación que establece con el resto.
Las Sonatas representan la cima del arte de Valle-Inclán en su etapa modernista. Son cuatro novelas cortas pero con relaciones internas que las hace una obra unitaria: Sonata de otoño, 1902, Sonata de estío, 1903, Sonata de primavera, 1904 y Sonata de invierno, 1905.
Las Sonatas cuentan las memorias ficticias del Marqués de Bradomín, un alter ego del propio Valle-Inclán que se define con aquellos famosos epítetos de «feo, católico y sentimental».
En cada una de las sonatas el marqués va rememorando con nostalgia distintas etapas de su vida, que discurren a su vez en lugares y un ambiente social que el escritor demuestra conocer muy bien.
En Sonata de primavera nos presenta a un joven protagonista, que sirve como mensajero del Vaticano y que es enviado al Palacio Gaetani, donde intentará conquistar a la hija mayor de la princesa, María del Rosario, que está a punto de tomar los hábitos. Ella lo toma por el diablo y huye de él.
El amor, el satanismo, la fe y la muerte son los principales temas que Valle Inclán ha abordado en este libro.
Anochecía cuando la silla de posta traspuso la Puerta Salaria y comenzamos a cruzar la campiña llena de misterio y de rumores lejanos. Era la campiña clásica de las vides y de los olivos, con sus acueductos ruinosos, y sus colinas que tienen la graciosa ondulación de los senos femeninos. La silla de posta caminaba por una vieja calzada: Las mulas del tiro sacudían pesadamente las colleras, y el golpe alegre y desigual de los cascabeles despertaba un eco en los floridos olivares. Antiguos sepulcros orillaban el camino y mustios cipreses dejaban caer sobre ellos su sombra venerable. La silla de posta seguía siempre la vieja calzada, y mis ojos fatigados de mirar en la noche, se cerraban con sueño. Al fin quedéme dormido, y no desperté hasta cerca del amanecer, cuando la Luna, ya muy pálida, se desvanecía en el cielo. Poco después, todavía entumecido por la quietud y el frío de la noche, comencé a oír el canto de madrugueros gallos, y el murmullo bullente de un arroyo que parecía despertarse con el Sol. A lo lejos, almenados muros se destacaban negros y sombríos sobre celajes de frío azul. Era la vieja, la noble, la piadosa ciudad de Ligura.
Entramos por la Puerta Lorenciana. La silla de posta caminaba lentamente, y el cascabeleo de las mulas hallaba un eco burlón, casi sacrílego, en las calles desiertas donde crecía la yerba. Tres viejas, que parecían tres sombras esperaban acurrucadas a la puerta de una iglesia todavía cerrada, pero otras campanas distantes ya tocaban a la misa de alba. La silla de posta seguía una calle de huertos, de caserones y de conventos, una calle antigua, enlosada y resonante. Bajo los aleros sombríos revoloteaban los gorriones, y en el fondo de la calle el farol de una hornacina agonizaba. El tardo paso de las mulas me dejó vislumbrar una Madona: Sostenía al Niño en el regazo, y el Niño, riente y desnudo, tendía los brazos para alcanzar un pez que los dedos virginales de la madre le mostraban en alto, como en un juego cándido y celeste. La silla de posta se detuvo. Estábamos a las puertas del Colegio Clementino.
Ocurría esto en los felices tiempos del Papa-Rey, y el Colegio Clementino conservaba todas sus premáticas, sus fueros y sus rentas. Todavía era retiro de ilustres varones, todavía se le llamaba noble archivo de las ciencias. El rectorado ejercíalo desde hacía muchos años un ilustre prelado: Monseñor Estefano Gaetani, obispo de Betulia, de la familia de los Príncipes Gaetani. Para aquel varón, lleno de evangélicas virtudes y de ciencia teológica, llevaba yo el capelo cardenalicio. Su Santidad había querido honrar mis juveniles años, eligiéndome entre sus guardias nobles, para tan alta misión. Yo soy Bibiena di Rienzo, por la línea de mi abuela paterna. Julia Aldegrina, hija del Príncipe Máximo de Bibiena que murió en 1770, envenenado por la famosa comedianta Simoneta la Cortticelli, que tiene un largo capítulo en las Memorias del Caballero de Seingalt.
Dos bedeles con sotana y birreta paseábanse en el claustro. Eran viejos y ceremoniosos. Al verme entrar corrieron a mi encuentro:
—¡Una gran desgracia, Excelencia! ¡Una gran desgracia!
Me detuve, mirándoles alternativamente:
—¿Qué ocurre?
Los dos bedeles suspiraron. Uno de ellos comenzó:
—Nuestro sabio rector...
Y el otro, lloroso y doctoral, rectificó:
—¡Nuestro amantísimo padre, Excelencia...! Nuestro amantísimo padre, nuestro maestro, nuestro guía, está en trance de muerte. Ayer sufrió un accidente hallándose en casa de su hermana...
Y aquí el otro bedel, que callaba enjugándose los ojos, ratificó a su vez:
—La Señora Princesa Gaetani, una dama española que estuvo casada con el hermano mayor de Su Ilustrísima: El Príncipe Filipo Gaetani. Aún no hace el año que falleció en una cacería. ¡Otra gran desgracia, Excelencia...!
Yo interrumpí un poco impaciente:
—¿Monseñor ha sido trasladado al Colegio?
—No lo ha consentido la Señora Princesa. Ya os digo que está en trance de muerte.
Inclinéme con solemne pesadumbre.
—¡Acatemos la voluntad de Dios!
Los dos bedeles se santiguaron devotamente. Allá en el fondo del claustro resonaba un campanilleo argentino, grave, litúrgico.
Era el viático para Monseñor, y los bedeles se quitaron las birretas. Poco después, bajo los arcos, comenzaron a desfilar los colegiales: Humanistas y teólogos, doctores y bachilleres formaban larga procesión. Salían por un arco divididos en dos hileras, y rezaban con sordo rumor. Sus manos cruzadas sobre el pecho, oprimían las birretas, mientras las flotantes becas barrían las losas. Yo hinqué una rodilla en tierra y los miré pasar. Bachilleres y doctores también me miraban. Mi manto de guardia noble pregonaba quién era yo, y ellos lo comentaban en voz baja. Cuando pasaron todos, me levanté y seguí detrás. La campanilla del viático ya resonaba en el confín de la calle. De tiempo en tiempo algún viejo devoto salía de su casa con un farol encendido, y haciendo la señal de la cruz se incorporaba al cortejo. Nos detuvimos en una plaza solitaria, frente a un palacio que tenía todas las ventanas iluminadas. Lentamente el cortejo penetró en el ancho zaguán. Bajo la bóveda, el rumor de los rezos se hizo más grave, y el argentino son de la campanilla revoloteaba glorioso sobre las voces apagadas y contritas.
Subimos la señorial escalera. Hallábanse francas todas las puertas, y viejos criados con hachas de cera nos guiaron a través de los salones desiertos. La cámara donde agonizaba Monseñor Estefano Gaetani estaba sumida en religiosa oscuridad. El noble prelado yacía sobre un lecho antiguo con dosel de seda. Tenía cerrados los ojos: Su cabeza desaparecía en el hoyo de las almohadas, y su corvo perfil de patricio romano destacábase en la penumbra inmóvil, blanco, sepulcral, como el perfil de las estatuas yacentes. En el fondo de la estancia, donde había un altar, rezaban arrodilladas la Princesa y sus cinco hijas.
La Princesa Gaetani era una dama todavía hermosa, blanca y rubia: Tenía la boca muy roja, las manos como de nieve, dorados los ojos y dorado el cabello. Al verme clavó en mí una larga mirada y sonrió con amable tristeza. Yo me incliné y volví a contemplarla. Aquella Princesa Gaetani me recordaba el retrato de María de Médicis, pintada cuando sus bodas con el Rey de Francia, por Pedro Pablo Rubens.
Monseñor apenas pudo entreabrir los ojos y alzarse sobre las almohadas, cuando el sacerdote que llevaba el viático se acercó a su lecho: Recibida la comunión, su cabeza volvió a caer desfallecida, mientras sus labios balbuceaban una oración latina, fervorosos y torpes. El cortejo comenzó a retirarse en silencio:
Yo también salí de la alcoba. Al cruzar la antecámara, acercóse a mí un familiar de Monseñor:
—¿Vos, sin duda, sois el enviado de Su Santidad...?
—Así es: Soy el Marqués de Bradomín.
—La Princesa acaba de decírmelo...
—¿La Princesa me conoce?
—Ha conocido a vuestros padres.
—¿Cuándo podré ofrecerle mis respetos?
—La Princesa desea hablaros ahora mismo. Nos apartamos para seguir la plática en el hueco de una ventana. Cuando desfilaron los últimos colegiales y quedó desierta la antecámara, miré instintivamente hacia la puerta de la alcoba, y vi a la Princesa que salía rodeada de sus hijas, enjugándose los ojos con un pañuelo de encajes. Me acerqué y le besé la mano. Ella murmuró débilmente:
—¡En qué triste ocasión vuelvo a verte, hijo mío!
La voz de la Princesa Gaetani despertaba en mi alma un mundo de recuerdos lejanos que tenían esa vaguedad risueña y feliz de los recuerdos infantiles. La Princesa continuó:
—¿Qué sabes de tu madre? De niño te parecías mucho a ella, ahora no... ¡Cuántas veces te tuve en mi regazo! ¿No te acuerdas de mí?
Yo murmuré indeciso.
—Me acuerdo de la voz...
Y callé evocando el pasado. La Princesa Gaetani me contemplaba sonriendo, y de pronto, en el dorado misterio de sus ojos, yo adiviné quién era. A mi vez sonreí. Ella entonces me dijo:
—¿Ya te acuerdas?
—Sí...
—¿Quién soy?
Volví a besar su mano, y luego respondí:
—La hija del Marqués de Agar...
Sonrió tristemente recordando su juventud, y me presentó a sus hijas:
—María del Rosario, María del Carmen, María del Pilar, María de la Soledad, María de las Nieves... Las cinco son Marías.