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Por más que intentemos resistirnos, los finales tienen lugar a cada momento: el fin de una respiración, el término del día, el final de una relación y, en última instancia, el de la vida. Cada final va acompañado de un nuevo principio, aunque no siempre resulte evidente qué nos deparará dicho comienzo. En Tal como vivimos, morimos Pema Chödrön comparte su sabiduría para trabajar con el flujo de la vida, vivir con tranquilidad, alegría y compasión a pesar de la incertidumbre, abrazando nuevos comienzos y, en definitiva, preparándonos para la muerte con curiosidad y apertura.Sus enseñanzas sobre el bardo (un término tibetano que se refiere a cualquier estado de transición, incluyendo lo que ocurre entre esta vida y la siguiente) revelan su poder e importancia en cada momento de nuestra vida. Este libro también nos brinda métodos prácticos para transformar las emociones más difíciles, relacionadas con el cambio y la incertidumbre, en un camino de despertar y amor. Tal como enseña, cuanta más libertad encontremos en nuestro corazón y nuestra mente mientras vivimos esta vida, más valientes seremos a la hora de afrontar a la muerte y lo que hay más allá. En definitiva, Pema ofrece a los lectores un programa magistral para vivir la vida con plenitud y compasión bajo la sombra de la muerte y el cambio.
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Seitenzahl: 258
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Pema Chödrön
Tal como vivimos, morimos
Edición a cargo de Joseph Waxman
Traducción del inglés al castellano de Fernando Mora
Título original:HOW WE LIVE IS HOW WE DIE
© by 2022 Pema Chödrön. All rights reserved
Publicado por acuerdo con Shambhala Publications Inc.
© de la edición en castellano:
2022 Editorial Kairós, S.A.
www.editorialkairos.com
Traducción del inglés al castellano: Fernando Mora
Revisión: Alicia Conde
Diseño cubierta: Editorial Kairós
Imagen cubierta: Robin Holland
Composición: Pablo Barrio
Primera edición en papel: Noviembre 2022
Primera edición en digital: Noviembre 2022
ISBN papel: 978-84-1121-065-2
ISBN epub: 978-84-1121-110-9
ISBN kindle: 978-84-1121-111-6
Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total ni parcial de este libro, ni la recopilación en un sistema informático, ni la transmisión por medios electrónicos, mecánicos, por fotocopias, por registro o por otros métodos, salvo de breves extractos a efectos de reseña, sin la autorización previa y por escrito del editor o el propietario del copyright.
Dedico este libro, con gran amor y aprecio, a mi querida hermana, Patricia Billings, que falleció, a los noventa y un años, en febrero de 2020.
«Contemplar la muerte cinco veces al día produce felicidad.»
Dicho butanés
El Buddha aconsejaba a sus discípulos que no creyesen en todo lo que decía sin haberlo comprobado antes por sí mismos. No deseaba promover ningún dogma, sino la experiencia de primera mano. «No os limitéis a creer en mi palabra –señalaba–. Poned a prueba mis enseñanzas igual que un orfebre examina el oro.» Por ejemplo, el Buddha enseñó que centrarse demasiado en nuestro interés propio es fuente de dolor y ansiedad, y que extender nuestro amor y cuidado hacia los demás –incluso hacia los extraños o las personas que nos causan problemas– nos aporta alegría y paz. Esto es algo que podemos comprobar a través de nuestra propia experiencia. Debemos experimentar con la enseñanza y ponerla a prueba tantas veces como sea necesario para convencernos.
Sin embargo, las enseñanzas presentadas en este libro parecen pertenecer a una categoría distinta. La palabra tibetana bardo, que aparece con frecuencia en el texto, se refiere al tránsito que sigue a nuestro fallecimiento y que precede a nuestra próxima vida. Pero ¿cómo podemos comprobar por propia experiencia lo que ocurre después de la muerte? ¿Cómo verificar que habrá una próxima vida? En los capítulos que siguen, encontraremos descripciones referentes a luces de colores brillantes, sonidos ensordecedores, fantasmas hambrientos, deidades pacíficas e iracundas, ¿cómo es posible verificar estas enseñanzas igual que un orfebre comprueba el oro?
Mi intención no es convencer al lector de que acepte la visión tibetana del mundo, considerando que estas descripciones son la verdad categórica acerca de lo que sucede después de la muerte. Decir que algo es definitivamente «de este» o «de aquel» otro modo carece de sentido y me parece que contradice del espíritu de las enseñanzas budistas. Al mismo tiempo, hay muchas personas con amplio discernimiento que, en la actualidad, estudian las enseñanzas del bardo y las consideran sumamente relevantes, no ya como un tema académico, sino como una fuente de profunda sabiduría capaz de mejorar nuestra vida. Tal vez no sea posible confirmar la exactitud de estas enseñanzas tradicionales basándonos en nuestra experiencia directa. Pero, creamos o no en la cosmovisión tibetana, si profundizamos en la esencia de las enseñanzas del bardo, estas pueden beneficiarnos no solo después de la muerte, sino durante este año, durante este día, en este mismo momento.
Estas enseñanzas se basan en un antiguo texto tibetano titulado Bardo Tödrol, que fue vertido por vez primera a idiomas occidentales como El libro tibetano de los muertos, aunque su significado literal es «liberación a través de la audición en el estado intermedio [o entre vidas]». El Bardo Tödrol está destinado a ser leído a las personas fallecidas que han accedido a dicho estado. Describe las distintas experiencias que afrontará el difunto y, en consecuencia, sirve de guía para ayudarle a navegar por lo que se considera un tránsito desorientador desde esta vida hasta la siguiente. La idea es que escuchar el Bardo Tödrol optimizará las posibilidades de experimentar una muerte pacífica, un viaje tranquilo y un renacimiento favorable. Y, en el mejor de los casos, uno se liberará por completo del samsara, el doloroso ciclo del nacimiento y la muerte.
El término bardo suele asociarse al estado intermedio entre diferentes vidas, pero una traducción más amplia de la palabra es simplemente «transición» o «intervalo». Aunque el viaje que tiene lugar después de la muerte es una de estas transiciones, si examinamos nuestra experiencia más detenidamente, descubriremos que siempre estamos afrontando algún tipo de transición. En cada momento de nuestra vida, algo termina y otra cosa empieza. Y esto no es un concepto esotérico porque, si prestamos atención, comprobaremos que esa es nuestra experiencia incuestionable.
El libro tibetano de los muertos enumera seis bardos: el bardo natural de esta vida, el bardo del soñar, el bardo de la meditación, el bardo de la agonía, el bardo de dharmata y el bardo del devenir.
En este momento nos hallamos en el bardo natural de esta vida. Como subrayo a lo largo de las páginas que siguen, nuestro trabajo se ubica en este bardo. El hecho de comprender que esta vida es un bardo –un estado de cambio continuo– nos prepara mejor para afrontar cualquier otro bardo que surja, por más desconocido que nos resulte.
El bardo de la agonía se inicia cuando nos damos cuenta de que vamos a morir y perdura hasta nuestro último aliento. Le sigue el bardo de dharmata, un término que significa «verdadera naturaleza de los fenómenos». Por último, tenemos el bardo del devenir, durante el cual efectuamos la transición a nuestra próxima vida. En este libro, hablaremos en detalle acerca de estos tres bardos y también los relacionaremos con experiencias más familiares por las que pasamos durante nuestra vida.
Mi propósito para las páginas que siguen es escribir de tal manera que estas enseñanzas nos resulten significativas y útiles, con independencia de cuáles sean nuestras creencias. Al mismo tiempo, me gustaría animar al lector a «mostrar cierta apertura», como le gusta señalar a mi maestro Dzigar Kongtrul Rinpoché, hacia los aspectos menos conocidos de estas enseñanzas. Siempre constato que mi mayor crecimiento personal se produce cuando mi mente y mi corazón están más inclinados hacia la curiosidad que hacia la duda. Es mi esperanza que adoptemos un enfoque similar al leer este libro.
Con independencia de la visión del mundo que suscribamos, si conseguimos aprender a navegar por el flujo continuo de transiciones que caracterizan nuestra vida presente, estaremos preparados para nuestra muerte y lo que sobrevenga después. Todos mis maestros, empezando por Chögyam Trungpa Rinpoché, me han transmitido numerosas instrucciones sobre el modo de conseguirlo. He aprendido por experiencia que la aplicación de las enseñanzas del bardo ha eliminado gran parte de mi miedo y ansiedad ante la muerte. Pero igualmente importante es que este adiestramiento me ha hecho sentir más viva, abierta y valerosa en mi experiencia cotidiana de la vida. Por ese motivo, me gustaría transmitir al lector estas enseñanzas y sus beneficios.
Este es un libro que versa acerca del miedo a la muerte. Y, más exactamente, nos plantea la siguiente pregunta: ¿cómo nos relacionamos con el más básico de todos nuestros temores, que es el miedo a morir? Algunas personas destierran de su mente el pensamiento de la muerte y actúan como si fueran a vivir para siempre. Otros se repiten a sí mismos que la vida es lo único importante, mientras que la muerte –en su opinión– equivale a la nada. Hay quienes se obsesionan con su salud y su seguridad y basan su vida en evitar lo inevitable durante el mayor número de años posible. Es menos frecuente que las personas se abran plenamente a la inevitabilidad de la muerte –y el miedo que pueda suscitarles– y vivan su existencia de manera acorde.
He constatado que quienes se abren de este modo están más comprometidos con la vida y aprecian más lo que tienen. Se hallan menos atrapados en sus propios dramas y tienen una influencia más beneficiosa para otras personas y para el conjunto del planeta. Entre estas personas se encuentran mis maestros y los sabios de todas las tradiciones espirituales del mundo. Sin embargo, hay mucha gente corriente que no niega ni se obsesiona con la muerte, sino que convive en armonía con la certeza de que algún día tendrá que dejar este mundo.
Hace unos años, impartí un seminario, durante un fin de semana, sobre este tema en el Omega Institute de Rhinebeck, Nueva York. Una de las participantes me confesó que, cuando supo que iba a hablar de la muerte y la agonía, su reacción fue: «¡Qué mal!». Pero, una vez concluido el programa, el tema le había cambiado la vida. Mi esperanza, al compartir estas enseñanzas con los lectores, es ayudarlos a familiarizarse con la muerte y a que se sientan más cómodos con ella, siendo más capaces de vivir en armonía con aquello que antes les asustaba, más capaces de pasar de un «¡qué mal!» a progresar en este sentido.
Mi segunda aspiración, estrechamente relacionada con la anterior, es que la apertura a la perspectiva de la muerte nos ayude a abrirnos a la vida. Como insistiré en las páginas que siguen, la muerte no es solo algo que ocurre al final de nuestra existencia, sino que sucede a cada momento. Vivimos sumergidos en un maravilloso flujo de continuas muertes y nacimientos. El final de una experiencia es el comienzo de la siguiente, que rápidamente llega a su propio final, dando lugar a un nuevo comienzo. Es como un río que fluye sin cesar.
Por lo general, nos resistimos a este flujo tratando de solidificar nuestra experiencia de una manera u otra e intentando encontrar algo, cualquier cosa, a la que aferrarnos. La instrucción en este caso consiste en relajarse y dejarse llevar. El entrenamiento pasa por acostumbrarnos a existir en el seno de este flujo continuo. Esta es la manera de trabajar con los miedos relacionados con la muerte y la vida, permitiendo que se desvanezcan. Sin embargo, esto no es ninguna garantía; no podemos exigir que nos devuelvan el dinero si no ocurre, o si tarda más de lo que nos gustaría. Pero, dado que yo he ido avanzando poco a poco en esa misma dirección, creo que el lector también podrá hacerlo.
En la tradición Mahayana del budismo que sigo, es habitual iniciar cualquier estudio, práctica u otra actividad positiva contemplando cuál es su principal propósito. Podemos reflexionar, por ejemplo, sobre el beneficio que aportaría a nuestro entorno inmediato, a las personas presentes en nuestra vida, e incluso más allá, el hecho de hacernos amigos del flujo del nacimiento y la muerte. Podemos reflexionar sobre el modo en que nuestra profunda relajación ante la vida y la muerte tiene un impacto positivo en todo lo que encontramos.
Como ejemplo de lo interconectado que está nuestro mundo, los teóricos del caos afirman que el aleteo de una mariposa en el Amazonas afecta al clima en Europa. Así pues, nuestro estado de ánimo influye en el mundo. Sabemos cómo afecta a las personas que nos rodean. Si le fruncimos el ceño a alguien, es muy probable que él también frunza el ceño a otras personas. Cuando, en cambio, le sonreímos, se sentirá bien y hay más posibilidades de que también sonría a los demás. Del mismo modo, si nos sentimos más tranquilos con la cualidad transitoria de la vida y la inevitabilidad de la muerte, esa tranquilidad se transmitirá a quienes nos rodean.
Toda energía positiva que nos dedicamos a nosotros o a los demás crea una atmósfera de compasión y amor que se extiende al mundo exterior, ¿quién sabe hasta dónde? Teniendo esto en cuenta, podemos abordar esta exploración de la muerte con lo mejor de nosotros mismos, siendo sensibles a los miedos y dolores de nuestros semejantes y queriendo prestar ayuda. En apoyo de esta aspiración, dedicamos este viaje particular a través de los bardos para propiciar el bienestar de por lo menos otra persona que experimente dificultades. Podemos empezar anotando unos cuantos nombres y añadir más a medida que transcurra el tiempo. A la postre, acumularemos una lista de muchas páginas.
Hay miles de millones de personas en este planeta que requieren atención y apoyo. En ese sentido, deseamos que cualquier progreso que hagamos les proporcione de alguna manera un mínimo de la ayuda que necesitan. Tal vez solo ayudemos directamente a un pequeño número de personas, pero todos pueden ser incluidos en nuestras aspiraciones.
Establecer nuestra motivación de esta manera se conoce como «generar bodhicitta», el corazón de la compasión, o, como lo denomina Dzigar Kongtrul Rinpoché, «la mente del despertar». Practicamos el Dharma no solo para ayudarnos a nosotros mismos, sino también para ayudar al mundo.
Algunas personas creen que la consciencia termina en el momento de la muerte, mientras que otras consideran que la consciencia continúa. Sin embargo, todo el mundo está de acuerdo en que, durante nuestra vida actual, las cosas tienen una cierta continuidad. Y mientras persisten, cambian de continuo. Las cosas terminan y nacen constantemente. Hay un proceso ininterrumpido de muerte y renovación, muerte y renovación. Esta experiencia, por la que pasa todo ser vivo, es lo que se conoce como «transitoriedad».
El Buddha subrayaba que la transitoriedad es una de las contemplaciones más importantes en el camino espiritual. «De todas las huellas –decía–, destaca la del elefante. Asimismo, entre todos los temas de meditación…, la idea de la transitoriedad es insuperable.»
Contemplar la transitoriedad es el sendero perfecto para acceder a las enseñanzas del bardo y, en general, a las enseñanzas relacionadas con la muerte. Esto se debe a que, en comparación con otros temas más complejos, el cambio continuo es fácil de percibir y comprender. Las estaciones cambian, los días cambian, las horas cambian. Nosotros mismos estamos cambiando siempre y experimentamos muchos cambios de un momento a otro. Esto es algo que ocurre a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos, las veinticuatro horas del día, sin detenerse ni un instante.
Sin embargo, por alguna razón, no apreciamos del todo lo que sucede, sino que tendemos a comportarnos como si las cosas fueran más estables de lo que realmente son. Tenemos la ilusión de que la vida seguirá siendo similar a como es ahora. Un ejemplo muy reciente ha sido la pandemia del coronavirus. Dimos por sentado que el mundo seguiría funcionando de un modo determinado, y de repente todo se puso patas arriba de una manera que ni siquiera podíamos imaginar.
A pesar de toda nuestra experiencia con el cambio, algo dentro de nosotros nunca deja de insistir en la estabilidad. Cualquier cambio, incluso un cambio a mejor, resulta un tanto desconcertante porque parece dejar al descubierto nuestra inseguridad subyacente acerca de la vida. Preferimos pensar que tenemos un suelo firme sobre el que apoyarnos que ver claramente que todo se halla en continua transición. Preferimos negar la realidad del cambio continuo que aceptar cómo son realmente las cosas.
Aferrarse a la sensación de permanencia también se aplica a nuestros estados emocionales. Nos sintamos bien o mal, felices o tristes, optimistas o pesimistas, tendemos a olvidar que los sentimientos son efímeros. Es como si hubiera un mecanismo que nos impidiese recordar que todo se halla siempre en movimiento. Sencillamente, nuestro estado actual de ansiedad o euforia parece ser el único modo en que concebimos nuestra vida. Cuando estamos contentos, nos decepcionamos si se desvanece dicho sentimiento positivo; cuando somos infelices, nos sentimos atrapados en nuestras emociones desagradables. Así pues, tanto si nos sentimos bien como si nos sentimos mal, nuestra ilusión de permanencia nos lleva a tener problemas.
El Buddha se refería a nuestra dificultad para aceptar la transitoriedad cuando enseñaba acerca de los tres tipos de sufrimiento. Llamó al primer tipo «el sufrimiento del sufrimiento». Se trata de la angustia evidente de la guerra, el hambre, los entornos aterradores, el abuso, el abandono, la pérdida trágica o las enfermedades graves. Es lo que solemos pensar cuando hablamos de «dolor» o «sufrimiento». Las personas y los animales que se encuentran en este tipo de situaciones pasan de un sufrimiento a otro sin apenas descanso.
Algunas personas tienen la fortuna de no experimentar el flagrante sufrimiento del sufrimiento. Comparado con lo que otros están pasando, en el momento presente las cosas les funcionan bastante bien. Sin embargo, todavía tenemos el dolor que proviene del hecho de que nada perdura. Experimentamos el deleite, pero este se alterna con la decepción. Experimentamos la plenitud, pero esta se alterna con el aburrimiento. Experimentamos el placer, pero este se alterna con el malestar. Esta alternancia, y toda la esperanza y el miedo que suscita, es en sí misma una fuente enorme de dolor.
Este segundo tipo de sufrimiento, que el Buddha denominó simplemente «el sufrimiento del cambio», nos acecha en lo más profundo como el doloroso conocimiento de que nunca podremos conseguir realmente todo aquello que queremos. Nunca conseguiremos que nuestra vida sea de manera definitiva tal como deseamos. Nunca alcanzaremos una posición en la que nos sintamos siempre bien. Es posible que en ocasiones nos sintamos cómodos y satisfechos, pero como dijo mi hija en cierta ocasión: «Ese es el problema». Dado que las cosas nos van bien con suficiente frecuencia, alimentamos la falsa esperanza de poder seguir así y pensamos: «¡Si hago todo lo que debo, estaré siempre bien!». Creo que esto es algo de lo que subyace al abuso de las drogas y el resto de nuestras otras adicciones. Este sueño de placer y comodidad permanentes es la adicción más profunda.
Todas las religiones y tradiciones de sabiduría del mundo hablan de la futilidad de aspirar a la felicidad dedicándonos a buscar cosas que no perduran. Cuando escuchamos estas enseñanzas, no nos pillan por sorpresa y durante algún tiempo podemos incluso sentirnos convencidos de ellas. Incluso empezamos a creer que es ridículo esforzarse por la felicidad de una manera tan infructuosa. Sin embargo, en cuanto pensamos en algo nuevo que queremos, toda esta sabiduría tiende a escapar por la ventana. Y entonces solo es cuestión de tiempo que la transitoriedad estropee nuestro flamante objeto. Aunque no derramemos el café sobre él durante la mañana siguiente a su llegada, nuestro placer se desvanecerá en un futuro no demasiado lejano.
El ejemplo clásico es el enamoramiento. Al principio, es la mayor euforia que existe. Pero, pasado el tiempo, puede transformarse fácilmente en el desengaño más apabullante. Cuando la euforia se desvanece y los enamorados desean seguir juntos, deben superar el desengaño y profundizar en su relación. Muchas parejas consiguen efectuar esta transición de forma magnífica, pero, aun así, toca a su fin ese placer absoluto inicial de dos personas recién enamoradas.
El tercer tipo de sufrimiento, conocido como «sufrimiento que lo impregna todo», ocurre en un nivel más profundo y sutil que los dos anteriores. Se trata del malestar constante derivado de nuestra resistencia básica a la vida tal como realmente es. Aunque queremos un fundamento sólido en el que apoyarnos, eso no es posible. La realidad es que nada permanece estable, ni siquiera durante un instante. Cuando examinamos la situación con más detenimiento, vemos que incluso las cosas aparentemente más estables cambian de continuo. Todo está en movimiento, y nunca sabemos en qué dirección irán las cosas. Si hasta las montañas y las rocas se mueven y cambian de manera impredecible, ¿cómo encontrar seguridad en algo? Esta sensación constante de inseguridad y falta de estabilidad impregna silenciosamente cada momento de nuestra existencia. Es el malestar sutil que subyace tanto al sufrimiento del sufrimiento como al sufrimiento del cambio.
De nuevo, podemos fijarnos en el ejemplo del enamoramiento. Gran parte de la emoción que lo acompaña se deriva de la frescura que este nuevo amor aporta a nuestra vida. Todo nuestro mundo se siente renovado. Pero a medida que transcurre el tiempo, empezamos a querer que las cosas sigan siendo exactamente como nos gusta. Es entonces cuando el sufrimiento que lo impregna todo asoma la cabeza y la fase de luna de miel toca a su fin. A medida que se desvanece la novedad, los amantes empiezan a percatarse de ciertas cosas, como que el otro es tacaño o demasiado crítico. De alguna manera, cae el velo y empiezan a parecer irritantes el uno al otro, simplemente por ser como son. Lo que suele ocurrir a continuación es que tratan de mejorar al otro, de hacer que su pareja se adapte. Pero ese enfoque solo consigue empeorar las cosas. La única manera de que las relaciones funcionen de verdad es cuando ambas personas son capaces de dejar las cosas como están y trabajar con la otra persona tal como es. Esto significa superar parte de su resistencia general al modo en que es la vida, en lugar de la vida tal y como quisieran que fuese.
A menudo escuchamos a la gente decir cosas como «No te preocupes, todo se arreglará». Siempre he interpretado esto como un intento de tranquilizarnos diciéndonos que las cosas acabarán saliendo como queremos. Sin embargo, la mayor parte de las veces, no conseguimos lo que queremos, e incluso cuando lo hacemos, nuestro placer es fugaz. Y muchas otras veces obtenemos lo que no queremos, es decir, las vicisitudes de la vida.
Trungpa Rinpoché tenía un dicho relacionado con esto: «No confíes en el éxito. Confía en la realidad». Creer que las cosas saldrán como queremos es «confiar en el éxito», el éxito según nuestros propios parámetros. Pero, por propia experiencia, sabemos muy bien que el éxito no es fiable. En ocasiones, las cosas salen como deseamos; otras, no. «Confiar en la realidad» es un estado mental mucho más abierto y relajado. La realidad va a tener lugar, de una manera u otra. Podemos contar con ello. De hecho, es algo muy profundo y, al mismo tiempo, completamente simple. La «realidad» se refiere a las cosas tal como son, libres de nuestras esperanzas y temores. Sabiendo que es de esa manera, nos abrimos al placer y al dolor, al éxito y al fracaso, en lugar de sentirnos víctimas de una venganza personal cuando no obtenemos el trabajo que queremos, cuando no conseguimos la pareja que deseamos o cuando caemos enfermos. Este es un enfoque radical que va en contra de nuestra manera convencional de ver las cosas. Estamos abiertos tanto a lo deseado como a lo no deseado. Sabemos que las cosas cambiarán, igual que cambia el clima. Y, como el buen o el mal tiempo, el éxito y el fracaso forman igualmente parte de la vida.
El sufrimiento que lo impregna todo se refiere a nuestra lucha constante contra el hecho de que todo está abierto, que nunca sabemos lo que va a suceder, que nuestra vida no está escrita y que se desarrolla sobre la marcha, y que hay muy poco que podamos hacer para controlarla. Experimentamos esta lucha como un zumbido persistente de ansiedad en el fondo de nuestra vida. Esto proviene del hecho de que las cosas son transitorias. Todo en el universo fluye. El suelo sólido que pisamos cambia de instante en instante.
Sin embargo, como afirma Thich Nhat Hanh, «No es la transitoriedad lo que nos hace sufrir. Lo que nos hace sufrir es querer que las cosas sean permanentes cuando no lo son». Podemos seguir resistiéndonos a la realidad, o aprender a contextualizar las cosas de una manera nueva, viendo que nuestra vida es algo dinámico y vibrante, una aventura increíble. Entonces estaremos realmente en contacto con la frescura de cada momento, tanto si pensamos que nuestro amante es perfecto como si no. Si abrazamos de esta manera el cambio continuo, empezaremos a advertir que poco a poco se calma y se desvanece el zumbido de la ansiedad.
Durante algunos de los retiros que dirijo, recitamos este canto por la mañana: «Como una estrella fugaz, un espejismo, la llama de una vela, una ilusión, una gota de rocío, una burbuja de agua, un sueño, un relámpago, una nube: contempla de este modo los dharmas condicionados». Estas palabras pretenden grabar en nuestra mente la transitoriedad para que nos acostumbremos a su presencia en nuestra vida y aprendamos a hacernos amigos de ella. La expresión «dharmas condicionados» se refiere a todo aquello que surge: lo que ha comenzado y está en proceso de cambio y que en un momento dado terminará; es decir, todos los fenómenos. Todo lo que hay bajo el sol tiene la cualidad fugaz de una gota de rocío o un relámpago. En los retiros, recomiendo que la gente memorice este canto para que pueda repetírselo y contemplarlo mientras caminan por el lugar y cuando regresan a casa.
Darse cuenta de la fugacidad de todas las cosas y de la frescura de cada momento equivale a percatarse de que siempre nos hallamos en un estado de transición, en un estado intermedio, lo que denominamos un bardo. Hace unos años, estaba comiendo con Anam Thubten Rinpoché, un maestro tibetano al que admiro mucho. Llevaba conmigo toda una lista de preguntas referentes al bardo y lo que dice El libro tibetano de los muertos al respecto. Le estaba formulando mis preguntas y, en un momento dado, me dijo: «¿Sabes, Ani Pema?, siempre estamos en el bardo». Yo había oído esta noción, expresada por Trungpa Rinpoché, pero quería escuchar la explicación de Anam Thubten, de manera que le dije: «Bueno, Rinpoché, usted y yo estamos sentados aquí almorzando. ¿Qué tiene que ver el bardo con eso?».
Ya escribí sobre este asunto en otro lugar, pero su respuesta me impresionó tanto que creo que merece la pena repetirla. «Esta mañana –me respondió– he ido a la tienda de arte con un amigo para comprar materiales para hacer caligrafía. Compramos tinta, pinceles y papel. Ahora esa experiencia parece una vida pasada, una vida entera que tuvo un comienzo parecido a nacer. Luego perduró un tiempo y pasó por diferentes etapas: mirar los artículos en la tienda, elegir los materiales y pagarlos. Luego mi amigo y yo nos separamos y esa vida llegó a su fin. Ahora es un recuerdo y aquí estoy comiendo con vosotros, disfrutando de otra vida. Pronto esta vida tocará a su fin y se convertirá en otro recuerdo. Y este proceso de comienzos y finales, de nacimientos y muertes, nunca cesará. Seguirá, seguirá y seguirá para siempre.»
Nos hallamos de continuo en algún tipo de bardo porque la transitoriedad no descansa. Nunca hay un momento en el que no estemos en transición, y aunque no lo creamos, esto es una buena noticia. Todos los elementos que conforman este instante único de nuestra vida surgieron en algún momento; pronto esos elementos se dispersarán y la experiencia terminará. Ahora mismo podemos estar sentados en nuestra silla leyendo este libro o conduciendo nuestro coche y escuchando la versión de audio. Estemos donde estemos, la luz tiene su propia cualidad particular. Olemos determinados aromas y escuchamos determinados sonidos de fondo. Hace una hora, probablemente estábamos haciendo algo por completo diferente, algo que solo recordamos de manera parcial. Dentro de una hora, la experiencia del momento presente también será un recuerdo. Siempre nos hallamos en un estado intermedio entre el pasado y el futuro, entre el recuerdo de lo que ocurrió antes y la experiencia que se aproxima y que pronto se convertirá también en recuerdo.
Mi almuerzo de aquel día con Anam Thubten no se repetirá. Aunque vuelva a almorzar con él en el mismo lugar, disfrutemos de la misma comida y hablemos de los mismos temas, nunca podremos recrear lo que ocurrió la última vez. Ese momento se ha marchado para siempre.
Contemplar el cambio continuo es una experiencia conmovedora que puede resultar triste o aterradora. En ocasiones, cuando me encuentro en un retiro largo y todos los días hago más o menos lo mismo, me doy cuenta de pronto: «¿Otra vez es domingo? ¿Cómo es posible? Termina de ser domingo». Quiero que el tiempo vaya más despacio. La velocidad a la que se mueve el tiempo me deja sin aliento. Y ese sentimiento es especialmente poderoso durante la vejez. Cuando pienso en mi infancia, el verano era muy largo, pero ahora termina en un abrir y cerrar de ojos. Es positivo permitir que ese sentimiento penetre en nosotros. Tenemos que permitir y experimentar ese sentimiento de vulnerabilidad y ternura.
Sentir tristeza o ansiedad es algo natural cuando reflexionamos sobre el paso del tiempo y el desvanecimiento de todas nuestras experiencias. En las evocadoras palabras de Trungpa Rinpoché, nuestras experiencias son «recuerdos de la fugacidad». Tal vez resulte desgarrador advertir cómo la muerte y la pérdida ocurren de continuo. Darnos cuenta de que siempre nos hallamos en un momento de transición puede hacernos sentir inestables. Sin embargo, este tipo de sentimientos no son una señal de que algo vaya mal. No tenemos que tratar de reprimirlos. No tenemos que etiquetarlos como negativos ni rechazarlos de ninguna manera. En su lugar, podemos desarrollar una actitud abierta hacia las emociones dolorosas que nos despierta la transitoriedad. Debemos aprender a sentarnos con esos sentimientos, a sentir curiosidad por ellos, a ver lo que nos ofrece la vulnerabilidad. En ese mismo miedo, en esa misma melancolía, se halla nuestro corazón compasivo, nuestra inconmensurable sabiduría, nuestra conexión con los demás seres vivos de este planeta, cada uno de los cuales atraviesa su propio bardo. Cuando nos mantenemos presentes a nuestra experiencia transitoria y a todo lo que evoca su fugacidad, entramos en contacto con nuestro ser más valeroso, con nuestra naturaleza más profunda.