Un acuerdo apasionado - Emily Mckay - E-Book
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Un acuerdo apasionado E-Book

Emily McKay

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Beschreibung

Una novia para el rebelde de la familia. Cooper Larson, hijo ilegítimo del potentado Hollister Cain, no tenía interés en buscar a la hija desconocida de su padre, a pesar de la cuantiosa recompensa ofrecida por este. Pero cuando su excuñada, Portia, acudió a él para decirle que había visto a la chica, Cooper aceptó ayudarla a encontrarla… para satisfacer un largo y prohibido deseo. A cambio, le pidió a Portia que colaborara con él en su último proyecto. Con Portia por fin al alcance de la mano, logró vencer la resistencia de la dama de hielo de la alta sociedad… pero no contó con que ella también derribara sus defensas.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Emily McKaskle

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Un acuerdo apasionado, n.º 2010 - noviembre 2014

Título original: A Bride for the Black Sheep Brother

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4888-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

Portia Callahan se guiaba por una regla de oro: cuando todo le iba mal en la vida, hacía una lista.

La lista de ese día era sencilla: uñas, pelo, maquillaje, vestido, zapatos, boda.

En general, cumplir los objetivos de la lista le tranquilizaba, le calmaba los nervios más que un margarita, pero ese día, a pesar de haber realizado lo que se había propuesto, la angustia seguía agarrándole el estómago. Habría recurrido al margarita, pero tomarse uno en la Primera Iglesia Baptista de Houston mandaría todo al garete; eso por un lado. Por otra parte, le temblaban tanto las manos que casi con toda seguridad se echaría el cóctel encima. Y si se echaba un margarita encima del vestido de novia, que le había costado treinta mil dólares, su madre estallaría.

Una reacción un poco exagerada quizá, pero su madre era una mujer que se había tomado una pastilla de nitroglicerina esa misma mañana al verla a punto de estropearse la manicura.

Y esa pequeña mancha en el esmalte rosa de las uñas no era nada en comparación con las ganas que tenía de salir corriendo de la iglesia y arrancarse a tirones esa monstruosidad de vestido.

¿Por qué le apretaba tanto el maldito vestido de novia? ¿Por qué le arañaba el encaje? ¿Por qué le pinchaban tanto las horquillas? ¿Por qué el maquillaje era tan pastoso?

Si el vestido le molestaba tanto en esos momentos y no aguantaba las horquillas, cuando el día anterior ninguna de las dos cosas le habían causado problemas… ¿no sería que no quería casarse?

El estómago le dio un vuelco. Si no se tranquilizaba acabaría vomitando.

¿Qué podía hacer? Su madre no dejaba de pasearse examinándola de arriba abajo. Shelby, su dama de honor, estaba a sus espaldas abrochándole el último de los ciento veintisiete diminutos botones del vestido. Odiaba esos botones.

La torturadora vestimenta le apretaba tanto que apenas la dejaba respirar. No podía evitarlo, no lograba verle sentido a aquello.

Justo en el momento en el que creía que iba a estallar llamaron a la puerta.

–Entra –dijo su madre.

La puerta se abrió unos milímetros y Portia oyó la voz de su futura suegra, Caro Cain.

–Celeste, no quiero alarmarte, pero hay un problema con el fotógrafo.

La madre de Portia lanzó una furiosa mirada a su hija. Parecía acusarla del problema, aunque ella no había tenido nada que ver con la contratación del fotógrafo.

–No te muevas –le ordenó su madre mirándola de pies a cabeza–. Estás perfecta, así que no lo estropees ahora.

Tras esas palabras, Celeste salió del vestuario para enfrentarse al individuo que se había atrevido a crear problemas. Ella, entretanto, agradeció al destino aquel contratiempo que le confería unos minutos de descanso.

Portia se volvió a Shelby y le tomó ambas manos.

–¿Podrías…? –¡Dejar de torturarme con esos botones!, quiso decir, pero sonrió serenamente–. ¿Podrías dejarme unos momentos a solas?

Shelby, que había compartido habitación con ella durante los cuatro años en la universidad privada de Vassar y la conocía mejor que nadie, frunció el ceño y preguntó:

–¿Crees que es una buena idea?

–No te preocupes, estoy bien. Me gustaría meditar unos minutos.

–Bueno… –Shelby le dio un apretón de manos–. Está bien, voy a ver qué hace tu madre. Intentaré distraerla un rato –Shelby se miró el reloj–. La boda va a empezar dentro de veinte minutos. Como mucho podré dejarte sola unos diez minutos. No más.

–¡Gracias!

Unos segundos después, Portia se encontró por fin sola por primera vez en nueve días. Era casi mejor que el margarita. Pero seguía sintiéndose a punto de explotar.

Sola en el vestuario giró una vuelta en redondo examinando la estancia en busca de lo que necesitaba. Moverse no le resultaba fácil debido a los cientos de metros de seda blanca que componían la falda del maldito vestido. ¿Era ese el motivo por el que su madre había elegido semejante monstruosidad? ¿Había temido que le diera un ataque de pánico y se diera a la fuga a toda prisa?

Portia contuvo una histérica carcajada al imaginar a su madre corriendo tras ella para evitar su huida.

Aunque, por supuesto, ella no quería escapar.

No, no quería.

Eran nervios, nada más.

Dalton era la pareja ideal para ella. Ambos pertenecían a la misma clase social y gozaban de la misma situación económica. Lo que significaba que, por primera vez en la vida, no tenía que cuestionar los motivos de él al haberla elegido. Le respetaba. Se llevaban bien. Y, sobre todo, Dalton era un hombre estable y sensato. Y ella necesitaba equilibrio.

Los dos eran iguales, pero opuestos. ¿Y no decía todo el mundo que los opuestos se atraían?

Y le quería.

Bueno, estaba un ochenta y nueve por ciento segura de quererle. Pero estaba un cien por cien segura de que él la quería… O, mejor dicho, Dalton se había enamorado completamente de lo que ella le había mostrado de sí misma: vestir bien y saberse comportar en sociedad. Sí, a Dalton le encantaba esa versión de ella, la persona que intentaba ser.

Y aunque existía una versión rebelde de su personalidad, estaba tratando de destruirla, de enterrarla: ya no cantaba en el karaoke, y se había quitado el tatuaje de Marvin el marciano. Pronto sería totalmente la persona que Dalton amaba.

No era de Dalton de quien quería huir, sino de sí misma. Y de ese vestido.

Estaba sufriendo un ataque de nervios y necesitaba hacer algo para tranquilizarse. Solo unos minutos, no necesitaba más.

Hacer frente a lo inesperado era algo que a Cooper Larson se le daba bien. Para bajar pendientes en la tabla de nieve tenía que estar preparado para salvar cualquier obstáculo. La nieve era así: de condiciones perfectas podía pasar a ser un infierno en unos metros. Su capacidad de adaptación era una de las cualidades que le había hecho conseguir formar parte del equipo olímpico.

No obstante, de nada la valió su experiencia cuando entró en el vestuario que ocupaba la novia y vio a su futura cuñada de arriba abajo con las piernas casi desnudas en el aire.

La escena le resultó tan inesperada que tardó unos segundos en asimilar lo que estaba viendo. Al principio, lo único que vio fue un par de piernas. Le llevó medio minuto recorrer, a partir de los delicados pies, los kilómetros de piernas enfundadas en seda color crema, detenerse en unas ligas azules y bajar por los muslos hasta unas bragas color rosa con lunares blancos. Entonces, justo cuando creía que le iba a estallar la cabeza, se dio cuenta de que el montón de volantes del que salían las piernas era un vestido de novia del revés.

Sacudió la cabeza y volvió a mirar las piernas. Eran las piernas más bonitas que había visto en la vida. Las piernas de su futura cuñada.

Maldición.

Qué mala suerte.

Pero… ¿por qué estaba boca abajo? Fue entonces cuando la oyó.

–¡Ba da da da da!

¿Estaba cantando Jesse´s Girl?

De no ser porque había reconocido la voz de Portia habría jurado que se había equivocado de iglesia. ¿Qué demonios era aquello?

–¿Portia?

Los volantes blancos se movieron y las piernas perdieron el equilibrio.

Cooper corrió para agarrarla. Quizá con demasiada energía, porque las piernas le golpearon el pecho y los pies le dieron en la cara.

–¡Aaaah!

–¡Demonios!

Cooper retrocedió, arrastrando a Portia al mismo tiempo.

–¡Suéltame! –gritó ella.

No iba a resultarle fácil dejarla en el suelo con cuidado de no hacerle daño. Dio otro paso atrás y ella volvió a darle patadas.

–¡Suéltame! –volvió a gritar Portia.

–¡Eso es lo que estoy intentando hacer!

–¿Cooper?

–Sí, soy yo.

Por fin, Cooper le rodeó la cintura con un brazo y consiguió darla la vuelta.

–¿Estás bien? –preguntó él.

Cuando Portia levantó la cabeza, vio que llevaba un par de auriculares y un iPod dentro de la pechera del vestido.

Portia se quitó los auriculares inmediatamente. Después se alisó la falda y le lanzó una mirada malhumorada.

–Claro que estoy bien. Mejor dicho, lo estaba. ¿Por qué no iba a estar bien?

–Estabas boca abajo.

–¡Estaba meditando!

–¿Con el vestido de novia?

Portia abrió la boca para contestar algo, pero vaciló, cerró la boca y frunció el ceño.

–Tienes razón –respondió ella antes de agarrar la falda del vestido y sacudirla.

El vestido no parecía en muy mal estado, pero Portia tenía todo el cabello revuelto. Lo que debía haber sido un complicado y exquisito laberinto de rizos recogidos en un moño, caía hacia un lado y un mechón dorado le colgaba por la frente. Además, tenía las mejillas encendidas y los labios húmedos y rosados.

Hacía dos años que conocía a Portia, y en todo ese tiempo era la primera vez que la veía tan desaliñada. Tan humana. Tan sensual.

Sí. Y, además, se le había grabado en la mente la imagen de las bragas rosas y los muslos desnudos. ¿Y qué eran esas cosas blancas en las bragas? Al principio le habían parecido lunares, pero al acercarse a ella para sujetarla se había dado cuenta de que eran gatos blancos. ¿No habrían sido imaginaciones suyas? ¿Sería posible que la estirada y fría Portia Callahan llevara el día de su boda unas bragas estampadas con cabezas de gatos blancos?

–¿Estabas meditando y cantando una canción pop de los ochenta? –preguntó él con incredulidad.

–Sí. No puedo… –Portia lanzó un suspiro–. Me ayuda a pensar.

Portia debía haberse dado cuenta de que tenía el pelo hecho un desastre, porque se agarró un mechón y se lo quedó mirando.

–¡No, no, no, no!

Portia dio un salto y corrió hasta el espejo. Se miró de un lado y de otro mientras continuaba exclamando:

–¡No, no!

Cooper no sabía qué hacer con una mujer en pleno ataque de nervios. Además, no lograba recuperarse de la sorpresa de que la mujer con el ataque de nervios era Portia. Hasta hacía cinco minutos, la había considerado una mujer tan fría como el hielo. Nunca se le habría ocurrido pensar que Portia pudiera verse presa del pánico. Ni que llevara bragas con gatos. No, mejor no pensar en la ropa interior de su cuñada. Ni en sus muslos.

Y a menos que quisiera tener que explicarle a Caro Cain por qué se había suspendido la boda, sospechaba que debía hacer algo para evitar el desastre.

Después de asegurarse de que la puerta estuviera cerrada con llave, se acercó a Portia y se colocó a sus espaldas.

La miró a través del espejo. Estaba tan histérica que no notó su presencia cuando le puso las manos en los hombros. Entonces, levantó la cabeza con los ojos azules llenos de lágrimas.

¿Cómo no había notado antes lo oscuros que eran los ojos de Portia?

Se metió las manos en los bolsillos, pero no encontró un pañuelo para darle, así que optó por sacar hacia fuera el interior del bolsillo de la chaqueta del traje y ofrecérselo.

–Toma –Portia se limitó a mirarle con el ceño fruncido–. Vamos, tranquilízate, todo va a ir bien.

–¿Tú crees? –preguntó ella.

–Sí, claro.

Portia se lo quedó mirando y, lentamente, esbozó una sonrisa.

–¿Es lo que piensas de verdad?

–Sí –esperaba que fuera cierto–. Es solo el pelo, ¿no?

No debió haber dicho eso, porque a Portia los labios le comenzaron a temblar.

–Lo que quiero decir es que tiene arreglo –Cooper trató de colocarle bien el moño–. Solo tienes que ponerte unas horquillas más y todo arreglado.

Portia alzó las manos.

–¡No me quedan horquillas!

–¿Cómo has conseguido hacértelo?

–Me lo han hecho en la peluquería.

–Ah –Cooper no le dijo que, en ese caso, no debería haberse puesto boca abajo–. Bueno, supongo que las horquillas que se te han caído deben estar en el suelo. Deja que eche un vistazo.

Después de un minuto de examinar el suelo, se incorporó con gesto triunfal.

–Cinco.

Portia seguía sentada delante del espejo, pero ya más tranquila. Y se había hecho algo en el pelo, parecía más… equilibrado.

–Bien, pásamelas.

Cooper le dio las horquillas y se la quedó observando mientras se las colocaba. Cuando hubo terminado, sus ojos se encontraron en el espejo.

–¿En serio crees que va a salir bien? –insistió ella.

–Sí, claro.

–No me refiero al peinado.

–Ya, te he entendido.

Cooper tragó saliva. ¿Qué sabía él de las relaciones de los demás?

–Sí, ya verás como todo sale bien –insistió él–. Dalton es un buen tipo. Hacéis una pareja perfecta.

Pero era mentira. Hasta ese día, había creído que Portia era la chica perfecta para Dalton. Pero ahora… La chica que tenía delante, que hacía meditación el día de su boda, que llevaba bragas rosas con gatos y que sufría ataques de pánico… Esa chica era distinta a como la había imaginado. Esa Portia era fascinante y sumamente atractiva. Y quizá Dalton no fuera el tipo adecuado para ella.

Capítulo Uno

Doce años después

Portia Callahan quería que se la tragara la tierra.

Pero en vez de dejar que se la tragara la tierra, mantuvo el tipo en un pasillo que daba al salón de fiestas del hotel Kimball, donde tenía lugar la gala anual de la fundación La Esperanza de los Niños, mientras su madre la sermoneaba.

–¡Por favor, Portia! ¿En qué estabas pensando? –dijo Celeste, a punto de sacarla de quicio.

Portia lanzó un suspiro y reprimió las numerosas y lógicas respuestas que podía darle. «Estaba pensando en los niños. Trataba de hacer lo mejor para ellos». Pero se limitó a contestar lo que sabía que su madre quería oír:

–Me he equivocado, lo siento.

Lo que también era cierto.

Tres meses atrás, al visitar un instituto de un barrio pobre de Houston en nombre de la fundación La Esperanza de los Niños, no se había parado a considerar el revuelo que esa visita provocaría en la alta sociedad de Houston. Su intención había sido establecer contacto con los alumnos, animarles a aspirar a una vida mejor, más allá de un trabajo con un salario mínimo. Había pensado en ellos y en lo que necesitaban. No se le había pasado por la cabeza que el profesor que había sacado unas fotos de ella con los chicos las enviara a la fundación, ni que algunas de las fotos acabaran transformándose en fotomontajes que iban a aparecer en la gala aquella noche. Y, por supuesto, no se le había ocurrido que algunos miembros de la alta sociedad de la ciudad se sintieran sumamente ofendidos al ver fotos de ella jugando al baloncesto con chicos que habían sido miembros de bandas de delincuentes.

–Sí, Portia, te has equivocado. Esa foto… –Celeste suspiró.

Portia odiaba esa clase de suspiros de su madre. Eran suspiros que querían decir: «¡Cómo has podido hacerme esto! ¡No me merezco lo que me has hecho!».

–No es tan terrible –dijo Portia.

–Malo sería si fuera solo la foto –dijo Celeste–. Pero ahora que Laney está embarazada, todo el mundo tiene los ojos puestos en ti para ver cómo reaccionas, para…

–¿Laney está embarazada? –interrumpió Portia. Una náusea le subió a la garganta–. ¿Laney está embarazada?

Laney era la esposa actual de su exmarido.

En realidad, Portia no tenía nada contra Laney. Ni contra Dalton. Estaba encantada de que estuvieran enamorados y fueran felices. Sí, encantada. O, por lo menos, lo intentaba. Pero todo le resultaría más fácil de no parecerle que su vida se había estancado.

Y ahora… Laney estaba embarazada.

Dalton y ella habían tenido problemas de fertilidad. Al parecer, los problemas de Dalton se habían solucionado con su nueva esposa.

Portia se llevó una mano al estómago con la esperanza de contener las náuseas.

–Laney está embarazada –repitió Portia estúpidamente.

–Sí, lo está. Todavía no lo han anunciado, pero todos han notado que tiene abultado el vientre. La verdad, Portia, no comprendo cómo no te has dado cuenta. Todo Houston lo ha notado.

–Pues no, no he notado nada.

–Tienes que prestar más atención a lo que pasa a tu alrededor, a lo que se rumorea. Y, por el amor de Dios, intenta evitar proporcionar a todo Houston evidencia fotográfica de tu crisis existencial.

–¡No estoy en crisis!

Celeste la miró con irritación.

–Estamos hablando de una foto de ti con cinco miembros de una pandilla de delincuentes, uno de los cuales te mira al pecho y otro tiene la mano cerca de ti.

–Estábamos jugando al baloncesto. ¡Y el de la mano ni siquiera me tocó! Y además, mamá, estamos hablando de una simple foto. Hay cincuenta diapositivas que ilustran el extraordinario trabajo que está realizando la fundación. Y en una de ellas, solo en una, aparezco yo. No es ningún drama…

–Sí lo es –le espetó Celeste–. Y el hecho de que no te lo parezca solo demuestra lo ingenua que eres. Una mujer en tu situación…

–¿Mi situación? ¿A qué te refieres con eso?

–La posición de una mujer en la sociedad cambia cuando se divorcia. Tú misma has podido comprobar lo que le ha pasado a Caro. Por suerte, tú no lo has pasado tan mal como ella. De momento.

–Sí, Caro –dijo Portia sombría.

Después de haberse divorciado de Dalton, Portia había seguido manteniendo amistad con su suegra. Caro Cain no era una persona cariñosa, pero era más fácil de tratar que su propia madre. Y en estos momentos, Caro necesitaba a sus amigos. Divorciarse de Hollister Cain la había relegado al estatus de paria.

–¿Te haces idea de la cantidad de risas que ha provocado esa foto? –preguntó Celeste.

–¡Nadie le da importancia a esa foto, excepto tú!

Celeste se le acercó un paso.

–El mundo es así. Deja de ser tan ingenua.

–No es una ingenuidad querer ayudar a los niños.

–Bien. Si quieres ayudar a los niños, le encargaré a Dede que organice algo.

–No necesito que la secretaria de prensa de papá organice una sesión de fotos para que yo salga en ellas.

–Muy bien. Si no quieres que te ayude, adelante. Haz muñecos con un niño con cáncer, por ejemplo. Pero, por el amor de Dios, aléjate de los delincuentes porque…

Pero Celeste no pudo continuar hablando, porque justo en ese momento una de las camareras pasó por su lado con una bandeja llena de copas de champán y, accidentalmente, se tropezó y derramó una de las copas en el vestido de Celeste.

Celeste dio un paso atrás, horrorizada.

La camarera se tropezó otra vez y, apenas había recuperado el equilibrio, cuando Celeste se volvió hacia ella.

–¡Cómo se puede ser tan patosa y…!

–Mamá, cálmate –dijo Portia, agarrando del brazo a su madre.

Celeste se zafó de ella y reanudó el ataque a la camarera.

–¡Haré que la despidan!

–Mamá, por favor, deja que me encargue de esto –dijo Portia nerviosa–. Ve al cuarto de baño y límpiate el vestido. El champán no deja mancha.

Celeste miró furiosa a la camarera, que le devolvió la mirada al tiempo que alzaba la barbilla.

Portia tiró de su madre hacia la puerta que daba al salón de fiestas.

–Vamos, yo hablaré con el supervisor de las chicas.

–Esa imbécil no debería trabajar en una fiesta de esta categoría –declaró Celeste.

Y, tras esas palabras, se dio media vuelta y se dirigió al baño.

Portia se acercó a la camarera. La joven parecía tener veintitantos años, llevaba el cabello corto a un lado y más largo al otro. Iba muy maquillada y tenía un pendiente en la nariz. Su mirada era beligerante.

–Me llamo Ginger. Lo digo por si va a ir a hablar con mi jefe.

Portia alzó una mano en señal de paz.

–Escuche, no voy a hacer que la despidan, pero le aconsejo que se mantenga alejada de mi madre durante el resto de la fiesta.

Ginger, sorprendida, parpadeó.

–¿No va a decirle nada a mi jefe?

–No. Ha sido un accidente.

–Sí, claro, un accidente. Gracias –dijo Ginger con aparente inocencia, pero sonrió maliciosamente al echar a andar hacia la puerta del salón de fiestas.