Tácticas de seducción - Emily Mckay - E-Book
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Tácticas de seducción E-Book

Emily McKay

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Beschreibung

De pronto descubrió que era padre… y que iba a perder a la mujer más importante de su vida Aquella pequeña abandonada a su puerta era sin duda su hija, aunque lo último que se esperaba Derek Messina era que le dijeran que era padre. Pero más aún le sorprendió el descubrimiento de que su ayudante iba a abandonarlo. A punto de realizar una importante fusión empresarial, Derek no podía perder a Raina, la mujer que llevaba tantos años organizándole la vida. Para impedirlo, el poderoso empresario estaba dispuesto a utilizar todas sus habilidades… incluyendo la seducción.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2008 Emily McKaskle. Todos los derechos reservados.

TÁCTICAS DE SEDUCCIÓN, N.º 1623 - noviembre 2011

Título original: Baby Benefits

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-096-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

–¿Cómo que es mía?

Derek Messina miró a su hermano, atónito. En sus brazos, Dex tenía un bebé dormido al que Derek no quería ni mirar.

La niña no podía ser suya.

Cierto, dieciséis días antes la habían dejado en la puerta de su casa con una ambigua nota sujeta al jersey con un alfiler. Pero como su hermano vivía con él, lo lógico era pensar que el problema era suyo. Y por eso, después de hacerse los dos una prueba de paternidad, Derek se había marchado a Nueva York y Antwerp, seguro de que no tenía nada que ver con él.

–La niña no puede ser mía –repitió. Pero la convicción que había en su voz no podía enmascarar la duda que había empezado a instalarse en su corazón.

Dex se limitó a sonreír.

–Es tuya.

¿Había cierta desilusión en la voz de su hermano?

–Si esto es una broma, no tiene ninguna gracia.

–¿Crees que bromearía sobre algo como esto? –Dex lo miró, incrédulo–. No, no me contestes.

Los resultados de la prueba de paternidad están ahí, compruébalo por ti mismo.

Con una creciente sensación de pánico, Derek se acercó a la encimera, sobre la que había un montón de papeles. Pero no era capaz de mirarlos. Enfrentarse con la posibilidad de que su hermano estuviera diciendo la verdad…

Pero sabía que Dex no mentía. No, si su hermano decía que aquella niña era suya, tenía que ser suya.

Maldición.

No podía haber llegado en peor momento. Claro que no había buen momento para descubrir que uno tenía una hija de cinco meses de la que no sabía nada.

Por fin, Derek tomó los papeles y empezó a leer. La documentación confirmaba que su ADN coincidía con el de la pequeña Isabella.

–¿Cuándo te enteraste?

–Hace cinco días.

–¿Y no me llamaste?

Dex hizo una mueca.

–¿Para qué? No habrías vuelto antes de lo previsto.

Cierto. Pero habría hecho las cosas de otra manera.

–No tengo que decirte lo importante que era ese viaje –intentó defenderse.

–Ya, claro. Diamantes Messina por fin ha abierto oficina en Antwerp. Ya no somos una familia de bastos mineros. Ahora estamos jugando con los mayores –replicó Dex, con tono amargo–. Todo eso es mucho más importante que tu hija.

Derek estudió a su hermano sujetando la cabecita de la niña como si quisiera protegerla. Cualquiera diría que llevaba toda la vida cuidando niños.

Eso lo hizo sonreír. Si había alguien menos preparado que él para ser padre de familia, ése era Dex. Y dos semanas cuidando de una niña de cinco meses no podían haberlo transformado de repente.

Por fin, Derek se obligó a sí mismo a mirar a la niña: ricitos de color cobre, la cabecita apoyada sobre el pecho de su hermano, pestañas larguísimas sobre unas mejillas regordetas…

Si no fuera porque había manchado la camisa de su hermano de saliva, pensaría que era una muñeca.

Suspirando, se dirigió al bar para servir dos copas de coñac y le ofreció una a Dex, que lo había seguido hasta el salón. Parecía como si llevara toda la vida sujetando a un bebé con una mano y una copa en la otra.

–No se parece a mí.

–Si se pareciera a ti sería feísima –contestó su hermano, mirando a la niña–. Tiene los ojos de papá. Los tuyos también, supongo.

¿Los ojos de su padre? Eso era como una patada en el estómago.

Aunque no era culpa suya. Nada de aquello era culpa suya, claro. No, sólo había sido una cuestión de mala suerte. Y quizá cierta despreocupación por su parte. Sabía que había una posibilidad de que la niña fuera suya cuando se marchó de viaje, pero no había querido creerlo. Ése había sido su error y nada más que ése.

–Entonces supongo que debería abrir una botella de champán para darle la bienvenida al segundo nuevo miembro de la familia Messina.

Dex levantó una ceja.

–¿Segundo?

–Si, pasé por Nueva York de camino a Antwerp y convencí a Kitty para que hiciera el viaje conmigo.

–Kitty.

La censura en la voz de su hermano no lo sorprendió. A Dex nunca le había gustado Kitty. Aunque Derek no había querido pensar en ello durante los tres años de calculado cortejo.

–¿No vas a felicitarme?

Dex levantó su copa de coñac.

–Enhorabuena. Has estado dos semanas con una mujer que no tiene corazón.

–La verdad es que lo hemos pasado muy bien.

–No pensarías impresionarla con la oficina de Antwerp, ¿no? Seguramente lleva viendo cómo se cortan y pulen diamantes desde que era una niña.

–Sí, ya me imagino –Kitty era la heredera de la fortuna de los Biedermann y su familia tenía la mayor cadena de joyerías del país–. Ésa es una de las razones por las que le he pedido que se case conmigo.

Dex se atragantó.

–¿Qué? No me digas que ha aceptado.

–Pues claro que sí –Derek no entendía la expresión sorprendida de su hermano–. No se lo habría pedido de no saber que diría que sí. Además, es una mujer inteligente y entiende las ventajas de este matrimonio.

Dex miró a la niña que dormía en sus brazos.

–¿Y qué va a decir cuando conozca la existencia de Isabella?

–No tengo ni idea.

Claro que eso no era cierto del todo.

Kitty era una mujer bella e inteligente, un tiburón de los negocios, todo lo cual la hacía la esposa perfecta para él. Pero no era la clase de mujer dispuesta a criar a la hija de otra.

–Esta vez me voy –apoyando las manos en el lavabo de mármol de la planta ejecutiva, Raina Huffman se miró al espejo. A pesar del tono decidido, no estaba convencida del todo.

Pero ya era hora.

–No vas a dejarlo –oyó una voz tras ella.

Era una de sus compañeras, Trinity, con una expresión burlona en su carita de duende.

–Voy a hacerlo, me marcho.

–No, no es verdad. Siempre dices lo mismo, pero luego no lo haces.

Raina arrugó el ceño.

–Esta vez lo digo en serio –insistió, contando con los dedos–. Estoy cansada de ser la chica de los recados, de hacer todo lo que quiere en cuanto él quiere…

–Eres su ayudante, es tu trabajo –la interrumpió Trinity.

–Cuando me llama un domingo a la una de la madrugada para que le haga un recado, eso no es mi trabajo. Derek Messina es un castigo del cielo, eso es lo que es.

–Puede que sea un castigo del cielo, no digo que no. Incluso podría ser el jefe más exigente y más insoportable de todo Dallas. Mira, hasta podría ser peor que Meryl Streep en El diablo viste de Prada, pero no vas a dejar tu trabajo porque te paga un dineral. Y lo necesitas.

Raina tuvo que contener el deseo de defender a Derek. Mucha gente, Trinity incluida, pensaba que su jefe era un dictador, pero en realidad no era así. Sí, era un hombre de negocios despiadado y un jefe muy exigente, pero como su ayudante ejecutiva y casi constante compañera, veía un lado de él que no veía nadie más. Pero, además de ser generoso y leal, también era un hombre muy reservado y no le gustaría que lo defendiese ante nadie.

De modo que, en lugar de citar cualidades que Trinity no podría entender, se concentró en el dinero.

–Mi sueldo está muy bien –Raina suspiró pensando en el dinero que había ganado en los últimos nueve años, dinero que le había dado fielmente a su madre para ayudar en casa–. Pero Kendrick se gradúa en mayo y a Cassidy han vuelto a darle la beca, así que durante dos años no habrá problemas.

–¿No tienes que seguir ayudando económicamente?

–La casa está pagada –suspiró Raina. Gracias al dineral que le pagaba su jefe–. Y los gastos se pagan con lo que recibe por la pensión de minusvalía, así que ahora no necesito tanto dinero. Puedo dejar este horrible trabajo y buscar uno normal, con un horario normal y un jefe normal.

Trinity levantó una ceja.

–Con un jefe que no te vuelva loca.

Eso, loca. O algo.

Seguramente «loca» era una palabra tan adecuada como cualquiera. Derek la sacaba de quicio y hacía que le diesen ganas de tirarse de los pelos. Y, ocasionalmente, ganas de arrancarse la ropa.

Lo cierto era que llevaba nueve años siendo su ayudante ejecutiva y, a lo largo de esos años, se había ido enamorando de él. Y era mucho tiempo para estar enamorada en secreto de alguien que la veía como «un adminículo indispensable» pero no como una mujer.

Pero su patético estado emocional era algo en lo que no quería pensar y menos contárselo a nadie. De modo que dejó su bolso sobre la encimera del lavabo y sacó la barra de cacao.

A su lado, Trinity soltó una risita.

–¿Qué pasa?

–Te estás poniendo cacao en los labios.

–¿Y qué?

–Que si fueras a dejar este trabajo que te chupa la sangre no te pondrías cacao sino una barra de labios bien roja y tacones de diez centímetros para darle una patada en el trasero al jefe.

Raina tuvo que sonreír.

–No, cuando tú dejas un trabajo seguro que vas por ahí dando patadas en el trasero. Yo no soy así, pero pienso irme de todas formas.

–Si fueras a marcharte de verdad admitirías que Derek es un tirano.

–No es tan malo, mujer.

–¿No es tan malo? ¿Lo ves? Por eso mantengo que no te vas a ir.

–He enviado mi carta de renuncia a la impresora antes de venir al baño –protestó Raina–. En veinte minutos no seré empleada de Diamantes Messina. Bueno, veinte minutos y dos semanas.

Trinity se encogió de hombros.

–Si tú lo dices…

Y después de eso, abrió la puerta y salió del baño.

–¿No vas a desearme suerte?

–Te desearía suerte si creyera que vas a marcharte –contestó su compañera antes de desaparecer por el pasillo.

Trinity tenía razón. No sobre su incapacidad de marcharse, sino sobre el que el trabajo le chupaba la sangre. En los nueve años que llevaba en Diamantes Messina había trabajado más horas extra que la mayoría de las personas normales en toda su vida.

Derek la llamaba cada vez que necesitaba algo, fueran las dos de la mañana o una preciosa tarde de domingo. No era un hombre poco razonable, sencillamente esperaba de los demás lo que esperaba de sí mismo. Y esperaba mucho de sí mismo.

Raina soportaba las interminables jornadas laborales por dos razones: nadie pagaría un sueldo tan alto como Derek y, además, estaba loca por él. Pero había llegado la hora de cortar amarras. Ahora que no necesitaba el dinero podía marcharse y seguir adelante con su vida. Y, sobre todo, podía olvidar la tonta esperanza de que un día Derek se diera cuenta de que era una mujer y se la llevase a la isla de Aruba.

«Porque, sé sincera contigo misma, si eso fuera a pasar, habría pasado hace muchos años».

Raina sacó su carta de renuncia de la impresora y le echó un vistazo para comprobar si era sucinta y profesional. No hacía falta humillarse con innecesarias muestras de emoción.

Luego llamó a la puerta del despacho antes de entrar. Como siempre, el despacho de Derek olía a su colonia y a cera para los muebles. Él estaba de espaldas, frente a la ventana, admirando la vista de la calle principal de Dallas desde la planta veinte del edificio. La lana gris de su traje de chaqueta italiano destacando la anchura de sus hombros.

–Derek, ¿podemos hablar un momento?

–Ah, gracias a Dios que has venido. Hoy tenemos mucho que hacer.

Raina sintió una punzada de dolor al oír esas palabras. Empezaban casi cada mañana con esa frase…

Pero entonces se dio cuenta de que tenía una niña pequeña en brazos.

–¿Qué haces con esa niña?

Por un momento, Derek pareció tan confuso como ella.

–Es mía.

Sin darse cuenta, Raina arrugó la carta de renuncia que llevaba en la mano.

–¿Cómo que es tuya? Eso es imposible.

–En otras circunstancias yo pensaría lo mismo, pero el resultado de la prueba de paternidad dice lo contrario –Derek hizo una mueca.

Alguien que lo conociese peor que ella podría confundir esa mueca con una sonrisa burlona, pero Raina sabía que no era así.

–¿Es Isabella?

–Sí.

Raina dio un trémulo paso adelante… sólo para dejarse caer sobre una silla.

–No lo entiendo. Creí que era hija de Dex. La madre… Jewel o Lucy o como se llamase… me lo dijo ella misma.

–Mintió.

Casi como si hubiera intuido que ella era el tema de conversación, Isabella empezó a moverse en los brazos de Derek.

–Jewel y Lucy son gemelas –explicó Derek.

–¿Y cuál de ellas es la madre de Isabella?

–Jewel.

Raina intentó entender lo que estaba diciendo.

–Entonces la mujer que conocí la semana pasada en la que Dex estaba tan interesado, ésa era…

–Lucy, la tía de Isabella –contestó él–. Cuando Jewel abandonó a la niña en la puerta de mi casa, Lucy tramó este plan para recuperar a su sobrina. Se hizo pasar por su hermana porque pensó que Dex la dejaría llevarse a la niña a casa.

–Pero Dex no es el padre.

–No.

–¿Tú eres el padre?

–Aparentemente.

–Entonces, Dex y tú os acostasteis con la misma mujer…

La respuesta de Derek fue un torpe asentimiento de cabeza.

–Eso sí que es raro.

–No tanto como que Dex le haya pedido a Lucy que se case con él.

Raina inclinó a un lado la cabeza. No debía haber visto a Dex y a Lucy juntos si le parecía tan raro. Ella sólo los había visto una vez y resultaba evidente que estaban enamorados. Entonces le pareció normal ya que tenían un hijo juntos, pero si la niña no era suya, si era de Derek y Jewel…

–¿Te acostaste con Jewel? –preguntó, incrédula.

Jewel había sido empleada de la empresa durante muchos años y había pasado todos esos años intentando ligarse al jefe. Pero jamás se le ocurrió pensar que Derek caería en la tentación.

Raina, que llevaba aún más tiempo con él, se había enamorado de su carácter, de su lealtad. De su determinación de hacer lo que debía hacer para la empresa y para su familia.

En todo ese tiempo, Derek jamás había demostrado que la viera como una mujer. Jamás le había mirado las piernas, nunca había tocado su mano, nunca la había mirado a los ojos de una manera especial.

Raina se decía a sí misma que era debido a su condición de empleada de Diamantes Messina y se había conformado con la idea de que Derek era un hombre honrado y por eso nunca se acostaría con alguien que trabajaba para él.

Descubrir que se había acostado con Jewel le parecía una traición. Aparentemente, Derek Messina no tenía escrúpulo alguno en acostarse con una empleada. No, era sólo a ella a quien no quería.

Capítulo Dos

Derek observó a Raina, que parecía tan sorprendida como él.

La niña era suya, sí. La diminuta niña que tenía en brazos era el resultado de un error, su error.

Una especie de sombría determinación lo envolvió entonces. Iba a hacer que aquello saliera bien. Y Raina lo ayudaría. Habían pasado por cosas peores que aquélla.

–Lo primero, necesito que limpies mi agenda durante las próximas dos semanas.

–¿Limpiar tu agenda? ¿Para qué?

Derek arrugó el ceño, sorprendido.

–Necesito aprender a ser padre.

Ella hizo una mueca.

–Olvidando por un momento que no se puede aprender a ser padre en dos semanas, hay varias reuniones en tu agenda que no puedo cancelar.

–Todo se puede cancelar. Y si algo es muy importante, Dex o tú podéis encargaros de ello. En cuanto a aprender a ser padre, Dex lo hizo en dos semanas y yo también puedo hacerlo.

–Eso es absurdo…

–Cuando me marché a Nueva York mi hermano no tenía la menor experiencia con niños, pero cuando volví se llevaba de maravilla con Isabella –Derek miró a la niña, buscando algún parecido, algo que lo hiciera sentir unido a ella. Pero en aquel momento sólo sentía pánico.

–Sí, sé que parecía muy contento cuando pensaba que era su hija, pero…

–Mi hermano sigue… –Derek buscó una palabra que definiera lo que parecía sentir Dex– encantado con la niña. He tenido que discutir con él para que me dejase traerla a la oficina.

No podría decir por qué eso lo molestaba tanto, pero así era.

–¿Por qué la has traído a la oficina? Pensé que Dex había contratado a una niñera.

–Sí, pero he decidido prescindir de ella durante un tiempo.

–¿Por qué?

–Porque al principio Dex no tenía niñera. Seguramente es por eso por lo que se acostumbró tan pronto a la niña.

–Dex tenía a Jewel… digo a Lucy para ayudarlo.