Notas de amor - Emily Mckay - E-Book

Notas de amor E-Book

Emily McKay

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Beschreibung

"Serás mía" Nada podía hacer que el famoso músico Ward Miller abandonara su autoimpuesta reclusión. Hasta que conoció a la bella y estricta Ana Rodríguez. Había vuelto a ponerse bajo los focos para apoyar a la fundación benéfica que Ana dirigía, pero tenerla a su lado era el beneficio que realmente anhelaba. Ella aseguraba que nunca se enamoraría de un músico, pero eso no detendría a Ward. Ana le hacía desear cosas que hacía demasiado tiempo que no deseaba. Así que fue tras ella y con un único beso cambió las tornas, dejando a la ingenua joven suplicando por sus caricias.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

NOTAS DE AMOR, N.º 74 - febrero 2012

Título original: Seduced: the Unexpected Virgin

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-483-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Lo último que Ana Rodríguez necesitaba en su vida era otra estrella engreída. Hacía sólo unas semanas que había dejado atrás su brillante carrera de diseñadora de vestuario en Hollywood precisamente por esa razón. Así que cuando su mejor amiga, Emma Worth, le sugirió que se presentara para el puesto de directora de una obra solidaria que iba a iniciarse en su ciudad natal, Vista del Mar, Ana había accedido sin pensárselo.

Un nuevo comienzo era justo lo que necesitaba. Lejos del drama de Hollywood y de las estrellas que le hacían la vida imposible sólo porque no estaba dispuesta a irse a la cama con ellos.

Entonces descubrió que tendría que trabajar con Ward Miller, una superestrella de la música que brillaba más que toda la gente que ella había conocido en Hollywood. Según su experiencia, cuanto más grande era el apellido, más grande el ego. Y además ahora, en lugar de limitarse a vestir al megalómano tendría que consentir todos sus caprichos, escuchar sus opiniones y, en definitiva, asegurarse de que estuviera encantado con ser la cara famosa de la organización benéfica La Esperanza de Hanna.

Ana observó con ojo crítico el despacho principal de la organización benéfica. Según decían sus estatutos, proporcionaban «educación y recursos para individuos con desventajas», lo que era una manera elegante de decir que ayudaban a los pobres.

–Estás echando humo –la reprendió una voz amiga.

Ana miró hacia atrás y vio a Christi Cox, su asistente.

–No estoy echando humo, estoy pensando.

Ana descruzó los brazos para juguetear con los aros de oro de sus pendientes. El mobiliario del despacho principal era limpio pero estrictamente funcional. Mesas de trabajo y sillas y estanterías de segunda mano. La sala de conferencias, el resto de los despachos y la cocina eran todavía menos elegantes. Había enviado a Omar, el tercer empleado de La Esperanza de Hannah a la tienda a comprar café, pero dudaba mucho de que ni la mezcla más exclusiva impresionara a Miller.

Había arreglado el despacho principal lo mejor que pudo con algunos cojines, una lámpara de pie y una enorme y alegre alfombra, todo cosas que tenía en casa. Reflejaban su estilo ecléctico y añadían un toque de comodidad a la estancia, pero no de elegancia. No podía evitar pensar que Miller entraría por la puerta y miraría por encima del hombro todo lo que habían hecho. Pero tenía un miedo todavía mayor. Que entrara, hablara con ella y se diera cuenta de que era un fraude que carecía de las habilidades necesarias para que La Esperanza de Hannah funcionara.

Si alguien podía ver a través de ella, ese sería Miller. No sólo era un dios de la música, también era legendario su trabajo a favor de la Fundación Cara Miller, una organización que había fundado tras las muerte de su esposa. Había recaudado y donado incontables millones. Formaba parte de la junta directiva de más organizaciones solidarias de las que podía contar, incluida la de la recién creada La Esperanza de Hannah.

Y lo cierto era que había conseguido aquel trabajo porque Emma también estaba en la junta. Haberse criado con ella era prácticamente su única cualificación para ser la directora de La Esperanza de Hannah. Los sueños y esperanzas de toda la ciudad descansaban sobre sus hombros.

Además, necesitaba aquel trabajo. No porque hubiera dejado el otro. No porque hubiera invertido todos sus ahorros en un pequeño bungalow en un barrio de clase media de Vista del Mar, sino porque después de cuatro años de vestir a los famosos para que estuvieran guapos necesitaba hacer algo importante.

Si al menos tuviera más tiempo antes de que Miller apareciera… ya era bastante malo sentirse tan poco preparada para aquel trabajo, ¿por qué tenía que enfrentarse a él cuando llevaba tan poco tiempo como directora? Rafe Cameron, el fundador de la organización, era un miembro de la junta poco atento. El chico malo de la ciudad reconvertido en tiburón empresarial estaba centrado en hacerse con Industrias Worth, la empresa que alimentaba la economía local. Rafe había fundado La Esperanza de Hannah para ganarse el favor de la comunidad, pero Ana sospechaba que se trataba más de una maniobra de relaciones públicas que de auténtica solidaridad. Emma la apoyaba al cien por cien, pero la incertidumbre estaba en Ward. ¿Entraría en acción y obraría el tipo de milagro que había logrado en la Fundación Cara Miller? ¿O era únicamente el perro guardián de Rafe, al que había enviado para vigilarla?

Tal vez Ana esperara que fuera un imbécil. Había sido fan suya desde la pubertad. La distancia profesional sería más sencilla de mantener si resultaba ser tan desagradable como Ridley Sinclair, la estrella de cine que supuestamente estaba felizmente casado y que le tiraba los tejos sin descanso.

Christi fue a ponerse al lado de Ana. Estaban hombro con hombro en la puerta de su despacho tratando de imaginar qué primera impresión daría la estancia.

–No es lo suficientemente elegante. Tendríamos que habernos encontrado con él en el club de tenis, como yo quería.

–Su asistente personal dijo que no esperaba ningún tratamiento especial –le recordó Christi.

–He trabajado con muchos famosos –aseguró Ana con un resoplido–. Todos esperan un tratamiento especial. O piden una marca especial de agua o quieren una colección de diecisiete tentempiés diferentes que tengan todos un tono azul.

–No recuerdo que su asistente haya mencionado nada de todo eso –respondió Christi.

–¿Y qué mencionó su asistente? –preguntó Ana sin lograr controlar su curiosidad.

Pero, ¿qué mujer norteamericana de entre veinte y ochenta y nueve años no lo estaría? En la música de su generación estaban él, Bono, Paul McCartney y Johnny Cash. Un chico malo sexy con un corazón de platino puro y talento para escribir unas canciones tan buenas que llegaban al alma. No había vuelto a sacar ningún nuevo álbum desde que su esposa Cara murió de cáncer tres años atrás. Su ausencia sólo había servido para aumentar su leyenda. Ana no podía negar que le causaba mucha ilusión conocerle.

Volvió a consultar el reloj.

–Y llega oficialmente tarde. Muy tarde. Entonces escuchó una voz a su espalda.

–Espero que no demasiado –era la voz grave de una estrella de rock, una voz que hubiera reconocido en cualquier parte. El estómago se le cayó a los pies. Se dio la vuelta lentamente hacia la voz. Y allí estaba. Ward Miller.

Estaba en el pasillo que daba a la entrada de servicio. Era más alto de lo que esperaba, rondaría el metro ochenta y dos. Iba vestido con el estilo casual de los famosos, con pantalones cargo color verde y una sencilla camiseta blanca de cuello de pico que enfatizaba la anchura de sus hombros. Llevaba gorra y unas gafas de espejo en la mano. Su oscuro y ondulado cabello estaba más corto de lo habitual, pero seguía siendo lo suficientemente largo para darle un aire rebelde. Tenía el rostro afilado y los labios finos, pero aquellos rasgos le hacían parecer sensible y conmovedor. Y lo mejor de todo, no parecía ofendido. Eso era bueno. Al verse cara a cara con él, Ana se sintió algo mareada.

–Señor Miller, nos ha sorprendido al entrar por la puerta de atrás –no era su intención censurarle con su tono de voz, pero tal vez eso fuera mejor que echarse a reír como una colegiala.

–Espero que no le importe. Los paparazzi nos siguen desde el aeropuerto. Siento llegar tarde –le guiñó un ojo–. Ni siquiera he tenido tiempo para ir a comprar tentempiés de tonos azules.

Ward esperó a que la encantadora morena se riera de su broma. Pero ella se mantuvo rígida y se sonrojó, lo que hizo que su piel adquiriera un precioso tono melocotón. Con su exuberante melena oscura, su amplia sonrisa y los altos pómulos, tenía un aspecto lujuriosamente exótico.

Pero también echaba chispas de furia.

–Siento haber tenido que entrar por detrás –dijo tratando de crear un ambiente más amigable–. Llegamos hasta el aeropuerto de San Diego sin que nadie nos viera. Pero Drew Barrymore estaba allí porque se iba de vacaciones, y por desgracia pasaron el control de seguridad justo cuando nosotros salíamos, así que ya había un enjambre de fotógrafos allí –le tendió la mano con una sonrisa–. Soy Ward Miller.

–Hola –la mujer rubia, que era algo mayor que la otra, le saludó con voz ronca antes de aclararse la garganta–. Soy Christi Cox, la asistente de dirección de La Esperanza de Hannah.

Cuando le estrechó la mano, soltó una risita y le dio un codazo a Ana en el costado.

–¿Ves? No es nada pretencioso.

Ward le devolvió el guiño con otro más exagerado. Le cayó bien al instante. No iba a tener ningún problema para llevarse bien con ella. Pero todavía no sabía qué pensar sobre la otra mujer.

La joven dio un paso adelante y extendió la mano mientras sonreía con tirantez.

–Soy Ana Rodríguez, la directora de La Esperanza de Hannah –le estrechó la mano y la apartó al instante mirando hacia la ventana con el ceño fruncido–. Parece que no ha conseguido librarse de ellos después de todo.

Ward miró por la ventana que daba a la calle. Un todoterreno blanco estaba aparcado frente al edificio. Unos segundos más tarde, otro todoterreno se paró a su lado. Y luego un tercero.

Su móvil sonó con la melodía de una de sus canciones y él miró la pantalla. Era Jess, su asistente.

–Tengo que contestar. No tardaré mucho.

–Lo siento –Jess se lanzó a hablar sin preámbulos–. Los hemos perdido en el hotel. Le dije a Ryan que deberíamos seguir conduciendo, pero él estaba ansioso por hacer el registro cuanto antes.

–No te preocupes –dijo Ward manteniendo el tono natural y pensando que Ryan, su publicista, había querido registrarse cuanto antes en el hotel precisamente para evitar el acoso de la prensa–. Instalaos tranquilamente. Te mandaré un mensaje cuando quiera que me mandes el coche.

Finalizó la llamada y se volvió a guardar el teléfono en el bolsillo con una sonrisa.

–Bueno, parece que han venido a quedarse. ¿Salimos y respondemos a algunas preguntas? –le dio una palmadita amistosa en el hombro–. Si les lanzamos un hueso tal vez nos dejen en paz.

Ward dejó la mano allí un instante y sintió la necesidad de deslizarla por su nuca. Y lo hizo antes de que pudiera contenerse, guiándola hacia la puerta.

–Vamos, salgamos ahí fuera. Ella se apartó de su contacto.

–¿Por qué tengo que ir yo?

–Puede que sirva para los intereses de La Esperanza de Hannah.

Ana consideró sus palabras durante unos instantes.

–Supongo que tiene razón –encogiéndose de hombros, se acercó a la puerta para salir por ella.

Pero su largo y espeso cabello le rozó ligeramente el pecho cuando pasaba.

El deseo se apoderó de él con tanta intensidad que sintió que se quedaba sin aire. Era un mal momento para que su cuerpo respondiera de forma tan fuerte ante una mujer. Aunque al menos no tenía que preocuparse de que su corazón también se viera envuelto. Había hecho una promesa en el lecho de muerte de Cara. No volvería a amar a nadie.

Las cámaras empezaron a disparar en cuanto Ward salió por la puerta. Tras haber trabajado en Hollywood, a Ana no le resultaba desconocido el ajetreo de los reporteros. Si algo había aprendido en sus cuatro años en el mundo del cine era que los famosos cobraban vida delante de las cámaras y vivían para la atención de la prensa.

La actitud de Ward reafirmó su impresión. Sonreía con ensayada naturalidad y respondía a las preguntas con una sonrisa.

–No, hoy es sólo una reunión de negocios –dijo señalando a Ana.

Ella tuvo la esperanza de que Ward dirigiera las preguntas hacia La Esperanza de Hannah y se preparó para hablar. Pero entonces una morena se abrió camino entre la multitud de periodistas. Era Gillian Mitchell, reportera del periódico local, el Seaside Gazette. Hizo una pregunta.

–He oído que ha contratado un estudio de grabación en Los Angeles. ¿Está trabajando en un nuevo álbum?

–Siempre cabe la posibilidad de que retome mi carrera discográfica –exudaba un entusiasmo que implicaba que esa posibilidad era bastante real–. Pero por ahora estoy produciendo el álbum de un músico de aquí, Dave Summers, que acaba de firmar con mi sello. Es importante para mí darles a otros jóvenes músicos las mismas oportunidades que yo tuve –se inclinó un poco y le guiñó el ojo a la reportera–. Pero un compositor es siempre un compositor. Sigo teniendo historias que contar.

Ana resistió el deseo de poner los ojos en blanco. Sentía los labios tensos por forzar la sonrisa. Aquello sí era jugar sucio. Seguramente había maquinado todo aquello. Menudo idiota.

Finalmente, cuando algunos reporteros empezaban a marcharse, Ward dijo:

–Pero lo que me ha traído aquí hoy es mi trabajo solidario. Dejad que os hable de La Esperanza de Hannah…

Ana trató de sonreír con más entusiasmo ahora. En el momento adecuado dijo alguna frase sobre los servicios que proporcionaría La Esperanza de Hannah. Apenas había tenido oportunidad de dar el nombre de la página web cuando el primero de los coches cargó las cosas y se fue.

Cuando el último reportero se hubo marchado se giró para mirar a Ward. Tenía la expresión tirante y los labios apretados. Durante un segundo se preguntó si aquello habría sido más duro para él de lo que dejaba entrever. Pero entonces vio que le estaba mirando y sonrió.

Aquella sonrisa tan íntima dejó a Ana sin aire en los pulmones. Sentía la misma agitación que cuando se había presentado antes. Era como si la sangre le bullera.

–Ha ido bien –dijo él finalmente sin dejar de sonreír.

Ana se pasó la mano por el pelo, pero la dejó caer al instante al darse cuenta de lo que estaba haciendo. No permitiría que Ward la distrajera por muy encantador que fuera.

–De maravilla –aseguró con forzada alegría. Ward alzó las cejas y la miró fijamente.

–¿No le gusta ningún famoso o sólo yo? Porque si tiene algún problema conmigo prefiero saberlo. Había una sutil corriente sexual en sus palabras.

Ana sintió un foco de calor en el vientre. Su cuerpo respondía a la promesa que su mente sabía que era una farsa. Y tal vez fuera eso lo que más la irritaba. La parte de ella que había crecido siendo fan de Ward Miller deseaba desesperadamente caerle bien. Y no sólo eso, sino también resultarle atractiva a pesar de saber que eso era muy poco probable.

Tenía que mostrarse indignada.

–Tiene razón, no me gustan los famosos. Y lo que ha sucedido es el ejemplo perfecto de por qué. Si quiere hablar de La Esperanza de Hannah, entonces hable del programa –dio un paso adelante para acortar la distancia entre ellos y lo lamentó al instante. Dios, qué bien olía–. No nos utilice como una plataforma para lanzar su regreso. El trabajo que hacemos es demasiado importante. Hay gente que necesita nuestros servicios, y si se sube encima de ellos para estar bajo los focos, entonces… –Ana vaciló un instante antes de continuar–. Entonces no es usted el hombre que yo pensaba que era.

Capítulo Dos

En lo más alto de su carrera, cuando viajaba más de doscientos días al año, Ward había logrado flotar entre los husos horarios con la única ayuda de la cafeína. O se estaba haciendo viejo o la temporada fuera de circuito le había cambiado. Había viajado a San Diego tras visitar una obra benéfica en Texas. Aunque ambas zonas no estaban muy lejos, se había despertado a las cuatro de la mañana hora local y no había logrado volver a dormirse.

Así que se levantó de la cama, se vistió con ropa para correr y salió a la playa antes del amanecer tras tomarse sólo un café. La casa que había alquilado en Vista del Mar estaba situada en una zona desierta de la playa. Su asistente, Jess, había ido un par de días la semana anterior para alquilar aquella modesta casa de una única habitación. Aunque había otras con más espacio, Ward había optado por una más pequeña y más cerca del mar, encantado de tener una excusa para que Jess y Ryan se alojaran en el hotel en lugar de con él. Valoraba demasiado su intimidad.

Todavía faltaba una hora para que saliera el sol. Por ahora estaba solo en la playa sintiendo la arena bajo los pies al correr. Las olas rugían en sus oídos y la brisa le acariciaba las mejillas. Pero todo aquello no bastaba para borrar sus palabras: «No es usted el hombre que yo pensaba que era».

Había desilusionado a mucha gente en su vida. Gente que confiaba en él. Gente a la que quería. ¿Era mucho pedir no desilusionar también a aquella benefactora?

Tal vez no fuera tan malo si se tratara únicamente de su inesperada e inconveniente atracción hacia Ana Rodríguez lo que le había mantenido despierto. La atracción sexual iba y venía. Antes de Cara se había dejado llevar por los placeres que las mujeres le ofrecían a manos llenas. Pero desde entonces había aprendido a controlarse lo suficiente. El hecho de sentirse atraído por Ana no le importaba, el verdadero problema estaba en que una parte de él temía que Ana hubiera sido capaz de ver más allá en su alma y ver la verdad. Nunca cumpliría sus expectativas. Nunca lo conseguía. Era capaz de dejar de lado todo lo demás. Últimamente se le daba bien enterrar sus sentimientos. Pero no podía olvidarse de aquello.

Cuando Cara murió se perdió en el dolor. Luchó con uñas y dientes para recuperarse. Para salir de su desesperación y reconstruir su vida sin ella. Pero lo cierto era que lo había conseguido con un principio muy simple: seguir adelante.

Era como correr. Se trataba de poner un pie delante de otro. No había que pensar, sólo moverse. Olvidar el dolor de los músculos. Olvidar los callos de los talones. Olvidar la angustia de ver a un ser querido comido por el cáncer y no poder hacer nada para evitarlo. Seguir adelante.

Durante los últimos tres años había trabajado dieciocho horas diarias para poner en marcha la Fundación Cara Miller. Se había puesto en contacto con todas las personas ricas o influyentes que conocía y les había pedido apoyo o donaciones. Había encontrado un trabajo que le apasionaba y se había entregado a él. Había visitado otras obras benéficas para ver cómo funcionaban. Nunca se quedaba en ningún sitio el tiempo suficiente para tomar aire. Había trabajado hasta la extenuación. Lo había hecho en honor a la memoria de su esposa. Pero también porque le ayudaba a olvidarla.

Correr era lo único que le despejaba la mente. La música había tenido el mismo efecto sobre él en el pasado, antes de que Cara enfermara. Pero el cáncer no sólo se había llevado a su mujer, sino también todos sus anhelos musicales. En el pasado no podía pasar ni un solo día sin tocar la guitarra. Cuando una canción le acariciaba la mente no importaba lo que estuviera haciendo. Todo aquello había desaparecido.

Ward ralentizó la marcha. Se detuvo un instante, se puso las manos en las rodillas y se agachó para llenarse los pulmones de aire. Luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la casa andando. Cuando alcanzó a verla el sol se estaba asomando por los tejados de la calle que había frente a la playa. Había llegado justo a tiempo para el amanecer.

Ana llegó tarde a La Esperanza de Hannah al día siguiente tras una descorazonadora reunión en el banco. Sí, por el momento contaban con dinero de sobra, pero más papeleo era lo último que necesitaba. Sobre todo si ese papeleo incluía las firmas de los miembros de la junta. Rafe siempre estaba dispuesto a firmar papeles, pero a veces se tardaba varios días en conseguir que lo hiciera. Dado que los necesitaba para por la mañana, alguien de La Esperanza de Hannah tendría que acercarse a Industrias Worth y esperar a que Rafe agarrara un bolígrafo cuando tuviera un momento libre. Y ella no tenía tiempo en aquel momento.

Cuando entró por la puerta de atrás de La Esperanza de Hannah gritó:

–En realidad no estoy aquí. Sólo he venido a dejar el portátil de camino a… –dejó de hablar y miró a su alrededor al darse cuenta de que no había nadie para escuchar su explicación. ¿Dónde estaba todo el mundo?

Normalmente a aquellas horas de la mañana tanto Christi como Omar estaban allí. Asomó la cabeza por la puerta del despacho que compartían y lo encontró vacío. Dejó el ordenador en la silla de su escritorio y siguió el sonido de las voces hasta la sala de conferencias.

Observó la escena de un solo vistazo. Christi y Omar estaban sentados en el lateral más cercano de la mesa de conferencias. Emma Worth estaba sentada en la cabecera con el ordenador portátil abierto delante de ella. Tenía el brazo todavía en cabestrillo por un reciente accidente de coche, así que tecleaba con una sola mano. En el centro de la mesa había un recipiente con fruta fresca y una bandeja de pastas. También había café y varias tazas de papel. Estaba claro que alguien había decidido llamar a un catering para que llevara el desayuno. Y sospechaba que era la misma persona que estaba en la parte delantera de la sala escribiendo en una pizarra blanca.

Ward iba vestido con vaqueros y una camisa de franela de cuadros. Le estaba dando la espalda y su cabello ondulado le caía por la parte de atrás del cuello.

Ana suspiró con los dientes apretados y preguntó:

–¿Qué está pasando aquí?

Tres cabezas se giraron hacia ella. Christi y Omar sonrieron. Emma apartó la mirada nerviosa, como si supiera que Ana no lo aprobaría.

La mano de Ward se detuvo a mitad de una palabra. Entonces se giró lentamente para mirarla con una sonrisa lenta e indolente.

–Bien –dijo–. Llega justo a tiempo. Estamos en medio de una tormenta de ideas.

–¿De dónde han salido las pizarras? –preguntó ella. Esas pizarras estaban en la lista de cosas que había que comprar.

Ward sonrió todavía más.

–Culpa mía.

–¿Verdad que ha sido muy generoso por parte de Ward pedir desayuno para todos? –preguntó Emma con tono excesivamente animado.

–Muy generoso. No sé qué decir –murmuró Ana con sequedad.

Ward entornó los ojos, como si hubiera captado el sutil sarcasmo que trataba de disimular.

–De nada –señaló con un gesto la mesa–. ¿Por qué no se sirve una taza de café y se une a nosotros? Acabamos de empezar.

–No puedo –mostró su carpeta–. Me voy a pasar la mayor parte del día en la oficina de Rafe para que firme estos documentos. De hecho también necesito vuestras firmas –le pasó la carpeta a Emma.

–Yo voy a cenar esta noche con Rafe –dijo Ward con naturalidad acercándose a ella–. Le llevaré los papeles para que los firme.

Ana agarró la carpeta antes de que pudiera hacerlo él.

–No es necesario.

–No me cuesta nada –agarró una esquina y tiró de ella.

Ambos extendieron los brazos por encima de la mesa, cada uno sujetando una esquina de la carpeta. De pronto ya no estaban debatiendo sobre quién iba a pedirle a Rafe que firmara los papeles, sino luchando por el control de La Esperanza de Hannah. Dejar que se llevara los papeles sería como admitir que no era capaz de hacer el trabajo. Y pelearse por ellos hacía que pareciera una zorra controladora.

Era dolorosamente consciente de las miradas de los demás clavadas en ellos. Y de la sonrisa confiada de Ward frente a su mueca tirante. Ya había perdido la batalla.

–Estupendo –dijo empujando la carpeta hacia él–. Pero asegúrese de que yo lo tenga a primera hora de la mañana.

Ward dejó la carpeta sobre la mesa y volvió a señalar hacia la silla vacía.

–Siéntese. Estoy deseando oír sus ideas.