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Tras haber dedicado toda su vida a la compañía familiar, Dalton Cain no pensaba dejar que su padre regalase su fortuna al Estado. Tendría el legado que le correspondía y Laney Fortino podía ayudarlo, pero no sería fácil que volviese a confiar en él, porque seguía considerándolo un arrogante insoportable.
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Seitenzahl: 187
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
N.º 1967 - marzo 2014
© 2012 Emily McKaskle
Su único deseo
Título original: All He Ever Wanted
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4044-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Según todas las apariencias, Hollister Cain, de sesenta y siete años y recuperándose del último infarto, estaba al borde de la muerte, pero era un borde al que se agarraba con la misma ferocidad con la que había llevado el imperio Cain durante los últimos cuarenta y cuatro años.
No era el cariño lo que había llevado a sus parientes a la casa. Cuando su esposa, con la que no tenía relación, sus tres hijos, dos legítimos, uno ilegítimo, y hasta su antigua nuera lo dejaron todo para correr a su lado no era por devoción sino por incredulidad. Ninguno podía creer que el hombre que había levantado un imperio y esculpido sus vidas pudiese ser mortal como ellos.
Seis semanas antes, cuando su salud empeoró drásticamente, el estudio del primer piso de la casa, en el prestigioso vecindario de River Oaks, Houston, había sido convertido en una habitación de hospital.
Sin acobardarse después de tres infartos, un doble bypass y un hígado enfermo, Hollister seguía pensando que ingresar en el hospital estaba por debajo de él. El estúpido arrogante.
Aunque Dalton entró en la habitación intentando no hacer ruido, su padre abrió los ojos y dejó escapar un suspiro agónico.
–Llegas tarde.
–Claro que sí. He tenido una reunión.
Hollister lo sabía muy bien porque el consejo de administración de la Compañía Cain se había reunido todos los lunes a las ocho de la mañana durante veinte años. A veces, parecía deleitarse en obligar a Dalton a elegir entre las obligaciones familiares y la empresa cuando sabía que dirigir la Compañía Cain era un trabajo que ocupaba todas las horas del día.
Su padre asintió con la cabeza, satisfecho. Estaba poniendo a prueba su lealtad hacia la compañía, como siempre.
–Muy bien –Hollister tomó el mando de la cama articulada con una mano temblorosa. Apenas parecía capaz de pulsar el botón.
El cabecero empezó a levantarse despacio y mientras Hollister se colocaba sobre la almohada, Dalton miró alrededor. Caro, su madre, estaba sentada en una silla al lado de la cama, seria. Griffin Cain, su hermano menor, tenía aspecto cansado ya que acababa de llegar de Escocia. Al lado de Hollister estaba Portia, la exmujer de Dalton, que parecía más cómoda con sus parientes que el propio Dalton.
Portia era una de las pocas personas que se llevaban bien tanto con Hollister como con Caro, por eso no había desaparecido de sus vidas después del divorcio.
Y, por fin, en una esquina, mirando por la ventana, tan distante como siempre, Cooper Larsen, el hijo ilegítimo de Hollister.
Cooper, apoyado en la ventana con expresión aburrida, ni siquiera miró en su dirección.
Su desinterés no le sorprendía tanto como su presencia. Que su padre lo hubiese llamado y que él hubiera respondido a esa llamada significaba que Hollister Cain estaba en peligro de muerte.
Los pitidos del monitor que controlaba el funcionamiento de su corazón se habían acelerado, como si el esfuerzo de pulsar el botón lo hubiese agotado, pero su mirada seguía siendo firme.
Alargó una mano para tomar algo de la mesilla y cuando Caro Cain, su mujer, le ofreció el vaso de agua, Hollister la apartó con gesto impaciente para tomar un sobre blanco. Intentó abrirlo y cuando no pudo hacerlo se lo ofreció a ella.
–Léelo –le ordenó.
Caro, con el ceño fruncido, sacó un papel escrito a máquina y empezó a leer en voz alta:
–Querido Hollister, he sabido que estás enfermo y que ya no hay recuperación posible. De modo que, por fin, el demonio se llevará a su ayudante en la tierra. Sé que criticarás estas palabras, pero te aseguro que las he elegido con cuidado. Podría haber dicho que eres el propio demonio y no estaría mintiendo. Ya no soy una «tonta ignorante» como tú me llamaste una vez.
Caro hizo una pausa, desconcertada.
–¿Esto es una broma?
Hollister hizo un gesto con la mano para que siguiera leyendo.
–Tal vez no recuerdas haber dicho esas palabras, pero te aseguro que lo hiciste y que yo nunca las he olvidado. Ni por un momento. Las pronunciaste unos segundos después de levantarte de mi...
La voz de su madre se rompió y Griffin se acercó a ella.
–Esto es ridículo. ¿Para qué nos has llamado? ¿Para humillar a mamá públicamente?
–Sigue leyendo –ordenó Hollister, sin abrir los ojos.
–Yo la leeré –dijo Griffin.
–¡No! Quiero que la lea ella.
Caro miró a Griffin y a Dalton antes de levantar de nuevo el papel.
–Esas palabras fueron pronunciadas con tal crueldad que durante años he rezado para tener la oportunidad de hacerte el mismo daño que tú me hiciste a mí. Y, por fin, después de tantos años, esa oportunidad ha llegado. Sé cómo has defendido siempre tu pequeño imperio, cómo te gusta controlarlo todo a tu alrededor, cómo manipulas... –la voz de Caro se rompió y tuvo que tragar saliva antes de seguir– a toda tu familia...
Dalton dio un paso adelante y le quitó la carta de las manos. Tal vez Hollister no se daba cuenta de la angustia que le producía tener que leer aquello en voz alta, aunque seguramente le daba igual.
Furioso, la leyó deprisa y tiró el papel sobre la cama. Lo había hecho por instinto, tan fuerte era el odio que desprendían las palabras de la desconocida.
Había sido escrita para hacerle daño a su padre y Dalton le resumió el contenido a los demás, aunque estaba seguro de que tarde o temprano todos la leerían.
–Dice que tuvo una hija de Hollister, «la heredera perdida» la llama. Se niega a contar nada más. Es una forma de torturar a Hollister en su lecho de muerte porque sabe que nunca podrá encontrarla.
Dalton miró a su madre y luego a Griffin. Todos sabían que su padre había sido un mujeriego, Cooper era la prueba viviente de ello.
Su hermano ilegítimo se apartó de la ventana en ese momento.
–De modo que el viejo tiene más hijos bastardos. No sé qué tiene eso que ver con nosotros.
Dalton estaba de acuerdo. Él tenía más que suficiente con dirigir la Compañía Cain.
Antes de que nadie pudiese decir nada, Hollister volvió a abrir los ojos.
–Quiero que la encontréis.
Aquello era justo lo que Dalton necesitaba, más responsabilidades.
–Podemos contratar a un investigador privado.
–Nada de investigadores –dijo su padre–. Va contra las reglas.
–¿Qué reglas? –preguntó Griffin–. ¿Quieres que la encontremos? Pues muy bien, la encontraremos. Pero esto no es un juego.
Hollister hizo una mueca.
–No es un juego, es una prueba.
Cooper soltó una amarga carcajada.
–Ah, claro. ¿Por qué si no me hubieras llamado a mí? Quieres que demuestre que soy digno hijo tuyo.
–No digas tonte... –Hollister empezó a toser y tardó unos segundos en recuperarse–. La prueba es para todos vosotros.
–Yo tengo cosas mejores que hacer. No cuentes conmigo, no estoy interesado –dijo Griffin.
–Yo tampoco –se apuntó Cooper.
–Pero lo estaréis.
Hollister había dicho esa frase con tal convicción que Dalton sintió un escalofrío. Su padre estaba muy débil, muriéndose en realidad, pero él sabía que nunca hablaba con esa convicción a menos que estuviera muy seguro de algo.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Hollister volvió hacia él sus ojos azules.
–Todos estaréis interesados porque quien encuentre a esa mujer heredará la Compañía Cain.
Bueno, eso lo cambiaba todo.
Dalton siempre había sabido que su padre era un canalla, pero nunca lo hubiera imaginado capaz de algo así.
Él había dedicado su vida a la compañía y no pensaba renunciar a ella sin luchar.
–¿Y qué ocurrirá si ninguno de nosotros la encuentra? –le preguntó.
La habitación quedó en silencio y Hollister pareció tomar aliento antes de responder, en un susurro:
–Que toda mi fortuna pasará a manos del Estado.
–No es verdad, no va a hacerlo –Griffin abrió la puerta de su apartamento y se apartó para hacer pasar a Dalton–. La Compañía Cain significa tanto para él como para cualquiera de nosotros. Nunca dejaría que el Estado se quedase con ella.
–Si fuese otro hombre, estaría de acuerdo –empezó a decir Dalton–. Pero Hollister no se tira faroles y tú lo sabes.
Griffin vivía en el mismo rascacielos del centro de Houston en el que vivía él. Cuando Portia le pidió el divorcio, Dalton había comprado un apartamento allí porque el edificio estaba cerca de la oficina. Además, ya conocía el de su hermano y de ese modo no había tenido que buscar casa por toda la ciudad.
El apartamento de Griffin estaba decorado con grandes sofás de piel y mucho acero. Era caro, moderno y, en su opinión, demasiado frío. Claro que su propio apartamento estaba decorado como si fuera el de un universitario, de modo que no podía criticar.
–¿Qué quieres tomar? –le preguntó su hermano.
–¿Vas a beber ahora? Aún no es mediodía.
–Después de la bomba que ha soltado papá, creo que necesitamos una copa.
–Muy bien –asintió Dalton. Tal vez una copa lo calmaría un poco–. Un whisky.
Griffin sacó varias botellas y empezó a hacer mezclas en una coctelera.
–¿Tú sabes si puede hacer eso legalmente?
–Creo que sí puede –Dalton se pasó una mano por el pelo–. Por supuesto, mamá recibirá los bienes comunes que le corresponden: las casas, los coches, el dinero. Pero Hollister puede hacer lo que quiera con las acciones de la empresa.
–Imagino que eres tú quien más tiene que perder. ¿Qué piensas hacer?
Dalton se quitó la chaqueta y la colocó en el brazo de un sofá. Sí, claro que era él quien más tenía que perder. Había dedicado toda su vida a ser el perfecto director de la Compañía Cain. Todas sus decisiones desde que tenía diez años, desde las aficiones infantiles a las actividades extraescolares, su educación universitaria, incluso la mujer con la que se había casado tenía que ver con la empresa familiar y no iba a dejar que su padre lo destrozase todo de un plumazo por un capricho.
–Una opción es esperar a que muera y después llevar el caso a los tribunales.
Griffin puso la tapa en la coctelera y empezó a agitarla vigorosamente.
–Pero entonces tendremos que esperar años y el litigio nos costará una fortuna.
Dalton se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.
–Si no estuviera ya en su lecho de muerte, lo mataría.
–Y yo te ayudaría –dijo Griffin, mientras servía el cóctel en dos copas–. El lado bueno es que el consejo de administración te adora. Aunque el dinero de papá pasara a manos del Estado, el consejo de administración te mantendría en tu puesto.
–Y entonces tú podrías mantener el tuyo como director de relaciones internacionales.
Su hermano sonrió.
Los dos sabían que el cómodo y bien remunerado puesto de Griffin no era algo que pudiese encontrar en cualquier otra empresa.
–No serías tan rico como ahora, pero seguirías siendo el director del consejo de administración.
–Esa es la mejor de las posibilidades, sí –asintió Dalton, mirando el cóctel de color verde–. Esto no es whisky.
–Después de cuatro años haciendo cócteles en la universidad creo que puedo ofrecerte algo mejor que un simple whisky. Estoy intentando que amplíes tus horizontes.
Dalton tomó un trago. Estaba sorprendentemente bueno. Menos dulce que un margarita y bastante más fuerte.
–Sí, es posible que yo siguiera en mi puesto como director del consejo de administración, pero es más probable que alguno de nuestros competidores comprase una mayoría de acciones. Seppard Capital podría hacerlo. Y, en ese caso, los dos seríamos despedidos y la Compañía Cain sería desmantelada.
Griffin levantó su copa con gesto amargo.
–Por nuestro querido padre.
Su hermano y él nunca habían estado particularmente unidos. Hollister siempre había animado la rivalidad entre ellos y hasta en su lecho de muerte los había lanzado al uno contra el otro por las acciones de la compañía.
–¿Vas a buscar a la heredera? –le preguntó.
Griffin hizo una mueca.
–No, no. ¿Para qué quiero yo las acciones?
–Solo quería saberlo. Claro que hay una posibilidad que no hemos tomado en consideración: que Cooper encuentre a esa chica.
Dalton y Griffin tenían siete y cuatro años respectivamente cuando Hollister apareció en casa con Cooper, que entonces tenía cinco años, y lo presentó como «su otro hijo». Había vivido con ellos durante dos años, molestando a todo el mundo, hasta que se fue a la universidad. No se llevaban bien en absoluto.
Griffin tomó un trago.
–Cooper podría desmantelar la compañía igual que Grant Sheppard.
Cierto...
Dalton miró el líquido verde en su copa. Si Cooper encontraba a la heredera perdida, la Compañía Cain ya no sería suya.
–Me temo que sí.
–¿Y cómo vas a encontrar a esa misteriosa hermanastra nuestra?
–Esa es la pregunta del día, ¿no?
–Papá no ha conocido a una mujer con la que no se haya acostado, de modo que no será fácil.
–La lista de mujeres es larguísima... –Dalton sacudió la cabeza, airado. Hollister había tenido una amante cuando él era niño, pero temía que Sharlene fuera solo la punta del iceberg–. Podría ser de cualquier sitio. Cualquier mujer, en cualquier bar, en cualquier estado del país.
–O de algún país extranjero.
Cooper había sido criado en Vale, Colorado, pero en el momento de su concepción su padre estaba esquiando en Suiza. Como la madre de Cooper había sido una campeona olímpica de esquí, debían haberse conocido allí.
–Aunque supiéramos la edad de esa chica sería imposible encontrar a todas las mujeres con las que Hollister se ha acostado a lo largo de los años.
–¿Has visto el remite de la carta? –le preguntó su hermano.
–No tenía remite, pero fue enviada desde una oficina de correos de Houston. Podría vivir a la vuelta de la esquina o en Toronto y ha pagado a alguien para que enviase la carta.
–La cuestión no es con quién se acostó sino cuál de esas mujeres lo odia tanto como para hacer algo así precisamente ahora.
Griffin se quedó callado un momento.
–Imagino que todas ellas –dijo luego.
–Podemos decir lo que queramos de él, pero nuestro padre era un canalla encantador con las mujeres y eso elimina los revolcones de una sola noche. Esa mujer tiene que conocerlo bien para odiarlo de ese modo.
Dalton se levantó y tomó su chaqueta.
–¿Acabas de tener una inspiración? –le preguntó su hermano.
–Algo así. Si alguien odia tanto a papá, hay una mujer que podría saber quién es: la señora Fortino.
–¿Nuestra antigua ama de llaves?
–Exactamente. Ella sabía todo lo que pasaba en la casa y ella me dirá lo que necesito saber.
–Pero se retiró hace cinco años –le recordó Griffin–. Tal vez esté viajando por todo el país en una caravana.
–No creo que sea difícil encontrar a la señora Fortino. Además, ella no es del tipo de persona que viaja en una caravana.
–¿Sabes quién podría saber cómo localizarla?
–Nuestra madre.
–No, yo estaba pensando en Laney.
Dalton miró a Griffin intentando esconder que su corazón había dado un vuelco al escuchar ese nombre.
–Imagino que te acuerdas de Laney, la nieta de la señora Fortino. Vivió en casa durante un tiempo, cuando estábamos en el instituto.
–Sí, me acuerdo de ella.
–Volvió a Houston hace un par de años. Me encontré con ella en una cena benéfica en Tisdale. ¿Sabes que es profesora allí?
–No, no lo sabía.
–No me imagino a un diablillo como Laney dando clases en un colegio de monjas.
–Imagino que habrá cambiado.
–Me sorprende que tú no lo supieras. ¿No estás en el consejo de ese colegio?
–Sí, pero solo es un puesto honorífico. Donamos mucho dinero anualmente, pero yo no sé nada de lo que pasa allí –Dalton sacó el móvil del bolsillo, como si acabase de recibir un mensaje–. Oye, tengo que irme. Hablaremos mañana.
Sin darle a su hermano oportunidad de replicar, salió a toda prisa y cerró la puerta. Le habría gustado volver a la oficina porque tenía mucho trabajo, pero bajó a su apartamento para empezar la búsqueda de Matilda Fortino. La lógica le decía que ese era el primer paso para encontrar a la heredera perdida.
Pero, por primera vez en mucho tiempo, tal vez en toda su vida, se cuestionaba a sí mismo. ¿Estaba buscando a la señora Fortino porque ella podría llevarlo hasta la heredera perdida o porque podría llevarlo hasta Laney?
Por supuesto que sabía dónde estaba Laney. Al menos, sabía dónde trabajaba, pero aún no se había atrevido a buscar su dirección y eso decía mucho.
Decía casi tanto sobre él como la mentira que le había contado a Griffin. No solo sabía que Laney había solicitado un puesto en Tisdale sino que había sido él personalmente quien consiguió que el puesto fuese para ella. Se había dicho a sí mismo que era por los viejos tiempos. Además, entonces estaba casado con Portia y las fantasías que pudiese tener sobre Laney eran ecos lejanos de su juventud.
Pero en aquel momento, un año después de su divorcio, con su futuro en peligro, tenía que preguntarse cuál era la verdadera razón. Él no estaba acostumbrado a hacerse preguntas, pero tampoco estaba acostumbrado a mentir. ¿Estaba buscando a la heredera perdida o a Laney?
A las tres de la tarde, Laney Fortino estaba frente a la puerta del colegio Tisdale, maldiciendo al sol, a los padres que llegaban tarde a recoger a sus hijos, a Dalton Cain y a la falta de concreción de las galletas de la fortuna.
Su galleta de la noche anterior decía: «habrá un cambio en tu futuro». Y aquella mañana había recibido una nota de la secretaria del colegio diciendo que Dalton Cain iría a hablar con ella después de las clases. De modo que la primera galleta de la fortuna que daba en el clavo en toda su vida no le había servido absolutamente de nada. ¿Por qué no podía haber dicho, por ejemplo: «Dalton Cain te va a llamar»? ¿O incluso: «Mañana sería un buen día para ponerte unos zapatos de tacón, el vestido de Betsey Johnson que compraste en eBay y la camiseta elástica que te hace menos tripa»?
Por supuesto, jamás se pondría zapatos de tacón para dar clase y si la fortuna hacía referencia a Dalton Cain, seguramente debería reservar un vuelo para Australia o Tahití.
Pero allí estaba, esperando que los últimos padres recogieran a sus hijos, sudando bajo el sol de octubre con su vestido vintage, que había comprado en una tienda de rebajas, calcetines y zapatillas de deporte. Tal y como iba vestida parecía una muñeca repollo.
Bueno, daba igual cómo fuera vestida. Y le daba igual Dalton Cain. No, eso no era verdad. Aunque le daba igual su aspecto, le importaba lo que Dalton pensara y debía dar buena impresión.
Porque solo había una razón para que uno de los hombres más ricos y poderosos de Houston fuese a verla: Dalton debía saber que su abuela le había robado casi un millón de dólares a los Cain.
Un dinero del que Laney no sabía nada hasta que se hizo cargo de las cuentas de su abuela. Era imposible que Matilda hubiese ahorrado ese dinero.
Tenía que habérselo robado a los Cain, pero no podía acudir a las autoridades. Imaginaba que una anciana con Alzheimer no iría a la cárcel, pero no podía arriesgarse. Y tampoco podía explicarle la situación a los Cain porque Hollister era brutal y vengativo con sus enemigos y Caro no era mucho mejor.
No podía devolver el dinero porque estaba en un fideicomiso, administrado por el propio banco, con el que su abuela pagaba la cara residencia privada en la que residía. Laney no podía tocarlo, de modo que estaba atrapada. Le daba pánico que Dalton Cain lo hubiese descubierto porque o iba a demandar a su abuela, una mujer de ochenta y tres años, o la obligaría a devolver el dinero... y no podía hacerlo.
Diez años atrás, la última vez que se vieron, ella era una persona completamente diferente.
Esa chica, que llevaría un vestido provocativo, lo habría desafiado a llamar a la policía y luego le habría dicho de todo. Pero ya no era esa rebelde.
La década anterior la había enseñado a ser más moderada. Era profesora de primaria, de modo que tal vez no estaba tan mal parecer una muñeca repollo.
Un coche apareció entonces en la esquina de la calle Beacon, en dirección al colegio. No podría decir cómo, pero supo inmediatamente que era Dalton. Tal vez porque conocía los coches de todos los padres de sus alumnos o tal vez porque el lujoso vehículo parecía deslizarse por la calzada con la actitud orgullosa de los Cain.
El Lexus se detuvo en el aparcamiento y, como imaginaba, Dalton salió de él. Lo reconoció de inmediato, aunque había pasado una década desde la última vez que se vieron. Con un pantalón marrón y una camisa de color azul claro, se quitó las gafas de sol para mirarla fijamente, como si no la reconociera, hasta que Laney lo saludó con la mano.
A su lado, Ellie, que seguía esperando a sus padres, protestó:
–Señorita, me está apretando la mano.
–Perdona, no me había dado cuenta –se disculpó ella, frotando la mano de la niña.
–¿Quién es ese hombre?
–Es un viejo amigo mío.
La madre de Ellie apareció por fin y Laney se despidió de la niña.
Le gustaría haberse encontrado con Dalton Cain en mejor momento, pero tenía que verlo en calcetines y zapatillas de deporte...
Aunque hacía años que no la veía, Dalton la reconoció de inmediato. El pelo negro, que caía sobre sus hombros, seguía moviéndose con sensualidad, en contraste con su atuendo de profesora de primaria. Pero tenía la misma piel de alabastro y la misma sonrisa.