Retorno a la pasión - Emily Mckay - E-Book
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Retorno a la pasión E-Book

Emily McKay

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Beschreibung

La subasta de una mujer soltera, Claire Caldiera, para una obra de beneficencia proporcionó al millonario Matt Ballard la oportunidad que llevaba tiempo esperando: pasar una velada con Claire. Claire había abandonado a Matt hacía tiempo y él echaba de menos a esa mujer cuya traición había estado a punto de acabar con él. Su plan era seducirla, sacarle información de su pasado y ser él quien la abandonara. Pero una sola caricia de Claire bastó para prender el fuego de una pasión adormecida.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Emily McKaskle. Todos los derechos reservados. RETORNO A LA PASIÓN, N.º 1783 - abril 2011 Título original: The Billionaire’s Bridal Bid Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-270-4 Editor responsable: Luis Pugni

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Retorno a la pasión

EMILY McKAY

Capítulo Uno

–Dicen que has aceptado presentarte como una de las solteras de la subasta del fin de semana.

Claire Caldiera alzó la vista del café que estaba sirviendo a Rudy Windon, uno de sus clientes habituales, y vio a Victor Ballard apoyado en la barra. En lugar de molestarse en contestar, se limitó a tomar el paño que colgaba del cinturón de su delantal y pasarlo por la mesa de Rudy.

–Si necesitas cualquier cosa, me lo pides, Rudy –dijo, sonriendo al anciano granjero y miembro del patronato escolar.

–Tranquila, cariño. Me basta con el donut.

Asintiendo, Claire colocó la cafetera en la máquina. Vic la siguió hasta el final de la barra.

En el pequeño pueblo en el que habían crecido, Vic se consideraba un gran partido, pero Claire tenía motivos para saber que era un canalla.

–¿Es sólo un rumor o por fin voy a tener la oportunidad de salir contigo? –preguntó Vic.

Claire se volvió hacia él, pero recorrió con la mirada su cafetería, Cutie Pies, para darse unos segundos de calma. La media docena de clientes que lo ocupaban en aquel momento, estaban distraídos con sus consumiciones y, desafortunadamente, no la necesitaban. Claire forzó una sonrisa.

–Es verdad. Mañana participaré en la subasta.

Vic le dedicó una sonrisa que habría derretido a la mayoría de las mujeres del pueblo. Era una lástima que ella formara parte de la minoría a la que su perfecto rostro les resultaba indiferente. Por mucho que Vic tuviera la mandíbula de un superhéroe y los ojos color caramelo de un ángel, su impostado encanto le repugnaba.

–Menos mal que llevo tiempo ahorrando –masculló él.

Como si lo necesitara. Vic procedía de una de las familias más acaudaladas del pequeño pueblo de Palo Verde, en California. Pero no era eso lo que irritaba a Claire.

La verdadera razón por la que no tenía el menor interés en salir con Vic Ballard era que le recordaba demasiado a Matt quien, siendo igual de atractivo, no compartía su vanidosa arrogancia. Para ella, Matt era cien veces más interesante. O al menos eso era lo que había pensado de él cuando era joven e ingenua. Durante seis semanas, cuando tenía dieciocho años, Matt le había hecho creer que alguien como él podía amarla. Le había llegado a convencer de que un amor de cuento de hadas era posible. Y Claire nunca se lo perdonaría.

Vic Ballard era un cretino, pero era Matt quien le había roto el corazón.

Claire consideraba que había sido una suerte que el que entraba al menos una vez a la semana en su cafetería fuera Vic y no Matt, que nunca había vuelto a vivir a Palo Verde. Odiaba el pueblo en el que había crecido tanto como Claire sospechaba que la odiaba a ella.

Desde su ruptura, Matt se había convertido en uno de los fundadores y director ejecutivo de FMJ Inc., una empresa de tecnología extremadamente exitosa, establecida en la Bahía de San Francisco.

Matt y sus compañeros de la Escuela de Empresariales, Ford Langley y Jonathan Bagdon habían creado la empresa cuando todavía estaban en la universidad. Ya antes FMJ habían llevado a la práctica varios proyectos empresariales lucrativos.

Todo ello había convertido a Matt en un hombre muy rico, y aún más inalcanzable para ella de lo que lo había sido en el pasado, cuando sólo era el segundo hijo de la familia más rica del pueblo en comparación con ella, que procedía de una de sus familias más humildes.

–¿Así que los rumores son ciertos y por fin vas a romper tu promesa de no salir con nadie? –preguntó Vic.

–¿Qué quieres que te diga? –Claire forzó una sonrisa–. Se trata de una buena causa.

La Sociedad Benéfica de Palo Verde había organizado una gala para recaudar fondos para la biblioteca del colegio local. La subasta de solteras era más apropiada para las jóvenes del pueblo que para una mujer trabajadora como ella y Claire no se había planteado ofrecerse. Pero cuando una de las candidatas se había roto la pierna en el último momento y el comité de la Sociedad le había pedido que la sustituyera, Claire no había sido capaz de negarse. Después de todo, ¿cómo podía negarse a ayudar al desarrollo de la biblioteca, que en su deprimida infancia había sido uno de sus santuarios? Así que, aun a riesgo de que significara pasar una velada con Vic Ballard, había accedido.

Ni siquiera comprendía qué interés podía tener en pujar por ella. Vic había destrozado la vida de su hermana, pero eso no había impedido que a lo largo de los años hubiera intentado ligar con ella. De hecho, él era la principal causa de que hubiera jurado no salir con nadie. Pero como su ego no conocía límites, eso no lo había arredrado.

Para consolarse, Claire se dijo que su situación habría sido aún peor si, en lugar de ser él quien amenazara con ganar la puja, se tratara de Matt. Si tenía que elegir entre dos hombres despreciables para una supuesta velada romántica, al menos prefería sufrirla con el que no le había roto el corazón.

–¿Vas a apostar mil dólares por… unas magdalenas? –dijo una mujer a Matt, a su espalda–. Para no haber querido venir, has decidido gastar una fortuna en magdalenas.

Matt terminó de escribir la cifra en la paleta de la puja y se irguió antes de volverse. Estaba familiarizado con el sarcástico ronroneo de Kitty Biedermann. A principios de año, FMJ había comprado el negocio de joyería de Kitty. FMJ estaba especializada en empresas de tecnología, pero la decisión de ampliar su mercado había resultado rentable. Además, Ford había obtenido el beneficio añadido de enamorarse y conquistar a la atractiva Kitty. Y Matt lo envidiaba.

Como de costumbre, Kitty estaba preciosa, con un vestido rojo que parecía pintado sobre su cuerpo y el cabello cayendo en cascada sobre sus hombres, su belleza eclipsaba a las demás mujeres. Matt le dio un beso en la mejilla.

–Son unas magdalenas especiales –dijo.

Kitty le devolvió una sonrisa coqueta.

–Deben de serlo.

Kitty era una mujer excepcional. De no haber sido la mujer de uno de sus dos mejores amigos, no habría dudado en intentar conquistarla.

–¿Cuándo vas a dejar a Ford para huir conmigo? –bromeó.

Kitty miró hacia su marido, que había ido a pedir una copa al otro lado del patio del club de campo desde el que se divisaban los campos de golf y las estribaciones de las montañas de Sierra Nevada.

Al ver a Ford, los ojos de Kitty adoptaron una expresión de amor tan tierna, que Matt sintió una presión en el pecho que no quiso analizar.

Al instante, su gesto se transformó en picardía amistosa.

–Veo que no has convencido a ninguna de tus amigas para que te acompañara –sacudió la cabeza con una risita de desaprobación–. Es tu culpa, por salir con esas modelos flacuchas que tanto te gustan. Sus traseros no aguantan los viajes en coche.

Matt no pudo evitar reírse.

–Tienes razón. Hay una epidemia de modelos demasiado delgadas.

Kitty sonrió maliciosamente.

–Deberían organizar una recaudación de fondos para alimentarlas.

–Yo mismo la organizaría si significara librarme de ésta.

En ese momento Ford se acercó con las copas y dio a Matt una cerveza.

–Apuesto lo que quieras a que está intentando camelarte con una de sus tristes historias sobre lo mal que lo trataban sus padres –dijo a Kitty.

Matt sonrió y se guardó la paleta de la puja en el bolsillo.

–¿De verdad me crees capaz de intentar seducir a tu mujer?

–Desde luego que sí.

La madre de Matt interrumpió la conversación.

–¡Por fin te encuentro, cariño! El presidente de la Sociedad está deseando que os presente –dijo con un artificial entusiasmo al tiempo que besaba el aire cerca de las mejillas de Matt.

–Hola, mamá –dijo él.

Su madre frunció el ceño, pero no dijo nada hasta que Ford y Kitty, tras saludar, los dejaron discretamente a solas.

–Te he dicho cien veces que no me llames eso –susurró a su hijo.

–Es un apelativo cariñoso –dijo él con frialdad, dando un trago a su cerveza y arrepintiéndose de no haber pedido algo más fuerte.

–No es verdad, es un insulto. Sabes que no me gusta –dijo ella, cuyo rostro habría quedado fijado en un permanente gesto de contrariedad de no estar paralizado por el Botox.

–Y tú sabes que no me gusta que me presentes a tus amigos como si fuera un trofeo.

–Está bien –dijo ella tras una pausa–. No te presentaré a nadie –enlazó su brazo con el de él para recorrer la sala. No presentarlo no significaba que no quisiera lucirse a su lado–. Espero que hayas pujado generosamente.

–Así es.

Su madre rió cuando le enseñó la paleta de la puja.

–¿Cómo puedes apostar mil dólares por unas magdalenas?

–Tú misma has dicho que debía ser generoso. Además, siempre me han gustado las magdalenas de Cutie Pies.

Su madre sacudió la cabeza.

–¿Y cómo te va a llevar Chloe una magdalena a diario si vives a tres horas de aquí?

–Ya se le ocurrirá algo –Matt miró alrededor con la esperanza de encontrar a Ford y Kitty y volver junto a ellos. Sólo al no encontrarlos se dio cuenta de lo que su madre acababa de decir–. ¿Quién has dicho? ¿Doris Ann ya no lleva Cutie Pies?

Aunque los cotilleos del pueblo no le interesaban, había pensado ir por la mañana a pasar un rato con la radiante mujer que siempre había representado la madre que hubiera querido tener: generosa y amable a pesar de su apariencia brusca.

–No. Se retiró hace años. Su sobrina lo lleva desde entonces. Chloe, o Clarissa… Algo así. Al darse cuenta de que Matt se detenía, Estelle se volvió hacia él.

–¿Te pasa algo, cariño?

Matt sacudió la cabeza.

–Claire. Se llama Claire Caldiera –obligándose a sostener la inquisitiva mirada de su madre, Matt se encogió de hombros y añadió–: Estaba un par de años por debajo de mí en el colegio.

Su madre aceptó la explicación y volvió a asirse de su brazo.

–Siempre has tenido una memoria increíble para los detalles.

Matt intentó disimular la curiosidad que sentía al comentar:

–No sabía que hubiera vuelto.

La última vez que había visto Claire partía hacia Nueva York para empezar una nueva vida llena de expectativas con su novio, Mitch. Había conocido a Mitch setenta y dos horas exactas antes de dejarlo plantado para subirse en la moto de Mitch e ir en busca de aventuras. No había que tener una memoria especialmente buena para recordar algo así.

–Volvió hace años.

Matt había estado tan ensimismado en sus recuerdos que no se había dado cuenta de que su madre lo llevaba hacia el comedor en el que se celebraba la subasta de solteras. Mientras le abría la puerta, volvió a prestar atención a lo que le estaba diciendo.

–… pero ya conoces a tu hermano: una vez se le ha metido algo en la cabeza no hay manera de convencerle de lo contrario.

–Sí. Es más terco que una mula –dijo Matt con aspereza.

El presentador estaba ya en el escenario agradeciendo a todos los participantes su colaboración.

–No seas desagradable –dijo su madre con desaprobación.

–¿Qué se le ha metido ahora entre ceja y ceja? –preguntó Matt, ignorando el comentario.

–Lo de esa chica.

Matt miró hacia el escenario donde seis mujeres elegantemente vestidas esperaban tras el presentador como seis candidatas a un concurso de belleza. Cinco de ellas eran muy monas, pero no tenían nada especial. La última era Claire Caldiera. Verla tuvo un efecto doble, lo dejó sin aliento y puso todos sus sentidos en alerta, justo a tiempo de escuchar las últimas palabras de la parrafada de su madre.

–Así que no entiendo por qué quiere pujar por esa Chloe.

–Claire –le corrigió Matt a la vez que un dolor sordo se asentaba en su pecho.

–Como se llame. El acaso es que…

Pero Matt ya no escuchaba a su madre. Claire no sólo estaba en el pueblo, sino que la tenía ante sí aquella misma noche entre las ofertas de la subasta.

Así que su irritante hermano estaba decidido a conseguir una cita con Claire… lo que no sabía es que no iba a resultarle tan fácil.

Después de todo, Claire y él tenían asuntos pendientes.

Los focos del escenario la cegaban y Claire no podía ver la sala. Se sentía incómoda y habría preferido salir de las primeras a subasta, en lugar de la última. Para cuando llegó su turno, el público empezaba a impacientarse, y desde las mesas se elevaba un murmullo y ruido de cubiertos.

Finalmente, la llamaron y se situó junto al presentador, Rudy Windon.

–¡Estás preciosa! –susurró él, tapando el micrófono. Luego elevó la voz y se dirigió a la audiencia–: A continuación, caballeros, tenemos una belleza local: Claire Caldiera –hizo una pausa para los aplausos y siguió–: Todo el mundo sabe que Claire había jurado no volver a salir con nadie –el público rió–. ¿Podrías decirnos por qué no quieres dar una oportunidad a ninguno de los hombres de Palo Verde?

Claire se quedó paralizada mientras diversas respuestas pasaban aceleradamente por su cabeza: «Me harté de que me llamaran provocadora por no querer acostarme en la primera cita». O: «Las mujeres de mi familia tienen muy mala suerte con los hombres y son muy fértiles, así que no quise arriesgarme». O también: «Un imbécil me rompió el corazón hace tiempo y todavía no me he recuperado».

Finalmente, se encogió de hombros y dijo:

–Me levanto a las cuatro para hacer los donuts que tanto os gustan, Rudy. A ningún hombre le gusta tener que dejar a su cita en casa para las seis.

Rudy rió:

–Ya lo veis, chicos, es vuestra única oportunidad de salir con Claire hasta tarde –guiñó un ojo a Claire en medio de las risas del público y ella consiguió relajarse parcialmente–. De acuerdo, empecemos la puja en quinientos dólares.

Claire sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. ¿Quién iba a apostar esa cantidad por ella?

Cuando estaba ya a punto de salir huyendo, alguien entre la audiencia alzó su paleta.

–Quinientos –dijo Rudy–. ¿Alguien da más?

Claire se sintió aliviada y curiosa a partes iguales. ¿Quién habría pujado? Intentó enfocar la mirada en la penumbra de la sala y, tal y como sospechaba, reconoció a Vic Ballard.

–Quinientos a la una, quinientos a las dos…

Claire suspiró, asumiendo que tendría que resignarse a pasar una noche escabulléndose de los tentáculos de Vic.

–Quinientos a… quinientos cincuenta ofrece el caballero de atrás.

El hombre en cuestión había alzado su paleta tan deprisa que Claire sólo vio un fogonazo blanco, y los focos le impedían ver la parte de atrás de la sala. Fuera quien fuera, la gente lo reconoció y un murmullo recorrió la sala.

–¿Alguien ofrece seiscientos? ¿Seiscientos?

Vic estaba lo bastante adelante como para que Claire pudiera verle la cara. Se giró y miró por encima del hombre. Cuando volvió la mirada al frente, su rostro transmitía pura determinación. Alzó su paleta.

–¡Seiscientos! –anunció Rudy–. ¿Alguien da sete…? –antes de que acabara la pregunta, se vio la paleta del fondo–. ¡Setecientos! ¿Ochocientos? ¡Ochocientos!

A partir de ese momento la puja se aceleró hasta lograr que a Claire le diera vueltas la cabeza: mil, mil quinientos, dos mil, cinco mil.

Un silencio cargado cayó sobre la sala. Las cabezas de los presentes giraban de un postor a otro, y Claire intuyó que aquella guerra de apuestas no tenía que ver con ella, sino con la rivalidad entre aquellos dos hombres. Un conflicto del pasado estaba dirimiéndose ante todo el pueblo, y ella era el premio.

Saberlo le aceleró el pulso y le cortó la respiración. Sólo había una persona a la que Vic consideraba su adversario.

Pero no podía tratarse de Matt. Nunca pagaría por salir con ella ni diez ni, desde luego, diez mil dólares, que era la cifra que Vic acababa de dar.

Sintió una opresión en el pecho. Era una cantidad disparatada. El otro pujador debió de pensar lo mismo porque su paleta no se movió. Transcurrió un segundo que a Claire se le hizo eterno. Seguido de otro, y de otro.

A su lado, Rudy no dejaba de cantar sus virtudes intentado animar la puja. Pero la paleta permaneció inmóvil.

–¿Vas a perder esta oportunidad, muchacho? –insistió Rudy.

Claire no vio si el hombre hacia algún gesto.

Rudy continuó:

–Vic Ballard la consigue por diez mil dólares a la una; diez mil dólares a las dos.

–Veinte mil –dijo el hombre de la parte de atrás, pronunciando una cifra que nadie sería capaz de superar.

Y al hacerlo, se puso en pie y avanzó hacia delante desde la sombra.

Llevaba un esmoquin que parecía hecho a medida para su cuerpo alto y fibroso. Aunque llevaba el cabello recortado en lugar de una despeinada melena, Claire lo reconoció al instante, y no sólo porque su imagen apareciera a menudo en las revistas del corazón, sino porque hiciera lo que hiciera con su cabello o con su forma de vestir, habría reconocido a Matt Ballard cuando y donde fuera.

Capítulo Dos

La mañana siguiente a la gala benéfica, Claire se despertó con el recuerdo de su huida del escenario cuando Rudy golpeó el martillo dando la subasta por concluida. No había podido soportar enfrentarse al atónito silencio y a la curiosidad del público.

Al llegar a su casa, había cerrado la puerta con llave, había desconectado el móvil y se había metido en la cama. Sin embargo, apenas había pegado ojo y por primera vez desde que comprara a su tía abuela Doris Ann el Cutie Pies, se alegró de tener que levantarse a las cuatro para ir a preparar la masa de los donuts.

Tras la batalla de la noche anterior entre los Ballards, todo el pueblo estaría preguntándose que tenía de especial Claire Caldiera para espolear la antigua rivalidad entre Vic y Matt, y sospechaba que algunos de ellos se pasarían por el local para intentar averiguarlo en persona, así que al menos podía intentar venderles unos donuts.

Cutie Pies era una cafetería clásica de los años cincuenta, con mesas de formica roja mirando a la calle y taburetes de acero inoxidable con asientos de cuero en la barra. Desde la barra, la cocina era visible a través de un gran vano, por el que Claire podía ver el local mientras cocinaba.

Nada más llegar había encendido la radio, y de no ser por los focos de algún coche ocasional, parecía ser el único habitante del planeta. Mientras removía la masa y tarareaba una canción, intentó convencerse de que su vida no se había visto trastocada en las últimas veinticuatro horas.

De hecho, llegó a creer que lo sucedido en la subasta tampoco era tan importante y que sólo la obligaba a salir una noche con un hombre. Al que odiaba. Aunque en realidad, tampoco lo odiaba. Lo único que pasaba era que prefería no volver a verlo en su vida.

Era el primer hombre al que había confiado su corazón y él lo había hecho añicos. Representaba cada una de las decisiones erróneas que había tomado en su vida. Cada error, cada sacrificio. Con sólo verlo acudían a su mente todos los caminos que debía haber evitado. Y en aquel momento lo último que necesitaba era recriminarse su pasado.

Removió enérgicamente la masa de los donuts con la espátula, metió el dedo y la probó mientras analizaba las opciones que se le presentaban: la primera era apretar los dientes y aguantarse; la segunda, contratar a un matón para que acabara con Matt Ballard; la tercera, hacer la maleta y huir de Palo Verde.

La tercera era la más tentadora.

Volvió a probar la masa. Estaba sosa. Cutie Pie llevaba vendiendo los mismos donuts de chocolate desde hacía treinta años. Quizá había llegado la hora de introducir algunas variaciones. Dejándose llevar por un espíritu rebelde, Claire sacó de la despensa un frasco de cayena. Estaba segura de que sus clientes habituales lo odiarían, pero a ella le serviría para liberar parte de su ansiedad y para reprimir el impulso de escapar del pueblo, que era lo que habría querido hacer.

Sabía bien que huir formaba parte de su genética. Su padre, su madre y su hermana, habían huido siempre que las circunstancias se complicaban. Su padre había comenzado la tradición al abandonar a su madre cinco días después de que naciera la hermana de Claire, Courtney. Su madre había sido la siguiente unos años más tarde, desapareciendo regularmente durante largos periodos de tiempo. Cada vez que Claire le preguntaba por qué la dejaba con sus abuelos ella respondía cosas como: «Cariño, cuando amas a alguien debes darle libertad» o «Algunas personas son como tiburones y necesitan moverse para mantenerse vivos».