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Emily McKay

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Beschreibung

Sabía que no podría resistirse a sus encantos por mucho más tiempo... Jessica Sumners nunca se había enamorado apasionadamente. De hecho, nunca había sentido pasión por nada... al menos desde el instituto. Pero eso estaba a punto de cambiar porque había decidido conseguir lo que entonces había deseado... Alex Moreno, el chico malo del pueblo y su amor secreto del instituto. El capataz de la construcción Alex Moreno había ido al pueblo a ganarse el respeto de la comunidad... pero había encontrado a una descarada empeñada en seducirlo. El problema era que, al fin y al cabo, siempre había estado colado por Jessica.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Emily McKaskle. Todos los derechos reservados.

PERFECTAMENTE DESCARADA, Nº 1415 - abril 2012

Título original: Perfectly Saucy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises. Ltd.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0068-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

10 cosas que todas las mujeres deberían hacer

Revista Picante

1. Ten una aventura. Después de todo, ¿cuándo fue la última vez que estuviste con alguien?

2. No te quedes en casa. Salta del nido y ve a vivir al extranjero.

3. Despierta tu lado étnico. Hazte un piercing o un tatuaje para canalizar tu energía indómita.

4. Deja libre a la dominadora que llevas dentro. Cómprate una falda de cuero y lúcela sin complejos. El látigo es opcional.

5. Compórtate como una diva en la cama. No pidas lo que quieres: exígelo.

6. Pasa de la ropa interior. Él se volverá loco cuando sepa que vas en «plan comando».

7. Vive al límite. Siente la emoción de hacer algo prohibido haciendo el amor en el asiento trasero del coche.

8. Admítelo, te has equivocado. Después de todo, confesar la verdad le sienta bien a tu alma y la culpa le viene mal a tu cutis.

9. Da un cambio a tu espacio. ¡Es renovarse o morir!

10. Conquístalo. Supera tus miedos y sabrás que no hay nada que no puedas hacer.

Capítulo Uno

Alex Moreno era la primera persona a la que Jessica había oído decir la palabra «f…». Estaban en el instituto, pero ella estaba bastante segura de que él ya lo había hecho. Y varias veces.

Con catorce años, él ya salía con chicas, y estas solían ser siempre mayores y experimentadas en las cosas que Jessica y sus amigas sólo se atrevían mencionar en cuchicheos en las fiestas de pijama. En el instituto, era de los que se metían en peleas, siempre tenían problemas con los profesores y eran objeto de deseo de las chicas.

Parecía que las cosas no habían cambiado mucho. Jessica lo había visto hacía dos semanas, doce años después de su último encuentro, paseando por Palo Verde con una arrogancia que parecía anunciar que si querían que se marchase de allí, tendrían que echarlo por la fuerza.

Otra vez.

Aun después de tanto tiempo, seguían siendo polos opuestos: él era hijo de trabajadores inmigrantes y ella procedía de la familia más importante de la ciudad. Él era salvaje, vivía al límite… era un chico malo. Mientras, ella estaba condenada a una existencia aburrida de soltería, a no ser que hiciera algo al respecto. Jessica echó un vistazo a su delicado reloj de plata: las cinco menos cuarto. Alex estaba al llegar.

El taconeo de sus zapatos yendo y viniendo sobre las baldosas de la cocina acompañaba los latidos de su corazón. Después cruzó el arco que separaba la cocina del salón y se dirigió a la puerta de cristal que daba al patio y la piscina. Mirando el agua se dijo que aquel día quince minutos parecían durar una eternidad.

El sonido del teléfono rasgó el silencio. Ella se giró a toda prisa y pensó que sería Alex para cancelar la cita. Los tacones se le engancharon en la moqueta y se los quitó de una patada intentando respirar para mantener la calma. Si no acudía, ¿se sentiría aliviada o disgustada?

–¿Hola? –dijo, conjurando todo su coraje.

–¿Qué llevas puesto? –contestó una voz femenina.

–¿Patricia?

–No, soy el tío Vernon. ¡Pues claro que soy Patricia! –parecía irritada–. ¿Llegará pronto, verdad?

–Supongo que en diez o quince minutos.

–Pues no perdamos el tiempo con tonterías. Si hubieras respondido a mis correos electrónicos de esta tarde, no tendríamos que hacer esto en el último minuto. Dime qué llevas puesto.

Jessica había cometido el error de contarle a Patricia a la hora de comer que iba a ver a Alex aquella tarde y ésta se había pasado toda la tarde bombardeándola a preguntas por correo electrónico.

–¿Qué importa lo que llevo puesto?

–¿Acaso no te importa? ¿Cuánto tiempo hace que no ves a Alex?

–Diez años.

–Dime que no llevas uno de esos castos conjuntos de suéter y chaqueta.

–No –dijo ella, apretando los dientes–. No llevo uno de esos cómodos conjuntos, sino un vestido de seda negro.

–¿Ajustado?

–No –dijo Jessica, mirándose en el espejo del recibidor.

–¿Escotado?

–No –cada vez se sentía más descorazonada. ¿Tanto se había equivocado?

–¿Es corto?

Jessica extendió la pierna para apreciar mejor el largo de su vestido.

–Unos diez o doce centímetros por encima de la rodilla.

–Bien, muy bien. Tus piernas son tu punto fuerte. Ojalá a Alex le guste fijarse en las piernas de las mujeres.

–¡Entonces –dijo Patricia, cambiando de tema–. ¿Cuál es tu plan de caza?

–¿Qué?

–¿Que qué vas a hacer? ¿Invitarlo y hacerle una proposición?

–¡No, por supuesto que no! –a Alex le había dicho algo sobre contratar su empresa de reformas para hacer obras en su casa, pero no tenía ni idea de cómo pasar de «quiero reformar mi cocina» a «¿quieres salir conmigo algún día?» y, después de un par de citas, a un «quitémonos la ropa y hagamos el amor como salvajes sin parar»–. No tengo ningún plan.

–Pues eso es lo que me preocupa. Tú siempre tienes planes para todo.

–¡Eso no es cierto!

–¿No fuiste tú la que nos mandó una circular con consejos para actuar en caso de tornado?

–Soy la responsable de seguridad… es mi trabajo.

–Jessica, en California no hay tornados.

–Pero…

–Nunca los ha habido.

Empezó a explicar que a ella le gustaba hacer bien su trabajo, pero tal vez ése fuese el problema: siempre se lo tomaba todo muy en serio. Antes de poder decir nada, Patricia soltó la bomba.

–Eso es precisamente lo que me asusta: que tú no tengas un plan. No es propio de ti. Invitar a Alex Moreno para seducirlo es tan… tan…

–¿Tan propio de ti?

–Exacto. Eso es lo que me preocupa: que estás empezando a actuar como yo.

–Bueno, pues ya puedes dejar de preocuparte. No voy a seducirlo ni a proponerle nada, te lo prometo. Sólo quiero volver a verlo.

Y comprobar si aún saltaban chispas de atracción entre ellos. En caso afirmativo, ya se preocuparía de eso más adelante.

–¿Volver a verlo? ¿Tuvisteis algo en el instituto?

–No –respondió ella, sin mentir del todo.

–Eso pensaba yo. Había rumores, pero yo no los creí nunca.

–¿Rumores? –ella no había oído ningún rumor acerca de ellos dos.

–Se decía que estabais enamorados en secreto, que ibais a fugaros juntos. Para mí eso no tenía sentido: ¿tú y Alex Moreno? Qué cosa tan absurda.

–¿Y eso? –preguntó ella, algo ofendida.

–Ninguno era el tipo del otro. Él estaba siempre en líos y tu padre era el juez. Hubiera sido bastante irónico: la hija del juez con un chico que había sido arrestado más de diez veces.

–Sí, muy irónico –asintió Jessica distraídamente. La verdadera ironía era que aunque aquellos rumores fueran falsos, a ella le hubiera gustado que fuera al contrario.

–Pero –aventuró Patricia–, supongo que entonces ya debía de gustarte o no estarías pensando tener una aventura con él ahora. Lo cierto es que no te culpo, ya con dieciocho años era un bombón, y un chico malo.

La forma en que Patricia dijo la palabra «malo» dejaba claro que ser malo era «bueno». Y Jessica estaba de acuerdo: incluso una niña modosita como ella veía el atractivo del lado prohibido, pero no era eso lo que la atraía de Alex, sino lo que nadie veía en él: su fuerza, su amabilidad, su integridad.

Bueno, y todo ese sex appeal salvaje que despedía.

Pero tenía que cortar aquella conversación con Patricia antes de que la charla de su amiga la volviese loca. Antes de colgar, le preguntó:

–Lo que no entiendo es que, si no te gusta lo que hago, ¿por qué te preocupas por lo que llevo puesto?

–Está claro. Si te vas a dejar en ridículo a ti misma, más vale que estés guapa en ese momento.

Ante las palabras de «ánimo» de Patricia, Jessica se sirvió una copa de vino y la vació de un trago.

–Gracias, estás siendo de mucha ayuda.

–Siento no ser más optimista –pero Patricia no parecía apenada en lo más mínimo–. Entiendo que quieras… bueno, has estado viviendo como una monja, pero… ¿Alex Moreno? Es como decidir hacer deporte y ponerte como meta subir al Everest.

–Vaya –murmuró Jessica, levantando una ceja. ¿Acaso él era el Everest de los hombres? ¿Estaría loca por pensar que podía estar interesado en ella? ¿Por pensar que aún la recordaba?

–Jess, es el chico más malo de la ciudad, y puedes meterte en muchos líos si te mezclas con él. Y si estás haciendo esto por esa estúpida lista…

De vuelta a casa tras un viaje de trabajo a Suecia de dos meses y medio, tras el cual no había obtenido la promoción laboral que le habían prometido, había leído un artículo en la revista Picante titulado 10 cosas que todas las mujeres deberían hacer. La primera cosa de la lista era tener una aventura memorable, y Alex Moreno encabezaba su lista de hombres con los que deseaba tener un romance apasionado.

–Patricia, sólo piensas en esa estúpida lista porque tú ya has hecho todas las cosas de la lista.

–Bueno –rió ella–, lo cierto es que sí.

–Pues yo he hecho sólo una cosa de la lista –apuntó Jessica irritada–. Vivir en el extranjero, y casi no cuenta porque fue por trabajo.

–Jessica, lo que quiero decir es que si quieres hacer cosas de la lista, está bien –Patricia intentaba calmar a su amiga–, pero puedes empezar por algo menos traumático, como comprar te una falda de cuero o hacerte un tatuaje.

–¿Un tatuaje? ¿Y te parece que marcar mi cuerpo de forma definitiva será menos traumático que pasar una noche con Alex?

–Vale, a lo mejor «traumático» no es la mejor palabra. «Drástico» es más exacto. Lo que quiero decir es que no creo que tengas que hacer algo tan drástico.

Eso era justo lo que Jessica necesitaba: algo drástico.

–Llevo seis años trabajando en Handheld Technologies –indicó ella–, y los dos últimos he trabajado como una esclava para ganarme un puesto de jefe de equipo. En lugar de conseguir un ascenso, me han hecho responsable de seguridad, cuyas funciones más destacadas son mantener a punto los botiquines y desalojar el edificio en caso de que ocurra un desastre.

–Eso es casi un ascenso –dijo Patricia en tono aplacador–. Y es porque confían en ti.

–Mira, estoy cansada de conformarme con ser responsable de seguridad. Estoy cansada de conformarme con todo, punto. Ya es hora de que le dé un giro a mi vida.

Y, por estúpido que pareciese, iba a hacerlo cumpliendo con los puntos que sugería la revista. Empezaría por el principio, y el principio era Alex Moreno.

–Tengo que dejarte –dijo Jessica.

–Recuerda mover las caderas al andar. Y mojarte los labios y…

–¡Patricia!

–Buena suerte.

Jessica colgó y se dijo que no necesitaba buena suerte. Era una mujer Picante, o pronto lo sería, cuando hubiera hecho las nueve cosas que le faltaban de la lista.

>Alex Moreno, frente al porche de la casa de Jessica Sumners, estaba tan nervioso como en la sala del tribunal de su padre hacía una década.

Había vuelto a Palo Verde para probar a todos que había cambiado, que ya no era el chico descontrolado que había sido, sino un empresario con éxito y un miembro notable de la comunidad.

Pero todo eso hubiera sido más fácil de probar si le dieran trabajo. Necesitaba aquel contrato desesperadamente, pero odiaba que su primer trabajo en Palo Verde fuera con ella.

En la última década se había acordado de ella más de lo que querría admitir y se había imaginado que cuando se encontraran, sería como iguales, impresionándola con su éxito y no presentándose en su puerta rezando para que lo contratara y borrar los números rojos de su cuenta de ahorros.

Llamó a la puerta y sintió un vuelco en el estómago. La vio acercarse a través de la ventana y cuando abrió la puerta, sus ojos recorrieron todo su cuerpo antes de detenerse en su rostro. Después sonrió y él la notó nerviosa. Aun nerviosa podía arrebatarle el aliento. Llevaba un sencillo vestido negro y el pelo recogido. Una perla en una cadena de plata adornaba su cuello y su expresión no hacía más que acentuar su presencia elegante. Pero en sus ojos brillaba una chispa de ansiedad, y tal vez él fuera la causa.

–Alex –ella murmuró su nombre como una caricia. Al oír su nombre de aquellos labios, Alex sintió una oleada de deseo recorriendo sus entrañas–. Gracias por venir tan rápidamente.

–No hay problema –se dieron un apretón de manos y él le pasó un dossier con su experiencia y sus referencias.

Jessica lo miró sorprendida y tomó el dossier. Apenas lo miró antes de dejarlo en la mesita de mármol del recibidor. Ella lo recorrió con la mirada hasta los pies.

–Querías que echara un vistazo a tu cocina, ¿no? –dijo él, recordando que venía de una obra y sus zapatos y su ropa estaban cubiertos de polvo. Tenía un trabajo duro, manual, y no le había importado hasta aquel momento en la puerta de Jessica.

–Oh, sí –dijo ella sonrojándose y haciendo un gesto para que la siguiera–. Es por aquí.

Sus caderas se balanceaban suavemente a cada paso que daba y Alex recorrió sus piernas con la mirada hasta los pies descalzos.

Aquel vestido no lo ayudaba nada en absoluto, pero al verla descalza se le hizo un nudo en el estómago.

Tenía los pies estrechos y delicados, pero no pequeños. Eran los pies de una mujer alta con una pedicura perfecta. Los pies mimados de una niña rica.

Se miró las botas de trabajo y se las sacudió en el felpudo sin que el resultado fuera satisfactorio.

–Es por aquí –dijo ella, que se había girado al notar que no la seguía.

–Bien –dijo él, sin dejar de pensar que pondría la inmaculada moqueta perdida en el momento que pusiera los pies en ella.

Desde que vio por última vez a Jessica hacía diez años, había cruzado el país trabajando para su propia empresa construyendo casas para gente mucho más rica que los Sumners, pero en cuanto puso el pie en la ciudad, volvió a sentirse el pobre inmigrante indigno de estar frente a su puerta, cuando menos para hacer o decir lo que deseaba.

Jessica era lo más parecido a la princesa de la ciudad, procedía de un mundo de riqueza y privilegios, y él de uno de polvo y sudor.

Jess nunca lo había tratado como a un espalda mojada, sino con la misma simpatía y cordialidad con que trataba a todo el mundo en el instituto. Excepto unas pocas semanas en el último curso del instituto en que su relación evolucionó y se transformó en algo que él no podía describir y que a veces le impedía dormir por las noches.

Pero teniendo en cuenta su frío saludo, seguro que no se acordaba de aquellas semanas. En cualquier caso, no estaba dispuesto a mancharle la alfombra a la única persona que nunca lo había tratado mal. Se agachó y se quitó las botas para seguirla en calcetines a la cocina intentando no pensar en lo seductor que era el movimiento de sus caderas.

–Es aquí –dijo, y él arrugó el ceño.

Armarios de madera blancos, electrodomésticos blancos y una encimera verde. Algo antiguado pero práctico.

–¿Qué quieres cambiar? –dijo, rascándose la barbilla.

Ella se acercó más a él hasta casi rozarle el hombro, inclinando la cabeza.

–No lo sé –respondió, rozándole el brazo con el hombro desnudo–. Esperaba que me dieras alguna idea.

–Por teléfono me dijiste que querías verme lo antes posible, como si fuera urgente.

Ella apartó la mirada, nerviosa, de sus ojos. Observó la cocina con el ceño fruncido y dijo:

–Cuando decido algo, quiero ponerme manos a la obra lo antes posible.

Aquellas palabras, en boca de cualquier otra mujer blanca y rica, lo hubieran irritado mucho, pero en ella no sonaban egoístas ni infantiles, sino llenas de frustración y muy humanas. En ella veía a la niña sensible que fue y se preguntó si aún estaría allí, dentro de aquella mujer de rompe y rasga. El modo en que su corazón latió esperanzado lo hizo reír.

–¿Te parece divertido?

–No –dijo mirándola a los grandes y vulnerables ojos azules–. Sólo inesperado. En clase eras la perfecta niña rica, la estudiante perfecta. Supongo que no te imaginaba así de impaciente.

–A mí me sorprende –dijo ella sonriendo–, que te molestaras en pensar en mí en absoluto.

Si supiera cuánto había pensado en ella, cuántas veces la había imaginado, no lo querría ver cerca de su cocina.

–Haremos una cosa –dijo sacando una cinta métrica del bolsillo–. Tomaré medidas y apuntes y veré qué puedo decirte.

Con el metro en las manos se sentía más seguro. Tomó medidas y dibujó un bosquejo de la cocina. Ella estaba a su lado, más cerca de lo necesario, haciéndole difícil concentrarse. Olía tan bien que apenas podía pensar.

–¿Estarías dispuesta a renunciar a algunos armarios?

–¿En qué estás pensando?

¿Que qué pensaba? Que estaba demasiado cerca de él para querer únicamente una reforma en su cocina. En lo que tenía que pensar era en el dinero que podía ganar con aquel trabajo, y no en su olor, fresco y a la vez intenso.

–Pensaba que podías tirar esa pared y unir la cocina y el salón. Todo parecería más espacioso.

–¿En serio? ¿Puedes hacer eso?

–Claro, no hay más que poner una viga de sujeción y tendrás una cocina nueva. ¿Qué te parece?

Ella lo miró primero a él y después la pared, como si intentara imaginar el resultado.

–Podría quedar muy bien. Yo –pareció contenerse en el momento de dar el «sí», sacudió la cabeza y sonrió con timidez–. Tal vez deba pensarlo un poco.

Había estado a punto de cazarla y se le había escapado en el último minuto.

Si su suerte no cambiaba pronto, tendría que plantearse empezar a servir hamburguesas… no había muchos puestos de trabajo en Palo Verde para un hombre llamado Alex Moreno.

Cuando volvió al pueblo no había imaginado que la gente aún estuviera resentida contra él, pero estaba decidido a probarles que ya no era el gamberro que fue.

–Mira, mientras lo piensas, haré un par de dibujos para que puedas hacerte una idea.

Ella no parecía convencida y él volvió a preguntarse por qué parecía tan interesada en él y tan poco interesada en la cocina. Si hubiera sido otra mujer, hubiera pensado que quería algo con él.

La Jessica que conocía del instituto era inteligente y justa, y no preparaba emboscadas en su casa a chicos que apenas conocía para seducirlos.

Ella dio un paso hacia él y le acarició el brazo. Se humedeció los labios con un gesto que le pareció terriblemente sensual. Pero también parecía avergonzada.

–Tal vez podamos discutirlo mientras tomamos una copa –dijo, sin dejar de acariciarlo.

Él se quedó sin respiración. Tomó una bocanada de aire y creyó embriagarse con su aroma.

Entonces se dio cuenta: ¿una copa? ¡Estaba insinuándose!

–Con lo de tomar una copa, ¿te refieres a una cita? –dijo, apartando el brazo.

Ella se encogió de hombros, dudosa.

–Bueno… sí. Me encantaría que me contaras qué has estado haciendo este tiempo, si te apetece.

Él sacudió la cabeza mientras reía con amargura. ¿Quería salir con Jessica Sumners? ¡Claro que sí! Pero el brillo de sus ojos le decía que aquello no era por los viejos tiempos. ¿Cómo se había equivocado tanto con ella? Poco a poco se iba dando cuenta de todo: ella le había dicho que fuera a su casa para ligar con él, no para darle el trabajo que tanto necesitaba. Y ya no era la dulce chiquilla que recordaba, sino el tipo de mujer que llamaba a un obrero para que la entretuviera.

Mirándola a los ojos, respirando su aroma y sintiendo aún el calor de su mano en el brazo… se sentía tentado a aceptar. Jessica, la niña buena, por su mirada, parecía querer de él más que tomar unas copas.

Lo que deseaba era olvidarse de su dignidad, arrastrarla a sus brazos y explorar aquellos labios llenos de lujuria que lo tenían hipnotizado. Besarla, levantarle el vestido y hacérselo allí mismo, en la cocina, sería la típica fantasía de adolescente hecha realidad. Hacerlo con la chica más guapa y respetada de la ciudad, con la chica que tanto deseaba, con la que había deseado siempre.

Alargó la mano y le recorrió la mandíbula con el pulgar hasta llegar al labio inferior humedecido.

–¿Es esto lo que quieres? –dio un paso hacia ella e inmediatamente lo sorprendió ver que ella se acercaba también en lugar de alejarse.

–Sí.

Su rodilla desnuda se encontró con los vaqueros de él, y después fueron sus pies. Su perfecto y mimado pie contra los calcetines de algodón de él.

Alex dejó de acariciarla y dio un paso atrás, enfadado consigo mismo por desear lo que no podía tener. Y con ella por hacer que la deseara.

–Por eso me has llamado, ¿verdad? Por eso tenía que venir enseguida…

Ella parpadeó sorprendida y confusa.

–No. Tal vez.

–No necesitas reformar la cocina, ¿verdad?

–No –ella apartó la mirada de sus ojos–, es sólo que… –tenía la voz temblorosa–. Pensé qué…

–¿Qué? ¿Que sería divertido darse un revolcón con un obrero?

–¡No! –dijo ella poniéndose rígida.

–¿Entonces qué?

–Es complicado de decir –dijo, esta vez con voz firme–. Está claro que ha sido un error.

–Bien, eso parece –él arrancó la hoja del cuaderno donde había hecho el bosquejo de la cocina e hizo una bola con ella–. ¿Se te ha ocurrido pensar que es así como me gano la vida?

–¿Y a ti se te ha ocurrido pensar que yo tal vez sólo quisiera salir contigo? ¿Que no todas las mujeres quieren darse un revolcón contigo?

Si no hubiera estado tan enfadado, se hubiera reído ante la bravuconada. Estaba dispuesto a apostar que nunca antes había empleado el verbo «revolcarse» en ese sentido.

–¿No era eso lo que te interesaba, entonces?

Antes de que ella pudiera responder, la rodeó con sus brazos, la atrajo hacia sí y la besó. Se dijo a sí mismo que sólo lo hacía para demostrarle algo, pero en cuanto sintió su cuerpo, supo que se mentía. Lo único que quería comprobar era si sus besos eran tan buenos como prometían. Y lo eran.

Sus labios eran cálidos y suaves, y sabían a vino tinto, lo que lo sorprendió, porque le pareció que a ella le pegaba más el blanco.

Cuando ella le rozó los labios con la lengua, la sorpresa fue la menor de sus reacciones: el deseo, ardoroso y urgente, le sacudió las entrañas.

Inesperadamente, la apartó y Jessica pareció tan sorprendida como se sentía él. Ella se llevó los dedos a los labios y por fin dijo:

–Qué maleducado…

Él echó a reír y recogió la cinta métrica y la carpeta antes de echar a andar hacia la puerta.

–Es maleducado besar a alguien que lo está pidiendo a gritos pero no lo es interrumpir a alguien que está trabajando y hacerle perder su tiempo.

–Pensaba que no te importaría –dijo ella, siguiéndolo.

Él se giró bruscamente y la miró a la cara.