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Su nuevo, conveniente y convincente esposo Wendy Leland necesitaba un marido rico y con éxito para mantener la custodia de su sobrina, y lo necesitaba ya. Sin embargo, cuando su jefe, rico, exitoso y atractivo le ofreció convertirse en su marido temporal, ella se mostró reacia. Jonathon Bagdon le gustaba demasiado y sabía que resistirse a la tentación resultaría difícil. Él sólo le había ofrecido matrimonio para impedir que Wendy dejara de ser su secretaria. Pero más tarde interpretó el papel de recién casado con tanta pasión que sólo podía ocurrir una cosa…
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Seitenzahl: 178
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Emily McKaskle. Todos los derechos reservados.
BUSCO MARIDO, N.º 1823 - diciembre 2011
Título original: The Tycoon’s Temporary Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-109-4
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Jonathon Bagdon sólo quería que su secretaria volviera a casa.
Ya habían pasado siete días desde que Wendy Leland se marchó para asistir al entierro de un familiar; siete días de problemas en la empresa de Jonathon. Primero, se estropeó el acuerdo con Olson Inc. que llevaba la propia Wendy y después, él olvidó un plazo de entrega porque el empleado que la sustituía había borrado su agenda de Internet.
Pero los problemas no terminaron ahí. Otro de los empleados envió el último prototipo del departamento de investigación y desarrollo a Pekín, en lugar de a Bangalore; la jefa de recursos humanos había amenazado con dimitir y no menos de cinco mujeres habían salido llorando del despacho de Jonathon. Además, la cafetera se había estropeado y ni siquiera podía tomar una taza de café.
Definitivamente, no era la mejor semana de su vida. Jonathon Bagdon sólo quería que su secretaria volviera a casa. Sobre todo, porque sus dos socios estaban fuera de la ciudad y él tenía que dar los últimos retoques a una propuesta para un contrato muy importante.
Miró su taza y consideró la posibilidad de pedir a Jeanell, la jefa de recursos humanos, que saliera a comprar una cafetera. Sin embargo, Jeanell no había llegado todavía. Los empleados aparecían a partir de las nueve y eran las siete de la mañana.
Naturalmente, podía bajar a un bar o a comprar él mismo la cafetera; pero estaba tan liado que no tenía tiempo para nada. Si Wendy hubiera estado allí, habría aparecido una cafetera nueva como por arte de magia. Y por supuesto, el acuerdo con Olson Inc. no habría sufrido el menor percance.
Cuando Wendy estaba en la oficina, las cosas funcionaban. Jonathon no sabía cómo lo había hecho, pero en los cinco años que llevaba como secretaria de dirección se había vuelto tan indispensable para la empresa como él mismo. De hecho, si se tomaba la última semana como ejemplo, Wendy ya era más indispensable que él: un pensamiento de lo más deprimente para un hombre que había creado un imperio a partir de la nada.
Fuera como fuera, estaba seguro de una cosa. Cuando Wendy volviera, haría lo posible para que jamás se volviera a marchar.
Wendy Leland llegó poco después de las siete a la sede de FMJ. El sensor de movimiento activó las luces cuando entró y se inclinó para extender el techo del carrito de bebé que llevaba. Peyton, el bebé, frunció el ceño sin llegar a despertarse. La niña soltó un gorjeo mientras Wendy empujaba el carrito hasta una esquina relativamente oscura, detrás de su mesa.
Después, se sentó en el sillón, se tranquilizó un poco y miró a su alrededor.
Aquel sillón había sido durante cinco años el lugar desde el que vigilaba sus dominios. Había servido como secretaria de dirección a los tres socios de la empresa, Ford Langley, Matt Ballard y Jonathon Bagdon.
Wendy había estudiado en varias de las universidades más prestigiosas del país y su educación resultaba algo excesiva para el puesto, aunque no tenía el doctorado de ninguna de sus carreras. Su familia seguía pensando que estaba desaprovechando su talento, pero a ella le gustaba el trabajo. Era variado y siempre estaba lleno de desafíos. Lo disfrutaba tanto que no habría dejado FMJ por nada en el mundo.
Por nada, salvo por el bebé que dormía en el carrito. Cuando salió de Palo Alto y se dirigió a Texas para asistir al entierro de su prima Bitsy, no podía imaginar lo que le esperaba. Desde que su madre la llamó por teléfono para decirle que Bitsy había fallecido en un accidente de tráfico, la semana se convirtió en una sucesión de sustos.
Wendy no tenía idea de que Bitsy tuviera un niño. A decir verdad, ninguna persona de la familia lo sabía. Pero lo tenía y, de repente, ella se había convertido en la tutora de un bebé huérfano de cuatro meses.
Las implicaciones de la custodia eran de proporciones dramáticas. Si Peyton Morgan hubiera llegado con una mina de oro, su familia no se habría peleado más por la pequeña. Y si Wendy quería mantener la custodia de la pequeña, no tendría más remedio que hacer lo que se había prometido que jamás haría: presentar su dimisión en FMJ y volver a Texas.
Wendy se dijo que era típico de Bitsy. Creaba problemas hasta después de muerta.
Al pensar en ello, soltó una carcajada; pero la risa tuvo el extraño efecto de revivir el dolor por la pérdida de su prima.
Cerró los ojos con fuerza y apretó las manos contra los párpados. Estaba tan cansada que, si se rendía a la tristeza en ese momento, estaría llorando un mes entero.
Ya tendría ocasión de llorarla. Ahora había cosas más urgentes.
Encendió el ordenador. La noche anterior había redactado su carta de dimisión y se la había enviado a sí misma por correo electrónico. Por supuesto, se la podría haber enviado directamente a Ford, Matt y Jonathon. Incluso había hablado con Ford, por teléfono, cuando él la llamó para darle el pésame. Pero prefirió imprimir la carta, firmarla y entregársela en mano a Jonathon.
Se lo debía a él y se lo debía a JMF. Además, quería aprovechar esos momentos para despedirse de la Wendy que había sido hasta entonces y de la vida que había llevado en Palo Alto.
El ordenador arrancó y emitió el zumbido familiar que siempre la tranquilizaba. Unos segundos después, abrió la carta de dimisión y se dispuso a imprimirla. El sonido de la impresora resonó en las paredes de la oficina. Era temprano y todavía no había llegado nadie. Nadie salvo Jonathon, cuyo horario era extenuante.
Tras firmar la carta, la dejó en la mesa y se dirigió a la puerta que separaba su despacho del despacho de su jefe.
Antes de abrirla, suspiró y puso una mano en ella. El contacto de la madera maciza le resultó tan fiable y robusto que sintió la necesidad de apoyarse. Iba a necesitar todas las fuerzas que pudiera reunir.
–Wendy no tiene la culpa de nada –dijo Matt Ballard con tono de recriminación.
Matt estaba en el Caribe, de luna de miel, y le había dicho a Jonathon que pusiera la conferencia a primera hora de la mañana porque su esposa, Claire, le había prohibido que hiciera más de una llamada de negocios al día.
–Es la primera vez en cinco años que se toma una baja por motivos personales –continuó.
Jonathon lamentó haberlo llamado. Tenía razones de peso para hablar con su socio, pero ahora parecía que se estaba quejando por quejarse.
–Yo no he dicho que tengo la culpa…
–¿Cuándo iba a volver? –preguntó Matt.
–Se suponía que volvía hace cuatro días. Dijo que estaría afuera dos o tres días, como mucho. Pero después del entierro, llamó para decir que tardaría un poco más.
–Deja de preocuparte –le recomendó Matt–. Tendremos tiempo de sobra cuando Ford y yo volvamos. Recuerda que el límite para la presentación de esa propuesta no se cumple hasta dentro de casi un mes.
El «casi un mes» de la frase de Matt era precisamente lo que a Jonathon le preocupaba. Resultaba tan impreciso e inquietante como el «un poco más» de Wendy. Jonathan era un obseso de la exactitud. Si tenía que presentar una oferta a una empresa cuyos activos ascendían a varios millones, se molestaba en averiguar cuántos millones eran. Y si tenía casi un mes para presentar una propuesta, quería saber qué se entendía por «casi».
Como no quería tomarla con su socio, cortó la comunicación. El contrato con el Gobierno le estaba volviendo loco; especialmente, porque tenía la sensación de que ser el único al que le preocupaba.
Durante los años anteriores, el departamento de investigación de FMJ había desarrollado un sistema de dispositivos que podía regular y controlar el gasto energético en los edificios. El sistema de FMJ era el más eficaz y el más avanzado del ramo. Desde que lo instalaron en la sede de la empresa, se habían ahorrado un treinta por ciento en electricidad. Si cerraban el acuerdo con el gobierno, el sistema se instalaría en todos los edificios federales del país.
Después, se sumaría el sector privado y el éxito del sistema aumentaría las ventas del resto de los productos de FMJ. Era lógico que Jonathon estuviera entusiasmado con la perspectiva. A fin de cuentas, podían ganar mucho dinero.
Todo lo que había hecho durante diez años, todo su trabajo, dependía de aquel contrato. Sería crucial para el futuro de la empresa.
Acababa de cerrar su ordenador portátil cuando oyó un golpecito en la puerta. No podía ser el sustituto de Wendy. Era demasiado temprano. Pero Jonathon no se atrevió a albergar la esperanza de que Wendy hubiera vuelto.
Echó el sillón hacia atrás y cruzó el despacho que compartía con Matt y Ford. Cuando abrió la puerta, Wendy cayó literalmente en sus brazos.
Wendy seguía apoyada en la puerta cuando Jonathon la abrió de repente. No fue extraño que cayera sobre él. Pero se llevó una sorpresa al encontrarse entre sus brazos, apoyada esta vez en su duro pecho.
Justo entonces, cayó en la cuenta de varias cosas. La primera, el aroma intenso del gel de baño de Jonathon; la segunda, la increíble anchura de su pecho y la tercera, la suave y afeitada silueta de su mandíbula, que fue lo que vio al alzar la mirada.
Normalmente, Wendy se las arreglaba para hacer caso omiso del atractivo de Jonathon Bagdon, un verdadero sueño para cualquier mujer. Él siempre parecía a punto de fruncir el ceño, lo cual aumentaba su aire pensativo. Y su sonrisa, que ofrecía pocas veces, era tan devastadora por sí misma como por los hoyuelos que se le formaban en las mejillas.
No era demasiado alto; medía poco menos de metro ochenta, pero la fortaleza de su cuerpo compensaba lo que le faltaba en altura. Sus músculos resultaban más apropiados para peleas de bar que para negociaciones empresariales. Wendy nunca había visto su pecho desnudo, pero él acostumbraba a quitarse la chaqueta del traje y a remangarse la camisa cuando estaba trabajando, así que lo admiraba con bastante frecuencia.
Subió la cabeza un poco más, contempló sus ojos de color marrón verdoso y sintió algo completamente inesperado. Una tensión que no había notado antes. Una conexión. O quizás, algo que en general no se atrevía a sentir porque era demasiado inteligente como para meterse en líos.
Él tragó saliva. Fascinada, ella observó los músculos de su garganta, que estaban a escasos milímetros de su rostro.
Por fin, se apartó de él. Wendy fue consciente de que Jonathon la seguía con la mirada, y aún más consciente de que su indumentaria era poco apropiada para trabajar. Era la primera vez que se presentaba en la oficina en vaqueros y, por supuesto, también era la primera vez que se presentaba con su camiseta preferida, de un grupo de punk. Sin embargo, aquél iba a ser su último día en FMJ y necesitaba sentirse cómoda.
Deseó que Jonathon dejara de mirarla con tanta intensidad.
Wendy conocía aquella mirada porque la había notado varias veces a lo largo de los años; pero hasta ese momento, no se había permitido el lujo de sentir algo al respecto. Jonathon Bagdon tenía mucho éxito entre las mujeres y había roto unos cuantos corazones. Wendy se había prometido que jamás formaría parte de esa lista.
Intentó convencerse de que el deseo que sentía por él era consecuencia de su agotamiento. O tal vez, de su vulnerabilidad emocional. O quizás, de alguna disfunción hormonal extraña.
En cualquier caso, carecía de importancia. A fin de cuentas, estaba a punto de marcharse para siempre.
Jonathon quiso volver a abrazarla. Obviamente, se resistió a la tentación. Pero lo quiso de todas formas.
Mantuvo una mano en la puerta y se metió la otra en el bolsillo de los pantalones, en un intento por disimular el efecto que Wendy le había causado. Por ridículo que fuera, su cuerpo había reaccionado con deseo por unos cuantos segundos de contacto físico con su tentadora secretaria. Se había puesto duro como una roca.
Ya había sentido deseo por ella, pero normalmente lograba controlarse. Sin embargo, aquel día era distinto a los demás. Wendy no llevaba su indumentaria de siempre, profesional y discreta, sino unos vaqueros desgastados que se ajustaban a su figura y una camiseta de cuello ancho que dejaba ver una de las tiras de su sujetador, de color rosa fucsia.
Volvió a tragar saliva e intentó decir algo razonable. Algo que no incluyera la petición de que se quitara la camiseta.
–Espero que hayas tenido un buen viaje. Ella frunció el ceño y dio un paso atrás.
Él recordó que había ido a un entierro y se maldijo por haberlo olvidado.
–Te acompaño en el sentimiento, Wendy. Aunque te confieso que me alegro mucho de que hayas vuelto.
Jonathon pensó que sus palabras sonaban estúpidas, pero no le extrañó demasiado. No sabía qué hacer ni qué decir cuando una mujer estaba triste.
–Yo… –empezó a decir ella.
Wendy se alejó un poco y se llevó las manos a la cara. Por la tensión de sus hombros, parecía al borde de las lágrimas.
Era la primera vez, en cinco años, que se comportaba de forma poco profesional. Si le hubiera pasado delante de Ford, no le habría preocupado tanto; Ford tenía tres hermanas, una madre, una madrastra, una esposa y una hija, de manera que estaba acostumbrado a afrontar ese tipo de situaciones. Pero Jonathon era diferente.
La siguió por todo el despacho y le puso una mano en el hombro; justo en el hombro que le quedaba desnudo bajo el ancho cuello de la camiseta. Sólo pretendía animarla, pero el contacto de su piel lo estremeció.
Cuando ella se giró y le miró a los ojos, distinguió el brillo de deseo y se excitó a su vez.
Justo entonces, se oyó un gemido. Pero no procedía de la garganta de Wendy.
Confundido, Jonathon echó un vistazo a su alrededor. Como no vio nada, se dirigió hacia el despacho de la secretaria, que rápidamente se interpuso en su camino.
–¡Puedo explicarlo! –dijo ella, fuera de sí.
–¿Explicarlo? ¿A qué te refieres?
Jonathon entró en el despacho de Wendy y vio el carrito junto al sillón.
–¿Qué es eso?
–Un bebé.
El asombro de Jonathon fue tan evidente que, si no lo hubiera conocido, Wendy habría pensado que nunca había visto un bebé.
Pasó a su lado, caminó hasta el carrito y lo movió ligeramente para intentar tranquilizar a Peyton, que siguió gimiendo. Entonces, la niña abrió los ojos y la miró. Al contemplar sus brillantes ojos azules, Wendy sintió una punzada en el pecho y supo que había hecho bien al hacerse cargo de la pequeña. De hecho, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para que siguiera a su lado.
Se inclinó sobre el carrito, alcanzó a Peyton y la tomó en brazos. La acunó suavemente, haciendo ruiditos cariñosos.
Jonathon frunció el ceño. Wendy sonrió y dijo:
–Jonathon, te presentó a Peyton.
Jonathon miró a Wendy, miró a la niña y miró a su alrededor, como buscando el platillo volante del que había salido aquella criatura.
–¿Qué hace un bebé en la oficina?
–Lo he traído yo –confesó–. No tenía a nadie que se pudiera hacer cargo de la niña. Además, no estoy segura de que esté preparada para quedarse con un desconocido… aunque pensándolo bien, yo misma soy una desconocida y…
Jonathon la interrumpió.
–Espera un momento, Wendy. ¿Qué diablos haces con un bebé? ¿De dónde ha salido? Porque no es tuyo, ¿verdad?
Ella sacudió la cabeza.
–No, por supuesto que no es mío. ¿Crees que en los siete días que he estado afuera me he quedado embarazada y he dado a luz a un bebé de cuatro meses?
–¿Entonces?
–Es la hija de una de mis primas. Bitsy me nombró su tutora. Ahora es mía.
Jonathon se quedó atónito. De hecho, tardó varios segundos en hablar.
–Ah, bueno, comprendo… Al final va a resultar que Jeanell estuvo acertada cuando se empeñó en que pusiéramos una guardería en la empresa. No te preocupes por nada, Wendy. Puedes dejarla allí mientras trabajas. Estará perfectamente.
Wendy sintió un vacío en el estómago. No quería dejar FMJ. Con el transcurso de los años, la empresa se había convertido en su hogar. Trabajar en FMJ le había dado un objetivo, un propósito en la vida. Algo que su familia nunca había entendido.
Respiró hondo y se dijo que había llegado el momento de ser sincera.
–No traeré a Peyton al despacho, Jonathon. No voy a volver al trabajo. He venido a presentar mi dimisión.
–No seas ridícula –bramó Jonathon, desconcertado con el anuncio–. Nadie deja el trabajo porque tenga un bebé; y mucho menos, porque lo haya… heredado.
Wendy lo miró con desesperación.
–Yo no lo he heredado –protestó.
–Bueno, sé que ha sonado un poco estúpido, pero… Jonathon no terminó la frase. No sabía qué hacer. Necesitaba a Wendy. Él siempre había sido demasiado directo, demasiado sincero, demasiado franco. Tendía a ofender a la gente sin darse cuenta, pero Wendy era la excepción. Siempre le perdonaba sus errores y sus salidas de tono.
No soportaba la idea de perderla. No iba a permitir que se marchara.
–FMJ tiene una de las mejores guarderías de la ciudad. Puedes seguir aquí, como siempre, trabajando –alegó.
–No puedo, Jonathon. Tengo que volver a Texas. Mientras hablaba, Wendy volvió a dejar a Peyton en el carrito.
–¿Por qué tienes que marcharte a Texas? Ella lo miró.
–Sabes que soy de allí, ¿verdad?
–Sí, lo sé de sobra. Razón de más para que me extrañe que vuelvas. Nunca has dicho nada bonito de ese lugar.
Ella se encogió de hombros.
–Bueno… es complicado.
–¿Complicado? Explícamelo.
–A algunos de mis familiares no les ha gustado que me quede con la tutela de Peyton. Si no los consigo convencer de que seré una buena madre para ella, presentarán una denuncia para quitarme la custodia.
–¿Y qué? Puedes ganar la batalla legal desde aquí.
–No, no soportaría que el asunto llegue a los tribunales.
Wendy abrió uno de los cajones de su mesa, sacó un montón de objetos personales y los metió en una caja.
Él la miró con desconcierto, sin entender nada.
–¿Qué estás haciendo? Ella se detuvo y lo miró.
–Estoy guardando mis cosas –respondió, como si no fuera evidente–. Ford me llamó ayer para darme el pésame. Cuando le expliqué lo que sucedía, me dijo que no me preocupara por avisar con dos semanas de antelación… que me podía ir inmediatamente si lo necesitaba.
Jonathon se dijo que sus veintidós años de amistad con Ford habían terminado. Si hubiera estado delante de él en ese momento, lo habría estrangulado.
–Juraría que tenía un pintalabios por aquí…
–¿Un pintalabios? –preguntó él, cada vez más perplejo.
–Sí, un pintalabios de mi color preferido. Ya no los fabrican, así que… bueno, da igual, qué se le va a hacer.
Wendy cerró el cajón de golpe y abrió otro. Jonathon sacudió la cabeza y retomó el asunto de su dimisión.
–No te puedes ir –afirmó.
–¿Crees que quiero irme? ¿Crees que lo hago por gusto? No sé qué me molesta más, si dejar un trabajo que adoro o volver a Texas. Pero no tengo más remedio.
–Cometes un error, Wendy. Dudo que volver a Texas y quedarte en el paro contribuya a mejorar tu situación.
–Yo…
Peyton se empezó a quejar otra vez. Wendy dejó lo que estaba haciendo, se acercó al bebé, lo acunó un poco y dijo:
–No sé si lo había mencionado, pero mi familia tiene dinero.
Wendy lo dijo por decir. Sabía que no lo había mencionado hasta entonces.
De todas formas, no había sido necesario; la gente que crecía con dinero, tenía el aire de seguridad de los que nunca habían sufrido estrecheces económicas. Y Jonathan, que no había crecido precisamente en la riqueza, se había dado cuenta en cuanto la vio por primera vez.
–¿Que tu familia tiene dinero? Jamás lo habría imaginado –ironizó.
Wendy estaba tan distraída que no notó el sarcasmo de su jefe.
–Mi abuelo dejó una herencia importante a todos sus nietos, pero yo no reclamé mi parte porque los requisitos me parecieron ridículos.
–¿Los requisitos?
–Para recibirla, tengo que trabajar en la empresa de la familia y vivir un máximo de treinta kilómetros de la casa de mis padres. ¿Empiezas a entender la situación?
–Creo que sí.
–Si vuelvo a casa ahora…
–Recibirás tu herencia –concluyó él–. Y tendrás dinero de sobra para contratar a un abogado si la disputa por la niña acaba en los tribunales.
Ella asintió.