Un refugio junto al mar - Susan Wiggs - E-Book
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Un refugio junto al mar E-Book

Susan Wiggs

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Beschreibung

Caroline Shelby llegó al amanecer a Oysterville, Washington, un pequeño pueblo situado junto al furioso Pacifico. Un lugar que creía haber abandonado para siempre, el hogar que albergaba su corazón y sus recuerdos, pero no su futuro. Diez años atrás, había iniciado una carrera en el glamuroso mundo de la moda de Manhattan. Pero su exitosa carrera había acabado con un inesperado escándalo y una tragedia que la habían obligado a huir. En el asiento trasero del coche iban dos niños que habían perdido a su madre en un pavoroso instante, Addie, de cinco años, y Flick, de seis. Caroline se había convertido en su tutora, un papel para el que no sabía si estaba preparada. Pero el Oysterville había cambiado. Sus hermanos tenían sus propios problemas y sus padres estaban deseando traspasar su próspero restaurante a la siguiente generación. Y también estaba Will Jensen, militar condecorado SEAL de la Marina, que había vuelto a casa tras haber sido herido en el extranjero. De niños, Will y Caroline habían sido amigos y su amistad parecía haber encerrado la promesa de algo más hasta que él se había enamorado de Sierra, la mejor amiga de Caroline y la chica más guapa del lugar. En un momento de su vida en el que el trabajo de modelo empezaba a escasear para ella, Sierra también se estaba reinventando a sí misma. Una vez en el pueblo, Caroline regresó a su lugar favorito: la tienda de telas de Lindy Bloom, la mujer que la había inspirado y enseñado a coser. Allí descubrió que, incluso en una idílica población costera, había mujeres que escondían oscuros secretos. Por eso creó el círculo de costura de Oysterville, en el que las mujeres podían sumar fuerzas para apoyarse y superar los problemas que mantenían en secreto. Justo cuando los niños comenzaban a superar su pérdida, un nuevo desafío puso a prueba el valor y el corazón de Caroline. Pero aquella vez no iba a huir. Iba a plantarse y a luchar por todos y por todo lo que amaba.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Susan Wiggs

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un refugio junto al mar, n.º 258 - enero 2020

Título original: The Oysterville Sewing Circle

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Ana Peralta de Andrés

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Diseño de cubierta: Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-193-7

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Segunda parte

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Tercera parte

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Cuarta parte

Capítulo 19

Capítulo 20

Quinta parte

Capítulo 21

Sexta parte

Capítulo 22

Séptima parte

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Epílogo

Nota de la autora

Agradecimientos

Acerca de la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Para las supervivientes

 

 

 

 

 

En la hora más oscura, antes del amanecer, Caroline se adentraba en Oysterville, una población asentada en el rincón más alejado del estado de Washington. Aquel pueblo minúsculo ocupaba el extremo de una estrecha península con la forma angulosa de un dedo en un gesto invitador, entre las aguas de una plácida bahía y el Pacífico furioso.

Estaba en casa.

Regresando al hogar que creía haber dejado para siempre. El lugar que cobijaba su corazón y sus recuerdos, pero no su futuro o, al menos, así lo había creído hasta entones. El caótico e inesperado viaje que la había llevado hasta allí le había destrozado los nervios y tenía la vista tan cansada que estuvo a punto de no ver la tenue sombra que se agitó en la cuneta y se cruzó de pronto delante de ella.

Giró justo a tiempo de esquivar a una zarigüeya, esperando que la brusca sacudida del coche no despertara a los niños. Una mirada al espejo retrovisor le dio la tranquilidad de saberlos dormidos. «Seguid soñando», les pidió en silencio, «solo un poquito más».

A lo largo de la carretera bordeada por las aguas, mientras cruzaba la población más grande de la península, Long Beach, iban surgiendo paisajes del pasado. A diferencia de su más conocida tocaya, situada en California, la Long Beach de Washington tenía un paseo marítimo entablado, atracciones de feria y un museo de monstruosidades con una colección de rarezas, como la sartén más grande del mundo o una cuchilla del tamaño de una tabla de surf.

Una vez atravesada la calle principal, se veían algunas casitas y campamentos de la iglesia desperdigados en el camino hacia Oysterville, una lugar olvidado por el tiempo. El fin del mundo.

Sus amigos y ella solían denominarlo así medio en broma. Aquel era el último lugar en el que había imaginado terminar.

Y la última persona a la que esperaba ver era al primer hombre del que se había enamorado.

Will Jensen. Willem Karl Jensen.

Al principio pensó que era una aparición, bañada en el neblinoso resplandor de las farolas de vapor de sodio que iluminaban la intersección entre la carretera de la costa y el centro del pueblo. A aquellas horas no debería haber nadie en la calle, ¿no? Nadie, salvo las nutrias que se escabullían entre los barcos de pesca, o las familias de mapaches y zarigüeyas dándose un festín en los contenedores de basuras volcados.

Pero allí estaba aquel hombre en todo su metro noventa de sudoroso esplendor, con el apellido Jensen en letras de molde reflectantes sobre su ancha espalda. Iba corriendo a la cabeza de un grupo de adolescentes con las camisetas del Peninsula Mariners y pantalones cortos y anchos. Caroline adelantó despacio al pelotón de corredores y giró hacia la siguiente calle para dejarles más espacio.

Will Jensen.

Él no podía reconocer el coche, por supuesto, pero quizá le extrañara ver una matrícula de Nueva York. En un pueblo de ese tamaño y tan alejado de la Costa Este, los lugareños solían fijarse en ese tipo de detalles. No llegaba hasta allí mucha gente de Nueva York. Y ella llevaba tanto tiempo fuera que se sentía como un pez fuera del agua.

Era toda una ironía que, tras diez años de silencio, volvieran a encontrarse allí donde todo había empezado… y terminado.

 

 

El único semáforo del pueblo se puso en rojo y, cuando Caroline se detuvo, se oyó un grito furioso en el asiento de atrás. El sonido la arrancó de sus divagaciones. Flick y Addie habían soportado un tenso viaje por carretera con un aplomo nacido, seguramente, de la sorpresa, la confusión y la tristeza. En aquel momento, cuando el viaje llegaba a su fin, comenzaba a agotarse también la paciencia de los niños.

—¡Tengo hambre! —aulló Flick, al que había despertado el cambio de velocidad.

«Debería haberme saltado ese puñetero semáforo», pensó Carolina. Nadie la habría visto, salvo aquellos corredores tan madrugadores. Reunió fuerzas contra un nuevo asalto de preocupación y se recordó a sí misma que los niños estaban a salvo. A salvo, sí.

—Tengo que hacer pis —se quejó Addie—. Ahora.

Caroline apretó los dientes. Por el espejo retrovisor, vio a Will y a los adolescentes corriendo hacia ella. Más adelante, a la derecha, estaba la gasolinera Bait&Switch Fuel Stop. El anuncio de neón parpadeaba débilmente contra un cielo morado: ABIERTO 24 HORAS, como lo había estado siempre, también en aquella época en la que iba hasta allí con sus amigos para comprar chuches y cuerda para las cometas. El señor Espy, propietario de la tienda, decía que era en parte vampiro, pues llevaba décadas ocupándose de la caja registradora por las noches.

Caroline giró en la gasolinera y aparcó delante de la puerta. Junto al felpudo de la entrada había una pila de periódicos matutinos.

—Te compraré algo aquí —le dijo a Flick—. Y tú puedes utilizar el cuarto de baño —le contestó a Addie.

—Ya es tarde —la respuesta llegó con una voz empequeñecida y humillada—. Me he hecho pis.

Y la niña rompió a llorar.

—¡Qué asco! —exclamó Flick—. ¡Ya huele!

Y, entonces, también él empezó a llorar.

Caroline apretó los labios, intentando controlar su exasperación y liberó a una doliente Addie del elevador del asiento.

—Vamos a limpiarte, cariño —le prometió.

Se dirigió después hacia la parte de atrás de la ruinosa gasolinera y sacó un par de bragas y unas mallas de una bolsa.

—Quiero ir con mamá —sollozó Addie.

—Mamá no está aquí —replicó Flick—. Mamá está muerta.

Los aullidos de Addie alcanzaron el máximo volumen.

—Lo siento, cariño —la consoló Caroline, sabiendo que aquella frase tan sobada jamás socavaría la enorme tristeza de una niña de cinco años. Miró a Flick con el ceño fruncido y le regañó—. Eso no la va a ayudar.

Tomó después la manita regordeta de la pequeña.

—Vamos.

Cuando abrió la puerta de la tienda, se oyó el tintineo de una campanilla. Se volvió a tiempo de ver a Flick alejándose en dirección opuesta en una ciega y rabiosa carrera hacia la carretera.

—¡Flick! —le llamó—. ¡Vuelve ahora mismo!

—Quiero ir con mamá —volvió a sollozar Addie.

Caroline le soltó la mano.

—Espérame aquí y no te muevas. Tengo que ir a por tu hermano.

Era mucho más rápido de lo que debería ser un niño de seis años. Salió corriendo como un rayo sobre el asfalto húmedo del aparcamiento. En cuestión de segundos, estaba envuelto en una espesa niebla mientras corría hacia la ciénaga de arándano rojo que había detrás de la gasolinera.

—¡Flick, vuelve! —gritó Caroline, echando a correr—. Te juro…

—¡Eh, tranquilo! —se oyó una voz profunda.

Apareció entonces una larga sombra bloqueándole el camino al niño.

Caroline se acercó a toda velocidad, inundada de un dulce alivio.

—Gracias —dijo, agarrando a Flick de la mano.

El niño apartó la mano con brusquedad.

—¡Suéltame!

—Flick…

Will Jensen se agachó para bloquearle el paso. Se colocó con aquel cuerpo enorme delante del niño y le miró a los ojos.

—¿Te llamas Flick?

El niño permaneció muy quieto. Su pecho se elevaba al ritmo de su agitada respiración. Miró a Will furioso y mostrando recelo ante un desconocido.

—Soy el entrenador Jensen —se presentó Will, mostrando una facilidad adquirida por la práctica a la hora de tratar con el niño—. A lo mejor llegas a formar parte de mi equipo algún día. Soy entrenador de fútbol y de carreras campo a través. Entrenamos todas las mañanas.

Flick contestó con el más breve de los asentimientos.

—Vale —dijo.

—Genial. Lo tendremos en cuenta. Al equipo siempre le viene bien un corredor veloz.

Carolina perdió el habla mientras fijaba en Will la mirada. En otra época de su vida, había llegado a conocer la forma precisa de sus hombros, de sus manos, el timbre de su voz.

Will se enderezó. Caroline fue testigo del momento en el que la reconoció. Su cuerpo entero se tensó y la expresión amable de su rostro dio paso a un gesto de asombro. Estrechó sus ojos de un azul nórdico mientras decía:

—Hola, forastera. Has vuelto.

«Hola, forastero».

Así era como le recibía ella al principio de todos los veranos de su juventud. Carolina había crecido en la península, con el agua salada corriendo por sus venas y la arena de la playa envolviendo sus pies como la canela de los donuts del restaurante que tenían sus padres junto a la playa. Will Jensen era uno de los veraneantes de la ciudad, un chico refinado y privilegiado que llegaba a la playa cada mes de junio.

«Has vuelto».

En aquella ocasión, aquel saludo con décadas de vida no estuvo acompañado de las sonrisas de anticipado placer que habían compartido año tras año cuando se reencontraban. Cuando eran niños, solían imaginar las aventuras que les aguardaban: correr por aquellas playas interminables con las cometas, cavar en busca de navajas mientras la espuma se arremolinaba sobre sus pies descalzos y bronceados por el sol, sentir la tímida punzada de la atracción juvenil, esperar la llegada del mítico rayo verde mientras el sol se hundía en el mar o contar cuentos alrededor de una hoguera hecha con los restos de madera arrastrados por la corriente.

Y ella se limitó a decir:

—Sí, he vuelto.

Agarró después a Flick de la mano y se volvió hacia la tienda.

—Vamos, tenemos que ir con tu hermana.

Pero la entrada, que era donde había dejado a la niña, estaba desierta.

Addie había desaparecido.

—¿Dónde habrá ido? —se preguntó Caroline, mirando hacia todos los lados. Aceleró el ritmo de sus zancadas mientras tiraba de Flick—. ¿Addie? —la llamó mientras entraba en la tienda.

Echó un rápido vistazo a los pasillos sin ningún resultado. Los espejos convexos para evitar los robos tampoco reflejaban ningún movimiento.

—¿Has visto a una niña? —le preguntó al somnoliento dependiente que había tras el mostrador. No era el señor Espy, sino un hombre con sobrepeso que estaba jugando a un videojuego con el teléfono.

—Tiene cinco años, es mestiza, como su hermano —señaló a Flick.

—¿Se ha perdido Addie? —preguntó Flick, recorriendo con la mirada los pasillos y los expositores.

El dependiente se encogió de hombros y se apartó el pelo de la cara.

—Yo no he visto a nadie.

—La he dejado aquí, al lado de la puerta, hace unos treinta segundos —sintió un frío helado en el corazón—. ¡Addie! —llamó—. Adeline María, ¿dónde estás? Déjame mirar —le dijo al chico—. No puede haber ido muy lejos.

Will, que la había seguido al interior de la tienda, se volvió hacia su equipo de deportistas sudorosos.

—Id a buscarla —ordenó—. Es una niña llamada Addie. Estaba aquí hace un minuto. Vamos, mirad con atención.

Los chicos, cerca de seis, se abrieron en abanico a lo largo del aparcamiento, llamando a la niña.

Caroline encontró las mallas limpias y las bragas junto a la puerta.

—Necesitaba ir al cuarto de baño. Le he dicho que esperara. Solo iba a tardar un momento —la voz le temblaba por culpa del miedo—. ¡Dios mío…!

—La encontraremos. Tú busca en la tienda —la tranquilizó Will.

Caroline agarró la ropa y la metió a presión en el bolsillo de la chaqueta.

—Quédate conmigo, Flick —le pidió—. No te sueltes de mi mano, ¿me has oído?

El dulce rostro del pequeño parecía petrificado. El miedo ensombrecía su mirada.

—Addie se ha perdido —dijo—. Yo no quería que se perdiera.

—Hace un momento estaba aquí —insistió Caroline—. ¡Addie! ¿Dónde has ido, cariño?

Recorrieron de arriba abajo los pasillos, buscando entre las bien abastecidas estanterías. La tienda no había cambiado mucho desde hacía décadas. Pasaron por delante de las gominolas y de las bolsas de nubecitas para preparar pastelitos con chocolate y galletas. Había muchos aparejos de pesca y un ruidoso congelador lleno de cebos y helados. Cajas de sopa deshidratada y rebozado para las ostras de la bahía de Willapa y para freír pescado. Un cartel anunciaba los productos locales: palomitas de maíz, pan, huevos de la granja Seaside y leche de la granja Smith. La madre de Caroline solía enviarla a ella, o a alguno de sus hermanos, a comprar a Bait&Switch, pan, mantequilla de cacahuete, papel higiénico, latas de magdalenas… Con cinco niños en casa, no era raro que siempre faltara algo.

Fue recorriendo cada uno de los pasillos. Miró en el baño dos veces. El apático dependiente contribuyó a la búsqueda asomándose al almacén de la parte trasera, pero no sirvió de nada.

¡Santo Dios! Solo llevaba una semana a cargo de esos niños y ya había perdido a uno. Habían salido desde el populoso barrio de Hell’s Kitchen, de la ciudad de Nueva York y, sin embargo, había sido allí, en el que debía de ser el pueblo más pequeño de los Estados Unidos, donde se había perdido Addie.

Caroline abrió la cremallera del bolsillo y rebuscó para sacar el teléfono. No había señal. No tenían la maldita señal.

—Necesito el teléfono —dijo, agarrando el teléfono del mostrador—. Voy a llamar al 911.

El tipo se encogió de hombros. Justo en ese momento, Will asomó la cabeza.

—La he encontrado.

A Caroline estuvieron a punto de fallarle las piernas. Dejó el teléfono.

—¿Dónde está? ¿Está bien?

Él asintió y le hizo un gesto con el dedo. Debilitada por el alivio, Caroline agarró a Flick y siguió a Will hasta el coche de Angelique, su coche ya, se dijo.

Se agachó y miró por la ventanilla. Allí estaba, acurrucada en el asiento de atrás y profundamente dormida, agarrada a su juguete favorito, una muñeca de Wonder Woman con una larga melena negra. Caroline tomó aire.

—¡Ay, gracias! Addie…

—La ha encontrado uno de los chicos —le explicó Will.

Flick subió por la otra puerta, con el rostro constreñido por el remordimiento.

Caroline se dejó caer contra el coche, intentando recordar cómo respirar con normalidad. La salida provocada por el pánico, el caos, aquellos días interminables en la carretera, sus miedos, su desconcierto y la sensación de haber perdido el control sobre su vida cayeron sobre ella en una ola gigante de agotamiento.

—¿Estás bien? —preguntó Will.

Otro eco resonó en la cabeza de Caroline. Will le había formulado la misma pregunta diez años atrás, la noche en la que todo se había derrumbado. «¿Estás bien?».

No, pensó. No estaba bien en absoluto. ¿Habría hecho bien yendo hasta allí? Asintió.

—Gracias por ayudarme. Y transmíteles mi agradecimiento a tus chicos.

—Lo haré.

No parecía haber cambiado mucho al cabo de tantos años. Solo parecía… algo más sólido, quizá. Curtido por la vida. Grande, atlético, la típica mandíbula cuadrada de corte americano, era un joven de ojos amables y pronta sonrisa. Su sonrisa era más efímera diez años después.

—Supongo… que vas a casa de tus padres.

—Me están esperando —experimentó un cierto temor al anticipar la andanada de la bienvenida. Pero aquello no era nada comparado con la situación de la que había huido.

—Eso está bien.

Will se aclaró la garganta y la recorrió con la mirada. Miró también el maltrecho coche en el que había embutido el equipaje que había preparado a toda velocidad para los niños y a los pequeños en el asiento de atrás. Después, estudió el rostro de Angelique con expresión interrogante. Sus ojos estaban llenos de preguntas que Caroline estaba demasiado cansada para contestar.

Recordó la capacidad de Will para leerle hasta el último pensamiento, para adivinar su humor. Pero aquello había sido mucho tiempo atrás, en una época que pertenecía a dos personas diferentes y a otro tipo de vida. Will se había convertido en un desconocido. En un desconocido al que nunca había olvidado.

Will se dirigió hacia el maletero del coche. Caroline lo había dejado abierto. Will recorrió con la mirada el abarrotado interior, los paquetes embutidos con precipitación, la preciada máquina de coser de Caroline dividida en piezas que habría que encajar, la remalladora, sus propias cajas con sus pertenencias. Cerró la puerta y se volvió hacia ella.

—Así que has vuelto —sentenció.

—Sí, he vuelto.

Will miró por la ventanilla.

—¿Los niños…?

No, en aquel momento no, pensó. La explicación era demasiado complicada como para ofrecérsela a alguien a quien ya apenas conocía. Lo que necesitaba era llegar a casa.

—Son míos —se limitó a decir, y se metió de nuevo en el coche.

Primera parte

 

 

 

 

 

La cura para todo siempre es el agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar.

 

Isak Dinensen

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Ciudad de Nueva York

Semana de la Moda

 

 

Una nube de vapor procedente del vaporizador para la ropa se extendía por la zona de bambalinas en la que Caroline estaba trabajando. Estaba con un par de trabajadoras del equipo de diseño de Mick Taylor, revisando, etiquetando y colgando las prendas para que estuvieran preparadas para el desfile. La zona estaba sobrecalentada por los focos para el maquillaje, los focos klieg y los numerosos cuerpos apiñados en aquel espacio.

Cuando un diseñador de élite estaba a punto de mostrar su trabajo al público, la energía que fluía antes del desfile era palpable. Caroline la adoraba, pese al estrés y los dramas. El acontecimiento de aquel día era particularmente emocionante para ella porque iban a presentar algunos de los diseños que había creado para la firma de Mick Taylor. No era lo mismo que tener su propia línea de ropa, pero era un paso en aquella dirección. Aunque había tenido que trabajar durante largas horas para Mick, había dedicado cada segundo libre para trabajar en su propia colección. Había renunciado a las horas del almuerzo, a la vida social y al sueño. Era una luchadora. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera.

Aquel también era un desfile crucial para Mick. Las dos temporadas anteriores había fracasado a la hora de impresionar a críticos e influencers. Los inversores se estaban poniendo nerviosos. Los compradores para grandes almacenes de lujo estaban esperando que los deslumbraran. Mick y su directora de diseño estaban en el punto de mira. Toda la industria de la moda quería ver si conseguía coronar de nuevo la cúspide de la pirámide.

A todos cuantos formaban parte del equipo de diseño se les había pedido que se concentraran en el factor sorpresa, pues sería lo que podría elevar al diseñador a más grandes alturas. Rilla Stein, la directora de diseño, andaba detrás, presionándoles. Su lealtad hacia Mick era feroz. Tenía aterrorizada a la mayor parte de los miembros del equipo. Aunque le gustaba usar gafas acabadas en punta felina y cuellos Peter Pan y tenía el aspecto de una bibliotecaria de dibujos animados, escupía fuego por la boca en el estudio de diseño y tenía la personalidad de una víbora venenosa.

—¡Eh, Caroline! ¿Puedes echarme una mano con esto? —la llamó Daria.

Era una modelo que había interrumpido su carrera con motivo de un embarazo y en aquel momento estaba trabajando como estilista. Su aspecto de chica del montón y su enorme barriga contrastaban de forma drástica con Angelique, la modelo preferida de Mick desde hacía mucho tiempo, que permanecía sobre un cajón puesto boca abajo. Angelique se había convertido en la modelo de pasarela más atractiva de la ciudad. Ni siquiera había tenido que pasar por un casting. Mick la había consagrado como su musa.

La buscaba por su innato instinto dramático y por su capacidad para cambiar de imagen a la velocidad de la luz, a veces, en menos de treinta segundos. Tenía unos pómulos muy marcados, unos labios a los que parecía haber picado una abeja y una minúscula separación entre los dientes. Daria la había maquillado con una atrevida paleta de colores y le había recogido el pelo en un moño retorcido en lo alto de la cabeza, dejando sus facciones al descubierto. Para aquellos que no conocían a Angelique, había algo un tanto inquietante en ella, algo que llamaba poderosamente la atención. Era una de las mejores amigas de Caroline en Nueva York y, más que despertar en ella ningún miedo, era una persona que la inspiraba.

Orson Maynar, responsable de un blog de moda y uno de los periodistas de Page Six, le presentó a Angelique a su última becaria.

—Está trabajando en un post para mi blog y lleva tiempo deseando conocerte —dijo Orson.

—Pues ya me conoces —contestó Angelique.

Angelique suavizó la expresión mientras estrechaba la mano a Becky, que la miró con adoración. Angelique tenía apasionados fans en el mundo de la moda. A ella la había descubierto en su Haití natal el propio Mick durante una sesión fotográfica en una de las maravillosas playas de la isla. Aquel diseñador de vanguardia era conocido por sus viajes a países del tercer mundo, donde utilizaba a talentos locales para las sesiones de fotografía. Incluso había conseguido algunos reconocimientos por su labor humanitaria y su contribución a los países que visitaba.

—Supongo que debió de ser muy emocionante el momento en el que Mick te descubrió —dijo Becky—. Me encantaría que me lo contaras. ¿Puedo grabarte?

Angelique asintió. Una mención en el blog adecuado era un buen negocio.

—¡Bueno! No hay mucho que contar. Yo solo tenía dieciséis años y estaba tan verde como la hierba. Por supuesto, creía que estaba preparada porque era una auténtica entusiasta. Haití tiene algunas de las playas más hermosas del mundo. Cada vez que me enteraba de que iban a organizar una sesión fotográfica cerca de Puerto Príncipe, intentaba convertirme en alguien útil ocupándome de los trabajos más extraños, y así fui absorbiendo todo como una esponja. Aprendí a caminar y a posar, a peinarme y a maquillarme. Empecé pidiendo trabajo, cualquier tipo de trabajo: llevar y traer cosas de un sitio para otro, hacer recados o traducir, porque la gente que llegaba de los Estados Unidos siempre necesitaba un traductor.

—¿Y fue entonces cuando Mick Taylor te descubrió? —Becky estaba deslumbrada.

—«Descubrir» no es la palabra más acertada. Se fijó en mí en una de las sesiones de fotografía, cuando yo todavía era demasiado pequeña para trabajar. Y volvió a reparar en mí un año después. Para entonces ya tenía a mi hijo, Francis, que ahora tiene seis años. Y, sí, fui una madre adolescente —aclaró Angelique.

—Eres una madre fabulosa. Y Flick es un niño increíble —intervino Daria.

—Un año después tuve a Addie, y pudimos venirnos a Nueva York.

—Así que Mick cambió tu vida.

—Hablando de cambios —dijo Orson, dándole un codazo a Caroline—. He oído decir que vas a presentar tus propios modelos en el Programa para Talentos Emergentes.

—Pues sí —dijo Caroline con aparente naturalidad, aunque, en el fondo, estaba emocionada por aquella oportunidad. Se volvió hacia Becky—. Pero no pongas nada en el blog. No es mi primer rodeo y soy un caballo negro.

—¿Así que ya has presentado antes tu ropa?

—Varias veces.

El Programa para Talentos Emergentes, fundado por un consorcio de diseñadores ya establecidos que habían constituido una organización sin ánimo de lucro con el fin de promocionar a nuevos artistas, era el más prestigioso del mundo de la moda en Nueva York. Un jurado de expertos examinaba el trabajo de diferentes diseñadores. Al elegido se le daba la oportunidad de exhibir su colección en el desfile más importante de la temporada.

Si los diseños conseguían impresionar a las personas indicadas, aquel podía ser el inicio de una carrera de éxito.

—¡Todo el mundo, cinco minutos! —gritó el ayudante de producción.

—Nos veremos después del desfile —dijo Orson—. Así podrás contarnos el resto de la historia.

La energía que bullía en aquel espacio alcanzó nuevas alturas. Caroline estudió con mirada crítica el vestido con tela de jersey que había diseñado. El modelo se presentaba con un sarape hecho con hilo de seda reciclado, procedente de diferentes saris. Rilla había puesto objeciones a las piezas de lana, pero Caroline se había mantenido en sus trece. Al ver a Angelique maquillada y peinada para el desfile, se alegró de haberlo hecho. La imagen era muy llamativa, casi etérea, una forma muy impactante de comenzar el desfile.

—Pareces una mujer de ensueño —dijo Caroline—. La gente va a desmayarse cuando te vea.

Angelique rio con suavidad.

—No me gustaría provocar un accidente, chère —alzó la cabeza con gesto altivo, bajó del cajón y dio unos cuantos pasos para ensayar.

—Es increíble —la alabó Caroline—. Esto es como una clase magistral sobre cómo pasar por delante de tu ex en público —vaciló un instante y añadió—: Hablando de tu ex, ¿qué ha pasado con Roman?

Unas semanas atrás, Angelique se había enamorado. Roman Blake, un atlético modelo que trabajaba para una importante marca deportiva, parecía la pareja perfecta para ella. Era de un atractivo espectacular, con los tatuajes en los lugares indicados y una cabeza afeitada que le hacía parecer incluso más guapo. A decir de Angelique, tenía un gran talento en la cama. En las pocas ocasiones que habían coincidido, a Caroline le había parecido un tanto intimidante, un hombre de mirada dura y con muy poco que decir. Angelique y él habían roto la semana anterior.

Angelique musitó una frase en criollo haitiano, su idioma nativo, que no necesitó traducción.

—Supongo que ahora se habrá convertido en un problema para otra.

—¿Y tú? —preguntó Caroline—. ¿Tú estás bien?

—Estoy maravillosamente —dijo, girando con el serape abierto, como si fueran alas—. Y creo que con este fantástico vestido que llevo vamos a hacer algo grande.

Caroline retrocedió. Angelique, Daria y ella estaban muy unidas, pero la primera siempre había sido muy reservada.

—Gracias —le dijo—. ¿Entonces te gusta? ¿De verdad? —Caroline siempre estaba dudando de sí misma.

—De verdad, copine —el rostro de Angelique se iluminó, quebrando su distintiva frialdad.

—Te debo una por este bolo —dijo Caroline. Había sido Angelique quien le había presentado a Rilla. Gracias a ello había conseguido aquel contrato—. Si puedo hacer algo por ti…

—Veamos, ¿equilibrar mi cuenta bancaria? ¿Terminar de criar a mis hijos? ¿Encontrarme un piso más grande? —Angelique chasqueó la lengua—. Unos favorcitos de nada.

—Me pondré a ello.

Caroline pensó en su propia y reducida cuenta bancaria y en su apartamento, del que podía decirse lo mismo. Aunque quisiera tener hijos, no podría permitirse el lujo de criarlos.

Angelique volvió a subir al cajón y examinó su maquillaje con un espejo de mano.

—Poder ponerme tu ropa ya es toda una recompensa —dijo, y Caroline sintió una oleada de gratitud.

—Me encanta este look —dijo Daria—. Vas a ser la sensación del desfile, ya lo verás.

—Gracias, Dar —Caroline miró a las dos, dos torres gemelas de una belleza casi excesiva—. En el cielo hay un lugar especial para las amigas leales.

Tenía un enorme respeto por el trabajo de ambas en la pasarela, pero nunca había tenido ganas, ni el aspecto o las habilidades para ello, de unirse a ellas.

La industria de la moda podía ser muy dura, a veces, hasta brutal. Había sido testigo de primera mano de cómo jóvenes que apenas ganaban lo suficiente para mantenerse se apiñaban en apartamentos y hacían lo imposible para llegar a fin de mes. Muchas de ellas, incluso algunas de las que habían cosechado los mayores éxitos en el negocio de la moda, sufrían desórdenes alimenticios y eran víctimas de las manipulaciones de las agencias, de los depredadores sexuales y de la soledad.

Como diseñadora, Caroline había tenido que enfrentarse a sus propios problemas de conciencia. Formaba parte de una industria que proponía un duro camino, peligroso incluso, para las modelos. Desde muy temprano, se había prometido no caer presa de las peores prácticas del mundo de la moda. Sus diseños tenían como objetivo el poder adaptarse a cualquier mujer, no solo a supermodelos con la talla treinta y seis.

Se produjo un torbellino de agitación en el momento en el que Mick entró en la zona de bambalinas, dejando a su paso una estela de emoción. A pesar del lugar que ocupaba en el mundo del diseño, era un hombre sencillo, modesto incluso. Era un hombre de mediana edad, un pelín barrigón, vestido en aquel momento con unos vaqueros y un polo de color liso y tenía el amable semblante del tío favorito de cualquiera. Excepto por los ojos. Eran unos ojos azules muy claros y brillantes, en ellos parecía arder el corazón de una llama. Su mirada era tan intensa que no parecía pertenecer a aquel rostro tan ordinario.

Cuando había irrumpido en escena, la prensa le había descrito como a un hombre normal y corriente cuyos espectaculares diseños podían traducirse sin ninguna dificultad en prendas para ponerse a diario. Los diseñadores que estaban empezando, como Caroline, le veían como al perfecto menor, capaz de alentarles sin ser en excesivo exigente, y de criticar sin denigrar a nadie. Le gustaba trabajar para él y había aprendido mucho a su lado. Viéndole en aquel momento, nadie habría dicho que su firma se encontraba en un momento de inestabilidad y que él acababa de volver de un periodo de rehabilitación.

Iba moviéndose por aquel abarrotado espacio, deteniéndose para hacer algún comentario o algún arreglo, saludando a modelos y a diseñadores con una sonrisa amable. Rilla, su sombra, caminaba tras él, haciendo algún arreglo más, aunque no se mostraba en absoluto afable.

—Vaya, vaya, vaya —dijo Mick cuando llegó a Angelique, que estaba todavía subida a su pedestal. Parecía la estatua de una diosa, mirando al frente como si apenas reconociera la existencia de Mick—. Así que este es nuestro modelo de salida.

Caroline contuvo la respiración mientras él inspeccionaba el modelo. Cuando se volvió hacia ella, estuvo a punto de desmayarse.

—¿Es uno de tus trabajos? —preguntó Mick.

—Yo… Sí, es mío.

«No tartamudees», se dijo a sí misma, «reconócelo».

A su lado, Rilla alzó el portapapeles y le susurró algo en voz baja.

Él asintió.

Y, para cuando volvió a hablar, Caroline ya estaba medio muerta. ¿Habría hecho algo mal? ¿Le parecería demasiado ambiguo el sari reciclado? ¿Pediría que inauguraran el desfile con otro modelo?

Mick se detuvo y estudió el modelo. Caroline había trabajado durante horas para perfeccionarlo. Rodeó a Angelique y se volvió de nuevo hacia Caroline.

—Es brillante —dijo—. ¿Puedes recordarme tu nombre?

—Caroline Shelby —contestó con una oleada de alivio.

—Buen trabajo, señorita Shelby —alzó los pulgares y se alejó a grandes zancadas.

—Arregla la sisa —ordenó Rilla en tono imperativo y cortante.

Caroline se dejó caer contra Daria.

—Le gusta.

Daria le chocó los cinco.

—Le gusta.

—Ayúdame a averiguar qué le pasa a la sisa —Caroline le levantó el brazo a Angelique.

Angelique respingó y tomó aire con un siseo.

—¡Ah, lo siento! ¿Te he hecho daño? ¿Hay un alfiler en alguna parte?

Caroline apartó la tela drapeada. Reparó en una mancha de corrector cosmético en el borde de la prenda. Agarró un trapito y la limpió. Y fue entonces cuando se fijó en el moratón de Angelique, un moratón que iba desde las costillas hasta la axila.

—¡Eh! ¿Qué te ha pasado ahí? Dios mío, Daria, ¿has visto esto?

—No —Daria frunció el ceño—. Eso tiene que doler mucho. Ange, ¿cómo te lo has hecho?

Angelique se apartó e hizo un gesto con la mano, restándole importancia.

—Me lo hice yo misma. Tropecé y me caí por las escaleras. Puedo llegar a ser muy torpe.

Caroline sintió una punzada de preocupación.

—Tú no eres torpe —replicó, intercambiando una mirada con Daria, que tenía los ojos abiertos como platos—. Eres una de las modelos más gráciles del mundo de la moda. ¿Te lo ha hecho alguien?

Pasó en aquel momento por delante de ellas un ayudante de producción con unos auriculares y un portapapeles.

—Dos minutos —avisó al grupo.

—Ya te he dicho que me caí —musitó Angelique.

Caroline estaba desconcertada. Sus manos trabajaban con independencia de su mente, mientras ajustaba la sisa a toda velocidad, estudiaba los moratones de su amiga.

—Pues no es eso lo que a mí me parece. Cuéntamelo.

—Déjalo ya —replicó Angelique—. No conviertas esto en algo que no es.

Quizá no fuera nada, se dijo Caroline a sí misma. Las modelos tan delgadas tendían a tener moratones, lo cual se convertía en una preocupación más para ellas. Pero quizá debería hacer caso de lo que una sutil inquietud provocada por la intuición le estaba señalando: Angelique tenía problemas serios.

—Si necesitas algo, cualquier cosa… Aunque solo sea hablar…

—Odio hablar.

—Lo sé. Pero yo no paro de hacerlo.

—Lo sé —repitió Angelique.

—Es solo que… Estoy dispuesta a ayudarte siempre que me necesites. Lo digo en serio. A cualquier hora del día o la noche. Puedes contar conmigo en cualquier momento.

Angelique elevó los ojos al cielo.

—Escucha, llevo sola desde que tenía dieciséis años. Haberme caído por las escaleras es la menor de mis preocupaciones.

—¡Todo el mundo a sus puestos! —avisó alguien—. Poneros en fila, aquí.

Una de las ayudantes comenzó a organizar a las modelas junto a una de las entradas laterales.

—Acuérdate de lo que te he dicho —insistió Caroline—. Si necesitas algo, si puedo ayudarte…

—Nom de Dieu, ¡para!

El rostro de Angelique se transformó en una máscara regia mientras se preparaba para desfilar. Era una profesional de los pies a la cabeza. Cuadró los hombros y se metió en su papel para afrontar el desfile.

—Ahora tenemos trabajo que hacer.

—Pero esta conversación no ha terminado —le advirtió Caroline.

—Sí, ha terminado.

Angelique bajó de la plataforma y siguió a una de las asistentes hacia la pasarela, deslizándose con elegancia hasta llegar al primer lugar de la fila.

La música llegaba flotando desde la zona de la pasarela. Los monitores de la zona de bambalinas mostraban una sala a rebosar. Caroline tenía la mirada pegada a uno de los monitores.

—Estoy preocupada por ella —le confesó a Daria mientras observaba avanzar a Angelique entre aquel mar de gente en movimiento hasta el principio de la fila.

—Yo también. ¿Habrá tenido alguna pelea? ¿Le habrá pegado alguien?

—Yo he pensado inmediatamente en Roman Blake —dijo Caroline—. Es verdad que rompieron, pero, ¿y si él no se lo tomó bien?

—En ese caso, me alegro de que lo suyo ya sea historia —respondió Daria.

Caroline recordó entonces un incidente ocurrido varias semanas atrás. Había quedado con un grupo de amigos en el Terminus, un club frecuentado por modelos y actores. Había visto a Angelique y a Roman en la terraza. Sus posturas delataban tensión mientras discutían acaloradamente. Roman la había agarrado del brazo, ella se había zafado y se había alejado. Caroline no le había comentado nada a su amiga aquella noche. En aquel momento, deseó haberlo hecho.

—Supongo que sí —dijo.

—También es posible que estemos equivocadas —apuntó Daria mientras organizaba una caja de maquillaje del tamaño de una maleta—. En una ocasión, me caí de un caballo durante una sesión de fotografía y estuve como un muerto viviente durante días. ¿No podría haber pasado exactamente lo que ella ha dicho? A lo mejor se ha caído por las escaleras.

—¿Cuándo te caíste por última vez por las escaleras?

Caroline retrocedió mientras nuevas modelos iban incorporándose a la fila. Pasó por delante de ella otro de sus diseños, pero estaba demasiado distraída como para revisarlo.

—Espero que no tengamos que volver a ver a Roman.

Daria asintió.

—¿Podría ser cosa de otro? ¿De un nuevo novio? ¿De alguien del pasado? ¿Qué sabes tú del padre de los niños?

—En una ocasión me dijo que no formaba parte del paisaje y, desde entonces, jamás ha vuelto a mencionarlo.

Daria señaló uno de los monitores.

—Mírala ahora. ¡Dios mío, Caroline…!

La pantalla mostraba lo que estaba ocurriendo en la pasarela. En ella aparecía Angelique desplegando toda su potencia y liderando una de las colecciones más importantes de la temporada. La iluminación tan teatral y la cautivadora música de Sade envolvían sus angulosas y gráciles formas mientras conquistaba la pasarela. Los espectadores permanecían paralizados, inclinados hacia delante, devorándola con la mirada.

—Parece una maldita reina —susurró Daria—. Y ese vestido…

Caroline no pudo disimular una sonrisa mientras contemplaba el revuelo que provocaba entre el público el modelo que ella misma había ayudado a crear. Los críticos de moda y los blogueros garabateaban o tecleaban sus notas con pasión mientras se activaban los flashes de las cámaras.

Angelique parecía una reina, desde luego, y el controvertido serape flotaba tras ella como una capa regia. Lo último que parecía en aquel momento era una víctima.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

El día en el que le tocaba exhibir su línea original para el Programa de Talentos Emergentes, Caroline salió de su apartamento en el distrito Meatpacking. El aire limpio y fresco poseía la luminosa cualidad que invitaba, incluso a los más hastiados neoyorquinos, a elevar los ojos hacia un cielo de un azul diamantino.

La luz de la tarde teñía el paisaje con un peculiar y vibrante dorado. La temperatura era la perfecta para los vaqueros, las botas y un jersey calentito. En aquellas condiciones, era imposible no apreciar la que para ella era la ciudad más emocionante del mundo. Consideró el buen tiempo como una señal de los cielos. No en vano, la gente tenía una imagen romántica de Nueva York en otoño. Cuando el tiempo le ofrecía a la ciudad aquel don, era espectacular.

Arrastrando el exhibidor cubierto por la acera, iba tatareando con emoción. A su lado, y empequeñeciéndola, iban dos torres expertas en la pasarela: Daria y Angelique. Sus amigas iban a ayudarla a mostrar sus diseños al jurado que seleccionaría al próximo candidato para el Programa de Talentos Emergentes. Cuando pasaron por el buque insignia de Diane von Furstenberg, con los escaparates inmaculados enmarcando sus icónicos diseños, Caroline sintió una oleada de nervios.

—Estoy que me muero —dijo—. ¿Y si no les gusta mi ropa?

—Les encantará —le aseguró Angelique. Hasta sin los artificios de la peluquería y el maquillaje estaba arrebatadora, con aquel cuello largo y elegante y sus facciones marcadas e intensas—. Esta gente tiene gusto.

Caroline les dirigió una sonrisa de agradecimiento.

—No podría haber hecho esto sin vosotras.

—Podrías, pero estoy encantada de poder ayudarte.

—¿Cómo estás? —le preguntó Caroline.

Fue una pregunta vacilante. No quería inmiscuirse en su vida, pero era incapaz de olvidar que había visto el cuerpo de su amiga cubierto de moratones.

—Estoy genial —contestó Angelique con una relajada sonrisa—. Dispuesta a sorprender a ese jurado con tu colección.

—Jamás han visto nada parecido —convino Daria.

Estaba embarazada de ocho meses y llevaba tiempo apartada de la profesión con motivo de su embarazo. Pero aquel vientre redondeado como la luna llena y sus delicadas facciones eran justo lo que Caroline necesitaba.

Aunque estaba en una situación demasiado precaria como para pagar a sus modelos, habían hecho un trueque. Había hecho la ropa del colegio de Flick y Addie, los hijos de Angelique y, para Daria, había creado una colección premamá de seis piezas. Daria aseguraba que, cada vez que se ponía una prenda de su colección, la gente le preguntaba que dónde le había comprado.

—¿Tenías calambres en las piernas? —le preguntó Daria a Angelique mientras caminaban—. Cuando estabas embarazada, quiero decir.

—Sí, claro que sí. Sobre todo con Flick. Cuando estaba embarazada de Flick, los calambres no me dejaban dormir por las noches. Intenta comer plátanos a la hora de acostarse. El potasio puede ayudarte.

Caroline intentó imaginar a su amiga embarazada. Angelique debía de tener solo dieciséis o diecisiete años y estaba todavía en Haití. Llegó Flick y, menos de un año después, Addie, sin una pareja que la ayudara. Caroline casi se sentía culpable por haber tenido una familia tan normal en el Estado de Washington.

—¿Y tenías que ir al baño cada dos horas para hacer pis? —preguntó Daria—. Porque eso es lo que estoy haciendo yo últimamente.

—Bienvenida al tercer trimestre —bromeó Angelique—. Considéralo como un entrenamiento para cuando tengas que levantarte por las noches a darle de mamar.

—Estáis consiguiendo que la maternidad parezca algo de lo más agradable —intervino Caroline.

—¿En qué hospital diste a luz? —quiso saber Daria.

—Estaba en Puerto Príncipe —Angelique desvió la mirada y sorteó una grieta que había en la acera—. Vinimos a Nueva York cuando los niños todavía eran bebés. Addie seguía mamando. Lo recuerdo porque tuve una pérdida de leche durante una de las entrevistas para mi agencia.

—¡Dios mío!

—Deberíais haberles visto las caras. Me contrataron de todas formas y, gracias a Mick, ni siquiera tuve que presentarme a un casting.

—Habría sido una tontería no contratarte —dijo Caroline—. Eres increíble.

El lugar elegido para aquel evento del mundo del diseño era un antiguo edificio rebosante de luz que en otra época había sido un matadero. Se había convertido en el centro de diseño del distrito, un lugar de encuentro que rebosaba creatividad. Caroline aminoró el ritmo de sus pasos cuando se acercaron a las puertas dobles de la entrada.

—Pareces nerviosa —observó Daria, mientras la ayudaba a maniobrar con el exhibidor para pasar por delante de un carrito de comida.

Giraron después hacia la zona del escenario.

—¿Y si prefieren el de cualquier otro? —se preguntó Caroline mientras observaba a otros diseñadores tan esperanzados como ella aguardando para presentar sus trabajos.

Conocía a la mayoría, aunque solo fuera de pasada. El mundo de la moda era pequeño y en la cantera del talento se vivía en constante competición.

—No puedes pensar de ese modo —le advirtió Daria.

—¿Creéis que soy terrible por desear esto con tanta fuerza? —preguntó Caroline.

Aquel era un acontecimiento de gran renombre en el mundo de la moda. Era mucho lo que estaba en juego. Caroline había participado en otras ocasiones en el programa, pero no había superado la prueba. Su colección no había tenido suficiente impacto. Ni buen gusto. No había sido lo bastante atrevida. O lo había sido en exceso. Era incoherente. Inmanejable. Había oído de todo.

—Sencillamente, espantosa, chérie —dijo Angelique.

—Este es mi sexto intento —recordó Caroline—. Si fracaso esta vez…

—¿Qué? —le exigió saber Daria.

Caroline tomó aire. Recordó el consejo que había leído en alguna parte: no te preguntes por quién va a dejarte pasar, sino por quién te lo va a impedir.

—Volveré a intentarlo.

—Tú nunca te rindes —aseveró Daria—, eso me gusta. Esto es para ti. La sexta vez es la definitiva —se palmeó el vientre—. Esta es nuestra oportunidad y te has dejado la piel en ello. No podemos perder. ¿Qué es esa tela?

—Es un jersey de seda. Brilla porque tiene un hilo de cobre.

Caroline se concentró en examinar los modelos que había seleccionado y que colgaban del exhibidor. Las piezas tenían que estar impolutas, inmaculadas. No podían tener ni un hilo suelto, ni una pelusa. Había invertido horas y horas en aquellos diseños y quería que resplandecieran en la pasarela.

Mientras preparaba a las modelos entre bambalinas, no podía evitar las dudas. Había mucho talento reunido en aquel espacio, era impresionante. Algunos de aquellos diseñadores habían estudiado en el Fashion Institute of Technolgy, igual que ella. A otros los conocía por sus trabajos para casas de diseño importantes. Y eran buenos. Vio unos vestidos espectaculares, pantalones palazzo, vestidos de tubo, telas pintadas a mano y diseños que envolvían a las modelos convirtiéndolas en estatuas vivientes.

Sentía también la atención que despertaba ella, y por buenas razones. No todos los días aparecía una diseñadora con una modelo embarazada y otra tan conocida como Angelique. El embarazo de Daria era una pieza clave en la exhibición de Caroline. Crear una colección como aquella entrañaba grandes riesgos, lo sabía. Y sabía también que los hitos más importantes de su carrera hasta entonces los había alcanzado atreviéndose a arriesgar. Dos años atrás, había conseguido el contrato de trabajo con Mick Taylor con una colección de ropa impermeable que cambiaba de color cuando se humedecía.

Daria y Angelique estaban detrás de un biombo, dando los toques finales a sus looks. Angelique salió un momento.

—Voy a dejarte un amuleto para que te dé suerte —se quitó una pulsera de tres tiras de caracolillos marinos trenzadas con mano experta—. Cuando era pequeña, recogía conchas de cauri en la playa y hacía pulseras para los turistas. El cauri es un símbolo del espíritu del mar, de la salud y de la tierra, y ofrece la protección de los dioses. Es una protección muy poderosa, porque está conectada con la fuerza del mar.

Caroline estiró el brazo para que Angelique pudiera atarle las tres tiras.

—Me vas a hacer llorar —le dijo—. ¿Qué he hecho yo para merecer una amiga como tú?

Angelique no contestó. En cambio, retrocedió y dijo:

—Ya estás completamente protegida. Ahora, sal y demuestra lo mucho que has trabajado.

Caroline empujó el exhibidor hacia la sala. El jurado estaba sentado tras una mesa cubierta por una tela y rebosante de papeles, cámaras, teléfonos móviles y tazas de café. Los jueces eran figuras de primera línea del mundo de la moda: el director de una revista, una crítica de moda y tres diseñadores de primer nivel, todos dispuestos a encontrar nuevos talentos. Había muchas formas de fracasar, pensó Caroline, desando que no pudieran ver su sudor.

Permaneció junto al exhibidor y corrió la cremallera de la funda que lo cubría. Maisie Trellis, la crítica, se colocó un par de gafas sobre la nariz y consultó la pantalla de su tableta.

—Usted es Caroline Shelby, de Oysterville, Washington.

Caroline asintió.

—Fue allí donde me crié, sí. Está en el punto más alejado hacia el oeste, antes de llegar al mar.

—Háblenos un poco de cómo ha sido su carrera hasta ahora.

—Estudié en el Fashion Institute of Technology y he estado trabajando con contratos de obra. Mi primer trabajo fuera de la escuela consistió en renovar unos modelos vintage de alta costura. He hecho arreglos y trabajos a destajo, cualquier cosa que pudiera ayudarme a pagar el alquiler.

—Y ahora está haciendo diseño para Mick Taylor.

—Acabo de terminar de trabajar en la colección prét-à-porter.

—Háblenos de su trabajo —Maisie miró hacia el exhibidor por encima de las gafas.

Caroline se detuvo. Tomó aire. Aquel era su momento.

—A esta línea la he llamado Chrysalis —corrió la tela.

Las telas, una paleta de colores terrosos y celestes, resplandeció bajo la luz otoñal que se filtraba por los ventanales. Daria salió de detrás del biombo, su condición de embarazada provocó murmullos en el tribunal. La tela se pegaba a su vientre maduro como un capullo de fina gasa, flotando con cada uno de sus pasos. A continuación, salió Angelique, delgada y alta como un sauce, envuelta un vestido similar.

—Son prendas que no quedan obsoletas tras el nacimiento del bebé —explicó Caroline, animada por la expresión del jurado—. Al igual que una crisálida, el modelo se transforma.

Con un gesto teatral, Angelique mostró la transformación. Subió una maravillosa túnica drapeada y se la sujetó en los hombros.

—De esa forma tenemos un cabestrillo para el bebé y una recatada capa para que la madre pueda dar de mamar de forma discreta —explica Caroline—. Es una pieza que puede conservarse más allá del embarazo, e incluso después del periodo de lactancia.

Enseñó el resto de la colección, pieza a pieza. Cada prenda incorporaba una propuesta de reconversión que se conseguía mediante diferentes formas de ajustar y atar la tela. Las telas eran sostenibles y ecológicas, con trazos luminosos conseguidos con nácar, un guiño al hogar de su infancia junto al mar. Había creado un broche para el hombro en cada pieza, un estilizado nautilo resaltado por un hilo brillante.

—¿Dónde encuentra su inspiración? —preguntó un miembro del jurado—. ¿Tiene hijos?

—¡Ay, Dios mío, no! —en un arranque de pura honestidad, añadió—: Dudo que vaya a tenerlos nunca. Soy la hermana mediana de una familia de cinco. En medio de una familia tan bulliciosa, casi ni me veían. Me gusta que los otros tengan hijos, pero adoro mi independencia. Mi inspiración procede de personas como Angelique o Daria. Son madres trabajadoras y se merecen el poder vestir ropa bonita a diario, durante el embarazado, durante la lactancia y también después. Y también estoy comprometida con el uso de materiales sostenibles. Supongo que han oído hablar mucho sobre ello. Es un tema de mucha actualidad: qué hacer con los excedentes textiles procedentes de las prendas que dejan de utilizarse. Esta túnica premamá puede transformarse en una camiseta para lactancia y en una tela portabebés. Y las telas que utilizo son, en la mayoría de los casos, CycleUp —aquel era el sello utilizado por la industria de la moda para telas recicladas.

El jurado examinó las prendas mientras ella les observaba con el corazón en la garganta. La manufactura era impecable, no había una sola puntada fuera de lugar y cada borde, cada pliegue, estaba afilado como una cuchilla. Cuando terminó su presentación, sintió una oleada de orgullo.

—Es lo mejor que tengo hasta ahora. Espero que les guste. Gracias por la oportunidad.

Los miembros del jurado se consultaron los unos a los oros, le hicieron algunas preguntas más y tomaron notas. Después, Maisie la despidió con una mirada impenetrable.

—Tenemos mucha curiosidad, Caroline Shelby, pero hemos tenido un día muy largo. Recibirá noticias nuestras.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Caroline bajó a trompicones las escaleras del apartamento, cargando con una maleta a reventar. Siempre llevaba materiales de sobra a los desfiles: tela, hilos, alfileres, tijeras, maquillaje, toallas, linterna, celo de doble clara y toallitas, en previsión de posibles crisis de la modelo… o del diseñador.

Pero ella no iba a tener ninguna crisis aquel día. Más bien, todo lo contrario. Aquel día iba a dar un salto enorme en su carrera. Por fin, tras tantos fracasos miserables y tras haber estado tantas veces a punto de conseguirlo, el proyecto Chrysalis había sido seleccionado para el Programa de Talentos Emergentes. Y aquel día, por fin iba a presentar la colección que llevaba su nombre en la pasarela delante de la élite de la moda neoyorquina.

Si conseguía impresionar a las personas adecuadas, tendría la oportunidad de crear una colección de ropa con su propio nombre.

Aquello, sabía, supondría un cambio de vida. Su familia nunca había entendido sus aspiraciones. Habían sido muy buenos con ella, siempre habían apreciado su creatividad. Pero su forma de vida y su trabajo les desconcertaban. Aquellos trabajos tan precarios, que implicaban largas horas de esfuerzo y un mínimo salario, les parecían desagradecidos y poco productivos. Lo cual era toda una crítica, procediendo de una familia de restauradores.

Pero una línea propia de ropa… Esa sería la prueba palpable de que estaba en la senda correcta. Una colección prét-à-porter era un éxito tangible, algo visible para todo el mundo. Solo eso ya le resultaba emocionante.

Y le ofrecía a Caroline la realización que siempre había buscado: la satisfacción de su hambre creativa.

Había estado concentrada en aquel objetivo durante las ocho temporadas de trabajo con Mick Taylor. Había aprendido mucho a su lado, pero aquel no era su sueño. Su sueño era lo que había ido a buscar cuando había abandonado su hogar. Había pasado incontables horas diseñando temporada tras temporada los modelos más innovadores bajo el ojo experto de Rilla Stein. Había aprendido a subsistir a base de burritos calentados en el microondas y excesivas dosis de cafeína. Había permanecido despierta hasta altas horas de la madrugada para crear algo completamente suyo, una exuberante expresión de su singular estética.

Aceleró el ritmo de sus pasos por la acera mientras se dirigía hacia Ilumination, soñando en el día en el que pudiera disponer del apoyo de ayudantes y estilistas.

El lugar en el que se celebraba el desfile tenía una larga pasarela, grandes focos, una cascada como telón de fondo y montones de monitores para no perderse ni un solo segundo. Cada vez que veía su colección, tenía que pellizcarse.

Esperaba haber elegido un atuendo adecuado. Había optado por un negro riguroso y el color blanco, su atuendo de trabajo habitual. Los pantalones pitillo y el top de corte cuadrado, la joyería gruesa y los zapatos planos eran ideales para moverse por la ciudad.

La zona de bambalinas estaba divida en dos alas, este y oeste, separadas por una pared plegable. A Caroline le habían asignado el ala este. En la zona de preparación, un murmullo de excitación vibraba en el aire, que olía a anilina y a laca para el pelo. Caroline se sumó al flujo de diseñadores apresurados, ayudantes, modelos, productores fotógrafo y su séquito de blogueros y periodistas. Era como una danza, un caos más difícil de controlar a medida que se acercaba el comienzo del espectáculo. Los diseñadores establecidos mostrarían sus colecciones y el debut de Caroline llegaría casi al final.

Se abrió camino entre los exhibidores y encontró su lugar. Revisó sus notas y vio a Angelique sobre una plataforma, hablando con Orson Maynar, que estaba tomando notas con fruición.

—Se rumorea que eres la responsable de esta preciosidad —dijo Orson, contemplando el vestido de gala que Caroline había diseñado para la línea de Mick Taylor.

—El diseño del vestido es mío, pero toda su belleza procede de Angelique —señaló Caroline. Se fijó en un hilo que sobresalía del corpiño—. No te muevas —dijo, y rápidamente enhebró una aguja para colocarlo en su lugar.

Llegó Daria, resoplando y jadeando mientras se sentaba sobre una caja de accesorios. Retrocedió para admirar a Angelique.

—¡Hala!

—¿Cómo te encuentras? —Caroline sacó un anillo de cóctel de una caja y se lo probó a Angelique.

—Estoy bien —contestó Daria—. Preferiría estar en la pasarela, pero tú eres la única diseñadora que necesita una embarazada de tantos meses.

Seleccionó una brocha de maquillaje y le dio un toque a los pómulos de Angelique.

—Estuvisteis increíbles en mi presentación —la alabó Caroline.

Orson dio un paso adelante con su libreta.

—¿Y? —preguntó.

—Se supone que no has oído nada —Carolina reprimió una oleada de emoción.

—Ya sabes que los rumores vuelan —le advirtió él.

—¿Qué has oído?

—Que tus originales han sido seleccionados para el Programa de Talentos Emergentes.

Caroline intentó no reaccionar. No hiperventilar.

—¿Ah, sí?

—Si es verdad, da un zapatazo. Si es mentira, dos.

—Es verdad —musitó Angelique entre pincelada y pincelada de maquillaje—. Pero todavía no se puede decir nada.

—Exacto —intervino Caroline—. Toda esta conversación tiene que ser off the record.

—Por supuesto —Orson apartó sus notas—. Así que tengo que interpretar que has dado un zapatazo.

Caroline no pudo evitar la sonrisa que asomó a su rostro.

—El mundo entero lo sabrá al final del desfile de hoy.

—Es maravilloso —dijo Daria—. Cuando vi el trabajo que presentó al jurado supe que la elegirían a ella.

—Ya estoy salivando —dijo Orson.

—Apenas he sido capaz de dormir ni comer desde que recibí la llamada.

Caroline estaba a punto de estallar de la emoción. Desde el instante en el que había oído la noticia, todo su mundo había comenzado a girar alrededor de aquel acontecimiento.

—¿Puedes pasarme el teléfono? —preguntó Angelique—. Tengo que llamar a los niños.

Caroline le acercó el teléfono, que estaba sobre un estante cercano, y Angelique hizo una videollamada. Contestó su hija, acercando su carita al teléfono.

—Maman —dijo, con su vocecita de Minnie Mouse, y después preguntó algo en haitiano.

—En el desfile, ti cheri mwen. Dile a tu hermano que venga.

La imagen se inclinó mientras Addie iba a buscar a Flick. Se acercaron los dos al teléfono y estuvieron hablando con su madre en un rápido dialecto en el que mezclaban el francés y el inglés.

—Son una monada —suspiró Daria.

Caroline acercó su rostro al de Angelique.

—¡Hola, chicos! ¿Os acordáis de mí?

—¡Caroline! —Addie palmeó las manos—. Me hiciste una capucha con una máscara.

—Es verdad. Para cuando necesites esconderte de los paparazzi.

—¿Qué es un paparazzi? —preguntó Flick.

—Son todas esas personas que quieren hacerte fotografías cuando estás tomándote un café.

—No me gusta el café —dijo Flick.

—En ese caso, es probable que no tengas que preocuparte por los paparazzi —repuso Angelique.

—¿Cuándo vas a venir a casa, maman? —preguntó Addie.

—Después del desfile. Cuando estéis dormidos. Sed buenos con Nila, ¿de acuerdo? —añadió algo en criollo haitiano y les mando un beso.

—Son maravillosos —dijo Caroline.

Angelique sonrió.

—Son mi vida.

—No sé cómo te las arreglas para tener una carrera tan impresionante siendo madre soltera.

Daria asintió.

—Debe de ser muy duro. Si no tuviera a Layton no sé cómo me las arreglaría.

—Nunca me pregunto por ese tipo de cosas —contestó Angelique—. Me limito a hacer lo que tengo que hacer.

Daria posó la mano en su dilatada barriga. Jadeó y bajó la mano.

—¿Estás bien? —preguntó Caroline.

Ella asintió.

—Son contracciones de Braxton-Hicks.

—¿Estás segura?

—Sí. He ido al médico esta mañana.

—Ya estamos —gritó un director de producción—. ¡Cinco minutos!

Caroline tuvo que dejar de lado sus preocupaciones durante el frenesí generado por el desfile entre bambalinas. Todo el mundo se concentró en arreglar a las modelos y en enviarlas hacia la pasarela, donde una música percusiva fluía a través de los altavoces. En medio de los precipitados cambios de ropa, Caroline y Daria observaban por los monitores instalados entre bastidores, que conectaban en directo con el desfile. Las estrellas más rutilantes y los periodistas estaban sentados en las primeras filas a lo largo de la pasarela. Los blogueros iban comentando el desfile en un constante en directo y la transmisión se reproducía en la parte inferior de los monitores.

Incluso en la pantalla, el escenario tenía un aspecto increíble. El tema del agua y las luces funcionaban de forma muy bella. Las modelos parecían flotar a lo largo de la corriente proyectada sobre la superficie de la pasarela.

—¡Dios mío, me encanta mi trabajo! —musitó mientras contemplaba un conjunto de pantalones de gaucho y una blusa que dejaba al descubierto el abdomen que había diseñado para Mick Taylor centellear ante aquella admirada multitud.

Daria le chocó la mano.

—Es increíble. Y esto ya está terminando. La última colección está viniendo desde el otro lado de la pasarela. Después, será tu momento.

Caroline se estremeció de placer y de nervios.

—Genial. Vamos a ver.