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Quería demostrarle que sí podía encontrar ese final feliz… con él La detective Jewel Parnell no creía en los cuentos de hadas. Creía en las aventuras esporádicas, sin compromisos. Pero su madre, una celestina consumada, no estaba dispuesta a darse por vencida y le consiguió un nuevo cliente: un apuesto profesor universitario con un niño encantador a su cargo. Sin embargo, lo que Jewel no sabía era que Christopher Culhane y su adorable sobrino, Joel, podían darle la lección de amor que tanto necesitaba.
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Seitenzahl: 200
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Marie Rydzynski Ferrarella.
Todos los derechos reservados.
BUSCANDO LA FELICIDAD, N.º 1912 - octubre 2011
Título original: Finding Happily-Ever-After
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicado en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios.
Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-025-7
Editor responsable: Luis Pugni
Epub: Publidisa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Promoción
ESTABA acostumbrado al desorden. El desorden estaba en todas partes; en su escritorio, en el despacho de la universidad… Pero eso era un desorden bajo control. Si era necesario, Christopher Culhane sabía dónde encontrar prácticamente cualquier libro en su inmensa biblioteca, ya fuera de matemáticas o de cualquier disciplina de física. Y también podía localizar cualquier nota que hubiera escrito en los últimos nueve meses.
Miró a su alrededor. La estancia en la que se encontraba debía de ser el salón. Seguramente ése era el aspecto de la casa de Dorothy después de que el tornado la lanzara por los aires hasta la cumbre de la Bruja Malvada del Este. O a lo mejor incluso peor…
Su hermana pequeña, Rita, nunca había sido buena ama de casa. Cuando era niña su habitación era un desastre, a pesar de los muchos esfuerzos de su madre.
No obstante, mirando atrás podía ver que la habitación de Rita nunca había estado tan mal, sobre todo comparándola con lo que tenía ante sus ojos. ¿Cómo podía una persona vivir de esa forma? La respuesta a esa pregunta lo inquietaba profundamente…
Reprimiendo un suspiro, Chris se frotó la cara con ambas manos y trató de serenarse un poco. Las últimas treinta y seis horas habían sido una pesadilla.
—¿Te encuentras bien, tío Chris? Aquella vocecilla sonaba increíblemente adulta y algo temerosa.
Era su sobrino, Joel. Tenía cinco años, pero era tan pequeño y menudo que parecía tener alguno menos. Sin embargo, en cuanto abría la boca parecía un hombre adulto atrapado en un cuerpecito de niño.
—No tendrás un dolor de cabeza o algo así, ¿no? —le preguntó.
Sus ojos marrones estaban llenos de preocupación.
—No —le dijo Chris, sacudiendo la cabeza.
Teniendo en cuenta todo lo que había pasado en los últimos días, era una pregunta más que razonable. Según lo que les había contado a la policía y a él mismo, su madre se había quejado de un fuerte dolor de cabeza y entonces se había desplomado en el suelo. A diferencia de todas las otras veces que se había desmayado a causa del alcohol o las drogas, esa vez Rita Johnson no había abierto los ojos. Joel la había sacudido una y otra vez, en vano. Aquel aneurisma había estallado sin previo aviso. Había sido el niño quien había tenido que llamar al servicio de emergencias y le había dicho al policía que su madre tenía un hermano en la ciudad.
«El chico nos dijo que no quería que usted viniera porque no se llevaba bien con su madre…», le había dicho el policía a su llegada.
Chris se había enterado de la noticia al terminar su última clase de física del día. La secretaria del decano le había entregado una nota que decía que llamara al Blair Memorial Hospital y que hablara con el doctor MacKenzie. El mensaje sólo decía que se trataba de su hermana. Mientras marcaba el número del hospital había sentido un gélido escalofrío y desde entonces todo había ido mal. Habían pasado casi tres años desde la última vez que había visto a su hermana Rita. Ella lo había querido así. Aunque apenas pudiera pronunciar correctamente, eso sí se lo había dejado muy claro.
Le había gritado que se fuera de su casa y de su vida.
«¡Tengo muchas cosas de las que ocuparme y no necesito otro de tus sermones!», le había dicho, furiosa. Tratar de razonar con ella era inútil, así que no había tenido más remedio que pasar por la casa de vez en cuando sin que ella lo viera, sólo para asegurarse de que el chaval estaba bien. Le mandaba un cheque todos los meses y así, por lo menos, sabía que al chico no le faltaba de nada. Su hermana quería a su hijo y jamás hubiera dejado que muriera de hambre. Sin embargo, si hubiera tratado de interferir en su vida, ella se hubiera tomado la revancha de alguna forma, así que la mejor opción había sido mandarle dinero para Joel y mantenerse al margen.
Sólo podía esperar que, a su manera, Rita le diera a su hijo el cariño que necesitaba.
Al llegar al hospital para identificar a su hermana, Chris había tenido que lidiar con sus propias emociones. Y nada más darle la espalda al cuerpo sin vida de su hermana, se había encontrado con aquellos ojos tristes y adultos que lo miraban intensamente. La última vez que había visto al pequeño no tenía más de dos años de edad, pero por aquel entonces ya sabía que era muy listo, un niño prodigio.
Dolido por aquella pérdida sin sentido, Chris se había acercado al niño lentamente. Aunque se hubiera comportado como un adulto hasta ese momento, al final no era más que un niño asustado que acababa de perder a su madre. No tenía ni idea de cómo hablarle a un niño tan pequeño. Él estaba acostumbrado a tratar sólo con adultos. Los niños no eran más que pequeños seres humanos que formaban parte del paisaje o del mobiliario urbano, igual que los bancos, las flores, los edificios… No tenía contacto directo con ninguno y no estaba listo para darle la peor noticia de su vida a un niño tan pequeño. Al final, no obstante, no había tenido que decir mucho. Joel lo había mirado con ojos serios y le había hecho la pregunta sin rodeos.
—Mi madre está muerta, ¿verdad?
Él había asentido con la cabeza y Joel había hecho lo mismo, sin decir ni una palabra más…
Ya había pasado un día y medio de aquello, pero todavía no le había oído llorar y ya empezaba a pensar que nunca lo haría.
No era nada normal. Sin saber muy bien qué hacer, Chris le llevó de vuelta a la casa en la que vivía con su madre y, nada más entrar por la puerta, se llevó una desagradable sorpresa. El caos que reinaba en aquella casa era algo inconcebible. Había periódicos por todas partes, comida podrida en platos de papel y montones de ropa sucia. En cuanto entraron, Joel empezó a recoger cosas. Se movía de forma sistemática, como si fuera algo rutinario para él. Era evidente que el niño necesitaba una mínima apariencia de orden, sobre todo en ese momento. Horrorizado, Chris llamó a la funeraria para hacer algunos preparativos y después llamó a un servicio de limpieza. Para su sorpresa, la mujer le dijo que podían estar allí a la mañana siguiente; antes, incluso, si era realmente necesario. Chris hubiera querido que acudieran en ese preciso instante, pero estaba tan cansado que prefirió dejarlo para la mañana siguiente.
—Siento todo este desorden —dijo, disculpándose ante la señora de la limpieza nada más abrirle la puerta.
La limpiadora, la señora Cecilia Parnell, entró y miró a su alrededor lentamente. Aquello debía de parecerle un campo de batalla.
—No se preocupe —le dijo a aquel hombre tan educado, esbozando una sonrisa—. Si no hubiera este desorden, no necesitaría los servicios de mi empresa y todos estaríamos vendiendo herramientas en una ferretería —le dijo con entusiasmo, abriéndose camino entre los montones de papeles y tocando cosas aquí y allí—. Si no le importa que le pregunte, ¿cuánto tiempo hace que…? —no terminó la frase.
No quería decir la palabra «limpiar». No había necesidad de ofender a nadie. —Oh, no es mi casa —le dijo Chris rápidamente—. Es la casa de mi hermana. —¿Y quiere darle una sorpresa? —aventuró Cecilia.
Chris sintió una punzada de dolor en el corazón. No debería haberse quedado al margen. Debería haber ido a verla de nuevo; debería haber insistido en ser parte de su vida. A lo mejor ella hubiera sobrevivido si…
—Es demasiado tarde para eso —dijo en voz alta.
Ella le miró con ojos curiosos.
Chris respiró hondo.
—Mi hermana acaba de morir.
Cecilia sintió compasión por aquel hombre.
—Oh, lo siento mucho —miró a su alrededor de nuevo.
Detrás de ella estaban Kathy y Ally, preparando las cosas. Horst estaba trasladando la aspiradora industrial, mascullando algo en alemán.
—¿Entonces quiere limpiar bien la casa para venderla?
—¡No! —gritó Joel de repente, tirando del brazo de su tío—. ¡No la vendas! ¡No puedes venderla! Ésta es mi casa.
No quería causarle ningún dolor al pequeño y no tenía intención de venderla. Sin saber muy bien cómo hacerlo, puso su brazo sobre los hombros del niño.
—No voy a vender la casa, Joel. Sólo quiero que puedas andar tranquilamente sin tropezar con todo. No quiero que vayas a enfermar o algo —añadió.
Cecilia no tardó en atar todos los cabos.
—¿Es su sobrino? —le preguntó.
Él asintió y dio un paso adelante, sin soltar al chico.
—Éste es Joel.
Sorprendida al ver que el niño le estrechaba la mano, Cecilia le dio un efusivo apretón.
—Encantada de conocerte, Joel —le dijo y entonces miró a Chris—. ¿Y su padre?
«La pregunta del millón de dólares…», pensó Chris.
—No tengo ni idea —dijo finalmente, tragándose un suspiro.
Había pedido dos semanas libres por asuntos familiares y sólo podía esperar que ese tiempo fuera suficiente para encontrarle.
—Encontrarle va a ser mi primera prioridad, después de hacer que este sitio sea habitable.
«Oh, sí. Muy bien. Muy bien», pensó Cecilia.
Justo cuando pensaba que nunca le ocurriría a ella,
o más bien a su hija, Jewel, las cosas tomaban un giro inesperado. Sus dos mejores amigas habían encontrado maridos para sus hijas entre los clientes de sus respectivos negocios.
El plan maestro había sido de Maitzie. Su futuro yerno había acudido a ella para comprar una casa y Maitzie le había vendido la casa y le había conseguido a una pediatra para su hija. Nikki, la hija de Maitzie, jamás hubiera podido imaginar que iba a conseguir marido a través de su propia madre. Y Theresa, por su parte, había encontrado a Jackson mediante su negocio de catering. Kate y Jackson iban a casarse pronto.
Cecilia había abandonado toda esperanza hacía mucho tiempo, pero por fin había llegado la oportunidad de su hija Jewel. Christopher Culhane no sólo necesitaba que le limpiaran la casa, sino que también necesitaba encontrar a alguien, y ése era el punto fuerte de su hija.
Entusiasmada, la buena señora sonrió. La suerte estaba de su lado, por fin.
—Yo conozco a una investigadora privada muy buena, si le interesa —dijo, intentando sonar desinteresada.
La expresión de alivio de Chris casi la hizo saltar de alegría. Tenía un buen presentimiento.
Jewel olió una rata.
Por mucho que le hubiera gustado decir «gracias, pero no», no estaba en posición de hacerlo, aunque la oferta de trabajo le hubiera llegado a través de su madre. Suspiró.
Iba conduciendo, rumbo a la casa de aquel hombre. Eran tiempos duros para los investigadores privados. Las esposas que sospechaban de sus maridos habían decidido ahorrarse el dinero. Los divorcios eran demasiado caros y como casi todo su negocio se basaba en seguir a los maridos de mujeres celosas, ya empezaba a tener demasiado tiempo libre. Antes de recibir la llamada de su madre, ya se estaba planteando preguntarle si necesitaba ayuda en el negocio de la limpieza. Odiaba estar sin hacer nada, por no hablar de las facturas que había que pagar. Aquel trabajo era como un pequeño paréntesis, con una recompensa.
Por una vez no tenía que seguirle la pista a nadie hasta un lúgubre motel. No obstante, el trabajo se lo había conseguido su madre y ella sabía muy bien lo que se traía entre manos con sus amigas. Ese pacto que habían hecho… Theresa, Maitzie y su madre estaban decididas a casar a sus respectivas hijas a toda costa y las dos primeras ya habían pescado a un candidato. Su madre era la última y, por consiguiente, ella.
—¿Es verdad? —le había preguntado a su madre por teléfono y también en persona. Se había pasado por su oficina para hablar con ella cara a cara y así averiguar si se trataba de una trampa.
Cecilia Parnell le había jurado que los datos eran verdaderos.
—Si no puedes creer a tu propia madre, ¿entonces en quién puedes confiar? —le había dicho su madre.
Sin embargo, la situación era de lo más sospechosa, sobre todo porque no le había dado un número de teléfono, sino una dirección. Ella hubiera preferido llamar antes, pero su madre le había dicho que aquel hombre necesitaba un detective desesperadamente y que llamar era innecesario.
—No es que tengas muchas cosas estos días, ¿no? —le había dicho su madre—. No tienes una agenda que seguir.
«Triste, pero cierto», pensó Jewel.
Hubiera querido negarlo, contradecir a su madre, pero mentir no era lo suyo. Además, su madre siempre sabía cuándo mentía y no tenía sentido intentarlo siquiera.
Y allí estaba, parando el coche delante de aquella casa, en una mañana de otoño, a punto de hacer algo sólo para satisfacer a su madre. Bajó de su modesto coche, fue hacia la puerta y llamó. A lo mejor no sería tan malo. Cruzó los dedos.
Cuando la puerta se abrió, Jewel se encontró con un niño que la miraba con los ojos más adultos que jamás había visto. Parecía que estaba esperando a que ella hablara primero.
—Hola.
No hubo ni el más mínimo gesto de entusiasmo en aquella carita triste. —Hola —repitió el chico. Jewel sonrió y se agachó frente a él. —Soy Jewel. ¿Cómo te llamas? El niño sacudió la cabeza. —No puedo decírtelo. Jewel se quedó desconcertada un momento, pero
no tardó en entenderlo todo. —Porque no puedes hablar con extraños —le dijo—. Haces bien. El niño siguió mirándola con unos ojos enormes y serios.
—Estoy aquí para, eh… —Jewel miró el papel que tenía en la mano y comprobó el nombre—. Para ver a un tal Christopher Culhane —dobló el papel—. Supongo que es tu padre.
El niño sacudió la cabeza. —Soy su tío —dijo un hombre, yendo hacia la puerta. Parecía estar sin aliento, como si estuviera moviendo muebles, o haciendo ejercicio.
Jewel lo miró fijamente. Parecía que el gusto de su madre había mejorado mucho. Aquel hombre era alto y moreno, arrebatadoramente guapo.
—¿En qué puedo ayudarla?
Jewel se quedó en blanco un instante.
«Cálmate. No es oro todo lo que reluce».
—En realidad he venido para ayudarle a usted —le dijo. Él la miró sin comprender nada. —Soy Jewel Parnell —le dijo, dándole una tarjeta
identificativa—. Me estaba esperando, ¿no?
Lo que Chris esperaba en realidad era un hombre. La mujer que había limpiado la casa de su hermana le había hablado de un tal Jay Parnell…
De repente se dio cuenta de que no era un nombre, sino una inicial.
—¿Usted es el detective privado?
—Sí —le dijo Jewel—. ¿Quiere que le dé referencias? —añadió en un tono jovial. No era la primera vez que alguien se sorprendía al ver a una mujer detective.
—Bueno, en realidad…
—No, por favor —le aseguró Jewel y entonces abrió el bolso. Sacó una carpeta y se la dio—. Son cartas de recomendación de mis clientes satisfechos.
—¿Y dónde están las de sus clientes insatisfechos?
Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera pensarlo dos veces. —No hay —dijo ella con un toque de orgullo y entonces levantó la barbilla ligeramente.
Él miró la carpeta y después la miró a ella.
¿Qué podía perder?
Además, sería agradable tener a alguien más con quien hablar, aparte de su sobrino.
—Adelante —le dijo, apartándose de la puerta.
JEWEL miró a su alrededor. La casa parecía limpia y ordenada, pero, aparte del jarrón con flores que su madre ponía siempre, aquella habitación no tenía ningún toque personal.
«Qué triste», se dijo a sí misma.
Su propio apartamento era todo un monumento a la vida de Jewel Parnell. Y no podía ser de otra manera. Había muchos recuerdos de vacaciones, fotografías de su madre, de ella… Ésas eran las cosas que daban calor de hogar, las cosas que hacían que un lugar tuviera personalidad.
Pero la casa en la que estaba en ese momento no tenía calor de hogar. No parecía que un niño pudiera crecer en ese lugar.
Su madre no había querido darle detalles; sólo le había dado el nombre y la dirección del cliente. El señor Culhane estaba buscando a alguien; eso era todo lo que su madre le había dicho.
El niño la miraba con ojos intensos, como si estuviera memorizando sus rasgos. Aquellos ojos marrones escondían muchas cosas; toda una vida encerrada en el cuerpo de un niño.
—Me gusta tu casa —dijo Jewel finalmente para romper el hielo.
—Bueno… —dijo el niño.
Jewel lo miró fijamente y se encogió de hombros.
—A mamá no le gustaba limpiar —añadió el chico, levantando una ceja—. Pero yo limpiaba cuando podía.
Jewel sintió que se le partía el corazón.
—¿Cómo te llamas?
—Joel —dijo el pequeño en un tono serio.
—Yo me llamo Jewel. Jewel Parnell —dijo, estrechándole la mano como si fuera un adulto—. Ahora que no somos extraños, ¿me dices cuántos años tienes?
—Cinco —le dijo él niño.
Más bien sonaba como si tuviera veinticinco.
—¿Qué puedo hacer por usted? —dijo Jewel, volviéndose hacia Culhane.
—El tío Chris quiere que encuentre a mi padre — dijo el niño con tristeza.
—¿Tu padre desapareció de repente?
—No precisamente. Fue hace tres años —dijo Chris.
Jewel retrocedió un paso y los miró a los dos.
—¿Hay alguna razón en particular por la que quiera encontrarle ahora, y no tres años antes?
—Mi madre me dijo que estábamos mucho mejor sin él. —Entiendo. ¿Su madre es su cuñada? —preguntó, mirando a Chris.
—Mi hermana.
Jewel entendió que lo hacía por su hermana. La familia tenía que tomar las riendas cuando una persona lo necesitaba.
—¿Podría hablar con su hermana? —preguntó, mirando a su alrededor, como si esperara encontrarla en cualquier sitio.
—Bueno, creo que va a ser un poco difícil, a menos que sepa hablar con los muertos.
Chris notó el sarcasmo que teñía su voz. No podía culpar a Rita por el aneurisma, pero sí podía culparla por todo lo que había ocurrido antes. Podía culparla por no escucharle cuando le decía que entrara en un programa de rehabilitación.
Le había prometido que se haría cargo de todos los gastos, incluyendo una niñera para Joel. «Maldita sea, Rita, ¿por qué lo echaste todo a perder? ¿Por qué hiciste algo así? Tenías un hijo».
Jewel le escuchaba con atención, sintiendo la tensión que vibraba en su voz. Tenía que recopilar toda la información si quería resolver el caso. La privacidad no era una buena aliada en su profesión. Había aprendido una buena lección del primer caso en el que había trabajado.
La esposa había olvidado mencionar que su marido era un francotirador condecorado de los marines que no soportaba estar lejos de su arma ni un segundo.
Casi le había volado la cabeza al ver el flash de la cámara.
Teniendo en cuenta lo que Culhane acababa de decirle, sólo podía sacar una conclusión.
—Está… —Jewel estuvo a punto de decir «muerta», pero no pudo hacerlo. El niño estaba muy cerca—. ¿Ha fallecido?
—Mi madre está muerta —dijo el niño sin rodeos.
—Ya —dijo Jewel, pensando que el niño era muy valiente—. ¿Cuándo murió? —preguntó, mirando a Chris y después al niño.
—Hace dos días —le dijo Chris.
—¿Y el funeral? —preguntó Jewel—. ¿Cuándo es el funeral?
Chris reprimió un suspiro. Se sentía como si todo se estuviera desmoronando. En un día cualquiera, hubiera estado en su despacho, en la universidad, corrigiendo, trabajando en algún libro de texto, en tutoría con los alumnos… A él no le importaba ayudarles, pero los que solían buscarle eran del sexo femenino, siempre interesados en tener una tutoría privada. Algunos ni siquiera asistían a sus clases. Sin embargo, mantenerlos a raya siempre era preferible.
—Dentro de dos días —le dijo, aunque no entendiera muy bien el objetivo de la pregunta. Estaba buscando a su cuñado, no a su hermana.
—Muy bien. Entonces no es demasiado tarde — dijo ella.
Chris no tenía ni idea de qué estaba hablando.
—Creo que no la entiendo.
—¿Cuántas esquelas ha tenido que publicar? — preguntó Jewel, insistiendo.
—¿Cómo?
—Esquelas —repitió, pronunciando con cuidado—. Son noticias que se publican en los periódicos para informar de que ha falleci…
—Ya sé lo que son las esquelas —le dijo él, interrumpiéndola—. Lo siento, no quería interrumpirla.
Jewel se dio cuenta de que aquello tenía que ser muy duro para él. Recordaba muy bien lo que había sentido cuando había perdido a su padre. Su madre y ella se habían apoyado la una en la otra, y también en amigos.
—¿No tiene a nadie que le ayude?
—A mí —dijo Joel de repente.
Jewel miró al chico con ternura.
—Claro que sí —dijo, intentando sonar entusiasta.
El chico parecía más capaz que cualquier adulto.
—Pero todo esto debe de ser nuevo para ti —dijo con una sonrisa—. Tendréis que ayudaros el uno al otro —volvió a mirar a Chris Culhane—. En cuanto a las esquelas…
—No tiene sentido publicar ninguna esquela — dijo Chris, encogiéndose de hombros. Miró a Joel y se dio cuenta de que no tenía por qué saber que su madre llevaba años codeándose con drogadictos y traficantes—. Según tengo entendido, Rita llevaba mucho tiempo sola. No tenía muchos amigos.
Jewel miró al niño. No había cambio alguno en la expresión de su rostro, pero había algo nuevo en sus ojos.
—El cuñado que está buscando… Si vive en algún lugar del condado, quizá lea la esquela y venga al funeral.
Chris pensó en Ray un momento. Jamás había conocido a nadie tan egoísta.
—¿Y qué le hace pensar que vendrá?
—Varias cosas —dijo Jewel—. Escepticismo. Curiosidad. Remordimientos… Hay muchas razones por las que una persona acude a un funeral. No siempre se trata de honrar al difunto.
La expresión de Chris Culhane se volvió sombría.
—Está dando por sentado que sabe leer —dijo él, en un tono de resentimiento.
—O a lo mejor tiene a alguien que le lea —dijo ella rápidamente.
Chris Culhane esbozó una leve sonrisa que le hacía parecer más joven, más accesible. Ojalá hubiera tenido un profesor así en la universidad…
De repente Chris se dio cuenta de que ni siquiera le había ofrecido algo de beber.
—Lo siento. Todo esto me ha dejado desconcertado. ¿Le apetece algo de beber?
—No —dijo ella, sonriendo y mirando hacia el sofá—. Pero sí me vendría bien sentarme un poco.
Chris se sintió como un idiota.
—El sofá es muy cómodo —dijo el niño de pronto, entrelazando sus dedos con los de ella—. Sobre todo aquí —añadió, llevándola hacia allí.
—Gracias —dijo ella. Le sonrió y se sentó.
Chris Culhane se sentó en el butacón que estaba justo al lado del sofá.
—Joel lo lleva mucho mejor que yo.
Jewel lo miró fijamente un momento.
—¿Su hermana y usted estaban muy unidos?
—Hace tiempo —dijo él—. Antes de que todo se fuera al garete —dijo, mirando a su sobrino. —¿Y cuándo se fue todo al garete? —preguntó Jewel, por pura curiosidad.
Chris vaciló un momento y entonces miró a su sobrino. No podía hablar libremente teniéndole tan cerca. El niño absorbía todo lo que decía y no quería hacerle sentir peor.