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Jamás habría imaginado que aquella artista bohemia tuviera todo lo que deseaba en una mujer… En cuanto vio a su cita de aquella noche, Jefferson Lambert supo que alguien había intervenido. ¿Cómo si no habría acabado un abogado conservador como él con una mujer bella y llena de vida como Sylvie Marchand? Al principio parecía que la unión nunca podría funcionar, pero un inesperado apagón lo cambió todo. Junto a Sylvie, la vida de Jefferson se convirtió de pronto en una continua aventura. Habían desaparecido dos cuadros de la galería de la familia Marchand y Jefferson y Sylvie debían encontrarlos. Quizá la vida de Sylvie estuviera haciéndose pedazos, pero Jefferson tenía la sensación de que por fin había comenzado a vivir.
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Seitenzahl: 224
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
CITA ROMÁNTICA, Nº 139 - agosto 2013
Título original: The Setup
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
™ Harlequin Oro ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3502-3
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Emily Lambert permaneció un momento en el marco de la puerta del estudio de su padre. Fuera, el viento glacial de enero parecía querer arrancar las ventanas de aquella casa de dos pisos estilo Tudor. Incluso para Boston aquel invierno había sido particularmente duro.
Su padre no parecía notar cómo vibraban las ventanas, ni tampoco ser consciente de su presencia. Emily tenía la sensación de que podía haber estado allí una hora sin que él se hubiera dado cuenta. No sabía en qué estaba trabajando aquella noche pero, evidentemente, atrapaba toda su atención.
En circunstancias normales, Emily se habría marchado y habría esperado una oportunidad mejor, pero en aquella ocasión contaba con muy poco tiempo. Y tenía los nervios a flor de piel. Su padre era un hombre amable, un hombre de buen corazón, pero a veces podía llegar a ser terriblemente cabezota y Emily tenía la sensación de que ésa era una de aquellas ocasiones.
Se echó la melena negra hacia atrás, llamó a la puerta y entró en la habitación como si fuera suya. Aunque su padre tenía treinta años más que ella, Emily a veces se sentía como si ella fuera la madre y su padre, socio de una importante firma de abogados, el hijo. Ambos estaban muy unidos desde que su madre había muerto en un accidente de coche ocho años atrás. Había sido entonces cuando Jefferson Lambert, el abogado más brillante sobre la faz de la Tierra, al menos para ella, había asumido la responsabilidad de hacer de padre y madre con ella, mientras continuaba trabajando en Pierce Donovan y Kleyn.
A pesar de estar tan ocupado, siempre encontraba tiempo para estar a su lado cuando lo necesitaba, ya fuera para asistir a una función del colegio, para ayudarla con las matemáticas o para enseñarle todo sobre el tenis. Tenía comprometidos todos los minutos del día y nunca le había quedado tiempo para la vida social. Cuando Emily era más pequeña y sólo pensaba en sí misma, aquello había funcionado. Le gustaba tener a su padre para ella sola. Pero cuando por fin estaba comenzando a ver a los chicos como algo más que irritantes enemigos, necesitaba que su padre dejara de prestarle tanta atención.
Emily todavía estaba comenzando a aprender cómo ser deseable para el sexo opuesto y no tenía la menor idea de qué tipo de mujer le gustaría a su padre. Era acusadamente consciente de lo diferente de sus gustos. A su padre le gustaban los musicales, por el amor de Dios, y era capaz de repetir las letras de más de cien canciones… Sin embargo, a ella la mera idea de un musical le hacía temblar. Así que rezaba para que en el mundo hubiera una mujer con gustos tan raros como los de Jefferson Lambert.
Estaba decidida. Tenía que conseguir que su padre volviera al mundo de las citas. Aquélla se había convertido en su misión. Temía que no encontrara nunca a nadie si continuaba concentrándose en ella y en su trabajo. De modo que, cuando el año anterior su progenitor había recibido una invitación de la asociación de estudiantes de la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, se había entusiasmado, convencida de que sus oraciones por fin habían encontrado respuesta.
La invitación era para un gran encuentro de estudiantes. Sabiendo que su padre probablemente iría solo, Emily había reunido hasta el último penique que tenía para pagar a una agencia de contactos con el fin de que le proporcionara a su padre una cita una vez estuviera en Nueva Orleans.
Pero había tenido que parar todos sus planes en el momento en el que su padre le había informado de que no tenía ninguna intención de asistir a aquella reunión. Había subrayado su decisión arrugando la invitación y tirándola a la papelera. Emily la había rescatado de allí a la mañana siguiente. Y había vuelto a hacerlo unos días después. En ambas ocasiones, había alisado la invitación y se la había colocado de nuevo en la mesa, donde se suponía que tendría que estar en aquel momento.
Pero no estaba.
Bajó la mirada y la vio en la papelera. Emily suspiró y se agachó para volver a tomar aquel papel que representaba, o al menos eso esperaba, su primer paso hacia la independencia.
—Se te ha caído esto, papá —anunció alegremente.
Jefferson Lambert apartó sus ojos de color azul grisáceo de la pantalla del ordenador y miró a aquella jovencita que era todo su mundo. A los cuarenta y siete años, todavía era capaz de jugar un partido de tenis sin terminar exhausto. Alto, atlético, tenía el pelo negro y liso, como su hija. Algunas hebras grises estaban comenzando a clarear sus sienes, mostrando que no era tan joven como inicialmente parecía.
Para tomarle el pelo, le decía a su hija que cada una de esas canas se llamaba Emily, en honor a la persona responsable de su aparición.
—No, no se me ha caído —le contestó a Emily pacientemente—. Ya te lo he dicho, no pienso ir a esa reunión. Tengo muchas cosas que hacer aquí y, además, será una pérdida de tiempo.
El tiempo era algo que Emily sentía que la gente tenía derecho a perder de vez en cuando, sobre todo si se pasaban la vida haciendo cosas para los demás. Su padre necesitaba hacer algo para sí mismo, aunque sólo fuera para variar.
—Papá…
—Emily…
Emily frunció el ceño. Odiaba que su padre la imitara, sobre todo cuando estaba intentando hacer algo por su propio bien. Y si ese algo también podía beneficiarla a ella, pues mucho mejor. Dos por el precio de uno. Pero en aquel momento, su principal preocupación era que su padre tomara el camino correcto.
—Papá, necesitas salir, divertirte un poco.
—Ya me divierto —protestó Jefferson con humor—. Me divierto mucho contigo.
—Me refiero a divertirte con adultos —especificó ella—. El tío Blake estará allí —le recordó—. ¿No quieres verlo?
Blake Randall había sido compañero de habitación de Jefferson en Tulane. Y eran miembros de la misma asociación. Nadie que los conociera habría podido pensar que eran amigos. Jefferson y Blake eran tan diferentes como el día y la noche. Pero quizá por eso se llevaran también. Habían permanecido muy unidos después de su graduación, tanto que Jefferson le había pedido a Blake que fuera el padrino de su hija cuando se había enterado de que Donna estaba embarazada.
A partir de entonces, Blake no dejaba nunca de ir a verlos durante las fiestas, cargado de regalos, con el único propósito de mimar a Emily. Blake no tenía familia, sólo estaba comprometido con su trabajo. Jefferson lo veía como un hombre completamente desarraigado y no habría querido vivir su vida ni siquiera durante un fin de semana.
—Acabamos de ver a Blake en Navidad y estoy seguro de que volverá pronto. Nunca se pierde tu cumpleaños.
Emily elevó los ojos al cielo con gesto dramático. Su cumpleaños era un junio. Y a ella lo que le interesaba era el presente.
—Dentro de seis meses el mundo puede haber desaparecido, papá —protestó—. O haber sido arrasado, como ocurrió en Nueva Orleans con el Katrina. Por si no lo has notado, estamos viviendo un momento en el que todo pasa muy rápidamente.
—Entonces, quizá algunos de nosotros deberíamos intentar ir más despacio.
—Papá, ¿no quieres hacer vida social? —gritó Emily, frustrada—. No siempre voy a tener dieciséis años, ¿sabes? Yo también tengo que vivir mi propia vida —y añadió lo que ella pensaba era el argumento definitivo—: Algún día, tendré que irme de casa y casarme.
Jefferson se apartó ligeramente del escritorio y le dirigió a su hija una larga y escrutadora mirada.
—Entonces, supongo que será mejor que intente disfrutar de ti mientras todavía tenga oportunidad.
Estaba siendo extremadamente difícil, pensó Emily, sintiendo que su paciencia estaba al límite.
—¿Qué vas a hacer cuando me vaya de casa?
Jefferson suspiró y la miró desconsolado.
—Sentarme en la mecedora y disfrutar de los recuerdos que me queden de cuando sólo tenías dieciséis años.
Emily elevó los brazos al cielo. Aquello no tenía sentido. Su padre era un hombre maravilloso, un buen hombre. Nadie lo sabía mejor que ella. Pero cuando quería, podía mostrarse también completamente inflexible. Lo que necesitaba, decidió, era buscar a alguien con influencia. Necesitaba a su tío Blake.
—Renuncio —anunció.
—Ésa es mi chica —Jefferson resistió la tentación de revolverle el pelo como cuando era niña—. Siempre ha sabido retirarse a tiempo —le guiñó un ojo y volvió a su trabajo.
Pero Emily no había renunciado, todavía no.
Con movimientos rápidos, se retiró a su dormitorio, cerró la puerta tras ella y sacó el teléfono móvil. Tenía teléfono en su habitación, pero no quería arriesgarse a que su padre la descubriera hablando.
A diferencia de otras ocasiones en las que había llamado a Blake, aquel día lo encontró en casa. En cuanto oyó su voz vibrante y alegre, tuvo la sensación de que todo iba a salir bien. Cuando su tío Blake se proponía algo, no había nada que pudiera detenerlo.
—Tío Blake, soy Emily.
—Hola, cariño, ¿cómo está la chica más guapa de Massachussets?
Emily no necesitó nada más. En menos de un minuto, ya le había contado todo. Con Blake, sabía que podía comportarse como la eufórica adolescente que no podía ser con su padre.
—Destrozada. No consigo que papá vaya a esa reunión.
Oyó una risa al otro lado del teléfono.
—¿Y para ti por qué es tan importante que vaya, cariño?
Emily no veía razones para mentir.
—No sé, había pensado que pasar algún tiempo fuera de casa podría ayudarlo a soltarse un poco. A aprender a divertirse. Al fin y al cabo, pronto dejará de ser joven y necesita encontrar una mujer antes de que sea demasiado viejo para gustarle a nadie.
—Vaya.
Emily se mordió el labio. No pretendía insultar a su padrino. Y sabía que la gente mayor podía ser muy susceptible con la cuestión de la edad.
—Ya sabes lo que quiero decir, tío Blake. Mi padre vive como un anciano. Y yo quiero que se comporte como tú.
—Buena salida.
—El caso es que he estado ahorrando para pagarle un servicio de acompañantes que vi en Internet. Pensaba que, si podía conseguirle una cita mientras estaba contigo en esa reunión, a lo mejor…
—Eh, eh, tranquila. ¿Has dicho un servicio de acompañantes?
Emily comenzó a temer que su padrino se enfadara.
—Sí —contestó, alargando la respuesta, como si estuviera esperando la regañina que llegaría a continuación.
Para su inmenso alivio, Blake se limitó a reír a carcajadas. Definitivamente, pensó Emily, todo iba a salir bien.
—Ahórrate ese dinero, Em —le aconsejó Blake—. Conozco a alguien que podría conseguirle una cita sin dinero de por medio.
—¿De verdad?
—De verdad. Tú déjame eso a mí.
—¿Y si papá no va, tío Blake? No puedes atarlo y obligarlo a subir al avión.
—No hará falta —le aseguró Blake—. Tu padre irá a esa reunión y lo hará con la cita que vamos a prepararle, así que no te preocupes.
Emily intentó no preocuparse. Si su padrino decía que algo iba a ocurrir, indefectiblemente ocurría. Así de sencillo.
—Tío Blake, eres el mejor.
—Eso no lo voy a discutir —respondió Blake entre risas.
Emily se levantó de la cama y comenzó a buscar por su escritorio. Había escondido el formulario debajo de uno de sus libros de texto para que su padre no pudiera verlo en el caso de que entrara en su dormitorio mientras ella estaba fuera.
Sí, todavía estaba allí, se felicitó mientras sacaba el papel de debajo del libro.
—De acuerdo, en cuanto cuelgue, te enviaré por fax el formulario que he rellenado con sus datos.
—Así que ya lo has rellenado —oyó que decía su tío Blake, maravillado, al otro lado del teléfono.
—Claro, ¿por qué no iba a hacerlo? —le parecía lo más lógico.
—Eres digna hija de tu padre, Em. Y mucho más guapa —bromeó—. Envíame ese fax y yo se lo haré llegar a mi amiga. Tiene una agencia de contactos y le preguntaré si puede conseguirme a alguien que acompañe a tu padre a esa reunión.
—Tiene que ser guapa —le advirtió Emily rápidamente.
Su padre no era un hombre que se fijara especialmente en el físico de las mujeres, pero ayudaría que su primera cita después de tantos años fuera guapa.
—Comprendido.
—Y divertida.
—Naturalmente.
¿Y qué más? ¿Qué más?, pensó Emily con la mente corriendo a toda velocidad. ¿Qué era lo que valoraban los adultos? Entonces pensó en el chico de su clase de biología.
—Y sexy.
Blake se quedó en silencio durante unos segundos y después soltó una carcajada.
—¿Cuántos años me has dicho que tienes, Emily?
Emily sabía que estaba bromeando pero, por si continuaba viéndola como a una niña, decidió aclarárselo.
—Tío Blake, ya no soy una niña.
—No, ya ni siquiera los niños son niños —respondió Blake con una nota de tristeza. El mundo corría demasiado. Y sabía que Jefferson estaría de acuerdo con él.
—¿Que has hecho qué? —preguntó Jefferson varios días después.
Normalmente, jamás alzaba la voz. Pero aquello no tenía nada que ver con la normalidad. Se quedó mirando a su hija de hito en hito esperando una respuesta.
Aquel día, había salido antes del despacho con intención de llevar a Emily a jugar al tenis y después quizá a cenar, si ella no tenía muchos deberes. Pero antes de que hubiera podido decirle una sola palabra a su hija, ésta había ido a buscarlo al estudio con el teléfono inalámbrico, anunciando que «tío Blake» quería hablar con él.
Inmediatamente Jefferson comprendió que en menos de unos minutos iba a llevarse un disgusto. Aquella sensación aumentó en cuanto Emily presionó el botón de manos libres. En vez de retirarse y dejar que hablara con Blake a solas, le había hablado precipitadamente de la razón de la llamada y de lo emocionada que estaba.
Enfrentado a la verdad, Jefferson estaba muy lejos de ser feliz. Sus ojos se oscurecieron, al igual que su expresión.
Emily intentaba no perder el valor. No era habitual ver a su padre tan enfadado.
Se aclaró la garganta y repitió lo que acababa de decirle a su padre.
—Te he dicho que el tío Blake te ha encontrado una cita para cuando vayas a esa reunión de los antiguos miembros de la asociación de estudiantes de Tulane.
Jefferson ignoró el teléfono que su hija sostenía en la mano.
—En primer lugar, no voy a ir a ninguna reunión, creo que eso ya lo habíamos dejado claro —le recordó a su hija—. Y en segundo lugar, incluso en el caso de que fuera, cosa que no pienso hacer, no necesito que nadie me busque una cita.
—Bueno, desde luego, no puede decirse que la hayas encontrado, ¿verdad, Jeffy? —lo interrumpió una voz al otro lado del teléfono.
Jefferson frunció el ceño. Blake era la única persona que nunca lo llamaba por su nombre completo. Normalmente, lo toleraba e incluso le gustaba, porque le recordaba lo feliz que había sido cuando Donna todavía formaba parte de su futuro y no de su pasado. Pero en aquel momento, le sacó de sus casillas que lo llamara «Jeffy».
—Entre otras muchas cosas, porque no la estoy buscando —replicó.
—Tío Blake dice que os ha conseguido dos invitaciones para que vayáis tu cita y tú a una performance artística —intervino Emily.
Intentaba parecer confiada, pero por dentro se sentía como si todos sus huesos estuvieran cruzando unos dedos imaginarios.
—Una performance artística —repitió Jefferson, como si aquellas palabras le hubieran dejado un sabor amargo en la boca—. ¿Y qué demonios es eso?
Emily esperó un segundo para ver si su padrino decía algo. Como no salía ningún sonido del teléfono, dijo rápidamente:
—Es un…
Jefferson hizo un gesto con la mano. Fuera lo que fuera, sonaba raro, y a él no le gustaban las cosas raras.
—No importa. No necesito saberlo porque no pienso ir.
—Sylvie va a sufrir una gran desilusión —replicó Blake.
—Estoy convencido de que lo superará, sea quien sea Sylvie.
—Sylvie Marchand —le aclaró Emily.
Blake le había explicado quién era aquella mujer antes de que ambos hubieran reunido fuerzas para darle la noticia a su padre. A Emily ya le gustaba Sylvie. Sólo rezaba para que, cuando llegara el momento, fuera capaz de perdonarle que hubiera sido ella la que había rellenado el formulario. Pero había sido una cuestión de necesidad. Sobre el papel, su padre podía parecer un hombre soso y aburrido. Emily tenía la sensación de que nadie querría salir voluntariamente con él. Y su padre se merecía lo mejor.
—Es tu cita, papá.
Jefferson miró a su hija y comprendió que estaba hablando completamente en serio. Pero aquello no era algo que estuviera dispuesto a hacer por ella.
—No es mi cita. Yo no quiero tener ninguna cita.
Emily apretó los labios y lo miró. De pronto, se le ocurrió algo en lo que no había pensado hasta entonces y abrió los ojos como platos.
—Papá, tú… no serás…
Se le quebró la voz y descubrió que de pronto le faltaban las palabras. Pero él era su padre y lo quería. Y si quería hacer algo por él, tenía que saber la verdad. No iba a ganar nada dando marcha atrás. Lo único que tendría que hacer sería modificar sus planes. Así que tomó aire y disparó:
—Papá, ¿te gustan los hombres?
Jefferson clavó la mirada en el auricular que su hija sostenía en la mano y pensó en el hombre que había al otro lado.
—No, no soy lo que tú ya sabes —respondió.
Emily le brindó entonces una sonrisa luminosa. Una de aquellas sonrisas que Jefferson rara vez era capaz de resistir.
—Entonces, ¿por qué no vas? Papá, ésta es la oportunidad de tu vida. Si no vas, te arrepentirás —se interrumpió—. ¿A cuántas reuniones podrás asistir antes de que tus amigos se empiecen a morir?
A los dieciséis años, Emily pensaba que una persona de veinticinco ya era vieja. Jefferson lo sabía, pero aun así, tenía que admitir que no le hacía mucha gracia que su hija estuviera empezando a verlo como si tuviera un pie en la tumba.
Había una forma de contraatacar: actuar como si fuera más joven. Pero era más fácil pensarlo que hacerlo.
Jefferson la miró en silencio y después señaló el teléfono.
—No me gusta que hagáis este tipo de cosas a mis espaldas.
—No habríamos tenido que hacerlas si te hubieras mostrado de acuerdo desde el principio —contestó Blake en su defensa—. Emily y yo sólo queremos lo mejor para ti, ¿verdad que sí, Emily?
—Verdad —contestó ella de corazón. Miró después a su padre—. Por favor, papá. Por favor, ve a esa reunión. Y sal con esa mujer que el tío Blake ha encontrado para ti.
Pestañeó y lo miró con aquella expresión que Jefferson nunca había podido resistir. En lo que a Emily se refería, era un auténtico incauto.
Jefferson asintió con un suspiro.
—De acuerdo, tú ganas. Iré.
Comenzó a buscar la invitación en la papelera, donde la había tirado la noche anterior después de haberla hecho pedazos para asegurarse de que no pudiera volver a aparecer en su escritorio.
Con una sonrisa y señalando el escritorio, Emily puso fin a sus esfuerzos. Cuando se inclinó hacia delante, Jefferson vio la invitación en la mesa, reconstruida como un veterano de guerra.
Jefferson tomó la invitación, sacudió la cabeza y sonrió.
—Supongo que si estás tan decidida a que vaya a esa reunión, es lo menos que puedo hacer por ti.
Entusiasmada, Emily se lanzó a sus brazos mientras Blake gritaba por el teléfono:
—¡Bien hecho, Jefferson!
A los treinta y cinco años, Sylvie Marchand continuaba mostrando un increíble entusiasmo por la vida. Siendo años atrás una artista en ciernes con considerable talento, había viajado a lugares como Nueva York, Los Ángeles o París y, durante todo ese tiempo, había tenido algunas relaciones apasionadas, satisfactorias y relativamente cortas. La última había sido con un músico de rock llamado Shane Alexander y, más que satisfactoria, podría definirse como tórrida y breve.
Aquella relación le había dado el mayor tesoro de su vida, su hija de tres años Daisy Rose. Pero lejos de amargarla, los acontecimientos de aquellos años habían hecho a la tercera de las cuatro hijas de Anne y Remy Marchand consciente de que la vida era algo que había que tomar con ambas manos y, sobre todo, saborear. Todo lo que había vivido le había enseñado lo que también había aprendido la Dorothy del Mago de Oz: no había un lugar como la propia casa. Y la familia, si uno tenía la suerte de contar con ella, siempre era lo primero.
Lo cual explicaba por qué Sylvie había vuelto a Nueva Orleans. Había regresado a casa el año anterior para dirigir la galería de arte que formaba parte del hotel de la familia. Tanto ella como su hermana mayor, Charlotte, que en aquel momento asumía la dirección del hotel, habían estado al lado de su madre cuando ésta había sufrido un ataque al corazón cuatro meses atrás.
Aquel golpe había impactado profundamente a Sylvie, haciéndola enfrentarse a la mortalidad del ser humano. Su adorado padre había muerto en un trágico accidente cuatro años atrás, a los sesenta y un años. Aquélla había sido una muerte difícil de superar, pero Sylvie jamás había pensado que pudiera ocurrirle algo a su madre.
Anne Robichaux Marchand siempre había sido una fuerza imparable. Años atrás, Anne y Remy habían sabido estar en el lugar y en el momento adecuados y se habían hecho cargo de un hotel cuyo propietario estaba pasando por momentos difíciles. El hotel, al que habían rebautizado como hotel Marchand, estaba formado por cuatro mansiones diferentes. Con el buen criterio de Anne y las habilidades culinarias de Remy, había llegado a convertirse en un establecimiento de cuatro estrellas. Situado a pocos metros de Jackson Square, en una de las manzanas originales del barrio francés, el hotel daba refugio a los turistas que acudían en masa a la ciudad, sobre todo para el Martes de Carnaval.
Desde que Sylvie podía recordar, su madre había sido una persona adicta al trabajo y, tras la muerte de su marido, se había entregado plenamente al hotel. El ataque al corazón la había obligado a parar, pero Anne insistía en que necesitaba volver al trabajo. El hotel tenía una doble hipoteca y Anne temía que pudiera hundirse si ella no estaba allí para supervisarlo todo.
Charlotte estaba convencida de que la única manera de persuadir a su madre para que se retirara era asegurarle que sus hijas se iban a encargar del negocio familiar.
De modo que Charlotte había ocupado la posición de su madre y había llamado a Renee y a Melanie, que habían regresado obedientemente, aunque sin mucho entusiasmo, al redil. Melanie había aportado su saber a la cocina de Chez Remy, el restaurante que su padre había hecho famoso, mientras que Renee, que trabajaba como jefa de relaciones públicas y productora para un estudio de Hollywood, se aseguraba de que el hotel conservara sus cuatro estrellas.
En cuanto a Sylvie, bueno, ella siempre había tenido talento para el arte. No muchos años atrás, soñaba con llegar a ser pintora. Y, durante algún tiempo, aquél le había parecido el camino a seguir. Había tenido la suerte de poder exponer en una galería de Nueva York, donde había llevado una vida bohemia, y estaba deseando poder pasar hambre en una buhardilla, preferiblemente de París, mientras se dedicaba a su arte. Pero la vida la había llevado por caminos muy diferentes después de haber ido a ver a Renee a Los Ángeles. Sylvie se había encontrado de pronto diseñando escenarios y había comenzado su breve aventura con Shane. Todavía estaba viviendo en Los Ángeles cuando su madre la había llamado y le había pedido que se hiciera cargo de la galería de arte.
Sylvie había pasado todo un día intentando decidir si debería cambiar nuevamente de vida. Había consultado su decisión con una niña de enormes ojos, Daisy Rose, consciente de que su hija iba a decir que sí a cualquier cosa que significara poder estar cerca de su abuela.
De modo que Sylvie había vuelto a Nueva Orleans, al hogar, y se había adaptado a su nueva y muy respetable posición. Dirigir una galería de arte no era precisamente lo que había imaginado para su vida. Pero le permitía estar en contacto con el arte y los artistas locales cuyo trabajo exponía.
Además, pensó, su visión del mundo había cambiado mucho desde que se había marchado de Nueva Orleans. Años atrás, estaba completamente pendiente de sus sueños, de su camino, de su futuro. Pero en Los Ángeles, a pesar de que tomaba religiosamente la píldora, se había quedado embarazada. Y al poco tiempo, la habían abandonado.
Tras pasar ocho meses lamentando la pérdida de su libertad, se había descubierto a sí misma completamente enamorada del bebé que había alumbrado tras catorce agotadoras horas de parto. Sylvie había abandonado el hospital con Daisy Rose en brazos y sabiendo que ya no podía permitirse el lujo de seguir comportándose como una joven imprudente. No, cuando aquella cosita tan perfecta dependía totalmente de ella.
Así que había madurado. Aunque no del todo. Su naturaleza bohemia continuaba viva dentro de ella.
Su hermana mayor, Renee, caminó hacia ella por el vestíbulo del hotel, blandiendo un papel y diciéndole que en él figuraba el perfil de su cita.
Sylvie se detuvo cuando estaba a punto de decirle al transportista que apoyara la caja que acababa de llevarle contra la pared. El parquet de la galería estaba recién barnizado y quería asegurarse de que no lo estropearan más de lo estrictamente necesario.
—¿Cita? —repitió Sylvie, mirando de hito en hito a aquella rubia cuya figura envidiaba en secreto—. ¿Qué cita?
—Señora March —dijo el transportista, abreviando su apellido mientras sujetaba la caja.
Era obvio que quería dejarla allí y volver cuanto antes a su destino.
—Déjela allí —señaló hacia la pared—. Sólo necesito que abran las cajas y después pueden marcharse.
Su anuncio fue recibido con alivio por parte de los dos hombres.