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Dar a luz en un aparcamiento no era precisamente lo que Stephanie había planeado cuando accedió a convertirse en madre de alquiler. Fue entonces cuando se enteró de que Sebastian Caine se había convertido en médico... y estaba dispuesto a ayudarla. ¿Estaba ella dispuesta a confiar en el hombre que le había roto el corazón tantos años antes? ¡Jamás! Normalmente, Sebastian asistía los partos y luego dejaba que las madres se marcharan con sus pequeños; pero Stephanie estaba dispuesta a criar a los gemelos ella sola, después de que sus padres biológicos hubieran muerto, así que él no podía hacer otra cosa que tratar de ayudarla... en todo lo que pudiera.
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Seitenzahl: 197
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Marie Rydzynski-Ferrarella
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Destinados al amor, n.º 150 - octubre 2018
Título original: An Abundance of Babies
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1307-201-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
Había pasado más de un semana y seguía sin quitarse de encima la impresión de que el mundo se derrumbaba a su alrededor.
Le resultaba difícil centrarse, intentar superar el último contratiempo que le había deparado la vida. Aunque había tenido una infancia más que acomodada y no le había faltado de nada, al menos en el terreno económico, Stephanie Yarbourough había conocido también su ración de contratiempos. Pero hasta entonces había conseguido superarlos.
El primero de ellos fue su madre. Joan Yarbourough desapareció un buen día, sin molestarse ni en enviar una felicitación por Navidad que indicara que recordaba que, al abandonar a su esposo, había dejado atrás también una hija y un hijastro. A Stephanie le llevó tiempo, pero creía haber superado el golpe de sentirse olvidada a los ocho años.
Y luego llegó lo de Sebastian, que desapareció de su vida el verano anterior a que ella cumpliera los veintiuno. Pero también lo había superado ya, ¿no?
Bueno, quizá no del todo, pero al menos sí hasta el punto de seguir adelante con su vida. La rabia ayudó a vencer el dolor, el pozo sin fondo de verse abandonada sin una palabra de explicación.
Pero el último golpe del destino la había alcanzado de pleno. Y no estaba nada convencida de poder llegar a superarlo alguna vez.
Sintió la patada. ¿O eran patadas? Se producían en rápida sucesión, como si quisieran recordarle que no estaba sola.
Se dijo con firmeza que no tenía más remedio que intentar superarlo. No solo por ella, también por los niños que llevaba en el vientre. Lo sucedido los afectaba tanto como a ella.
Quizá más.
Sonrió con tristeza y se llevó una mano al vientre abultado. Los hijos de Holly y Brett, que ya nunca podrían abrazarlos.
—¿Se encuentra bien, señorita Yarbourough?
Parpadeó y miró al farmacéutico, que se hallaba al otro lado del mostrador. Había una chispa de preocupación en sus ojos marrones.
—¿Qué?
—Le he preguntado si se encuentra bien. Parecía que se hallaba a muchos kilómetros de aquí.
Stephanie cambió la sonrisa de tristeza por otra de complacencia. Siempre se le había dado bien fingir; ya en las rodillas de su padre había aprendido que no debía permitir que los demás supieran lo que pensaba.
Entregó al hombre el billete que tenía en la mano.
—Y estaba muy lejos de aquí—dijo.
—Espero que fuera un lugar con aire acondicionado —Silas Abernathy sonrió y le dio el cambio.
La joven guardó las monedas con aire ausente. El farmacéutico le tendió una bolsa y miró su vientre hinchado.
—Ya falta poco, ¿eh?
—Muy poco —confirmó la joven.
Tomó la bolsa de papel con las vitaminas prenatales que le había recetado Sheila Pollack, su ginecóloga, pues seguía peligrosamente anémica.
No estaba preparada para recibir a aquellos niños de los que de repente tenía que hacerse cargo. No deberían haber sido hijos suyos, sino de Brett y Holly. Y no sabía si podría darles el cariño que necesitaban.
¡Holly y Brett se habían mostrado tan llenos de amor por ellos desde el momento en que el test dio positivo!
Quizá incluso antes.
Se despidió del farmacéutico y salió. Su rostro recibió una bofetada del calor del sur de California. Hasta el aire que respiraba parecía pesado.
Todo tendría que haber sido muy sencillo. Mucho menos complicado que la mayoría de los acuerdos con madres de alquiler. Su hermano Matthew, abogado, había insistido en que firmaran documentos, aunque ella no lo creía necesario. Había hecho aquello por Holly, la mujer que había sido más que una hermana para ella y a la que había estado más unida que a su propio padre.
Y la idea había partido de ella. Holly y Brett empezaron por oponerse, y tuvo que convencerlos de que estaba más que dispuesta a ayudarlos a cumplir su sueño de ser padres.
Pero las cosas empezaron a complicarse desde el principio.
Poco después de que se confirmara el embarazo, le dijeron que esperaba mellizos. Sheila estaba exultante de alegría cuando se lo dijo.
La fertilidad personificada, eso era ella. Pero, por otra parte, ya lo sabía. También se había quedado embarazada la única vez que estuvo con Sebastian.
Un niño del que él nunca supo nada. Un niño que perdió poco después de perderlo a él. Casi parecía que no se le permitiera conservar nada que pudiera recordarle que él había estado en su vida.
Excepto los recuerdos que no parecía capaz de erradicar de su mente por mucho que lo intentara.
No le cabía duda de que él la había olvidado hacía tiempo.
Pero no importaba. De aquello hacía ya siete años, y lo único que importaba ahora eran los niños.
Se llevó de nuevo la mano al vientre. Tenía dos niños en camino y ya no había padres esperando su llegada.
¡Maldición! ¿Por qué tenía que complicarse tanto la vida? ¿Por qué no podía salir todo bien para variar? ¿Era mucho pedir?
Se apartó el pelo del cuello y salió de la sombra que proyectaba el toldo de la farmacia para ir hacia el aparcamiento. Sentía el calor subiéndole por las piernas. El asfalto daba la impresión de ir a derretirse en cualquier momento.
Y seguramente lo mismo haría ella. Nunca había soportado bien el calor y en esos momentos, embarazada, la molestaba más que nunca.
Miró a su alrededor con un suspiro e intentó recordar dónde había dejado el coche con su aire acondicionado.
Stephanie Yarbourough.
Verla fue como un puñetazo directo al estómago.
No porque fuera la última persona que esperara encontrar allí. Después de todo, ella era de Bedford, igual que él. Pero no esperaba verla así.
Embarazada.
Stephanie llevaba dentro el hijo de otro hombre.
¿Y por qué no? Tenía todo el derecho a seguir con su vida. ¿Acaso no se había marchado él de Bedford por eso?, ¿para permitirle hacer su vida con alguien de su clase? Alguien que supiera qué tenedor usar y qué palabras decir. Alguien del que nunca se avergonzara, que pudiera darle todo lo que él no podía.
Sí, esa había sido la razón de su marcha. Pero había pasado el tiempo y tenía que reconocer que no había considerado ni por un momento la posibilidad de que Stephanie se hubiera entregado a otro.
Lo cierto era que la quería para sí. Y no por un deseo vano por su parte, sino porque la amaba. Y quería seguir amándola siempre. Y deseaba que ella lo amara del mismo modo.
Pensó con cinismo que eso demostraba lo ingenuo que había sido. Se inclinó sobre el volante para verla mejor. En su mente, Stephanie había seguido siendo la jovencita de veinte años que él había amado.
Pensó en apretar el acelerador. Olvidar la imagen que acababa de ver y continuar su camino, física y mentalmente. Después de todo, no había vuelto a Bedford para seguir donde lo había dejado. Había vuelto porque lo necesitaban.
Pero en lugar de seguir, echó el freno de mano y apagó el contacto. Salió del coche.
—Stevi…
La joven se quedó inmóvil al oír su voz. A pesar del agobiante calor, sintió un escalofrío en la espina dorsal. Se dijo que no podía ser, que todo era obra de su imaginación.
Igual que había creído oír su voz llamándola un millón de veces antes desde su marcha.
Solo una persona en el mundo la llamaba Stevi. Y esa persona había salido de su vida casi siete años atrás.
Se volvió despacio, decidida a demostrarse a sí misma que había oído mal.
Rezando para que fuera así.
Rezando para que no lo fuera.
Sus miradas se encontraron al instante. Stephanie notó que el corazón se le paraba un segundo y aceleraba luego su ritmo de tal modo que casi se sintió mareada.
La furia la inundó de inmediato, quizá como un mecanismo de defensa.
La vida no era justa. Sebastian Caine no tenía que estar allí, ni mucho menos parecer tan guapo.
Su rostro era más delgado y bronceado de lo que recordaba. Su expresión de «chico malo» se había acentuado. Y eso lo hacía aún más atractivo.
Se quedó inmóvil con los puños cerrados. Había olvidado su coche, su estado…, todo excepto al hombre que acababa de materializarse ante ella sin previo aviso.
Del mismo modo que había desaparecido un día.
Si la vida fuera justa, Sebastian estaría gordo, feo y calvo, y no tendría aquellos rizos castaños que ella ansiaba tocar con los dedos.
Sentía los pies pegados al asfalto. A medida que Sebastian avanzaba, casi podía ver cada músculo moviéndose de modo independiente pero en armonía…, como un jaguar que persiguiera a su presa.
Excepto que allí no había ninguna presa. Y Stephanie tenía la sensación de haber engordado media tonelada en los dos últimos segundos.
Pero ¿qué importaba? Tampoco la había querido cuando era delgada como una modelo y estaba más que dispuesta a renunciar a su mundo por él.
Levantó la barbilla y trató de localizar su coche por si tenía que salir huyendo. ¿Por qué siempre olvidaba dónde aparcaba? ¿Y por qué precisamente aquella vez?
Vio su coche. No estaba lejos, pero como no podía llegar hasta él sin cruzarse con Sebastian, buscó en su interior lo que durante años le había inculcado su padre y fingió una sonrisa distante.
—Hola, Sebastian. ¿Qué tal estás?
La frialdad de la voz de Stephanie lo golpeó como un iceberg. Se dijo que no había hecho bien en llamarla. Pero tenía que verla de cerca, aunque perteneciera ya a otro hombre.
No había tenido elección.
No era tan fuerte. Desde su llegada el día anterior, no había tenido tiempo de reforzar su escudo contra la única mujer a la que se había permitido querer. Solo deseaba mirarla a los ojos una última vez.
—Estoy bien —musitó él, y sin pensar, le tomó la mano para estrechársela—. Tú tienes buen aspecto —miró su vientre y se esforzó en sonreír—, pero estás muy sonrojada.
—Es el calor —repuso ella. Enderezó los hombros—. ¿Has venido de visita?
La sonrisa de él se volvió enigmática.
—Es algo más complicado que eso —dijo.
Miró por encima de la cabeza de ella. Cerca había una cafetería con media docena de mesas en la puerta. Un sitio nuevo. Todo era nuevo salvo lo que sentía por ella.
—Podríamos tomar un café por los viejos tiempos y refugiarnos del sol —dijo.
Stephanie sintió deseos de gritar, pero se limitó a mirarlo con una frialdad que ocultaba las emociones ardientes que la embargaban. Liberó su mano de un tirón.
—No creo que sea buena idea.
—Comprendo —musitó él, decepcionado a pesar suyo—. Un marido celoso, ¿eh?
No sabía por qué había dicho eso. Los ojos azules de ella lo clavaron en el sitio.
—Hace mucho tiempo que perdiste el derecho a hacer ese tipo de preguntas.
Se volvió, consciente de que si no lo hacía, cometería alguna estupidez como abrazarlo o preguntarle por qué la había dejado. Eso hubiera sido humillante.
Sebastian no se había dignado a escribir en esos siete años, ni a llamar o decirle por qué había hecho lo que había hecho. Y ella no tenía intención de rebajarse a preguntárselo. No había motivos para hacerlo. Conocía el motivo de su marcha. Sin su dinero —porque su padre la habría dejado sin un centavo— no la quería, y ella lo había aceptado por mucho que le doliera.
Se acercó a su coche con la cabeza alta y toda la dignidad de que fue capaz. No tenía nada que ganar hablando con él. Si prolongaba el encuentro, Sebastian acabaría por darse cuenta de que todavía sentía algo.
Él observó cómo subía al coche y lo ponía en marcha. Mentalmente, casi sin darse cuenta, tomó nota de la marca del vehículo y su número de matrícula.
Se dijo que no necesitaba ese tipo de emociones. Tendría que encontrar el modo de lidiar con aquella decepción. Solo necesitaba tiempo, nada más.
Abría ya la puerta de su coche cuando oyó el ruido un frenazo. Se volvió instintivamente a mirar en dirección a Stephanie.
Un vehículo deportivo negro y alargado maniobraba para evitar chocar con el coche de la joven.
La maniobra no tuvo éxito.
El morro del coche negro golpeó con fuerza la parte delantera izquierda del coche de Stephanie.
Sebastian no tuvo tiempo de pensar. Agarró su maletín de médico y corrió hacia los vehículos accidentados sin detenerse a asimilar lo ocurrido.
Alrededor de los dos vehículos comenzaba a arremolinarse la gente, atraída por el ruido del accidente. El conductor del coche negro, un hombre de unos cuarenta años, salió ileso de su vehículo con una expresión confusa en su rostro sin afeitar.
Abrió los ojos con miedo cuando vio que no había movimiento en el asiento delantero del otro coche, mucho más pequeño.
—No la he visto —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. Juro que no la he visto salir.
Un murmullo de voces comenzó a debatir la visibilidad de que habían dispuesto ambos vehículos. Sebastian se abría paso entre la gente usando su maletín de médico a modo de escudo.
—Abran paso —dijo luchando por combatir una oleada de pánico—. Soy médico.
Con un gran esfuerzo de voluntad, se centró en reaccionar de un modo estrictamente profesional. No podía dar rienda suelta a sus miedos o estos entorpecerían lo que tenía que hacer.
No le gustó lo que vio cuando abrió la puerta.
Stephanie tenía los ojos cerrados y en su cabello había sangre de un corte en la frente.
—Stevi, ¿me oyes? —preguntó con voz ronca.
Su voz le llegó a Stephanie a través de un foso sin puente, y tiró de ella obligándola a cruzarlo.
Luchó por levantar los párpados, que parecían pesar cinco kilos cada uno. Descubrió que le suponía un gran esfuerzo formar palabras. Tratar de atravesar el dolor que la inundaba dejándola sin aliento. Le costaba mucho hablar.
—No grites —dijo con voz ronca, cada sílaba resonaba en su cabeza con la fuerza de un martillo—. ¿Por qué no voy a oírte?
Una oleada de alivio inundó a Sebastian. Estaba consciente. Quizá el corte de la frente fuera todo lo que tenía.
Se arrodilló a su lado y le miró las pupilas. No vio que estuvieran más dilatadas de lo normal.
—¿Sabes qué día es hoy?
Alguien le golpeaba la cabeza con un yunque. Se llevó una mano allí donde le dolía y sintió algo pegajoso en los dedos.
—El tercer peor día de mi vida —notó que le apartaba la mano de la frente—. O quizá el segundo —corrigió.
Sebastian se centró en su estado, sin darse tiempo a pensar en lo que había dicho. Examinó el corte de la frente y luego pasó las manos por sus extremidades en busca de fracturas. No las había.
Stephanie descubrió que tenía que luchar por seguir consciente. La cabeza se empeñaba en darle vueltas. Sentía vagamente las manos de él.
—Vaya momento para propasarte conmigo —dijo con voz débil—. Hay testigos.
Sus ojos se encontraron un instante. Estaba bromeando. Y por un momento, él se sintió arrastrado a otra época, cuando las bromas entre ellos eran algo normal.
—Solo quiero comprobar que no hay nada roto —le aseguró—. Y parece que no.
—Te equivocas, Sherlock —consiguió decir ella con esfuerzo—. Creo que acabo de romper aguas.
¡Maldición! Estaba de parto. Lo notaba por el modo en que ella se agarraba a su brazo. Debería haberlo adivinado antes.
—¿Has salido de cuentas?
Stephanie dio un respingo de dolor y esperó unos segundos antes de contestar.
—Faltan dos semanas.
Se agarró al volante e intentó arrastrarse fuera del coche. Notó con sorpresa que Sebastian la agarraba por los brazos y la sacaba al exterior. Se le doblaron las rodillas y se habría caído al suelo si él no la hubiera sujetado.
Pensó con pánico que había llegado el momento y el corazón se le desbocó en el pecho.
Se olvidó de la gente que los rodeaba y del pasado reciente, y regresó al momento de su vida en que solo podía pedir ayuda a Sebastian. Además, no tenía elección.
—¡Oh, Dios mío! Ya vienen.
—¿Vienen? —miró el vientre de Stephanie. ¿Un parto múltiple?
Ella asintió con la cabeza.
—Mellizos. Voy a tener mellizos.
Sebastian no se permitió pensar en ello. Miró por encima del hombro e hizo señas a una mujer mayor que estaba casi justo detrás de él.
—Pida una ambulancia —dijo.
—Necesitamos algo más que eso —gritó Stephanie, clavándole las uñas en los antebrazos y luchando por no hundirse de nuevo en el dolor—. Vienen de verdad.
Sebastian pensó que era normal que las madres primerizas se asustaran, y Stephanie acababa de tener además un accidente. Siguió sosteniéndola y se esforzó en calmarla.
—Tus contracciones han empezado hace tan solo unos minutos.
—De eso nada —negó ella—. Empezaron esta mañana temprano.
Su intención había sido llamar a la doctora Pollack en cuanto recogiera la receta que había olvidado ir a buscar el día anterior. En los últimos días, desde que recibiera la noticia del accidente de coche en el que habían muerto Holly y Brett, no conseguía pensar con claridad.
Pero ya era demasiado tarde. A juzgar por la rapidez con la que se sucedían las contracciones, los niños nacerían mucho antes de que la doctora Pollack consiguiera llegar allí.
Notó que Sebastian le preguntaba algo e intentó concentrarse.
—¿Qué?
—¿Con qué intervalo vienen las contracciones? —repitió él elevando la voz.
—¿Por qué? —lo miró confusa—. ¿Te vas a poner a hervir agua?
No era su intención mostrarse sarcástica. Estaba enfadada, le dolía mucho y deseaba atacar a alguien. Y él era el más cercano.
—Soy médico —repuso él con sencillez; calculó las posibilidades de olvidarse de la ambulancia y llevarla personalmente al hospital más próximo.
¡Era médico!
La noticia la sorprendió de tal modo que consiguió olvidar el dolor por un instante. Lo había conseguido. Se había hecho médico. Sintió un orgullo súbito e inesperado. Lo miró.
—Lo conseguiste, ¿eh?
Sus palabras eran solo un susurro y Sebastian, al principio, creyó haberlas imaginado. La miró a su vez. Ella siempre había tenido fe en él.
—Sí, lo conseguí.
Stephanie se recostó contra él, perdidas sus energías por la fuerza de las últimas contracciones. Sebastian la tomó en brazos y miró a su alrededor. Tenía que buscar un lugar donde estuviera más cómoda.
Se volvió y vio que la mujer a la que había pedido que llamara a la ambulancia tenía un teléfono móvil en la mano.
—Están en camino —anunció.
—Bien.
Con suerte llegarían a tiempo, aunque empezaba a dudarlo.
Una joven pelirroja con jeans y camiseta ajustada pareció leer sus pensamientos.
—Puede meterla en mi furgoneta —dijo. Corrió a una furgoneta azul y abrió las puertas de atrás—. La cubierta del suelo hace las veces de colchón —dijo con orgullo.
Sebastian no perdió tiempo. Consiguió tumbarla justo cuando Stephanie volvía a clavarle las cinco uñas. Casi pudo sentir con ella el impacto de la contracción.
—Si me destrozas el brazo, no podré usarlo para ayudarte —le advirtió con una sonrisa.
Se acuclilló sobre los talones y tendió la mano hacia las puertas. Stephanie necesitaba intimidad. Sus ojos se encontraron con los de la dueña del vehículo. Después de todo, la furgoneta era de ella.
—Gracias. ¿Quiere entrar?
Pero la mujer retrocedía ya con cierta palidez en el rostro.
—No, no. Esperaré a la ambulancia y les diré dónde están.
Cerró las puertas ella misma y los dejó solos. Solos en la furgoneta de una desconocida. Solos con un pasado doloroso y un presente que amenazaba con partirla por la mitad. Stephanie deseó poder levantarse y salir andando, un deseo imposible en aquel momento.
Aunque tampoco tenía por qué facilitarle las cosas.
—¿Qué te hace pensar que te voy a dejar ayudarme? —su respiración sonaba más y más laboriosa.
Sebastian intentó no prestar atención a la oleada de afecto que lo embargó
—No creo que tengas elección —la levantó con esfuerzo hasta colocarla con la espalda apoyada en el costado de la furgoneta—. A menos que quieras imitar a las pioneras, en cuyo caso te llevo al campo más cercano y sigues tú sola.
El sudor no solo le empapaba el vestido sino también el pelo. Estaba a punto de entrarle en los ojos y ella parpadeó para apartarlo.
—Tienes un corazón ruin, ¿sabes?
Sebastian la miró largo rato, a pesar de la gravedad de la situación.
—Sí —repuso con calma—, ya lo sé, pero ahora no es el momento —miró a su alrededor. Aparte de una cesta de plástico como las de hacer la colada que contenía latas de comida, la furgoneta estaba casi vacía—. ¿Seguro que son mellizos? —preguntó.
—Seguro —apretó los puños preparándose para otra contracción—. O son mellizos o es el bebé más grande de la historia.
La vio palidecer.
—¿Otra contracción?
Ella, centrada en dejar pasar el dolor, solo pudo asentir con la cabeza. Se negaba a ser una de esas mujeres gritonas a las que ridiculizaba la gente.
Jadeó. Y la contracción se alejó, dejándola más agotada que antes. Trató de prepararse para la siguiente.
Apenas si dispuso de cuarenta segundos.
—¿Otra? —preguntó él con incredulidad. Eran más seguidas de lo que esperaba. El parto más rápido que había asistido había durado algo menos de tres horas. Ese daba toda la impresión de ir a durar menos de tres minutos.
Stephanie se mordió los labios resecos. Nadie le había advertido que sería tan horrible. Aunque tampoco le había dicho nadie que fuera a dar a luz en un horno aparcado en la calle, asistida por un hombre al que se suponía que ya no quería.
—Una fuerte —repuso.
Buscó algo a lo que aferrarse, pero no había nada a lo que pudiera agarrarse, nada que la ayudara a contrarrestar el dolor.
Sebastian le subió el vestido. Si no se equivocaba, había subido el telón y había llegado el momento de la verdad.
Un examen rápido le indicó que había acertado.
—Has dilatado del todo.
—Dime algo que no sepa —gruñó ella, obligándose a no gritar.
Sebastian la miró un instante. ¿Qué ocurriría si le decía algo que no sabía? ¿Que, pese a todos sus esfuerzos, la seguía queriendo y seguramente la querría siempre?
No podía decírselo. Era algo con lo que tenía que lidiar él solo.
—Perdona —murmuró; buscó a su alrededor una manta o algo con lo que envolver a los bebés.
No había nada.