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Despertar en tus brazos Michelle Smart Había algo que deseaba aún más que la venganza… volver a tenerla en su cama para siempre. El único deseo que sentía el billonario Stefano Moretti por su esposa, Anna, era el de venganza. Ella lo había humillado abandonándolo, de manera que, cuando Anna reapareció en su vida sin ningún recuerdo de su tempestuoso matrimonio, Stefano llegó a la conclusión de que el destino lo había recompensado con una mano de cartas ganadoras. El plan de Stefano tenía dos etapas: una seducción privada que volvería a atraer a Anna a su tórrida relación, seguida de una humillación pública que igualara o incluso superara la que le había hecho padecer a él. Rescatada por el jeque Kate Hewitt Ambos han sufrido en el pasado y ocultan dolorosos secretos, y no están dispuestos a que vuelvan a hacerles daño. Para proteger el trono, el jeque Aziz al Bakir necesitaba a alguien de confianza con el fin de que se hiciera pasar temporalmente por su prometida, que había desaparecido. Así que el legendario donjuán ordenó a Olivia Ellis, su ama de llaves, que aceptara el papel. Olivia creía que Kadar era el sitio ideal para ocultarse, pero la orden del jeque la haría objeto del escrutinio público. Sin embargo, incluso eso sería más fácil de soportar que la intensa mirada de Aziz. Este, implacable como sus ancestros del desierto, eliminó sus reparos, por lo que Olivia pronto se vio haciendo el papel de reina en público y de amante en su cama.
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Seitenzahl: 774
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca febrero 2018, n.º 135 - febrero 2018
I.S.B.N.: 978-84-9188-051-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Despertar en tus brazos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Rescatada por el jeque
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Comprometida y cautiva
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Un heredero inesperado
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Epílogo
CUÁNTO había bebido?
Anna Robson se llevó las manos a la cabeza, que le dolía como si la estuvieran golpeando con cien martillos por dentro.
Tenía un chichón. Lo palpó con cautela e hizo un gesto de dolor. ¿Se había dado un golpe?
Hizo un esfuerzo por recordar. Había salido a tomar una copa con Melissa… ¿o no había sido así?
Sí, lo había hecho. Había salido con su hermana a beber algo después de la clase de spinning, como solían hacer cada jueves por la tarde.
Al mirar el reloj que había en la mesilla de noche se llevó un sobresalto. La alarma de su móvil debería haber sonado hacía una hora. ¿Dónde lo había puesto?
Miró a su alrededor para ver si lo encontraba, pero se olvidó por completo del asunto al sentir unas repentinas náuseas. Tuvo el tiempo justo para llegar al baño antes de ponerse a vomitar.
Después permaneció sentada junto a la taza del baño como una muñeca de trapo. Trató de recordar la clase de alcohol que había consumido. Normalmente apenas bebía poco más de un vaso de vino blanco cuando salía, pero en aquellos momentos se sentía como si hubiera bebido varias botellas.
En aquel estado no podía ir a la oficina… Pero entonces recordó que Stefano y ella tenían una reunión con el director de una joven compañía de tecnología que su jefe quería comprar. Como de costumbre, Stefano le había pedido que revisara a conciencia todos los informes que había sobre la compañía. Se fiaba de su criterio. Si coincidía con el suyo invertía sin dudarlo en la compañía. De lo contrario, se replanteaba su estrategia.
Pero no iba a quedarle más remedio que enviarle el informe por correo electrónico y explicar que estaba enferma.
Tras deambular como un fantasma por la casa en busca de su portátil y no encontrarlo, dedujo que se lo había dejado en la oficina. No le iba a quedar más remedio que llamar a Stefano para darle la contraseña y decirle que se ocupara él mismo de copiar el informe.
Lo único que tenía que hacer era buscar su teléfono. En la mesa de la cocina encontró un bonito bolso en la encimera. Junto a este había un sobre dirigido a ella.
Parpadeó para mantener la mirada centrada mientras abría el sobre. Leyó la carta que había en su interior, pero no logró encontrarle ningún sentido. Era de Melissa y le pedía perdón por haberse ido a Australia. Prometía llamarle en cuanto llegara.
¿Australia? Debía de tratarse de una broma, aunque el hecho de que su hermana dijera que iba a visitar a la madre que las había abandonado una década antes no tenía nada de gracia. Melissa también añadía que había echado arena en el escalón de la puerta principal para que no volviera a resbalarse en el hielo, y le pedía que acudiera al médico sin falta si la cabeza seguía doliéndole donde se había golpeado.
Anna se llevó instintivamente la mano al chichón que tenía en la cabeza. No recordaba haberse resbalado, ni que hubiera habido hielo en el escalón.
Pero la cabeza le dolía demasiado como para comprender nada, de manera que dejó la carta a un lado y echó un vistazo al interior del bolso. El monedero que llevaba utilizando casi una década estaba en el interior. Se lo había regalado su padre poco antes de morir. ¿Habría hecho un intercambio de bolsos con Melissa? No habría sido nada raro, porque siempre solían intercambiarse las cosas. Lo que sí resultaba raro era que no lo recordara. Pero debían de haberlo hecho, porque en el fondo del bolso también encontró su móvil.
Lo sacó y vio que tenía cinco llamadas perdidas. Se esforzó por enfocar la mirada mientras marcaba el pin.
Pin equivocado. Lo intentó de nuevo. Pin equivocado.
Volvió a meter el teléfono en el bolso con un suspiro. Ya le estaba costando bastante esfuerzo mantenerse en pie como para encima tener que esforzarse en recordar el número. En momentos como aquel se arrepentía de haber prescindido definitivamente del teléfono fijo.
No le iba a quedar más remedio que acudir a la oficina, explicar que se estaba muriendo y regresar a casa.
Antes de vestirse se tomó un analgésico, rogando para que su estómago lo retuviera. Luego volvió al dormitorio y se sentó en el borde de la cama. Cuando volvió la mirada hacia la silla en la que solía dejar preparada la ropa que iba a ponerse al día siguiente se sorprendió al ver el vestido que había en ella. ¿De dónde habría salido? Melissa debía de haber vuelto a hacerse un lío con sus ropas. Careciendo de la energía necesaria para empezar a buscar otro, decidió ponérselo. Era un sencillo vestido negro de manga larga cuya falda le llegaba por encima de la rodilla, pero le costó un buen rato ponérselo.
No se sentía con fuerzas ni para maquillarse, de manera que se limitó a pasarse un cepillo por el pelo antes de salir.
En el porche de la entrada encontró un par de botas negras de gruesas suelas que no había visto antes. Segura de que a Melissa no le importaría que las utilizara, se las puso.
Después cerró la puerta de la casa y bajó cuidadosamente los escalones. Afortunadamente solo tardó un momento en encontrar un taxi. Unos minutos después, este se detenía ante el edificio acristalado situado en el centro de Londres desde el que Stefano dirigía sus negocios. Mientras esperaba en la acera de enfrente a que el semáforo se pusiera en rojo vio que un elegante Mercedes negro se detenía ante el edificio. El portero acudió rápidamente a abrir y Stefano salió del coche.
El semáforo se puso en rojo y Anna cruzó como una autómata sin apartar la mirada de Stefano.
Una mujer alta y rubia salió del coche tras él. Anna no la reconoció, pero había algo familiar en su rostro, algo que le hizo sentirse como si le estuvieran clavando un clavo en el estómago.
Esforzándose por contener las náuseas, entró en el edificio, pasó el bolso por el escáner, esperó a que se lo devolvieran y luego prácticamente tuvo que ir corriendo al baño, donde vomitó en el primer cubículo que encontró abierto.
Un frío y desagradable sudor mojó su piel y supo que había cometido un error acudiendo a la oficina. Jamás se había sentido tan mal.
Tras lavarse las manos y el rostro se miró en el espejo. Tenía un aspecto terrible. Estaba intensamente pálida y su melena negra parecía de estropajo. Se quedó momentáneamente sorprendida al ver la longitud de su pelo. ¿Acaso le habría crecido durante la noche?
Salió del baño y se encaminó hacia los ascensores. Notó que el hombre y la mujer con quienes coincidió subiendo, cuyos rostros reconoció vagamente, interrumpieron su conversación y la miraron con curiosidad. ¿Tan mal aspecto tendría? Salir en la planta número trece supuso un alivio.
Frente al despacho que Anna compartía con Stefano siempre había un montón de secretarias y administrativos. Todos volvieron la cabeza para mirarla cuando salió del ascensor. Un par de ellos incluso se quedaron boquiabiertos.
¿Por qué tenían que mostrar de forma tan evidente que tenía un aspecto horroroso? A pesar de todo, Anna tuvo ánimo suficiente para sonreír. Nadie le devolvió la sonrisa.
Miró a su alrededor en busca de Chloe, su nueva secretaria, que se ponía a temblar cada vez que Stefano aparecía. La pobre no iba a alegrarse precisamente al enterarse de que iba a tener que sustituirla aquel día.
Anna no había querido una secretaria. ¡Ella era la secretaria! Pero Stefano la había cargado con tal cantidad de obligaciones que al final no le quedó más remedio que aceptar.
–¿Y voy a tener un nuevo título profesional? –preguntó con descaro cuando finalmente asumió que iba a tener secretaria, y Stefano la recompensó con una promoción a secretaria ejecutiva y una generosa subida de sueldo.
Pero Chloe no estaba a la vista. Tal vez se había escondido en algún rincón a la espera de que llegara. Pero Anna estaba segura de que acabaría acostumbrándose a Stefano con el tiempo, como solía sucederle a la mayoría de los empleados. Stefano inspiraba en los demás terror y admiración en igual medida.
Cuando se volvió tras cerrar la puerta del despacho se detuvo en seco. Por un instante olvidó por completo su dolor de cabeza y sus náuseas.
Cuando Stefano le ofreció aquel trabajo y le explicó que implicaba compartir con él aquel despacho, ella aceptó con la condición de que le dejara decorar su lado de color verde ciruela. Su primer día de trabajo no pudo evitar reír como una tonta al entrar en el despacho y comprobar que la mitad estaba pintada de un tono crema claro y la otra de color verde ciruela.
Pero aquel día la oficina estaba completamente pintada de color crema.
Acababa de situarse tras su escritorio cuando la puerta se abrió y Stefano apareció en el umbral, tan oscuro y amenazador como siempre.
Pero antes de que Anna tuviera tiempo de preguntarle si había tenido un ejército de decoradores trabajando durante la noche, Stefano cerró de un portazo, se cruzó de brazos y la miró con el ceño fruncido.
–¿Qué haces aquí?
–Tú también no, por favor –murmuró Anna–. Creo que ayer me caí. Sé que tengo un aspecto horrible, ¿pero te importaría simular que parezco la supermodelo de siempre?
Aquello se había convertido en una vieja broma entre ellos. Cada vez que Stefano trataba de camelarla para que saliera con él, Anna hacía algún comentario cortante, normalmente seguido del recordatorio de que las mujeres con las que solía salir eran siempre fabulosas supermodelos y ella sin embargo apenas medía más de un metro sesenta.
–Te romperías el cuello si trataras de besarme –le había dicho en una ocasión.
–¿Quieres que lo averigüemos? –replicó de inmediato Stefano.
Anna no se atrevió a volver a mencionar la palabra besar delante de él. Ya tenía bastante con su imaginación, a la que sucumbió en cierta ocasión, lo que la obligó a pasar una semana simulando que no sentía palpitaciones cada vez que tenía a Stefano cerca.
Era imposible negarlo. Su jefe estaba como un tren, algo que incluso en el estado en que se encontraba no podía dejar de notar. No había ni uno solo de sus rasgos físicos que no le hiciera sentir que se derretía. Medía al menos veinticinco centímetros más que ella, tenía el pelo tan oscuro que parecía negro, una firme nariz romana, unos generosos labios y una marcada mandíbula cubierta a medias por una incipiente barba. Sus ojos eran de un color verde que podía pasar del oscuro al claro en un instante. Anna había aprendido a interpretar sus miradas, que solían corresponderse exactamente con el humor del que estaba. Y aquella mañana parecían más oscuros que nunca.
Pero Anna no se encontraba en el mejor momento para tratar de deducir qué significaría aquella mirada. El analgésico apenas le había hecho efecto y las sienes le palpitaban de dolor. Se apoyó un momento en el borde del escritorio antes de sentarse y notó de inmediato algo extraño. Su mesa estaba hecha un caos, y ella siempre solía tenerla perfectamente ordenada. Aquello era una locura. Y además…
–¿Qué hacen esas fotos de gatos en mi escritorio? –ella era una persona de perros, no de gatos. Los perros eran leales. Los perros no te abandonaban.
–El escritorio de Chloe, querrás decir –replicó Stefano con severidad.
Anna ladeó la cabeza y suspiró.
–No te burles de mí –rogó–. Solo he llegado veinte minutos tarde, y tengo la cabeza…
–No puedo creer que hayas tenido el valor de presentarte aquí de esta manera –interrumpió Stefano.
–Sé que no estoy bien –reconoció Anna–. De hecho me siento como una especie de muerto viviente, pero me dejé aquí el ordenador y tenía que entregarte el informe. Me temo que Chloe va a tener que sustituirme en la reunión.
Stefano esbozó una despectiva sonrisa.
–¿Se trata de una nueva táctica?
Anna no entendía qué estaba pasando. Una de las ventajas de trabajar con Stefano era que este siempre decía sin rodeos lo que pensaba, aunque siempre con su marcado acento italiano
–Menos mal que aprendí inglés solo –solía decir con desdén a sus empleados–. Si lo hubiera aprendido de vosotros solo sabría hablar de paparruchadas autoindulgentes.
Anna siempre sonreía cuando le oía decir aquello.
Fue ella la que le enseñó las palabras «paparruchadas autoindulgentes» la primera semana que trabajó para él. Y su fuerte acento italiano hacía que sonaran aún más divertidas. Desde entonces le había enseñado un montón de insultos y palabrotas, la mayoría de las cuales fueron inicialmente dirigidas a él.
Lo que hacía que aquella situación resultara aún más confusa.
–¿De qué estás hablando?
Stefano dio un paso hacia ella.
–¿Ha estado tomando últimamente clases de teatro, señora Goretti?
–¿Señora…? –Anna cerró un momento los ojos y movió la cabeza para tratar de despejarse, pero solo consiguió experimentar una punzada de dolor–. ¿Estoy en medio de una pesadilla o algo parecido?
Cuando abrió los ojos vio que Stefano estaba muy cerca de ella.
–Estás jugando muy bien al juego que sea. Dime cuáles son las reglas para saber qué hacer –aunque Stefano dijo aquello con aparente delicadeza, la amenaza que había tras sus palabras resultó inconfundible.
Anna abrió de par en par sus bonitos ojos color avellana. Stefano pensó que era evidente que había estado practicando aquella expresión de inocencia desde que la había visto por última vez, un mes atrás.
Ya había pasado todo un mes desde que lo había humillado ante su propia junta directiva y se había ido de su vida.
Apoyó las manos en el escritorio y se inclinó para mirar más de cerca a Anna. Su bellísimo rostro lo había cautivado desde el primer instante.
–No sé de qué estás hablando –dijo Anna mientras se ponía lentamente en pie–. Me voy a casa. Uno de los dos está confundido respecto a algo y no sé cuál de los dos es.
Stefano dejó escapar una risa totalmente carente de humor.
–Y tú también deberías irte a casa –añadió Anna, mirándolo como una persona que estuviera arrinconada por un perro peligroso–. Si no te conociera pensaría que estás bebido.
Stefano se preguntó por un momento si habría sido ella la que había bebido. Estaba arrastrando las palabras al hablar y parecía un poco inestable.
Pero, como siempre, sus tentadores y sensuales labios lo estaban tentando. Ella lo estaba tentando. Estaba jugando a un juego del que él desconocía las reglas. Pero no estaba dispuesto a volver a caer en sus trampas. Él escribía las reglas, no aquella bruja que trataba de hipnotizarlo con su atractivo.
Anna lo había planeado todo desde el principio. Había frenado sus avances durante dieciocho meses y había conseguido que se sintiera tan desesperado por poseerla que llegó a estar dispuesto a casarse con ella solo para poder meterla en su cama. Debía reconocer que el asunto había sido un poco más enrevesado, pero aquel era el meollo. Había llegado a creer que la conocía. Había llegado a creer que podía confiar en ella… él, Stefano Moretti, un hombre que había aprendido prácticamente desde niño que no podía fiarse de nadie.
Anna había logrado que se casase con ella para luego pedirle el divorcio por adulterio, humillarlo ante sus empleados y conseguir una buena tajada de su fortuna.
Aún no podía creer que hubiera sido tan estúpido como para dejarse camelar de aquella manera.
Cuando su abogado lo llamó para informarle de que su esposa iba a demandarlo por una fortuna, refrenó el impulso de correr a su casa para enfrentarse a ella. Pero se obligó a no hacerlo, algo que no le resultó fácil. No era la clase de hombre al que le gustara esperar para resolver los problemas; solía enfrentarse directamente e estos para resolverlos. Reaccionaba. Siempre lo había hecho. Aquella característica era la que le había metido en tantos problemas desde niño. Nunca supo cuando mantener la boca cerrada ni los puños quietos.
Pasó casi dos semanas negándose a reconocer los hechos. Faltaban diez días para cumplir un año de casados, momento en el que podrían divorciarse legalmente. Entonces, y solo entonces, averiguaría Anna lo que estaba dispuesto a darle, que era nada. Y estaba dispuesto a hacérselas pasar moradas antes de que lo averiguara.
Iba a hacerle pagar por todas sus mentiras y engaños. Solo se detendría cuando Anna hubiera pasado por la misma humillación a la que lo había sometido a él.
¿Cien millones de libras y varias propiedades por apenas un año de matrimonio? El descaro de Anna era increíble.
Pero, a pesar de todo lo que le había hecho, lo cierto era que su deseo por ella no había amainado en lo más mínimo. Anna seguía siendo la mujer más sexy del mundo. De una belleza clásica, tenía una larga melena de sedoso pelo castaño oscuro que enmarcaba a la perfección su rostro de altos pómulos, sus carnosos y sensuales labios, su cremosa piel. Debería haber sido tan narcisista como una estrella de cine, pero siempre había sido muy desdeñosa en lo referente a su aspecto. Aquello no significaba que no se esforzara en tener buen aspecto. De hecho, le encantaba la ropa, pero casi nunca hacía nada por realzar los atractivos que le había dado la naturaleza.
Anna Moretti, la mujer con el rostro y el cuerpo de una diosa y la lengua de una víbora. Lista, convincente, dulce y adorable; un enigma envuelto en una capa de misterio.
La despreciaba.
Echaba de menos tenerla en su cama.
Desde que había salido de prisión, varios años atrás, se había vuelto un experto en enmascarar la peor parte de su genio y en canalizarlo hacia otros aspectos de su vida, pero Anna lo afectaba como nadie lo había hecho nunca.
No era una mujer sumisa. Averiguó aquello en su primer encuentro. A pesar de todo, jamás habría imaginado que tendría la audacia de volver allí después de lo que había hecho.
–No estoy bebido –dijo a la vez que se inclinaba hacia ella y aspiraba su aroma–. Pero si tienes problemas de memoria, se me ocurre un método para ayudarte a refrescarla.
Anna abrió los ojos de par en par, alarmada. Pero Stefano no le dio la oportunidad de replicar. Deslizó una mano tras su cintura, la atrajo hacía sí y la besó. Sonrió al notar lo rígida que estaba. Si Anna quería jugar debía comprender que era él quien ponía las reglas, no ella.
La húmeda calidez de sus labios, sus pechos presionados contra el suyo y su aroma hicieron que, como siempre, la sangre corriera ardiente por sus venas.
Pero, de pronto, Anna retiró el rostro a un lado y le dio una bofetada.
–¿Qué crees que estás haciendo? –preguntó evidentemente conmocionada a la vez que se frotaba los labios con la manga del vestido–. Eres… eres…
–¿Qué soy? –preguntó Stefano, que tuvo que esforzarse para controlar su tono.
Anna parpadeó y, cuando volvió a mirarlo, la furia había desaparecido de sus ojos. En su mirada había miedo y se había puesto intensamente pálida.
–Stef…
Anna se tambaleó y alargó las manos hacia él como si necesitara aferrarse a algo.
–¿Anna?
Cuando se desmoronó ante él, Stefano apenas tuvo tiempo de sujetarla antes de que cayera al suelo.
CUANDO Anna despertó en la habitación del hospital tenía la mente más despejada de lo que la había tenido el resto del día. El dolor de cabeza había desaparecido, pero el temor que experimentó fue aún peor.
No necesitó abrir los ojos para saber que estaba sola.
¿Se habría ido ya Stefano?
El recuerdo del beso afloró a su mente. Stefano la había besado. Había sido un beso provocador, casi brutal. La excitación que le había producido había sido la gota que había colmado el vaso de su resistencia física. Se había desmayado y Stefano la había sujetado.
Parecía creer que estaban casados. Y los empleados del hospital parecían pensar lo mismo.
Tragó para tratar de contener el pánico que se estaba adueñando de ella y se obligó a pensar.
A pesar de que sus recuerdos eran muy borrosos, sí recordaba que Stefano la había llevado al sofá a la vez que gritaba para que alguien pidiera una ambulancia. Había acudido al hospital con ella y había permanecido a su lado todo el tiempo mientras los médicos la interrogaban. Incluso había estado con ella mientras le hacían el escáner. De no haber sido por la oscura tensión que emanaba de él, Anna habría agradecido su presencia. Sobre todo porque Melissa no se había presentado.
¿Dónde estaba? No era posible que se hubiera ido a Australia. No lo habría hecho sin decírselo. Además, vivían juntas. ¿Cómo no iba a haberse enterado?
¿Qué estaba pasando?
Lo de su matrimonio con Stefano debía de ser una broma, sin duda, ¿pero desde cuándo la odiaba de aquel modo? Nunca se había comportado con ella de aquella manera tan agresiva.
La puerta se abrió y dio paso a la doctora que había estado un rato antes con ella. Stefano la siguió.
Anna sintió que los latidos de su corazón arreciaban mientras los miraba con cautela. Parecían dos conspiradores. ¿Habrían estado hablando de ella en privado?
–¿Qué me pasa? –preguntó.
La doctora le dedicó una sonrisa reconfortante.
–Sufre una conmoción a causa del golpe que se dio anoche.
–No recuerdo la caída. Mi hermana lo mencionaba en una carta, pero… ¿se han puesto ya en contacto con ella?
–Su vuelo aún no ha aterrizado.
–No puede estar volando.
–Está volando –dijo Stefano con firmeza. Había ocupado una de las sillas que había junto a la cama y parecía más relajado que antes, no exactamente feliz, pero sí satisfecho de sí mismo–. Melissa ha pedido un mes de baja para ir a Australia a celebrar el cincuenta cumpleaños de su madre.
–Eso no es posible. Si hubiera hecho algo así yo lo sabría.
–Al parecer lo sabía –intervino la médico–. El escáner que le hemos hecho no revela daños cerebrales, pero parece evidente que sufre un proceso de amnesia.
–¿Amnesia? –repitió Anna con cierto alivio–. ¿Así que no me estoy volviendo loca?
La doctora esbozó un amago de sonrisa.
–No, pero parece que ha olvidado prácticamente todo un año de su vida.
Anna suspiró. Podía asimilar lo de la amnesia, pero había pasado momentos aquel día en los que había creído que estaba enloqueciendo. Entonces recordó la insistencia de Stefano en que estaban casados.
–No me diga que es cierto que estoy casada con él…
La doctora pareció incómoda al responder.
–En nuestros archivos aparece como Anna Louis Moretti.
Se produjo un tenso silencio mientras aquella información penetraba en la frágil cabeza de Anna.
No sabía qué era peor, si el hecho de haberse enterado de que Melissa se había ido a Australia a ver a su madre, o de que estaba casada con Stefano. Le habría sido más fácil asimilar que se había descubierto vida en Júpiter.
Volvió la mirada hacia el hombre que decía ser su marido. Tenía sus largas piernas estiradas antes sí, se había quitado la corbata y llevaba el cuello de la camisa desabrochado. La estaba observando con una intensidad que le hizo experimentar un cálido estremecimiento. Aquella era la expresión que tenía siempre que estaba pensando intensamente, normalmente sobre alguna posible inversión.
Pero en aquellos momentos la estaba mirando a ella como si fuera una posible aventura de negocios que estuviera analizando. Estaba diseccionando en su mente algo que tenía que ver con ella.
–¿De verdad estamos casados? –preguntó.
Una lenta sonrisa distendió la concentrada expresión de Stefano.
–Sí.
–¿Y por qué iba a haberme casado contigo?
Stefano se inclinó hacia ella para hablarle junto al oído:
–Porque querías poseer mi cuerpo.
Anna tuvo que esforzarse para mantener la concentración.
–No es momento para bromas. Me respeto demasiado a mí misma como para haberme casado contigo.
Stefano volvió a apoyar la espalda contra el respaldo de la silla y abrió los brazos.
–No es ninguna broma. Estamos casados.
–No te creo.
–Puedo demostrártelo.
–No es posible.
Stefano sacó su móvil y pulsó algunas teclas. Tras unos momentos volvió a inclinarse hacia Anna para enseñarle la pantalla. Anna parpadeó mientras concentraba su mirada.
Era una foto en la que aparecían juntos en una playa. Stefano vestía unos pantalones color gris marengo y una camisa blanca de manga corta. Ella llevaba un traje de tul que tenía todo el aspecto de ser un vestido de novia, y sujetaba en una mano un ramo de flores. Ah, y se estaban besando.
El corazón empezó a latirle con tal fuerza que todo el cuerpo le vibró. Cuando se atrevió a mirar de nuevo a Stefano vio que este la observaba atentamente.
–¿Me drogaste, o algo así?
–Nos casamos el veinte de noviembre. Faltan diez días para nuestro primer aniversario.
–Eso es imposible –Anna trató de recordar, pero su mente no llegaba más allá de la clase de spinning.
–Nos casamos en Santa Cruz –explicó Stefano–. Fue algo muy… no sé que palabra utilizar, pero fue rápido.
–¿Espontáneo?
–Sí, esa es la palabra.
–Pero si estamos casados, ¿por qué he despertado esta mañana en mi propia cama en el piso que comparto con Melissa?
–Habíamos tenido una discusión.
–¿Sobre qué?
–Nada importante. Sueles pasar a menudo la noche en esa casa.
–¿Por qué te has enfadado tanto al verme en la oficina esta mañana? ¿Y por qué ha ocupado Chloe mi escritorio?
–Ya te lo he dicho. Habíamos discutido.
–¿Ya me estabas engañando? –preguntó Anna, medio en broma.
La mandíbula de Stefano se endureció un momento antes de que sus rasgos se relajaran con la sonrisa que siempre lograba hacer que Anna se derritiera.
–Jamás he engañado a una mujer en mi vida.
–Nunca has permanecido con una mujer el tiempo suficiente como para poder engañarla.
Stefano tenía tanta capacidad de atención como un pez. Le encantaba la caza, pero se aburría rápidamente y buscaba enseguida nuevas presas.
–Llevamos casados casi un año y nunca te he sido infiel –dijo con firmeza.
–Entonces, ¿cuál fue el motivo de la discusión?
–Tonterías de recién casados. Se suponía que no ibas a acudir a la oficina esta semana y Chloe ha estado trabajando en tu escritorio.
La imagen de la mujer rubia que había visto salir del coche de Stefano surgió en la mente de Anna.
–¿Quién era la rubia que te acompañaba esta mañana?
La médico carraspeó antes de que Stefano pudiera responder. Anna casi había olvidado que seguía allí.
–Comprendo que esto es difícil para usted –dijo la doctora–. Tiene un montón de huecos que rellenar en su memoria.
Anna asintió lentamente. Todo un año de recuerdos perdidos.
–¿Recuperaré la memoria?
–Las conmociones cerebrales son complejas. Hay métodos para ayudar a recuperar la memoria, pero no hay garantías. El principal especialista en amnesia del país vendrá mañana por la mañana a verla. Él le dará toda la información.
Anna cerró los ojos.
–¿Cuánto tiempo voy a tener que quedarme aquí?
–Queremos mantenerla en observación durante la noche. Si no surge ninguna complicación, podríamos darle el alta mañana. Necesitará unas semanas para recuperarse de la conmoción, pero su marido ya nos ha asegurado que se ocupará de todo.
–¿Stefano está al tanto de todo esto? ¿Ya lo ha hablado con él?
–Soy tu pariente más cercano –dijo Stefano.
–No. Mi pariente más cercano es Melissa –Melissa se convirtió en su única tutora legal cuando solo tenía dieciocho años y Anna catorce.
La doctora la miró con expresión preocupada.
–Entiendo que es una situación difícil, pero no puedo darle el alta a no ser que tenga garantías de que va a estar a cargo de alguien durante unos días. Aunque su marido sea en estos momentos su pariente más cercano, no tiene por qué irse con él. ¿Cuenta con alguien más?
Anna se esforzó en pensar, pero lo único que logró fue que la cabeza empezara a dolerle de nuevo. La única persona con la que contaba de verdad era con Melissa. Ambas tenían amigos, por supuesto, pero en realidad solo confiaban plenamente la una en la otra. Mantenían a sus amigos al margen de sus vidas, y no se le ocurría ninguno con quien pudiera contar en aquellas circunstancias.
Pero Melissa estaba volando en aquellos momentos al otro extremo del mundo para visitar a la mujer que las abandonó a cambio de una nueva vida en Australia con un hombre al que apenas conocía.
–Tienes que venir a casa conmigo –dijo Stefano con suavidad.
Anna cerró los ojos para tratar de no escuchar la hipnótica voz de Stefano.
La triste realidad era que no contaba con nadie más. Y si lo había, no lo recordaba.
–Lo único que recuerdo de ti es que eres mi jefe y la pesadilla de mi vida, no mi marido.
¿Fueron imaginaciones suyas o creyó percibir cierta satisfacción en la mirada de Stefano cuando escuchó aquello?
–Te ayudaré a recuperar tus recuerdos. No niego que nuestro matrimonio sea un tanto… tempestuoso, pero al margen de eso somos felices juntos –Stefano se levantó y flexionó los hombros antes de dedicarle su irresistible sonrisa–. Ahora necesito volver al trabajo para organizar las cosas de manera que pueda ocuparme de ti como un buen marido debería hacerlo. Volveré mañana por la mañana para coincidir con el especialista.
Se volvió hacia la doctora y le entregó una tarjeta.
–Llámeme si tiene cualquier duda –dijo, y a continuación se inclinó para besar brevemente los labios de Anna–. Trata de no preocuparte, bellissima. Eres la mujer más testaruda que conozco, y estoy seguro de que no vas a permitir que tus recuerdos se escapen. Te sentirás mejor en cuanto estés en casa.
Anna contempló en silencio cómo salía de la habitación. Hasta que recuperara sus recuerdos, o al menos hasta que pudiera hablar con Melissa, debía mantenerse en guardia. Algo le decía que no podía fiarse de Stefano.
Al día siguiente, Stefano cruzó el umbral de la puerta del hospital con paso animado. En momentos como aquel, cuando tenía algo que celebrar, echaba de menos un cigarrillo. Pero ya hacía diez años que había dejado aquel vicio.
Iba a llevar a su esposa a casa. La mujer que lo había utilizado, que lo había humillado y había tratado de chantajearlo, iba a volver a estar bajo su techo. Y tenía grandes planes para ella.
Pero aunque aquellos planes iban a tener que esperar a que se recuperara de su conmoción, pensaba disfrutar al máximo de su confinamiento. Anna odiaba que la mimaran y estuvieran pendientes de ella. Era incapaz de desconectar, y siempre estaba haciendo algo. Tener que descansar durante quince días supondría una auténtica pesadilla para ella, y él pensaba disfrutar siendo testigo de su suplicio.
Pero también iba a ocuparse de que estuviera bien cuidada y atendida. Era posible que la despreciara por lo que había hecho, para jamás permitiría que sufriera físicamente si podía evitarlo. Aún podía saborear el miedo que había experimentado el día anterior cuando se había desmayado ante él. Si no hubiera estado tan enfadado por su inesperada aparición un mes después de su marcha, habría prestado más atención al hecho de que tenía el aspecto de una muerta viviente.
Al parecer, el destino había decidido trabajar para él.
Anna no recordaba nada de lo que había sucedido entre ellos. Todo el año anterior había desaparecido de su mente. Podía contarle cualquier cosa sin preocuparse porque alguien pudiera darle otra versión. Juzgando por lo pálida que se había puesto cuando se había enterado de que Melissa se había ido a Australia, dudaba de que tuviera intención de ponerse en contacto con ella.
Lo único que debía hacer era ocultar la amargura que le había producido descubrir que lo había engañado para que se casara con ella.
Stefano había llamado a Melissa el día anterior, nada más llegar al hospital, consciente de que Anna querría ver a su hermana. Le habían puesto con su jefe y este le había explicado que Melissa estaba de baja y que llevaba meses planeando aquel viaje a Australia. Teniendo en cuenta que Anna no había mencionado nunca aquellos planes de su hermana, Stefano llegó a la conclusión de que Melissa había retrasado todo lo posible ponerle al tanto de los planes que tenía.
Encontró a Anna sola en su habitación, mirando una revista y con el mismo vestido negro que había llevado el día anterior. Lo recibió con una cautelosa sonrisa.
–¿Cómo te encuentras? –preguntó Stefano.
–Mejor.
–Tienes mejor aspecto –dijo Stefano mientras ocupaba una silla. Luego se inclinó hacia Anna y deslizó un dedo por su mejilla, lo que le produjo un ligero sobresalto–. Pero aún estás muy pálida.
Anna apartó el rostro y se encogió de hombros.
–He dormido, pero a saltos.
–Podrás descansar mejor cuando estemos en casa.
–No puedo creer que haya perdido los recuerdos de un año entero de mi vida –Anna alzó la revista que sostenía en la mano–. Mira la fecha de esta revista. Para mí el año está equivocado. No recuerdo haber cumplido veinticuatro años. Y aquí aparecen artículos sobre algunas celebridades de las que no he oído hablar nunca.
–Estoy seguro de que empezarás a recuperar la memoria. ¿Recuerdas algo sobre nuestro matrimonio?
–Nada. Lo último que recuerdo es que estabas saliendo con una tal Jasmin.
Jasmin era la mujer que había sufrido una intoxicación alimentaria justo una hora antes del vuelo que iban a tomar con Stefano para asistir a la entrega de premios de las Industrias Tecnológicas que iba a tener lugar en California. Aquello era lo que había dado la oportunidad a Stefano para coaccionar a Anna y convencerla para que lo acompañara en lugar de Jasmin. También había ayudado el precioso vestido de diseño que le ofreció para asistir a la ceremonia. La entrega de premios había terminado con Anna insistiendo en que solo mantendría relaciones sexuales con él si se casaban.
Stefano estaba seguro de que Anna acabaría recuperando aquellos recuerdos, pero entretanto…
–Enterarte de que estamos casados ha supuesto una auténtica conmoción para ti.
–Esa es una forma de describirlo –murmuró Anna–. Recuerdo que tenía muy claro que prefería tener una cita con un babuino a salir contigo. ¿Es cierto que nunca me has engañado?
Stefano se obligó a mantener un tono calmado cuando contestó.
–Nunca te he engañado. Tuvimos algunas discrepancias y encontronazos, pero estábamos tratando de resolverlos.
Unos meses atrás, Stefano había sido fotografiado cenando con una de sus nuevas directoras suecas, una escultural belleza rubia por la que no había experimentado la más mínima atracción. Anna había pasado por alto los artículos que aparecieron en la prensa al día siguiente, pero Stefano sabía que le había preocupado. Quince días después se había publicado una segunda foto en la que aparecía con una de sus empleadas en un restaurante en San Francisco, lo que no había hecho más que añadir leña al fuego. Stefano había defendido su inocencia alegando que en la cena había otra media docena de empleados con ellos. Anna había aceptado su explicación, al menos exteriormente, pero la desconfianza había hecho mella en ella y ya apenas fue capaz de ocultarla. Su actitud enfureció tanto a Stefano que no se molestó en explicare que socializaba más cuando viajaba sin ella porque así el tiempo pasaba más rápido.
Debería haberse dado cuenta entonces de que Anna quería atraparlo en un desliz tanto como la prensa. Quería pruebas de sus supuestas infidelidades.
–¿Qué clase de discrepancias? –preguntó Anna con suspicacia.
–Te resultaba difícil ser mi esposa porque no te gustan los medios de comunicación y sus manipulaciones. Ya habían corrido rumores de que nuestro matrimonio no iba bien. De creer a la prensa, ya habríamos roto al menos cien veces desde que nos casamos. Pero no eran más que paparruchadas. Nos casamos rápidamente. Es lógico que tuviéramos algunos problemas para adaptarnos.
Anna frunció la nariz.
–Cuando me viste ayer en tu oficina reaccionaste como si hubieras visto al Anticristo, o algo parecido. ¿Por qué me fui a pasar la noche en casa de Melissa? ¿Fue por la mujer con la que te vi ayer?
Incluso con amnesia seguía sospechando. Stefano ya le había dicho que no había ninguna otra, que no había habido ninguna otra mujer para él desde que habían estado en California y su relación había cambiado irrevocablemente.
–Esa mujer con la que me viste es mi hermana.
–Oh, lo siento –dijo Anna, avergonzada–. Vi que salía de tu coche y…
–Y asumiste que era una aventura.
Anna dedujo exactamente lo mismo cuando lo encontró con Christina en su apartamento. Por fin había encontrado la prueba que tanto había esperado desde que se casaron. Si se hubiera molestado en preguntar, Stefano le habría dicho la verdad, pero a Anna no le había importado la verdad. Lo único que buscaba era una evidencia de su infidelidad para sangrarlo y quedarse con todo lo que pudiera conseguir.
Stefano había planeado presentarse con su hermana en el juicio para que el juez interpretara la acusación de Anna como la trampa que era. Había deseado intensamente que llegara el momento de humillarla. Pero ahora tenía otra clase de humillación en mente. Si Anna recuperaba la memoria antes de que pudiera llevarla adelante, que así fuera. Pero pensaba disfrutar de aquello mientras durara.
–Lo siento –repitió Anna–. Creía que eras hijo único.
–Y yo también lo creía hasta hace poco. Te daré todos los detalles cuando estés menos cansada.
Casi al mismo tiempo que Stefano decía aquello, Anna fue incapaz de contener un bostezo. Luego tuvo que parpadear varias veces para mantener los ojos abiertos.
–Túmbate y descansa –dijo Stefano–. El especialista no tardará en llegar. Luego nos iremos a casa, donde podrás dormir todo lo que necesites.
A pesar de lo mucho que odiaba incluso el aire que respiraba, ver a Anna en aquel estado tan vulnerable y débil despertó en él un extraño sentimiento de protección. Le habría gustado abrazarla y acariciarle el pelo hasta que se quedara dormida. Prefería verla en plena forma, de manera que ambos estuvieran en igualdad de condiciones. Su amnesia era un arma que pensaba añadir a su arsenal y utilizar para su ventaja, pero no pensaba utilizarla plenamente hasta que Anna hubiera superado la peor parte de su conmoción.
Anna asintió y se tumbó en la cama en la posición fetal que siempre adoptaba para dormir. Tras unos minutos de silencio, y cuando Stefano empezaba a pensar que se había quedado dormida, dijo sin abrir los ojos.
–¿Cuál fue el motivo de la discusión que hizo que me marchara a pasar la noche en mi apartamento?
–No fue nada serio. Sigue siendo tu piso y sueles dormir allí a menudo. Ambos somos muy testarudos y no nos gusta admitir que estamos equivocados, pero siempre acabamos haciendo las paces.
–Si no fue tan serio, ¿por qué estabas tan enfadado ayer conmigo?
–Me dolió que me rechazaras. No sabía que tenías amnesia. Estaba muy preocupado, y cuando me preocupo parezco malhumorado. Siento haberme comportado de ese modo.
Anna abrió los ojos y lo miró con expresión irónicamente divertida.
–¿Una disculpa y una admisión de sentimientos dolidos? ¿Tú también te has dado un golpe en la cabeza?
Stefano rio y se inclinó para besarla en la mejilla. Ella frunció el ceño, lo que hizo que Stefano riera más.
Era como si la Anna que tenía a su lado hubiera vuelto a ser la de antes de que la palabra matrimonio hubiera sido mencionada entre ellos.
–Sé que no tienes recuerdos sobre nosotros, pero estoy seguro de que no tardarás en recuperarlos –dijo.
Pero esperaba que aquello no sucediera demasiado pronto. De lo contrario no podría llevar a cabo lo que tenía planeado.
Solo faltaban nueve días para su primer aniversario. Y para celebrarlo tenía planeada una sorpresa que Anna no olvidaría nunca, por mucha amnesia que tuviera.
ANNA se quedó boquiabierta cuando el conductor detuvo el coche. Siempre había sentido curiosidad por la casa de Stefano, situada en un complejo desde el que se divisaba el Támesis, considerado el más caro del mundo en el momento de su construcción. Y, cómo no, Stefano poseía el apartamento más caro del complejo: toda la planta de arriba.
Una repentina sensación de temor le hizo sujetar a Stefano por el brazo con una instintiva familiaridad que no recordaba haber utilizado antes.
–Podrías estar contándome cualquier cosa sobre nuestra relación, pero no sé si puedo fiarme de ti.
–¿Recuerdas que te mintiera alguna vez mientras trabajabas conmigo?
Anna permaneció un momento en silencio.
–No recuerdo haberte atrapado nunca en una mentira –concedió finalmente. En los dieciocho meses que había estado trabajando para Stefano su relación había sido totalmente franca, en ocasiones hasta el extremo de la brutalidad.
–En ese caso, confía en mí.
Anna asintió lentamente y bajó la mirada.
–¿Y cómo piensas ayudarme a recuperar los recuerdos de nuestra relación?
Stefano alargó una mano hacia ella y le acarició tiernamente la mejilla.
–Voy a ayudarte a encontrar de nuevo el placer del que disfrutabas en mi cama –murmuró roncamente–. Voy a enseñarte de nuevo a ser una mujer.
Anna experimentó una intensa vergüenza al escuchar aquello, y sintió que todo su cuerpo se ruborizaba.
«¿Voy a enseñarte de nuevo a ser una mujer?».
El significado de aquella frase estaba muy claro. Stefano sabía que era virgen.
Y aquello era algo de lo que Anna nunca hablaba con nadie. ¿Por qué iba a hacerlo? En los tiempos que corrían, encontrar una virgen de veintitrés años era algo tan difícil como encontrar un unicornio.
Y el hecho de que Stefano supiera la verdad solo podía significar que lo que decía era cierto.
Por mucho que le asombrara la idea, era cierto que se había casado con él.
Y si se había casado con él, debía de haberse acostado con él. Lo que significaba que había renunciado a todo el autocontrol al que se había sometido a lo largo de su vida.
Siempre se había enorgullecido de aquel control tras la marcha de su madre. Era posible que los acontecimientos de la vida estuvieran al margen de su poder, pero su propio comportamiento era algo que podía controlar con una voluntad de hierro. Recordó todas las fiestas a las que asistió en su adolescencia en las que tan solo probó algún zumo mientras los demás consumían alcohol y otras sustancias ilícitas, fiestas en las que muchas parejas acababan buscando algún rincón en el que retozar. Pero aquel autocontrol era lo único que le había quedado a Anna después de la muerte de su padre, seguida pocos meses después de la marcha de su madre a Australia para casarse con otro hombre.
Se ruborizó intensamente al imaginar a Stefano tumbado sobre ella…
Cuando alzó la mirada vio que la estaba contemplando como si quisiera devorarla de un solo bocado.
–Vamos dentro –dijo Stefano a la vez que retiraba su mano de la mejilla de Anna–. Tienes que descansar. Debes de estar agotada.
Anna respiró profunda y temblorosamente y asintió. Por una vez en su vida, no supo qué decir.
Había compartido la cama de Stefano.
Tratando desesperadamente de no mostrarse afectada, no tuvo más remedio que permitir que Stefano la ayudara a cruzar el enorme vestíbulo del edificio hasta el ascensor que los llevó a la planta superior.
Siempre había sido físicamente consciente de Stefano, pero aquella conciencia se multiplicó al sentir su cálido brazo rodeándola por los hombros.
Dada la familiaridad con la que la trataba Stefano, la confianza con la que la tocaba y su flirteo, estaba claro que la barrera que había alzado entre ellos y que tanto se había esforzado en mantener había caído en algún momento hecha añicos.
Cuando entraron en la sala de estar de la casa agradeció poder sentarse un momento en el sofá. La sala era muy espaciosa, con unos ventanales tan grandes y unas vistas tan increíbles del Támesis y del puente de Westminster que Anna apenas pudo creer que hubiera olvidado todo aquello.
Había vivido allí durante casi un año y sin embargo era como si fuera la primera que hubiera estado allí.
Miró a su alrededor en busca de alguna persona más.
–¿No tienes servicio?
–No. El servicio de conserjería se ocupa del mantenimiento de la casa y les pago un buen dinero por ello.
Cuando hizo su fortuna Stefano tuvo durante un tiempo mayordomo, cocinero, limpiadoras… la lista era muy larga. Pero no tardó en cansarse de todo aquello. Había cuidado de sí mismo desde que tenía quince años y no necesitaba a nadie para vestirse o prepararse el baño. No necesitaba sentirse adulado ni lisonjeado, ni tampoco impresionar a los demás con demostraciones de su poder económico. Aquel fue el motivo por el que decidió emplear a Anna como su secretaria personal. Cuando se conocieron no se mostró ni intimidada ni mínimamente afectada por él, una reacción a la que Stefano no estaba acostumbrado desde hacía años. Incluso fue capaz de mirarlo con cierto desdén.
Recordó el día en que la conoció. Había acudido a las oficinas de Levon Brothers, un negocio que tenía intención de comprar, y encontró a Anna tras un escritorio en la antesala del despacho principal. Al pasar junto a ella le entregó su abrigo sin decir nada y escuchó un sarcástico «De nada» a sus espaldas cuando estaba a punto de entrar en el despacho. Cuando se volvió vio una expresión retadora en el rostro de la secretaria.
–¿Qué ha dicho? –preguntó.
–He dicho que «de nada». No pretendía decirlo en alto, porque estoy segura de que me ha dado las gracias mentalmente, pero se me ha escapado.
Aquello supuso un importante recordatorio para Stefano de la importancia de los modales, algo que no se había atrevido a recordarle nunca nadie hasta entonces.
Se llevó una mano al pecho, hizo una burlona inclinación y dijo:
–Gracias.
Ella asintió remilgadamente y se encaminó hacia un perchero para colgar el abrigo. Más pequeña que las mujeres que solían llamar habitualmente la atención de Stefano, tenía una figura exquisita y perfectamente proporcionada.
–¿Puedo atreverme a preguntar si prepara café? –preguntó, fascinado por ella.
–Puede preguntarlo, pero ya sabe que las negativas a veces ofenden.
Stefano entró en el despacho riendo a carcajadas.
Una hora más tarde, después de que Anna tuviera que acudir en seis ocasiones a la sala para explicar lo que los memos que dirigían la compañía eran incapaces de explicar, Stefano supo que iba a comprar la empresa con su secretaria incluida. Por lo visto, Anna era el verdadero cerebro tras los negocios de Levon Brothers. Contar con ella supondría un fortalecimiento de las empresas Moretti.
Y aquella resultó ser una de las mejores decisiones que había tomado en su vida. Acabó por fiarse por completo del criterio de Anna. Incluso llegó a creer que con ella lo que veías era lo que había… hasta que comprendió que lo que en realidad había hecho desde el primer instante había sido ir a por su dinero.
Pero en aquellos momentos la actitud bravucona que siempre solía haber en la mirada de Anna brillaba por su ausencia.
–¿Vivimos tú y yo solos aquí?
–Nos gusta nuestra intimidad –dijo Stefano con un estudiado encogimiento de hombros–. Podemos andar desnudos por la casa sin temer asustar a nadie.
A pesar del rubor que cubrió sus mejillas, Anna logró alzar una ceja con gesto irónico.
–Te aseguro que no tengo intención de andar desnuda por ningún sitio que no esté a varios kilómetros de ti.
Stefano se inclinó hacia ella y susurró:
–Te aseguro que cuando te sientas mejor lo último que querrás será ponerte la ropa. Puedes creerlo o no, pero lo cierto es que solemos pasar mucho tiempo juntos y desnudos.
–Si no lo recuerdo, no sucedió.
Stefano sí recordaba lo sucedido el día que se casaron. No supo que Anna era virgen hasta que ella se lo confesó cuando entraron en la suite nupcial, poco rato después de haberse casado. Se lo dijo en el mismo tono desafiante que acababa de utilizar, pero Stefano captó en su mirada algo que no había visto nunca antes: temor. Y aquello supuso una conmoción mayor que la declaración de su virginidad.
Aquella noche le hizo el amor tan despacio, con tanta ternura, que cuando Anna alcanzó el orgasmo se sintió como el hombre que había conquistado por primera vez el monte Everest. Aquella noche fue muy especial. Única. Preciosa. Y solo fue el comienzo.
Cuando Anna descubrió las felicidades del sexo se convirtió en una mujer renacida, capaz de dar rienda suelta a sus deseos.
Tomó una de sus manos y se la llevó a los labios para besarla en los nudillos.
–¿Puedes caminar hasta el dormitorio o prefieres que te lleve en brazos?
–Puedo caminar –replicó Anna con toda la dignidad que pudo.
A pesar de todo permitió que Stefano la ayudara a levantarse y la condujera tomada del brazo hasta la puerta de una habitación. Cuando Stefano la abrió, Anna no pudo evitar mostrar su sorpresa. La habitación estaba decorada en unos elegantes tonos pastel y su centro estaba dominado por una enorme cama.
–Elegimos juntos la decoración –dijo él–. Tú elegiste la cama.
–¿En serio? –preguntó Anna con voz repentinamente ronca.
–Totalmente en serio. Y cuando estés mejor te prometo que disfrutarás de ella tanto como solías hacerlo. Pero todo eso puede esperar. El médico ha dicho que lo único que debes hacer durante los próximos días es descansar. Yo he prometido cuidarte y ya sabes que soy un hombre que cumple su palabra.
Él siempre mantenía su palabra. Desde su punto de vista, aquello era lo que diferenciaba a los humanos de los animales. Cuando se casó con Anna prometió serle fiel. Prometió que si algún día sentía el impulso de engañarla se lo diría antes de actuar y cada uno seguiría por su camino.
Ella también le dio su palabra. Le prometió que confiaría en él. Pero su promesa había sido falsa, al igual que sus intenciones. Su matrimonio se había basado en mentiras. Anna había pretendido hacerse con una importante parte de su fortuna nada más separarse.
Era una interesada, una mentirosa que lo había dejado en ridículo, y pagaría por ello.
Pero, por interesada y mentirosa que fuera su esposa, era evidente que en aquellos momentos no estaba para juegos. Anna se sentó en el borde de la cama y parpadeó para poder mantener los ojos abiertos. Stefano se acuclilló ante ella para quitarle las botas y luego la ayudó a meterse bajo las sábanas. Anna se quedó dormida antes de que las persianas automáticas hubieran bajado por completo.
Stefano sintió que el estómago se le encogía al fijarse en la palidez de su rostro, en sus oscuras ojeras. Luchó contra el instinto de inclinarse a besarla en la mejilla.
Un instante después salió del dormitorio. No había lugar para la compasión en su relación. La amnesia de Anna y su estado de vulnerabilidad no cambiaba lo que había hecho. Nada podía cambiar aquello.
Su conmoción no tardaría en pasar y volvería a recuperar la forma física.
Entonces podrían empezar los juegos que tenía planeados.
Lo primero que notó Anna al despertarse fue que había alguien en la cama junto a ella.
No «alguien». Stefano.
¿Cuándo se habría metido en la cama? ¿Y estaría vestido o desnudo?
Lo único que Anna podía escuchar era el rítmico sonido de su pausada respiración y los ensordecedores latidos de su propio corazón.
Estar con él en una situación tan íntima era la sensación más extraña que recordaba haber experimentado en su vida, sobre todo teniendo en cuenta que se había pasado dieciocho meses empeñada en que su relación se mantuviera en un terreno meramente profesional. Desde que trabajaba con Stefano había pasado más tiempo con él que con ninguna otra persona. Habían viajado juntos por todo el mundo, habían compartido comidas, alguna bebida ocasional, se habían metido el uno con el otro, se habían reído el uno del otro, incluso se habían tirado cosas… Pero Anna jamás le había permitido cruzar el umbral de su vida privada, y se había negado firmemente a cruzar el de él. Nunca habían estado a solas como lo estaban en aquellos momentos.
Sin embargo, allí estaba, casada con él y totalmente consciente de que durante su matrimonio habían hecho bastante más que limitarse a compartir la cama.
Stefano despertó con una erección casi dolorosamente obvia. En su vida previa habría tomado a Anna en sus brazos y le habría hecho el amor. Pero las circunstancias habían cambiado, de manera que, para no dejarse llevar por sus instintos, se levantó y fue a tomar una ducha.
Mientras se enjabonaba se dio cuenta de que aquella era la primera vez en un mes que despertaba con aquella clase de deseo.
El celibato no era un estado deseable, y solo podía llegar a la conclusión de que era su odio por Anna lo que le había impedido buscarse otra mujer durante todo aquel mes. Ni siquiera había pensado en la posibilidad de meter a otra mujer en su cama; no era de extrañar que hubiera reaccionado tan visceralmente por el mero hecho de haber tenido a Anna a su lado.
Pero aún no pensaba dejarse llevar por sus deseos. Aún debía esperar para seducir a su esposa.
Anna estaba despierta y sentada en la cama cuando Stefano volvió al dormitorio con tan solo una toalla en torno a la cintura. Notó cómo abrió los ojos de par en par mientras contemplaba su torso desnudo.
–¿Te sientes mejor?
Anna asintió y tiró de las mantas para cubrirse. Que aún tuviera puesto el vestido que llevaba hacía dos días solo hizo que su vergüenza resultara más divertida.
–¿Quieres que te traiga algo? ¿Una taza de té? –preguntó mientras entraba en el vestidor.
Anna era adicta al té. Recordaba que en una ocasión le había contabilizado nueve tazas en un día.
–Un té estaría bien –murmuró ella.
–¿Analgésicos? ¿Algo de comer?
–Solo analgésicos, por favor.
Tras ponerse rápidamente unos vaqueros y una camiseta negra, Stefano fue a la cocina, donde aún estaban la tetera y las bolsas de té que solía consumir Anna. Buscó instintivamente el tazón que solía utilizar para tomar el té, tan grande que casi parecía un cubo pequeño, y sintió un arrebato de furia contra sí mismo.
Debería haberse librado de todas las posesiones de Anna en lugar de conservarlas como un constante recordatorio. Solo había cedido a la furia una vez desde que lo había dejado, en su apartamento de San Francisco, y se había despreciado a sí mismo por aquella momentánea debilidad. Desde entonces su furia solo había sido interior, y la amnesia de Anna le había dado la oportunidad de canalizar su rabia de un modo mucho más satisfactorio que haciendo una hoguera con sus posesiones.
Cuando volvió con el té y lo dejó en la mesilla de noche de Anna, ya tenía totalmente bajo control su rabia.
–Te he pedido un desayuno ligero –dijo mientras le alcanzaba los analgésicos.
–No tengo hambre.
–Necesitas comer algo.
Cuando Anna alargó una mano para tomar los analgésicos hizo una mueca de extrañeza.
–¿Por qué no llevamos anillos de casados?
–Tú no quisiste. Dijiste que te hacía sentir como una posesión.
–¿Y no te importó?
–Llegamos a un acuerdo. Aceptaste usar mi apellido a cambio de no llevar anillo.
–Me sorprende que no fuera precisamente al revés –murmuró Anna.
Stefano sonrió.
–Querías ser una Moretti para que cuando tuviéramos hijos todos lleváramos el mismo apellido.
–¿Queremos tener hijos? –preguntó Anna, conmocionada.
Stefano se encogió de hombros y luego le dedicó una de sus demoledoras sonrisas.
–En algún momento. Cuando estemos listos. Hasta entonces hemos disfrutado mucho practicando cómo hacerlos.
Algo asomó de pronto a la memoria de Anna, haciendo que se le encogiera el corazón. Trató de capturar lo que estaba sintiendo, pero, fuera lo que fuese, se escapó de entre sus dedos como agua.
–¿Qué sucede? –preguntó Stefano con el ceño fruncido.
–No lo sé –Anna se encogió de hombros y movió la cabeza–. Más que un recuerdo era una sensación.
–¿Buena o mala?
–Dolorosa –aquella fue la única palabra que se le ocurrió a Anna para definir lo que había experimentado. Siempre había querido tener hijos, pero aquel deseo era algo que había mantenido oculto en el fondo de su mente, algo que «algún día» conseguiría.
Pero lo cierto era que hasta entonces siempre había evitado las relaciones que le hubieran podido llevar a aquella conclusión. Si su propia madre no la había querido lo suficiente como para quedarse, ¿cómo iba a poder fiarse de que algún hombre quisiera hacerlo?
¿Cuándo había decidido que podía fiarse de Stefano?
Se sintió atraída por él desde el mismo instante en que lo conoció, ¿pero a qué mujer no le habría pasado lo mismo? Le pareció tan atractivo, tan interesante y misterioso, que se lo pensó mucho antes de aceptar su oferta de trabajo. Él creyó que se estaba haciendo la dura para obtener más dinero y prácticamente le dobló el sueldo. Al final, las ventajas que le supondrían aceptar el trabajo superaron a los posibles inconvenientes. Y nunca había lamentado su decisión. Le gustaba trabajar con Stefano incluso cuando más presionados estaban por algún proyecto y se veía obligada a quedarse hasta tarde en el despacho aguantando su genio y sus gritos. Y también aprendió a vivir controlando con mano férrea la atracción que sentía por él.
Que Stefano supiera con exactitud hasta qué punto lo deseaba era algo que se había jurado que nunca llegaría a suceder. ¿Cómo era posible que hubiera bajado las defensas hasta el punto de aceptar casarse con él y estar dispuesta a tener sus hijos?
El inesperado sonido de un timbre sobresaltó a Anna.
–Debe de ser nuestro desayuno –dijo Stefano.
–Qué rápido.
–Pago una buena cantidad por el servicio –comentó Stefano mientras se encaminaba hacia la puerta–. Tienes que ponerte fuerte, bellissima. Necesito que estés en forma para volar dentro de unos días.
–¿Por qué? ¿Adónde vamos?
–A California. La semana que viene es la entrega de Premios de la Industria, y además será nuestro primer aniversario. ¿Dónde podríamos celebrarlo mejor que donde todo empezó?
Stefano esperó a escuchar el sonido de la ducha para marcar un número de teléfono en su móvil.
Anna había pasado su segundo día en el apartamento durmiendo y al despertar había dicho que necesitaba una ducha. Su salud estaba mejorando a ojos vista.
–Miranda, soy Stefano. ¿Te gustaría conseguir la primicia del año?
A