6,99 €
Una isla para soñar Jane Porter Retenida… Embarazada de su hijo… Cuando a Georgia Nielsen le ofrecieron contratarla de madre de alquiler para un enigmático hombre de negocios, no pudo permitirse decir que no. Pero antes de darse cuenta de que había hecho un pacto con el diablo se vio atrapada en una remota y aislada isla griega, sin posibilidad de escape, acechada por el inquietante amo de sus costas. Marcado por la trágica pérdida de su esposa, la única esperanza de futuro de Nikos Panos residía en tener un heredero. Pero la constante presencia de Georgia amenazaba con desatar el deseo que mantenía encerrado con llave en su interior desde hacía demasiado tiempo. Si quería que Georgia se rindiera a él, no iba a quedarle más remedio que enfrentarse a los demonios que lo perseguían… Amor en la tormenta Maureen Child ¿Cómo iba a darle la noticia de que estaba embarazada a su jefe? Estar atrapado en una tormenta de nieve con su malhumorada contratista no era en absoluto lo que más le apetecía al magnate de los videojuegos Sean Ryan. Entonces, ¿por qué no dejaba de ofrecerle su calor a Kate Wells y por qué le gustaba tanto hacerlo? Con un poco de suerte, una vez la nieve se derritiera, podría volver a sus oficinas en California y olvidar esa aventura. Pero pronto iba a desatarse una tormenta emocional que haría que la tormenta de nieve que los había dejado atrapados no pareciera más que un juego de niños. Una vida por delante Rebecca Winters El nuevo fichaje del magnate. Zoe debía su vida a la Fundación Giannopolous y quería agradecérselo trabajando para ellos. Ni siquiera había tenido que negociar su puesto con el millonario Vasso Giannopolous. Enseguida se había enamorado no solo de la preciosa isla griega en la que trabajaba, sino también del atractivo magnate que vivía en ella.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 556
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Series, n.º 129 - septiembre 2017
I.S.B.N.: 978-84-9170-141-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
HACÍA una tarde fría y ventosa de febrero en Atlanta, pero el ambiente que había en el interior del despacho de abogados Laurent & Abraham era aún más frío.
El prominente abogado James Laurent tomó las gafas que se hallaban sobre la superficie de su impresionante escritorio y suspiró con impaciencia antes de hablar
–Usted firmó los contratos, señorita Nielsen, unos contratos totalmente vinculantes en cualquier país del mundo y…
–No tengo ningún problema con el contrato –interrumpió Georgia, más molesta que intimidada por la dura mirada del abogado, pues estaba completamente decidida a ser la madre de aquel bebé para luego entregarlo. Aquel era su trabajo como madre de alquiler y ella siempre se tomaba su trabajo muy en serio–. El bebé es del señor Panos, pero no hay ninguna cláusula en el contrato que estipule dónde tengo que dar a luz, y en ningún momento se me ha comunicado que se esperaba que lo hiciera en el extranjero. De haber sido así no me habría prestado a hacer de madre de alquiler para el señor Panos.
–Grecia no es un país del tercer mundo, señorita Nielsen. Puede estar segura de que recibirá una excelente atención médica en Atenas antes, durante y después del parto.
Georgia dedicó un larga mirada al abogado mientras se esforzaba por mantener su genio bajo control.
–Estudio Medicina en Emory. No me preocupa ese aspecto del embarazo. Pero sí me incomoda su condescendencia. Si se cometió algún error al redactar el contrato fue de su cliente…o suyo. No se menciona en ningún lugar que tuviera que meterme en un avión y volar seis mil kilómetros para dar a luz.
–Es un problema de ciudadanía, señorita Nielsen. El bebé debe nacer en Grecia.
Si Georgia hubiera estado de mejor humor, tal vez incluso habría sonreído, pero no estaba de buen humor. Estaba furiosa y frustrada. Se había cuidado minuciosamente desde el primer momento. Su responsabilidad como madre de alquiler era dar a luz un bebé saludable, y ella estaba cumpliendo con su parte. Se alimentaba bien, dormía todo lo posible, hacía ejercicio y procuraba mantener el estrés a raya, algo que no era especialmente fácil estando en la Facultad de Medicina. ¡Pero entre sus planes no figuraba marcharse a Grecia!
–Los arreglos para el viaje están siendo finalizados mientras hablamos –añadió el abogado–. El señor Panos va a enviarle su propio jet que, como imaginará, es realmente lujoso y cómodo. Antes de que se dé cuenta estará allí…
–Ni siquiera he llegado al tercer trimestre de embarazo. Me parece increíblemente prematuro estar haciendo planes de viaje.
–El señor Panos no quiere que ni el bebé ni usted se vean sometidos a un estrés innecesario. Y los especialistas recomiendan no realizar viajes internacionales en el tercer trimestre de embarazo.
–En caso de embarazos de alto riesgo, pero este no lo es.
–Pero si ha sido una fecundación in vitro.
–No ha habido ninguna complicación.
–Y mi cliente quiere que las cosas sigan así.
Georgia tuvo que morderse la lengua para no decir algo de lo que podría haberse arrepentido. Sabía que ella no era más que un recipiente, un útero de alquiler, y que su trabajo no habría terminado hasta que el bebé estuviera a salvo en los brazos de su padre.
Pero eso no significaba que quisiera irse de Atlanta y abandonar el mundo que conocía. Recorrer medio mundo supondría una gran tensión, especialmente acercándose el final del embarazo. Era muy consciente de que se trataba de un trabajo, de una manera de poder seguir ocupándose de su hermana, pero tampoco era ninguna ingenua. Resultaba muy difícil no experimentar sentimientos por la vida que palpitaba en su interior, y era consciente de que aquellos sentimientos se estaban volviendo más y más fuerte con el paso del tiempo. Las hormonas ya estaban haciendo su trabajo, y solo podía imaginar lo que sentiría cuando se acercara el momento del parto.
Pero también sabía que la maternidad no era su futuro. La medicina era su futuro, su meta y su camino en la vida.
El señor Laurent cruzó los dedos de sus manos sobre el escritorio mientras el silencio se prolongaba.
–¿Qué hace falta para que esté dispuesta a tomar ese avión el viernes?
–Tengo que ir a la universidad. Tengo que seguir con mis estudios.
–Acaba de terminar los estudios preclínicos. Ahora está preparando el examen de licenciatura, y en Grecia podrá estudiar tan bien como en Atlanta.
–No pienso dejar sola a mi hermana tres meses y medio.
–Su hermana tiene veintiún años y vive en Carolina del Norte.
–Está haciendo sus estudios superiores en la Universidad Duke, pero depende económica y emocionalmente de mí. Soy su única pariente viva –Georgia alzó la barbilla en un gesto retador mientras sostenía la mirada del imponente abogado–. Soy todo lo que le queda.
–¿Y el bebé que lleva dentro?
–No es mío. Si el señor Panos quiere estar presente en el nacimiento de su hijo tendrá que venir a Atlanta. De lo contrario, una enfermera se ocupará de llevárselo, como estaba acordado.
–El señor Panos no puede volar.
El desconcierto de Georgia al escuchar aquello apenas duró una fracción se segundo.
–Eso no es problema mío. El bebé dejará de ser mi responsabilidad en cuanto dé a luz. Me han pagado para no apegarme a él, y pienso cumplir mi parte del trato.
El abogado cerró un momento los ojos y alzó una mano para empujar las gafas con el dedo índice por el caballete de su poderosa nariz.
–¿Cuánto dinero va a hacer falta para que tome ese avión el viernes? Y antes de que me diga que no estoy escuchando, permítame que le aclare que hace tiempo que sé que todo el mundo tiene un precio. Incluida usted. Por eso aceptó convertirse en una madre de alquiler. La compensación le pareció satisfactoria, de manera que no nos andemos con rodeos y haga el favor de decirme cuánto quiere por subirse a ese avión.
Georgia trató de ocultar su ansiedad y frustración tras una máscara de serenidad. El dinero estaba bien, pero no quería más dinero. Solo quería que aquello acabara. Había sido un error comprometerse a hacerlo. Había creído que sería capaz de mantener sus emociones bajo control, pero últimamente sentía que se le estaban yendo de las manos. Sin embargo, ya era demasiado tarde para echarse atrás. Sabía que el contrato que había firmado era vinculante. El bebé no era suyo, sino de Nikos Panos, y no debía olvidar aquello ni por un momento.
Lo que significaba que seguir adelante era su única opción. Y en cuanto diera a luz y entregara al bebé borraría para siempre aquel año de sus recuerdos. Aquella sería la única manera de sobrevivir a una experiencia tan retadora. Afortunadamente ya tenía experiencia en lo referente a sobrevivir a experiencias duras en la vida. El dolor y la pena profunda eran buenos maestros.
–Diga la cantidad que quiere.
–No se trata del dinero…
–No, pero con el dinero podrá pagar sus facturas y ocuparse de su hermana. Tengo entendido que ella también quiere estudiar Medicina. Aproveche la oferta de manera que no tenga que volver a hacer nunca nada parecido.
Aquella última frase alcanzó la diana. El señor Laurent tenía razón. Georgia sabía que nunca podría volver a hacer nada parecido. Aquello le estaba rompiendo el corazón. Pero había sobrevivido a cosas peores. Y tampoco iba a abandonar al bebé en manos de un monstruo. Nikos Panos quería aquel bebé desesperadamente.
Inspiró rápidamente y mencionó una cantidad de dinero escandalosa, una suma que bastaría para pagar los estudios de medicina de Savannah, su manutención y algo más.
Esperaba haber escandalizado al viejo abogado, pero este ni siquiera parpadeó. Se limitó a empujar hacia ella un papel impreso que tenía sobre la mesa.
–El anexo al contrato. Firme abajo y ponga la fecha, por favor.
Georgia tragó con esfuerzo, conmocionada por la prontitud con que el abogado había aceptado la cantidad que había pedido. Probablemente esperaba que pidiera más. Seguro que también habría aceptado si le hubiera pedido millones. Estúpido orgullo. ¿Por qué no podía comportarse nunca como una auténtica materialista?
–Firmando el anexo está aceptando irse el viernes –explicó el señor Laurent–. Pasará el último trimestre de su embarazo en Grecia, en la villa que tiene el señor Nikos Panos en Kamari, que se encuentra a poca distancia de Atenas. Después de dar a luz, cuando se encuentre en condiciones, mi cliente la enviará de vuelta a Atlanta en su jet privado o en un vuelo en primera clase en la línea aérea que usted elija. ¿Alguna pregunta?
–¿Estará el dinero en mi cuenta mañana?
–A primera hora –asintió el abogado a la vez que le alcanzaba una pluma.
Georgia firmó y le devolvió la pluma.
–Me alegra que hayamos llegado a un acuerdo –dijo el señor Laurent con una sonrisa.
Georgia asintió, abatida, pero incapaz de ver otra salida a su situación.
–Como usted mismo ha dicho, todo el mundo tiene un precio, señor Laurent.
–Que disfrute del tiempo que pase en Grecia, señorita Nielsen.
FUE UN largo viaje desde Atlanta. Duró casi trece horas, lo que significó que Georgia tuvo tiempo de sobra para dormir, estudiar, e incluso ver un par de películas.
Había mantenido su mente ocupada casi todo el tiempo para no recordar la despedida de su hermana Savannah, que había conducido desde Duke para acompañarla al aeropuerto.
O, más bien, para rogarle que no se fuera.
Savannah se había sentido superada por las circunstancia, alternando entre las lágrimas y el enfado mientras interrogaba a Georgia sobre aquel millonario griego.
–¿Qué sabes de él? ¿Y qué más da que sea super rico? Podría ser peligroso, podría estar loco… ¿y quién podrá ayudarte cuando estés a solas con él en su isla, en medio de la nada?
Savannah nunca había sido muy práctica, pero Georgia debía reconocer que en aquella ocasión tenía razón.
Había investigado a Nikos Panos a través de Internet, pero, al margen de averiguar que era un multimillonario griego que había sabido sacar adelante con inmenso éxito la empresa de su familia cuando apenas contaba con veinticinco años, no tenía la más mínima referencia sobre él. No sabía nada sobre su carácter, sobre sus costumbres…
Apoyó una mano sobre su vientre, que había crecido rápidamente en las últimas semanas. Tenía la piel especialmente sensible y cálida y, aunque no quería pensar en el embarazo, no podía evitar ser muy consciente de la vida que palpitaba en su interior.
El bebé era un niño. En su familia no había niños. Solo niñas. Tres hermanas. Ni siquiera podía imaginar lo que sería criar a un chico…
Pero no podía pensar en aquello. Nunca se lo permitía. No podía permitírselo.
Cuando, finalmente, el avión comenzó a descender hacia lo que parecía un interminable más azul, el bebé se movió en su interior como si hubiera reconocido que estaba llegando a casa. Georgia contuvo el aliento mientras se esforzaba por controlar el pánico.
Podía hacer aquello. Lo haría.
El bebé no era suyo.
No se sentía apegada a él.
Le habían pagado para no apegarse.
Pero aquellas severas autoadmoniciones apenas sirvieron para aliviar la oleada de pena y arrepentimiento que envolvió su corazón.
–Solo faltan tres meses y medio –susurró.
En tres meses y medio se liberaría de aquel horrible acto que había aceptado llevar adelante.
«Tres meses y medio», se dijo Nikos Panos mientras aguardaba al final de la pista de aterrizaje, con la mirada puesta en su jet blanco, cuya puerta acababa de abrirse. La mujer que apareció en el umbral de esta unos instantes después era esbelta y muy rubia, vestía una túnica color crema asalmonado, unas mallas grises y unas botas altas de tacón que le llegaban por encima de las rodillas.
Nikos frunció el ceño ante la altura de los finos tacones, y no pudo evitar preguntarse por qué calzaría una mujer embarazada unas botas con unos tacones como aquellos. Aquellas botas eran un problema, al igual que su vestido.
La túnica le llegaba justo por encima del muslo, revelando un buen trozo de pierna.
Nikos ya sabía por los informes que tenía que Georgia Nielsen era una mujer bonita, pero no esperaba aquello.
En lo alto de las escaleras, con la brisa agitando su pelo rubio y el sol a contraluz se parecía tanto a Elsa que sintió que se le encogía el corazón.
Había querido una madre de alquiler que se pareciera a Elsa.
Pero no a la propia Elsa.
Se preguntó si habría cometido un terrible error. Tenía que estar bastante loco para haber buscado por el mundo a una mujer que se pareciera a su difunta esposa, y más aún para haberla llevado a Kamari.
La mujer debía haberlo visto porque de pronto irguió los hombros y, sujetándose el pelo con una mano, bajó las escaleras rápidamente. No las bajó exactamente corriendo, pero si con velocidad y determinación.
Mientras caminaba hacia ella, Nikos pensó que en realidad no se parecía a Elsa. Su Elsa había sido una mujer tranquila, delicada, incluso tímida, mientras que aquella rubia de largas piernas avanzaba por el asfalto de la pista como si fuera la dueña del aeropuerto.
Se encontró con ella a medio camino, decidido a hacerle frenar la marcha.
–Cuidado –murmuró.
Georgia alzó el rostro y lo miró con el ceño fruncido.
–¿Cuidado con qué? –preguntó con un matiz de irritación.
De lejos era llamativa, pero de cerca era asombrosamente bonita. Incluso más bonita que Elsa, si es que aquello era posible.
Nikos volvió a pensar que había sido un error haberla hecho acudir allí cuando aún faltaba tanto para que diera a luz. No porque él corriera el peligro de enamorarse del fantasma de su difunta esposa, sino porque su relación con Elsa nunca fue fácil, y su muerte, absurda, sin sentido, le había causado una intensa culpabilidad. Había esperado que tener un hijo le serviría de impulso para seguir adelante, para vivir. Para volver a sentir.
Elsa no era el único fantasma de su vida. Él mismo se había convertido en uno.
–Podría tropezar y caer –dijo con aspereza.
Georgia arqueó una ceja y le dedicó una larga mirada que hizo sentirse a Nikos inspeccionado, catalogado, evaluado.
–Dudo que pudiera suceder algo así –replicó Georgia finalmente–. Tengo un equilibrio excelente. Me habría encantado ser gimnasta, pero crecí demasiado –añadió a la vez que le ofrecía su mano–. Pero aprecio su preocupación, señor Panos.
Nikos contempló su mano más tiempo del que probablemente habría sido considerado adecuado. En el pasado nunca le habían preocupado demasiado los formalismos y los buenos modales, y en la actualidad le daban completamente igual. Todo le daba completamente igual. Y ese era el problema. Pero los Panos no podían desaparecer con él. No solo porque la empresa familiar necesitara un heredero. Él era el último Panos que quedaba, y no podía permitir que sus errores acabaran con una familia de un linaje centenario. Su familia no tenía por qué pagar por sus pecados.
Y esperaba que aquel bebé cambiara aquello. Aquel bebé sería el futuro.
Tomó la mano de Georgia y la estrechó en la suya con firmeza.
–Nikos –corrigió y a continuación volvió la cabeza para permitir que Georgia viera con toda claridad el lado derecho de su rostro, para permitir que viera quién era. En qué se había convertido.
En un monstruo.
En la Bestia de Kamari.
Volvió de nuevo la cabeza y buscó su mirada.
Georgia siguió contemplándolo sin parpadear, sin dar el más mínimo indicio de horror o miedo. Tampoco parecía sorprendida. Sus ojos azules con destellos de gris y plata lo miraban abiertamente, sin barreras. Nikos encontró intrigante que no pareciera incómoda ante la visión de su mejilla y su sien quemadas.
–Georgia –replicó ella a la vez que devolvía con la misma firmeza el apretón de manos.
A pesar de las largas horas de viaje, de su embarazo, o tal vez precisamente por este, parecía fresca, a punto, radiante de salud y vitalidad.
Nikos, que no había deseado nada ni a nadie durante cinco años, sintió que en su interior despertaba una inesperada punzada de curiosidad, y de sordo deseo. Hacía tanto tiempo que no sentía nada que la reacción de su cuerpo lo sorprendió tanto como las preguntas que se estaban formulando en su cabeza.
¿Se sentía atraído por aquella mujer porque se parecía a Elsa, o porque le intrigaba que pareciera no sentirse en lo más mínimo afectada por sus cicatrices?
Se preguntó cómo era, qué aspecto tendría desnuda, cómo sabría su piel…
Y de pronto, tras todos aquellos años de no sentir nada, de no ser nada, de haber vivido entumecido como un muerto, su cuerpo reaccionó, se endureció con una intensidad casi dolorosa.
Pero aquello no podía estar pasando. Por eso vivía en Kamari, alejado de la gente. No era para protegerse a sí mismo, sino para proteger a los demás.
Reprimió con dureza aquel arrebato de deseo recordándose lo que le había hecho a Elsa, y lo que la muerte de Elsa le había hecho a él.
Aquella mujer no era Elsa, no era su esposa. Pero aunque no fuera una esposa no podía correr riesgos. Llevaba dentro a su hijo. Su salud y bienestar eran esenciales para la salud y el bienestar de su hijo. Aquella mujer no era más que una madre de alquiler. Nada más. Tan solo un útero alquilado.
Con un escueto gesto indicó a los miembros de la tripulación del avión que colocaran el equipaje de Georgia en el viejo Land Rover restaurado que le gustaba utilizar para conducir por los escarpados caminos de Kamari. Mientras se encaminaba hacia el vehículo recordó las botas de tacón alto de la estadounidense.
–Ese calzado no es adecuado para Kamari –dijo secamente.
Georgia se encogió de hombros.
–Lo tendré en cuenta –replicó mientras rodeaba el Land Rover hacia el lateral del pasajero.
Al ver que habían puesto un pequeño escalón ante la portezuela para que alcanzara la elevada base del todoterreno, sonrió y accedió al asiento sin necesidad de ayuda.
Nikos no comprendió su sonrisa. Tampoco entendía la confiada desenvoltura que manifestaba aquella mujer con su lenguaje corporal. Casi parecía estar retándolo.
Y no estaba seguro de que aquello le gustara.
Afortunadamente, sentía que tenía su genio bajo control. En otra época su mal genio había sido legendario, pero con el paso del tiempo se había ido suavizando. Aunque nunca lo había volcado en Elsa, esta siempre se había mostrado cautelosa a su alrededor. Asustadiza.
Movió la cabeza para alejar los recuerdos. No quería pensar en Elsa en aquellos momentos. No quería seguir sintiéndose perseguido por el pasado. Estaba tratando de avanzar, de crear un futuro.
Ocupó su asiento tras el volante miró de reojo a Georgia, que se estaba poniendo el cinturón. Su melena rubia caía por su espalda como una cascada de oro. Tenía un pelo precioso, más largo que el de Elsa.
Nikos tuvo que reprimir de nuevo la acalorada sensación que recorrió su cuerpo. No quería encontrar atractiva a Georgia Nielsen. Sabía que no era buena idea. Pero, al parecer, su cuerpo tenía voluntad propia en aquel terreno, y podía convertirlo en un tigre al acecho. En una bestia fuera de su jaula.
Hasta que no estuvo casado con Elsa no supo que tenía una personalidad tan aterradora. No se dio cuenta hasta que notó que Elsa empezaba a esconderse de él como si lo temiera.
Thirio.
Teras.
Si se hubiera conocido a sí mismo en aquel aspecto antes de casarse no se habría casado. Si hubiera sabido que iba a destruir a su preciosa esposa con su mal carácter, habría permanecido soltero.
Sin embargo, había querido tener hijos. Había deseado intensamente tener una familia propia.
–Estamos a unos quince minutos de la casa –dijo con voz ronca mientras arrancaba el motor del Land Rover.
–¿Y la población más cercana? –preguntó Georgia mientras ajustaba el cinturón sobre su regazo.
Nikos siguió el movimiento de sus manos con la mirada y la centró instintivamente en su vientre, fijándose por primera vez en su protuberancia. Hacerse consciente de que Georgia llevaba en su interior a su hijo le produjo un sobresalto. Su hijo.
Por un instante se quedó sin aliento. De pronto aquello era real. Su semilla había florecido en…
–¿Quieres tocarlo? –preguntó Georgia con delicadeza.
Nikos alzó la mirada hacia su rostro. Estaba pálida, pero lo miraba atentamente.
–Se está moviendo –añadió Georgia, y sus labios se curvaron en una tierna sonrisa–. Creo que está saludando.
Nikos volvió a bajar la mirada.
–¿No es demasiado pronto como para que pueda sentirlo moviéndose?
–Hace dos semanas lo habría sido, pero ya no.
Nikos siguió contemplando el vientre de Georgia como si estuviera hipnotizado. Quería notar cómo se movía su hijo allí dentro, pero temía cómo le pudiera afectar sentir la calidez que sin duda emanaría de la tersa piel de Georgia.
–Prefiero esperar –dijo a la vez que apartaba la mirada y trataba de distraerse poniendo el todoterreno en movimiento. La presencia de aquella mujer en su isla era un evidente error. ¿Cómo había podido llegar a creer que sería buena idea tenerla allí?–. Pero me alegra saber que se mueve y está sano –añadió
–Claro que lo está. ¿No has recibido las ecografías de mis revisiones?
–Sí –replicó Nikos escuetamente. No quería hablar del bebé. No quería hablar. No quería conocer a Georgia Nielsen. No iba a haber ninguna relación entre ellos. Necesitaba que estuviera a salvo porque llevaba a su hijo dentro. Nada más.
–¿Y dónde está la población más cercana? –repitió Georgia.
–No hay ninguna población. Es una isla privada.
–¿Y es tuya?
–Mía –asintió Nikos sin apartar la mirada de la carretera.
–¿Y la casa? ¿Cómo es?
–Está cerca del agua. Es una casa antigua y sencilla. A mí me basta.
Georgia pasó una mano por su rubia cabellera.
–El señor Laurent se refería a la casa como una villa. ¿No lo es?
–En Grecia una villa es una casa de campo. Pero yo no utilizo ese nombre. Para mí solo es mi casa. Mi hogar.
Georgia abrió la boca para decir algo, pero Nikos la interrumpió en tono cortante.
–No soy especialmente aficionado a conversar, Georgia.
Si Georgia no se hubiera sentido ligeramente mareada se habría reído. Miró de reojo a Nikos y contempló sus duros rasgos, sus negras cejas.
El mero hecho de mirarlo le hizo sentirse temblorosa y le produjo un revoloteo de mariposas en la boca del estómago.
Nikos Panos no era lo que había esperado. Había imaginado un hombre sólido, estable, de unos treinta y cinco años. Pero no había nada estable ni cómodo en Nikos Panos. Era alto, de anchos hombros y largas piernas. Tenía el pelo negro, denso, unos penetrantes ojos negros y unos rasgos fuertes muy atractivos… al menos en un lado de la cara. En el otro tenía una cicatriz que le llegaba de la sien a la mejilla. Era una cicatriz evidente, pero no grotesca, provocada por una quemadura, y Georgia sabía lo lento y doloroso que debía haber sido el proceso de curación.
Pero, más allá de aquello, y de su brusca actitud, Nikos Panos estaba hecho del material necesario para colmar las fantasías de cualquier jovencita.
«No soy especialmente aficionado a conversar, Georgia».
¿Qué suponía aquello? ¿Que no iba a poder hablar con nadie mientras estuviera allí?
El abogado le había dicho que no había una señora Panos, que Nikos pensaba criar a su hijo solo. ¿Sería allí donde pensaba criarlo? ¿En aquella árida isla volcánica?
–¿Dónde piensas vivir cuando nazca tu hijo? –preguntó.
–Aquí. Este es mi hogar.
Georgia contempló el estrecho camino por el que circulaban, que bordeaba una árida montaña y apenas estaba asfaltado. Le hubiera gustado que tuviera una barrera de protección.
Le hubiera gustado estar de vuelta en Atlanta.
Ojalá no hubiera aceptado nunca hacer aquello.
Trató de controlar su ansiedad con unas cuantas respiraciones profundas.
¿Qué hacía allí? ¿Por qué había aceptado meterse en aquel embrollo?
Por el dinero. En otras ocasiones, pensar en los problemas que iba a poder resolver con la cantidad que había recibido le había bastado para tranquilizarse, pero en aquellos momentos no le estaba funcionando.
–Para, por favor –dijo al sentir que el estómago se le contraía–. Estoy mareada.
UNA VEZ en su dormitorio, Georgia durmió el resto del día.
Soñó con Savannah, con su llorosa despedida en el aeropuerto.
«¿Qué sabes de ese hombre?»
«Podría ser peligroso…»
«¿Quién podrá ayudarte en esa isla perdida en medio de la nada?»
Su sueño se vio interrumpido por unas insistentes llamadas a la puerta.
Georgia las escuchó, pero no quería despertarse. Permaneció tumbada, tratando de aferrarse a su sueño.
Pero los golpes continuaron.
Estaba irguiéndose en la cama cuando la puerta se abrió violentamente y Nikos Panos entró furioso en el dormitorio.
–¿Se puede saber qué haces? –preguntó Georgia con un sobresalto a la vez que se cubría rápidamente con la sábana.
–¿Por qué no contestabas?
–¡Porque estaba dormida!
–Llevamos una hora tratando de despertarte –Nikos avanzó hacia la cama con ojos brillantes–. Temía que te hubiera pasado algo.
–Como verás, no me ha pasado nada.
–Me has dado un buen susto.
Georgia aún estaba temblando a causa de la conmoción.
–¿Y cómo crees que me siento yo? ¡Has roto la cerradura!
–Eso puede arreglarse.
–¿Pero cómo se te ha ocurrido entrar de ese modo? Creía que eso solo pasaba en las películas.
–Alguien se ocupará de reparar la cerradura cuando subas a comer.
Georgia quería una disculpa pero, al parecer, no iba a obtenerla. Volvió la mirada hacia la ventana. El sol ya se estaba poniendo.
–¿No es muy tarde para comer?
–No. Vístete y sube a…
–¿No podrías hacer que me trajeran algo a la habitación? –interrumpió Georgia, irritada por el tono cortante de Nikos–. Después del largo viaje que acabo de hacer preferiría seguir en pijama y leer un rato.
–Sube a la tercera planta. Ahora estamos en la segunda. Una vez arriba cruza la sala de estar hasta la terraza –replicó Nikos sin miramientos.
Georgia frunció el ceño, cada vez más irritada.
–El señor Laurent me dijo que contaría con mi propio espacio y tanta intimidad como deseara.
–Tienes tu propio espacio. Tres habitaciones solo para ti. Pero nos vamos a ver al menos una vez al día durante la comida. Conviene que establezcamos esa rutina cuanto antes.
–No entiendo la necesidad de que nos veamos a diario. No tenemos nada que decirnos.
–En eso estoy de acuerdo. Pero sí tengo muchas cosas que decir a mi hijo y, ya que lo llevas dentro, tu presencia es imprescindible para que pueda hacerlo.
Georgia trató de reprimir el cáustico comentario que tenía en la punta de la lengua, pero no lo logró.
–En ese caso, siento que tengas que soportar mi inaguantable compañía durante los próximos tres meses.
–Ambos estamos haciendo sacrificios. Afortunadamente, tú estás siendo generosamente recompensada por los tuyos –replicó Nikos antes de volverse para salir.
–Me gustaría tomar una ducha antes.
–Muy bien.
–¿Harás que alguien se ocupe de reparar la puerta mientras estoy arriba?
–Ya te he dicho que sí.
Tras salir del dormitorio de Georgia, Nikos buscó a Adras, el hombre mayor que se ocupaba de los asuntos domésticos de la villa, y le dijo que había que arreglar la puerta. Luego subió a la terraza cubierta de la tercera planta a esperar.
El intenso tono anaranjado de la puesta de sol cubría el horizonte como un manto. Mientras contemplaba las impresionantes vistas del mar Egeo, Nikos experimentó una extraña sensación de anticipación. No estaba acostumbrado a tener visitas. Kamari era su propia roca, trescientos veinte acres de tierra al noroeste de las Cícladas. La isla más cercana era Amorgós, que contaba con un hospital, transbordador, tiendas y un monasterio, pero hacía años que no iba allí. No le hacía falta. No había nada bueno en Amorgós… al menos para él.
Todo lo que necesitaba se lo llevaban por avión a la isla y, si quería compañía, podía volar a Atenas. Aunque casi nunca quería compañía. Hacía meses y meses que no salía de allí. Tenía una casa en Atenas, además de las oficinas de la empresa. También tenía otro lugar en Santorini, las propiedades de la familia, unas antiguas bodegas que en otra época habían sido su lugar favorito y en la actualidad se habían convertido en su peor pesadilla.
Llevaba tanto tiempo viviendo solo que era incapaz de imaginarse a sí mismo formando parte del mundo exterior. Y su hijo tampoco necesitaría el mundo exterior. Le enseñaría a vivir con sencillez, a amar la naturaleza, a ser independiente. Se aseguraría de que aprendiera a valorar lo bueno, lo verdadero. No el dinero, ni el éxito, ni el orgullo, sino aquella isla, el cielo, el mar.
Pero era posible que todos aquellos años de vivir en soledad lo hubieran vuelto demasiado áspero, demasiado impaciente. Se sentía especialmente impaciente en aquellos momentos, esperando a Georgia. No se estaba dando precisamente prisa con la ducha. No tenía prisa por reunirse con él. Se estaba tomando su tiempo. Le estaba haciendo esperar.
Finalmente, el sonido de unos pasos a sus espaldas le hizo volverse.
Georgia salió a la terraza con expresión cautelosa. Vestía mallas negras, un largo jersey de punto negro y blanco, zapatos de tacón, y se había sujetado el pelo en una alta cola de caballo. Aunque no iba maquillada parecía mucho más descansada que al llegar, pero su gesto prevenido preocupó a Nikos.
No quería ser un monstruo. No disfrutaba asustando a las mujeres.
–Has encontrado el camino –murmuró con voz ronca.
–Sí.
–¿Quieres beber algo? –Nikos señaló las jarras de agua y zumo que había sobre la mesa.
–Agua, por favor.
A Nikos no le extrañó que Georgia se volviera a contemplar las deslumbrantes vistas de la puesta de sol mientras él servía el agua.
–¿Cómo te sientes?
–Bien –contestó Georgia en tono distante.
Nikos era consciente de que debía disculparse, pero no sabía por dónde empezar.
–¿Te mareas en el coche habitualmente? –preguntó.
–No, pero las cosas cambian con el embarazo.
–Mis pilotos me han dicho que el aterrizaje ha sido bastante turbulento. A veces sopla un viento muy fuerte por esta zona. Lo siento.
Georgia arqueó una elegante ceja a la vez que se volvía a mirarlo.
–No puedes controlar el viento –dijo mientras aceptaba el vaso que le ofreció Nikos–. Pero sí puedes controlarte a ti mismo. No vuelvas a romper la puerta, por favor.
Nikos no estaba acostumbrado a disculparse, pero tampoco lo estaba a que lo criticaran.
–Ya te he dicho que van a arreglarla.
–No me refiero a eso. Tu uso de la fuerza ha sido excesivo. Estoy segura de que hay algún tipo de intercomunicador en la casa que podrías haber utilizado para comprobar cómo estaba.
–Tal vez estaría bien que la próxima vez no cerraras con llave la puerta.
Georgia frunció el ceño.
–Siempre cierro con llave la puerta.
–¿Incluso en tu propia casa?
–Vivo sola. Cierro las puertas.
–¿Tan peligroso es Atlanta?
–El mundo es peligroso. Si no cierro la puerta no puedo dormir.
–Aquí estás a salvo.
Georgia alzó levemente la barbilla y miró a Nikos al rostro.
–No estoy segura de qué quieres decir con eso.
–Quiero decir que aquí puedes relajarte. Que no corres ningún peligro.
–¿Eso te incluye a ti?
Nikos se tensó y miró por encima del hombro de Georgia hacia el mar. Pero lo único que logró ver fue a Elsa. Elsa, que siempre había temido todo lo que él era.
–No se me ocurriría hacerte daño –replicó roncamente–. Estás aquí precisamente porque quiero asegurarme de que estés a salvo. Tu bienestar es esencial para el de mi hijo. En Kamari solo obtendrás los mejores cuidados.
–No necesito cuidados. Necesito espacio y respeto.
–Algo que obtendrás, además de los cuidados adecuados.
–No estoy segura de que tu concepto y el mío de lo que son cuidados «adecuados» coincidan. Para mí lo mejor habría sido permanecer en mi casa, cerca de mi hermana y de mi obstetra. Me habría sentido más segura con mi familia y mi médico cerca.
–He contratado al mejor obstetra y al mejor pediatra de Grecia. Ambos se ocuparán de todo lo necesario.
–A pesar de todo, me habría sentido más a gusto en mi casa.
–Estoy convencido de que este lugar te resultará muy agradable cuando te acostumbres.
Algo destelló en la mirada de Georgia a la vez que comprimía los labios.
–Creo que no comprendes lo que estoy diciendo. Cuando acepté alquilar mi útero no esperaba tener que pasar aquí tanto tiempo, contigo. Eso no formaba parte del acuerdo inicial. No me agrada tener que estar aquí. No es bueno para mí.
–Has sido generosamente recompensada por haber venido a Kamari.
–Pero el dinero no lo es todo. Y no pienso permitir que te dediques a echarme en cara el dinero. Es grosero y degradante.
–Sin embargo aceptaste alquilar tu útero por dinero.
–Tenía que pagar mis estudios de medicina, y los de mi hermana, pero también quería lograrlo haciendo algo bueno, algo positivo. Y lo he hecho. He creado vida. Y a eso no se le puede poner precio… –Georgia apartó la mirada a la vez que su voz se quebraba.
Nikos contempló su precioso perfil y creyó captar el destello de una lágrima en sus ojos. Pero lo más probable era que se tratara de un juego. No se fiaba de las lágrimas, y no pudo evitar pensar en la posibilidad de que aquella mujer estuviera tratando de manipularlo. Era posible. Elsa le había enseñado aquello.
–¿Y no sientes escrúpulos ante la idea de tener que entregar esa vida? –preguntó con rudeza.
Georgia dejó escapar un sonido a la vez suave y áspero y cuando habló su voz surgió más ronca de lo habitual.
–Es tu hijo, no mío.
–Pero es tu óvulo. Tú útero.
La sonrisa que esbozó Georgia no alcanzó sus ojos.
–Soy poco más que una jardín fértil. El suelo no llora cuando siembras o cosechas.
–El suelo tampoco es una hembra joven, maternal, preparada para alimentar una criatura…
–No soy una persona maternal –interrumpió Georgia con frialdad.
–Sin embargo estás haciendo esto para ayudar a tu hermana.
–Eso es distinto. Ella es mi familia. Soy responsable de ella. Pero no deseo tener hijos propios, ni asumir más responsabilidades.
–Puede que más adelante cambies de opinión.
Georgia avanzó hacia Nikos sin apartar la mirada de su rostro.
–¿Quieres que cambie de opinión más adelante?
Nikos se sintió conmocionado, no solo por sus palabras, sino por el modo en que había avanzado hacia él. Nadie invadía su espacio. Nadie quería estar cerca de él. Intimidaba a las mujeres. Hacía que la gente se sintiera incómoda.
Evidentemente, Georgia no era una mujer tímida, ni débil, y parecía dispuesta a enfrentarse a él cara a cara.
Nikos admiró su audacia, su confianza. Admiraba la fuerza, el coraje, pero Georgia no sabía que su actitud retadora no hacía más que alentar su apetito. Aquella resistencia y energía lo estaban despertando, le estaban haciendo sentir cosas que hacía demasiado tiempo que no sentía.
Le preocupaba aquella reacción. Aquella mujer lo fascinaba. Aunque se pareciera a Elsa, en realidad era completamente distinta. Georgia no se escondía de él, no huía del conflicto.
Y no podía evitar encontrar aquello estimulante.
Refrescante.
Pero debía advertirla. Debía hacerle comprender que estaba despertando a la bestia que llevaba en su interior, y que no le gustaría lo que iba a encontrarse cuando la despertara. Era más seguro mantenerla enjaulada, adormecida…
–Por supuesto que no quiero que cambies de opinión más adelante. Es mi hijo.
–Bien. Me alegra saber que estamos de acuerdo en eso –dijo Georgia a la vez que se apartaba de él y se encaminaba hacia una banco blanco que había contra la pared de la terraza.
Nikos observó la elegancia de sus movimientos mientras se sentaba. Tras cruzar las piernas se apoyó contra el respaldo con una actitud de completa calma. Pero cuando avanzó hacia ella captó un destello en su mirada que le hizo comprender que no estaba tan calmada como parecía. Estaba alerta, y en guardia.
Ocupó una silla frente a ella y alargó las piernas ante sí, invadiendo en parte su espacio.
–Mientras veníamos me has preguntado que dónde quería criar a mi hijo –Nikos hizo una momentánea pausa para contemplar los magníficos rasgos del rostro de Georgia, sus carnosos labios rosados, el elegante y esbelto cuello en cuya base pudo apreciar su pulso. No estaba tan calmada como quería aparentar. Ni mucho menos–. ¿Por qué lo has preguntado?
Georgia se encogió de hombros.
–Por mera curiosidad.
–¿Curiosidad sobre la vida que vivirá mi hijo o sobre mí?
Georgia volvió a encogerse de hombros con despreocupación.
–Solo trataba de conversar. Te pido disculpas si he hecho que te sintieras incómodo.
–No me he sentido incómodo en absoluto. Me encanta Kamari, así que era algo fácil de contestar. Criaré a mi hijo aquí. Viviremos aquí y le enseñaré todo sobre su familia, su linaje, y me aseguraré de que esté preparado para heredar el negocio y la fortuna de los Panos. Él es mi legado. Él es el futuro.
Tras aquellas palabras se produjo un incómodo silencio, y Nikos supo que Georgia Nielsen estaba procesando cada una de las palabras que había escuchado. Aquella mujer no era precisamente un peso ligero en el terreno intelectual.
Señaló su vaso de agua, casi vacío.
–¿Quieres más agua, Georgia?
–Estoy bien así, gracias.
Nikos no tuvo más remedio que reconocer que aquello era cierto. Estaba mejor que bien, y aquello podía convertirse en un problema si no controlaba su interés por ella de inmediato. Lo que necesitaban eran tópicos de conversación aburridos, seguros. Y mantener las distancias.
–A los griegos nos encanta el agua. Servimos agua con el café, con el postre. A menudo es nuestra bebida de elección… –su voz quedó apagada por el rugido de un motor.
Nikos permaneció en silencio mientras el Falcon blanco que había llevado a Georgia a la isla pasaba por encima de ellos.
Georgia alzó la mirada hacia el jet.
–¿Tu avión no se queda aquí?
–No. El hangar está en Atenas.
–¿Por qué en Atenas?
–Es donde tengo todos mis aviones.
–¿Tienes más?
–Sí. También algunos helicópteros.
–¿Y barcos?
–Por supuesto. Vivo en una isla remota.
Georgia apartó un mechón de pelo de su frente.
–¿Es demasiado tarde para dar una vuelta por la isla ahora?
–El sol se pondrá en la próxima hora. Es mejor esperar a mañana. Te enseñaré los jardines, los paseos y la piscina. El señor Laurent me dijo que te gusta hacer ejercicio regularmente.
–Camino, nado, ando en bici, levanto pesas…
–Las pesas se acabaron.
Georgia rio, divertida.
–No estoy hablando de las Olimpiadas.
–Nada de pesas –insistió Nikos–. En estos momentos no creo que os convenga ni a ti ni al bebé.
Georgia abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla enseguida y se encogió de hombros.
–La piscina está climatizada –añadió Nikos–. Creo que la encontraras bastante agradable.
Georgia extendió sus largas piernas ante sí y se arrellanó contra el respaldo del banco.
–¿Van a ser así las cosas durante los próximos tres meses y medio?
–¿Qué quieres decir?
–¿Piensas supervisar mi nutrición además de mi ejercicio?
Nikos captó el tono burlón de Georgia, que no le irritó tanto como agitó sus sentidos. Aquella mujer no tenía idea de lo atractiva que la encontraba. Debía advertírselo. Al menos por su propio bien.
–Sí. Las cosas van a ser así –no tenía sentido negarlo. Georgia estaba allí para que él pudiera asegurarse de que el tercer trimestre de su embarazo transcurriera sin problemas.
Los ojos de Georgia sonrieron junto con sus labios.
–En ese caso tenemos un problema.
–No si te amoldas a mis deseos.
Georgia alzó una ceja perfectamente depilada.
–¿Fue así como me describió el señor Laurent? ¿Dócil, dulce, complaciente?
–Nunca habló de ti en esos términos –replicó Nikos con cautela, consciente del juego en el que estaban entrando–. Creo que utilizó las palabras «inteligente», «dotada», «ambiciosa», «determinada».
La mirada azul de Georgia mantuvo con firmeza la de Nikos. No parecía sentirse en lo más mínimo amenazada o incómoda. Todo su ser irradiaba confianza, control. Para tener solo veinticuatro años, parecía una mujer realmente poderosa.
Y no era aquello precisamente lo que había buscado Nikos cuando había decidido alquilar una madre para su hijo.
–No estoy acostumbrada a que me digan lo que tengo que hacer –dijo Georgia con firmeza–. Puede que vaya a ser tu invitada durante los próximos meses, pero no pienso dedicarme a recibir órdenes.
Nikos tampoco estaba acostumbrado a negociar con nadie, y menos aún con mujeres. Pero no podía evitar encontrar excitante aquella situación.
–En lugar de órdenes, ¿no podrías considerarlo cuidados y preocupación por el bienestar de mi hijo?
–Me he esmerado desde el primer momento en cuidar de mí misma y del bebé como es debido.
–Y yo te lo agradezco. Pero como padre del niño también espero que respetes mis deseos.
No había duda de que estaba teniendo lugar una lucha de poderes, algo que Nikos tampoco había anticipado. Lo único que tenía que hacer Georgia era plegarse a sus deseos pero, al parecer, no podía, o no quería, y aquello no hacía más que echar gasolina a la llama.
Nikos no se sentía enfadado, pero los latidos de su corazón habían arreciado y sentía la sangre palpitando en sus venas.
–Creo que aquí hay un malentendido –dijo con suavidad–. Tal vez se trate de un problema del idioma, o de un problema cultural, ya que tú eres estadounidense y yo soy griego. Pero los negocios son los negocios. Llegaste a un acuerdo conmigo y yo he cumplido con mi parte. Te he pagado generosamente por tu servicio…
–Estamos hablando de mi cuerpo. No soy un contenedor, ni un recipiente. Tampoco soy tu empleada. Soy una mujer que te está ofreciendo un regalo…
–Que me está ofreciendo un servicio –interrumpió Nikos–. Creo que sería más adecuado llamarlo así.
–Te estoy ofreciendo el regalo de la vida –insistió Georgia en tono desafiante–. Y no soy cualquier mujer. Soy la mujer que tú quisiste que, además de alquilar su útero, donara su óvulo. Me elegiste por algún motivo. Podrías haber elegido a cualquier otra, pero me elegiste a mí, lo que significa que me tienes, pero no que puedas dedicarte a darme órdenes. No respeto a los hombres que adoptan ese tipo de actitud. Puedes mantener una conversación conmigo, pero no aceptaré que te dediques a dictarme lo que debo hacer.
Tras aquellas palabras se produjo un prolongado silencio.
Georgia fue muy consciente de la intensidad con que la estaba inspeccionando Nikos. No se sintió atemorizada, pero sí muy consciente de la energía que parecía emanar de él a raudales.
Nunca había conocido a nadie como aquel hombre. Y si las circunstancias hubieran sido otras se habría sentido intrigada por él. Pero estaba atrapada en aquella isla con Nikos Panos y la superviviente que llevaba dentro le advertía de que debía tener mucho cuidado.
–¿No vive nadie más en Kamari? –preguntó finalmente.
–Solo el servicio y yo.
–¿Son muchos?
–Más o menos seis, dependiendo de los días y las ocasiones.
–¿Y nunca sales de aquí? ¿Vamos a ir algún día a algún sitio?
–¿Solo llevas aquí unas horas y ya estás deseando irte?
–Nunca había estado en Grecia.
–Pues ya estás en Grecia.
Georgia sonrió y volvió la mirada hacia el mar.
–Veo otras islas. Tampoco pueden estar tan lejos.
–La más cercana es Amorgós. Está a veintiséis kilómetros.
–¿Cómo sueles ir hasta allí?
–No voy.
La sonrisa de Georgia se ensanchó.
–¿Y si yo quisiera ir a visitar la isla?
–¿Y por qué ibas a querer hacerlo?
–Puede que quiera ir de compras.
–¿Quieres comprar aceitunas, pan, jabón? Porque eso es todo lo que hay en invierno en Amorgós.
–Seguro que hay algo más que unas pocas tiendas.
Nikos se encogió de hombros.
–Hay un ferry, un hospital y un monasterio, además de unas cuantas iglesias. Pero no hay museos, ni cafés, ni nada que pueda llamar tu atención.
–No me conoces. ¿Cómo sabes lo que puede llamarme o no la atención?
–Eres una mujer joven y guapa. A las mujeres jóvenes y guapas les gusta pasarlo bien.
Georgia rio, aparentemente divertida.
–Un comentario increíblemente sexista.
–Nada de sexista; simplemente sincero. Y antes de que pienses que estoy siendo injusto con el género femenino, déjame añadir que a los hombres jóvenes y guapos también les gusta pasarlo bien.
–Pero no a ti.
–Yo no soy ni joven ni guapo.
–¿Estás buscando un cumplido?
Nikos se inclinó hacia Georgia hasta que sus rostros quedaron a apenas unos centímetros de distancia.
–Mírame.
Georgia lo estaba haciendo, y notó que sus ojos no solo eran de un intenso marrón oscuro, sino que parecían de chocolate derretido con un toque de café, que sus pestañas eran gruesas, largas y negras, y enmarcaban a la perfección sus iris, que sus cejas eran negras, fuertes…
–Estoy mirando –dijo con calma, aunque su corazón latió con más fuerza. No sabía qué le estaba pasando, pero notó que le costaba más respirar y que todo su cuerpo se estaba acalorando–. Aún eres joven y, a pesar de las cicatrices, sigues siendo guapo.
–¿Acaso esto es un juego para ti? –murmuró Nikos roncamente.
–No.
–En ese caso vuelve a mirar.
–Lo estoy haciendo. ¿Qué se supone que debería estar viendo?
Nikos alzó una mano para apartar el mechón de pelo que cubría su sien y dejar al descubierto la franja de piel veteada, manchada.
–Mira mejor.
–Veo unas quemaduras –replicó Georgia, esforzándose por mostrarse fría e indiferente mientras alzaba una mano para deslizar un dedo por la piel quemada–. Se extienden varios centímetros por tu frente hasta al interior del cuero cabelludo y siguen por tu sien hasta la oreja y hasta lo alto del pómulo –los dedos le temblaron ligeramente cuando retiró la mano–. ¿Hace cuanto tiempo te quemaste?
–Cinco años.
–Se han curado bien.
–Me he sometido a varias sesiones de cirugía reconstructiva.
Nikos dijo aquello con sus palabras, pero Georgia sintió que le estaba diciendo algo distinto con su intensa y oscura mirada. Se sentía demasiado acalorada e incómoda como para analizar lo que estaba pasando.
Y estaban pasando demasiadas cosas y demasiado deprisa.
No había acudido a Kamari preparada para aquello… para conocer a aquel hombre.
Resultaba abrumador en todos los sentidos. Su altura y su poderoso físico, unido a la energía que emanaba de su cuerpo hacían que le costara pensar con claridad.
Iba a resultar muy complicado pasar allí tres meses y medio si no alzaba de inmediato algunas barreras. No solía sentirse fácilmente intimidada, pero Nikos Panos se estaba metiendo rápidamente bajo su piel. Necesitaba distanciarse de todo aquello cuanto antes.
–Estoy agotada –dijo a la vez que se levantaba–. Creo que debería volver a mi cuarto.
–Necesitas comer algo.
–¿Te importaría que me llevaran algo a la habitación? Estoy deseando comer y meterme en la cama –Georgia logró esbozar una tensa sonrisa–. Más vale que aproveche para dormir ahora, mientras pueda. Tengo entendido que no me será fácil conseguirlo durante los últimos meses.
Nikos arrugó el ceño. No parecía contento con la petición, pero al cabo de un momento se levantó.
–Te acompaño a tu cuarto.
–No te molestes.
–Eres mi invitada y acabas de llegar. Te acompaño. Así podré comprobar si ya está arreglada la puerta.
Georgia no podía argumentar nada al respecto y sabía que si quería sobrevivir en aquel lugar debía ceder de vez en cuando.
Tras bajar a la segunda planta, Nikos señaló un pasillo que había a su izquierda.
–Mi habitación está al fondo. Por si necesitas algo más tarde.
–No voy a necesitar nada.
–Siempre puede surgir una emergencia.
–No surgirá.
Siguieron avanzando en silencio hasta que llegaron a la habitación de Georgia. La puerta estaba cerrada. Nikos tomó el pomo, que cedió fácilmente y la puerta se abrió. Luego volvió a cerrarla.
–Parece que funciona bien.
Georgia quiso probarlo personalmente. Abrió y cerró la puerta sin problema, pero al observarla con más detalle notó que faltaba algo.
La cerradura no estaba.
Se volvió hacia Nikos con el ceño fruncido.
–No está bien. Falta la cerradura.
–Abre y cierra.
–Has hecho que la quiten. Te he dicho que…
–Y yo te he dicho que debo tener acceso a tu habitación en caso de que surja algún problema –interrumpió Nikos con firmeza–. Si el miedo a ser atacada te impide dormir, yo podría alojarme en tu cuarto para que estuvieras más tranquila.
–Ni hablar.
–En ese caso tendrás que acostumbrarte a la puerta sin llave –dijo Nikos con dureza–. Dentro de un rato te traerán algo de comer y mañana por la mañana te enseñaré el resto de la propiedad y los jardines.
GEORGIA tardó mucho en conciliar el sueño. Se arrepentía de haber aceptado acudir a aquella isla perdida, pero ya no tenía sentido lamentarse. Además, ya había sobrevivido a experiencias más duras en su vida, y estaba segura de que podría enfrentarse a aquella.
A pesar de todo, habría estado bien saber más sobre Nikos Panos de lo que sabía. El señor Laurent le había contado que la familia Panos había hecho su fortuna tras la Segunda Guerra Mundial, invirtiendo en la construcción, luego en astilleros y finalmente en el mundo de los negocios. Pero la historia de la familia Panos no había sido toda sol y rosas. Debido a algunas inversiones equivocadas, la empresa había hecho aguas durante la última década y había llegado a bordear la quiebra. Pero cuando el heredero Nikos Panos tomó el timón, la empresa resurgió de sus cenizas con más fuerza que nunca.
Aquel detalle había reforzado la confianza de Georgia. Un hombre de éxito como él tenía que ser una persona estable, razonable. Estaba claro que debía aprender a no sacar conclusiones precipitadas.
O tal vez lo que debía hacer era dejar de pensar en Nikos. Tenía que poner en práctica el desapego, y no solo en lo referente a aquel hombre, sino también a su embarazo.
Ya había sufrido lo suficiente con la muerte de sus padres, su hermana y su abuelo como para exponerse a que le volvieran a romper el corazón. Aquel bebé no era suyo. No era su hijo. Nunca lo sería.
Finalmente se quedó dormida, pero la mañana llegó demasiado pronto, y al despertar no se sentía lista para volver a ver a Nikos.
«Barreras y distanciamiento» se dijo mientras se vestía tras tomar una ducha.
«Barreras y distanciamiento», se repitió cuando, unos minutos después, Nikos llamó a su puerta.
Supuso una conmoción verlo en la penumbra del pasillo. Vestía pantalones y camisa negra y, aunque ella era alta, se sintió diminuta ante él.
Nikos la miro de arriba abajo.
–Haz el favor de calzarte con algo más práctico que esas botas.
Georgia dejó escapar una incómoda risa.
–¿Lo dices en serio? –preguntó, incrédula–. Son prácticamente planas.
–Los tacones miden por lo menos cuatro centímetros. Corres el peligro de torcerte el tobillo o romperte el cuello.
–No sé con qué clase de patosas habrás salido en el pasado pero…
–Tú y yo no estamos «saliendo» –interrumpió Nikos–. Solo eres una madre de alquiler. Cámbiate de calzado.
Georgia fue incapaz de contener la risa.
Por el modo en que se oscureció la expresión de Nikos fue evidente que no esperaba aquella reacción, lo que hizo que Georgia dejará escapar otra risa a pesar de sí misma.
¿De verdad esperaba aquel hombre que lo obedeciera ciegamente? ¿Estaría acostumbrado a que las mujeres se plegaran a sus órdenes?
Era evidente que no sabía con quién estaba tratando. Las hermanas Nielsen no se dejaban amilanar fácilmente. Savannah y ella no eran conocidas precisamente por su timidez o docilidad. Hijas de unos misioneros noruego-estadounidenses, habían viajado con sus padres de misión en misión antes de perderlos junto con el resto de su familia en un terrible ataque cuatro años antes. Georgia y Savannah habían luchado juntas contra el terrible dolor que había supuesto aquella horrible experiencia y habían emergido de esta aún más fuertes que antes.
Y Nikos debía estar al tanto de aquello.
A fin de cuentas la había elegido a ella entre miles de posibles donantes de óvulos y potenciales madres de alquiler. El señor Laurent le dijo que Nikos había estudiado muy atentamente su perfil, pues tenía muy claro lo que buscaba en todos los aspectos.
–Te has reído –dijo Nikos, totalmente serio.
–Sí, me he reído, y volveré a hacerlo si sigues comportándote como un bárbaro. Puede que me hayas contratado como madre de alquiler, pero tengo un buen cerebro y no necesito que me digas lo que tengo que hacer cada vez que me muevo.
–En ese caso, tu «buen cerebro» y tu sentido común deberían haberte hecho ver que ese calzado no resulta nada práctico.
–Son unas botas con un pequeño tacón –Georgia alzó la mano y marcó un pequeño espacio entre el índice y el pulgar–. Pequeño.
Nikos dejó escapar un profundo suspiro.
–Eres tan exasperante como un niño.
–No sé qué experiencia habrás tenido con niños, pero pareces un experto denigrando a las mujeres…
–No estoy denigrando a las mujeres en general. Estoy hablando de ti.
–Supongo que te sorprenderá saber que no me interesa tu atención. Y tampoco quiero tu compañía. Eres insufriblemente arrogante. No cuesta mucho entender por qué vives en una roca en medio del mar. ¡Nadie quiere ser tu vecino!
–Yo creo que tú disfrutas peleando.
–No disfruto peleando, pero tampoco estoy dispuesta a plegarme dócilmente a las órdenes de nadie, y menos aún si esas órdenes son absurda. No me gustan los conflictos, pero no pienso dejarme avasallar por ti –Georgia se puso en jarras–. Tú has empezado esto, y lo sabes. Me hablas como si fuera tonta…
–Te estoy ayudando.
–Me ayudarías dejándome tranquila. Yo no te digo cómo comer o hacer ejercicio. No te digo cómo vestirte ni qué calzado usar…
–Yo no estoy embarazado.
–Eso es cierto. Soy yo la que está embarazada, y cuando me disgusto me sube la tensión, mis hormonas cambian y el bebé se siente afectado por todo ello. ¿Crees que es bueno para tu hijo que me disguste? O, ya que es tu hijo, puede que le guste una buena pelea.
La mirada de Nikos se oscureció.
–No me gustan las peleas, ni a mi hijo tampoco.
–En ese caso, no las provoques.
–Creo que necesitas comprometerte con la situación en que te encuentras.
–Eso he hecho. ¡Estoy aquí! –exclamó Georgia a la vez que señalaba a su alrededor con un amplio movimiento del brazo–. He dejado mi casa en Atlanta para ser tu huésped durante tres meses y medio y he renunciado a todo para hacerte feliz. Creo que tú también podrías esforzarte un poco en hacerme feliz a mí.
Nikos respiró profundamente para tratar de controlar sus caóticas emociones.
–Ten por seguro que no vamos a pasar así los próximos tres meses y medio. Este es mi hogar, mi santuario. Es donde vivo para mantener la calma, el control…
–¿Y tanto te costaría ceder un poco de ese control? –interrumpió Georgia, furiosa–. ¿Eres incapaz de dejarme algo de espacio para respirar?
–Acabas de llegar.
–Exacto. Y ya has derribado la puerta de mi cuarto como un bruto.
–Y me he disculpado.
Georgia bufó.
–No te has disculpado. Simplemente has hecho que la arreglen. Y ahora estás bloqueando la entrada de mi habitación con tu corpachón mientras me sermoneas sobre la calma y el control comportándote como una especie de hombre lobo enloquecido… –Georgia se interrumpió para tomar aire rápidamente–. El señor Laurent debería habérmelo contado todo. No debería haberme vendido el cuento de lo listo y exitoso que eras. No debería haberte retratado como el brillante empresario que se supone que eres. Debería haberme dicho la verdad. ¡Que eres una auténtica pesadilla!
Georgia supo que había ido demasiado lejos en cuanto vio el destello que brilló en la mirada de Nikos. Pero ella también estaba demasiado alterada como para dejarlo.
–Tienes razón –dijo, sin aliento–. Esto no está funcionando. Olvidemos el paseo. Ya lo daré yo sola. Será mejor que tu vayas por tu camino y yo por el mío –añadió antes de cerrar de un portazo.
Por unos segundos experimentó una especie de salvaje sensación de victoria. La descarga de adrenalina que recorrió su cuerpo la hizo sentirse orgullosa por el modo en que había resuelto la situación, sin mostrar las más mínima cobardía o debilidad. Esperaba que aquello le sirviera de lección a aquella especie de…
De pronto la puerta se abrió y Nikos entró en la habitación hecho un basilisco, pálido como un muerto.
Georgia dio varios pasos atrás mientras veía como avanzaba hacia ella.
–¿Qué haces? –exclamó, temblorosa–. ¡Sal de aquí! ¡Esta es mi habitación!
–No, gynaika mu –murmuró Nikos roncamente–. Al parecer necesitas algunas aclaraciones. Esta no es tu habitación. Es una habitación de mi casa que yo te estoy permitiendo utilizar. Esta es mi casa. Esta es mi habitación. Y tú eres la madre que he alquilado para tener a mi hijo.
Georgia sintió los intensos latidos de su corazón en los oídos mientras trataba de mantenerse firme en su terreno a pesar de que Nikos se había detenido a escasos centímetros de ella.
–Puede que sea tu casa, tu habitación, pero yo no te pertenezco, y jamás seré la posesión de ningún hombre.
–Has aceptado mi dinero…
–¡No vuelvas con eso!
–Así que hasta que des a luz eres mía.
–De eso nada. No soy tuya. Jamás seré tuya. De hecho, quiero llamar al señor Laurent ahora mismo. Creo que es hora de que aclaremos las cosas.
–No necesitas hablar con nadie.
–Claro que sí. Ya he tenido suficiente de tu hospitalidad, y me sentiría mucho más cómoda alojándome en algún hotel de Atenas.
–Ni hablar.
–No puedes obligarme a quedarme aquí.
–Claro que puedo. Eres mi responsabilidad. Estás bajo mi protección.
–¿Estás diciendo que no vas a dejar que me vaya?
Tras aquella pregunta se produjo un momentáneo y denso silencio. La mandíbula de Nikos se tensó a la vez que bajaba los párpados, que ocultaron la expresión de su mirada.
–Aquí estás segura –dijo con suavidad–. Más segura que en cualquier otro lugar de Grecia.
–Pero no me siento a salvo. No me respetas, y tampoco respetas mi necesidad de distancia y barreras.
Nikos frunció el ceño.
–Que yo sepa, hasta el momento no te he tocado ni te he amenazado.
–Constatar que ni siquiera sabes lo que es el respeto hace que mi cautela inicial estuviera totalmente justificada. La sensación de seguridad no es algo meramente físico. También es algo psicológico…
–¿Tu cautela inicial? –repitió Nikos–. ¿Qué quieres decir con eso? ¿No te sentías cómoda con la idea de venir aquí?
–Claro que no. No te conocía. Y sigo sin conocerte. Pero lo que he visto desde que he llegado no es precisamente alentador. Me siento como si el señor Laurent y tú me hubierais engañado…
–¿Engañado? ¿Acaso no has cobrado? ¿Y no has recibido una generosísima cantidad extra por venir aquí?
–Ahora que te he conocido no me parece suficiente. De hecho, pienso que ninguna cantidad habría bastado a cambio de tener que aguantar tus tonterías.
Nikos echó atrás la cabeza.
–¿Tonterías?
–Sí. Tonterías. Te estás comportando como un insufrible machista, como un matón…
–Ya basta, gynaika.