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Tras el olvido Maya Blake Una pasión que Sienna jamás podría olvidar… Cuando Sienna, una mujer muy independiente, perdió la memoria, se vio transportada a las maravillosas noches pasadas con su exjefe, el poderoso empresario argentino Emiliano Castillo. Todavía no se había recuperado de la sorpresa causada por la noticia de que estaba embarazada cuando Emiliano la invitó a pasar unos días en una de sus islas. Al darse cuenta de que Sienna no recordaba que habían roto su relación, Emiliano decidió asegurarse de que formaría parte de la vida de su hijo, ¡y de la de Sienna!, antes de que esta recuperase la memoria. ¿Iba a poder seducirla y convencerla de que su lugar estaba allí… en su cama? Secuestrada por el jeque Kate Hewitt En el desierto, ambos sucumbieron a la fuerza de su pasión… El destierro y la vergüenza habían convertido al jeque Khalil al Bakir en un hombre resuelto a reclamar la corona de Kadar a su rival. Su campaña comenzó secuestrando a la futura esposa de su enemigo. Puesto que ella era un medio para conseguir sus fines, ¿por qué se enojaba al imaginársela en otra cama que no fuera la suya? Elena Karras, reina de Talía, iba preparada para una boda de conveniencia. En su lugar, la llevaron al desierto, donde la reina virgen pronto descubrió que sentía un deseo inesperado por su secuestrador, tremendamente sexy, que la hacía anhelar más. En la cama del italiano… Heidi Rice Él solo había planeado protegerla, pero su corazón tenía sus propios planes La vulnerable Megan Whittaker recibió órdenes muy concretas por parte de su padre. Tenía que averiguar si el magnate Dario de Rossi planeaba absorber la empresa familiar. Tuvo que acceder muy a su pesar, pero lo que no esperaba era que la química entre ambos fuera tan fuerte que la empujara a terminar en la cama del italiano.
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Seitenzahl: 741
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca, n.º 134 - enero 2018
I.S.B.N.: 978-84-9188-050-9
Créditos
Índice
Tras el olvido
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Secuestrada por el Jeque
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
En la cama del italiano…
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Noche de bodas con el enemigo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
NO HABÍA cambiado nada en seis años.
A Emiliano Castillo casi le sorprendió haber pensado, por un instante, que las cosas iban a ser diferentes. Como si no hubiese sabido que en su familia se hacía todo a la antigua o no se hacía.
¿No era aquel empeño en aferrarse a las tradiciones uno de los motivos por los que él les había dado la espalda?
Mantuvo la mirada fija al frente, negándose a girar la cabeza hacia los pastos donde los preciados purasangres y potrillos de la familia solían estar. Y, no obstante, no pudo evitar darse cuenta, mientras su chófer lo llevaba hasta la casa familiar, de que todo estaba curiosamente vacío.
Intentó recuperar el control de sus pensamientos. No iba a dejarse llevar por la nostalgia durante aquella visita. De hecho, tenía planeado que su viaje a la finca Castillo, que estaba a las afueras de Córdoba, en Argentina, fuese tan breve como la convocatoria que le había hecho ir.
Solo había ido por respeto a Matías, su hermano mayor. Si este hubiese podido hablar, Emiliano se habría asegurado de que su hermano les hubiese dicho a sus padres, alto y claro, que él no iba a ir desde Londres.
Pero, por desgracia, Matías no podía hablar.
Y el motivo hizo que Emiliano apretase la mandíbula y que incluso se entristeciese. Por suerte no tuvo mucho tiempo para pensar en aquello, porque el coche enseguida se detuvo delante de la elegante casa en la que habían vivido varias generaciones de orgullosos e intratables Castillo.
Las puertas dobles de roble se abrieron mientras él bajaba del coche.
Emiliano se puso tenso, ya había olvidado que hacía años que ni su madre ni su padre se dignaban a abrir la puerta, sobre todo, teniendo servicio que pudiese hacerlo por ellos.
Subió las escaleras y saludó con un rápido gesto de cabeza al viejo mayordomo. No lo recordaba de otras ocasiones y aquello le supuso un alivio. Cuantos menos recuerdos, mejor.
–Si me acompaña, el señor y la señora Castillo lo están esperando en el salón.
Emiliano se permitió pasar rápidamente la mirada por las paredes de la casa en la que había crecido, por la robusta barandilla por la que se había deslizado de niño, el antiguo armario contra el que había chocado y que había hecho que se rompiese la clavícula.
Había podido hacer todo aquello porque no había sido el primogénito. Su tiempo había sido suyo, para hacer con él lo que quisiera, porque la única persona que había contado en aquella casa había sido Matías. Aunque Emiliano no se había dado cuenta realmente de lo que significaba aquello hasta que no había llegado a la adolescencia.
Se abrochó el botón de la chaqueta del traje, volvió al presente y siguió al mayordomo dentro del soleado salón.
Sus padres estaban sentados en dos sillones idénticos, dignos del mismísimo salón del trono del palacio de Versalles. Aunque no les hacía falta ninguna exhibición de riqueza para demostrar su éxito, Benito y Valentina Castillo rezumaban un orgullo casi regio.
En ese momento ambos lo miraron con altivez e indiferencia, expresiones a las que Emiliano estaba acostumbrado, pero en aquella ocasión vio en ellos algo más.
Nervios. Desesperación.
Apartó la idea de su mente, siguió andando y besó a su madre en ambas mejillas.
–Mamá, espero que estés bien.
Ella cambió de expresión solo un instante.
–Por supuesto, aunque estaría mejor si te hubieses molestado en contestar a nuestras llamadas desde el principio, pero, como de costumbre, has preferido hacer las cosas como te ha dado la gana.
Emiliano apretó los dientes y tuvo que contenerse para no contestar que habían sido ellos los que le habían enseñado a comportarse con aquel desapego. En vez de eso, saludó a su padre con una inclinación de cabeza que él le devolvió, y después se sentó en otro sillón.
–Ya estoy aquí. ¿Me vais a decir para qué me habéis hecho venir? –preguntó, y después rechazó la copa que le ofrecía el mayordomo.
Su padre hizo una mueca.
–Sí, siempre con prisas. Siempre. Supongo que tendrías que estar en algún otro lugar.
Emiliano exhaló lentamente.
–Lo cierto es que sí.
Además de tener una empresa que dirigir, tenía que dar su visto bueno a los preparativos del cumpleaños de Sienna Newman.
Su vicepresidenta de Adquisiciones.
Y su amante.
Pensar en la mujer cuyo intelecto lo mantenía alerta de día y de cuyo cuerpo disfrutaba de noche disipó los amargos recuerdos de su niñez. Al contrario que otras aventuras anteriores, Sienna no había sido fácil de conquistar, se había negado a dedicarle tiempo fuera de la sala de juntas durante meses hasta que, por fin, había accedido a cenar con él.
Todavía le sorprendía haber hecho tantos cambios en su vida para hacer un hueco en ella a su amante. Las pocas personas que lo conocían bien habrían dicho, y con razón, que aquel comportamiento no iba con él. Ni siquiera la cautela que sentía en ocasiones por parte de Sienna le hacía cuestionarse a sí mismo. No lo suficiente para perturbar el statu quo, al menos, por el momento. Aunque, como todo en la vida, tenía fecha de caducidad. Y era el tictac de aquel reloj lo que hacía que se impacientase todavía más y desease marcharse de aquel lugar.
Miró a sus padres con una ceja arqueada, en silencio. Hacía mucho tiempo que había aprendido que nada de lo que dijese o hiciese podría cambiar su actitud hacia él. Por eso se había marchado de casa y había dejado de intentarlo.
–¿Cuándo fue la última vez que fuiste a ver a tu hermano? –inquirió su madre.
Emiliano pensó en el estado de Matías, que estaba en coma en un hospital de Suiza, con pocos signos de actividad mental.
Contuvo la tristeza que quería invadirlo de repente y respondió:
–Dos semanas. He ido a verlo cada dos semanas desde que tuvo el accidente, hace cuatro meses.
Sus padres se miraron con gesto sorprendido y él contuvo las ganas de reírse.
–Si era eso lo que queríais saber, podríais haberme mandado un correo electrónico.
–No es eso, pero… nos reconforta saber que la familia sigue significando algo para ti, teniendo en cuenta que la abandonaste sin mirar atrás –declaró Benito.
A Emiliano se le erizó el vello de la nuca.
–¿Os reconforta? Supongo que en ese caso habría que celebrar que, por fin, he hecho algo bien, ¿no? Aunque será mejor que vayamos directos a hablar del motivo por el que me habéis hecho venir.
Benito tomó su vaso y clavó la vista en el contenido unos segundos antes de vaciarlo de un trago. Fue un gesto tan raro en su padre que Emiliano se quedó de piedra.
Lo vio dejar el vaso con un golpe, otra novedad. Benito lo miró con desaprobación, eso no era nuevo.
–Estamos arruinados. En la más absoluta indigencia. No tenemos nada.
–¿Disculpa?
–¿Quieres que te lo repita? ¿Por qué? ¿Te quieres recrear? –le preguntó su padre–. Muy bien. El negocio del polo, la cría de caballos, todo ha fracasado. La finca lleva tres años en números rojos, desde que Rodrigo Cabrera empezó a hacernos competencia en Córdoba. Nos dirigimos a él y nos compró la deuda, pero ahora nos reclama el préstamo. Si no pagamos antes de final de mes, nos echarán de nuestra casa.
Emiliano se dio cuenta de que tenía la mandíbula apretada con tanta fuerza que no podía empezar a hablar.
–¿Cómo es eso posible? Cabrera no sabe nada de criar caballos. Lo último que oí fue que estaba intentando meterse en el mercado inmobiliario. Además, Castillo es un referente en adiestramiento y cría de caballos en Sudamérica. ¿Cómo es posible que estéis al borde de la quiebra? –preguntó.
Su madre palideció y agarró con fuerza el pañuelo de encaje blanco que tenía en la mano.
–Cuidado con tu tono de voz, jovencito.
Emiliano tomó aire y se contuvo para no replicar.
–Explicadme cómo habéis podido llegar a esas circunstancias.
Su padre se encogió de hombros.
–Tú eres un hombre de negocios… sabes cómo son estas cosas. Un par de malas inversiones y…
Él sacudió la cabeza.
–Matías era… es… un hombre de negocios perspicaz. Jamás habría permitido que llegaseis a la bancarrota sin mitigar las pérdidas e intentar encontrar la manera de cambiar la fortuna del negocio. Al menos, me lo habría contado…
Sus padres volvieron a intercambiar miradas.
–Decidme la verdad. Supongo que me habéis hecho venir porque necesitáis mi ayuda, ¿no?
Su padre lo miró con orgullo un instante, después apartó la vista y asintió.
–Sí.
–En ese caso, contadme.
Todos guardaron silencio varios segundos y entonces su padre se puso en pie. Fue hasta un armario que había en la otra punta de la habitación, se sirvió otra copa y volvió a su sillón. Dejó el vaso, tomó una tableta en la que Emiliano no se había fijado hasta entonces y la encendió.
–Tu hermano dejó un mensaje para ti. Tal vez eso lo explique todo mejor.
Emiliano frunció el ceño.
–¿Un mensaje? ¿Cómo? Matías está en coma.
Valentina apretó los labios.
–No hace falta que nos lo recuerdes. Lo grabó antes de la operación, cuando los doctores le dieron un posible pronóstico.
Había dolor en su voz y tristeza en su mirada. Emiliano se preguntó, y no por primera vez en su vida, por qué nunca había sentido nada tan profundo por él.
Apartó aquello de su mente y se centró en el presente, en lo que podía controlar.
–De eso hace dos meses. ¿Por qué habéis esperado hasta ahora?
–Porque no habíamos pensado que fuese necesario que lo oyeras.
A punto de estallar, Emiliano se puso en pie. Se acercó hasta donde estaba su padre y le tendió la mano para que le diese la tableta.
Benito se la dio.
Al ver el rostro de su hermano congelado en la pantalla, con la cabeza vendada, los muebles de hospital, las máquinas, a Emiliano se le cortó la respiración. Matías era el único que nunca lo había rechazado por haber nacido el segundo. El apoyo de su hermano había sido el principal motivo por el que se había marchado de aquella casa, aunque en el fondo sabía que lo habría hecho de todos modos, incluso sin el aliento de su hermano.
Sintió que temblaba e intentó calmarse. Volvió a su sillón y le dio al play.
El mensaje duraba diez minutos.
Con cada segundo que iba pasando, con cada palabra de su hermano, Emiliano se iba sorprendiendo más. Cuando terminó, levantó la mirada y se dio cuenta de que las de sus padres ya eran menos indiferentes y más… turbadas.
–¿Es esto verdad? –inquirió.
–¿Lo has oído de labios de tu hermano y todavía dudas? –preguntó su padre.
–No dudo de lo que dice Matías, lo que no me puedo creer es que te jugases millones que sabías que la empresa necesitaba.
Su padre golpeó la mesa con la mano.
–¡Es mi empresa!
–¡Y la iba a heredar Matías! O eso has estado diciéndole desde que nació, ¿no? ¿No es ese el motivo por el que se ha matado trabajando? ¿No has sido tú el que lo ha presionado para que te sucediese a toda costa?
–No soy ningún tirano. Lo que Matías hizo por Castillo, lo hizo por voluntad propia.
Emiliano contuvo de milagro una palabra malsonante.
–¿Y se lo pagas tirando los beneficios a sus espaldas?
–Se suponía que el acuerdo que hice con Cabrera era seguro.
–¿Seguro? Te dejaste engañar por un hombre que vio a la legua que eras una presa fácil.
Volvió a bajar la vista a la pantalla, incapaz de creer lo que Matías le había contado, que la empresa había quebrado, que se habían hecho falsas promesas, que toda la carga iba a recaer sobre sus hombros.
Su hermano le pedía en tono muy serio que no le fallase a la familia.
Aquella última súplica, más que nada, fue lo que impidió que Emiliano se levantase y saliese por la puerta. Aunque lo que Matías le pedía, que saldase la deuda que sus padres tenían con Rodrigo Cabrera, fuese tan absurdo que tuviese ganas de reírse a carcajadas.
Pero no se echó a reír porque la mirada de sus padres le confirmaba que todo lo que Matías le había contado era verdad.
–Entonces, ¿acordaste con Cabrera que Matías se casaría con su hija si las cosas iban mal y había que devolver la deuda? –preguntó con incredulidad–. ¿No sigue siendo una niña?
Acudió a su memoria el breve recuerdo de una niña con coletas que corría por el rancho cuando su familia iba a visitarlo. Matías, como de costumbre, había sido paciente y cariñoso con la pequeña Graciela Cabrera, pero Emiliano, que solo había podido soñar con escapar, casi no se acordaba de ella.
–Tiene veintitrés años –respondió su madre–. Sus padres tienen más de una cana debido a sus travesuras, pero ahora es más madura. Matías era su favorito, por supuesto, pero a ti también te recuerda con cariño…
–Me da igual cómo me recuerde. ¡Lo que no entiendo es que no os dierais cuenta de lo que estaba ocurriendo! ¡Se suponía que Cabrera era un amigo de la familia!
Por primera vez, su padre puso gesto de vergüenza, pero no le duró mucho.
–Estamos como estamos, Emiliano. Ahora tú eres el único que puede ayudarnos. Y no te molestes en sacar el talonario. Cabrera ha dejado claro que solo hay una solución. O te casas con Graciela Cabrera, o tu madre y yo lo perderemos todo.
SIENNA Newman salió de la ducha, terminó de secarse y se soltó el moño que había recogido su melena morena todo el día. Pasó la mano por el espejo cubierto de vaho y no pudo evitar sonreírse a sí misma.
La hermana Margaret, del orfanato en el que Sienna había pasado casi toda la niñez, le había dicho con frecuencia que tenía muchas cosas por las que sentirse afortunada. Aunque la matriarca del orfanato no habría aprobado aquella reacción puramente carnal de su cuerpo mientras se ponía en él una crema muy cara y pensaba en la velada que tenía por delante. Por suerte, la hermana M., como la habían llamado los niños, no estaba allí para ver aquella pequeña caída del estado de gracia. Porque Sienna tenía la sensación de que ni siquiera con los viejos ojos redondos de la mujer posados en ella habría podido contener la sonrisa.
Era el día de su veintiocho cumpleaños y había empezado de manera espectacular. Le habían mandado al trabajo cuatro ramos gigantes de calas y rosas blancas, sus flores favoritas, entre las nueve de la mañana y el mediodía, en todas las ocasiones acompañados de un impresionante regalo envuelto en papel de seda blanco y lazos de terciopelo negro. Lo único capaz de superar la impresionante belleza de la pulsera de diamantes que había llegado a las once había sido el conjunto de collar y pendientes de zafiros de las doce. No obstante, lo más especial de todos los regalos habían sido las notas manuscritas de Emiliano que habían acompañado a cada regalo. La letra era fuerte y dominante, como el hombre, sin florituras, pero las palabras de deseo y felicitación le habían llegado al alma.
La tarde había tomado un rumbo distinto, pero igualmente increíble, con exquisiteces culinarias que habían ido de los bombones al caviar, pasando por un único pastelito cubierto de un glaseado rosa y plateado sobre el que descansaba una vela encendida, para que la soplase y pidiese un deseo.
Y Sienna lo había pedido, por supuesto. Era un deseo que tenía desde hacía unos tres meses, cuando se había dado cuenta de que hacía casi un año que tenía una relación con un hombre que, hasta entonces, le había parecido inalcanzable.
El instinto de supervivencia desarrollado a causa de dolorosas experiencias anteriores le había hecho ignorar aquel deseo cada vez más acuciante, pero, con el paso de los días, había empezado a tener la esperanza de no ser rechazada en aquella ocasión.
Salió al dormitorio y su sonrisa menguó un ápice.
El único aspecto ligeramente negativo de aquel fantástico día había sido el tener que ser, una vez más, evasiva con sus compañeros de trabajo acerca de su vida amorosa.
La última vez que habían hablado de hacer pública su relación habían discutido.
Tras un acalorado tira y afloja sobre el tema, se habían retirado a la zona poco neutral del dormitorio, donde él le había expresado su enorme disgusto de manera muy apasionada.
Sienna se ruborizó al recordarlo, pero ya no pudo volver a sonreír.
Lo que también habría hecho que su cumpleaños fuese perfecto habría sido la presencia de Emiliano o, al menos, una llamada de teléfono.
Solo había recibido un correo electrónico deseándole feliz cumpleaños y una línea más en la que le decía que estaba ya subido en su avión, volviendo de Argentina. A ella le había alegrado saber que su viaje de cuatro días había tocado a su fin, pero también había ansiado oír su voz. Tanto que lo había llamado nada más llegar a casa, pero le había saltado el buzón de voz. Lo mismo que la mayoría de las veces que lo había llamado en los tres últimos días. Y la única vez que Emiliano le había respondido había sido brusco, monosilábico.
Intentó contener los nervios y se puso la ropa interior y el vestido que había tardado horas en comprar y que, finalmente, había encontrado en una pequeña tienda en el Soho. Era rojo, sin mangas, y le permitía lucir el ligero bronceado que había adquirido durante el fin de semana que habían pasado en St. Tropez. Se puso el collar y los pendientes nuevos, se peinó la melena, que le llegaba hasta los hombros, y se subió a unos tacones negros. Emiliano seguía siendo mucho más alto que ella incluso con tacones, pero una inyección de confianza siempre le venía bien.
Suspiró e intentó acallar a su vocecita interior que le decía que se lo habían arrancado todo en la vida, salvo su carrera. Y que lo siguiente que le quitarían sería lo que tenía con Emiliano. Se perfumó, tomó el bolso y el chal y fue hacia la puerta.
No quería estar nerviosa, pero no podía evitarlo. Saber que aquella noche se haría pública su relación la emocionaba y la asustaba al mismo tiempo. Le latía con tanta fuerza el corazón que estuvo a punto de no oír el mensaje que acababa de llegar a su teléfono.
Se quedó sin aliento al ver el nombre de Emiliano en la pantalla:
Pequeño cambio de planes. Cenaremos en casa. Van a llevar la cena del restaurante. Dime si te parece bien. E.
Sienna volvió a sonreír y respondió enseguida: Perfecto. ¡Estoy deseando verte!
Lo envió, vio que Emiliano lo estaba leyendo y esperó una respuesta que no llegó.
Tragó saliva, volvió a meter el teléfono en el bolso y salió del dormitorio.
El restaurante al que habrían ido estaba solo a tres kilómetros del ático que compartía con Emiliano en Knightsbridge. Y, si Emiliano había llamado a su cocinero favorito, la cena debía de estar ya de camino.
Recorrió el pasillo y entró en el salón donde, Alfie, su joven mayordomo, ya estaba poniendo la mesa.
Este levantó la vista al oírla entrar y sonrió.
–Buenas noches, señorita.
Ella le devolvió la sonrisa.
–Al parecer, Emiliano ya te ha contado el cambio de planes.
–Sí. Y también me ha dado la noche libre –respondió él–. Esperaré a que llegue la cena y después me marcharé.
Ella intentó no ruborizarse.
–Gracias.
Alfie asintió y siguió poniendo la mesa, y ella fue hacia la zona del salón, decorado con todo tipo de lujos, donde la chimenea estaba encendida porque hacía una noche de noviembre muy otoñal.
Sienna se acercó a ella, tomó la única fotografía que adornaba la repisa y miró el selfie que ella misma se había hecho con Emiliano tres meses antes. Había sido un extraño momento de locura, un momento especial. Después de haber pasado la mañana y la tarde haciendo el amor, habían salido a dar un paseo por el parque que había enfrente de casa y ella le había confesado con tristeza que no tenía recuerdos de una niñez pasada en acogida. Emiliano había insistido en que inmortalizasen aquel momento. Y, aunque no había mirado hacia la cámara, acostumbrado a huir de los paparazzi, sí que había posado para la instantánea. El resultado había sido una fotografía en la que Emiliano la miraba a ella y ella, a la cámara.
Él se había mostrado satisfecho con la foto, la había imprimido y enmarcado y la había puesto sobre la chimenea.
Sienna estudió el perfil del hombre que dominaba sus días y sus noches, del jefe que cambiaba las normas de la empresa, a pesar de sus protestas, para estar con ella. Le dio un vuelco el corazón solo de pensarlo.
Emiliano Castillo había hecho algo más que cambiar las normas de la empresa. Había instaurado algunas novedades durante los meses siguientes al inicio de su relación. Para empezar, no era un hombre que tuviese «relaciones». Mucho menos con una de las vicepresidentas de su empresa de capital de riesgo. Casi todas sus aventuras solo habían durado un par de meses. Tampoco había vivido nunca con sus amantes.
Aquellos eran los motivos por los que Sienna había empezado a pensar que lo suyo era algo más que una fuerte atracción física. Por eso había empezado a esperar más. Nunca habían hablado de formar una familia, sobre todo porque era un tema intocable para ambos.
Lo único que sabía Sienna era que la relación de Emiliano con sus padres era, como poco, tensa. Sí lo había visto destrozado cuando su hermano había sufrido un accidente de tráfico cuatro meses antes. Y en cada viaje que lo había acompañado a visitarlo al hospital en el que Matías estaba ingresado en Suiza, en coma, había visto en él tristeza y dolor.
Su historia era muy diferente. Ella no tenía un pasado del que hablar, así que jamás lo hacía.
La desolación con la que había aprendido a vivir la invadía solo un segundo antes de que consiguiese controlarla. Era su cumpleaños. Era afortunada, tenía una fecha que celebrar. Aunque también había trabajado duro para tener su propia vida, y estaba decidida a no ser una víctima del rechazo y el sufrimiento.
Así que lo iba a celebrar.
Devolvió la fotografía a la repisa de la chimenea y oyó la puerta.
Se imaginó que sería Alfie, que había recibido la cena, y le dio un vuelco el corazón al ver entrar a Emiliano.
Se había marchado para dos días y al final había estado fuera seis. Sienna no se había dado cuenta de lo mucho que lo había echado de menos hasta que no lo vio dar las cajas con comida a Alfie y avanzar por el salón. Sus miradas se encontraron y Sienna se sintió feliz.
Era un hombre muy alto, moreno y guapo, y tenía algo más que hacía que todas las cabezas se girasen a su paso. Sin embargo, su rostro no era perfecto. Tenía una cicatriz en la mandíbula derecha, que se había hecho al caerse de un caballo en la adolescencia, y que le daba un aire peligroso. Las cejas eran oscuras, lo mismo que los ojos, y la boca generosa y sensual, esculpida para pasarse las noches haciéndole el amor.
Así que Sienna se quedó hipnotizada al verlo avanzar lentamente hacia ella. Emiliano se detuvo a varios pasos y entre ambos fluyó una corriente eléctrica. Entonces, la recorrió despacio con la mirada, de la cabeza a los pies.
Sienna se preparó para que llegase a su lado y la abrazase, pero no lo hizo.
–Feliz cumpleaños, querida. Estás exquisita –le dijo con voz profunda, pero seria.
Además, tenía las manos metidas en los bolsillos, en vez de alargarlas hacia ella para tocarla, como solía hacer cuando volvía de viaje.
–Gracias. Qué bien que hayas vuelto –le respondió Sienna, nerviosa, con la boca seca de repente.
Él bajó la vista un instante, luego ladeó la cabeza y la miró fijamente.
–¿Has tenido un buen día? –preguntó.
Aquello la hizo sonreír.
–Ha sido maravilloso, Emiliano. No sé cómo has podido planearlo todo sin que me enterase, pero me ha encantado. Gracias por esto –le dijo, tocándose el collar y los pendientes–. Aunque debería estar enfadada contigo, por obligarme a afrontar tantas preguntas.
–Estoy seguro de que has utilizado tu habitual diplomacia para negar mi existencia, a pesar de ser un secreto a voces –contestó él en tono ligeramente tenso.
Sienna contuvo la respiración. Aquel seguía siendo un tema controvertido entre ambos, un tema del que tendrían que hablar pronto. Tal vez aquella noche…
–Yo nunca he negado tu existencia. Lo que he hecho es no alimentar las habladurías en el trabajo. Es muy diferente.
–Si tú lo dices.,,
Sienna se preguntó si el hecho de que ella negase su relación fuera de la intimidad del ático estaba causando más daños de los que había pensado.
Tomó aire y sonrió más.
–El día habría sido perfecto si hubieses estado aquí, sepa quien sepa lo nuestro.
–Lo siento, pero no me ha sido posible.
La respuesta, ligeramente críptica, no la sorprendió. Emiliano Castillo era un enigma, siempre. Y ella había aprendido que para ganarse su atención tenía que ponerse cara a cara con el amante y el jefe que era. Así era como había llamado su atención en la sala de juntas. Y el motivo por el que seguían teniendo tanta química en la cama. Una química que al principio la había sorprendido mucho y que seguía maravillándola. Y era la razón por la que no se apartó de la chimenea para acercarse a él a pesar de que aquello era lo que le pedía el cuerpo.
Se negó el placer y se quedó donde estaba, sintiendo la tensión que había entre ambos.
–No me has contado mucho. ¿Ha sido algo relacionado con Matías? –preguntó.
–En cierto modo, sí –respondió él.
–¿Está bien? ¿Ha habido alguna mejora…?
–Continúa igual –la interrumpió Emiliano antes de que terminase la pregunta.
Ella bajó la vista a su labio inferior. Emiliano respiró hondo, pero siguió con las manos en los bolsillos.
–Entonces, ¿te has pasado seis días en casa de tus padres?
Él volvió a apretar la mandíbula.
–Sí –respondió en tono gélido.
–Emiliano… ¿Está todo bien?
Él se acercó por fin y le tomó la mano. Bajó la vista a sus manos unidas y estuvo en silencio varios segundos antes de soltarla.
–No, no está todo bien, pero acabará solucionándose.
Sienna abrió la boca para seguir pidiéndole información, pero él le dio la espalda.
–Ven, se va a enfriar la cena.
Ella lo siguió hasta el comedor y se obligó a sonreír mientras Emiliano la ayudaba a sentarse. Anticipó una caricia en los hombros desnudos, un suave beso en la sien, pero no recibió ninguno de los dos actos.
Su gesto neutral, pero serio, la preocupó.
–Emiliano…
–No he pedido ostras. Me ha dado miedo que se estropeasen por el camino. Así que vamos a tomar tu segundo plato favorito.
–No te preocupes. La comida me da igual. Ya tomaremos ostras en otra ocasión –le respondió ella–. Dime qué está pasando.
Emiliano apretó los labios un instante y la miró con frialdad.
–No quiero estropearte la celebración, querida.
Sienna frunció el ceño.
–¿Por qué me la vas a estropear por contarme cómo ha ido tu viaje? ¿Qué ha pasado? –insistió.
Emiliano apartó la mirada y la clavó en la bandeja que tenía en la mano.
–Mis padres –contestó, levantando la vista–. Y dado que son uno de los temas de los que no hablamos, ¿por qué no lo dejamos estar?
El comentario le dolió un poco a Sienna, y aunque tuvo que admitir que Emiliano tenía razón, no pudo evitar sentirse nerviosa.
–¿Por qué no hacemos una excepción? Y, antes de que me arranques la cabeza, te diré que solo te pregunto porque veo que, sea lo que sea lo que ha ocurrido, te ha afectado, Emiliano.
–Eres muy amable, querida, pero ten cuidado. Hay cosas que, una vez dichas, no se pueden retirar. Además, me parece que estás exagerando un poco.
Le sirvió ensalada de marisco, se sirvió él también y llenó las copas de vino blanco frío.
–¿Te parece que estoy exagerando? –le preguntó ella–. Entonces, ¿por qué no me has dado un beso al llegar? Ni siquiera me has tocado. Y como aprietes más la mandíbula se te va a romper.
–Ya te he dicho que estás preciosa. Te he deseado feliz cumpleaños, te he cubierto de regalos todo el día. Y tal vez esté reservando el resto para más tarde. Sé lo mucho que te gustan las sorpresas –dijo él antes de dar un buen trago a su copa.
Sienna vio deseo en sus ojos y se le aceleró el corazón, pero no pudo evitar seguir estando preocupada.
–Seis días esperándote han sido suficientes. Tú mismo me dijiste, cuando el mes pasado estuviste dos días en Atenas, que solo un día separados era demasiado.
–Ten cuidado, Sienna, o voy a pensar que te gusta que haga esas declaraciones que, en circunstancias normales, me haces creer que son excesivas.
Ella se ruborizó, pero no bajó la mirada.
–Como he dicho, tal vez hoy quiera hacer una excepción.
Él se encogió de hombros casi… aburrido.
–No es necesario. He tenido un viaje largo y turbulento. Lo que quiero es relajarme y verte saciada con la cena. ¿Acaso es mucho pedir?
Su tono de voz advirtió a Sienna que dejase de presionarlo.
Ella sacudió la cabeza, todavía más convencida de que algo iba mal, muy mal.
–Sea lo que sea lo que te preocupa… quiero ayudarte –le contestó, dejando la copa para tocar su mano.
Él se puso tenso, bajó la vista a las manos.
Y entonces quitó la suya de debajo de la de Sienna.
A Sienna se le detuvo el corazón, se le ocurrió algo distinto.
–¿Emiliano? ¿Soy yo?
–Sienna, déjalo estar…
–¿Te has enfadado conmigo por haber cerrado el acuerdo con Younger sin ti?
–¿Qué?
–Me diste carta blanca, ¿recuerdas? Dijiste que ofreciese lo que fuese necesario para cerrar el trato. Y eso es lo que hice. Sé que han sido cinco millones más de lo que habíamos hablado al principio, pero hice números y me pareció que merecía la pena.
Él frunció el ceño y se aflojó la corbata.
–Santo cielo, no todo gira en torno al trabajo –le contestó–. Estate tranquila, no estoy enfadado contigo por eso. De no ser por tu rapidez a la hora de pensar y de actuar, habríamos perdido el negocio. De hecho, le pedí a Denise que te enviase un correo electrónico felicitándote por ello.
Sienna había visto el mensaje de su secretaria, y había vuelto a preguntarse por qué no le había escrito Emiliano directamente.
–De acuerdo, pero…
–¿Quieres que te alabe más? ¿Más flores? ¿Más regalos? ¿Es eso?
–¿Qué has dicho? –inquirió Sienna, dolida y enfadada.
Emiliano vació su copa y la dejó en la mesa con más fuerza de la necesaria. Se puso en pie y rodeó la mesa, pero no consiguió acobardarla.
Sienna lo imitó.
–¿Acabas de llamarme caprichosa?
–¿Estoy equivocado? Ahora que estamos a solas, que tu reputación no corre ningún peligro, ¿qué más necesitas de mí? ¿No te das cuenta de que llevas pidiendo desde que he entrado por la puerta? –la acusó.
–No tergiverses mis palabras. Solo quiero hablar contigo, saber qué…
–Pues yo no quiero hablar, querida. Normalmente te das cuenta enseguida y lo respetas. ¿Tanto te ha afectado mi ausencia, o hay algo más?
La miró fijamente mientras Sienna guardaba silencio.
–Veo que hay algo más. ¿Tengo tres intentos? O voy directo al grano y adivino que vas a plantearme la conversación que todas las mujeres necesitan plantear en los momentos más inadecuados. ¿Me vas a preguntar hacia dónde va nuestra relación?
–Le estás dando la vuelta a la conversación, Emiliano. Estábamos hablando de ti.
–Pues yo ya te he dicho que no quiero hablar. Ahora, ¿quieres que continuemos discutiendo, o cenamos?
Sienna levantó la barbilla.
–He perdido el apetito.
–¿De comida? ¿O de todo en general? –inquirió Emiliano, mirándola con deseo.
–¿Por qué estás tan enfadado conmigo? –susurró Sienna.
La expresión de Emiliano fue enigmática por un instante.
–Tal vez esté cansado de que me tengas solo para y cuando tú quieres.
–¿Qué? Yo nunca…
Él apoyó un dedo en sus labios.
–Quiero terminar con esto ya. Así que te lo voy a volver a preguntar: ¿De qué has perdido el apetito?
El deseo, el ansia, la ira y el dolor la estrangularon a partes iguales. Con solo unas palabras, Emiliano la había reducido a una mujer necesitada, la había convertido en lo único que había jurado que no volvería a ser jamás.
En una mujer dependiente.
Habían tenido desacuerdos en otras ocasiones, pero ninguno como aquel. Sienna se sentía más dolida que nunca, pero según fueron pasando los segundos creció en ella otra emoción diferente, que le era familiar, sobrecogedora, demoledora.
Empezó a temblar de la cabeza a los pies. Él vio su reacción y su gesto fue triunfante. Esperó.
–Emiliano…
–¿Sí, Sienna? –susurró contra sus labios, jugando con la cercanía.
–Está pasando algo. No me hagas creer que soy yo la que exagera, o que estoy loca. Por favor, dime…
–Basta. Sabes que hay temas que es mejor no tocar. De hecho, eres una experta en zanjar conversaciones. Así que no permitas que esta noche sea el momento en el que cambies de cantinela, querida.
Sienna lo miró a los ojos, vio deseo en ellos, sí, pero había algo más.
–¿Quién eres? ¿Por qué me hablas así?
–Eres tú la que insiste en hablar y hablar –le espetó él.
–¿No quieres que hable? ¡Bien!
Lo agarró de la corbata y le deshizo el nudo, tiró de ella y la hizo volar por encima de la mesa. Después atacó la camisa. Los botones salieron despedidos cual minúsculos misiles por la habitación. El deseo la volvía loca, irracional.
Tragó saliva al ver el pecho bronceado y musculoso de Emiliano y gimió, no pudo evitarlo.
Emiliano tomó aire cuando ella agarró su cinturón.
–Querida…
–¡No! Si yo no puedo hablar, tú tampoco –insistió Sienna, probablemente por miedo a que hablar le hiciese pensar en lo que estaba haciendo, en la posible razón del comportamiento de Emiliano.
Sabía que lo que hacía no estaba bien, pero no podía evitarlo. No en esos momentos. No después de haber sentido, una hora antes, que se comía el mundo.
Sus dedos recobraron la fuerza. Tiró del cinturón y lo hizo caer al suelo. Rozó con los dedos la poderosa erección que había debajo de los pantalones y sintió que Emiliano temblaba.
–Dios mío, Sienna… –murmuró, excitado.
–Salvo que vayas a decirme que no me deseas –respondió ella, quitándose los zapatos y alargando las manos hacia la cremallera del vestido.
Se la bajó y vio cómo Emiliano se ruborizaba del deseo.
Lo vio separar los labios y respirar con dificultad mientras el vestido se soltaba y se quedaba sujeto solo a sus pechos.
Sienna dejó de sentirse valiente, volvió a sentirse frágil, desesperada.
¿Qué demonios estaba haciendo?
Bajó las manos y retrocedió un paso, luego otro. Emiliano la siguió como un depredador hambriento.
Así, envueltos en un baile erótico, salieron del salón. De camino al dormitorio el vestido se bajó del todo y Emiliano se tambaleó y juró entre dientes. En cualquier otra ocasión, Sienna habría sonreído con malicia, pero no lo hizo.
–¿Estoy loca, Emiliano? –insistió a pesar de que una parte de ella la alentaba a estar callada.
Pasaron varios segundos, la espalda de Sienna tocó la puerta de la habitación, abriéndola. Él miró hacia donde estaba la enorme cama que llevaban seis meses compartiendo. La miró con deseo y con pesar. Sienna no supo si era por la discusión que habían tenido o por algo más. Aunque, desgraciadamente, seguía teniendo la sensación de que era por algo más.
NO, NO estás loca.
A pesar del dolor que le causó aquella información, Sienna pensó que Emiliano todavía la deseaba. No era aquello lo que ella quería de él, pero la idea la tranquilizó un poco. Por el momento.
Ya hablarían al día siguiente, tras haber aplacado otras necesidades más inmediatas y urgentes. Aunque fuese contra su naturaleza dejar un problema sin resolver, no iba a seguir pidiéndole respuestas esa noche.
Con aquello en mente, se terminó de quitar el vestido y lo dejó caer al suelo un segundo antes de que Emiliano la levantase del suelo, ya vestida solo con un tanga y las joyas, para ayudarla a salir de él. Luego la dejó de nuevo y bajó las manos. Sienna vio cómo cerraba los puños un instante, antes de decirle:
–Ven aquí, Sienna.
Ella aceptó la invitación sin dudarlo, se metió entre sus brazos.
Emiliano la apretó contra su cuerpo, enredó las manos en su pelo y la sujetó con fuerza. La miró con deseo, pero Sienna volvió a ver algo más en su mirada, algo que hizo que se le encogiese el corazón.
–Emiliano…
Él la apretó contra su cuerpo todavía más.
–Toma de mí lo que necesites, mi pequeña gata salvaje –susurró él contra sus labios.
Ella gimió, se puso de puntillas, lo abrazó por el cuello y lo besó apasionadamente. Cerró los ojos para saborear mejor lo que tanto había echado de menos, lo que tan desesperadamente había necesitado durante los últimos seis días. Todos sus sentidos cobraron vida cuando él la abrazó todavía con más fuerza.
Sus lenguas se entrelazaron y se devoraron, el beso se hizo más profundo, ambos respiraron con dificultad y Emiliano la hizo retroceder hasta la cama.
Cuando intentó apartarse un poco para terminar de desnudarse, Sienna se lo impidió, no podía dejarlo marchar.
Él se tumbó en la cama sin soltarla, sin dejar de besarla, y entre beso y beso se quitó los zapatos y los pantalones. Después la ropa interior y a Sienna se le cortó la respiración al notar su erección en el muslo.
Lo acarició con urgencia. Ambos gimieron. ¡Cuánto había deseado aquello!
–¡Te he echado mucho de menos! –admitió, confesando por una vez sus sentimientos.
Él se excitó todavía más y Sienna esperó que le contestase con alguna de sus frases cargadas de erotismo.
Pero guardó silencio mientras la acariciaba fervientemente.
Pasó la lengua por su piel, probando sus pezones, chupándoselos, jugando con ellos, consiguiendo que Sienna dejase de pensar. Le quitó el tanga y se posicionó allí, donde ella más lo necesitaba, para darle todavía más placer.
Sienna hundió los dedos en su pelo, gritó con más fuerza, sintiendo cómo aumentaba el placer en su interior. Hasta que llegó por fin al éxtasis.
Seguía flotando cuando Emiliano le separó más los muslos y llenó todos sus sentidos con su presencia. Sienna abrió los ojos y miró a aquel dios cuyo intelecto y carisma la maravillaban, cuyas caricias la hacían volar.
La mirada de Emiliano era todavía más seria que unos minutos atrás, pero antes de que a Sienna le diese tiempo a expresar lo que pensaba, él la besó y la penetró al mismo tiempo.
Ella volvió directa al paraíso. Le clavó las uñas, gritó. Emiliano la llevó al límite una y otra vez, aminorando el ritmo cada vez que veía que Sienna estaba a punto de llegar al clímax. Era como si quisiese que aquello durase eternamente. Como si quisiera grabarse para siempre en su alma.
Como si quisiera que aquella experiencia fuese inolvidable.
¿Por qué?
Sienna volvió a hacerse la pregunta. Tomó el rostro de Emiliano y buscó sus ojos.
–Emiliano… por favor… –susurró.
Su barbilla se volvió de piedra bajo las manos de Sienna. Gruñó y salió de su cuerpo, la tumbó boca abajo y volvió a penetrarla. Le apartó el pelo de la nuca y clavó los dientes en ella, probándola, marcándola. Sienna se estremeció del placer y sintió que volvía a llegar al orgasmo.
A sus espaldas, oyó la respiración acelerada de Emiliano, notó que llegaba al clímax también. Quiso abrazarlo, mirarlo a los ojos y que le asegurase que todo estaba bien entre ambos. Todo lo bien que era posible.
Porque, aunque le doliese oírselo decir a Emiliano, sabía que su relación tenía defectos insalvables. Defectos que se hacían más grandes con el paso de cada segundo. Defectos de los que ella necesitaba hablar.
Pero Emiliano la tenía atrapada, disfrutando de una sensación que no quería que terminase jamás. Así que cerró los ojos y se dejó llevar.
Varios minutos más tarde, cuando sus cuerpos ya se habían enfriado y sus respiraciones se habían calmado, Emiliano se apartó de ella y la abrazó.
Hundió los dedos en su pelo de manera más brusca de lo habitual y la miró a los ojos.
–Feliz cumpleaños.
Ella dudó un instante, se preguntó si debía retomar su resolución.
–Emiliano…
–Te queda estupendamente –dijo él, pasando la mano por la piel que había justo debajo del collar de zafiros.
«Mañana», decidió ella una vez más.
–Gracias –murmuró.
Él le dio un beso en los labios hinchados.
–Ahora, duerme –le ordenó.
Y Sienna tuvo que obedecer.
De repente, se incorporó con el corazón acelerado. Emiliano dormía a su lado, con un brazo doblado sobre la cabeza. Ella lo observó con el corazón encogido, intentando descifrar lo que ocurría. Dormido, su belleza era igual de intimidante, pero más relajada. Sienna lo miró e incluso se atrevió a llevar un dedo a su labio inferior y a acariciarlo. Él respiró hondo y Sienna apartó la mano y se volvió a tumbar en la cama, sabiendo que no podría volver a dormirse.
Media hora después, se rindió y se levantó de la cama. Eran las cinco y media de la madrugada, noviembre, y todavía no había amanecido. Sabía que a Emiliano no le gustaría que saliese a correr sin él siendo todavía de noche. De hecho, le había prohibido que saliese a correr sin él, pero Sienna necesitaba hacer ejercicio si no quería despertarlo y pedirle explicaciones.
Sin hacer ningún ruido, se puso la ropa de deporte en el amplio vestidor que había junto al dormitorio, salió del ático y bajó al sótano, donde había un exclusivo gimnasio reservado a los dueños de la última planta. Se colocó los auriculares y empezó a correr en la cinta, donde pasó una hora antes de que sus piernas empezasen a estar cansadas.
Cuando se bajó de la máquina tenía claro lo que iba a hacer. Emiliano la valoraba profesionalmente porque no le daban miedo las negociaciones duras. Así era como se había convertido en vicepresidenta de su empresa en solo tres años.
A pesar de que su falta de experiencia sexual la había hecho sentirse inferior, nunca se había dejado acobardar por Emiliano. También era lo suficientemente valiente para admitir que sus nuevas y secretas emociones estaban influyendo en la situación que se había desencadenado entre ambos. Aquel era el motivo por el que necesitaba abordarla cuanto antes.
Dejó el sótano por las escaleras. Recogería los periódicos y las revistas que les llevaban a casa para que así no los interrumpiese el conserje.
Llegó a la planta baja y se acercó al mostrador. Saludó, tomó la prensa y fue hasta el ascensor. El otro secreto que llevaba varias semanas ocultando la animó un poco mientras tocaba el botón.
No le había contado a Emiliano que había empezado a aprender español porque quería ser capaz de hablarlo antes de decírselo, pero ya devoraba periódicos y revistas en español en su tiempo libre con la esperanza de aprender la lengua materna de su amante, y se interesaba por todo lo que tenía que ver con Argentina.
Por desgracia, aquel fue el motivo por el que el titular de la revista del corazón que tenía en la mano la hizo tambalearse mientras salía del ascensor. Se le cayó el alma a los pies. Estudió la fotografía, después volvió a leer el titular.
Anunciaba una unión entre las familias Castillo y Cabrera.
El resto de periódicos se le cayó de la mano y su mirada bajó a la letra pequeña.
Emiliano Castillo iba a casarse con Graciela Cabrera.
También había otras palabras:
La boda del año. Unión dinástica. Boda el Día de San Valentín.
Pero a Sienna se le nubló la vista, no podía respirar. Iba a desmayarse. Estaba segura. No podía seguir mirando la fotografía de Emiliano con aquella espectacular rubia que estaba sentada frente a él a una mesa adornada con velas, con una mano encima de la suya, sonriéndole.
Emiliano también la miraba.
Sin sonreír. Emiliano nunca sonreía en presencia de una cámara. Casi siempre la fulminaba con la mirada. Aunque en esos momentos la expresión de su rostro era… de cariño.
Sienna se obligó a respirar. Sintió que todo su mundo se derrumbaba, pasó las páginas de la revista en las que salían Emiliano y su nuevo amor. Al llegar a la quinta, los ojos se le llenaron de lágrimas al ver el anillo que, desde el dedo de Graciela, anunciaba su compromiso con Emiliano Castillo.
Se le detuvo el corazón al ver que él llevaba puesta una corbata que le había regalado ella por su cumpleaños, dos meses antes, y que Emiliano había metido en la maleta exactamente una semana antes, cuando ella le había despedido con un beso en los labios. Sienna sabía que, en ocasiones, la prensa rosa sacaba fotografías antiguas y manipulaba imágenes, pero la corbata le confirmaba que aquellas fotos no eran falsas.
Entendió por fin lo ocurrido la noche anterior, el silencio de los últimos días.
Entró en casa sin recoger los periódicos que se habían caído al suelo, sintiéndose aturdida.
Llegó sin saber cómo a la puerta de la habitación, llevó una mano temblorosa al pomo y se aferró a él para intentar recuperar el control. Tenía que enfrentarse a aquello, fuese cual fuese el resultado.
Tenía que hacerlo.
Sintió que tiraban de la puerta desde dentro, haciéndola perder el poco control que había conseguido alcanzar. Emiliano estaba delante de ella, con el ceño fruncido.
–Sienna, ¿qué haces ahí…?
Ella lo miró fijamente. Lo tenía justo delante. Poderoso. Magnéticamente carismático. Muy guapo.
«Bastardo».
No quería mirarlo. Le dolía incluso mirarlo a los ojos. Porque hasta en esos momentos quería, desesperadamente, pensar que estaba equivocada. Quería que todo fuese fruto de su imaginación: las fotografías de la revista que llevaba en la mano, el hecho de que Emiliano no le hubiese escrito, su expresión fría nada más volver, que le hubiese hecho el amor en silencio.
Pero lo miró a los ojos y supo que se estaba aferrando a falsas esperanzas.
–¿Es verdad? –preguntó de todos modos.
–¿El qué?
Aquello la enfadó.
–No juegues conmigo, Emiliano. Eso no va con…
Había estado a punto de articular la palabra «nosotros», pero ya no había ningún «nosotros». ¿Lo había habido alguna vez? Sienna intentó recordar, analizó gestos, palabras, se preguntó si todo lo que había vivido, disfrutado y soñado durante su relación había estado basado en una enorme mentira.
–¡Esto! –le espetó, plantándole la revista en el torso–. ¿Es verdad que estás prometido?
Se quitó los auriculares y los dejó junto con el MP4 en la cómoda que había al lado, luego se giró y vio a Emiliano hojeando la revista antes de tirarla a un lado.
La miró a los ojos con arrogancia, sin arrepentimiento.
–Sí.
Por un instante más, Sienna había querido pensar que estaba equivocada, pero en esos momentos se sintió sin aliento, con las rodillas temblorosas. Sacudió la cabeza y esperó a que Emiliano se explicase. No lo hizo. Se limitó a mirarla con expresión neutral.
–¿Sí? ¿Eso es todo lo que me vas a decir?
Él puso los brazos en jarras.
–Ahora mismo no estás en condiciones de escuchar nada más…
–¿En serio? ¿Y qué esperas que haga? ¿Continúo con el día hasta que tú estimes que estoy en condiciones? –inquirió ella con incredulidad, con la voz ronca y temblorosa.
–Preferiría tener esta conversación cuando no estés tan alterada –replicó él mientras empezaba a abrocharse la camisa azul marino que llevaba puesta.
Sienna respiró hondo para tranquilizarse como hacía en el trabajo, pero aquello no era trabajo. Aquello era mucho más.
–Me debes una explicación. Ahora mismo. ¿O eres demasiado cobarde para dármela?
Él se quedó inmóvil y la miró a los ojos.
–Ten cuidado con tu tono de voz, querida –le advirtió.
–¡No me llames así! Me acabas de decir que vas a casarte con otra mujer. ¿Y te atreves a llamarme «querida»?
Él puso gesto de sorpresa, como si no entendiese la objeción de Sienna, pero le duró solo un instante. Entonces volvió el mismo extraño que había llegado al ático doce horas antes.
Sienna lo fulminó con sus ojos verdes.
–¿La has estado viendo a mis espaldas?
Él frunció el ceño mientras se abrochaba el último botón.
–No. Yo no engaño.
–¿No? ¿Y qué fue lo de anoche? ¿No la has engañado a ella conmigo?
–Tú eres mi amante. Y ella lo sabe y entiende que es un tema del que me tengo que ocupar.
–Qué amable por su parte. Entonces, ¿es eso lo que hiciste anoche? ¿Ocuparte de mí antes de dejarme?
Él se echó hacia atrás, como si le hubiese dado una bofetada.
–Sienna, tienes que calmarte.
–¿No has podido resistirte a un último revolcón antes de ordenarme que me fuera?
Aquello pareció incomodarlo.
–Era tu cumpleaños…
Ella se sintió dolida, no podía más, así que se puso a andar de un lado a otro.
–Qué detalle por tu parte. No podías decepcionar a tu pobre y patética amante, casi examante, en el día de su cumpleaños, así que has preferido que se enterase por la prensa de lo que estabas tramando.
–¡Basta! No era así como pretendía darte la noticia.
–¡Qué lástima!
Emiliano se apretó el puente de la nariz con dos dedos y respiró hondo.
–Ahora tengo que irme al despacho, tengo una videoconferencia con Noruega que ya he pospuesto dos veces, pero luego hablaremos. ¿Qué te parece esta noche? No me importa que te tomes el día libre para poder asimilar la noticia. Y esta noche hablaremos tranquilamente.
–¿De que fuiste a ver a tus padres y has vuelto comprometido?
Él apretó la mandíbula.
–Entre otras cosas, sí.
Ella se obligó a parar. A enfrentarse a él.
–De acuerdo, vamos a hablar. Supongo que podrás dedicarme cinco minutos de tu tiempo ahora.
–No pienso que…
–¡Yo sí!
Emiliano respiró hondo, la miró.
–Sienna, no tenía que haber ocurrido así.
–¿El qué? Habla claro, por favor, para que te entienda.
Él arqueó una ceja, como si la estuviese viendo de repente de manera distinta. Sienna no quiso saber cómo la veía.
–Tu reacción casi me hace pensar que tu carrera no te importa más que esto que hay entre nosotros, mientras que, si yo te pidiese que escogieses una de las dos cosas, estoy seguro de que te quedarías con la primera.
Ella respiró hondo.
–Para empezar, si en alguna ocasión nos encontrásemos en esa situación, tendríamos un serio problema, en especial, porque sé a cuántas mujeres con familia tienes en tu junta directiva. Lo que me hace pensar que es una especie de prueba. ¿Y para qué me ibas a hacer ese tipo de prueba, Emiliano?
Él se encogió de hombros.
–Tal vez no me guste sentirme segundo plato. O tal vez esté aburrido de ello.
Ella dejó escapar una carcajada.
–¿Segundo plato? ¿Desde cuándo te conformas tú con eso? ¡Si eres siempre el primero en todo!
–Ahí te equivocas –respondió él, haciendo una mueca.
–Bien. Quizás no nos conozcamos tan bien como deberíamos, pero el hecho de que no me des ninguna opción lo dice todo.
Él se pasó una mano por el pelo.
–Iba a dártela… No era así como… Tengo que hacerlo.
–¿Tienes que hacerlo? –preguntó ella.
–Sí, he dado mi palabra.
–¿Tu palabra? ¿A quién?
Emiliano resopló con frustración.
–Es un asunto familiar. No sé mucho de tus circunstancias familiares, porque nunca me cuentas nada, así que te perdonaré si no lo comprendes.
–¿Cómo te atreves? –inquirió ella, dolida–. Tú tampoco has querido hablarme de tu pasado. No me castigues por haber pensado que estaba respetando tus deseos. Además, sean cuales sean mis circunstancias, no puedes dar por hecho que no voy a entender el concepto de familia.
Como era huérfana, Sienna siempre había anhelado tener su propia familia y era un sueño que no pretendía abandonar.
Emiliano apretó los labios.
–Me has entendido mal.
–Al parecer, he entendido mal muchas cosas. Como que se te ha olvidado contarme que ibas a casarte con ella.
–No es así. Yo tampoco lo sabía.
–Entonces, ¿qué es esto? –preguntó ella, señalando la revista–. No insultes a mi inteligencia. La conoces, es evidente, así que tiene que haber algo entre vosotros.
–Nuestras familias están… relacionadas. La conozco desde que era niña.
–¿Y necesitaban una boda y tú has accedido? –preguntó Sienna en tono burlón, riéndose.
Dejó de reírse al ver que Emiliano asentía.
–Sí, algo así.
–Lo dices en serio.
Él no parpadeó.
–Lo digo en serio.
Sienna separó los labios, pero no habló, sacudió la cabeza porque estaba aturdida.
–Si quieres que nuestra… aventura continúe, estoy dispuesto a discutir contigo la manera… –dijo él al ver que seguía callada.
Aquello la enfureció.
–¡No pretenderás que sea tu amante mientras estás casado con otra!
–No pongas en mis labios palabras que yo no he dicho, por favor.
–De acuerdo, te escucho –respondió ella, cruzándose de brazos.
Él empezó a hablar, sacudiendo la cabeza.
–Tal vez lo que más haya que valorar en este caso sea la discreción. Hablaré con mis abogados esta misma mañana. Puedes quedarte con el ático y con todo lo que hay en él. Y con uno de los coches, elige el que más te guste. Y, si quieres algo más, házmelo saber, intentaré complacerte…
–¿Me estás hablando de propiedades, Emiliano? Yo lo que quiero saber es cómo es que vas a casarte con otra mujer, ¡si se supone que eres mío! –acabó gritándole, furiosa.
Y, con cada palabra que ella le gritó, él se fue volviendo más frío, como un bloque de mármol. Tomó unos gemelos y se los puso con toda tranquilidad.
–Pensé que podríamos… negociar, pero es evidente que estaba equivocado.
–¿Negociar? ¿Se puede saber de qué estás hablando?
–Ya no importa. No he tomado la decisión a la ligera, Sienna, pero ya está hecho. Y no va a poder cambiar en un futuro inmediato. Es evidente que diseccionarla no te va a ayudar ahora mismo. Tal vez nunca.
–¿Y entonces? ¿Me dejas sin más, sin tan siquiera una explicación?
Él la miró fijamente durante unos segundos.
–Lo queramos admitir o no, ambos somos conscientes de que lo que había entre nosotros se iba a terminar antes o después. Tal vez sea mejor cuanto antes.
Emiliano tomó su chaqueta y salió por la puerta.
LAS SIGUIENTES horas pasaron en un estado de aturdimiento aunque, por desgracia, Sienna no estaba lo suficientemente aturdida como para no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.
Llamó a Emiliano con voz ronca, pero él dejó el ático en silencio. Hizo una llamada y se le quebró la voz al pedirle a su secretaria que retrasase todos sus compromisos.
Alfie la miró con preocupación cuando rechazó el desayuno y le pidió cajas. Y ella sintió que se moría mientras guardaba todas sus pertenencias en cajas y maletas y reservaba habitación en un hotel.
Y después lloró. Lloró amargamente mientras se duchaba en la fría habitación de hotel y se odió por no ser más fuerte, por haber albergado falsas esperanzas sin ningún fundamento. Aunque mientras se secaba y se vestía también sintió ira. Y determinación.
A pesar de haber hecho todo lo posible por protegerse, había tenido esperanza, como de niña, cuando había mirado por la ventana del orfanato soñando con algo mejor. Después había aprendido que si quería algo mejor tendría que conseguirlo por sí misma. Se había permitido olvidar su historia, dejarse llevar. Se había permitido soñar y fantasear con un hombre que le había dejado claro desde el principio que jamás sentaría la cabeza.
Pero lo había hecho.
Al fin y al cabo, un compromiso era el paso anterior a una boda.
Y no la había elegido a ella. Lo mismo que su madre, que había preferido vivir otra vida, sin ella.
Intentó hacerse fuerte frente al dolor que la invadía al pensar en aquello, pero no pudo. Recordó lo duro que había sido crecer en el orfanato, las veces que se le había roto el corazón cuando una familia de acogida la había rechazado o, todavía peor, le había prometido que sería su familia para después echarse atrás varias semanas o meses después.
A esas alturas tenía que haberse acostumbrado al rechazo. Tenía que haber tenido la armadura bien puesta.
Siguió pensando en lo idiota que había sido mientras salía del hotel y tomaba un taxi para ir al lugar en el que había logrado sentirse orgullosa de sí misma, y que en esos momentos era el escenario de su derrota.
Mientras entraba al impresionante edificio de cristal y mármol en el que estaba la sede de la empresa, Sienna se dio cuenta de que, a pesar de sus esfuerzos por mantener su vida privada bajo control, todo el mundo la miraba como burlándose de las malas decisiones que había tomado.
La mirada furtiva de su secretaria y su tono mucho más bajo de lo normal hizo que Sienna supiese que su farsa había fracasado.
¿O sería que la noticia del compromiso de Emiliano se había hecho pública? Por supuesto. Castillo Ventures era una empresa progresista, pero en la que también se hablaba mucho de los demás. Sienna estaba segura de que, en esos momentos, las quinientas personas que trabajaban allí ya sabían la verdad, aunque nadie le diría nada a la cara debido a su reputación.
Volvió a sentir dolor mientras entraba en su despacho y cerraba la puerta. Con piernas temblorosas, se acercó al escritorio y se dejó caer tras él. Encendió el ordenador, escribió una carta breve y concisa y la envió.
Ignoró los pitidos que le informaban de la llegada de nuevos mensajes y tomó un cuaderno y un bolígrafo y lo dejó delante de ella en el escritorio, dispuesta a empezar a planear su futuro. Porque, desde que tenía memoria, tener un plan la había ayudado siempre a centrarse. Solo había abandonado su plan cuando un atractivo y dinámico argentino se había encaprichado de ella y la había hecho imaginar que él era su futuro.
Era el momento de cambiar de plan.